9.2.22

Qué risa


Dos libros en menos de un año es mucho para casi cualquier autor, a no ser que, como ya sospechábamos en El huerto de Emerson, el autor se dedique a la limpieza de corrales, a sacar de la cómoda viejos manuscritos o a interpretar variaciones sobre temas conocidos. Es el caso de Una historia ridícula, que acaba de publicar. Landero vuelve al personaje rarito de sus principios, el pobre hombre  que se crea un mundo interior que mejore o dé sentido al exterior. En este caso, Marcial, más que un pobre hombre, que también, es un perfecto idiota, entre infantil y viejuno, como ese tipo que siempre se pone en el mismo sitio de la barra en el bar de abajo y nadie se dirige a él porque no está claro si es tonto o está loco, o las dos cosas a la vez. Marcial encarna la ridiculez del hombre común, del currante de barrio que a fuerza de soledad se ha ido un poco de la olla, un don nadie que vuelca su resentimiento en una prosa rancia y sebácea. Marcial sería una especie de cuñao con todos sus tópicos defectos, un alma de tergal que no ha sabido subirse al mundo en el que vive, que se alimenta de filosofía parda y no se entera de nada. Debo reconocer que al principio me irritó ese sarcasmo hacia el perdedor, como si Landero quisiera hacernos reír con un fantoche tronado y vulgar, mofarse del perdedor, del ingenuo, del retrasado mental. Uno prefiere pensar que Landero ha hecho el volatín de instalar la voz narrativa en uno de nuestros vicios más contumaces, reírnos del débil, no porque él lo vea así sino porque sabe o cree que la gente tiende a verlo así. Es ese tipo de individuo mal vestido, casposo y alelado, de sonrisa húmeda y el mirar extraviado, que no ha salido de las faldas de su madre o se refugia en astrosos putiferios donde hasta él tiene su turno, que se ha hecho experto en alguna estupidez o se piensa que es un gran artista incomprendido, y tiene amigos igual de imbéciles que él. Buena parte de la novela suena a risotadas al paso de un grupo de discapacitados. Ya sé (repito: ya sé —un ritornello que usa aquí Landero—) que lo podemos tomar como una amarga y descarnada visión del inadaptado, que aquí es un perfecto gilipollas. Y se puede alabar cómo Landero lo retrata, y no caer en el fácil error de pensar que esa manera de sobrarse con el personaje le hacía gracia al narrador. Esto yo creo que no es posible porque la novela no tiene ni puta gracia. Reírse con esta novela es casi ser tan bobo como su protagonista, o tan cruel como la mayoría de los secundarios. Se salva, cervantinamente, la gente que le hace caso, que se lo toma en serio, que lo considera tan normal o anormal como cualquier otro, tiernos primos y maritornes que aquí no hacen más que asomarse.
Landero, además, ha tirado de repertorio. La historia es como Calle mayor pero al revés, el incauto que se ilusiona con una muchacha que lo engaña y lo utiliza de bufón, para reírse de él igual que aquel a quien la primera mitad de la novela le haya hecho alguna gracia. Esto de que el narrador cuente una historia que el lector sabe que es de otro modo, y que sepamos por sus palabras lo que vemos que no es así, es un artilugio clásico (la ironía trágica de Edipo) para el que se requiere cierta habilidad que aquí viene garantizada por la estulticia del narrador. Por lo demás, los guiños son constantes, sobre todo a un Quijote de filosofía pajarera que, en vez de ir vestido de caballero andante, acaba disfrazándose de Travis Bickle, el de Taxi driver, para montar, de casualidad, una versión casera de Joker con azares teatrales propios de El Guateque. El recurso del tontaina que utiliza un castellano clásico, algo naftalinoso, a Mendoza le da para provocar unas cuantas carcajadas, pero con este libro de Landero se te pone ese rictus de pena que no es lo que más mueve a la risa. La locuacidad de Marcial es una inflamación más que otra cosa, un cuento insertado demasiado largo, un discurso final todavía más demasiado largo, aburrido y repetitivo, y un final de magia Borrás.

Y sí, sí, es así como los poderosos se ríen de los débiles, es así como su mala sangre les lleva al escarnio de los discapacitados por pura diversión. Si lo tomamos como libro de denuncia, todo serán buenas palabras, porque la historia es de una tristeza desesperante. Landero da su voz a aquellos a los que nadie escucha, pero esto es diferente. Marcial no tiene dignidad, no hay en él nada que nos mueva a la ternura, es una piltrafa como las que corta en su empleo de matarife industrial. ¿Por qué esta negación de toda dignidad, este pesimismo sádico? Reírse de los que hacen el ridículo deja mal al que lo hace pero también al que se ríe. Su historia ridícula es la historia de un tontaina que ve demasiadas películas. No es ejemplo de nada. No tiene nada que ver con el que, por ejemplo, no tiene estudios pero sí ínfulas, o siente la inferioridad ante los otros, o se ilusiona con lo inalcanzable. Esos ciudadanos no dan risa, no son ridículos. Esta novela no es ridícula porque, faltaría más, está escrita por un excelente escritor, que sin embargo ha pecado, en su afán de retratar al mindundi, de una prolijidad que sin aburrir fatiga. Ya lo creo que es una audacia técnica escribir un cuento deliberadamente malo, o pronunciar un discurso que repite como la comida grasienta. Si con ello quiere ser fiel al narrador (un escritor fallido, como tantos), es difícil saber a quién, al narrador o al autor, es necesario endosar las culpas. Incluso he pensado a veces que la novela es un amargo lamento, un no creer que tengamos arreglo ni que los merluzos puedan esperar de la literatura ningún tipo de redención. La del humor, en esta novela, desde luego que no.


Luis Landero, Una historia ridícula, Tusquets, 2020, 283 p

1.2.22

Una fragancia espesa y revenida


El cuarto tomo de En busca del tiempo perdido, y el más largo de todos, viaja por las costas normandas de soirée en soirée, en un trenecito que ocupa la troupe de los Verdurin (y luego también de los Cambremer) y que avanza sobre dos raíles: las aventuras homosexuales del barón de Charlus y los celos y desconfianzas del narrador con respecto a Albertina. El elenco está saturado de indiviudos desagradables: el asqueroso Cottard, el pelma de Brichot, la fea  Sabaroff, por no hablar de los imbéciles Verdurin. Es como un coro de degenerados sociales, que viven a golpe de chisme y se hacen todo el daño que pueden, un fango humano en el que sobresale la figura de Charlus. 
    Así como a Charles Swann siempre me lo imagino en el cuerpo de Jeremy Irons (y a Odette de Crècy en el de Helena Bonham-Carter), al barón de Charlus solo puedo imaginármelo con la estampa de Maurice Bejart, con esa misma violencia engomada y mirada de halcón, pero con más barriga. Nada más iniciarse la novela, tras la célebre digresión sobre los homosexuales y las flores, hay una escena de folletín, nunca mejor dicho, que anuncia el tono: el narrador escucha a través de un tabique cómo el barón se beneficia a Jupien, un camarero, y escucha «unos gritos extraños». A partir de ahí el barón es un fantoche que reúne todos los rasgos tradicionalmente atribuidos al aristócrata bujarrón, amante de criados guapos, cruel y mentiroso por placer, y con especial predilección por los chulazos maleducados como el músico Morel. El catálogo de marqueses inverti es de cabaret grasiento: Châtellerault, Vaugoubert, luego el príncipe de Guermantes, que también contrata el cuerpo de Morel. De todos ellos se habla con un desprecio infinito. Charlus no tiene una sola virtud: todo en él es degeneración más o menos exquisita. Se rebaja a alternar con Mme. de Surgis solo para ver si puede tirarse a sus hijos adolescentes. Habla tanto de Balzac que monta un numerito de duelos al amanecer para que el chorbo no se le escape, y en este plan. 

Todo en él es degradante, y sorprende porque uno lo lee desde el conocimiento de que Proust también era homosexual, por más que no lo aceptara en público. Es como si se regodease humillando en la figura de Charlus todo lo que él desprecia de sí mismo, y que, en el fondo, tampoco puede ocultar. Porque la otra historia, que tendrá más larga trascendencia, la de Albertine, suena a más inventada que la de Charlus. Su actitud hacia ella es fría, ni transmite ni se preocupa por transmitir emoción verdadera, algo curioso en un especialista del mostrar más que del explicar, que nunca dice que Brichot fuera un erudito pedante pero lo muestra cargando varias páginas de etimologías más o menos verosímiles. En el caso de Albertina todo queda reducido a su enunciación, dice que la ama o que no la ama o que siente celos, pero solo lo dice. Para más inri (la parte de Gomorra), el narrador sospecha que Albertina es lesbiana, por un detalle de muy mal gusto que le hizo ver el desaprensivo Cottard. A partir de ahí, nada de lo que hace el narrador es creíble, sobre todo porque Albertina parece de una ingenuidad desesperante. Casi a cada página lo más natural habría sido mandar al cuerno al narrador, no hacer viajes a deshoras, cada vez que él la reclama, ni aceptar sus chanchullos amatorios ni sus humillaciones. El desconcierto nace de por qué Albertine traga de esa manera, y es fácil sospechar que lo único que quiere es una buena boda. Así se lo dice él a sí mismo, y la deja y la coge y la usa y la tira, pero remata consintiendo lo que su madre (que le recuerda a la abuela muerta en el tomo anterior) le aconseja, que se case con ella. 

Entre ellos no hay más amor que la palabra celos: por sus supuestos encuentros con Andrea, con la hermana de Bloch o incluso con Saint-Loup, el viva la virgen que no quiere más que dedicarse al estupro de criadas, y de quien el lector sospecha, ya desde el tomo anterior, que es el único del que de veras está enamorado el narrador. Pero tantas idas y venidas, tanto cortejo animal y tanto apareo discreto, envuelto en el inacabable chismorreo, son un exceso que provoca sensaciones parecidas a las que deben de tener los personajes que se lanzan a la perversión: hastío y ganas de que aquello se termine. Todo está engordado como una marquesa viciosa. Todo es tan cargante como sus desalmados personajes, marionetas de un mundo mohoso. Queda en la memoria la soberbia de la princesa de Guermantes cuando se niega a ser presentada a Swann, que está a punto de morir, no sea que tenga que dirigirles la palabra a la gran Odette y a su hija Gilberta. Un clasismo revenido, infantil y maloliente va perfumando la novela como una esencia corrompida. No hay un solo momento de condescendencia, más allá de las páginas que le dedica a Francisca y a algún que otro ascensorista, ni mucho menos de afecto, desde luego no hacia Albertina. Es curioso que el narrador sacrifique su simpatía de ese modo, porque él tampoco escapa a la indigencia moral, desde el momento en que su máxima pretensión sigue siendo que lo admitan aunque sea un esnob, y que tampoco se corta mucho cuando se trata de despreciar a los inferiores. La escena en la que Cottard exige que saquen a un granjero del compartimento donde viaja tan feliz el clan es uno de los pocos gestos de compasión que se permite Proust en un ambiente tan espeso, y al mismo tiempo tan vacío. Hay un suplemento de prolijidad que en otros tomos no resultaba cargante pero aquí tiene el sabor del regodeo. El narrador se vuelve a Paris con Albertina, dispuesto a casarse. Es de esperar que, además, sus sentimientos hacie ella empiecen a parecer más verosímiles.


Marcel Proust, Sodoma y Gomorra (En busca del tiempo perdido, IV), trad. Consuelo Berges, Alianza, 1981 (6), 600 p.

29.1.22

Expiación


Les tengo a los daneses un punto de ojeriza desde aquella final de 2013 que España les ganó por 16 goles de ventaja. Fue bochornoso. En el momento en que juzgaron que les iba a ser imposible ganar, ni siquiera mediada la primera parte, bajaron los brazos y dejaron arrogantemente que les metieran una paliza. Negarse a competir fue una manera bastante rastrera de deslucir una final y adulterar un espectáculo que entonces vinculé con los vicios del deporte profesional, equipos capaces de mandar un partido casi entero a la basura por no dar prestigio a los rivales con su esfuerzo. De pequeños era un síntoma de soberbia o cobardía, o de las dos cosas a la vez.

Este campeonato de Europa me he acordado de aquella final, hace un par de días, cuando Dinamarca se citó con España porque le pareció peor que Suecia. El entrenador, que si lo veo por la calle pensaría que es el padre de Djokovic, tiene esa gestualidad sádica de los que creen que de las humillaciones se aprende. A la soberbia supremacista se unía la cobardía de negarlo. No se dio cuenta ese sujeto de que ningún equipo había sido capaz de defender como normalmente defiende España. Fallaron los técnicos, que se pensaban que España también se limitaría a ver pasar la pelota a toda velocidad de un lado a otro desde las manos peludas de Mikkel Hansen. En su desbordado narcisismo, Jacobsen pensó que Jordi Ribera le alinearía obedientemente a sus jugadores para que Hansen o Gidsel los fusilasen. No contaba con las guerrillas avanzadas de Aleix Gómez o Aitor Ariño, ni con que Joan Cañellas o el greciano Agustín Casado estaban engrasando sus escopetas. De ninguna manera podía imaginar que dos pipiolos en la selección como Peciña o Sánchez-Migallón iban a poner en su sitio al pivote Hald, o que entre unos y otros iban a secar a Gidsel, que hasta hoy parecía el no va más. No recuerdo una sola transición fluida y veloz de los daneses, de esas que hipnotizaban a los rivales de la main round.

Pero la culpa no es solo del entrenador macarra. La culpa también es nuestra. Dábamos el partido por perdido. Reconozcámoslo. Nos ha faltado la fe que les ha sobrado a los jugadores. Toda una alineación titular, salvo el portero, había desaparecido, y en esas circunstancias lo normal es que no se traspasen ciertos límites. Anoche, frente a los grandes daneses, vi los cinco primeros minutos, la incomprensible flojera de los lanzadores españoles, y estuve a punto de irme a la cocina y volver solo de vez en cuando, a ver cómo iba la cosa. En mi favor puedo esgrimir que me quedé en el sillón, afrontando con entereza lo que se venía encima. Y lo que se vino encima fue un espectáculo extraordinario de templanza y de estrategia. La selección le ganó por cuatro goles a Dinamarca pero Jordi Ribera le metió a Nikolaj Jacobsen una goleada escandalosa. Qué placer daba verlos defender, mantener lejos a los atacantes, relentecer sus transiciones, tapar los espacios, desordenar al rival. Los daneses no supieron qué hacer. Jamás fueron una amenaza cuando iban por detrás. Si no era la majestuosa defensa, era Gonzalo Pérez de Vargas, que para eso está, sobre todo cuando tiene que estar.

Igual soy yo el único aficionado que le debe a la selección un desagravio. Me gustaron mucho ante Suecia en la primera fase, pero luego ganaron a equipos menores por los pelos. Hasta Bosnia se les atragantó. Lo de Rusia fue de traca y con Noruega vimos que o comíamos más espinacas o las hordas nórdicas iban a darnos un serio disgusto. Pero no, tampoco era una cuestión de fuerza ni de cañonazos. Las líneas enemigas se ganaban con inteligencia. Ribera desarboló ese fondo rectilíneo y claro que tienen los nórdicos. Ellos van con sus héroes altos y rubios, pero en esta parte de Europa dan mejor resultado las emboscadas de los grandes y las infiltraciones de los pequeños, sobre todo Aleix, que hizo un partido mayúsculo.

No nos cabe la más mínima duda de que ganarán a Suecia en la final, y de que también habrían ganado a Francia si los franceses se hubiesen traído porteros al campeonato. Si ocurre, es un decir, que en algún momento van por debajo en el marcador, me limitaré a sonreír como aquel que sabe cómo van a terminar las cosas. Casi hasta he perdido la ilusión de ver el partido, que siempre se nutre de incertidumbre. Está tan claro que van a ganar que sé que disfrutaré de su juego, pero me gustaría ese punto de emoción de las grandes finales. Una lástima. Creo que es lo único que les podemos reprochar, que nos hayan privado del suspense.

No sé si con esto valdrá para expiar mi culpa. 

7.1.22

La música banal


Al final de El mundo de Guermantes reaparece el barón de Charlus, de quien se lleva hablando varios cientos de páginas porque el protagonista ha quedado en ir a visitarlo. Son quizá las páginas más violentas (no las más duras) de los tres primeros volúmenes de En busca del tiempo perdido, cuando el narrador, harto del cínico desprecio del barón, le destroza la chistera, algo que parece complacer a monsieur de Charlus. «Con un movimiento impulsivo, quise romper algo, y (…) me precipité sobre el sombrero de copa nuevo del barón, lo tiré al suelo, lo pisoteé, me cebé en él, queriendo desbaratarlo por completo; arranqué el forro, desgarré en dos la corona…» (p. 634). En la época tenía que ser una muestra de agresividad aristocrática (habrá que echarle un vistazo a la biografía de Painter), aunque a mí me recuerda a una escena del Gordo y el Flaco, los payasos que se rompen el sombrero y después cruzan los brazos con altanería, como diciendo: «Ahí queda eso, barbero». Claro que, con la actitud sebosa del barón, lo de menos era destrozarle el sombrero: se había merecido hacerle añicos las porcelanas alemanas del saloncito donde tiene lugar el altercado, algo que el narrador no hizo en consideración a la clase de su oponente y a la belleza de los búcaros. 

Salvo esta escena de violencia extrema, en El mundo de Guermantes no hay acción más allá de la curiosidad que el narrador tiene por Saint-Loup, de la muerte la abuela y de la violencia interior (no en el sentido agresivo sino en el incómodo) que siente cuando se da cuenta de que los aristócratas quizás se comporten así porque está él presente, que no es aristócrata, y que cuando se vaya se dedicarán a sus pasatiempos de clase. Lo demás es una escena sostenida de marquesas y altezas poniéndose a parir las unas a las otras, con un sujeto repulsivo, monsieur de Guermantes, que se complace en tratar en público a la bella Oriana, su esposa, como a una cualquiera. Todo ello en un entorno delicado, atento a los más mínimos detalles, en un ajetreo de comidas, paseos, cenas, óperas, excursiones y cambios de vestuario que da una permanente sensación de movimiento, aunque también resulta cómica la mala vida que se dan los aristócratas, siempre de visita, en perpetuo canturreo desde su rama del árbol genealógico. Dice algo de ellos el narrador que a Valle-Inclán le habría complacido: «Los grandes señores son casi la única gente de quien se aprende tanto como de los aldeanos; su conversación se engalana con todo aquello que concierne a la tierra, a las mansiones señoriales tal como estaban habitadas antaño, los antiguos usos, todo lo que el mundo del dinero ignora profundamente.» 

Y eso que, dicho sea de paso, Valle-Inclán y Proust no estaban en la misma onda. Lo explica don Ramón en un artículo del año 26, que de paso sirve para una buena descripción del arte de Proust. Allí dice, con respecto a su estética literaria, que prefiere describir la acción, «que todo sea la acción misma», no comentarla. De este modo, el «interés está en los mismos personajes desde el momento en que se presentan», frente a esa otra estética «que, cuando los personajes y la acción son triviales, deja poner al autor el comentario y la explicación», y pone «lo que no hay en los hechos, recargando la obra, incluyéndose en ella como un nuevo personaje, como el verdadero protagonsta». Del arte que a él le gustaba, pone como ejemplo a Shakespeare; del otro, a Anatole France y a Proust. Claro que luego llega Umbral y descubre en Proust «al yo, al yo descarado», y declara con altivez que En busca del tiempo perdido no es una novela sino un libro de memorias, porque para Proust (y para Umbral) el yo que se cuenta a sí mismo no tiene por qué limitarse a la constatación estricta de los hechos, es también su yo inventado, su vida interior, que casi siempre es una deformación, para bien o para mal, de la vida exterior y perceptible.

Yo lo que veo en este volumen, el más estático de los tres primeros, como una carrera en bicicleta para ver quién llega el último, es algo que solo llega a apreciarse en toda su profundidad escuchándolo en un audiolibro, en francés, sobre todo si uno no entiende el francés oído y muy lentamente el escrito. Hay largos pasajes genealógicos que forman la verdadera «música de los nombres», el primer empeño de esta novela, tratar la palabra como sonido puro, sin más significado que el que inspira. Sobre la base de algo tan corriente como hablar sin descanso de parentescos, la conversación como puesta al día permanente de la identidad de los otros, la fanfarria verbal de los apellidos ilustres, la novela avanza (es un decir) como antiguamente se paseaba por los pasillos del Louvre, no para ver cuadros sino para estar rodeado de ellos, como por un bosque de especies muy antiguas y valiosas en las que solo nos detenemos de vez en cuando, al hilo de algún comentario banal. El resultado, en la memoria, ocupa un espacio parecido al de una exposición de pintura de la época. El placer del texto garantiza la continuidad. 

En la escritura de Proust hay dos elementos que me desconciertan. El primero es una cuestión de dispositio. La novela fluye como un todo apenas dividido en dos muy extensos capítulos. El primero empieza en París, con el traslado de la familia del narrador a un piso de un palacete propiedad de los Guermantes, sobre todo de la duquesa de Guermantes. El narrador asiste a una representación de Fedra interpretada por la Berma, con quien tanta lata dio en libros anteriores y que ahora ya no le gusta, porque él va detrás de la madama Guermantes, que al final del pasaje le sonríe. Como la señora parece inaccesible y el narrador no pasa de seguirla y observarla (de lo que la duquesa se da cuenta), decide viajar a Donciéres, donde el joven Saint-Loup, sobrino de la duquesa, sirve en un regimiento. Allí el narrador se sume en la nostalgia y habla con soldados sobre el arte de la guerra, y trata de que Saint-Loup le presente a su tía. La excusa que encuentra es ver los cuadros de Eltsir del palacio de la duquesa, para lo que Saint-Loup se compromete a llevar a cabo las gestiones oportunas. Pero también fracasa esa estratagema, y el narrador se comporta con la duquesa como un acosador que se va escondiendo detrás de los árboles, literalmente. Cuando Saint-Loup vuelve a París, le presenta al narrador a una de sus amantes, la actriz Rachel, que resulta que el narrador la había conocido en una casa de putas, algo que Saint-Loup ignora y nadie se lo revela. En una escenita de celos y alcohol, Saint-Loup exhibe su fragilidad, y después también en el teatro, otra vez ciego y celoso. Luego tiene otra bronca con un tipo que le propone relaciones por la calle, mientras el narrador tira de él para que lo lleve al salón de Madame de Villeparisis, donde se reúnen celebridades literarias, relaciones imprescindibles, ay, para quien ha decidido ser escritor. Ese salón da lugar a un largo y por momentos mareante episodio, en el que lo más relevante que ocurre es que Bloch se va poniendo impertinente a propósito del caso Dreyfus (él es de familia judía) hasta que Mme. de Villeparisis termina poniéndolo de patitas en la calle. Luego aparece Odette, la gran protagonista de Por el camino de Swan, y eso hace que se largue del salón la duquesa de Guermantes. Mientras Saint-Loup sigue montando numeritos de niño malcriado, aparece el barón de Charlus, que invita al narrador a que lo visite, algo que, después de muchas idas y venidas, sucederá al final del volumen, en la violenta escena que comentaba. En medio, un tupido entramado de frases maliciosas y elegantes, sonrisas despectivas, cotilleos a lo Saint-Simon, a quien nombra para preguntarse si es posible retratar lo que sucedió. Hay un capítulo del Ulises, el del cementerio, mi favorito, que se plantea exactamente lo mismo, trasladar el momento a base de yuxtaponer estampas y detalles, si bien en el caso de Joyce el esfuerzo excluye los comentarios del narrador, que no pasa de describir. La sensación final, como en Proust, es la de haber estado allí metido, contemplando, y comprendiendo.

El caso es que esa es toda la larga primera parte, pero el lector tiene la sensación de que habría sido más honesto separar los diferentes pasajes porque siempre son cambios demasiado bruscos, finales unidos a principios sin solución de continuidad. La otra cuestión desconcertante es que Proust no da tanto valor a lo narrado como al espacio dedicado a la narración, y pasajes que podrían haberse recortado un poco (y que ahora serían poco menos que intolerables) se extienden, da la impresión, hasta que alcanzan la extensión, sea la que fuere, que conviene a la construcción general. Proust se ocupa mucho de la arquitectura (la muerte de la abuela, la reaparición de Albertine, la presentación de Charlus) pero no de que los cambios entre pasaje y pasaje no sean, en medio del dulce fluir de las aguas, un salto tan repentino. La apoteosis final, las ciento y pico páginas de la cena en la casa de los Guermantes, como si reuniera en ellas los elementos con que ha ido edificando su conquista del palacio, dan una sensación de unidad argumental, con el añadido de la visita al barón y de una cena en casa de la princesa de Guermantes, el no va más, antes de esa escena final de un cinismo sobrecogedor en la que madame de Guermantes prefiere irse de cena a acompañar a Swann, quien acaba de comunicarle que le quedan tres meses de vida, porque «sus propias obligaciones mundanas están por encima de la muerte de un amigo». Queda la sensación de que todo ha sido una cuidadosa construcción de partes más independientes de lo que sugiere su disposición en el texto, y que la extensión de cada una de ellas no se refiere a lo que tenía que contar sino al tiempo que había decidido emplear contándolo. Se nos ha narrado el asalto del protagonista al mundo idealizado de la aristocracia, se nos ha descrito el mundo ficticio en el que viven, sus lindezas y sus bajezas, en una composición sinfónica demasiado larga como para que el lector tenga en cada momento una visión de conjunto.  Pero sí al final. La importancia de Swann, el único hombre de veras elegante de toda la obra, es precisamente esa, la de subrayar la delirante banalidad de los Guermantes.


Marcel Proust, El mundo de Guermantes, trad. Pedro Salinas y Jose María Quiroga Pla, Alianza, 1985(9), 676 p.

 




28.12.21

Fragmentos de un hombre enfadado


Rafael Chirbes escribió buenas novelas, pero este tomo de Diarios no es un buen libro, y eso que algunas cabeceras de tronío lo califican de mejor libro de 2021. Influirá, supongo, ese amor post-mortem que hace hurgar en lo que los escritores escribían cuando no escribían. Chirbes murió hace unos años y yo escribo sobre él como sobre todos los escritores que me interesan, como si estuviera vivo. 
   Estos Diarios  de Chirbes en realidad no son diarios sino cuadernos. Uno compra un cuaderno y esa noche carga la estilográfica y pasa un rato acariciado por el rumor del rasgueo, escribe algunas páginas de golpe y lo abandona varios meses, hasta que otra tarde mustia invita a recogerse otra vez con la pluma. Son, en el mejor de los casos, fogonazos, ocurrencias, y en el peor un ejercicio de escritura obligatoria, cuando no se tiene nada que decir. De esto último hay mucho en este libro.

Estos membra disiecta son interesantes al principio, cuando el autor merodeaba los 40, divertidos en su empeño de ser duros (empiezan con una minuciosa descripción del dolor que produce un grano en el culo) y de practicar esa literatura de la mugre, de verlo todo sucio, incluida su propia y desaforada vida sexual, que relata con el rictus amargo que ponía Juan Goytisolo para contar lo mucho que sufría pasándoselo bien. Pero bueno, tiene su interés. La parte dedicada a sus amores parisinos es casi una buena nouvelle, lo que pasa es que el diario también se presta al vómito, hay gente que solo escribe cuando está deprimida o no tiene a nadie a quien dar la lata, pero si se lo está pasando bien piensa en otros entretenimientos, y así resulta que todos esos momentos turbios dan un conjunto muy negro, pesada, demagógica, falsamente negro. Quejarse es de mala educación, y en este libro no creo que haya una sola página que se libre de la queja, de un mundo cruel, de una lengua aprendida «manu militari», de una odiosa tierra natal, de los críticos, de sus colegas novelistas, de la comida, de la bebida, de la lenta putrefacción en la que para Chirbes parece consistir la vida.

Las reseñas van directas al otro grano del cotilleo: qué contemporáneos son malos, o compraron un premio, o se lo ganaron a él. Casi todas citan los mandobles a Pérez Reverte y ninguna habla de la ternura que produce que alguien se haya molestado en subrayar las macarradas anacrónicas del folletinista cartagenero. Tampoco he leído ninguna que llamara la atención sobre la tirria que le tiene a Belén Gopegui. La sensación es que Chirbes da bofetadas a Bértolo en la cara de Gopequi, pero no termina de hablar mal de él, de quien le separan los chanchullos editoriales de siempre. Otro caso parecido es el de Atxaga, pero aquí poniendo verde a Echevarría, el crítico que dijo lo malo que era El hijo del acordeonista,  en una página más de aquella estrepitosa salida de El País de un crítico que a Chirbes, por algo será, le parece un sujeto endiosado, brillante y cruel. 

   Más me interesan, siempre, aquellos de los que Chirbes habla bien, en su caso, sobre todo, dos: Carmen Martín Gaite, que fue la que llevó a Chirbes de la manita al despacho de Jorge Herralde (y a Chirbes le honra que lo reconozca) y Pombo, a quien tan solo menciona un par de veces y quien también contribuyó, y no poco, a divulgar su obra, aunque a esto Chirbes no se refiere. Y por supuesto la larga lista de autores alemanes que Chirbes cita cada dos por tres, de Thomas Mann, Alfred Döblin, el gran Hermann Broch y Walter Benjamin a Ernst Junger o Tilman Spengler, por citar a los que, mucho o poco, he leído. Por cierto que no me extraña que le guste Mann: en sus diarios también se pasa las páginas hablando de la dentadura postiza y las veces que va al váter. Mucho más interesante me resulta lo que dice de Döblin, sobre todo en cuestiones de escritura, de cómo enfrentarse a la escritura, en casos como el de Chirbes en los que da la impresión de haberse pasado media vida viajando y follando y la otra media tumbadazo en un sofá, fumando un ducados detrás de otro y dándole al vidrio, esa imagen, siempre, del artista que se autodestruye, y se queja, y la vida le huele mal. Me acordaba leyéndolo de un libro que hubo muchos años en una vitrina de La Trastienda, el bar de Las Vistillas que yo frecuentaba. Era una tapa negra con la foto de un cenicero lleno de colillas y un vaso de whisky. El título, que echaba para atrás casi tanto como la foto, era Las miserias del héroe, y apuesto a que me sé el argumento de solo haber visto la portada.

En la generación de Chirbes, una parte especialmente tediosa de la queja es la que se refiere al tópico del ubi sunt, al yo sí me acuerdo, al dónde está la izquierda en la que yo creí. Lo siento, pero hace muchos años que cuando me encuentro algo así pienso lo mismo: a otro perro con ese hueso, y eso no me hace comulgar con esos cachorros del Babelia que jugaban a esa cosa tan antigua de matar al padre. Pero no creo en la estética de la decepción cuando procede de uno de los beneficiarios de aquello que les amarga la memoria. Es una cuestión de carácter, supongo, pero el caso es que todos, incluso los que no triunfaron como sí triunfó Chirbes, tienen esos momentos malos que sin embargo muchos cubren de ironía porque lo principal es salir adelante. Es curioso (igual se me ha escapado) que no nombre Chirbes a Bernhard, a quien me recuerda mucho, y también es una lástima, entre tanto alemán, que no aparezca el austriaco Josef Winkler, que yo creo que a Chirbes le habría gustado.

Mucho más interés tienen, a mi juicio, dos pasajes cerca ya del final: su viaje alemán para presentar una novela (esbozo en sí mismo de otra novela, esa variante de la novela de campus que es la novela del escritor en promoción), y un encuentro con antiguos compañeros de colegio que, después de haber leído Hervaciana, también suena, como algunos otros pasajes, a inicio de novela, a argumento, a tema, a lo que sea, pero a novela que no se terminó por escribir. Y es una lástima, porque las páginas más hermosas de este libro son las dedicadas a esos mismos paisajes de la infancia que el tiempo y el regreso le han hecho mirar con amargura. 

En fin. Yo es que, lo siento, de veras que lo siento, no pude con En la orilla, precisamente por eso, por esa severidad sin excepciones, por ese tremendismo compacto, pelín rosariero. Pero el problema es mío: siempre me ha parecido más difícil hablar de lo que amas a hacerlo de lo que odias, siempre más comprometido describir la felicidad, o la lucha por conseguirla, que rebozarse en la retórica del cieno. Qué vamos a hacer, no le doy valor a la lástima, no lo puedo remediar. Mi problema con los francotiradores es que su pretendida condición de marginales les sirve de coartada, y su ideologismo muchas veces castra el vuelo literario. El libro lo he terminado porque (salvo en algunas páginas prescindibles en las que juega a la sintaxis filosófica y se queda en mera cháchara) la verdad es que está muy bien escrito, y porque me sumo a esa búsqueda de la novela como artefacto artístico sin trampas ni adiposidades, eso que hizo en sus primeras novelas pero no en la que le dio fama internacional. Lo que son las cosas.

    


Rafael Chirbes, Diarios (tomo I), Anagrama, 2021, 465 p.

20.12.21

La novela inmóvil


Mi edición de Paradoja del interventor llevaba un marcapáginas en la 74, de cuando, hace casi veinte años, fue novedad y la traje a casa y empecé a leerla, pero por alguna razón entonces no llegué hasta el final. Ahora sí, y de paso he sabido la razón por la que entonces interrumpí la lectura y por la que ahora no lo he hecho. Entonces (2004), dos amigos poetas, Luis Alfonso Díez y Manuel Villalba, con quienes comparto la afición por la lectura de Ferlosio y de García Calvo, me hablaron de él con entusiasmo, y aún faltaban cinco años para que triunfara sin reservas entre la crítica más refinada con El espíritu áspero, obra que tiempo después me divirtió y me aburrió a partes iguales. 

La razón por la que Paradoja del interventor no me acabó de absorber es que entonces yo disfrutaba más de la prosa oral, de una voz narrativa verosímil o reconocible, en todo caso escuchable, e Hidalgo Bayal prescindía deliberadamente de los elementos de mímesis en favor de una prosa fantasmal,  como esos cuadros en los que las figuras son hieráticas y estilizadas y por la ventana solo se ven líneas rectas. Ahora que veo con más nitidez sus partes ferlosianas (el monólogo, casi al final, del mozo de la cantina es el caso más evidente, y una de las mejores páginas del libro) y ese aire de desolación onírica, de espíritus deshidratados y personajes inmóviles (que solo dos años después, por ejemplo, y con más mímesis y sentimentalismo, emplearía Cormac McCarthy en La carretera) me gusta ahora no por lo que significa sino precisamente porque el tono de épica triste, tan ajeno, tan literario, es el que mejor le va no solo a la historia que se nos cuenta sino a lo que la sustenta, en este caso la kafkiana historia de alguien que pierde un tren en la estación de un páramo y se apodera de él el efecto, digamos, exterminador, dicho sea en su acepción buñuelesca, la pesadilla de quien no puede abandonar un sitio y nunca termina de saber por qué, y se obsesiona con búsquedas inútiles (quizá de sí mismo) y entra en esa otra realidad. 

Porque el interventor había decidido al fin comprender que la realidad es un arcón con doble fondo, que junto a la realidad de la superficie, generalmente aceptada como normal, hay otra realidad oculta, secreta, subterránea. El interventor había sido arrojado por los dioses a la segunda realidad, la subterránea, como un cadáver con mortaja de viajero, de forastero, incluso de interventor, pero a la postre, inmóvil, sustraído a la acción.


Es decir, el viajero interviene en el círculo vicioso de la podredumbre, pero su intervención consiste en no intervenir, en ser testigo estupefacto de su propio viaje a los infiernos, que al mismo tiempo es un camino de perfección, un aprendizaje atónito pero resignado. A su alrededor danzan los desposeídos, pero también las alimañas, como en esas afueras por donde vagan mendigos que han perdido el alma, borrachos iracundos y estrepitosos que se ensañan con quienes pueden, caricaturas expresionistas de seres abstractos y corrompidos, delineados por la economía de los sueños. Mucha literatura dentro de la literatura, como siempre en Bayal, para hablar de la desorientación y de la crueldad, de lo irreversible del mal, en términos tan hondos como ajenos al ventajismo de lo trepidante. Son las adscripciones de los seres las que permanecen, pero no quienes las encarnan, que son desalojados o quemados vivos; permanece el mito pero su interior, lo que está vivo, es pasto de sacrificios con que se sacian la soberbia y la locura.

No sé si es o no peyorativo que Paradoja del interventor me parezca un buen libro de poesía pero una novela con carencias, por la planitud de los personajes, varados en su condición simbólica, o por una estructura que atornilla sin desarrollar, y que podía haber terminado donde termina o cien páginas antes o cien páginas después. Bien es cierto que cuando disfruto de un libro me pongo más exigente que cuando simplemente me entretiene. Rafael Conte, leo por ahí, saludó la novela como la mejor que había leído en las últimas décadas (algo parecido dijo en el 89 de Juegos de la edad tardía, de Landero, muy amigo de Hidalgo Bayal), lo que abunda en mi visión como novela poemática y metaliteraria, lejos de los cauces narrativos al uso, pero cerca de los métodos de vanguardia histórica. Me recordaba a El día menos pensado, la primera novela de Enrique de Hériz (fallecido muy prematuramente hace un par de años) y al Camino de perdición de Mateo Díez. Novelas muy elaboradas y reflexivas, atentas al detalle sonoro y al hondo pensamiento, serias, oscuras, que no invitan a ser devoradas sino degustadas, porque, a pesar de los hitos incendiarios, leyéndola no vamos a ninguna parte, permanecemos en el mismo lóbrego lugar, como si nos concentramos en un juego de visiones que nos proporcionan la misma imagen desasosegante. La apariencia de progreso argumental es como el drama del protagonista, avanzar y no moverse, temer y no escapar, como esos héroes trágicos que de lejos ven la pira en la que se van a consumir pero siguen caminando hacia ella con la cabeza baja. 


Gonzalo Hidalgo Bayal, Paradoja del interventor, Tusquets, 2004, 229 p.

4.12.21

El origen del desastre


Desde fuera, el
Brexit fue una metedura de pata de David Cameron de la que se aprovecharon los borrachos del UKIP y sobre todo el fantoche de Boris Johnson, especialista en Pepa Pig, y con él todos aquellos que durante décadas creyeron que con ser inglés ya era suficiente para vivir bien. En varios pasajes del libro de Coe se alude a 1979 como el principio del desastre, es decir, la llegada de Thatcher al poder. Para la generación de Coe, aquello significó que ser inglés ya no bastaba. Quienes tuvieron su misma educación de primera clase consiguieron buenos empleos y pudieron ejercer de ingleses en el pub, pero muchos otros que habían decidido que lo primero era vivir (en un país que te dejaba hacerlo) se enfrentaron al hecho incuestionable de que no tenían cualificación para aspirar a empleos british, y que los empleos más modestos (esos que a ellos les parecían poco) estaban llenos de extranjeros, primero solo de la Commonwealth, pero pronto de cualquier parte del mundo. Ahí empezó a cocerse ese resentimiento de parte de la población: ¿por qué tengo que malvivir como un paquistaní si soy inglés de Inglaterra?, se preguntaban muchos los sábados por la noche, cabeceando delante de una pinta de London Pride medio vacía. 
    Thatcher aniquiló ese resto de fair play que había en la sociedad inglesa, pero las cosas siguieron su curso, y ni siquiera su primer ministro, treinta y tantos años después, se enteró de que las aguas bajaban contaminadas. Para Jonathan Coe, el referéndum del Brexit fue la ocasión ideal para que algunos sectores sociales sacaran ese insano rencor: trabajadores que compiten con otros menos ingleses pero más eficaces (Ian), que se aferran a un mundo perdido (la madre de Ian), que aun teniendo un trabajo miserable se engríen de supremacismo (el payaso malo), que aprovechan para inocular el liberalismo más despiadado (los asesores de la Fundación), o que salen a la calle con un cuchillo para terminar el trabajo con los que no confían en el Brexit. Frente a ellos está esa sociedad culta y demócrata que representa Benjamin, el protagonista, o su amigo Doug, el periodista especializado en cloacas ideológicas. El trabajo de Jonathan Coe para desplegar un catálogo de tipos anti y pro Brexit y plantear situaciones en las que aquel referéndum dividió familias, amigos y vecinos es tan convincente como la propia historia de lo sucedido, si bien funcionan en la novela como estereotipos sin capacidad de cambio (salvo, quizá, Ian y Sophie, dos mundos opuestos que acaban congraciándose) y, más que su persona, muestran su condición política. En este empeño de exhaustividad, de novela coral con clases y edades (Dickens, a fin de cuentas), los personajes tienen poco margen para el desarrollo: son lo que socialmente representan. Uno encuentra reflejos de McEwan (esa escena del armario es una versión igual de inverosímil que la de Solar, el tratamiento de la inseguridad de las parejas es igual de descorazonador) e incluso de Ford, desde el momento en que este Benjamin es alguien tan inclemente consigo mismo como Bascome, y se dedica a algo parecido. Pero Coe sacrifica la profundidad de las escenas y las situaciones en aras de la agilidad narrativa, que es mucha y solo se detiene en media docena de descripciones algo tópicas y en un final más largo de lo necesario, una apoteosis de personajes buenos, antibrexit todos, que dicen adiós a su vieja y querida Inglaterra y se instalan en la Provenza francesa, a una vida idílica y multicultural, lo cual, no sé si voluntariamente, implica una amarga ironía: quizá el problema es que hay demasiada gente que está enfadada con su país pero no puede retirarse a vivir a la Provenza. En la novela, los trabajadores extranjeros que empezaron a sufrir el acoso de las hordas nacionalistas terminan siendo los guardeses de la casa provenzal; es decir, para llevarse bien no es necesario alterar las jerarquías, tan solo ser amable y civilizado. Benjamin, el protagonista, es un sentimental indolente que no renuncia a su estatus, del mismo modo que su hermana o su sobrina no abandonan el entorno universitario, por más que la sobrina cruce la raya y se case con un vulgar profesor de autoescuela. 

Coe quiere tocarlo todo y encarnar cada característica de la situación social en un personaje bastante plano, aunque supongo que es lo que requiere la narración para resultar así de absorbente y veloz. Coriander, por ejemplo, la hija de Doug, es un ejemplo de adolescente pija que sustituye la empatía por el integrismo ideológico, en su caso de la izquierda callejera. Su padre podría haberla incluido en sus investigaciones, pero el personaje no pasa de ahí. Es lo malo de la novela sociológica, que la sociología no entra en las personas sino en lo que representan políticamente, y es, también, lo malo de la novela de tesis, que si algo cansa de su lectura es que no hay posibilidad de no estar de acuerdo. Los anti-Brexit son gente con sensibilidad estética, los pro-Brexit crían cerdos. Unos tienen conflictos emocionales, otros piensan con la entrepierna. Unos son individuos vulnerables; otros, animales asalvajados.

    Quizá sea lo que menos me convence de esta novela, el hecho de que las cosas estén claras desde antes de empezar, los buenos sean retratos y los malos caricaturas. La novela entra en las raíces históricas del resentimiento pero no en las actuales, en cómo se puede hacer vivir a la gente realidades falsas, cómo se puede convencer a la mayoría con instrumentos científicos, en este caso animándola como a los gallos de pelea. Cameron pensó que abría un barril de cerveza y en realidad era una espita de gas. El más urgente problema actual de la democracia radica en cómo luchar contra su propia esencia, que amenaza con devorarla. No es algo particularmente inglés. Inglaterra fue, sencillamente, uno de los primeros lugares de Europa donde atacó la epidemia de populismo. Describir esta época es, supongo, ver cómo funcionan esos mecanismos propagandísticos que son capaces de sacar lo peor de cada cual. Para eso, me temo, se necesitan personajes más complejos.


Jonathan Coe, El corazón de Inglaterra, trad. Mauricio Bach, Anagrama, 2019, 519 p.

25.11.21

El héroe riguroso


Raro es el universitario que en sus años de estudiante no ha tenido un compañero cuya brillantez intelectual le ha jugado una mala pasada, porque no solo le servía para ser el más capaz en las discusiones minuciosas, sino para replantearse, como una condena creciente, el auténtico valor de sus conocimientos, y que abrumado por ese, digamos, escrúpulo excesivo terminó dejando los estudios en un rasgo de estricta coherencia. Los otros, los que nos quedamos, los que esperamos a replantearnos crudamente la existencia, al menos hasta que hubiésemos encontrado un buen trabajo, nunca sabremos si a aquel compañero raro y brillante no lo devoró la fragilidad emocional que suele acompañar al genio, si no fue víctima de lo que un compañero de facultad muy chistoso (luego se hizo prestigioso indoeuropeísta) llamaba el dativo de desinterés, ¿para qué?
Esta reducción al absurdo quizá era más frecuente en las asignaturas de letras, las que lidian con la materia misma de los pensamientos, que no es otra que la palabra y sus inacabables matices. Había quien, a mitad de carrera, ya había llegado a la desoladora conclusión de Wittgenstein ( «de lo que no se puede hablar, mejor es callarse»), y hacía del resto de su vida un ejemplo de aquella decisión a la que llegó un martes por la tarde de cuando tenía veintipocos años. En el caso del protagonista de La escapada, Foneto, esa coherencia le llevó a regentar un quiosco, a vivir en la más estricta solitariedad, abandonar la lectura y pedir a los dioses (en su caso un hada) no enamorarse jamás.

La escapada es un retrato de este tipo de individuo, pero a mí  me llama más la atención el personaje del narrador, el propio Hidalgo Bayal, que continúa con sus historias estudiantiles y sus juegos filológicos, que yo sepa, desde aquel tumulto de ingeniosidades y alusiones literarias que fue El espíritu áspero, pero en este caso con más tristeza. Porque tan personaje es aquel héroe devorado por su integridad intelectual como el que, pasados los años, cuando ya se vive en un remanso de recuerdos, acude precisamente a él, al que se fue, al que negó el destino, y lo hace con la seguridad de que a fin de cuentas las trayectorias no han sido tan diferentes. Todos hemos subido cada día nuestra piedra. En el caso de Hidalgo Bayal, que aquí, por mor supongo de la mímesis, no encarna a ningún narrador ficticio sino a sí mismo y su memoria, ese alto sisífico fue hasta hace poco dar clases de lengua en un instituto, algo que decora el texto con sus habituales (en los libros que yo he leído suyos) lugares comunes de la enseñanza de la gramática y de la literatura. Y desde luego no es el Sín de El espíritu áspero, el profesor que ha sabido hacerse un mundo de conocimientos y curiosidades, sino alguien que solo recuerda el cansancio, o, como hace poco me dijo un compañero que lleva tres o cuatro años de retiro, ni siquiera se acuerda.

Durante una jornada madrileña de jubilado que pasea por su juventud (y un Madrid, tengo que decir, meramente toponímico, como si recordara sobre un plano), el narrador se encuentra en San Ginés, revolviendo libros viejos, con un antiguo compañero de Románicas, años 70, que coinciden al encontrar entre los libros revueltos una edición antigua de The reivers, la obra crepuscular de William Faulkner que en los tiempos de los que habla esta novela se traducía como Los rateros y después como La escapada, aunque ya comenté en otra ocasión por qué yo prefiero llamarla Los randas (si bien Hidalgo Bayal justifica La escapada porque es una sola, una excepción, una cana al aire, algo que, creo, se percibiría mejor con el artículo indeterminado). Por cierto que esta novela última de Faulkner tiene lo que pudiéramos llamar prolija melancolía, con una anécdota mínima que, más que estirar, exprime de tal modo que, al mismo tiempo que uno piensa que con menos habría habido bastante, y acaso habría resultado más intenso, también cree que en ese mismo tono podría seguir sobreexplotando la historia porque cualquier descripción, cualquier narración que se arme de descripciones y recuerdos es por definición inagotable.

A eso juega Hidalgo Bayal, a una prolijidad algo cansina, no tan afinada, a mi juicio, como en Hervaciana, quizá porque otro de sus referentes literarios, el gran Ferlosio, tendía también a dormirse en la suerte, y lo que muchos ferlosianos disfrutan por su extrema exactitud otros lo disfrutamos por lo mismo que disfrutamos del arte, por amor a lo innecesario. Y así ocurre que, en ocasiones, sobre todo al final, uno está viendo al profesor cansado más que al héroe o víctima de su propio rigor, más a Hidalgo Bayal que a Foneto, hasta el punto de que casi es más la novela del profesor ya retirado que repasa sin nostalgia, antes bien con un poso de amargura, los días del principio, cuando todo era tan azaroso como posible, y desde luego no está claro que haber renunciado al destino habitual haya sido, a la larga, una condena más dura que la que asumió quien hizo lo que se esperaba de él. Foneto es, además, un reflejo de miserias compartidas, y quizá en la admiración que al narrador le queda por esa forma extrema de valentía se encuentre también la justificación redentora de los propios recuerdos. Estábamos pendientes de la gramática histórica pero no de tomar soluciones terminantes. Creíamos seguir el rumbo del futuro, mientras otros se despeñaban, incapaces de mentirse lo suficiente como para que la vida tuviera sentido.

Por ese lado melancólico he disfrutado del libro. No sé, no me quedan muchos años para estar en esa misma situación y recordar a ese tipo raro que hablaba en griego clásico y a mitad de curso desapareció, e imaginar a qué garito kafkiano le llevó su ortodoxia intelectual, a qué torre de marfil le condujo su desprecio por el mundo que le había tocado vivir.


Gonzalo Hidalgo Bayal, La escapada, Tusquets, 2019, 301 p.

17.11.21

Y el verbo se hizo libro


Ayer hicimos la presentación de la novela Una flor de hierro en el Casino de Teruel, que no es un sitio donde se juega al bingo sino donde se programan actos culturales. En realidad, por no sé qué motivos de procedimiento, en el programa no era una presentación sino una tertulia.

Aparte de Belén Royo, de la Fundación Bodas de Isabel, que presentó el acto dentro de la Semana Modernista, intervinimos el ilustrador Juan Carlos Navarro, el historiador Serafín Aldecoa y yo mismo, que había escrito la novela. Era un salón de techos altos pintado de amarillo, el público se sentaba en sillas Luis XV, con reposabrazos y patas de león, y al fondo había unos cómodos sillones donde los ancianos socios del casino se sientan a leer la prensa y dormitar. Durante el acto se fueron proyectando, detrás de los intervinientes, ilustraciones de Juan Carlos Navarro para la novela. Iba a sonar de fondo también música de piano de Enrique Granados, pero no funcionaba bien el aparato y mientras la gente se sentaba estuvimos en silencio.

Convinimos en que primero yo hablaría de la novela desde el punto de vista estrictamente literario, después Juan Carlos comentaría sus ilustraciones y finalmente Aldecoa se ocuparía de la ambientación histórica en el Teruel modernista de 1909. 

Di las gracias y luego dije que la novela se había publicado ya en el periódico de la ciudad, en forma de folletín, en entregas diarias durante el verano de 2007. Luego estuve hablando en líneas muy generales del modernismo literario, sobre todo de dos técnicas que me interesaban: el trencadís literario, el ir juntando elementos heterogéneos hasta formar un todo homogéneo, con voces y estilos distintos, según los personajes y las situaciones, y, en segundo lugar, el afecto de los modernistas por la naturaleza como modelo de sus creaciones. Expliqué cómo había intentado llevar esas dos técnicas a la novela, a partir de la forja de un cardo bendito para la rejería de la catedral en la que intervienen personajes de todas las clases y edades, y finalmente hablé de que el punto de partida fue Pau Monguió, el arquitecto que a principios de siglo introdujo el modernismo en Teruel, de cómo había hecho él también modernismo para todos, y me detuve un poco en el ejemplo del asilo de ancianos, que hace unos meses fue derribado y sustituido por un infame mamotreto.

Juan Carlos comentó cómo había sido el proceso creativo, teniendo en cuenta que, aparte de la documentación que habíamos ido acumulando durante el año, la redacción de la novela empezaba el 1 de julio, y su publicación en el periódico el 1 de agosto, con un argumento previo que quedó inservible al segundo o tercer capítulo, de modo que también las ilustraciones tuvieron un desarrollo orgánico, y, a partir de un diseño común, vertical, con textura verjurada y golpes de látigo y demás motivos modernistas como fondo de los dibujos, fueron añadiendo matices y elementos a lo largo de la publicación.

Serafín Aldecoa pasó revista a los elementos históricos de la novela: la relación fructífera del arquitecto Monguió con el herrero Abad, la guerra de Melilla o la huelga de Inglaterra como tema diario, los sectores tradicionalista y liberal de la ciudad, las figuras de Timoteo Bayo, de Joaquín Torán y otros ilustres vecinos que aparecen en la novela, así como de las minas de Ojos Negros, participadas entonces por Ramón de la Sota, con una vía férrea que comunicaba con Sagunto, y, en fin, de cómo era la aristocracia por aquel entonces, los que en la novela aparecen con el nombre ficticio de marqueses de Valdeavellano.

Al final de su intervención, para regocijo de los asistentes y a propósito de que Aldecoa también había hablado de la llegada a Teruel de los Hermanos de La Salle, que tienen un papel relevante en la novela, leí una de las frases que el hermano Serafín dictaba a los alumnos para practicar la caligrafía redondilla: «Era bínubo y no bígamo el bigardo y begardo Alberto, que se guardó en el bolso la bonificación obtenida en la reventa de las anchovas y del escabeche». El autor de esa frase, Luis Miranda Podadera, no la escribiría hasta 1912, tres años después de cuando sucede la escena. Creo que es el único anacronismo que hay en la novela.

Todo fue muy propio, en el mismo Casino que proyectó Monguió, antes de que lo bombardearan en la guerra y su reconstrucción se olvidase del diseño modernista. Al final del acto algunos asistentes se acercaron a que les firmáramos un ejemplar, y luego, con los viejos amigos que habían venido a brindarnos su bonhomía, nos bebimos unas cervezas en el ambigú.

14.11.21

Libro de familia



La última vez que leí un libro de Muñoz Molina fue hace siete años, Ventanas de Manhattan, y me produjo algo entre el aburrimiento y la irritación, lo primero por su prosa tan monótonamente brillante, y lo segundo por ese exhibicionismo de triunfador, tan despectivo con el país que lo había enviado allí. Pero la otra tarde, en la librería, hice un par de catas aleatorias y compré Volver a dónde, que nada más leer ya he puesto en la biblioteca junto a Ardor guerrero, el otro libro que me gusta de Muñoz Molina. Del mismo modo que lo puse a caldo con La noche de los tiempos, debo decir que Volver a dónde es un hermoso libro que consigue lo que unas memorias o un dietario aspiran siempre a conseguir: que el lector pueda representarse su propio mundo del mismo modo que el autor cuenta el suyo, con esa misma perspectiva o con esa misma prosa. 

Volver a dónde es un libro de capítulos breves (228 para 343 páginas) en el que Muñoz Molina mezcla entradas de diario de cuando lo peor de la pandemia, la contagión que llamábamos aquí, y otras de mientras escribe el libro, un año después, en las que describe esta dudosa luz del día que pisábamos después del confinamiento, su vida hogareña y familiar, su esposa y sus hijos y su nietecita (un par de veces o tres aparece la abuela paterna de su nieta) , y su kioskero y su médico y su verdulero, además de otras dedicadas a contar su infancia, o más bien ese prólogo de las memorias infantiles que Baroja llamaba familia. Volver a dónde es, en efecto, un libro de familia, ahora que ya no sirven para nada. 

Esta estructura de collage funciona porque todo forma parte de un mismo sentimiento, el que mucha gente tuvo mientras estuvo confinada, esa detención del tiempo que casi naturalmente obligaba a mirar atrás con sorprendente nostalgia y adelante con inquietud. Muñoz Molina está entre su abuelo y su nieta, entre sus padres y sus hijos, él ya sexagenario inopinado (para sí mismo, como todos), concentrado en la austeridad de las obligaciones mínimas, regar las plantas y fregar los platos, protagonista de los aplausos a los sanitarios y testigo de las caceroladas ultra, desde una posición privilegiada (y ganada a pulso) en la que Muñoz Molina parece siempre deprimido. Él mismo dice que deja los antidepresivos por la bici, en un grado de desnudez autobiográfica que es como un ejercicio espiritual: no ahorrarse nada, ni la decoración de su tálamo siquiera.

Su punto de partida es una apuesta estética coherente, y la forma de plasmarlo, un cambio en su prosa que quizá venga de los años que llevo sin leer su libros, pero que, por lo que en algún artículo suyo he comprobado, seguía siendo esa prosa pleonástica y rosariera que se me caía de las manos. En Volver a dónde la frase se acorta, desaparecen los nexos que antes servían de bisagra para ondular las frases y alargarlas. Eso le aporta una intensidad que aquel fraseo desperdiciaba. Ya no se regodea en las enumeraciones, pero sigue limitándose a describir con una precisión que ilumina la frase, las acciones que ve, los objetos que contempla, las escenas que recuerda. Cualquiera sabe, pero me suena a ejercicio de contención, a ora et labora, al oficio de buscar la forma de describir exactamente lo que es, y si acaso luego sombrearlo de reproches, discretos —no mucho, sobre todo en el impactante ajuste de cuentas con su padre— por lo que toca a las cuestiones familiares, pero indiscutibles en lo que se refiere a la infame turba de políticos que padecemos. Su coherencia estética consiste en dejar constancia de lo que vio, de los hechos mínimos que sucedieron dentro de un desastre gigantesco, pero no por meticulosidad morbosa, que siempre es un alarde y nada más, sino por la obligación galdosiana de dejar constancia literaria de lo sucedido. La prosa rigurosa se somete a las mismas fructíferas limitaciones que la propia vida confinada y la obligación  de ser preciso. Quizá sea lo que, en general, más disfruto y más persigo en cualquier prosa, la precisión, que no tiene que ver con el realismo sino con la exactitud. Cuando está, como es el caso, al servicio de la realidad, su efecto, sin necesidad de adornos, tiene una intensidad poética que no nace de las bellas metáforas sino de la capacidad de observación y de formulación de lo observado. Para el escritor comprometido con la escritura quedan los detalles de la vida que no recoge la ciencia pero sí la historia. 

Bien es cierto que este libro son dos libros barajados (y barojados), su experiencia personal en el contagio y los recuerdos de infancia a la luz de sus padres, ella todavía viva y protegida, mientras los ancianos de las residencias mueren y ven morir. Es verdad que la enseñanza que nos queda es que con toda nuestra civilización a cuestas hemos asistido a un proceso crudamente darwiniano, seres débiles que mueren y seres fuertes que se van de botellón o berrean consignas idiotas, y en medio un tipo de ciudadano, tan anónimo como mayoritario, que es el que dio a Muñoz Molina el prestigio que tiene, porque su triunfo no consistió en lo bien que escribía sino en que se dedicaba a describir el mundo que veían sus lectores, y cómo lo veían. Sus recuerdos de infancia encajan en el libro por ese lado, como reflexión sobre los padres y abuelos que se van y que se quedan, esa conjetura tan habitual a partir de los cincuenta que consiste en pensar qué hacían nuestros padres a nuestra edad, si aún estaban vivos, cómo los veíamos, cómo nos ven los niños.

Sin embargo, y puestos a ponerle un pero, creo que las memorias infantiles son un género mayor que merecen siempre libro aparte. Muñoz Molina dejó largos fragmentos en El jinete polaco y escenas desperdigadas en los libros suyos que he leído, pero, que yo sepa, es esta la vez que más ha hurgado en su memoria de niño, y lo ha hecho con una deslumbrante precisión descriptiva, que es de donde nace la poesía, y sin desmadrarse en ningún momento ni apenas caer en la autocomplacencia. Muñoz Molina se ha entregado como un monje al nombre exacto de las cosas. Que sea tan sombrío y pesimista, teniendo la vida que tiene, ya es marca de la casa. Si un día se le ocurriera soltar una broma casi que sus lectores se lo reprocharíamos, como si hubiera dicho una palabrota.


Antonio Muñoz Molina, Volver a dónde, Seix-Barral, 2021, 343 p.

15.10.21

Elementos decorativos


Discutíamos anoche, a la salida de la película, si lo de Almodóvar es decadencia o adaptación al medio. Yo creo que es lo segundo, el hacer lo que se lleva y reducirlo todo a sus virtudes decorativas, lo que genera ese decadentismo un poco naïf. Vivimos en una época de demagogia simple, de los unos o los otros, de packs ideológicos, de mujeres maravillosas y hombres estúpidos, y con todo eso que tanto empobrece al arte, pero que tan bien define nuestro mundo, Almodóvar ha hecho un cóctel al estilo de aquellos mejunjes de bebidas que no mezclaban (los semáforos, los cerebros), pero con poco emborrachaban. El arte, incluido el de Almodóvar, es otra cosa. El arte son preguntas, no respuestas; el arte es enemigo de lo previsible y busca provocar al espectador inteligente, no a quien va a una sala a que le cuenten lo que ya sabe y a que le digan lo que tiene que pensar, un vicio de la neoizquierda parroquial al que en Madres paralelas Almodóvar se ha enganchado, y de qué modo. 
Madres paralelas cuenta, al menos, tres historias que no tienen nada que ver: las fosas de la Guerra Civil abren y cierran la película con unos discursos en lengua fiambre que no solo no emocionan sino que desvirtúan; a eso hay que añadir la sororidad flow de dos mujeres sin problemas económicos pero con angustias emocionales, más la tragedia de lo excepcional (hijos cambiados en la cuna) y la de lo obviamente repudiable (manadas que violan en grupo). El engrudo que lo une todo es algo así como un catálogo de los must ideológicos, pero no de su versión menos común o menos fácil de digerir, o más interesante, sino de una enunciación simple y tediosa. La película se hace lenta porque siempre sabes lo que van a hacer o decir los personajes, porque es lo que tienen que decir, lo que los fans de la idea esperan que diga. El público cambia y tengo la sensación de que hay más palomitas que miradas críticas, ciudadanos que van a beber la bebida que saben que les gusta, a ver lo que ya han visto y reafirmarse en grupo en lo que ya saben. Y este espectador partidario y homilíaco empobrece la función hasta el aburrimiento.

De modo que resulta difícil glosar significados e implicaciones, que es lo que se hace ante una obra de arte, y fácil ver las costuras de un patch-work hecho no con las proporciones de un Mondrian sino con rotos y descosidos. Eso sí, lleno de color, en esta ocasión con una gama de paredes verdes que solo se salta el director para meter anuncios de bolsos y pintalabios sobre fondo blanco. Pero hay una cuestión previa: dónde está la línea que separa la reivindicación del espectáculo, hasta qué punto insistir en lo que ya está en manos de la ciencia y de los altavoces sociales. Y, sobre todo, ¿desde cuándo tenemos esa capacidad de recuerdo de nuestros mayores fusilados en una tapia y enterrados en una cuneta? No la teníamos en los 80, porque entonces solo había memoria para el arte y de todo lo demás queríamos emanciparnos, ni tampoco en los 90, donde se cernió sobre el asunto (sobre ese y sobre todos) una sana mirada cínica. Ha sido en los últimos veinte años cuando los descendientes y algunos ayuntamientos e instituciones han ido honrando a sus muertos de una u otra manera. Si en alguna época ha sido necesario apoyar ese empeño de dignidad desde lo alto de la escalera no ha sido ahora que todo es tan obvio y tan vulgarmente politizado. Ahora es puro y simple oportunismo metido con calzador y como asunto secundario, colateral, como de adorno, que desde luego no determina la trama. El arqueólogo podría haber sido el director de la revista, como seguramente lo era antes de meter semejante morcilla. Cuidado con la ética: tan culpable como silenciar algo es usarlo de reclamo publicitario.

En fin, uno piensa que para esas cosas están los documentales. Con ellos le ha pasado al cine de ficción lo mismo que a las novelas les ocurrió con las películas. Las novelas empezaron a estar escritas pensando en su adaptación al cine, y ahora las películas acicalan de tópicos temas que son más propios de los telediarios sensacionalistas que de la mitología. Un buen punto de partida moderno para una novela es que no se pueda filmar, y para una película, que no se base en un documental. Y eso también afecta a las historias dramáticas de Madres paralelas, que tiene tanto de documental y de spot publicitario que deja poco espacio para el cine. No puedes meter en una tragedia un catálogo de Louis Vuitton, no puedes dejarte llevar por ese ramalazo de poner a la niña rica violada por el vulgar latino, encima feo, y sobre todo no puedes hacer de las historias difíciles excusa para meter lo que se lleva. No es que esté prohibido hacerlo, sino que desautoriza cualquier seriedad de lo que presuntamente se quiere denunciar. No es que no se pueda por motivos morales sino por razones estéticas, artísticas, porque su efecto provocador, de haberlo, es justo el contrario del que persigue.

No obstante, y si prescindimos de todo esto, la película es agradable de ver: los colores de esa pared vendrían bien en el salón, mira qué patio tan acogedor, parece pintado por Isabel Quintanilla, qué bonitos los azulejos hexagonales de la cocina, mira un Romero de Torres, ese verde lima le queda muy bien al jeep, ¿cuál será esa flor de la rinconera? Si me gusta el cine brit, el de versiones de Austen o Forster, es por las cocinas, que me encantan, y por los juegos de café. Almodóvar va a terminar gustándome solo por el decorado, incluso por los actores y actrices convertidos en decorado, que están, las ellas, estupendas, enfrentadas a diálogos no siempre naturales, defecto raro en Almodóvar, que siempre ha tenido muy buen oído y aquí consiente la dicción lamentable del actor principal, propia de telecomedia con actores que leen en voz alta pero no hablan.

Pero bueno, oye, a Cruz, que está muy bien, le dieron la Copa Volpi. Teniendo en cuenta las aguas en las que navegaba, casi que se lo ha ganado. Aunque, si hay que recordar un duelo interpretativo, quizá no sea el de Penélope Cruz y Milena Smit sino el de Sánchez-Gijón y Rossy de Palma. Gana Rossy por goleada, en el fondo el papel memorable de la película y la única actriz que siempre habla, que nunca lee.

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