14.4.22

Berlín entre los espacios


Un Toyota Prius circula a toda castaña entre cientos de cochazos de alta gama, sorteando interminables obras de infraestructura y con pop mahometano como música de fondo. Los taxis acuden raudos a un toque de app y culebrean entre vallas de plástico y obreros especializados, sortean bicicletas con carricoches en los que un niño mira el paisaje tan campante y ciudadanos que pasean por los amplios espacios diseñados para ellos. Berlín está en permanente reconstrucción, pero la sensación no es de caos ni de tortura, sino de perfeccionismo urbano. Entre la impresionante maqueta del Berlín antiguo que se exhibe en la oficina de turismo y esa oda a la arquitectura contemporánea que conforma el resto de la ciudad, hay islas de clasicismo, en muchos casos también reconstruido. Cuando bajamos del taxi en el centro esa imagen tridimensional es impactante: lo poco que queda de lo que hubo, lo que reconstruye aquella grandeza y lo que la desarrolla con hermosos añadidos modernos. La sombra de Gropius mira desde casi cada edificio nuevo, como si su espíritu vigilase las grandiosidades gratuitas. Todo lo nuevo es sólido y hermoso y nada aspira a lo imposible, y además convive sin estridencias con su estética soviética y nublada. 

Uno de los aciertos que casualmente tuvimos fue el de visitar antes que nada, en la primera mañana como aquel que dice, el museo de Pérgamo, en la Isla de los Museos, una explanada goethiana flanqueada por solemnes pórticos de piedra, aplastantes frisos neoclásicos sobre gruesas columnas estriadas, sin éntasis que valga, rígidas y contenidas. Es como una ensoñación que conecta la ciudad con lo que fue en el XVIII y hasta la devastación de la Segunda Guerra, y de lo que solo esos cuatro enormes edificios, más la plaza de la Gendarmería, la pesadota catedral y alguna que otra iglesia neogótica y abizantinada quedan en pie. Pero esta ensoñación se sustenta sobre reconstrucciones fieles y lecturas modernas. La reciente intervención de David Chipperfield para conectar los distintos museos me recordó de inmediato la de Moneo en la ampliación del Prado, que es de 2007. Me gustó la sobria búsqueda de los espacios, esa domesticación culta de las columnas, de las que ya no queda rastro de grandiosidad brandemburguesa. Gropius volvió a poner los puntos sobre las íes. Los continentes obedecen a sus contenidos y respetan a sus venerables vecinos. Los vestíbulos inmensos tienen la grandeza de la sala de turbinas de la Tate, no de ninguna escalinata  de Odesa, y en ellos la luz entra y reposa con serenidad casi zen. 

Íbamos buscando en uno de aquellos museos, entre frisos asirios, mercados milesios, alfombras persas y mocárabes andalusíes, las reliquias del gran Schliemann, el arqueólogo que fue al encuentro de Héctor con la Ilíada como guía de viaje. Entre tanto tesoro fabuloso, resulta imprescindible sobrecogerse, en una sala verde oscura, con la belleza limpia y serena del busto de Nefertiti. Gracias a sus creencias de ultratumba, los egipcios crearon el hiperrealismo. Las tumbas contenían retratos de una exactitud con respecto al original y al mismo tiempo de una estilización del modelo que todavía siguen vigentes. En el busto de Nefertiti conviven su fascinante perfección, su naturalidad, con la delicadísima simplicidad. En Alemania ese cuello es el rey de las columnas, la gracia inalcanzable, orgullosamente étnica, clara, viva, hermosa. La presencia real de la belleza, del grado máximo de belleza, es siempre tan indiscutible como emocionante, y además contagia una mirada que pone luego muchas cosas en su sitio.

En conjunto, la isla de los museos tiene su narrativa, su explicación. El resultado deja desnudas —y para mí es su primera virtud— las intenciones del proyecto: redefinir un pasado, conservar el espíritu de la patria de Kant y de Goethe, de Humboldt y de Bach. Es una isla porque en ella conviven la belleza clásica con la contemporánea, pero el mundo late fuera, en la otra orilla, la que comunica con el tormentoso siglo XX y la tenaz y portentosa, y lenta, y respetuosa reconstrucción del XXI. En ninguna otra ciudad había disfrutado tanto de la arquitectura contemporánea. Aun sin visitar los ahora chapados Archivos de la Bauhaus, su lenguaje ha colonizado la ciudad desde el pirulo de Alexanderplatz, la inevitable Callao de todas las ciudades grandes, hasta la zona DDR (casi todo el Berlín metropolitano es antigua DDR), la aparatosa avenida de Karl Marx, bulevar de los ejércitos del pueblo, de una anchura descomunal, flanqueado por bloques de cemento alicatado. Lo grandioso allí no son los edificios sino el espacio que ocupan con su frialdad a escuadra. Pero no son monótonos, ni siquiera los edificios del invierno resultan monótonos. Por cierto que el pirulí me recordó a la bola de tipos que utilizaban las primeras impresoras en la época soviética y las de los cambios de marcha de los haigas en la época de la reunificación. Era como el sueño estético de un ingeniero.

Dentro de algunos de esos edificios aguardan sorpresas interesantes, por ejemplo el cine de la avenida Karl Marx. La cafetería conservaba un encanto setentero de sillas metálicas y asientos de eskay, pero todo estilizado por necesidades de espacio, en este caso enorme. Un detalle de las paredes, enmarcado, podría pasar por un Beuys, con una primera capa de lona o fieltro color saco desgastado, una rejilla muy tupida, como la armadura de la pared de cemento que no está, el mallazo sin fisuras, y delante, en la parte exterior, un entramado de listones verticales de corte troncopiramidal en series iguales de posiciones diferentes. No faltaba el kitsh involuntario, la gran bola de discoteca, los lamparones de hierro. Allí sentado me vinieron sensaciones que no tenía desde una sala de ajedrez que había en el Polideportivo San Fernando a principios de los 70. El vestíbulo de un cine soviético tenía el mismo aire que el de uno desarrollista, como para ver películas de espías. 

El viajero con prejuicios espera ver bloques de hormigón armado, colmenas grises, cubículos del telón de acero. Y no, ciertamente. Sobre los grandes mamotretos también se posa el manto bauhaus de la dignidad, acaso porque raro es el barrio cercano al centro donde no sea evidente la planificación urbana. Lo primero que hace indigno un bloque de viviendas sociales es que no se piense en su entorno, en lo que no es vivienda. Desde las farolas amartilladas (cómo me recordaban a la película de The Wall) hasta los amplios alcorques de los tilos, lo que imaginábamos monstruosas cajas de zapatos es en su mayoría, en esa ínfima mayoría cercana al centro que pudimos ver, un adelanto de lo que todavía hoy son las construcciones que abrazan patios y jardines. Por descuidados que estuvieran los bloques, por cuadrada que fuera su solución ocupacional, en esta parte sovietoide se nota que la reconstrucción consistió sobre todo en dotarlos de espacio exterior, es decir, en que el cemento no se impusiese al vacío. Quien se ha criado en España en un barrio desarrollista no piensa que fueran sitios tan terribles, tan poco respetuosos con los espacios abiertos o con el arbolado como siguen siendo todavía hoy en mi país. Leía esta mañana un artículo de Andrés Rubio sobre la escandalosa desidia urbanística (y voracidad especulativa) con que las ampliaciones de ciudades en España siguen haciendo mangas y capirotes de un mínimo respeto al paisajismo urbano, ya no digamos a la estética del tiempo en que fueron construidas. En Berlín los ciudadanos, cuando salen a la calle, ven un cielo más ancho, más luz, más luz, en un invierno tan bruno. Los edificios no se juntan en ostentosos rascacielos (el más alto que vi no superaba en altura nuestros bloques de ladrillo caravista), su altura mantiene las proporciones, ese respeto al vacío. 

Pero, sin salirse de la antigua DDR, uno puede disfrutar de barrios tranquilos con aire parisino como el de Prenzlauer, lleno de abrigos anchos y cafés alternativos, activistas sanos y circunspectos que predican con el ejemplo, casas de altos techos, mansardas reinterpretadas, muchas con el clásico frontón en los dinteles de las ventanas. Hay en estas zonas de manzanas aireadas mucho más espacio para los peatones que para los vehículos, tanques de lujo que avanzan cautos y silenciosos, menos que bicicletas, que circulan por sus carriles con ininterrumpida fluidez, estudiantes o profesionales jóvenes y no tan jóvenes sobre bicis que a su vez también aúnan un pasado laborioso, el de las bicis de barra alta, con la última tecnología electrógena. En general hay un cierto exhibicionismo técnico, no hablamos de gráciles bicicletas con cestita sino de aparatos racionales con diversas posibilidades para llevar objetos o niños, sobre todo niños, una sorprendente cantidad de niños, comparado con lo que se ve por este viejo país. Las bicicletas eran serias, como gris marengo, pero entre ellas se ven muchas del color de la ciudad, el mismo que alicata las paredes del metro, las líneas discontinuas sobre el pavimento, el semáforo estilo Carpanta, el de las estructuras metálicas de algunas fachadas y las mochilas de los ciclistas, un verde nacido del óxido de cobre que cubre las cúpulas de las iglesias, pero no tan restallante, más sobrio al tiempo que más cálido.

Los impepinables turísticos no me atrajeron gran cosa. El Muro de Berlín apenas tiene atractivo estético. El arte del graffiti sigue siendo demasiado fugaz y se avejenta demasiado rápido, y en este caso su importancia está en el continente, no en el contenido. Las pinturas recientes tienen un cierto interés contextual, pero las otras ya son parte de la ruina, no de la historia. La gente se hace fotos junto al beso de Honecker y Brezhnev pero no mira el hermoso edificio que tiene detrás ni el caudaloso río de aguas frías que le corre por delante, en cuya orilla descansan hileras de fábricas antiguas edificadas en ladrillo oscuro, con esos tejados sinuosos de los viejos almacenes de grano. Ni siquiera ve el remiendo de hierro que hizo Calatrava en los 90 para unir el puente sobre el Spree, en esa estética de carcasa prehistórica que tan pingües beneficios le ha reportado y que se mantiene como una sugerente prótesis metálica gracias a que se ha teñido de musgo y de hollín. Lo que más hace el muro, sigue haciendo, es tapar. Su lógico final, cuando termine la reconstrucción, es que desaparezca igual que en las pieles jóvenes se regeneran las cicatrices. 

Lo que queda del vacío tenebroso, de ese agujero negro de los años 40 (amén de una caseta de feria), es el impresionante monumento al Holocausto, un damero laberíntico de túmulos de cemento que se igualan en su parte superior pero conservan los desniveles sobre los que fueron construidos, de tal modo que no hay bloques idénticos, ni todos igual de altos, ni todos igual de rectos, como somos los humanos. La honda solemnidad del monumento invita a perderse por los rectos y estrechos pasillos, con manchas de luz que recorren otros pasillos e iluminan fragmentos del día. Por supuesto que siempre hay algún adulto idiota que se sube encima de un túmulo accesible hasta que le llaman la atención, pero los niños corretean por los pasillos, te tropiezas con ellos, y eso, que en principio me pareció la mala educación universal de los padres que dejan sueltas a sus criaturas donde les peta, enseguida lo vi como parte del monumento, como esas manchas de luz que salían por los rincones, una vida plena, nueva y ajena a la monstruosidad entre los corredores de cuya memoria se divertían los zagales. Está mal comparar, desde luego, pero todos los que idean jardines de la memoria deberían reparar en esta espléndida instalación. El del 11-S en Nueva York no tiene ni de lejos la hondura poética del de Berlín, y no digamos ya el del 11-M en Madrid… 

La muerte y la memoria conviven sin estridencias con la vitalidad arquitectónica y ciclista. Supongo que habrá sus cementerios de ciudad dormitorio, pero Berlín mantiene la buena costumbre de conservar pequeños camposantos a medida que los va envolviendo la ciudad. Entré en uno, el de Halleschen Tor, un jardín recoleto lleno de tumbas decimonónicas, todas con sus dintelillos neoclásicos, sus bustos de camafeo y una vegetación exuberante. Cada pocos pasos hay una fontecica y un armatoste de hierro lleno de regaderas para uso de los visitantes, porque en ese cementerio no se ponen flores, se plantan. No hay un solo pétalo de plástico, e incluso las más antiguas tumbas, muchas de ellas, se adornan con pequeños arriates y arboretos. Otras tienen ese romanticismo del abandono, con yedras como telarañas y las letras de los nombres desdentadas. Busqué la quizás algo ostentosa, poco, tumba de la familia Mendelsson, un mausoleo para cada género de parientes, que no resultó ser la de Félix sino de una célebre saga de banqueros. Cada cosa en su sitio. Un anciano de largos bigotes enrollados, ya un poco mustios, estaba laborando frente a una tumba más modesta, quitando malas hierbas con los dedos, liberando los pétalos aprisionados, regando con mimo los pensamientos. Le pregunté por Mendelsson y no solo me acompañó al sitio sino que me sacó de mi error. Es de los pocos ancianos que vi por Berlín. Seguramente estaban todos en sus casas esos días, y cuando se vaya el tráfago de los turistas asomarán para ver películas de la antigua URSS o regar las flores de alguna tumba, o ir la mar de ufanos en sus bicicletas, como uno que vimos pasar que conservaba algo del pedalear pesado de Jan Ullrich.

A la hora de comer llegué a algunas conclusiones: la comida tradicional alemana está muy rica pero tiende al engrudo cementoso, al régimen de col y patata, al cerdo graso y al filete empanao. La salchichería típica se me atraganta, y el menú vegetal está sobreespeciado, en una globalización de la ensalada en táper que hace indistinguible Berlín de Londres o de Nueva York, atacadas de salsas y vinagres, maceraciones y especias orientales. Salvo un osobuco muy bien hecho que un camarero español nos recomendó en uno de los patios entre modernistas y judaicos del Hackescher Markt, preferiría elogiar más la abundancia que el refinamiento, algo difícil para un espíritu sibarita. Diferente suerte corrimos en un vietnamita en el que todo estaba crudo y aguanoso, que en un magnífico restaurante libanés de barrio, en Kreusberg, la zona de Berlín de mayoría turca, hasta el que nos condujo nuestra anfitriona. Allí las calles, algunas, sí eran más estrechas, pero me llamó la atención que en los edificios de apartamentos sobrevivieran los colores bauhaus que cualquiera diría que han sacado de un Mondrian, junto a grafitis ejecutados desde el tejado, con la mano temblorosa del que pinta colgado o boca abajo. En los balcones no había trastos ni botellas de butano.

No diré lo mismo, vive Dios, de la cerveza, excelente sin matizaciones (me refiero a la cerveza corriente, la que se pide sin especificar), nada que ver con esa gaseosa amarillenta y cabezona que, con muy honrosas excepciones, le ponen aquí a uno en los bares. Rubia cerveza templada, con la justa densidad para no trasegarla como un refresco ni masticarla como esas cervezas de monasterio que venden en los grandes almacenes, y ese aspecto ligeramente turbio, como a medio fermentar, que le aviva el sabor. Me recordó, en mis años mozos, a la Smithwicks que bebía normalmente en Dublín, y no me pasé a las bitter ni a las tostadas porque probé una y me pareció excesivamente dulce. Pero tengo que decir que hasta ahora pensaba que con semejantes jarras que se ven en las largas mesas de las fiestas, cuando los bávaros se ponen los tirantes, tenían que agarrar unas pítimas de campeonato, pero resulta que son muy llevaderas, y que a un cierto ritmo se consigue un puntillo equilibrado sin necesidad de dejarla porque estás a punto de caerte o de explotar. Se va como viene, igual que la ciudad draga y recicla el agua de sus húmedos subsuelos con sistemas de tuberías rosas y azules, según para lo que valgan, que, elevadas hasta los cuatro metros de altura, adornan los paseos y cruzan las ramas de los árboles. Forman parte del concierto de líneas rectas, quebradas de ramas desnudas, en que se convierten las calles de los barrios. 

A un mediterráneo le sorprende, más que la limpieza, la impolutez. Los suelos de las calles (los que no están en obras) están empedrados de anchos y esmerados adoquines para los vehículos o de pequeños fragmentos de granito en veredas para peatones. Ni una colilla en el suelo. Y tampoco hay tantas papeleras. En Seúl, que era una ciudad muy sucia y las papeleras rebosaban de porquería, el alcalde tomó la decisión de eliminarlas todas y que cada cual se llevara la mierda a su casa. El resultado es una de las ciudades más limpias del mundo. En Berlín van por ese camino. A la espaciosidad del cielo se suma la nitidez del suelo. Ni siquiera hay ese porcentaje, digamos, estructural de mugre que da sensación de vivido en nuestro vivir tumultuoso. La limpieza es la más alta expresión de la dignidad, pero la vitalidad, la vidilla, está tras una línea que no sabría señalar. Ni en los abundantes parques infantiles hay chuches por el suelo. El respeto se alía con el miramiento, todo está en su sitio, empezando, ay, por las razas y las clases, que conviven sin molestarse, o al menos esa sensación me dio. Camareros y taxistas turcos y asiáticos, vigilantes de tesoros blancos y con gafas, más alguna sorpresa racial conmovedora: cuando entramos en el restaurante libanés, el Lasan, vino a traernos los platos una camarera bellísima, cubierta con esos velos abasquiñados, de una piel tersa y clara y un perfil orgulloso y delicado. Varios de los presentes acercamos las cabezas para hacer el mismo comentario: «¡Se parece a Nefertiti!». 

4.3.22

Hablar de Dios


Ya no hablamos de Dios. La feligresía, la ἐκκλησία, ha subsistido, sobre todo, entre los no creyentes. Es curioso que avancemos al mismo tiempo hacia un mundo más gregario y también más descreído, porque el acto de la misa, por ejemplo (alguien guiando espiritualmente a un grupo que se está callado o responde lo que ya está escrito, sin alterar una coma), es lo más habitual entre nosotros, más cuanto más jóvenes y puros son los feligreses, y menos creen en Dios. El ideal nietzscheano de la moral individual ya es agua pasada: para todo hay infinidad de corrientes, pero ninguna es estrictamente personal, todas son grupales, ellas y sus referentes, es decir, ellas y lo que no son ellas, la copia de otra cosa, aceptada con entusiasmo.
Creo que esta idea es importante para entender el punto de partida de La ficción suprema, un ensayo de teología pombiana escrito hace diez años, con aspecto de inconcluso y que acaba de salir, acompañado de la correspondencia entre Pombo y su editor a medida que iba alumbrando la obra. Pombo parte de esa experiencia religiosa como «energía contagiosa», no un don sino una propagación. «Mi experiencia religiosa», dice, «fue una experiencia cerradamente subjetiva y construida, en gran medida, a espaldas de la comunidad de los demás creyentes». Y da un motivo claro: «Para librarme de la exasperación o de la depresión, del sentimiento de culpabilidad, tenía que encontrar (y encontré en mí mismo) una fuente de acción y de contemplación del mundo que fuera en sí misma intensa, exaltada, satisfactoria». Esa fuente la buscó Pombo en la poesía, en Rilke, en Eliot, en Wallace Stevens, donde encontró el concepto de ficción suprema. Dios es la más alta irrealidad concebible, sus andanzas no están contaminadas de realidad, pero, por un proceso de mitificación, explican esa realidad. Cómo es esa ficción suprema, cómo contamos a Dios, cómo aparejamos de comprensible irrealidad su condición necesaria para el espíritu, es lo que, desde distintos y curiosos lados, desarrolla Pombo en este libro.

Así, por ejemplo, se zambulle en la angelología de la mano del severo y fascinante tratado de santo Tomás de Aquino, o en lo diabólico a través del superhéroe, que, al contrario que Cristo, rechaza el heroísmo de lo cotidiano, en un capítulo especialmente divertido en el que reaparece otro de los grandes temas pombianos: la bondad. Culpa y bondad son los dos grandes puntales de muchas de sus novelas. El propio Pombo cita a Luzmila, un personaje que no entiende que nadie haya podido hacerle daño, pero que está angustiada por el daño que su bondad pueda causar. Por un lado goza de una bondad incausada, un no-pecado original, es inmaculada, pero se siente culpable, o más bien no cree que no pueda serlo, no es tan soberbia como para eso. 

Con muchas y grandiosas variaciones, ahí está el fondo de su obra. De ahí que la luminosidad poética, la euforia, el entusiasmo poético sean una forma de expiación a través, precisamente, de la limpieza, de la higiene espiritual que solo puede nacer de uno mismo. ¿Hay algo más íntimo que un poema? No obstante, ya se encarga Pombo de advertirnos que, mientras la poesía es expansiva, sentimiento hablado, plenitud estética, la mística busca el silencio, el vacío, el recogimiento como ausencia y lejanía. De modo que la experiencia religiosa que narra Pombo en este ensayo es, sí, personal y muchas veces silenciosa, pero sobre todo inflamada por la música de su expresión. Es la fe en el poder de la poesía la que nos convence, acaso por contagio, de la fe en la elevación religiosa. Es, la poesía, la lengua para hablar con Dios, la que mejor se mueve en esa irrealidad transmitida más que dictada, porque en el fondo (y ahí su decidida defensa de la oralidad) Pombo cree en el vate, en el poeta médium, el que, dejado llevar por el caudal, encuentra conceptos como peces, verdades como remolinos. Es el no premeditado lenguaje el que le revela la configuración de esa irrealidad suprema.

La teología es una rama de la poesía, y el método de conocimiento, el mismo que el de los poetas. Es poesía que aspira a una depuración conceptual, pero que también se vale de lo irracional para expresar la grandiosidad irreal de la divinidad. Pombo maneja como quien lava toda la pedrería filosófica, y al mismo tiempo se preocupa de llevarnos de la mano, hasta aquí he visto esto, ahora veré lo otro, etc., nos enseña el camino que él mismo va descubriendo en sus lecturas de Husserl, de Sloterdijk o de Panikker, o de santo Tomás, que es, a estos efectos, el prototipo de ficción poética teológica. En este sentido, la prosa de Pombo se proyecta aquí en dos movimientos opuestos: la lentitud reconcentrada de la conceptualización filosófica y la velocidad desatada y poética de sus palabras. Uno va rápido estéticamente y despacio filosóficamente. Es la gracia narrativa del gran Pombo, pero en esa encrucijada creo que gana la palabra, la palabra suelta, el concepto sometido a su poder estético.

Soy muy aficionado a Pombo y a cierta literatura religiosa, sobre todo la monástica, y creo que es por el efecto purificador de su lenguaje. Ya lo vimos en la paráfrasis de la Vida de San Francisco de Asís, donde ponía al servicio de la indagación divina una fórmula estética sin reelaboraciones ni palabros, un presentarse la idea clara e imparable, un hablar cercano, intenso y conmovido. La religiosidad está en toda la obra de Pombo, y este ensayo es tan clarificador al respecto como su devoción por Wallace Stevens o por Henry James, tan nítido en su esfuerzo de conceptualizar lo que en él es siempre un chorro de agua fresca, en este caso, además, bendita. En sus deficiencias de rigor filosófico, si es que las hay, estará la gracia narrativa, las palabras para hablar de Dios de un individuo y dejar constancia nítida de la angustia y la celebración que significa creer creativamente, un poco, quién lo iba a decir, al estilo de Unamuno. 

Álvaro Pombo, La ficción suprema (un asalto a la idea de Dios), Rosamerón, 2022, 252 p.

9.2.22

Qué risa


Dos libros en menos de un año es mucho para casi cualquier autor, a no ser que, como ya sospechábamos en El huerto de Emerson, el autor se dedique a la limpieza de corrales, a sacar de la cómoda viejos manuscritos o a interpretar variaciones sobre temas conocidos. Es el caso de Una historia ridícula, que acaba de publicar. Landero vuelve al personaje rarito de sus principios, el pobre hombre  que se crea un mundo interior que mejore o dé sentido al exterior. En este caso, Marcial, más que un pobre hombre, que también, es un perfecto idiota, entre infantil y viejuno, como ese tipo que siempre se pone en el mismo sitio de la barra en el bar de abajo y nadie se dirige a él porque no está claro si es tonto o está loco, o las dos cosas a la vez. Marcial encarna la ridiculez del hombre común, del currante de barrio que a fuerza de soledad se ha ido un poco de la olla, un don nadie que vuelca su resentimiento en una prosa rancia y sebácea. Marcial sería una especie de cuñao con todos sus tópicos defectos, un alma de tergal que no ha sabido subirse al mundo en el que vive, que se alimenta de filosofía parda y no se entera de nada. Debo reconocer que al principio me irritó ese sarcasmo hacia el perdedor, como si Landero quisiera hacernos reír con un fantoche tronado y vulgar, mofarse del perdedor, del ingenuo, del retrasado mental. Uno prefiere pensar que Landero ha hecho el volatín de instalar la voz narrativa en uno de nuestros vicios más contumaces, reírnos del débil, no porque él lo vea así sino porque sabe o cree que la gente tiende a verlo así. Es ese tipo de individuo mal vestido, casposo y alelado, de sonrisa húmeda y el mirar extraviado, que no ha salido de las faldas de su madre o se refugia en astrosos putiferios donde hasta él tiene su turno, que se ha hecho experto en alguna estupidez o se piensa que es un gran artista incomprendido, y tiene amigos igual de imbéciles que él. Buena parte de la novela suena a risotadas al paso de un grupo de discapacitados. Ya sé (repito: ya sé —un ritornello que usa aquí Landero—) que lo podemos tomar como una amarga y descarnada visión del inadaptado, que aquí es un perfecto gilipollas. Y se puede alabar cómo Landero lo retrata, y no caer en el fácil error de pensar que esa manera de sobrarse con el personaje le hacía gracia al narrador. Esto yo creo que no es posible porque la novela no tiene ni puta gracia. Reírse con esta novela es casi ser tan bobo como su protagonista, o tan cruel como la mayoría de los secundarios. Se salva, cervantinamente, la gente que le hace caso, que se lo toma en serio, que lo considera tan normal o anormal como cualquier otro, tiernos primos y maritornes que aquí no hacen más que asomarse.
Landero, además, ha tirado de repertorio. La historia es como Calle mayor pero al revés, el incauto que se ilusiona con una muchacha que lo engaña y lo utiliza de bufón, para reírse de él igual que aquel a quien la primera mitad de la novela le haya hecho alguna gracia. Esto de que el narrador cuente una historia que el lector sabe que es de otro modo, y que sepamos por sus palabras lo que vemos que no es así, es un artilugio clásico (la ironía trágica de Edipo) para el que se requiere cierta habilidad que aquí viene garantizada por la estulticia del narrador. Por lo demás, los guiños son constantes, sobre todo a un Quijote de filosofía pajarera que, en vez de ir vestido de caballero andante, acaba disfrazándose de Travis Bickle, el de Taxi driver, para montar, de casualidad, una versión casera de Joker con azares teatrales propios de El Guateque. El recurso del tontaina que utiliza un castellano clásico, algo naftalinoso, a Mendoza le da para provocar unas cuantas carcajadas, pero con este libro de Landero se te pone ese rictus de pena que no es lo que más mueve a la risa. La locuacidad de Marcial es una inflamación más que otra cosa, un cuento insertado demasiado largo, un discurso final todavía más demasiado largo, aburrido y repetitivo, y un final de magia Borrás.

Y sí, sí, es así como los poderosos se ríen de los débiles, es así como su mala sangre les lleva al escarnio de los discapacitados por pura diversión. Si lo tomamos como libro de denuncia, todo serán buenas palabras, porque la historia es de una tristeza desesperante. Landero da su voz a aquellos a los que nadie escucha, pero esto es diferente. Marcial no tiene dignidad, no hay en él nada que nos mueva a la ternura, es una piltrafa como las que corta en su empleo de matarife industrial. ¿Por qué esta negación de toda dignidad, este pesimismo sádico? Reírse de los que hacen el ridículo deja mal al que lo hace pero también al que se ríe. Su historia ridícula es la historia de un tontaina que ve demasiadas películas. No es ejemplo de nada. No tiene nada que ver con el que, por ejemplo, no tiene estudios pero sí ínfulas, o siente la inferioridad ante los otros, o se ilusiona con lo inalcanzable. Esos ciudadanos no dan risa, no son ridículos. Esta novela no es ridícula porque, faltaría más, está escrita por un excelente escritor, que sin embargo ha pecado, en su afán de retratar al mindundi, de una prolijidad que sin aburrir fatiga. Ya lo creo que es una audacia técnica escribir un cuento deliberadamente malo, o pronunciar un discurso que repite como la comida grasienta. Si con ello quiere ser fiel al narrador (un escritor fallido, como tantos), es difícil saber a quién, al narrador o al autor, es necesario endosar las culpas. Incluso he pensado a veces que la novela es un amargo lamento, un no creer que tengamos arreglo ni que los merluzos puedan esperar de la literatura ningún tipo de redención. La del humor, en esta novela, desde luego que no.


Luis Landero, Una historia ridícula, Tusquets, 2020, 283 p

1.2.22

Una fragancia espesa y revenida


El cuarto tomo de En busca del tiempo perdido, y el más largo de todos, viaja por las costas normandas de soirée en soirée, en un trenecito que ocupa la troupe de los Verdurin (y luego también de los Cambremer) y que avanza sobre dos raíles: las aventuras homosexuales del barón de Charlus y los celos y desconfianzas del narrador con respecto a Albertina. El elenco está saturado de indiviudos desagradables: el asqueroso Cottard, el pelma de Brichot, la fea  Sabaroff, por no hablar de los imbéciles Verdurin. Es como un coro de degenerados sociales, que viven a golpe de chisme y se hacen todo el daño que pueden, un fango humano en el que sobresale la figura de Charlus. 
    Así como a Charles Swann siempre me lo imagino en el cuerpo de Jeremy Irons (y a Odette de Crècy en el de Helena Bonham-Carter), al barón de Charlus solo puedo imaginármelo con la estampa de Maurice Bejart, con esa misma violencia engomada y mirada de halcón, pero con más barriga. Nada más iniciarse la novela, tras la célebre digresión sobre los homosexuales y las flores, hay una escena de folletín, nunca mejor dicho, que anuncia el tono: el narrador escucha a través de un tabique cómo el barón se beneficia a Jupien, un camarero, y escucha «unos gritos extraños». A partir de ahí el barón es un fantoche que reúne todos los rasgos tradicionalmente atribuidos al aristócrata bujarrón, amante de criados guapos, cruel y mentiroso por placer, y con especial predilección por los chulazos maleducados como el músico Morel. El catálogo de marqueses inverti es de cabaret grasiento: Châtellerault, Vaugoubert, luego el príncipe de Guermantes, que también contrata el cuerpo de Morel. De todos ellos se habla con un desprecio infinito. Charlus no tiene una sola virtud: todo en él es degeneración más o menos exquisita. Se rebaja a alternar con Mme. de Surgis solo para ver si puede tirarse a sus hijos adolescentes. Habla tanto de Balzac que monta un numerito de duelos al amanecer para que el chorbo no se le escape, y en este plan. 

Todo en él es degradante, y sorprende porque uno lo lee desde el conocimiento de que Proust también era homosexual, por más que no lo aceptara en público. Es como si se regodease humillando en la figura de Charlus todo lo que él desprecia de sí mismo, y que, en el fondo, tampoco puede ocultar. Porque la otra historia, que tendrá más larga trascendencia, la de Albertine, suena a más inventada que la de Charlus. Su actitud hacia ella es fría, ni transmite ni se preocupa por transmitir emoción verdadera, algo curioso en un especialista del mostrar más que del explicar, que nunca dice que Brichot fuera un erudito pedante pero lo muestra cargando varias páginas de etimologías más o menos verosímiles. En el caso de Albertina todo queda reducido a su enunciación, dice que la ama o que no la ama o que siente celos, pero solo lo dice. Para más inri (la parte de Gomorra), el narrador sospecha que Albertina es lesbiana, por un detalle de muy mal gusto que le hizo ver el desaprensivo Cottard. A partir de ahí, nada de lo que hace el narrador es creíble, sobre todo porque Albertina parece de una ingenuidad desesperante. Casi a cada página lo más natural habría sido mandar al cuerno al narrador, no hacer viajes a deshoras, cada vez que él la reclama, ni aceptar sus chanchullos amatorios ni sus humillaciones. El desconcierto nace de por qué Albertine traga de esa manera, y es fácil sospechar que lo único que quiere es una buena boda. Así se lo dice él a sí mismo, y la deja y la coge y la usa y la tira, pero remata consintiendo lo que su madre (que le recuerda a la abuela muerta en el tomo anterior) le aconseja, que se case con ella. 

Entre ellos no hay más amor que la palabra celos: por sus supuestos encuentros con Andrea, con la hermana de Bloch o incluso con Saint-Loup, el viva la virgen que no quiere más que dedicarse al estupro de criadas, y de quien el lector sospecha, ya desde el tomo anterior, que es el único del que de veras está enamorado el narrador. Pero tantas idas y venidas, tanto cortejo animal y tanto apareo discreto, envuelto en el inacabable chismorreo, son un exceso que provoca sensaciones parecidas a las que deben de tener los personajes que se lanzan a la perversión: hastío y ganas de que aquello se termine. Todo está engordado como una marquesa viciosa. Todo es tan cargante como sus desalmados personajes, marionetas de un mundo mohoso. Queda en la memoria la soberbia de la princesa de Guermantes cuando se niega a ser presentada a Swann, que está a punto de morir, no sea que tenga que dirigirles la palabra a la gran Odette y a su hija Gilberta. Un clasismo revenido, infantil y maloliente va perfumando la novela como una esencia corrompida. No hay un solo momento de condescendencia, más allá de las páginas que le dedica a Francisca y a algún que otro ascensorista, ni mucho menos de afecto, desde luego no hacia Albertina. Es curioso que el narrador sacrifique su simpatía de ese modo, porque él tampoco escapa a la indigencia moral, desde el momento en que su máxima pretensión sigue siendo que lo admitan aunque sea un esnob, y que tampoco se corta mucho cuando se trata de despreciar a los inferiores. La escena en la que Cottard exige que saquen a un granjero del compartimento donde viaja tan feliz el clan es uno de los pocos gestos de compasión que se permite Proust en un ambiente tan espeso, y al mismo tiempo tan vacío. Hay un suplemento de prolijidad que en otros tomos no resultaba cargante pero aquí tiene el sabor del regodeo. El narrador se vuelve a Paris con Albertina, dispuesto a casarse. Es de esperar que, además, sus sentimientos hacie ella empiecen a parecer más verosímiles.


Marcel Proust, Sodoma y Gomorra (En busca del tiempo perdido, IV), trad. Consuelo Berges, Alianza, 1981 (6), 600 p.

29.1.22

Expiación


Les tengo a los daneses un punto de ojeriza desde aquella final de 2013 que España les ganó por 16 goles de ventaja. Fue bochornoso. En el momento en que juzgaron que les iba a ser imposible ganar, ni siquiera mediada la primera parte, bajaron los brazos y dejaron arrogantemente que les metieran una paliza. Negarse a competir fue una manera bastante rastrera de deslucir una final y adulterar un espectáculo que entonces vinculé con los vicios del deporte profesional, equipos capaces de mandar un partido casi entero a la basura por no dar prestigio a los rivales con su esfuerzo. De pequeños era un síntoma de soberbia o cobardía, o de las dos cosas a la vez.

Este campeonato de Europa me he acordado de aquella final, hace un par de días, cuando Dinamarca se citó con España porque le pareció peor que Suecia. El entrenador, que si lo veo por la calle pensaría que es el padre de Djokovic, tiene esa gestualidad sádica de los que creen que de las humillaciones se aprende. A la soberbia supremacista se unía la cobardía de negarlo. No se dio cuenta ese sujeto de que ningún equipo había sido capaz de defender como normalmente defiende España. Fallaron los técnicos, que se pensaban que España también se limitaría a ver pasar la pelota a toda velocidad de un lado a otro desde las manos peludas de Mikkel Hansen. En su desbordado narcisismo, Jacobsen pensó que Jordi Ribera le alinearía obedientemente a sus jugadores para que Hansen o Gidsel los fusilasen. No contaba con las guerrillas avanzadas de Aleix Gómez o Aitor Ariño, ni con que Joan Cañellas o el greciano Agustín Casado estaban engrasando sus escopetas. De ninguna manera podía imaginar que dos pipiolos en la selección como Peciña o Sánchez-Migallón iban a poner en su sitio al pivote Hald, o que entre unos y otros iban a secar a Gidsel, que hasta hoy parecía el no va más. No recuerdo una sola transición fluida y veloz de los daneses, de esas que hipnotizaban a los rivales de la main round.

Pero la culpa no es solo del entrenador macarra. La culpa también es nuestra. Dábamos el partido por perdido. Reconozcámoslo. Nos ha faltado la fe que les ha sobrado a los jugadores. Toda una alineación titular, salvo el portero, había desaparecido, y en esas circunstancias lo normal es que no se traspasen ciertos límites. Anoche, frente a los grandes daneses, vi los cinco primeros minutos, la incomprensible flojera de los lanzadores españoles, y estuve a punto de irme a la cocina y volver solo de vez en cuando, a ver cómo iba la cosa. En mi favor puedo esgrimir que me quedé en el sillón, afrontando con entereza lo que se venía encima. Y lo que se vino encima fue un espectáculo extraordinario de templanza y de estrategia. La selección le ganó por cuatro goles a Dinamarca pero Jordi Ribera le metió a Nikolaj Jacobsen una goleada escandalosa. Qué placer daba verlos defender, mantener lejos a los atacantes, relentecer sus transiciones, tapar los espacios, desordenar al rival. Los daneses no supieron qué hacer. Jamás fueron una amenaza cuando iban por detrás. Si no era la majestuosa defensa, era Gonzalo Pérez de Vargas, que para eso está, sobre todo cuando tiene que estar.

Igual soy yo el único aficionado que le debe a la selección un desagravio. Me gustaron mucho ante Suecia en la primera fase, pero luego ganaron a equipos menores por los pelos. Hasta Bosnia se les atragantó. Lo de Rusia fue de traca y con Noruega vimos que o comíamos más espinacas o las hordas nórdicas iban a darnos un serio disgusto. Pero no, tampoco era una cuestión de fuerza ni de cañonazos. Las líneas enemigas se ganaban con inteligencia. Ribera desarboló ese fondo rectilíneo y claro que tienen los nórdicos. Ellos van con sus héroes altos y rubios, pero en esta parte de Europa dan mejor resultado las emboscadas de los grandes y las infiltraciones de los pequeños, sobre todo Aleix, que hizo un partido mayúsculo.

No nos cabe la más mínima duda de que ganarán a Suecia en la final, y de que también habrían ganado a Francia si los franceses se hubiesen traído porteros al campeonato. Si ocurre, es un decir, que en algún momento van por debajo en el marcador, me limitaré a sonreír como aquel que sabe cómo van a terminar las cosas. Casi hasta he perdido la ilusión de ver el partido, que siempre se nutre de incertidumbre. Está tan claro que van a ganar que sé que disfrutaré de su juego, pero me gustaría ese punto de emoción de las grandes finales. Una lástima. Creo que es lo único que les podemos reprochar, que nos hayan privado del suspense.

No sé si con esto valdrá para expiar mi culpa. 

7.1.22

La música banal


Al final de El mundo de Guermantes reaparece el barón de Charlus, de quien se lleva hablando varios cientos de páginas porque el protagonista ha quedado en ir a visitarlo. Son quizá las páginas más violentas (no las más duras) de los tres primeros volúmenes de En busca del tiempo perdido, cuando el narrador, harto del cínico desprecio del barón, le destroza la chistera, algo que parece complacer a monsieur de Charlus. «Con un movimiento impulsivo, quise romper algo, y (…) me precipité sobre el sombrero de copa nuevo del barón, lo tiré al suelo, lo pisoteé, me cebé en él, queriendo desbaratarlo por completo; arranqué el forro, desgarré en dos la corona…» (p. 634). En la época tenía que ser una muestra de agresividad aristocrática (habrá que echarle un vistazo a la biografía de Painter), aunque a mí me recuerda a una escena del Gordo y el Flaco, los payasos que se rompen el sombrero y después cruzan los brazos con altanería, como diciendo: «Ahí queda eso, barbero». Claro que, con la actitud sebosa del barón, lo de menos era destrozarle el sombrero: se había merecido hacerle añicos las porcelanas alemanas del saloncito donde tiene lugar el altercado, algo que el narrador no hizo en consideración a la clase de su oponente y a la belleza de los búcaros. 

Salvo esta escena de violencia extrema, en El mundo de Guermantes no hay acción más allá de la curiosidad que el narrador tiene por Saint-Loup, de la muerte la abuela y de la violencia interior (no en el sentido agresivo sino en el incómodo) que siente cuando se da cuenta de que los aristócratas quizás se comporten así porque está él presente, que no es aristócrata, y que cuando se vaya se dedicarán a sus pasatiempos de clase. Lo demás es una escena sostenida de marquesas y altezas poniéndose a parir las unas a las otras, con un sujeto repulsivo, monsieur de Guermantes, que se complace en tratar en público a la bella Oriana, su esposa, como a una cualquiera. Todo ello en un entorno delicado, atento a los más mínimos detalles, en un ajetreo de comidas, paseos, cenas, óperas, excursiones y cambios de vestuario que da una permanente sensación de movimiento, aunque también resulta cómica la mala vida que se dan los aristócratas, siempre de visita, en perpetuo canturreo desde su rama del árbol genealógico. Dice algo de ellos el narrador que a Valle-Inclán le habría complacido: «Los grandes señores son casi la única gente de quien se aprende tanto como de los aldeanos; su conversación se engalana con todo aquello que concierne a la tierra, a las mansiones señoriales tal como estaban habitadas antaño, los antiguos usos, todo lo que el mundo del dinero ignora profundamente.» 

Y eso que, dicho sea de paso, Valle-Inclán y Proust no estaban en la misma onda. Lo explica don Ramón en un artículo del año 26, que de paso sirve para una buena descripción del arte de Proust. Allí dice, con respecto a su estética literaria, que prefiere describir la acción, «que todo sea la acción misma», no comentarla. De este modo, el «interés está en los mismos personajes desde el momento en que se presentan», frente a esa otra estética «que, cuando los personajes y la acción son triviales, deja poner al autor el comentario y la explicación», y pone «lo que no hay en los hechos, recargando la obra, incluyéndose en ella como un nuevo personaje, como el verdadero protagonsta». Del arte que a él le gustaba, pone como ejemplo a Shakespeare; del otro, a Anatole France y a Proust. Claro que luego llega Umbral y descubre en Proust «al yo, al yo descarado», y declara con altivez que En busca del tiempo perdido no es una novela sino un libro de memorias, porque para Proust (y para Umbral) el yo que se cuenta a sí mismo no tiene por qué limitarse a la constatación estricta de los hechos, es también su yo inventado, su vida interior, que casi siempre es una deformación, para bien o para mal, de la vida exterior y perceptible.

Yo lo que veo en este volumen, el más estático de los tres primeros, como una carrera en bicicleta para ver quién llega el último, es algo que solo llega a apreciarse en toda su profundidad escuchándolo en un audiolibro, en francés, sobre todo si uno no entiende el francés oído y muy lentamente el escrito. Hay largos pasajes genealógicos que forman la verdadera «música de los nombres», el primer empeño de esta novela, tratar la palabra como sonido puro, sin más significado que el que inspira. Sobre la base de algo tan corriente como hablar sin descanso de parentescos, la conversación como puesta al día permanente de la identidad de los otros, la fanfarria verbal de los apellidos ilustres, la novela avanza (es un decir) como antiguamente se paseaba por los pasillos del Louvre, no para ver cuadros sino para estar rodeado de ellos, como por un bosque de especies muy antiguas y valiosas en las que solo nos detenemos de vez en cuando, al hilo de algún comentario banal. El resultado, en la memoria, ocupa un espacio parecido al de una exposición de pintura de la época. El placer del texto garantiza la continuidad. 

En la escritura de Proust hay dos elementos que me desconciertan. El primero es una cuestión de dispositio. La novela fluye como un todo apenas dividido en dos muy extensos capítulos. El primero empieza en París, con el traslado de la familia del narrador a un piso de un palacete propiedad de los Guermantes, sobre todo de la duquesa de Guermantes. El narrador asiste a una representación de Fedra interpretada por la Berma, con quien tanta lata dio en libros anteriores y que ahora ya no le gusta, porque él va detrás de la madama Guermantes, que al final del pasaje le sonríe. Como la señora parece inaccesible y el narrador no pasa de seguirla y observarla (de lo que la duquesa se da cuenta), decide viajar a Donciéres, donde el joven Saint-Loup, sobrino de la duquesa, sirve en un regimiento. Allí el narrador se sume en la nostalgia y habla con soldados sobre el arte de la guerra, y trata de que Saint-Loup le presente a su tía. La excusa que encuentra es ver los cuadros de Eltsir del palacio de la duquesa, para lo que Saint-Loup se compromete a llevar a cabo las gestiones oportunas. Pero también fracasa esa estratagema, y el narrador se comporta con la duquesa como un acosador que se va escondiendo detrás de los árboles, literalmente. Cuando Saint-Loup vuelve a París, le presenta al narrador a una de sus amantes, la actriz Rachel, que resulta que el narrador la había conocido en una casa de putas, algo que Saint-Loup ignora y nadie se lo revela. En una escenita de celos y alcohol, Saint-Loup exhibe su fragilidad, y después también en el teatro, otra vez ciego y celoso. Luego tiene otra bronca con un tipo que le propone relaciones por la calle, mientras el narrador tira de él para que lo lleve al salón de Madame de Villeparisis, donde se reúnen celebridades literarias, relaciones imprescindibles, ay, para quien ha decidido ser escritor. Ese salón da lugar a un largo y por momentos mareante episodio, en el que lo más relevante que ocurre es que Bloch se va poniendo impertinente a propósito del caso Dreyfus (él es de familia judía) hasta que Mme. de Villeparisis termina poniéndolo de patitas en la calle. Luego aparece Odette, la gran protagonista de Por el camino de Swan, y eso hace que se largue del salón la duquesa de Guermantes. Mientras Saint-Loup sigue montando numeritos de niño malcriado, aparece el barón de Charlus, que invita al narrador a que lo visite, algo que, después de muchas idas y venidas, sucederá al final del volumen, en la violenta escena que comentaba. En medio, un tupido entramado de frases maliciosas y elegantes, sonrisas despectivas, cotilleos a lo Saint-Simon, a quien nombra para preguntarse si es posible retratar lo que sucedió. Hay un capítulo del Ulises, el del cementerio, mi favorito, que se plantea exactamente lo mismo, trasladar el momento a base de yuxtaponer estampas y detalles, si bien en el caso de Joyce el esfuerzo excluye los comentarios del narrador, que no pasa de describir. La sensación final, como en Proust, es la de haber estado allí metido, contemplando, y comprendiendo.

El caso es que esa es toda la larga primera parte, pero el lector tiene la sensación de que habría sido más honesto separar los diferentes pasajes porque siempre son cambios demasiado bruscos, finales unidos a principios sin solución de continuidad. La otra cuestión desconcertante es que Proust no da tanto valor a lo narrado como al espacio dedicado a la narración, y pasajes que podrían haberse recortado un poco (y que ahora serían poco menos que intolerables) se extienden, da la impresión, hasta que alcanzan la extensión, sea la que fuere, que conviene a la construcción general. Proust se ocupa mucho de la arquitectura (la muerte de la abuela, la reaparición de Albertine, la presentación de Charlus) pero no de que los cambios entre pasaje y pasaje no sean, en medio del dulce fluir de las aguas, un salto tan repentino. La apoteosis final, las ciento y pico páginas de la cena en la casa de los Guermantes, como si reuniera en ellas los elementos con que ha ido edificando su conquista del palacio, dan una sensación de unidad argumental, con el añadido de la visita al barón y de una cena en casa de la princesa de Guermantes, el no va más, antes de esa escena final de un cinismo sobrecogedor en la que madame de Guermantes prefiere irse de cena a acompañar a Swann, quien acaba de comunicarle que le quedan tres meses de vida, porque «sus propias obligaciones mundanas están por encima de la muerte de un amigo». Queda la sensación de que todo ha sido una cuidadosa construcción de partes más independientes de lo que sugiere su disposición en el texto, y que la extensión de cada una de ellas no se refiere a lo que tenía que contar sino al tiempo que había decidido emplear contándolo. Se nos ha narrado el asalto del protagonista al mundo idealizado de la aristocracia, se nos ha descrito el mundo ficticio en el que viven, sus lindezas y sus bajezas, en una composición sinfónica demasiado larga como para que el lector tenga en cada momento una visión de conjunto.  Pero sí al final. La importancia de Swann, el único hombre de veras elegante de toda la obra, es precisamente esa, la de subrayar la delirante banalidad de los Guermantes.


Marcel Proust, El mundo de Guermantes, trad. Pedro Salinas y Jose María Quiroga Pla, Alianza, 1985(9), 676 p.

 




28.12.21

Fragmentos de un hombre enfadado


Rafael Chirbes escribió buenas novelas, pero este tomo de Diarios no es un buen libro, y eso que algunas cabeceras de tronío lo califican de mejor libro de 2021. Influirá, supongo, ese amor post-mortem que hace hurgar en lo que los escritores escribían cuando no escribían. Chirbes murió hace unos años y yo escribo sobre él como sobre todos los escritores que me interesan, como si estuviera vivo. 
   Estos Diarios  de Chirbes en realidad no son diarios sino cuadernos. Uno compra un cuaderno y esa noche carga la estilográfica y pasa un rato acariciado por el rumor del rasgueo, escribe algunas páginas de golpe y lo abandona varios meses, hasta que otra tarde mustia invita a recogerse otra vez con la pluma. Son, en el mejor de los casos, fogonazos, ocurrencias, y en el peor un ejercicio de escritura obligatoria, cuando no se tiene nada que decir. De esto último hay mucho en este libro.

Estos membra disiecta son interesantes al principio, cuando el autor merodeaba los 40, divertidos en su empeño de ser duros (empiezan con una minuciosa descripción del dolor que produce un grano en el culo) y de practicar esa literatura de la mugre, de verlo todo sucio, incluida su propia y desaforada vida sexual, que relata con el rictus amargo que ponía Juan Goytisolo para contar lo mucho que sufría pasándoselo bien. Pero bueno, tiene su interés. La parte dedicada a sus amores parisinos es casi una buena nouvelle, lo que pasa es que el diario también se presta al vómito, hay gente que solo escribe cuando está deprimida o no tiene a nadie a quien dar la lata, pero si se lo está pasando bien piensa en otros entretenimientos, y así resulta que todos esos momentos turbios dan un conjunto muy negro, pesada, demagógica, falsamente negro. Quejarse es de mala educación, y en este libro no creo que haya una sola página que se libre de la queja, de un mundo cruel, de una lengua aprendida «manu militari», de una odiosa tierra natal, de los críticos, de sus colegas novelistas, de la comida, de la bebida, de la lenta putrefacción en la que para Chirbes parece consistir la vida.

Las reseñas van directas al otro grano del cotilleo: qué contemporáneos son malos, o compraron un premio, o se lo ganaron a él. Casi todas citan los mandobles a Pérez Reverte y ninguna habla de la ternura que produce que alguien se haya molestado en subrayar las macarradas anacrónicas del folletinista cartagenero. Tampoco he leído ninguna que llamara la atención sobre la tirria que le tiene a Belén Gopegui. La sensación es que Chirbes da bofetadas a Bértolo en la cara de Gopequi, pero no termina de hablar mal de él, de quien le separan los chanchullos editoriales de siempre. Otro caso parecido es el de Atxaga, pero aquí poniendo verde a Echevarría, el crítico que dijo lo malo que era El hijo del acordeonista,  en una página más de aquella estrepitosa salida de El País de un crítico que a Chirbes, por algo será, le parece un sujeto endiosado, brillante y cruel. 

   Más me interesan, siempre, aquellos de los que Chirbes habla bien, en su caso, sobre todo, dos: Carmen Martín Gaite, que fue la que llevó a Chirbes de la manita al despacho de Jorge Herralde (y a Chirbes le honra que lo reconozca) y Pombo, a quien tan solo menciona un par de veces y quien también contribuyó, y no poco, a divulgar su obra, aunque a esto Chirbes no se refiere. Y por supuesto la larga lista de autores alemanes que Chirbes cita cada dos por tres, de Thomas Mann, Alfred Döblin, el gran Hermann Broch y Walter Benjamin a Ernst Junger o Tilman Spengler, por citar a los que, mucho o poco, he leído. Por cierto que no me extraña que le guste Mann: en sus diarios también se pasa las páginas hablando de la dentadura postiza y las veces que va al váter. Mucho más interesante me resulta lo que dice de Döblin, sobre todo en cuestiones de escritura, de cómo enfrentarse a la escritura, en casos como el de Chirbes en los que da la impresión de haberse pasado media vida viajando y follando y la otra media tumbadazo en un sofá, fumando un ducados detrás de otro y dándole al vidrio, esa imagen, siempre, del artista que se autodestruye, y se queja, y la vida le huele mal. Me acordaba leyéndolo de un libro que hubo muchos años en una vitrina de La Trastienda, el bar de Las Vistillas que yo frecuentaba. Era una tapa negra con la foto de un cenicero lleno de colillas y un vaso de whisky. El título, que echaba para atrás casi tanto como la foto, era Las miserias del héroe, y apuesto a que me sé el argumento de solo haber visto la portada.

En la generación de Chirbes, una parte especialmente tediosa de la queja es la que se refiere al tópico del ubi sunt, al yo sí me acuerdo, al dónde está la izquierda en la que yo creí. Lo siento, pero hace muchos años que cuando me encuentro algo así pienso lo mismo: a otro perro con ese hueso, y eso no me hace comulgar con esos cachorros del Babelia que jugaban a esa cosa tan antigua de matar al padre. Pero no creo en la estética de la decepción cuando procede de uno de los beneficiarios de aquello que les amarga la memoria. Es una cuestión de carácter, supongo, pero el caso es que todos, incluso los que no triunfaron como sí triunfó Chirbes, tienen esos momentos malos que sin embargo muchos cubren de ironía porque lo principal es salir adelante. Es curioso (igual se me ha escapado) que no nombre Chirbes a Bernhard, a quien me recuerda mucho, y también es una lástima, entre tanto alemán, que no aparezca el austriaco Josef Winkler, que yo creo que a Chirbes le habría gustado.

Mucho más interés tienen, a mi juicio, dos pasajes cerca ya del final: su viaje alemán para presentar una novela (esbozo en sí mismo de otra novela, esa variante de la novela de campus que es la novela del escritor en promoción), y un encuentro con antiguos compañeros de colegio que, después de haber leído Hervaciana, también suena, como algunos otros pasajes, a inicio de novela, a argumento, a tema, a lo que sea, pero a novela que no se terminó por escribir. Y es una lástima, porque las páginas más hermosas de este libro son las dedicadas a esos mismos paisajes de la infancia que el tiempo y el regreso le han hecho mirar con amargura. 

En fin. Yo es que, lo siento, de veras que lo siento, no pude con En la orilla, precisamente por eso, por esa severidad sin excepciones, por ese tremendismo compacto, pelín rosariero. Pero el problema es mío: siempre me ha parecido más difícil hablar de lo que amas a hacerlo de lo que odias, siempre más comprometido describir la felicidad, o la lucha por conseguirla, que rebozarse en la retórica del cieno. Qué vamos a hacer, no le doy valor a la lástima, no lo puedo remediar. Mi problema con los francotiradores es que su pretendida condición de marginales les sirve de coartada, y su ideologismo muchas veces castra el vuelo literario. El libro lo he terminado porque (salvo en algunas páginas prescindibles en las que juega a la sintaxis filosófica y se queda en mera cháchara) la verdad es que está muy bien escrito, y porque me sumo a esa búsqueda de la novela como artefacto artístico sin trampas ni adiposidades, eso que hizo en sus primeras novelas pero no en la que le dio fama internacional. Lo que son las cosas.

    


Rafael Chirbes, Diarios (tomo I), Anagrama, 2021, 465 p.

20.12.21

La novela inmóvil


Mi edición de Paradoja del interventor llevaba un marcapáginas en la 74, de cuando, hace casi veinte años, fue novedad y la traje a casa y empecé a leerla, pero por alguna razón entonces no llegué hasta el final. Ahora sí, y de paso he sabido la razón por la que entonces interrumpí la lectura y por la que ahora no lo he hecho. Entonces (2004), dos amigos poetas, Luis Alfonso Díez y Manuel Villalba, con quienes comparto la afición por la lectura de Ferlosio y de García Calvo, me hablaron de él con entusiasmo, y aún faltaban cinco años para que triunfara sin reservas entre la crítica más refinada con El espíritu áspero, obra que tiempo después me divirtió y me aburrió a partes iguales. 

La razón por la que Paradoja del interventor no me acabó de absorber es que entonces yo disfrutaba más de la prosa oral, de una voz narrativa verosímil o reconocible, en todo caso escuchable, e Hidalgo Bayal prescindía deliberadamente de los elementos de mímesis en favor de una prosa fantasmal,  como esos cuadros en los que las figuras son hieráticas y estilizadas y por la ventana solo se ven líneas rectas. Ahora que veo con más nitidez sus partes ferlosianas (el monólogo, casi al final, del mozo de la cantina es el caso más evidente, y una de las mejores páginas del libro) y ese aire de desolación onírica, de espíritus deshidratados y personajes inmóviles (que solo dos años después, por ejemplo, y con más mímesis y sentimentalismo, emplearía Cormac McCarthy en La carretera) me gusta ahora no por lo que significa sino precisamente porque el tono de épica triste, tan ajeno, tan literario, es el que mejor le va no solo a la historia que se nos cuenta sino a lo que la sustenta, en este caso la kafkiana historia de alguien que pierde un tren en la estación de un páramo y se apodera de él el efecto, digamos, exterminador, dicho sea en su acepción buñuelesca, la pesadilla de quien no puede abandonar un sitio y nunca termina de saber por qué, y se obsesiona con búsquedas inútiles (quizá de sí mismo) y entra en esa otra realidad. 

Porque el interventor había decidido al fin comprender que la realidad es un arcón con doble fondo, que junto a la realidad de la superficie, generalmente aceptada como normal, hay otra realidad oculta, secreta, subterránea. El interventor había sido arrojado por los dioses a la segunda realidad, la subterránea, como un cadáver con mortaja de viajero, de forastero, incluso de interventor, pero a la postre, inmóvil, sustraído a la acción.


Es decir, el viajero interviene en el círculo vicioso de la podredumbre, pero su intervención consiste en no intervenir, en ser testigo estupefacto de su propio viaje a los infiernos, que al mismo tiempo es un camino de perfección, un aprendizaje atónito pero resignado. A su alrededor danzan los desposeídos, pero también las alimañas, como en esas afueras por donde vagan mendigos que han perdido el alma, borrachos iracundos y estrepitosos que se ensañan con quienes pueden, caricaturas expresionistas de seres abstractos y corrompidos, delineados por la economía de los sueños. Mucha literatura dentro de la literatura, como siempre en Bayal, para hablar de la desorientación y de la crueldad, de lo irreversible del mal, en términos tan hondos como ajenos al ventajismo de lo trepidante. Son las adscripciones de los seres las que permanecen, pero no quienes las encarnan, que son desalojados o quemados vivos; permanece el mito pero su interior, lo que está vivo, es pasto de sacrificios con que se sacian la soberbia y la locura.

No sé si es o no peyorativo que Paradoja del interventor me parezca un buen libro de poesía pero una novela con carencias, por la planitud de los personajes, varados en su condición simbólica, o por una estructura que atornilla sin desarrollar, y que podía haber terminado donde termina o cien páginas antes o cien páginas después. Bien es cierto que cuando disfruto de un libro me pongo más exigente que cuando simplemente me entretiene. Rafael Conte, leo por ahí, saludó la novela como la mejor que había leído en las últimas décadas (algo parecido dijo en el 89 de Juegos de la edad tardía, de Landero, muy amigo de Hidalgo Bayal), lo que abunda en mi visión como novela poemática y metaliteraria, lejos de los cauces narrativos al uso, pero cerca de los métodos de vanguardia histórica. Me recordaba a El día menos pensado, la primera novela de Enrique de Hériz (fallecido muy prematuramente hace un par de años) y al Camino de perdición de Mateo Díez. Novelas muy elaboradas y reflexivas, atentas al detalle sonoro y al hondo pensamiento, serias, oscuras, que no invitan a ser devoradas sino degustadas, porque, a pesar de los hitos incendiarios, leyéndola no vamos a ninguna parte, permanecemos en el mismo lóbrego lugar, como si nos concentramos en un juego de visiones que nos proporcionan la misma imagen desasosegante. La apariencia de progreso argumental es como el drama del protagonista, avanzar y no moverse, temer y no escapar, como esos héroes trágicos que de lejos ven la pira en la que se van a consumir pero siguen caminando hacia ella con la cabeza baja. 


Gonzalo Hidalgo Bayal, Paradoja del interventor, Tusquets, 2004, 229 p.

4.12.21

El origen del desastre


Desde fuera, el
Brexit fue una metedura de pata de David Cameron de la que se aprovecharon los borrachos del UKIP y sobre todo el fantoche de Boris Johnson, especialista en Pepa Pig, y con él todos aquellos que durante décadas creyeron que con ser inglés ya era suficiente para vivir bien. En varios pasajes del libro de Coe se alude a 1979 como el principio del desastre, es decir, la llegada de Thatcher al poder. Para la generación de Coe, aquello significó que ser inglés ya no bastaba. Quienes tuvieron su misma educación de primera clase consiguieron buenos empleos y pudieron ejercer de ingleses en el pub, pero muchos otros que habían decidido que lo primero era vivir (en un país que te dejaba hacerlo) se enfrentaron al hecho incuestionable de que no tenían cualificación para aspirar a empleos british, y que los empleos más modestos (esos que a ellos les parecían poco) estaban llenos de extranjeros, primero solo de la Commonwealth, pero pronto de cualquier parte del mundo. Ahí empezó a cocerse ese resentimiento de parte de la población: ¿por qué tengo que malvivir como un paquistaní si soy inglés de Inglaterra?, se preguntaban muchos los sábados por la noche, cabeceando delante de una pinta de London Pride medio vacía. 
    Thatcher aniquiló ese resto de fair play que había en la sociedad inglesa, pero las cosas siguieron su curso, y ni siquiera su primer ministro, treinta y tantos años después, se enteró de que las aguas bajaban contaminadas. Para Jonathan Coe, el referéndum del Brexit fue la ocasión ideal para que algunos sectores sociales sacaran ese insano rencor: trabajadores que compiten con otros menos ingleses pero más eficaces (Ian), que se aferran a un mundo perdido (la madre de Ian), que aun teniendo un trabajo miserable se engríen de supremacismo (el payaso malo), que aprovechan para inocular el liberalismo más despiadado (los asesores de la Fundación), o que salen a la calle con un cuchillo para terminar el trabajo con los que no confían en el Brexit. Frente a ellos está esa sociedad culta y demócrata que representa Benjamin, el protagonista, o su amigo Doug, el periodista especializado en cloacas ideológicas. El trabajo de Jonathan Coe para desplegar un catálogo de tipos anti y pro Brexit y plantear situaciones en las que aquel referéndum dividió familias, amigos y vecinos es tan convincente como la propia historia de lo sucedido, si bien funcionan en la novela como estereotipos sin capacidad de cambio (salvo, quizá, Ian y Sophie, dos mundos opuestos que acaban congraciándose) y, más que su persona, muestran su condición política. En este empeño de exhaustividad, de novela coral con clases y edades (Dickens, a fin de cuentas), los personajes tienen poco margen para el desarrollo: son lo que socialmente representan. Uno encuentra reflejos de McEwan (esa escena del armario es una versión igual de inverosímil que la de Solar, el tratamiento de la inseguridad de las parejas es igual de descorazonador) e incluso de Ford, desde el momento en que este Benjamin es alguien tan inclemente consigo mismo como Bascome, y se dedica a algo parecido. Pero Coe sacrifica la profundidad de las escenas y las situaciones en aras de la agilidad narrativa, que es mucha y solo se detiene en media docena de descripciones algo tópicas y en un final más largo de lo necesario, una apoteosis de personajes buenos, antibrexit todos, que dicen adiós a su vieja y querida Inglaterra y se instalan en la Provenza francesa, a una vida idílica y multicultural, lo cual, no sé si voluntariamente, implica una amarga ironía: quizá el problema es que hay demasiada gente que está enfadada con su país pero no puede retirarse a vivir a la Provenza. En la novela, los trabajadores extranjeros que empezaron a sufrir el acoso de las hordas nacionalistas terminan siendo los guardeses de la casa provenzal; es decir, para llevarse bien no es necesario alterar las jerarquías, tan solo ser amable y civilizado. Benjamin, el protagonista, es un sentimental indolente que no renuncia a su estatus, del mismo modo que su hermana o su sobrina no abandonan el entorno universitario, por más que la sobrina cruce la raya y se case con un vulgar profesor de autoescuela. 

Coe quiere tocarlo todo y encarnar cada característica de la situación social en un personaje bastante plano, aunque supongo que es lo que requiere la narración para resultar así de absorbente y veloz. Coriander, por ejemplo, la hija de Doug, es un ejemplo de adolescente pija que sustituye la empatía por el integrismo ideológico, en su caso de la izquierda callejera. Su padre podría haberla incluido en sus investigaciones, pero el personaje no pasa de ahí. Es lo malo de la novela sociológica, que la sociología no entra en las personas sino en lo que representan políticamente, y es, también, lo malo de la novela de tesis, que si algo cansa de su lectura es que no hay posibilidad de no estar de acuerdo. Los anti-Brexit son gente con sensibilidad estética, los pro-Brexit crían cerdos. Unos tienen conflictos emocionales, otros piensan con la entrepierna. Unos son individuos vulnerables; otros, animales asalvajados.

    Quizá sea lo que menos me convence de esta novela, el hecho de que las cosas estén claras desde antes de empezar, los buenos sean retratos y los malos caricaturas. La novela entra en las raíces históricas del resentimiento pero no en las actuales, en cómo se puede hacer vivir a la gente realidades falsas, cómo se puede convencer a la mayoría con instrumentos científicos, en este caso animándola como a los gallos de pelea. Cameron pensó que abría un barril de cerveza y en realidad era una espita de gas. El más urgente problema actual de la democracia radica en cómo luchar contra su propia esencia, que amenaza con devorarla. No es algo particularmente inglés. Inglaterra fue, sencillamente, uno de los primeros lugares de Europa donde atacó la epidemia de populismo. Describir esta época es, supongo, ver cómo funcionan esos mecanismos propagandísticos que son capaces de sacar lo peor de cada cual. Para eso, me temo, se necesitan personajes más complejos.


Jonathan Coe, El corazón de Inglaterra, trad. Mauricio Bach, Anagrama, 2019, 519 p.

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