10.7.25

Contemplación

Cuaderno de verano, 20



El verano es más activo que contemplativo. Con estos calores son pocas las horas que pueden dedicarse al huerto y al jardín, y el resto es espera, descanso, lectura, es posible que meditación, pero no actitud contemplativa. La meditación no exige un objeto exterior, una mirada, un pasearse sin hacer gran cosa. La contemplación en cambio es lentitud, salir al jardín y sentarse a mirar, a captar el ritmo de las cosas y trasladarlo al propio ritmo interior. De aquella hermosa película, El sol del membrillo, recuerdo muchos momentos, pero sobre todo uno: cuando los visitantes le dicen al pintor Antonio López si no perturba su trabajo el hecho de que el peso de los frutos y el paso del tiempo haga cambiar el árbol que está pintando. López lo niega con firmeza, y luego se explica: «Yo lo acompaño». Es una definición perfecta de la actitud contemplativa, acompañar a lo que se contempla, transcurrir con ello. Y eso es posible en las épocas del año en las que no hay urgencias y uno puede entretenerse en mirar aquellos cambios que no exigen labores inmediatas, ver cómo cambian las hojas de color, cómo reposan los árboles desnudos, incluso cómo van despertándose las flores. El verano, en cambio, te aparta de la contemplación porque sería como estar mirando al sol, y luego hay siempre demasiadas cosas que hacer como para tomárselo con calma. Todo nace y se muere al mismo tiempo, crece y se agosta, fructifica y se pudre. Cuando ya las sombras caen sobre los brotes de judía y uno decide parar (los viejos hortelanos siguen buena parte de la noche, según las lunas y los vientos, y a veces riegan a las tres de la mañana o entrecavan antes de que amanezca), la sensación es de que todo sigue por hacer. No se puede mirar lo terminado sin conciencia de lo que aún está por empezar. Hay, más que mirada, miramiento, escrúpulos y precauciones, cálculos, vanos intentos de que cunda el poco tiempo disponible. Tan solo a la mañana siguiente, antes de que el sol nos vuelva a meter en casa, salgo a ver cómo han pasado la noche los pimientos. Los veo lozanos de rocío, tersos de suave humedad, hasta que el sol asoma por cima del seto de madreselva y la luz se hace excesiva. Es tiempo de trabajar en casa, de contemplar las sombras del hogar.

9.7.25

Negrillo

 Cuaderno de verano, 19

 Hay por el jardín media docena de negrillos, olmos que vinieron en macetas de otras plantas en las que el viento dejaba la semilla. Por grande que fuera el tiesto, en Madrid no crecían mucho, pero fue trasplantarlas a esta tierra y empezar a desarrollarse como árboles de mucho porte. Los podamos todos a una altura manejable, para que la copa quedara más tupida y redondeada, salvo uno que dejamos que creciese a su sabor, y ya hemos contado aquí que en pocos años se hizo enorme y que sus ramas pujan con las nubes, por encima de los nogales y de las catalpas. Había crecido en forma de Y, pero en el tronco le salió una rama que se hizo más robusta que las otras dos. Quién sabe si por el meneo de la fronda con los vientos y las lluvias, o porque el tronco no la sujetaba, pero ayer vimos que empezaba a desgajarse, y una brecha desgarraba el nudo y amenazaba con arrancar un buen tajo del tronco hasta el suelo. Temíamos, además, que cayera de improviso, con los perros debajo, echando la siesta, o encima de la parra, o que rompiese un cristal, conque a cosa de un par de palmos de donde estaba la raja empecé a serrarlo, y no había llegado siquiera a la mitad de la rama cuando sentimos que crujía. No tardó mucho en venirse abajo y dejar un muñón astillado que ojalá no llegue a secarlo entero. La rama, un árbol en sí misma, con una viga gorda como una chimenea, cayó amortiguada por la hojarasca, sin más daños colaterales que un arriate de dondiegos que murieron por aplastamiento. Lo peor vino luego. Exagera la Biblia sin necesidad cuando para hablar de grandes números nombra los granos de arena del desierto; bastaría con que nombrase las hojas de un negrillo. A base de sierras y tijeras hubo que desnudar las ramas que bien secas aprovecharán para la estufa, las finas para encender el fuego, las gruesas para mantenerlo, y clasificarlas en montones, y recoger las que quedaron con hojas e ir llevándolas hasta la compostera. En poco más de dos horas no quedaba ni una hoja por el suelo. Tan sólo el muñón de madera tierna, húmedo de savia, que taparemos con barro, que vendaremos con un saco, algo intentaremos para que la vida no se le salga por la herida.

8.7.25

Alcorque

 Cuaderno de verano, 18


Cualquiera diría que hoy es un día de finales de agosto, la luz tamizada por nubes tranquilas, un estar agradable para pasearse junto al río; incluso, por la noche, ha habido que cerrar la ventana y ponerse una manta muy fina. Uno nunca sabe si es que se ha ido la ola de calor o es que la próxima tormenta está haciendo ejercicios de calentamiento. En todo caso hemos adecuado las faenas a la temperatura, pero en vez de aprovechar para grandes esfuerzos aplazados, hemos disfrutado de labores mínimas, clavar una estaquilla junto a los pimientos, o limpiar los alcorques de los frutales, que después de segar el césped estaban rodeados de hierbajos. Ha sido como hacerles la pedicura, arrancar primero las hierbas que nacen junto al tronco y casi llegan a las ramas bajas, hasta que solo quedasen las cortezas de carrasca con que cubrimos la tierra, y luego, con una maquinilla, ir recortando las que salían entre los bolos de río, para dejarlas a la altura del césped recién cortado. Con un rastrillo de alambre se limpia el contorno igual que el barbero, cuando termina con un cliente, barre con un cepillo los alrededores del sillón. 
No durarán muchos días. Nada dura nada. Pronto los pájaros, que ya empiezan a reunirse con voraz algarabía, empezarán a picotear las frutas más altas y el suelo se llenará de albaricoques en proceso de putrefacción que habrá que retirar si no queremos que esto se llene de bichos. Pero así, limpios y aseados, no con esa perfección artificial de los campos de golf pero sí con la irregularidad de un prado por el que ya han pasado las ovejas, uno siente también cierta limpieza interior. Ya sabemos que las praderas hay que dejarlas a su aire, que salgan las flores silvestres y vengan los insectos a libar, que el sistema de la naturaleza siga su complejo funcionamiento. Pero lo cierto es que paisaje es aquello que el paisano ha conformado, que nos sentimos más a gusto con un cierto grado de domesticación de la naturaleza, no tan excesivo y rectilíneo como en la jardinería francesa, quizá más desmañado, más inglés, pero nunca con el desconcierto del abandono. Los gruesos piedrolos que pusimos alrededor de los frutales ya van hundiéndose en la tierra, llegará un momento en que apenas se vea la superficie, pero aun entonces haremos lo posible por tenerlos arreglados.


7.7.25

Pervivencia

 Cuaderno de verano, 17


Después de la tormenta todo está otra vez patas arriba, y aunque haya salido un día radiante pero no abrasador como solía, desanima comprobar que vienen más lluvias por el horizonte, no se sabe si tan fuertes, ni si merece la pena emprender de nuevo las labores de limpieza, una vez que he conseguido ensanchar la boca del aliviadero a golpe de maza y cortafríos. Pero ahí quedan los rastros de tierra en las aceras, los cantos desperdigados, los trozos de corteza de los plátanos, las hojas verdes por el suelo. Sería el momento, con el terreno bien empapado, de arrancar los brotes de ailanto, o de sacar los ajos, que es lo que habíamos previsto y lo que habrá que posponer, porque en vez de eso me dedico a limpiar a conciencia la bajada, que se llenó de acículas del pino y hojas de los álamos, y primero la barro con un escobón de retamas y luego, tapando con el dedo gordo la boca de la manguera para que salga el agua con más presión, limpio bien los intersticios del cemento y las junturas de las losas, y aprovecho para sacar la broza que tupe la rejilla por donde se desvía el aluvión, llevarla con el carretillo hasta la compostera, para que todo quede más o menos igual que minutos antes de que se desatase la tormenta, en un interludio aseado que no sabemos cuánto durará.
Pero así son las cosas. Nos pasamos la vida haciendo lo que dentro de muy poco tiempo parecerá que nadie ha hecho. La mayor parte de nuestro trabajo se escurre por el sumidero. Son pocos los oficios que se dedican a lo tangible, a lo perdurable. Casi todo el mundo se pasa la vida haciendo cosas necesarias que no van a ninguna parte, a veces ni al recuerdo de quien se benefició de ellas. Cuando uno ve una ruina, alfombrada de moho, amortajada de yedra, es posible que imagine los días en que estuvo habitada y había geranios en las ventanas, pero no la infinidad de horas que alguien dedicó a vencer el implacable avance de la mugre, el descansado pero constante crecimiento de la dejadez. Y así será en este verano de mares calientes, aplastados por temperaturas saharianas o doblados del esfuerzo por que no queden rastros de las deshechuras que provoquen las tormentas, huellas que nieguen nuestro paso por la vida.

6.7.25

Tormenta

 Cuaderno de verano, 16


Mientras nos hacíamos un vermú, veíamos las pavorosas inundaciones del río Guadalupe, en Texas, con casas enteras flotando por la carretera, árboles descuajados y vecinos desaparecidos, cuando al pinchar una oliva sentimos descerrajarse un trueno justo encima de nuestras cabezas. Lo que hasta entonces había sido un liviano sirimiri se convirtió de pronto en un tremendo aguacero. Empezamos a ver una cortina de agua que caía de las canaleras desbordadas, cómo el huerto se inundaba y ya sólo se veían las plántulas de las judías asomando en una balsa de agua rojiza. Pero lo peor estaba en la entrada. Medimos la violencia de las tormentas por la capacidad de los desagües, y el del porche ya no daba para más: una abertura de más de un palmo de ancha no tragaba los chorros que caían del tejado, de modo que hubo que sacar agua, y daba igual que estuviéramos debajo del porche porque la lluvia era tan fuerte y racheada que nos empapaba como si estuviéramos al descubierto. Con cubos y escobones empujábamos el agua hasta el aliviadero, que salía despedida y al caer en el jardín de abajo esparcía la tierra como si hubiera caído una bomba. Nos sentíamos como marineros en mitad de una borrasca, achicando la sentina, acelerando los movimientos para no darle tiempo al agua a que alcanzara el umbral de nuestra casa. Fue un intenso trabajo, pero antes incluso de que la tormenta empezase a remitir ya teníamos controlada la situación. Luego, empapados de agua y de sudor, solo hubo que aguardar a que amainase, mientras comentábamos las obras que urgentemente habrá que acometer para ensanchar el aliviadero del rellano y reconducir las aguas del tejadillo con un canalón más capaz. Luego dimos una vuelta para ver los desperfectos. La acequia no se había desbordado, pero el agua estaba descarnando los caminos de bajada. Un reguero de cantos rodados se extendía por el césped recién segado. Unas cuantas plantas de pimiento se habían acostado. Los tomates, afortunadamente, estaban recién atados, pero los ajos ya esperábamos que se acabasen de secar para sacarlos, ojalá no los pudra tanta agua.
Al volver a casa quedaban los vasos de vermú a medio beber y los palillos clavados en las aceitunas. No había daños serios que lamentar, salvo el hecho de que una tormenta de verano ya no es un espectáculo para disfrutarlo sin que nos devore la inquietud.

5.7.25

Vestigio

 Cuaderno de verano, 15


Creo que la llaman arqueología del pasado reciente, aquellos objetos que no tienen un siglo siquiera pero no solo son rastros de un tiempo remoto sino que han adquirido cierta pátina de vetusta dignidad, de condición venerable y casi mitológica. Es el caso de esta barra de hierro que sujetaba las dos patas de una máquina de coser. A pesar de que en casa sigue habiendo una, la que usaba mi madre, que guardamos como oro en paño, por su hermosura como objeto y por su capacidad de mantener en el tiempo los momentos en que estuvo funcionando, esta otra barra de una máquina Singer lleva aquí más tiempo aún del que yo pueda recordar. Desde luego que ya estaba cuando vinieron aquí mis padres, y en las sucesivas limpiezas generales siempre se quedó apartada, si bien nunca a resguardo, siempre encima de algún muro, junto a alguna piedra, a la intemperie, aguantando la lluvia y el hielo y el calor del ferragosto de tres meses que tenemos por verano. Y siempre que limpiamos la zona, que segamos las hierbas o reparamos un murete, la volvemos a dejar ahí, a que siga desomponiéndose con lentitud, como un vestigio previo que sin duda nos ha de sobrevivir.
Otras huellas de otros tiempos han salido al desmontar un terraplen o cavar un hoyo para plantar un árbol. De vez en cuando aparecen cascotes de ladrillo viejo, macizo y esmerado, de una arcilla clara, que tardará menos que el hierro en fundirse con la tierra y aun así puede que sea más antiguo que esta barra. Otra vez, al desenterrar la antigua canal de riego, salieron unos fragmentos de cerámica tradicional, con pinceladas moradas de manganeso que parecían las alas de algún pájaro, y que podrían ser aún más viejos que el ladrillo, de cuando el antepasado mudéjar regaba sus ajos o sus coles, o quizá ya sus alcachofas y sus berenjenas, pero aún no todavía los tomates.
Esas piezas pueden haber levantado una pared o formar parte de un escombro medieval, pero la barra de la máquina de coser es de un tiempo antiguo en el que es posible que yo ya estuviera vivo. Lo intrigante es cómo pudo llegar hasta aquí, para qué quisieron emplearla, desarmar la mesa de la máquina, arrancarle las patas de hierro y dejarla tirada en un paraje donde sólo se escuchaban los silbidos de algún hortelano.


4.7.25

Achicoria

Cuaderno de verano, 14



Columella, hablando del cuidado de los pastizales, llama a la achicoria solsticialis, porque nace a principios de verano, y recomienda segarla con la hoz. Si las arrancásemos, sus raíces secas nos harían las veces de café, como en la posguerra, y sus tallos servirían para una tisana amarga, «grata a los paladares embotados», que según el doctor Laguna sienta bien después de haber comido mucho. Aquí salen en medio de la grama, y sacan esas flores como estrellas azules que antiguamente llamaban heliotropias o solsequias, porque se abrían con el sol y lo iban siguiendo durante el día. De todas formas, por mucho que se siegue —nos advierte Teofrasto, que la llama κιχόριον— resulta difícil de matar porque tiene raíces muy largas. Y es cierto que a los dos o tres días de haber segado la grama salen esos tallos esquemáticos que enseguida se hacen altos y enmarañan la pradera. Dice Virgilio que «dan mucho mal», que tienen la raíz amarga, y las compara con las grullas estrimonias y los gansos voraces, incluso con la misma sombra, como peligros que si el labrador no está muy vigilante puede incluso que le arruinen el cultivo. 
Siempre ha sido comida de pobres, y no solo por el sucedáneo del café, que en España llegó a ser el símbolo de la penuria. En la historia de Baucis y Filemón que nos cuenta Ovidio en sus Metamorfosis, aparece un menú muy sencillo con el que estos aldeanos obsequian a dos mendigos que llaman a su puerta. Primero les sacan olivas y bayas de cornejo, con achicoria, rábano, queso fresco y huevos pasados por agua, y de postre les ofrecen nueces, higos con dátiles, ciruelas, manzanas y uvas tintas. Tampoco tan austero, desde luego, sobre todo porque al centro de la mesa ponen, junto al vino, una jícara de miel. Zeus y Hermes, los dioses disfrazados de mendigos, no solo disfrutaron del banquete sino que libraron a sus anfitriones de la inundación con que más tarde habían de castigar a los demás vecinos del pueblo que se negaron a darles cobijo. Y no sólo eso, porque antes de seguir camino les dijeron que pidieran un deseo. Pero a Baucis y Filemón ni siquiera les hacía gracia el templo de mármol y oro en que Zeus convirtió su humilde choza. Ellos sólo pidieron vivir juntos muchos años, y no morir el uno antes que el otro.

3.7.25

Grosellero

 Cuaderno de verano, 13


En su precioso libro Verano tardío, que no me canso de recomendar, y que no descarto releer un día de estos, Adalbert Stifter dedica muchas páginas a pasear por un jardín en el que abundan los rosales y donde cada dos por tres, como si fuera una ocurrencia que les llena de alegría, los personajes se acercan a ver cómo maduran las grosellas. Los suyos son paseos románticos, de levita y botas altas y camisas con volantes en los puños (en un verano austriaco algo menos caluroso que los nuestros), en los que todos caminan con las manos en la espalda o dando vueltas con los dedos al mango de una sombrilla, mientras un anciano jardinero, con gorra y chaleco y un mostacho entrecano, pasa por detrás con una carretilla cargada de tierra negra.
En esta comedia nosotros hacemos todos los papeles. Es una delicia ver cómo el limpio sol de la mañana brilla sobre las esferas diminutas, que ya empiezan a colgar entre el follaje como racimos de perlas coloradas. Bajamos al jardín con una cestilla de mimbre colgada del brazo y un paño limpio extendido en su interior, y la vamos llenando con esos manjares menudos que por la tarde mezclaremos con yogur en un cuenco de porcelana antigua. Lástima que no tengamos también un hato de cabras para que el señor del bigote las ordeñe y su santa esposa cuaje la leche con flores de cardos marianos.
Mejor sin cabras, porque al lado de los groselleros a la hierba ya le va haciendo falta una pasada, y empiezan a brotar, aquí y allá, los odiosos ailantos, que habrá que arrancar sin más demora, y caminamos con cuidado porque por esa zona les gusta cagar a los mastines. Y todo hay que tenerlo limpio y arreglado, y yo soy el esteta pero también el del chaleco, y toda la faena se concentra en las dos o tres horas escasas que a la caída de la tarde se puede salir sin que te dé un vahído, la mayor parte de las cuales se consumen en regar. El banco inglés bajo la sombra en el que los personajes se sientan a gozar de la brisa de la tarde entre comentarios corteses y moderadamente jocosos, no sólo está vacío sino que si te descuidas lleva un manchurrón blanquinoso de las torcaces que anidan en las ramas, que también habrá que limpiar.

2.7.25

Dondiego

Cuaderno de verano, 12




Hay plantas muy vistosas que pertenecen a la clase social de los hierbajos. La razón es muy simple: nacen en cualquier parte, se reproducen vertiginosamente, y se nutren con el agua que les llega de las otras plantas, las de clase alta, esas que necesitan de atenciones permanentes. Aquí hemos dejado que proliferasen los dondiegos, el Mirabilis jarapa, originaria del Perú, cuya descripción, usos y propiedades daría para unas cuantas entradas. De toda esa información enciclopédica, lo que más me llama la atención es que en castellano reciba más de cincuenta nombres populares. De ellos, y aparte de dondiego, me gustan pericón y arrebolera, y me sorprende que en algún lugar la llamen hierba triste porque es justo lo contrario, con sus flores blancas o rosas o amarillas, a veces bicolores, a veces jaspeadas, que se van tintando de un rosa fuerte hasta llegar al intenso morado a finales de verano. El hecho de que tenga tantos nombres ya es índice de que quizá sea la flor que menos cuidados necesita. La he visto en los pueblos, en las puertas de las casas, llenando el alcorque donde nace la parra, y en tapias y rastrojos, casi como hortensias de secano. Nosotros las tenemos en el borde de la acera y junto a la cerca del huerto. Hace quince días no había ni rastro de ellas. Tan ingenuo como todos los años, me preguntaba si no se habrían secado los bulbos, o no habrían contraído alguna enfermedad extraña. Pero pronto asomó una plántula que en cuatro días, contados con los dedos, era ya un tallo de más de un palmo, y otra semana después hay que arrancar unos cuantos porque han nacido también en las veredas del huerto y hasta en los arriates de los crisantemos, que siguen su lento proceso. Pronto habrá que sujetarlos con una beta para que no se acuesten como las tomateras, o segarlos en medio del verano, porque seguro que vuelven a salir. La resistencia es virtud que solo valora quien la tiene: los demás tienden a despreciar todo aquello que no causa más problema que su exceso de salud. Llevado por un cierto sentido de la justicia botánica, nosotros los regamos como a esas otras que si no estuviésemos encima morirían, y los mantenemos erguidos igual que a las ilustres tomateras, incluso tratamos de no mezclarlos, para que no terminen todos con la misma color.

1.7.25

Vara

 Cuaderno de verano, 11


Una vez enterradas las semillas de las judías (nunca más de tres centímetros o cuatro por debajo de la superficie) en los compactos, relucientes caballones, y regadas una por una con unas gotas de agua, no más que para humedecerlas antes de soltar el chorro por el surco, hemos vuelto a las tomateras, a revisar aquellos tallos que dañó el granizo, a ver si resisten o han perdido la color, y a instalar los rodrigones que habrán de sostenerlas mientras dure la campaña. Nada más plantarlas clavé unas varillas de medio metro, las puntas de las ramas de los arces, y con eso era bastante para que el flojo tallo no se acostase ya desde los primeros días. Tienen algo extraño estas plantas incapaces de aguantarse por sí mismas. La reina es la vid. Ya Homero, al hablar del escudo que forja Hefesto para que lo lleve Aquiles, dice que «en él figuraba una viña / muy cargada de racimos de uvas, / hermosa, hecha de oro / (arriba los racimos eran negros), / que estaba en estacas sustentada, / hechas en plata, de una parte a otra», en la traducción de Antonio López Eire, que sigue siendo la que más me gusta. Claro que entonces en Grecia no había tomates, y estas κάμακες eran estacas, no se especifica de qué árbol, aunque a juzgar por la costumbre que arraigó luego en Italia, la de rodrigarlas a los árboles, bien podrían ser de olmo, de álamo o de fresno, principalmente, que son los que sacan cada poco ramas largas y derechas.
Pero ya hablaremos de este asunto. Ahora se trataba de que aquellas primeras estaquillas de las tomateras estaban quedándose pequeñas. Veo por los huertos de los alrededores (yo mismo lo hice el primer año, pero luego las usé para sujetar cañizos) varillas de hierro que clavan verticales y unen con cuerdas o con alambres, o también varas delgadas que plantan entre dos caballones en forma de aspa, y luego les añaden pitas u otras varas transversales para armar los rodrigones e ir atando en ellas los tallos laterales. Nosotros preferimos unir las dos varas, una desde cada caballón, y atarlas a otra larga que descansa en las junturas, más o menos como haremos con las judías, pero no tan altas, para que no se espiguen. Pero habrá tomates, claro, si el año se da bien. Si no, ni aunque las varas sean de plata.

30.6.25

Hortensia

 Cuaderno de verano, 10


Hay plantas que llevan toda la vida con nosotros. Al principio eran un tiesto pequeño en el alféizar del patio donde solo daba el sol por las mañanas. Después pasaron muchos años en grandes macetones, con sustrato abundante, en una terraza muy amplia. Allí se hicieron grandes y frondosas, sobre todo las hortensias, delante de las que nos gustaba retratarnos porque todo era un fondo de flores azules, blancas y rosáceas, según el hierro que les echábamos las fuera oscureciendo. Les daba el sol castellano y el viento de la sierra, pero allí seguían, floreciendo año tras año, a mediados de junio, cuando apretaba la calor y las regábamos todas las noches. 
Luego viajaron en un camión de mudanzas junto con todas las especies que se habían ido acumulando. Un esqueje de negrillo que encontramos medio tronchado en un parque al lado de casa es ahora un árbol imponente, de más de diez metros de altura; una azalea que en su momento llenaba el mes de mayo con sus grandes pétalos de un rojo vivo es ahora una anciana que en primavera saca dos o tres flores raquíticas. Un geranio que había venido de París y resistía los ataques del taladro, esa polilla silenciosa que los devoraba por dentro, y que de pronto dejó el país sin flores en los balcones, al llegar aquí, sin embargo, se puso pocho y se secó. Se conoce que era un geranio que sólo se encontraba a gusto en las grandes ciudades. 
A las hortensias no les augurábamos mucho futuro. Esta tierra es todo lo contrario del hábitat en el que crecen solas. En Galicia forman setos al lado de los muros, y a veces tienen que arrancarlas para dejar paso y que no invadan el camino. Allí están en su ambiente, húmedo y templado, pero en este secativo de oscilaciones térmicas extremas las dábamos por muertas el primer invierno que pasaron a la intemperie, y eso que las poníamos a resguardo y las cubríamos incluso con un plástico en las noches de heladas fuertes. Pero ahí siguieron, y ahí siguen, diez años después de llegar a un mundo extraño, y a finales de mayo echaron sus hojas grandes y dentadas y ahora brotan otra vez las flores, blancas y rosadas, menos oscuras quizá que las gallegas, menos abundosas que cuando estaban en Madrid, pero igual de firmes y puntuales, tan hermosas como siempre.

29.6.25

Animal

 Cuaderno de verano, 9


Dicen que nos llega una tremenda ola de calor, como si hasta ahora hubiéramos pasado frío. Pero es verdad que medio país está que se achicharra, por encima de los cuarenta grados, y aquí, salvo a las horas en que el sol aprieta, desde que empieza a subir, a eso de las diez, hasta que la tarde se cubre de sombra, entre las ocho y las nueve, lo mejor que puede hacerse es no salir de casa. La sombra, la brisa noctura y la parra virgen que forra la fachada mantienen una agradable temperatura para sentarse a leer sin necesidad de aparatos de refrigeración. 

Con los perros es distinto. Aún no han terminado de cambiar el pelo y a media mañana ya les cuelga un palmo de lengua, por mucho que se escondan entre los aligustres o se tumben en la hierba húmeda, debajo del nogal o de los cerezos de ramaje impenetrable. Cuando el calor se adueña incluso de las sombras más espesas, se acercan remolones y con la cabeza baja hasta la galería, donde tienen suelo de losas frescas en el que acostarse, un ventilador cenital que mueve el aire y ahuyenta las moscas y otro de pie junto al que ronca Galán hasta que los trinos de los pájaros indican que ya afloja la calor. Morena se tira debajo de las aspas que cuelgan del techo, ella es más delicada y no le gusta que le dé el aire en la cara. Se está tan bien allí que alguna tarde me salgo y me estiro en un futón al lado de Morena, ella chasca la lengua un par de veces como si acabara de bostezar, que es su manera de decir que algo le gusta, y sigue con la mayor parte posible de piel en contacto con la piedra. Los perros tardan en cambiar de temperatura, y Morena, cuando lleva ya un buen rato en ese frescor de patio en primavera, se levanta y sale al sol cinco minutos, hasta que se da cuenta de que no ha sido buena idea y se vuelve a meter. El otro no se mueve del ventilador, salvo que escuche algún ruido distinto de los mil sonidos normales que aunque yo no los perciba él sí registra y examina, y entonces sale a decir aquí estoy yo con sus ladridos, da una vuelta, bebe agua, regresa y se vuelve a tumbar.

28.6.25

Riego

 Cuaderno de verano, 8


Por un sentido un poco primitivo de lo auténtico, sigo evitando los adelantos técnicos para cuidar el huerto. Igual que me gusta desmenuzar los terrones con la laya, o con las mismas manos, todavía me resisto a las delicias del riego automático. De vez en cuando visitamos el espléndido jardín de una amiga que ni siquiera se molesta en darle a un botón para que el sistema de riego se ponga en funcionamiento. Es el propio sistema el que controla el grado de humedad que hay en la tierra y la cantidad de agua que las plantas necesitan con arreglo a parámetros tan inasibles como el viento o el calor. Ella se sienta en el porche y lo ve florecer. 
Aquí sigo regando con el tajadero, y rezando por que no corten el agua de la acequia en el peor momento, cuando están creciendo los pimientos o las hortensias y las dalias empiezan a brotar. En verano regar es la faena, ir de un sitio para otro con las mangueras, ahora los alcorques de los frutales, después los surcos de las tomateras, más tarde los arriates de los lirios, sin olvidarnos de la parra virgen que envuelve la fachada y la protege de las brasas del sol, o de las glicinias que mantienen la pérgola con sombra densa, para que se tumben los perros por las mañanas. 
He emborronado papeles con proyectos, el depósito de decantación, la ruta de las tuberías, los distintos grifos, filtros y aparatos, pero me resisto al progreso igual que me resisto al tiempo. Por alguna razón absurda pienso que disfruto más si no media la técnica entre las plantas y mis manos. Me sigo contentando con métodos antiguos, con manuales milenarios, y a veces pienso que el día que necesite tecnificarlo todo, de algún modo mi relación con el jardín también habrá terminado. Yo, de momento, sigo a lo mío, y leo a Virgilio:

El campo es fecundo. Y qué diré de aquél  
que después de haber ya echado la simiente 
repasa los terrenos, los grumos desmenuza 
del estéril secano, y después encamina 
uniendo canaleras las aguas desde el río, 
y si el campo exhausto se llega a requemar 
entre los herbazales mustios, hete aquí 
que del borde inclinado en la boca del canal 
hace saltar las aguas, y un bronco rumor 
resuena al discurrir entre esmeradas piedras 
y a chorros refrescan los áridos bancales.

27.6.25

Viento

Cuaderno de verano, 7


No cambiaría mucho el ruido si viviésemos al lado del mar, si acaso sería más constante, más rítmico el romper las olas en la orilla, pero el fragor de las ramas de los álamos es muy parecido, y más con este viento cálido, viento solano como el de la novela de Aldecoa, pero no porque venga de levante sino por seco, pesado y sofocante. Más allá de nuestro pequeño bosque no se puede andar sin riesgo de sufrir un golpe de calor, y eso que aún no ha empezado la canícula, pero el verano es una temporada en el desierto con reflejos que perturban la noción del tiempo. No entiendo por qué se le aplica el adjetivo desapacible justo a lo contrario de este clima violento, que quema las flores y reseca la tierra. Hasta los pájaros, escondidos entre la hojarasca, chillan desesperados, como si les faltara el agua. 
Yo no sé si siempre ha sido así. De pequeño recuerdo que las horas peores eran nada más comer, pero era sobre todo porque no apetecía la siesta sino sacar la bicicleta y marcharse a que nos diera el viento en la cara, aunque fuera caliente. Pero la infancia es optimista y acomodaticia, al menos cuando se trata de jugar. Incluso en esas horas muertas siempre había cosas que descubrir en la penumbra, por ejemplo un libro de aventuras tropicales que sin embargo no daban esta sensación de bochorno insoportable.

Todo es ir acostumbrándose a esta ventolera desquiciante, este coro monótono de las erinias cuyo bramido te persigue como el recuerdo de un crimen atroz. Así, entre olivos calcinados y piedras sin color, corría el gitano sudoriento que acababa de matar a un guardia. Con este viento infernal se cometen los crímenes más primitivos y jarrapellejos, ya es un tópico de los telediarios que den noticia de algún asesinato y después echen un reportaje sobre las fiestas de un pueblo, las hogueras con que por la noche se celebra que remite la calor. Porque luego, cuando se para el viento, como si se fuera con el sol, viene una brisa de olvido, empiezan a escucharse los ladridos de los perros que aguantaban asfixiados, los gritos de los vencejos, el rebuzno de algún burro, o a lo lejos una carcajada, de alguna familia que ha sacado las sillas a la puerta, debajo de la parra, y esperan a que empiece a refrescar.

26.6.25

Apio

 Cuaderno de verano, 6


Un año plantamos una mata de apio debajo del guindo, que mantiene la sombra casi todo el día, conserva demasiado la humedad y no es bueno para la mayor parte de las hortalizas. Los calabacines que plantamos otro año, por ejemplo, alargaban los troncos desesperados en busca de la luz, y las hojas enseguida se les ponían blancas de moho. Pero el apio no solo no se estropeó sino que ha salido un corro de matas que aguantan todo el año y hasta cierto punto han influido en nuestra dieta. Empezamos echando un tallo de apio a un estofado de cordero y ahora ya no hay guiso al que no le pongamos, y en abundante cantidad, mezclado a veces con hierbabuena o albahaca, para aumentar la frescura un tanto exótica de los sabores. Y eso por no hablar de la gracia de los caldos y la fragancia de los potajes. 
    Los antiguos daban al apio más usos que el gastronómico. El que aparece el la Ilíada, que se comen tan campantes los caballos del ejército de Aquiles mientras este sigue enfurruñado con Agamenón, probablemente sea el Smyrnium olusatrum, parecido al perejil, pero no el Apium graveolens, que es el que comemos los humanos. En la gruta de Calipso, en la Odisea, había, aparte de una parra, cuatro fuentes en torno a las que crecía un «delicado jardín» de apios y violetas. Su valor aromático debía de ser muy apreciado porque ya nos cuenta Heródoto que los escitas, cuando moría su rey, lo abrían en canal, lo limpiaban bien por dentro y lo rellenaban con juncia y semillas de apio y eneldo. En la poesía posterior, sin embargo, su valor principal era decorativo. El cabrero de Teócrito ha tejido para Amarilis una corona de hiedra con rosas y apio, y lo mismo hace Lino en las Bucólicas de Virgilio. Horacio lo repite varias veces, alguna de las cuales añade el «lirio breve» como ingrediente ornamental.

Y debe, en fin, de incitar al buen humor, porque Pío Font, entre doctas y minuciosas explicaciones, se permite un par de bromas, una cuando dice que el apio «huele a apio, y perdone el lector la perogrullada», y otra cuando se deja de eufemismos y mete el dedo en la llaga: «Un buen puchero con apio abundante», dice, «hace mear al más reacio». Esto último todavía no me atrevo a atestiguarlo, aunque todo se andará.

25.6.25

Caballón

Cuaderno de verano, 5


Igual que las hormigas que cuando pasa la tormenta vuelven a salir del agujero y retoman su labor como si nada, así hemos vuelto a trabajar el huerto, en una pieza que habíamos reservado para plantar judías por San Juan. La tierra estaba ya labrada, pero las fuertes lluvias la habían apelmazado, y después de esparcir un par de sacos de abono lo he ido envolviendo con la laya, de modo que la tierra quedara nuevamente suelta para trazar los caballones.

El primer consejo que se ha de dar a quien cava un surco es que no lo haga mientras lo mira otro hortelano que no sea un buen amigo. Es un instinto ancestral decir que así no se hace, o dar consejos gratuitos, o decir cómo los hacía su abuelo. Lo bueno de la horticultura, por mucho tutorial que infeste las pantallas, es descubrirla por uno mismo e ir puliendo los defectos cada año. Los hay que todavía tienden un hilo atado a dos estacas para no torcerse, como hacen los albañiles, pero quizá esos no utilicen todos los aperos que yo uso: una azada de hoja corta y ancha para cavar el surco, en un sentido y en el otro, de manera que quede lo más nivelado posible; un aporcador de mango largo que dejo caer perpendicular a la cumbrera del caballón para mantenerla recta y afilada; otra azada de hoja larga para ir prensando las paredes, y una última pasada con el interior del aporcador que lo deja niquelado.  

Yo he visto a viejos hortelanos que no necesitan ni aplastar siquiera las paredes de la tierra, y con un solo golpe de azada van sacando surcos rectos como velas, que se reirían si me vieran darle tantas vueltas a un montículo alargado que las hierbas y las lluvias van a deformar en cuatro días, por mucho que les pase la legona. Para estos otros goyos tengo siempre la misma respuesta, una frase que se estila por estos pagos: «No tengo otro pito que tocar», con la que se resume que a uno no le apura el tiempo ni le aprieta la necesidad, y que cada cual cava su huerto como le viene en gana. Prefiero, no obstante, guardar los aperos cuando aparece alguno. Tener que dar explicaciones me sienta peor aún que recibir consejos, y además no creo que haya líneas verdaderas que no estén algo torcidas.

24.6.25

Rocío

Cuaderno de verano, 4



Tuvo que ser en 1973 porque aquel año San Juan cayó en domingo. Mi padre me despertó cuando apenas clareaba, como ahora que escribo estas líneas. De niño sólo madrugaba tanto cuando íbamos de viaje, para aprovechar el poco tráfico y la fresca, o para ver, en las fiestas de julio, el encierro del toro ensogado, que también era a las seis de la mañana. El amanecer me parecía entonces un paisaje inexplorado, la aventura de la luz. Mi padre era mucho más joven de lo que yo soy ahora. Estaba en lo que los griegos llamaban su acmé, la edad del máximo esplendor, en torno a los cuarenta, cuando se ha dejado de ser joven pero queda vida por delante, cuando se ha dejado de ser Paris y uno se convierte en Héctor. Recuerdo el niki gris perla que llevaba, sobre todo porque luego, cuando él ya lo había arrumbado, a mí me quedaba de lo más moderno. Recuerdo su paso firme y retenido cuando bajábamos por la Cuesta de los Gitanos, donde un par de años antes, por cierto, yo me había caído de culo en un cardo borriquero y hubo que sacarme las púas con unas pinzas de acero inoxidable que había en el baño, casi me quemo con la luz del flexo. Ese domingo no hubo percances y bajamos hasta el río, el mismo junto al que ahora vivo pero aguas abajo, por la carretera de Villaspesa. Por allí estuvimos caminando un rato y al llegar al ribazo de unos huertos vi cómo mi padre metía las manos bien abiertas entre las hierbas mojadas con el rocío de la noche, y luego se frotaba la cara y la cabeza, y aún le corrían por las sienes gotas transparentes al incorporarse. «Ahora, tú», me dijo, sonriente, y yo imité sus movimientos, sin tanta energía quizá, con más miedo a que hubiese algún bicho, o una zarza escondida entre las hierbas, y no me froté la cabeza con vigor homérico sino posando las manos mojadas encima de la piel. 
    Hace un rato, nada más levantarme, he bajado al jardín y he pasado una mano por las hierbas que salen entre los lirios sanjuaneros, esa flor naranja que es como una hoja del calendario, como los crisantemos de noviembre o la flor de los almendros en febrero. Me he palpado un poco la cara, aún quedaba algo de humedad.

23.6.25

Pérdida

Cuaderno de verano, 3



La primavera se despidió con un tormentón que daba miedo. Después de un buen rato de truenos lejanos y viento plomizo, un velo gris oscuro cubrió la tarde y el cielo se abrió en canal. Nos metimos en casa con los perros y cerramos bien puertas y ventanas para que ningún rayo se colase por las corrientes de aire, y lo que al principio parecía un chaparrón se convirtió en fuerte aguacero, la lluvia caía a chorros, el agua se salía de las canaleras, borraba las hojas de los árboles, hasta que los relámpagos coincidieron con los truenos y la casa retumbaba estremecida, y una violenta pedregada empezó a rebotar en las losas y en los tubos que sujetan las parras, y alguna que salía despedida iba a parar a los cristales, que afortunadamente no sufrieron desperfectos. 
Cuando cesó la tormenta y las canales terminaron de evacuar, tuvimos esa sensación contradictoria de alegrarnos de permanecer a salvo y de que nada se hubiese inundado, pero al mismo tiempo dar por hecho que este año hemos perdido la primera cosecha de fruta. La imagen era extraña, el suelo alfombrado de hojas verdes, como un otoño prematuro, verde joven en sus últimos momentos de tersura, porque al día siguiente ya estaría flácido sin haberse acartonado antes ni haberse tintado de ocre. Dimos un paseo por las plantas como aquel que se pasea por un campo de batalla cuando ya han cesado los disparos y las explosiones, apartando víctimas con la punta de la bota. El pedrisco había tronchado algún que otro sarmiento y los tallos de unas cuantas tomateras. Había limpios agujeros en las hojas grandes de los lilos. El suelo brillaba con el rojo de las guindas y de las cerezas. 

Falta por hacer un recuento más exhaustivo, pero me temo que este año no nos subiremos a lo alto de un andamio a llenar cestas de cerezas, que es lo que tal día como hoy deberíamos estar haciendo. Las que no se han caído al suelo están tocadas por la piedra, podridas de la noche a la mañana, en menos que canta un gallo. Otros años los viejos cerezos enormes daban fruta para dar y regalar, para comer y llenar tarros de mermelada, para decorar las tartas y para jugar a ponerlas de pendiente en las orejas. Pero esta tierra es así de extrema, así de violenta, así de imprevisible.

22.6.25

Descenso

 Cuaderno de verano, 2


Estreno el verano con un artículo de hace veintisiete años, y al leerlo me sorprende no haber cambiado de opinión. Sigo detestando los calores, renegando del estío, y quizás el único consuelo sea ese momentáneo detenerse en el punto más alto, con toda la energía potencial de las montañas, antes de ir bajando, acaso demasiado lentamente, como se cruza un desierto cuyas arenas están no más de un grado inclinadas hacia el mar. Quizá se hayan recrudecido las manías, porque antes el ocio era un consuelo y uno pasaba las tardes inmóvil, en una penumbra que apenas dejaba leer, pero al día siguiente no había escuela, y el verano se pasaba entre dos fuerzas opuestas, dos deseos encontrados, el de que se fuera pasando el calor y el de que no se terminaran las vacaciones. Cuanto más joven es uno, más puede el deseo de apurar el tiempo, da igual que haya que moverse por un fluido caliente cuando se sale a la calle, pero las noches son tibias y las bebidas están frescas. Luego, de viejo, la contradicción persiste con términos algo distintos: uno quiere que venga el otoño cuanto antes porque ya todo es un rodar hasta el final sin darle a los pedales, pero también es posible que cada verano sea el último, que no haya mucho tiempo para recordar. El horizonte inacabable de cuando éramos niños y todo eran gritos de alegría en las piscinas es ahora un adaptarse a la quietud. De momento ha habido que cambiar ciertas costumbres. El mismo día del solsticio dimos fin a los hábitos asténicos de la primavera: prohibido quedarse en la cama mientras cantan los pájaros en la ventana. Ahora que no hay más obligación que seguir vivo, uno se adiestra para levantarse al alba, y que el primer trino del mirlo aún medio dormido nos coja preparando ya la cafetera. Hay que reencontrarse con las horas escondidas, volver a esos momentos de alucinación en los que todavía corre una brisa templada. Más que en ninguna otra época del año hay que adaptarse a los rigores monacales, quién viviera en una celda de granito medieval, allá en las asperezas de la sierra, y tuviera incluso que meter las manos en las mangas mientras acude por el claustro frío al coro de maitines. En esto se nota la vejez, en que el calor anima a combatirlo a fuerza de virtud.

21.6.25

De cuervos y paraguas

Cada vez que viajo a Galicia me llevo un libro de Cunqueiro, o dos, y trato de traerme algo nuevo. De su obra ya no creo que falte nada en la sección de mi biblioteca que comparte con Josep Pla y amigos como Néstor Luján o Juan Perucho. Aparte de las piezas literarias, su copiosa obra periodística se ha ido distribuyendo en libros sueltos y no es raro que aparezca un título que incluye lo que ya está publicado en otros, así que, si encuentro una librería decente, busco alguna obra en colaboración o algún estudio más o menos crítico. Este año he ido a retirarme unos días al monasterio cisterciense de Ferreira de Pantón, entre bosques de robles y castaños y viñas de Godello, plantadas en angostos bancales sobre las riberas del Miño y del Sil, y allí no había librerías. Habría que haber ido hasta Monforte de Lemos, una urbe demasiado populosa para mis necesidades espirituales. 

    Esta costumbre nació en el verano del 94, en unas vacaciones que pasamos en Porto Meloxo, cerca de O Grove. Tusquets acababa de publicar Papeles que fueron vidas, una antología de artículos literarios, en el doble sentido de que trataban asuntos de literatura y de que eran en sí mismos gran literatura, que fue la que me hizo ingresar en la cofradía de los lectores de Cunqueiro. Allí mismo, en una escapada a Pontevedra, compré la otra antología que había publicado Tusquets, Los otros viajes, de andanzas reales e imaginarias, siempre literarias, y no me cansé de recomendar esos dos tomos en los años que siguieron. Aún los abro y releo algún capítulo de vez en cuando, tienen ya los lomos cuarteados, como esos libros que nos han acompañado a muchos sitios.

Las ediciones de obras completas de Cunqueiro distinguen entre obra literaria y obra periodística, lo que en su caso no tiene mucho sentido más allá de los géneros tradicionales, porque lo genuino de Cunqueiro (que también anida en sus novelas) es esa deliciosa erudición poética que tanto le servía para un cuaderno de viajes como para un libro de relatos. Es ocioso distinguir entre aquellos artículos sobre Bretaña que escribía para El Faro de Vigo y las curiosidades fantásticas de la Tertulia de boticas; en todo caso sirve para lamentarse de que los periódicos ya no sean bastidores en los que bordar buena literatura y alejarse un poco de la pestilente actualidad, aunque sirvan para recordárnosla.

Uno de esos libros que siempre figuran en las colecciones de relatos pero podrían estar en las periodísticas es La otra gente, con textos que por algo «andaban dispersos por periódicos y revistas» hasta que, como el autor reconoce y agradece, los recogieron Antonio Odriozola y Francisco F. del Riego. La primera edición es del año 75, y este dato es importante porque cualquiera que haya leído las novelas gallegas de Camilo José Cela, o los artículos que reunió en El camaleón soltero, de inmediato se dará cuenta de que ese lenguaje y esa forma de narrar, por más que cuadraban con la estética de Cela, no habrían sido como fueron de no mediar la lectura de un libro como el de Cunqueiro. Las genealogías literarias siempre son territorio tan vidrioso como gratuito, pero en este caso, yo que he leído a fondo a los dos, creo que esta, digamos, inspiración de Cela en Cunqueiro es más que una conjetura. Ahí están el regodeo en la onomástica, que Cela siempre tuvo pero aquí viene con un aire más lluvioso (la misma palabra «mansamente», por cierto); los diálogos breves, sentenciosos, entre bárbaros y resignados, apenas una pregunta y una respuesta para dar ritmo al relato; los comienzos detallados, de procedencias, de parentescos, hasta que aparece el asunto, que suele ser una anécdota supersticiosa, un tomarse en serio un disparate; el utilizar la historia como pentagrama de la prosa, de modo que da la sensación de que todo se añade según la sonoridad más oportuna para los intereses estilísticos… Lo único que no encontramos en Cela es esos finales breves, melancólicos, de intensa pero recatada poesía. Eso es inconfundible marca de fábrica del artista de Mondoñedo.

Las historias, por lo demás, hablan de emigrantes que volvieron confundidos, de almas que se cobijaron en cuerpos de animales, en objetos que se comportaban como personas, cuervos parlantes, paraguas pensantes, historias nacidas entre el sueño y la superstición, que el autor se toma en su más tierna literalidad, como si, más que un desvarío, fuese una forma de ser. El tono fabulístico impregna buena parte de los capítulos: los cuervos dan consejos a cambio de una montera para resguardarse de la lluvia, o guardan el alma de un difunto para reprocharle a su viuda que no siguiera la demanda judicial contra su hermano. Hay un loro que habla francés y un perro que silba, y otro que sólo ladraba a la parte contraria o se hacía los trajes en el sastre, o hablaba en alemán. Los lugareños doman saltamontes o hablan con una trucha viuda, y hay uno que a un cerdo le diagnosticó el prurito de la flor de nabo, y a un gallo lo convenció para que se entendiera con unas gallinas perfumadas que venían de París.

En algunas de estas fábulas también hablan los objetos. Un sombrero charla y se descubre cuando él quiere, y un paraguas encierra el alma de un difunto, al que su mujer reconoció porque tenía la lengua muy larga. La chaqueta de un moro era de oro y se enterraba sola junto al río, aunque no se trata del mismo moro que hacía volar las monedas. Hay un jarro que se emborrachaba y daba tumbos como un cómico bebido, y un tesoro que hablaba y tenía otros amigos también tesoros como él.

Los paisanos que tuvieron que irse de Galicia siempre sufrieron alguna desdicha, aunque se hicieran ricos. Un hermano les birlaba la novia, o se casaban con una bombera que los abandonaba. Otro prometió matar a un tratante pero no pudo convencer a su novia de que no lo había hecho. Sus novias eran raras: una lo tenía todo postizo, precisamente de un amigo del autor que trabajaba picapedrero de catedrales francesas, heridas por bombas alemanas, y usaba pelos de barba de liebre para sacar las esquirlas de los ojos a sus compañeros (práctica de la que, por cierto, Cunqueiro habló también en su Tertulia de boticas). Los había con habilidades raras, sobre todo uno, que fue seleccionado por su aliento para limpiarle las botas al general Weyler, o aquel que le mordió en el cuello a un lobo viejo, o que envió desde Buenos Aires un juego de lengüetas de gaita búlgara. Entre los más sorprendentes (y que a mí me recuerda un pasaje de La España negra de Solana) está ese que trabajaba con un callista, y ponía en el escaparate los moldes de los pies de los clientes ilustres, con callos y sin callos.

Hay, lógicamente, unos cuantos sueños, algunos protagonizados por enanos, que venían a rascar la espalda o volaban gracias a un paraguas pero fuera del sueño se perdían. Claro que quienes los conocieron hacían lo imposible por volverlos a soñar, como comprarse unos anteojos especiales en Valencia o pedirles a un amigo que se los soñasen.

Los enfermos, los curanderos y los muertos tienen, cómo no, su espacio en este libro. A uno se le quedaron huesos sueltos en el cuerpo a raíz de una agarrada que tuvo con un valenciano, un día que comieron pulpo, pero no es el mismo que sentía que se le iban soltando por dentro los botones y quería traspasarle a alguien su enfermedad antes de que fuera demasiado tarde. Otro andaba junto al pie que le faltaba y era de un muerto brasileño que perdió el suyo en un accidente de tranvía. Un relato, espléndido, de esos que sirven como harina echada junto a un libro de Cela para ver de dónde vienen las pisadas, habla del que llevaba una sombra que no era suya, y digo lo de la harina porque aquí también se cuenta, y lo propone un enano, como es sabido que sucede en el Tristán e Isolda. Hay unos cuantos cojos, varios de ellos debajo de un paraguas creciente que al mismo tiempo cobijaba a unas urracas y volvía cojo a quien se pusiera debajo. Uno de estos cojos, además, acabó convertido en cuervo.

Entre las enfermedades más extrañas están la de aquel que se quedó con un brazo más largo cuando alguien tiró de él para apartarlo de un rayo, o la del que perdió un ojo, pero con el ojo perdido veía una serpiente y luego un gallo que lo atormentaban en sueños. Claro que siempre hay vecinos con poderes, gente que saca las muelas sin dolor o tiene en su casa un columpio terapéutico. Hay uno, muy hábil, que les daba cuerda a los enfermos para que no se les parara el tiempo. 

Que a veces no pudiesen curarlos no significa que se quedasen mudos. A un paisano que no sabía leer le tocó pasar un rato todos los días haciendo como que leía el periódico, porque un difunto le daba dinero para que le avisase de que había regresado el Káiser, nada menos. Los difuntos vienen a decirle a sus viudas que no vendan las fincas, o se quedan convertidos en urracas mientras dejen sin firmar un pagaré, que en esto de las cuentas claras no hay muerte que valga. Ni amor tampoco, y si no ahí está la viuda que le ponía los cuernos a su difunto esposo.

Cunqueiro cuenta estas historias con el esmero del ebanista que va tallando las palabras en un tronco de abedul. Bien es cierto que ser gallego es tener ya medio hecha la habilitación para escritor, pero sigue siendo materia de estudio por qué los gallegos, o el gallego mismo, se prestan a un tipo de fantasía que en el resto de la península se va volviendo enteca y realista conforme va desapareciendo la humedad. Luego llega al mar y tiene gracia, pero no magia. Para que se haga la magia con solo ir ordenando las palabras se conoce que tiene que llover a menudo y no verse un camino desde el otro, ni el humo de una chimenea desde la casa del vecino, ni cambiar nunca el paraguas ni pasar delante de un cuervo sin saludar como es debido.


Álvaro Cunqueiro, La otra gente, Destino, 1975, 206 p.



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