Cuaderno de invierno, 30
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19.1.21
Ascetismo
18.1.21
Nenia
Cuaderno de invierno, 29
Uno se para a mirar el cuerpecillo algo rechoncho, el pico corto y recio, de cantor potente, el verde lima que asoma entre las plumas pardas. En el mundo de los pájaros quizá sea un tipo corriente, un esforzado trabajador, como esas personas que siguen adelante sin cuestionarse nada ni quedarse en una rama para que las vean. No es un pájaro exótico. Es un pájaro como nosotros, por eso nos compadecemos, porque reconocemos en nosotros su delicadeza. Y así también nos quedaremos, de medio lado, con los ojos abiertos, cuando no podamos con el frío.
17.1.21
Temor
Cuaderno de invierno, 28
Sin embargo hace tiempo que no vemos una tórtola común, y la única competencia que les queda a estas otras es una pareja de torcaces, gordas como gallinas guineanas, que crían en los pinos. El arrullo permanente del otoño ha dado paso a un silencio sepulcral. Confiaba en que los gatos hubieran limpiado un poco el lugar del siniestro. Es posible, pensé, que para ellos el único alimento de estos días hayan sido unas pechugas congeladas. Quedarán las plumas en la nieve, coágulos de sangre como helados de fresa.
Pero habrá tenido que ser la tormenta la que haya dado el puñetazo en la mesa. La naturaleza es un crimen atroz que goza de indulgencia plenaria. Al final me he hecho al ánimo y he subido, listo para ver un espectáculo macabro. Galán iba delante, abriendo camino, y se ha parado a olisquear un par de veces pero no ha escarbado. Colgando de una rama de avellano he visto una pluma, y unas huellas de gato. Al pisar el cuello nevado de la acequia, en ocasiones notaba un bulto blando, más duro que la nieve y menos que una rama o una piedra, pero quiero pensar que no eran ellas. Ya aparecerán.
16.1.21
Regalo
Cuaderno de invierno, 27
15.1.21
Alcacia
Cuaderno de invierno, 26
Digo esto porque el sol de estos últimos días ha bajado el suflé de la nieve y al lado de la celinda ha reaparecido una vara de alcacia muy fina —algo más de medio metro— que el año pasado ya lucía su ramo de hojas y sus espinas. Las ramas, finas como alambres, no eran lo bastante consistentes y cayeron, pero el tronco, no más grueso que un lapicero, sigue tieso y con buen color. Aguantará, sin duda. La cuidaremos con mimo hasta que empiecen a salirle las estrías. A su alrededor, a la debida distancia, no estaría mal plantar un arboreto de especies infantiles, las moreras de la piscina, los olmos de los caminos, las sargas del río, los cipreses del cementerio. Las nogueras y los cerezos fueron descubrimientos de adolescencia, y chopos y pinos eran lo que había cuando íbamos al campo a merendar. A ver si me da tiempo a verla tan crecida como aquellas. Si para entonces soy capaz de arrodillarme, limpiaré su alrededor y echaré una partida: chivas, pipalmos, tutes y gua.
14.1.21
Leña
Cuaderno de invierno, 25
Quizá lo esencial sea también lo básico inagotable. Lars Mytting dedicó al asunto un libro entero, El libro de la madera (Alfaguara), que ardo en deseos de leer, aunque he visto por ahí que combate la idea de que quemar madera sea poco ecologista. Un árbol libera las mismas toxinas si se quema que si se pudre, y en todo caso prefiero continuar una práctica prehistórica que exponerme a un enfriamiento. La leña, además, está integrada en este ciclo ascético vegetativo. No solo los arces servirán el próximo otoño para encender la chimenea, sino que de la rama que tronchó la nieve en el pino grande saldrán unas tedas estupendas, y cuando se derrita el hielo empezará la poda. Y si, además, uno tiene una buena provisión de cirios, ya no hay que preocuparse por más que las grandes conquistas de la humanidad se puedan estropear. No es que uno se conforme con poco sino que detesta la inquietud.
13.1.21
Sonido
Cuaderno de invierno, 24
La paz es la ausencia de viento, y Teruel es la cuarta provincia menos ventosa de España. Lo leo en El triángulo de hielo, de Vicente Aupí, mi libro de cabecera para estas jornadas polares. Así que sin viento las mañanas de sol, aun con temperaturas bajo cero, suelen ser muy agradables. Descanso de picar hielo en el caminillo (una placa de cinco centímetros debajo de la nieve) y me voy un rato con los perros, que están contemplando el paisaje. Con ellos escucho la mañana. La nieve amortigua el sonido, absorbe los ecos cruzados. Aunque yo creo que, más que amortiguar, lo que hace es limpiarlo. Hay un fondo de copos de nieve que caen de los árboles y se estrellan contra el suelo, y en el trayecto producen un sonido metálico, como de campanillas de viento, al golpearse con las vainas secas del ciclamor. Dan esa sensación que al principio nos daban los discos compactos, de los que nos llamaba la atención su asepsia diamantina, el hecho de que no hubiera nada más que aquello que sonaba. Una banda de viento metal en un valle nevado tiene que ser toda una experiencia. Incluso el chillido de un grajo que aletea entre las ramas de los chopos es una octava más agudo, y esa nitidez es lo que hace comprenderlo mejor: es sin duda un grito de alarma, de frío, de no ver ningún gusano en semejante lápida sin inscripciones, o de haberse perdido. Los grajos ven más que nosotros, pero aquí no hay nada que ver. Esa luz blanca restallante tiene que ser más agresiva incluso para ellos, que se emboscan para huir de los deslumbramientos.
Entiendo su actitud porque los escucho mejor. La acústica es perfecta. Las voces no reverberan ni se desvanecen, son de límites tajantes, y ese timbre cristalino pronuncia universales del significado. Algo se ha movido entre los desmayos de la acequia y Galán prorrumpe en roncos ladridos, que no resuenan por el valle como de ordinario, no tan orfeónicos, pero sí más nítidos, más afilados, probablemente el sonido que escuchen los gatos, no el ladrido pánfilo que a veces oímos nosotros sino el bramido potente que avisa y amenaza. Yo mismo pego un grito que casi no me da tiempo a escuchar, y en todo caso lo oigo más por dentro que por fuera. No sé qué habrán pensado los mastines.
12.1.21
Hielo
Cuaderno de invierno, 23
11.1.21
Camino
Cuaderno de invierno, 22
El sendero culebrea cuesta arriba desde la puerta de casa hasta la verja de la entrada. El cemento mojado se ennegrece todavía más con la presencia de la nieve, sus paredes son como las de una cantera de mármol tallada con un pico. Cuando veo la escena de Amarcord solo pienso en el que, sin decorados de cartón, cavaría la zanja entre la nieve, pero no en el trabajo que le costó ni en las veces que tuvo que agachar el lomo y sacudir la pala, sino en la meticulosidad con que lo hizo, lo vertical de las paredes y lo blando de las curvas. No es muy útil porque no pienso ir a ninguna parte, pero el temporal hay que capearlo con elegancia.
10.1.21
Azul
Cuaderno de invierno, 21
El espectáculo inquieta y fascina. La naturaleza se ha dejado caer sobre sí misma con una autoridad apabullante. No se la puede combatir, en todo caso puede uno rendirse a su poder, adaptarse a ella. Un ligero vientecillo, por lo que veo, se ha sumado a la fiesta. Ha dejado de nevar. Ese viento está petrificando la nieve. Es urgente despejar con la pala el camino, rascar del suelo todo lo que pueda resbalar. El azul ha desaparecido por completo.
9.1.21
Tormenta
Cuaderno de invierno, 20
Galán me abría paso y despejaba el sitio. Es curioso que cuando la nevada se ha puesto seria los mastines se han aplicado a su labor pastoral, y Galán va delante y Morena detrás, y mientras meneo el ramaje inútilmente, los dos merodean o se tumban a observarme. Entre semejante cantidad de nieve, les debemos de parecer ovejas asustadas. Eso sí, ayer ya no tuve con ellos más contemplaciones, me salió un ramalazo autoritario y los obligué a pasar la noche en el invernadero. Harto de que se burlasen de mí atornillándose en el suelo cada vez que los quiero meter, me llevé los comederos a una terraza donde ya no tenían escapatoria. Con el estómago lleno mostraron una actitud más dialogante y no hubo que empujarlos siquiera para que se metiesen a cubierto. Morena, cansada de vagabundear por rincones húmedos, ha dormido a pierna suelta. El otro, tumbado junto a los cristales, vigilaba la nieve.
8.1.21
Temporal
Cuaderno de invierno, 19
El hombre del campo no disfruta de la nieve. Se alegra pero desconfía, que no es un buen modo de gozar de nada. Se alegra porque una buena nevada de varios días llena los veneros y asegura el riego con más parsimonia que la lluvia fina. Pero no es lo mismo disfrutar del espectáculo a cubierto y en lo alto que estar dentro de la nieve. La belleza está manchada de amenaza: no es solo quedarse aislado (eso, a fin de cuentas, no deja de ser una bendición), sino que la nieve puede helar los pastizales, derrumbar techumbres, tronchar árboles o reventar canales, por no hablar de los rebaños que se quedan atrapados, « y allí se quedan yertos, / cubiertos por la nieve los corpulentos bueyes», dice Virgilio, y caballos que revientan del esfuerzo agotador, y lobos ancianos que no remontan los neveros y pierden a la manada. Aun sin salir de casa, ir a por leña es luchar encorvado contra la ventisca, pisar firme y no perder de vista los chupones de las canaleras, que si se rompen y te alcanzan te descabellan.
Es el primer inconveniente con que uno se encuentra al vivir en el campo, que la lluvia es hermosa pero provoca desbordamientos, que la nieve da paz pero pesa demasiado. Cinco kilómetros río arriba hay un pantano al máximo de su capacidad. Los hielos infiltrados en las grietas de la presa son puñales en el cuello de los campesinos. Solo con que se vieran obligados a desaguar, el río inundaría los bancales, y las acequias que lo acompañan desde las laderas se desbordarían sobre huertos y casas de labor. Imagino las noches de un masovero con nevadas como esta: vería helarse los ricios de los trigales, oiría balar de hambre a los corderos, y rezaría a un santo de palo por que nadie se pusiese malo ni los víveres escaseasen. Porque la nieve ayuda siempre a llegar tarde, a perderse en un lienzo borrado, o a morirse de frío.
Intentaré, yo que no tengo vacas, disfrutar de su hermosura, ver cómo el blanco azulado devora las sombras grises, y que los demonios de su mala fama no me perturben el sueño. Los mastines se han negado en redondo a ponerse a cubierto. Cuando tienen frío, corretean un buen rato y entran en calor. Quizá sean ellos los únicos que saben calibrar el verdadero alcance del temporal.
7.1.21
Arce
Cuaderno de invierno, 18
Los arces vinieron para traernos sombra rápida. Uno siempre quiere rodearse de lo que parece haber estado siempre allí. Queríamos verlos llegar a la majestuosidad de los nogales o de los cerezos, aunque en el caso de los arces resulta mucho más interesante limitarse a observar cómo crecen, su color verde azulado, marrón violáceo por los brotes, casi berenjena, tonos muy ajenos a la gama de estas tierras. Después de unos años de desmelene, los hemos reducido a su estricta utilidad, y eso, como a los chopos cabeceros y al resto de arrogantes árboles frutales, les hace formar parte de los ciclos. No dan frutos pero los tutoran, ofrecen rica sombra para echar un trago y secarse el sudor de la frente, y su escamonda es casi un rito para convocar al fuego del futuro.
6.1.21
Anacoreta
Cuaderno de invierno, 17
«En invierno contemplo la nieve que se acumula como nuestras faltas y se derrite como una expiación», leo en Pensamientos desde mi cabaña, de Kamo No Chomei, poeta japonés del siglo XII, aunque fue a principios del XIII, al cumplir cincuenta años, cuando se lio la manta a la cabeza y se retiró a vivir al monte. Construyó una cabaña en la que solo cabía él, tumbado en un lecho de hojas o sentado en un taburete ante su mesa de trabajo, comiendo raíces del suelo y frutos que los árboles le regalaban, y fue cambiando de residencia: «A medida que, de año en año, mi vida declinaba, mis moradas se iban haciendo más pequeñas». Sus casas eran portátiles, como su propia vida.
Lo que el poeta nos invita a pensar es que también somos esclavos de las llaves que nos liberan. El apartamiento y la soledad son las circunstancias de la meditación, pero, en la medida en que son necesarias, se convierten en una cárcel. Este reduccionismo lo conocemos en Occidente por la tradición sofística y, sobre todo, cínica, aunque en los ensayos que acompañan al libro se empeñan en llamarlo pesimismo.
No estoy tan seguro. La plenitud del paisaje lo es cuando tampoco nos resulta imprescindible. El amor al terruño es otro lastre más, y el poeta lo tiene claro, solo busca «la tranquilidad y el placer que me ofrece la ausencia de toda angustia». Y si se retira al monte es porque «el anhelo de vivir se mantiene en mí ante la posibilidad de contemplar la belleza de un paisaje». De cualquier paisaje, cabría decir. Los monjes alaban la hermosura de lo inmediato porque ese es el paisaje que ha de darles ganas de continuar.
Estos Pensamientos son muy breves y vienen forrados de contextos e interpretaciones. Tienen la concisión de lo misterioso, el laconismo compacto que alimenta la especulación. Yo me imagino que la teoría mística sería el impulso para echarse al monte, pero que luego allí le pudo el descubrimiento de que, sencillamente, no le apetecía volver, y dejó pasar los días y cada tarde se sentaba a mirar por la ventana. Cuando nevase, como va a pasar hoy, le pasaría lo mismo que a Gabriel, el protagonista de The dead, cuya alma se desvanecía «al escuchar la nieve caer mansamente sobre el universo, y mansamente caer, como el descenso del último ocaso, sobre los vivos y los muertos».
5.1.21
Mermelada
Cuaderno de invierno, 16
Hace demasiado frío para empezar la poda, así que hemos abierto un bote de mermelada de albaricoque. La primavera pasada plantamos un arbolillo nuevo, pero el viejo albaricoquero, cuando casi lo creíamos moribundo, nos sorprendió cuajándose de frutos. Hubo que cubrirlo con una malla verde para que los pájaros no se ensañasen. Recogimos cestas de mimbre rebosantes de albaricoques. Subidos en escaleras y con sombreros de paja, pasábamos revista a cada rama para arrancarlos del árbol en el momento más adecuado. Pero eran tantos que para no atracarnos ni dejar que se pusieran feos llenamos unos cuantos tarros de mermelada y los metimos en el congelador.
Me gusta rastrear en los sabores el vínculo que une al fruto con la tierra, no con una máquina de acero inoxidable, algo que es más fácil con las hortalizas pero también, de otro modo, con los árboles frutales. En eso pensaba el dueño de una famosa fábrica de conservas, que sabía latín y le puso a sus mermeladas el nombre de Hero, la enamorada clásica, quien, viendo que su amado Leandro había perecido en la orilla después de cruzarse a nado el Helesponto (era invierno), se arrojó desde la torre donde cada noche le esperaba con una lámpara encendida, y se despachurró contra el suelo. Unos versos de Góngora, del romance Arrojóse el mancebito, dan idea de la textura de este tipo de mermeladas industriales, cuando Hero escribe su epitafio:
El amor, como dos huevos,
quebrantó nuestras saludes:
él fue pasado por agua,
yo estrellada mi fin tuve.
4.1.21
Catalpa
Ha vuelto a nevar. Esto parece Minessota. Sigue helando pero el tiempo es apacible, no se mueve una rama. La catalpa está la pobre congelada. Del este vienen lentas más nubes oscuras. No se ven pájaros pequeños, tan solo algún aguilucho cenizo planea por el valle, a ver si ya se han despertado los ratones, o si algún gorrioncillo se ha muerto de frío. El sol sigue escondido, pero entre las nubes asoma el azul purísima del cielo.
Sin embargo la catalpa es buen viajero: no coloniza ningún territorio pero termina adaptándose a casi todos. En invierno le cuelgan las vainas finas, con aspecto de judías alargadas, levemente curvas, como una pincelada vertical del alfabeto japonés. Lo que en los deltas del Mississippi son ramos de hojas grandes y descansadas, acostumbradas al calor, como si se abanicasen con desgana, en estas depresiones frías adquieren un tono más escueto y reflexivo. Y frágil: el verano pasado una de las ramas bajas, que ya tenía un grosor considerable, se desgajó y se secó. No la partió un rayo ni colgamos un columpio. Era el tronco, que no podía sostenerla.
El resto de las ramas son más finas; algunas, las más bajas, están más fuertes y desarrolladas, en ellas la lozanía es inversamente proporcional a la esperanza de vida, parece que las más enclenques, aquellas que da la sensación de que se quedaron arguelladas, son las que se harán más viejas. Esperemos que la nieve no sea la gota que desequilibra, el gramo que derrumba. Lo sólido y lo frágil se intercambian los papeles. Por gélida que sea la mañana, siempre hay algún movimiento.
3.1.21
Ailanto
El fundamento de la limpieza es la meticulosidad. Con pasar un trapo no se consigue ningún beneficio espiritual. Hay que usar esa expresión que la gente dice frunciendo el ceño, a fondo, la limpieza a fondo, las conversaciones a fondo, las revisiones médicas a fondo. Hoy, por ejemplo, he ido a cortar las varas de ailanto, esos árboles del cielo que según decía Betty Smith crecen en patios y callejones en los que ninguna otra especie podría prosperar. Estos han crecido en un rodal muy cerca de la tapia, hijos todos de un malhadado ejemplar que talé y cuyo tocón abrasé con petróleo, pero que cada año da su bosquecillo de palos tiesos y desnudos. Esta vez me he decidido a hacerlo a fondo, es decir, no contentarme con cortar los vástagos por la base; me he entretenido en descubrir la raíz, aprovechando que el terreno era de desmonte y estaba húmedo y muy suelto. Y las raíces, que después de cavar un rato podía arrancar con facilidad, eran un engendro monstruoso, unas bulbosidades hipertrofiadas, llenas de tumores blancos, de las que salían retículas carnosas y brotes gordos como espárragos. Eran repulsivas. Y así como el otro día, arrancando las dos plantas de tabaco que uso para espantar los bichos (y que son mano de santo), la borla de raicillas, mientras sacudía la tierra, despedía un aroma fragante de tierra fértil y tabaco negro, estas raíces monstruosas de los ailantos echaban tufo a cochinilla, como los tallos y las hojas, pero además, en este caso, a cochinilla enferma, medicamentosa, una hedentina como sintética, como si fuera de un árbol que se les fue de las manos en un laboratorio clandestino de árboles de sombra.
La limpieza es lenta. Tardaré bastantes días en desarraigarlos, pero la tarea ha ingresado en el mecanismo de la obra en marcha, en el estarse haciendo, antes de que los tubérculos deformes lleguen a las inmediaciones de otros árboles de raíz clásica y les chupen los nutrientes o los estrangulen. Me siento como aquel que ha puesto la primera piedra para solucionar un antiguo y grave problema de infraestructura, el día que, después de años de no ser capaz de mirar los ailantos sin recordar la necesidad de exterminarlos, por fin ha empezado una operación a fondo. Los huecos enormes de aquellas raíces de árbol venenoso parecen ahora heridas que antes de suturar habría que desinfectar.
2.1.21
Trazo
Ha vuelto a nevar toda la noche. De pequeño me llamaba la atención aquello de las nieves perpetuas, los montes que siempre se pintaban con las crestas blancas, o esos pueblos en cuesta donde en noviembre cae una nevada que no se marcha hasta abril. La impresión primera pronto se convierte en incomodidad y tedio. Harían falta unos zuecos de madera para salir cada mañana a la puerta de casa, el melodioso crujir de los pasos pronto se convertiría en esfuerzo añadido, el trabajo sería cenagoso. Pero conozco a quien sí lo vive o lo ha vivido, y esa obligación pascaliana de quedarse en casa le ha granjeado pingües beneficios, casi siempre en forma de estudios o firmeza de carácter.
1.1.21
Nieve
Amanece con nieve. No es un manto blanco que lo cubra todo. Tan solo permanece sobre los campos de labor, pero ya no hay en los árboles ni en los ribazos, ni tampoco en la cara de los surcos que estuvo al abrigo de la ventisca. No es la nieve profunda, «cuando arrastran los ríos los témpanos de hielo», como dice Virgilio, sino una placa cuajada (todavía hiela) que a medida que remonte el día irá llenando el valle de un barro negruzco, con apenas una línea blanca japonesa en las ramas más horizontales de los membrillos. Ahora mismo lo que cae no sé si es lluvia helada o nieve transparente, más bien un chirimiri cuyas gotas distingo cuando pasan delante de los troncos de los cerezos, y que no parece que vayan a cuajar.
Parece, finalmente, que va a escampar. Por el oeste se abre el cielo, todo es más claro y los colores recuperan sus matices. Lo que antes era una sombra granate, ahora es una paleta entera de tonos tierra. Esta tarde ya solo habrá rastros de nieve por las umbrías.
31.12.20
Resistencia
Esto es lo que ha quedado de las tomateras, un montón de ramillas deshidratadas. No las aplasto antes de transportarlas porque me gusta ver cómo las fulmina el fuego. Al ser ya leñosas no pueden doblarse sin quebrarse, de modo que al amontonarlas dejan mucho espacio interior por el que el fuego asciende en una sola llamarada. Dentro algún tomate ha resistido a todo: ni lo vimos al recogerlos, cuando teníamos que sortear los rodrigones y atravesar de perfil la selva de ramas verdes, ni se cayó al podar los ramúnculos que crecen entre rama y tallo ni al cortar las ramas bajas y espolsarlas, ni se soltó cuando la planta se quedó sin savia ni tampoco ahora al arrancarlas de raíz y arrojarlas al montón de broza. Le han pasado por encima las heladas y los aguaceros, y un viento que a veces tumbaba las cañas de las judías, cuando el verde ya no era lo bastante vigoroso para sujetarlas. Antes de echar las plantas secas a la hoguera, habrá que recoger ese tomate verde, de un verde pálido, grisáceo, como de cobre corroído. Es posible que después de todas las penalidades le haya quedado dentro alguna semilla fértil. Mi primer criterio de selección genética no es conservar un tomate especialmente sabroso o carnoso, sino uno que puede que no llegue a madurar pero al menos no hay que agacharse nunca a recogerlo.
30.12.20
Estiércol
Cuaderno de invierno, 10
Lo ideal es acercarse hasta la granja de un amigo, pasear con él por las distintas dependencias, llenar con la horquilla un remolque de estiércol deshecho y reposado, envuelto en pajuz, de los caballos de labor que calientan el establo con sus vahos. Lo más práctico, en cambio, es conducir hasta Celadas y comprar algunos sacos de compost ya tratado. Allí los viajes son completos porque después de cargar la furgoneta merece la pena pasarse por la quesería, vagar un poco por el pueblo y de regreso aparcar en la cuneta y contemplar el tren de niebla en el lecho del valle, los bancales sinuosos que ascienden a las lomas como curvas de nivel, los bosquecillos de carrascas, los montones de piedras calizas agujereadas que retiran los labradores, los campos recién labrados, sus colores tierra entre ribazos amarillos. Con un paisaje como este, sus ondulaciones de secano, empecé a reconciliarme con el entorno pardo y pedregoso que me rodea, a ver sus múltiples matices bajo el añil del cielo.
Otras veces, digo, he esparcido el estiércol para poco a poco ir enterrándolo al voltear la tierra, pero el olor, sin ser malo, afectaba al equilibrio de los otros aromas del jardín y en cuanto salía el sol aparecían las moscardas y había que mantenerlo lejos del hocico de los mastines, no fuera a saltarles una pulga. Si además lo dejaba varios días extendido y se giraba cierzo, se secaba mucho y los corpúsculos nutritivos salían por los aires.
De modo que ahora, una vez limpia la tierra de restos vegetales, lo que hago es esparcir tan solo un saco a lo largo de una franja uniforme y cavarla con el palanquín, de manera que el abono no esté al aire más tiempo del que cuesta enterrarlo y el olor dure tan solo lo que cuesta estar encima, cavando. El aroma sigue siendo penetrante, olor a ganado mayor, a la espuma de los caballos cuando tiran de la reja y al hipomanes excitante de las yeguas, con el que, según algunos santos envidiosos, el gran poeta Lucrecio terminó de volverse loco.
El de la fábrica siempre me ofrece otros estiércoles más estudiados, de probada eficacia en las labores hortícolas, sobre todo uno que, me dice, lleva perlita, como si fueran pepitas de oro, cuando en realidad es un vidrio para mitigar el apelmazamiento de los terrones que aquí no nos hace ninguna falta. Será por piedras.
29.12.20
Huerto
Los monjes no se ocupan cada día de más extensión de tierra que la que ocupan ellos mismos con sus hábitos tumbados en el suelo. Yo hago un poco más, pero poco. Hoy tocaba entrar en el huerto. Los ocho días después de Reyes la luna estará en menguante y será el momento de plantar los ajos. No les dedico más que una cuarta parte del bancal, pero esa parte al menos tiene que estar lista en doce días, como el leño trashoguero. En todo caso, puesto que lo tengo dividido en dos, empezaré preparando también el terreno a los puerros y las cebollas. Para todo lo demás, la otra mitad además de otro bancal entero, tengo de tiempo hasta mayo.
Esta mañana la labor exigía solo el uso de aperos cómodos de mango largo, con los que se puede trabajar sin necesidad de estar doblando todo el rato el espinazo. Aparte de la azuela escardadora, luego había que rastrillar la pieza, devolverle la llanura, antes de cavarla con un método que contaré mañana. Hoy me he limitado a eliminar todo color que no fuera el castaño oscuro de la tierra.