24.2.13
Arrean los caballos, 2
Fernando Parra escribe sobre Caballos de labor en el Diari de Tarragona y en su muy recomendable blog Cesó todo y dejéme.
22.2.13
Ensayo de literatura campestre, 5
Cuando publicó su segunda novela,
la no muy afortunada Caballeros de
fortuna, Luis Landero dijo que después de una primera novela debería
escribirse directamente la tercera, sin pasar por el calvario de la crítica
resentida ni por la inevitable complacencia de quien ya ve bien cualquier idea.
Por lo que a mí respecta, Chris Stewart es un buen ejemplo de algo parecido: Entre limones me encantó, dicho sea con
ese matiz de ternura que mitiga en cierto modo la rendida admiración. El
segundo tomo de su trilogía alpujarreña, Un
loro en el limonero, me provocó hasta brotes de sarcasmo. Pero la tercera, Los almendros en flor, ya no puedo decir
que me haya encantado sino que me ha causado verdadera admiración. Tenía razón
Ángel Marco: es un libro excelente. No hay ningún episodio que no tenga interés
por sí mismo y con respecto al conjunto. A pesar de la variedad de historias y
de los saltos adelante y atrás en el tiempo (el anacronismo le sienta siempre
bien a las novelas), todo tiene un único sentido, por la sencilla razón de que,
además de estar muy bien escrito, la tierra, el campo, las plantas y los
animales recuperan el protagonismo que habían perdido en el libro anterior.
No me refiero solo a que todo
suceda ahora en el cortijo El Valero y sus alrededores (Granada y Sevilla como
mucho), sino a que el narrador ha vuelto a ocupar el sitio que había encontrado
en la primera entrega. Ya no es el protagonista, afortunadamente, por más que
solo cuente lo que le ha sucedido a él. Pero su manera de contarlo tiene más
que ver con el lector que observa y se entretiene que con el personaje al que
le ocurren cosas. El narrador es una herramienta del lector para llegar a
sitios desconocidos, ya sean las aldeas del Atlas o el tráfico de insectos en
un campo de alfalfa. La narración triunfa cuando el lector, más allá de saber
lo que ha visto o sentido el narrador, ha sido capaz también de verlo y
sentirlo. La cámara vuelve a estar en manos del autor, pero enfoca lo que tiene
delante, no un espejo.
Los almendros en flor recupera el género de Entre limones, la novela autobiográfica, pero también acopia lo
bueno que había en Un loro en el limonero,
esa desestructuración temporal que difumina el principio y el fin del libro de
modo que sea un todo narrativo, un sitio literario en el que estar. Los
episodios contrastan discretamente, sin señales ni aspavientos, y así pasamos
de una ruta turística para norteamericanos podridos de dinero por la Sevilla tópica,
a un largo viaje a Marruecos en busca de semillas o a la breve y desagradable
crónica de cómo la buena vecindad convive con el facherío, cómo un pastor granadino
forma una familia con su esposa magrebí mientras sus compatriotas se juegan la
vida para llegar a un campo de concentración como El Ejido, o los burgueses con
Loden exhiben su racismo con la chulería repulsiva con que esas cosas se saben
hacer en España. Stewart no se para en reflexiones ni homilías: nos narra
magníficamente bien el episodio y deja que el lector saque sus propias conclusiones.
Juntas conviven historias de sequía e historias de inundación. Los periodistas
ya no vienen a admirarlo a él sino a su jardín del edén alpujarreño, que es lo
que a los lectores nos interesa. Queremos respirar el campo, no que nos cuente
su vida.
El resultado, a mi juicio, es
redondo. Atrás quedan las “comedietas de loros y de ovejas”, como le dice su
mujer, Ana, siempre en un interesante segundo plano, penumbra a la que regresa,
para bien, su hija Clöe. El narrador inglés sabe hablarnos de su hija andaluza,
pero no se pierde con paternalismos. Nos puede contar una divertida excursión
con un compatriota erudito, pero ya no tiende a la tertulia guiri. Vuelve
Domingo por sus fueros, y sus vecinos pastores, y la gente del pueblo. Ya no hay
interés novelesco sino literario, y gracias a esa renuncia abundan los
episodios que huelen, para bien, a la clara novela británica del medio siglo,
Graham Green y por ahí, a quien Stewart nombra y no creo que lo haga de manera
gratuita. Le sirve para desterrar de un plumazo la soberbia cultural europea y
también para justificar su noble propósito literario: narrar la vida en un
lugar remoto, pero no perdido; aislado, pero no desolado.
Me extiendo en estos piropos porque a uno le remuerde
un poco la conciencia de lector la saña con la que hablé del segundo volumen.
Me pareció entonces que el árbol literario de Stewart era de una sola,
temprana, delicada floración. Pero no. Los almendros narrativos volvieron por sus
fueros con la lluvia, los llenó de vigor para narrar la sequía con precisión y
naturalidad, que es lo que siempre va uno buscando en los libros, traten de lo que traten.
17.2.13
Ensayo de literatura campestre, 4
Un loro en el limonero no es una novela
campestre, como sí era Entre naranjos,
sino un inventario del material sobrante. Salta a la vista, leyendo las tediosas y
elongadas historietas de Stewart, que la editorial quiso sacar tajada del
merecido éxito de aquel primer volumen. Uno casi se imagina la conversación:
-Chris,
debes sacar un segundo volumen.
-Ah,
bueno, ahora que pienso no dije nada de la yegua Lola y…
-No, no,
no, Chris. Nada de animales malolientes. Ya hemos tenido bastante. Ahora tienes
que contar historias que atrapen al lector. La gente está muy interesada en tu
etapa como batería de Génesis y
cuando trabajaste en un circo y…
-¿Tengo
que contar mi vida?
-Tu vida
es muy interesante, Chris, y nadie
entendería que ahora te convirtieses en una especie de Miss Read de Las
Alpujarras. Escribas lo que escribas, vas a vender montones de libros. En
realidad, da igual lo que escribas. ¿Tienes algo preparado?
-Pues…
Bueno, una vez empecé una novela sobre mis viajes a Noruega para esquilar
ovejas.
-Estupendo.
Ya tenemos un capítulo. Otro con Génesis.
-¡Pero
si me echaron por malo antes de grabar ningún disco!
-¡Y eso qué
más da! A ver, qué más tienes.
-Bueno,
la verdad es que ahora casi no me dedico a las labores agrícolas. Tengo un
empleado y…
-No me
digas que no ha ocurrido nada en tu vida: se supone que tu hija es una andaluza
de padres ingleses, y que tú eres un enamorado de Andalucía. ¿No me dijiste que
una vez, de joven, fuiste a Sevilla para aprender a tocar la guitarra?
-Sí…
-Otro
capítulo. Qué más. Algo insólito. Pero nada de cabras. Hazme caso, Chris, déjate
llevar por lo insólito. Eso siempre funciona. ¿No hay en tu casa algún animal
que no apeste ni se cague por todas partes?
-Tenemos
un loro.
-Perfecto.
Un loro que se lleva bien con tú mujer pero tú lo odias. Es lo que le pasa a
tres de cada cuatro británicos.
-¿Pero
qué emoción puedo encontrar en todo eso?
-Es
verdad. Tienes que ponerle emoción. ¿No has tenido ninguna bronca?
-No. Me
llevo bien con la gente.
-¿Ningún
español con patillas de hacha y un cuchillo en la bota te ha amenazado de
muerte por hablar con su amante holandesa?
-Pero
eso es Merimée.
-Eso es
lo que hay. Otro capítulo. ¿Cuántos llevamos?
Y así,
más o menos, surgió este libro apresurado, condescendiente, regodeante, tópico
y, sobre todo, de un género distinto al anterior. Porque Entre limones cubría el encuentro del hombre con el campo en un
país remoto, y si tenía tantas ganas de leer Un loro en el limonero es porque quería saber cómo se las arreglaba
el hombre una vez que ya ha dejado de luchar, que ya está integrado en el
valle. Quería leer cómo contemplaba la naturaleza y hablaba de aquello que
solo puede verse después de días de frecuentación, de todo lo que no puede
verse a primera vista. El encuentro
robinsoniano con El Valero tiene la sustancia iniciática necesaria para que el
narrador no sea Stewart sino cualquier hombre en ese mismo viaje, o sea un
personaje literario. Pero este segundo libro es la vida del señor Chris Stewart
y la naturaleza y las tareas del campo ya se dan por supuestas. Son estampas de la vida de un guiri que se lleva muy bien con los lugareños pero que no deja de considerarlos eso, lugareños, un deje inevitablemente británico que supo mantener a raya en el primer volumen, pero que en este segundo se le desmadra. Importan más
ahora los personajes curiosos, supersticiosos e iletrados, las anécdotas divertidas, que siempre hacen
gracia solo hasta antes de que se terminen, y a veces (la historia de la nota
para el colegio de su hija) ni eso. El narrador ya es el escritor Stewart, no
el inglés que se va a vivir a Las Alpujarras, y lo que se cuenta son anécdotas,
no episodios, con los pecios más flojos entremetidos en los más interesantes. Y
ese es un género ínfimo, el de recuerdos, ni siquiera memorias, el jubilado que
escribe bien y redacta unas crónicas (para decirlo al estilo de las memorias de
Bob Dylan, pero sin ser Bob Dylan), o toma como referente A salto de mata, el libro de Paul Auster que menos me interesa,
precisamente porque son sus memorias. Stewart nos cuenta lo que los sábados por
la noche contará a los otros ingleses del valle delante de un gin tonic en la
terraza de la piscina. Se nota que cree (él o sus editores) que cualquier cosa
que cuente estará bien, de modo que las más de las veces se duerme en la
suerte, algo que no hizo nunca en Entre
limones, y la obra, a cincuenta páginas del final, ya lleva tiempo despeñada en un tipo de libro que tiene su público pero que a
mí no me interesa en absoluto y que no debe aparecer en un ensayo de literatura
campestre. Sólo al final, cuando se deja de anécdotas autobiográficas, de guitarras y de tipos curiosos (esa fauna tántrica que florece por aquella zona como las chumberas, y sirve para lo mismo), Stewart hilvana dos episodios para adornar el mejor capítulo del libro, una excursión a Los borreguiles, pastos de altura de Sierra Nevada, por un camino que el que suscribe recorrió en cierta ocasión. Por un lado se abre un inevitable episodio ecologista, la amenaza de la presa, pero paralelamente nos va dando noticia de la construcción de una piscina ecológica, símbolo de paz y de dinero, que contrasta con un hermoso relato de unas navidades en tiempos de carestía.
Después de acopiar materiales de desecho vital (pues eso son siempre unas memorias), el libro florece hacia el tono que habríamos esperado desde un principio, quizá para animarnos en la idea de que en el tercer volumen no interrumpirá el relato tanto los logros y aventuras personales del narrador como la mirada del mundo en el que vive. Ángel Marco me ha dicho que este tercero merece la pena (muy astutamente, no me dijo nada del segundo), pero ya laten en la estantería las novelas de Thomas Hardy, que será el siguiente puerto en el que atracaremos.
Después de acopiar materiales de desecho vital (pues eso son siempre unas memorias), el libro florece hacia el tono que habríamos esperado desde un principio, quizá para animarnos en la idea de que en el tercer volumen no interrumpirá el relato tanto los logros y aventuras personales del narrador como la mirada del mundo en el que vive. Ángel Marco me ha dicho que este tercero merece la pena (muy astutamente, no me dijo nada del segundo), pero ya laten en la estantería las novelas de Thomas Hardy, que será el siguiente puerto en el que atracaremos.
14.2.13
Ensayo de literatura campestre, 3
Después del regusto a sangre y queso rancio que me quedó con
Intemperie, me he ido al otro extremo
de la literatura campestre contemporánea: a la Arcadia feliz. Ha sido como
beberme un par de litros de agua clara después de una cucharada de grasa. Tenía
el libro de Chris Stewart aparcado junto a los de Dianne Ackermann (no tengo ni
idea de por qué) desde que en el 2007 me lo regaló mi amiga Raquel, que
entonces, cuando apareció el libro en español, vivía en Granada. Otras lecturas
se cruzaron y ha sido ahora cuando he ido a beber en él como una cabra que por
fin encuentra un manantial. Y me lo he pasado tan bien que nada más que acabe
este recordatorio me iré corriendo a por el segundo volumen, El loro en el limonero, que mañana ya es
fin de semana.
Chris
Stewart es un discípulo de John Seymour. El optimismo que tanto se publicita
(incluso en el subtítulo) no es más que la prosa sonriente de Seymour cuando
nos cuenta las ventajas y los inconvenientes de la autosuficiencia en el campo.
Siempre recordaré el implacable razonamiento que da para no limpiar los
establos a menudo: el estiércol es blando y da calor. Ahí había un inglés. En Caballos de labor dedico unas líneas a
este hombre.
…Seymour era algo así
como un jipi con amor al trabajo para quien la libertad no era tanto dejarse
crecer el pelo como plantar las patatas que te vas a comer según un método
racional, tan alejado del negocio especulativo como de la tufarada psicodélica.
No se trataba de volver al campo para vivir como animales ni tampoco de perder
el tiempo con hinduismos, sino de ser parte de la naturaleza, vivir con ella,
eliminar la relación con el capital y estar orgulloso de ello. Era un comunismo
individualista, en todo caso una cooperativa de la buena voluntad.
Así veo
yo a Seymour y así veo a Chris Stewart, y es lo mejor que me podía ocurrir como
lector, porque ambos tienen ese sentido del entretenimiento que pasa por la falta
de pereza y de prejuicios, y por la conciencia de que la tradición consiste en
usar lo que tienes más a mano de la forma más inteligente posible, que además
suele ser lo más útil y lo más barato. Son hombres de acción en el único
sentido al que todos tenemos derecho: la ilusión del quehacer, la posibilidad
real de ser feliz en la naturaleza y no necesitar la piedra de Sísifo para
llegar eternamente a fin de mes.
Ambos
son ingleses de toda la vida, tan resueltos como Robinson Crusoe y tan
optimistas como el vicario de Wakefield. A la hora de tomar decisiones que a
los de cultura católica nos parecen tremendas, ellos las reducen a su
mínima expresión. Si el ser humano ha hecho lo que yo voy a hacer durante
siglos, vivir en un cortijo aislado en Las Alpujarras, ¿por qué no puedo
hacerlo yo? Esta sencilla pregunta está en la base de buena parte de nuestros
problemas económicos, dicho sea de paso. Pero no es algo que pueda imponer un
gobierno de buenas a primeras. Nuestro Daniel Defoe fue el Padre Isla; nuestro
Oliver Goldsmith, José Cadalso; nuestro Samuel Johnson, Gaspar Melchor de
Jovellanos, y solo en sus libros de viaje. Sí encontraríamos, luego, algún equivalente de Thomas Hardy, desde Pereda a los naturalistas tardíos, y ya metidos en el XX quizás haya algún autor popular al estilo de Hugue Walpole, Delibes aparte.
Leyendo
a esos autores (a los ingleses) uno se da cuenta de que pueden seguir conviviendo con
naturalidad en una novela autobiográfica contemporánea y, mutatis mutandis,
suenan igual de bien. Chris escribe estupendamente, dicho sea con
el sentido que en castellano damos al adverbio estupendamente: algo que resulta bueno por suficiente, eficaz por
sencillo, que subordina la fluidez y la alegría de su prosa al hecho de que sea
interesante aquello que esté contando. No escatima hermosísimas descripciones de
la naturaleza (sería impropio de un inglés) pero mide perfectamente las
historias y las cuenta en lo que dan de sí, sin más palabrerío, sin un gramo de
grasa, pero también sin esa velocidad innecesaria, anfetamínica, que parece
requerir la prosa moderna. La prosa de Chris Stewart es la buena prosa inglesa
de siempre. Seymour también exhibe esa precisión en la descripción de los
objetos y su funcionamiento y esa otra, digamos, precisión poética que consiste
en descubrir el modo más hermoso de nombrar la simple realidad. Hay una
obligatoria levedad en esta prosa, perfectamente justificada por la necesidad
estética de no andarse por las ramas y de estar a la altura de la desnudez que
intenta describir.
Lo digo
porque este es el clásico libro que con los años parece lastrado por el fulgor
de su éxito primero. Nos pensamos que duró su tiempo y se apagó. En absoluto.
Los quince años desde su aparición le han sentado estupendamente, porque además
no es una obra cerrada, sino un modo tradicional (inglés) de contar la vida en
el campo y la lucha en tierra extraña con la naturaleza. El propio Stewart cita
con admiración a Juliette De Bairacli Levy, cuyo libro Spanish Mountain Life ya hemos encargado en Amazon, y que tiene la
pinta de ser una maestra en el género.
De modo
que para valorar la obra de Stewart no conviene aplicar las exigencias
dramáticas de las novelas, afortunadamente, sino las del género robinson, y las del amor al campo, tan inglés. Es más:
incluso sería reprochable que se hubiera entretenido en dramas interiores
habiendo un río del que hablar. El género lo impide, al menos como protagonista
de la historia. Ni el narrador ni ese gran personaje que es Domingo son los
protagonistas. Lo es, siempre, el campo, la vida en el campo, la felicidad de
un campo de ababoles, la infinita sensación de libertad, el amor a las tareas
útiles, a las estrategias pastoriles, el entusiasmo ingenuo que debe sentir todo
aventurero. Y cambiar Londres por un cortijo sin agua ni luz encaramado a una
peña de Las Alpujarras no deja de ser una aventura.
Es la
naturaleza la que hace lo que siempre le pedimos a los personajes, que cambie,
que se desplome, que resurja, que nos acaricie y nos azote, cercana,
imprevisible, siempre acogedora y siempre grandiosa. Los demás son figuras del
paisaje. Ana, la mujer del narrador, es la clásica mujer inglesa dulce, práctica
y testaruda. Domingo, el gran Domingo, es el mejor retrato posible de un hombre de
campo en España, desde luego el más auténtico. He
conocido a algún que otro Domingo, y efectivamente son así, buenísimas
personas, tan desprendidos como retraídos, leales por naturaleza, y también
broncos y maniáticos cuando toca, nunca por ofender a nadie, sino por seguir la
lógica más natural. Solo por este Domingo ya no merece la pena tratar el asunto
del desarrollo de los personajes y todas esas historias. Aquí las heroínas son
Las Alpujarras, y Chris Stewart un inglés que las disfruta.
Me voy a
por el segundo volumen, antes de que me cierren.
13.2.13
12.2.13
Morra
El pasado sábado se celebró en el bar Tropezón, de La
Iglesuela del Cid, un gran encuentro de morra entre las parejas formadas por
Cercós y Cruz II y por Cruz I y Cruz III. Fue un combate extraordinario. Ya desde las
primeras rondas quedó de manifiesto la abrumadora superioridad de Cruz III, que
acorralaba a sus adversarios con agobiantes andanadas y sacaba siempre la mano alternando
arriba y abajo, de modo que sus oponentes no tuviesen margen para la
predicción. Pero nadie bajó los brazos.
La estrategia de Cruz III es tan antigua como
el juego, y precisamente por eso es la que distingue a los grandes jugadores. El
adversario, si quiere seguir concentrado en los movimientos de su contrincante,
empieza a dejarse llevar por una misma sucesión de apuestas que determinan su
derrota. La morra es un juego de pocos elementos, pero muy delicados. El uno se
apuesta con el puño; el dos, con el pulgar y el índice; el tres, con esos dos y
el corazón; el cuatro sin el pulgar, y el cinco con la mano abierta. El hecho
de que el pulgar solo se use en tres apuestas (2, 3 y 5) hace que el movimiento
para cualquiera de ellas cambie drásticamente con respecto a las otras dos.
Sacar el pulgar cuesta más trabajo que sacar el índice y el corazón, por eso
conviene sacarlos con el brazo en movimiento, para que esa diferencia mínima,
menos de una décima, no sea detectada por el adversario, que, si es tan hábil
como Cruz III, puede tener mecanizada la respuesta sin necesidad de calcularla.
Era difícil saber quién movía los dedos de Cruz III, si su instinto o su
agilidad mental, o su experiencia, que viene a ser la suma de ambas virtudes.
Secundado con seriedad por Cruz
I, la pareja se mostró imbatible durante los primeros duelos. Así como Cruz III
se concentra con las palmas de las manos juntas, como si rezase, con los labios
fruncidos y la mirada fija en el suelo, pero luego yergue la postura y ataca de
frente, con una decisión que intimida, Cruz I, por su parte, medita de espaldas
al espacio de juego, no es tan agresivo en la constancia y la movilidad de sus
apuestas, pero secunda perfectamente al compañero.
Frente a ellos, sin embargo,
había dos luchadores muy decididos, que no cejaron en su empeño hasta que, en
las últimas rondas, equilibraron el tanteo e incluso Cercós amarró varios
puntos asaz espectaculares, un torrente de apuestas, un intercambio de golpes
numerados aleatoriamente con el implacable Cruz III. Cercós había ido creciendo
en concentración conforme avanzaba la noche. No perdía de vista la mano del
adversario, jugaba con sus mismas cartas y en su extrema concentración había
logrado meterse incluso en los cambios a cuatro, que son los momentos más
delicados. Cruz III sacaba el cuatro abajo con la palma, Cercós lo metía por arriba
con el dorso. Cruz III le buscaba el dos, le repetía las que le sacó con otros
doses, y se cebó tanto con los doses altos y los cuatros bajos que repitió un
par de veces un ataque con el puño después de tres salidas, algo que Cercós cogió
al vuelo y remató el tanto, que duró varios minutos, con un cuatro por arriba
con los dedos y un cinco con los labios que dejó a Cruz III sin posibilidades,
consciente de un error que no había durado más de media décima, ni siquiera
eso. El público jaleaba el tanto entusiasmado.
Ninguno de los cuatro retuvo el
juego alargando los cantes. Todos golpearon seca, noblemente. Cruz II se batió
con denuedo y mantuvo encuentros prolongados con sus rivales, pero esos últimos
tantos de Cercós al gran Cruz III fueron lo mejor de la noche. No solo estaban
en juego las cervezas sino también el orgullo. Cercós representa la morra
bajoaragonesa, y los temibles hermanos Cruz la morra del Maestrazgo. Todavía no
contamos con un estudio riguroso que aborde sus diferencias y similitudes,
pero, a tenor de lo visto en la noche del sábado, se pueden incorporar algunas
observaciones a los materiales de la investigación. Los Cruz están hechos a una
morra seca y elevada, muy intensa e isócrona, como un constante y veloz
martilleo que provoca los errores del contrario. Cercós, en cambio, iba de
menos a más. Sujetaba los primeros envites y esquivaba las repeticiones, pero
cuando entraba en el punto tiraba con más arrojo incluso, y si el punto se
hacía largo protagonizaba un intenso cuerpo a cuerpo. Su juego es más fogoso,
menos constante. Brillante en el fragor de la batalla, discreto en los puntos
cortos, en el juego monocorde.
Ese gran último punto entre Cruz
III y Cercós, sin embargo, desdibuja las diferencias. Era morra en estado puro,
la técnica y el instinto, la constancia y el arrojo. El público salió del bar satisfecho
del gran espectáculo que acababa de presenciar, e intercambiando cálculos y
apuestas para el próximo enfrentamiento, que tendrá lugar en primavera.
10.2.13
7.2.13
4.2.13
Ensayo de literatura campestre, 2
De modo
que, así, para entendernos, podemos hablar de tres clases, al menos en castellano,
de literatura campestre: la que considera, como decíamos, que en los pueblos
viven los hombres primitivos; la pastoril arcádica, ideal y jipi; y la mítica,
o sea Ferlosio. La más abundante, desde luego, es la literatura puertourraca,
jarrapelleja y cañasybarra, o sea la brutalidad rural, sea para denunciar el
caciquismo (Trigo, Blasco) o no más que para regodearse en la sangre y la
bilis. A principios de siglo esta literatura tremenda formaba parte de la
novela popular, sicalíptica (pues todo eran humores), y su último eco, que yo
sepa, fue en esa medio polémica que mantuvieron el crítico Miguel García Posada
y Camilo José Cela a propósito de Álvaro Retana y una novelilla suya que ya contaba
lo que luego contaría Cela en Pascual
Duarte. Cela publicó después en El
camaleón soltero (¿o fue en Desde el
palomar de Hita?) un sonrojante
papel con el que pretendía probar que a él se le había ocurrido la idea mucho
antes que a Retana.
La
anécdota tiene su interés. Un autor nuevo (Cela) utiliza un género ínfimo (el
que practicaba Retana) y lo borda de un castellano limpio y eterno. Desde luego
que no lo plagió: ¿cómo va a plagiar una historia tan simple? Se le ocurrió a
su mente sicalíptica y lo escribió con plumón de macho, eso es todo, y lo que
en algún momento pudo considerar original, luego se daría cuenta de que el ser
humsno lo lleva contando desde que aprendió a escribir, mucho antes que Retana.
El caso de Jesús Carrasco con Intemperie tiene un cierto parecido. Ha utilizado unos cuantos tópicos de película del oeste, ha usado una
historieta popular, de tebeo para adultos, salvaje y minuciosa, una trama de western
almeriense, con poco presupuesto, donde los malos son muñecos espantosos y hay
un Gandalf pastor de cabras que guía por las ruinas del desierto al futuro rey
de los pastores y le entrega la antorcha (en este caso una teta de cabra) como
el personaje de La carretera, el cómic
de Cormac McCarthy. Esas películas de muchas moscas en las que siempre hay un
tullido traidor que luego lleva en el bolsillo de la chaqueta el papel con la
recompensa y un alguacil tirano, corrupto, pervertido, sádico y amigo de
Bárcenas, con un ayudante borracho y pendenciero que siempre, siempre es
pelirrojo y se echa el sombrero para atrás en una España en la que solo había
boinas.
Eso, la estructura, la historia, es, digamos, el lado
Retana. Pero Carrasco, como Cela, ha envuelto la plantilla de tópicos pulp con un castellano brillante, tan
brillante como el de Cela en Pascual
Duarte, no tan puro, y tampoco tan natural, rico en palabras pero pobre en
fraseología. Del mismo modo que fue una estupidez por parte de García Posada no
darse cuenta de eso (y de Cela por entrar al trapo), ahora, con Carrasco, no ha
lugar siquiera, porque venimos de una tradición de cuatro décadas en las que la
revisión del género se ha convertido en coartada para no ser original en el
argumento. No sé hasta cuándo va a durar la posmodernidad de las narices,
aunque estoy seguro de que a Carrasco y a los lectores de Carrasco les importa
un bledo que sus personajes suenen a película de serie B, igual incluso lo ha
hecho adrede, porque lo importante era no usar ningún tópico al escribir, no al
componer. La prosa salva al libro porque está muy trabajada, pero si al libro
le quitamos la prosa, las frases, lo que queda no da para un largometraje, pero
es cine, y es cine de serie B. Los malos, incluso, de serie C. Y los buenos
también, porque son amigos inseparables desde antes casi de que empiece la
novela, y eso hace que el final no salga de la propia novela sino que sea lo que toca. El viejo cabrero es muy
interesante, sobre todo antes de que vengan los malos y las morcillas se
mezclen con los intestinos. Pero uno habría disfrutado más si no vienen los del
cine, si solo están el viejo y el niño, y no tienen miedo ni se ensucian tanto.
Los malos lo resuelven todo siempre. Los buenos tienen que ganarse su papel. El
niño bastante tiene con la de veces que se mea encima y lo que me le hacen a la
pobre criaturica, esa gente desalmada que había antes en los pueblos de secano.
El niño, en todo caso, es un personaje convincente, un buen personaje metido a
pasar penas, muchas más de las que un niño puede soportar. Hay muchos que las
soportan (universalidad del personaje, etc.), pero de eso prefiero que se encarguen
los periodistas. Los novelistas prefiero que me fascinen, que me hagan feliz.
La
novela está todo lo bien resuelta que pueda estar una película en la que al
final va a morir el bueno pero el otro bueno, que creíamos desaparecido,
aparece por una puerta con una escopeta y lo salva; un viejo, por cierto, que
pese a su extrema debilidad es capaz de hacer algo que ni aun con buena salud
habría podido. Sospechamos que nos escamotea lo que corre el riesgo de ser poco
verosímil, como sucede, páginas atrás, cuando el tullido, no sabemos cómo,
consigue maniatar al niño. Tan escrupuloso que es Carrasco para describirnos
todo, esta media docena de páginas -ni siquiera- se las guarda en el cajón.
Porque
una novela es todo. En una novela no hay nada que sea lo de menos. Una novela
es trama, es historia, es argumento, y también, sobre todo, es personajes. Cela
no sabía narrar porque escribía muy despacio, pendiente siempre de la
plasticidad de lo que escribía, y Carrasco, con todos mis respetos, tampoco.
Cela se encastilló en una monotonía brillante que excusaba a los críticos el
trabajo de leerse sus novelas, y a Carrasco le puede pasar lo mismo; de hecho,
todas las críticas que he leído abundan en algo que vale para la primera mitad
de la novela, pero nadie reseña con espíritu crítico el desarrollo y el final
de la novela. Y sería una lástima porque esa primera mitad es extraordinaria,
verdaderamente buena. Si hubiese seguido así las otras cien páginas, guiándose
por la historia y no por la plantilla, yo ahora estaría deshaciéndome en
halagos, porque la prosa (descontando esa manía de usar siempre el posesivo
para los miembros del cuerpo, que me pone malo) es realmente buena, y aún podía
ser mejor si, además, fluyese, si no se viesen las rebabas del cincel. Esto,
que al principio es una delicia, al final molesta un poco, porque este final
está escrito con la misma premeditación que todo el desarrollo, y con el mismo
estilo, y a la misma velocidad, por más que baje la cuota de tecnicismos
campestres. Hemingway escribió catorce veces el final de El viejo y el mar,
pero cada una de ellas la escribió de una sentada. El final lo tiene que dictar
la propia novela, no solo en su argumento, sino también en su escritura. No hay
nada más molesto que saber qué es lo que te queda pero seguir sometido al mismo
ritmo de frases contundentes y meticulosas descripciones de objetos y de
movimientos. En esas páginas la novela lleva dos velocidades distintas, la de
la prosa, que es el ritmo de siempre, y la del argumento, que se tiene que
parar constantemente hasta que Carrasco cierre el diccionario de Julio Casares.
Hay una especie de sometimiento poético que se carga la vida de la novela. La
vida está antes de que lleguen los malos. Lo que sigue son vueltas de tornillo
en una sola dirección.
No sé
por qué ensucia de cine barato una historia tan atractiva, tan estupendamente
bien escrita, cómo pringa de celuloide su escribir ascético y potente, plagado
de momentos buenos, de percepciones sutiles. Bueno, sí lo sé. Porque al final es
cine. Tardará poco en ser filmada, y en la segunda edición, cuando los
críticos, por fin, se la hayan leído, o hayan visto la película, pondrán por
delante las virtudes estilísticas, y dirán que, por lo demás, reflexiona sobre la violencia, que es lo
que suelen decir cuando se ponen a vender tripas. Yo creo que se pasa, y se pasa
porque quiere mantener la gradación ascendente y llega a narrar escenas
ridículas de tan pasadas de rosca (tanto tornillo), como es la razón de la
fuga, repulsiva, con lo bien que estábamos los lectores (y los críticos)
convencidos de que el autor no la iba a desvelar nunca, o incluso, sobre todo,
la pasión y muerte del tullido, por soplón. No, la desvela poco antes del
final, en el minuto 75 de un telefilme tan poéticamente narrado, instantes
antes de que los actores puedan por fin meterse en la ducha.
3.2.13
Ensayo de literatura campestre, 1
Estas impresiones que suelto sobre Intemperie no quieren decir que el autor no escriba estupedamente, pero quizá lo
hace mejor cuando se contiene que cuando se le desmanda lo folclórico. “En
cuanto el alguacil metió el mechero, el esparto prendió. El abrigo de las
paredes del torreón y el calor de la jornada hicieron el resto. En unos segundos
las llamas superaron la altura del quicio de la puerta hasta que sus puntas se
perdieron en el interior del tubo.”
Inventar esas “puntas” a las llamas sería en puridad escribir bien, y
no el conocer al completo el campo semántico del fuego.
La
novela está muy bien, ya diré por qué. Pero este ejemplo no es de los mejores
del libro, y lo de puntas no es ningún hallazgo, sino uno de las varias
estridencias que se escuchan en el texto. Como el libro está escrito frase a
frase, como si después de cada una el escritor se fumase un cigarro, casi todas
de la misma longitud, con los mismos segmentos y con el verbo al principio,
siempre en un indefinido que es como un pico, como un golpe de yunque de platero,
tas, a mí me resulta monótono, pero reconozco que en inglés, por ejemplo, a Macarthy
le suena muy bien, aunque McCarthy tiene luego una variedad de longitudes y
segmentos que aquí se reduce a un versículo muy bien limado. Pero, si lo que
más brilla en esta novela es el diccionario de Julio Casares, si su pretensión
estética era esa, entonces no habría escrito metió sino arrimó, y
habría evitado la rima interna metió-prendió
(doble tas). Jornada no es, otra
vez, la palabra más precisa. El calor de la jornada solo puede sentirlo el
alguacil, no el esparto. Al esparto, en todo caso, le afectará el calor de la
hora, o el de la canícula, o simplemente el calor que hacía, que es como se
suele decir. El quicio no marca la
altura, la marca el dintel, y además
es redundante: puestos a tirar de sinécdoque, con la puerta vale. Pero lo que a
LM le gusta son las puntas del fuego,
como si fuera un hallazgo, algo no previsto en el diccionario. En efecto, el
autor llama puntas a lo que en
castellano se llama lenguas. Por otra
parte, en el campo, en la lengua del campo, no se emplea la palabra segundos, y
menos en aquella España sin relojes.
La
diferencia no solo es de precisión léxica; es, sobre todo, prosódica. Lo
importante es que la imagen que compongan sea una buena metáfora, no las
palabras imprevistas. Es la gran enseñanza de Virgilio: los juegos de palabras
no crean metáforas perdurables; son las imágenes que componen las palabras
precisas, y las más naturales. Pero esa descripción exacta de lo imaginado
necesita un aliento poético concreto,
algo que solo se consigue con el orden de palabras. El ritmo de Intemperie, decía, es machacón, pero no
épico. Se pierde en la etnografía, y en eso creo que LM lleva razón. Brillan
más las palabras que su contenido, lo cual no deja de ser una alternativa, pero
en ese caso abierta a todo tipo de críticas quisquillosas.
En
lo que no lleva razón LM es en que Intemperie
parezca una página perdida de Ferlosio. Ferlosio estableció el modelo para este
tipo de prosa en Dientes, pólvora,
febrero, que es el metro adecuado para medir la verdadera altura del quicio
de la prosa de Jesús Carrasco. Ese cuento es el juez. Ese cuento es como se
tiene que escribir una historia como la que cuenta Intemperie. Lo recorrido por Carrasco es mucho, desde luego, pero
lo que le queda por recorrer para llegar ahí tampoco es moco de pavo. Lo que le
sobra al cuento de Ferlosio y le falta a la novela de Carrasco es la voz, la
maravillosa voz mítica que ensaya Ferlosio y que es un crimen que no la haya
extendido a una novela larga, al menos tan larga como la de Carrasco, porque
entonces estaríamos hablando de un clásico mayor.
Lo
de Carrasco es muy de agradecer. Ya es hora de que triunfe alguien, y de que lo haga
sin más armas que el castellano, y que no cuente su vida ni salga por la tele.
Y ya es hora de que triunfe una geórgica, un relato pastoril, una novela
campestre. La gente nombra mucho a McCarthy pero por ahí creo que no van los
tiros. McCarthy nos gusta a todos. A mí aún me gusta más William Gay, a quien
he descubierto hace bien poco y de quien pronto escribiremos algo. Lo de
Carrasco es más un cruce de película de Sam Peckinpah con el punto de vista de
Gutiérrez Solana y la prosa, casi, de Sánchez Ferlosio. En los mejores momentos me lo imagino
como La caza de Carlos Saura, por
supuesto en blanco y negro, si acaso con un colorido temprano, saturado, de película
de sesión de tarde.
Los anglosajones
aún no han dejado de desarrollar la pastoral,
el género de McCarthy, con más o menos cruces culturales. Pero en España Delibes
es el decano ya muerto, pero no sustituido, de los que consiguieron que se respetasen
las historias del campo. Por eso se le nombra tanto a propósito de Intemperie. Y tampoco es Delibes a quien debemos acudir cuando leemos a Carrasco, por más que enseguida se nos
vengan Las ratas a la memoria. El
mundo de Carrasco es más celiano, es decir, más en la línea de
quienes ven el campo como el territorio de los hombres primitivos. Delibes nunca
lo vio así. Antes que Ferlosio, mi modelo para una novela pastoril
contemporánea era el Diario de un cazador,
precisamente porque, al margen de los tecnicismos (que tampoco son tantos)
podía oír el campo, algo que no se
hace tanto con palabras sueltas sino con dominio de fraseología popular, de
cómo se construyen las frases en el campo, de qué verbos no se usan, de cómo
las metáforas, en el habla cotidiana de los pueblos, sustituyen sistemáticamente
a las abstracciones, y eso le da un aroma y una constancia poética de que las
novelas de ciudad, obesas de tópicos literarios, suelen carecer. La lengua está
compuesta de palabras, pero sobre todo de frases. La noción está en la palabra,
pero el sentimiento está en la frase hecha. Delibes, por lo demás, no degrada a
sus personajes, por malos que sean. Delibes empatiza porque se mete en ellos, y
trata de no contar de ellos lo que ellos no contarían de sí mismos, algo en lo
que Carrasco insiste con auténtica delectación, si bien lo justifique el punto de vista espantado de la criatura.
Sé
de lo que hablo. Ensayé esa misma prosa en un cuento, Animales
heridos, y, por lo demás, los tres libros que he publicado son de
literatura campestre, por más que uno de ellos se disfrazara de folletín. No me
he comido una rosca, desde luego, pero a estas alturas no deja de ser un
consuelo que a una editorial como Seix-Barral (la misma que, años ha, publicó La lluvia amarilla) le dé por publicar
una de esas novelas rurales que los
editores rechazan antes de abrir. Intemperie
merece la pena, ya lo creo. No estamos acostumbrados a novelas bien
escritas. Yo le pongo peros (y más que le pondré, porque aún no he empezado a
hablar de ella) porque toca el género que más me gusta, y el único que
practico. No el western, claro, ni la novela-película, pero sí el relato que
sucede en el campo y del que el campo es el verdadero protagonista. Con la
misma afición con que selecciono palabras para incrustarlas en la traducción de
las Geórgicas, intento, cuando puedo,
escuchar esa voz, la voz del campo, que no está solo en el Casares, que es una
tradición de primer orden que en España, tan acomplejados siempre, hemos
considerado literatura menor. Cuando presenté Geórgicas,
donde está incluido ese cuento, el periódico local escogió las palabras épica atemporal para titular lo que yo quería
conseguir practicando el género pastoril. No me pareció mala elección.
Dejo
aquí un fragmento de Dientes, pólvora,
febrero. Es más elocuente que cualquier cosa que yo diga. Es el metro, la
medida.
2.2.13
Historia de dos ciudades
Historia de dos ciudades (1859) es lo
que podríamos llamar una novela de romanticismo crítico. Por lo primero,
rivaliza en acción, misterios, cárceles, fugas y escapadas con la factoría
Dumas, y por lo segundo deja claro que entre los efectos perversos del
despotismo no solo está el tratar a tus compatriotas como animales, sino
también el convertirlos en bestias salvajes. Entre el marqués de Evremonte,
asesinado por el pueblo revolucionario al poco de empezar la historia, y la
señora Defarge, asesinada por la viajera inglesa poco antes de terminar, hay un
retrato sangriento y divertido, implacable y emocionante de lo que un inglés podía
pensar de la Revolución Francesa, a pesar de que, como también describe
Dickens, en Inglaterra, en la otra ciudad, hiciesen de la horca un pasatiempo
cotidiano. El asco y la reprobación con que retrata a esos aristócratas de
aparatosa peluca y cutis de muñeca vieja solo es comparable con el que utiliza para
los revolucionarios ciegos, sedientos de venganza universal, que aplicaban los
mismos privilegios hereditarios para morir que ellos, los aristócratas, habían
utilizado siempre para someterlos. La señora Defarge no se conforma con mandar
al cadalso a Charles Dornay por ser un vástago del opresor, por más que el
propio Dornay fuese contrario al absolutismo; quiere también matar a toda su
familia, a todo el árbol genealógico si fuera necesario. Su marido, el mismo
que traiciona al doctor Manette, cree que ha llegado un punto en que ya es más
que suficiente, ya han rodado bastantes cabezas, ya su mujer ha tejido bastante
calceta en primera fila, sin importarle demasiado que le salpicase la sangre.
Pero ella no. Ella tiene motivos para
una venganza infinita, tan enloquecidos como perturbador es el recuerdo de lo
que los antepasados de Dornay hicieron con ella y con toda su familia.
A pesar
de que Dickens no se para en teorizar al respecto, su diseño de los personajes
está tan alejado de la farsa sádica de los borbones como del rencor
inextinguible del populacho. Su narración de la carmañola, el baile de las
masas borrachas de venganza, no tiene nada que ver con la tradición alegre de
los que estrenaban libertad, más bien con una catarsis dionisíaca en la que
cualquier locura tenía la misma justificación que las que hasta entonces
habían cometido los señores. El papel de Mr. Lorry, un banquero inglés, modelo, a
sus setenta y tantos años, de caballero intrépido, es la prueba permanente de
que la Revolución Francesa fue una colisión entre los extremos que solo podía
encauzarse con el modo de vida que ya llevaban en las islas. El propio Charles
Dornay quiere ser inglés, e incluso el doctor Manette, el mejor personaje de la
novela, tiene esa melancolía diquensiana del padre de Agnes en David Copperfield. Los tribunales de
Londres, suele decir, funcionan mal, pero conservan ciertas garantías. No hace
falta que un individuo se llame ciudadano para saber que lo es. Todos ellos
(salvo, quizá, Dornay) representan profesiones liberales, abogados, médicos,
una burguesía de la que no hay rastro en París, donde los que no son amos o
lacayos de los amos son el pueblo sans
culotte. No sé si Dickens nos escamotea aquí deliberadamente una
comparación de clases sociales homogéneas o es que en la Revolución Francesa solo
había pobres y ricos. A los jacobinos solo se los menciona, si no me he
despistado, una vez, cuando el chivo expiatorio, Carlton, ha empezado a poner
en práctica su plan para salvar a Charles Dornay de la guillotina. A Dickens no
le interesa que Lorry y Manette discutan sobre las célebres contradicciones
jacobinas. Son víctimas de la contradicción, y por lo demás la novela es
acción, no digresión, acción prieta y veloz, sin más remansos que la
generosidad con que deja hablar a sus personajes, aun cuando se estén muriendo,
como el Basilio cervantino.
En esta
espléndida composición narrativa solo hay una cosa que me chirría un poco; es
decir, solo hay un detalle que me parece propio de otra época, porque el resto,
de la primera a la última página, pasaría hoy en día por una excelente novela
histórica recién escrita. Ese detalle tiene que ver con la trama de personajes
secundarios que arma finalmente la novela. El encuentro entre la señorita Pross
y Salomon, su hermano perdido, a la sazón oveja,
esto es, espía de la cárcel, me parece del todo gratuito, y la única concesión
a esa clase de convenciones argumentales que en la época de Dickens (y ahora)
todavía provocan placer en cierto tipo de lectores. En mí no mucho, sobre todo
cuando disfruto de la maestría con que lleva las riendas de la diligencia
desbocada que es esta novela. El asesinato del marqués es uno de los mejores
capítulos que he leído en Dickens, y el doctor Manette y el shakespeariano
Carlton, dos grandes personajes. El uno lucha contra las secuelas mentales de
un largo cautiverio en la Bastilla, que se reproducen al contacto con la
crueldad, y el otro es en sí mismo y personaje para una novela entera, el
abogado brillante y disipado, desgarradamente solitario, a quien se le ofrece
la amistad pero se le niega el verdadero afecto, y que decide dar la vida por
algo que merezca la pena. Al romanticismo francés de un Dumas en la composición
de la novela, viene a sumarse, como colofón, el romanticismo inglés de un
Byron llevado hasta sus últimas consecuencias. Por eso sí se puede dar la
vida, parece decirnos Dickens, por algo que mantenga tu nombre vivo entre
quienes tienen motivos para quererte, entre los únicos que pueden perdonarte
porque son los únicos que no te confunden entre la multitud, que saben quién
eres.
31.1.13
27.1.13
En cinco minutos
Lo ha dicho Alberto Entrerríos, que es más fiable que yo: “Ellos,
cuando han visto que nos íbamos en el marcador, no han luchado. La segunda
parte ha sido una celebración”. En realidad el partido duró cinco minutos, incluso
menos, porque con el 3-0 el partido estaba terminado. Es como si un jugador de
ajedrez pierde una torre en las primeras jugadas, que ya no sigue. Seguir
habría sido desesperarse, de modo que la fantástica final se ha reducido a un
arranque portentoso y una cantidad anormalmente abultada de goles y de minutos
de la basura. Landin tenía frío el dispositivo de reacción instantánea que
lleva incrustado en el bulbo raquídeo, y eso que empezó bien, pero la posición
de la victoria ya estaba ganada. Si les hubiesen dejado, habrían arrojado la
toalla nada más empezar.
Sterbik
no empezó tan bien, pero después entró en uno de esos trances en los que habría
parado lo que fuese aunque se hubiera dedicado a hacer el chorras. Cañellas lo metía
todo, siempre por el mismo sitio. Jorge Maqueda es más potente que Diomedes,
avanzaba con los adversarios colgados de los bíceps hasta que empotraba la bola
en la portería. Aguinagalde el Vasco hacía la peonza en la raya con más salero
que un patinador. Rivera Jr. tiraba vaselinas que dolían. Cuando Mikkel Hansen
se decidía a blandir la pica, se daba de morros con Viran, un titán. Montoro
lanzaba como el Junco el otro día, soltaba la ballesta desde su casa.
Hubo dos
factores que desequilibraron el encuentro, y este fue uno. Los jugadores
españoles cogieron el sitio, el papel. Montoro hizo de Junco y Entrerríos de
Hansen y Morros de Toft y Sterbik de los dos guardametas rivales juntos. Tomás,
por ejemplo, se comportaba como si llevara el cuerpo que Eggert llevó el otro
día. Fueron lo que los rivales querían ser. Les robaron la cartera por el
procedimiento de pedirle dinero al ladrón, cobraron esas tres décimas de
ventaja y los daneses decidieron sumirse en una melancolía transitoria y actuar
como cuando, en sus respectivos clubes, tienen un día malo, de poco público y
torpezas acumuladas, y, más que inhibirse, ahorran las pocas fuerzas que les
quedan.
El otro
factor, Sterbik aparte, que, como se suele decir, decantó el duelo, fue un
movimiento muy astuto del entrenador, Valero Rivera: dejó en el banquillo
al único que todo el mundo habría dado por hecho que sería titular, Entrerríos,
y lo sustituyó por Antonio García, que solo estuvo en cancha los minutos
decisivos, los primeros, el tiempo de la sorpresa, del imprevisto que no estaba
en las pizarras, y en ese tiempo cogió para su equipo unos metros insalvables.
Luego volvió Palante, hijo de Evandro, en su último partido con la selección, y ya no hubo marcha atrás. Los daneses no entendían, las charlas tácticas hacían aguas, aquello era una
improvisación intolerable. Mikkel Hansen quiso ser Entrerríos pero se encontró
siendo Antonio García, que se pasó luego el partido en el banquillo. Viran
Morros y Gedeón Guardiola cogieron el palo antes que Toft Hansen, como si fuera
el juego del pañuelo. Aquello desestabilizó todo. Los lanzamientos no venían
por las esquinas, como estaba pactado en el ordenador, sino por un ataque
acorazado, apisonador, un llegar hasta las líneas enemigas arrancándose las
flechas, unos contraataques que eran los que tenía previsto hacer Dinamarca,
que se dejó apalear con la arrogancia de quien lo quiere todo o nada.
En
eso no tengo que desdecirme. El balonmano de élite se ha sofisticado tanto que
ya no importa dejarse la vida en una derrota segura. Es
posible que la razón moldee más el pundonor en Dinamarca, pero la actitud de
los jugadores daneses no es lo que los románticos entendían por patriótica. La
regla del pasivo impide que un equipo pase el tiempo peloteando
inofensivamente, pero debería haber otra regla, al menos en estos campeonatos,
que impidiese bajar los brazos tan temprano. Dinamarca no quiso pelear, y quizá
fuera lo más razonable. Pero esto no es ciencia, esto es epopeya, lucha
encarnizada. Sabían los daneses que abandonando la partida no nos darían el
gustazo a los espectadores de sentir emoción, que siempre es más intensa que la
simple alegría. Mejor que yo lo ha dicho el gran Sterbik: "Las victorias son más dulces cuando ganas en una lucha más
fuerte".
Vendaval
La
selección española de balonmano va a jugar la final del campeonato del mundo
envuelta en varios halos de desconfianza. Quien más quien menos teme que
Dinamarca se recree como lo hizo con Croacia, y quien menos quien más teme que
el Palau Sant Jordi se sume a la fiesta danesa. Lo segundo me importa menos que
lo primero porque en la tele apenas se ve a los espectadores y porque estos
bigardos no necesitan el aliento de la multitud para comportarse como guerreros
clásicos.
Pero lo
primero me tiene más preocupado. He visto unos cuantos partidos del campeonato
y en la mayoría el duelo estaba cantado a los cinco minutos de empezar. El
colmo fue Dinamarca cuando cogió unos metros de ventaja en los primeros
compases del partido ante Croacia y se conformó con mantener la distancia hasta
que, llegando al final, dio unos cuantos martillazos para remachar los clavos
del ataúd. Mikkel Hansen se limitó a bombardear a sus propios compañeros con
asistencias que se iban acelerando hasta que un extremo con aire de gnomo, Eggert,
el Puck de Dinamarca, ensayaba una fantasía que le dio hasta nueve veces
resultado. Croacia no tuvo nada que hacer, y lo peor es que pareció asumirlo al
mismo tiempo que los espectadores, cuando aún no habían ordenado en el asiento
las pipas y el teléfono.
Es
posible que esta tarde pase algo parecido. El juego danés contemporiza hasta
que llega el momento de machacar; deja que los rivales se vacíen y se
desmoralicen, como el Barça. Esta superioridad previa, absoluta, ataca a la
mayoría de los deportes de equipo, aunque no sean selecciones. La clasificación
de la Liga Asobal es en ese sentido escandalosa. Un equipo lo gana todo, otro
intenta seguir la estela, y el resto están perdidos en la medianía. Sucede casi
lo mismo que en Formula 1: si al principio de la temporada un coche corre una
décima más rápido que el resto, la suerte está echada, por mucho pundonor y
maniobras orquestales que se les quieran oponer, y esa diferencia mínima
progresa geométricamente hasta la aplastante superioridad. Quedan partidos
hermosos e intensos: el Francia-Croacia, por ejemplo, con dos equipos que
corrían en la misma décima.
¿Ha
habido siempre un solo equipo que descollase de manera tan rotunda? El
balonmano se ha hecho un deporte de precisión cuyas variables se reducen al portero, lo
único incontrolable. Hoy en día el portero es todo
técnica e instinto. A la velocidad a la que le disparan zambombazos desde seis
metros (menos aún en carrera) no puede más que confiar en reacciones previas al
pensamiento. Veo jugar a Landin y me imagino que todos los días practicará el
kunfú, no tanto para mejorar la elasticidad como para someter su mente a un
nivel de concentración superior. Da la sensación de que escanea mentalmente
todas las posibilidades del lanzamiento y corrige un poco su posición para
ocupar un mayor porcentaje de todas las trayectorias, de modo que muchas veces
no parece que detenga los balones o los desvíe sino que los
lanzadores apunten sistemáticamente al muñeco, como si los tuviera
hipnotizados.
Todo lo demás
es previsible: defensas durísimas, centros poblados, extremos voladores. El
duelo, en realidad, no es entre dos equipos sino entre dos piezas concretas.
Sterbik, por lo visto este campeonato, ha mostrado ser menos constante que Landin; más,
digamos, currista. Con Alemania
estaba ido y con Eslovenia hizo, entre otras muchas, la parada más hermosa del
torneo, subiendo el pie derecho por encima de la cabeza para despejar un
lanzamiento cuando las manos estaban acudiendo a la trayectoria más abierta y
no tenían tiempo de parar la inercia y volver porque el balón llegaba a más de
cien kilómetros por hora con efecto de dentro afuera. Una pasada. La duda es si
Sterbik estará igual de bien hoy que Mikkel Hansen querrá sacarse unas fotos
celebrando goles y que a René Toft ya no le importa demasiado que lo sancionen
por partirle un hueso a alguien ni al entrenador que El
junco danés, que no me acuerdo de cómo se llama, dispare desde nueve metros
a más velocidad que otros desde cuatro.
Este
jugador indica, además, por dónde va el balonmano. Tiene la talla de un pívot
de baloncesto, del pívot que antes era siempre reserva porque, de tan
grande, resultaba un poco sopazas, un monstruo de pies grandes y cabeza pequeña, un
poco como ahora es, en España, Ángel Montoro, el Romay de nuestro balonmano, lo
que antes era Juancho, por ejemplo, un gran jugador, excelente pivote, pero que
no tenía la destreza de estos tallos. Si a mí me gusta el balonmano es porque
no soy demasiado alto. En el colegio las jirafas elegían baloncesto, los altos
voleibol, y los demás fútbol o balonmano. El balonmano adquirió, como ya
comenté aquí, la talla de los héroes, ese metro noventa que debía de medir
Héctor, hijo de Príamo. Y sin embargo conservaba los extremos pequeñajos y los
laterales no muy grandes. Ahora empieza a requerirse para jugar a balonmano la
misma talla que para jugar a baloncesto, y eso, en términos de corpulencia, es
la raya que separa al mozarrón del androide, al atleta del fenómeno. Dentro de
unos años el balonmano será saltar y tirar, como un baloncesto hacia abajo. De
momento es el juego de equipo que más fortaleza y apostura sigue exigiendo,
pero Sterbik ya es un gigante que no cabe por la portería (mordaza es a una gruta,
etc.), y en Dinamarca, aparte del Junco,
ya se ve asomar el retrofuturismo en Mikkel Hansen, que tiene aspecto de postneanderthal.
Pero no
valen excusas. Siguen siendo humanos; su carrocería, junco aparte, aún es la de
los guerreros, los chicarrones, los mozos que llamamos para que nos ayuden a
colgar el cerdo y destazarlo. ¡Llama al
hijo de Atilano, dile que venga, que no podemos con el toro!, y venía el
muchacho, Atilano Entrerríos, qué pasa, decía, ahí va de ahí, y cogía el toro
por los cuernos mientras los vecinos le trababan las patas, y parecía Sansón.
Pero era un Sansón posible, verosímil. Todavía no era Superman, aún era Josechu
el Vasco. En este caso, asturiano.
La velocidad
a la que juega Dinamarca es tan inverosímil como su junco de 212 centímetros de
largo. Los ves poner la pelota en funcionamiento y de pronto solo atisbas su
estela y un confuso movimiento de cuerpos del que sale un disparo inalcanzable.
Esta tarde va a jugar el balonmano de hoy con el de mañana. Ojalá tenga que comerme mis palabras, pero me temo que solo podemos ganar si Sterbik está
mejor que Landin y todo lo demás funciona mejor que nunca. Nuestra baza está en
nuestro gigante, en nuestro humano menos humano. Los hombres solos no harán
frente al vendaval.
23.1.13
Tiempos difíciles
Después
de David Copperfield y Casa desolada, a sus 42 años, Dickens
escribió esta maravilla de novela, algo más breve que las anteriores y que las
que seguirían, y quizá por eso de una perfección argumental más allá de
cualquier relleno lacrimógeno. Eso de bañar la novela en lágrimas, tan
reblandecedor, aquí da paso a una historia lubricada de sarcasmo, apasionada y
triste, escrita por un hombre que detesta la crudeza del utilitarismo en
cualquiera de sus formas. Con la Biblia en la mano (abundan las citas directas
entremetidas), construye una parábola sobre los peligros del tipo de educación
que todavía hoy, siglo y medio después, sigue poniendo sus huevos en cerebros
como el del tal Wert. Escuchando las pijadas que dice el profesor Gradgnind
sobre la necesidad de los conocimientos útiles, de los datos y las transacciones,
la competencia, los réditos, los números, me parecía estar escuchando un
discurso de la consejera de Educación. Al final de la novela, un alumno
aventajado, Bitzer (en la estela de Huriah Heep, pero más frío y menos
acomplejado) le recuerda a su antiguo profesor que no ha olvidado nada de lo
que le enseñó. “La única manera de manejar a una persona es mover su interés
propio. Lo hombres somos así. Sabéis perfectamente, señor, que es este el
catecismo que me enseñaron cuando yo era muchacho.” Acaba de frustrar los
planes del viejo profesor para salvar a su hijo de la cárcel, si no de algo
peor, y lo hace nada más que por un ascenso en el banco donde trabaja.
Dickens
está harto del puritanismo despiadado y la soberbia autosuficiencia que ya
latía en Robinson Crusoe, más o menos
por el tiempo en que Oliver Goldsmith creía en la bondad por encima del
provecho. Este asunto nos llevaría demasiado lejos. El carácter anglosajón es
una mezcla desigualmente repartida de ese individualismo rentable y ese otro
sentimentalismo solidario. Por el día, en el trabajo, interpretan a Defoe, y
por la noche, junto al fuego, leen a Dickens. Es como si Adam y Smith fuesen
dos caras del mismo individuo, el uno cariñoso y desprendido, el otro
interesado y calculador. El propio Dickens, de creer a Tomalin
la Resentida, trataba sin piedad de ningún tipo con sus editores y a su
señora no le hacía ni caso, pero luego era el padre que divertía a sus hijos y el
que daba masajes cardiacos a media Inglaterra. La blandura vespertina no
afectaba a la dureza matutina, convivían como un matrimonio de conveniencia que
apenas se saluda por los pasillos, pero lo hace con exquisita educación. Pero
Tomalin no es de fiar, por muchas verdades que diga. También Galdós pasó por
pesetero e insensible, cuando se limitaba, como Dickens, a que los editores no
lo engañasen y a que las mujeres no le amargasen la vida. Dickens desprecia el
escualo-liberalismo de los banqueros, pero también la retórica intransigente de
los agitadores de obreros. Es como si en Tiempos
difíciles hubiera querido exponer, con brevedad y concisión, las ideas que
de todos modos flotan por los océanos de sus otras novelas.
No me
gustan los resúmenes de argumentos, pero en este caso merece la pena. La
pequeña Ceci es adoptada por el positivista señor Gradgnind, padre de dos hijos
(tres, pero una solo figura) que son el resultado directo de sus teorías
pedagógicas. Ella, Louisa, es una muchacha obediente y reprimida a la que su
padre entrega en matrimonio al gilipollas de Bonderby, el banquero, un sujeto
repulsivo que presume de infancia miserable, como la mayoría de los
millonarios. El otro hijo, Thomas, es un inútil criado en las apariencias y el
rencor. El tronco principal de la novela crece a partir de que Louisa se
preocupa por un obrero, Stephen Blackpool, a quien sus compañeros acusan
falsamente de colaborar con el amo de la fábrica, Bounderby, para debilitar el
sindicato, y a quien el amo echa de la fábrica porque se niega a colaborar con
él contra sus compañeros. A Thomas Gradgnind Jr. solo se le ocurre utilizarlo
de señuelo para robar el banco donde lo metió su padre a trabajar. Pero la
jugada le sale mal. El obrero muere finalmente, aunque le da tiempo a lavar su
nombre. A Thomas intentan salvarlo, por compasión hacia su padre, los
titiriteros entre los que se crió la alegre Ceci, y finalmente lo consiguen, a
pesar de que la astucia legal de Bitzer trate de impedirlo.
Así
contado, en sus trazos más gruesos, la parábola no admite personajes
redimibles. Bounderby es, además de petulante, un desalmado. El mismo encuentro
madre e hijo que en otras novelas haría saltar las lágrimas, aquí es un
episodio vergonzoso. Bitzer tampoco tiene alma. El que no es un desaprensivo es
un acomplejado. Pero Louisa es una madame Bovary en positivo, es decir, la
mujer soñadora a la que el galán de turno, más que seducirla, la hace despertar,
por fin, para que abandone a su repelente esposo, aunque no vaya a marcharse después
con él. Incluso su padre, el fanático del realismo práctico, acaba reconociendo
su error, lo cual le hace merecedor de que sus hijos finalmente se salven. Por
encima de todos, como un ángel, Ceci, la que se crió en el circo, conserva siempre
la higiene del espíritu, la alegría y los buenos sentimientos como esencia
natural del ser humano, siempre y cuando no se le acogote con las apariencias o
con la necesidad de producir dinero. En Cocktown, la ciudad negra de hollín y
de miseria, solo los titiriteros duermen sin humo, al raso, sobre la hierba.
Los demás se pudren en matrimonios equivocados, en destinos más propios de
bestias que de hombres, o en la olla de su propia vanidad.
Todo
esto son truchas que saltan en un río bravo, como siempre, plagado de personajes
y de interesantes giros argumentales. Dickens no solo sabe sorprender, sino
algo más difícil que eso: sabe sorprender a los perspicaces, pero sobre todo
sabe que la gran sorpresa es que finalmente todo suceda del modo más natural.
De las casualidades múltiples que pueblan David Copperfield solo queda una, tan
solitaria que llama la atención: el modo casual como Louisa y Ceci descubren
que Stephen Blackpool ha caído en un pozo, por un sombrero que se encuentran en
el campo. Todo lo demás sigue la lógica de las jugadas de billar. Dickens está
muy encima del argumento y demasiado encima de los personajes que detesta, que
no tienen ninguna posibilidad. Es, en ese sentido, una novela seria, sin el optimismo narrativo,
cervantino, de sus novelas largas. Está más premeditadamente armada, por así
decir, y eso que siempre despotrico contra las premeditaciones novelescas. Pero,
cuando se hace bien, es decir, cuando parece que no se hace, el placer es el
mismo que en las novelas desatadas. A veces da la sensación de que a Dickens se
le acelera la mano con los múltiples historias y personajes que le brotan del
tintero, pero se la sujeta y sigue el trazo sombrío que se proponía. El Dickens
serio, enfadado, hasta las narices del neoliberalismo de entonces, convive con el
festivo, dicharachero, titiritero. En una novela sarcástica y ceñuda se propuso
hablar de la bondad, y la bondad le surge sin querer, envuelta en maestría
narrativa. Por momentos (el episodio del picaflor James Harthouse), da la
sensación de que Dickens se ha tomado un descanso austeniano, de diálogos y
saloncitos, agradable, de novela larga, pero pronto se sienta bien en la silla
y la emprende con los banqueros viscosos. Tiempos
difíciles no es breve solo porque Dickens la quisiera así, supongo, sino porque
se empeñó en que fuera así, a pesar
de su inclinación al desbordamiento. Esta lucha por no enjugazarse con bondades
que puedan desacreditar la tesis de la novela, reivindicativa y grave, y de
usarlas no como artificio narrativo sino como parte de la idea, es como un
sacrificio de páginas, un esfuerzo de contención que da un resultado redondo.
Dickens asombra cuando desparrama y cuando se pone serio, por la mañana y por
la tarde, cuando es Adam y cuando es Smith.
20.1.13
Cicatrices y pintura roja
En Lincoln, que
conforme pasa el tiempo me va gustando menos, había presupuesto para pelucas
pero no para cicatrices. La esclavitud, que es el tema, solo aparece en fotografía, en las placas de cristal con
las que juguetea el hijo pequeño del presidente. Una de ellas, celebérrima, la
única que se distingue en la película, esta que cuelgo aquí, se tomó en
Maryland, muy cerca de donde Lincoln destilaba las lágrimas de cocodrilo de
varias generaciones. Pero su visión real habría sido excesiva para la pulcritud
patriótica de Spielberg, que se limita a trasladar a su película las mismas
dudas que se plantea el congresista radical, empeñado en decir que todas las
razas son iguales, pero que se tiene que morder la lengua y decir, en cambio,
que todos los hombres son iguales ante la ley, una y otra vez, para no alterar
a los otros congresistas que no concebían la idea de que un negro fuera igual
que un blanco. También Spielberg, tan detallista él, deja lejos de la pantalla
las cicatrices, los bozales, los grilletes, las camas calientes, las torturas,
las violaciones, los divertimentos salvajes, las luchas de mandingas, incluso
el servilismo, tan bien retratado por Faulkner, de quienes se consideraban
esclavos de un rango superior, con derecho a ir vestidos y a que no los
azotasen con frecuencia. Y todo ese material macabro, toda esa ponzoña
inconcebible, casi inverosímil, pero cruda y real como la pura verdad, es el
material sobre el que Tarantino ha montado Django unchained, para mi gusto lo mejor que estrenado desde Jackie Brown.
Pero
Tarantino ha hecho algo más. No solo se ha servido del material más vergonzoso
de la historia de su país, sino que lo ha usado para lo que sirve, para contar
una historia falsa, de esas historias falsas que nos ayudan a conocer la verdad
bastante más que las historias verídicas y documentales. Los discursos y las
citas de Spielberg no tienen una pizca de la verdad que late entre los litros
de pintura roja y las situaciones delirantes que acumula Tarantino en casi tres
horas de diversión. Un personaje tan tremendo como el de Samuel L. Jackson no
cabe en las impolutas historias reales de Spielberg, ni siquiera en aquel Corazón púrpura que no servía más que
para lloriquear. Jackson hace de viejo criado del dueño de la plantación (gran
Di Caprio), tullido por su ajetreada juventud, que ha nacido y crecido en la
misma casa, con los mismos amos, y que desarrolla una fidelidad perruna, tan
desagradable como comprensible. Fiel a su estilo, Tarantino aplica más humor
precisamente allí donde todo nos parece más cruel, y el criado soplón, el
personaje trágico, más que levantarnos odio nos causa gracia, pero no nos
esconde, al contrario, ninguna de las causas por las que podríamos apartar la
vista. Me molestan los autores que subrayan, sea con el violín o con la mala
jeta de los malos. El subrayado es cosa del espectador; los mensajes se ven,
pero no se oyen, y en eso Tarantino es un maestro. Su sentido del humor evita
el sermón, lo sustituye por cine, como es su obligación, y ese patético bufón
de setenta años es una composición, a mi juicio, mucho, pero mucho más difícil
y mejor conseguida que la de Lincoln. Samuel L. Jackson, incalificablemente
bueno, es un malo gracioso, pero también es una parte de la historia. El
sadismo, la otra parte de la historia, hace que Di Caprio acceda al grado de personaje fascinante, quien con
una sola escena, la de la calavera, nos explica lo que por aquellas fechas
pensaban casi todos los blancos y algún que otro negro domesticado. Es entonces
cuando Di Caprio pronuncia la breve frase que da sentido a todo: “¿por qué no
nos matan?”
Django es el héroe precisamente por eso, porque aprende a matar. El racismo norteamericano llegó a pensar que los negros se merecían ser esclavos porque no eran naturalmente capaces de rebelarse. Los mismos que consideran a Darwin un chiflado y un hereje conservan el cráneo de un esclavo que los vio nacer y los crió cuando eran niños, como si fuera la prueba de que los negros nacen naturalmente sumisos, como los perros. Esta brutalidad hallaba nido en la mayoría de los analfabetos blancos armados, incluido el propio amo, a quien Tarantino se cuida en pintar como un ignorante con dinero, como el millonario medio norteamericano. Dice Spike-Lee que esta película es racista. Ya lo creo: pocas veces se ha hablado tan descarnadamente de los blancos.
Y, por encima de la idea, clara, sin sombras, en cuatro palabras, está la gran escena, marca de la casa. Di Caprio se ha enterado de la trampa que le están tendiendo y entra de nuevo en la sala completamente transfigurado. Ya no es el señorito vestido de lino que se entretiene con su harén de negras y su perrera de negros. Era solo un negociante, abducido por el dinero, pero cuando se entera de que lo quieren torear, enseña los dientes amarillos y entra en el salón con un maletín de verdugo en el que hay una bomba visual, un crescendo impresionante donde, pasada la verdad, la cruda y genial verdad, vendrá el cine simplemente divertido, de modo que los clímax visuales, de acción, se alternan con los clímax narrativos, de pensamiento, y todo es igual de interesante. Empezamos a ver la balasera encantados con el derroche de arte narrativo que nos ha llevado hasta ella, y así la disfrutamos como lo que es, como una gamberrada inteligente.
Django es el héroe precisamente por eso, porque aprende a matar. El racismo norteamericano llegó a pensar que los negros se merecían ser esclavos porque no eran naturalmente capaces de rebelarse. Los mismos que consideran a Darwin un chiflado y un hereje conservan el cráneo de un esclavo que los vio nacer y los crió cuando eran niños, como si fuera la prueba de que los negros nacen naturalmente sumisos, como los perros. Esta brutalidad hallaba nido en la mayoría de los analfabetos blancos armados, incluido el propio amo, a quien Tarantino se cuida en pintar como un ignorante con dinero, como el millonario medio norteamericano. Dice Spike-Lee que esta película es racista. Ya lo creo: pocas veces se ha hablado tan descarnadamente de los blancos.
Y, por encima de la idea, clara, sin sombras, en cuatro palabras, está la gran escena, marca de la casa. Di Caprio se ha enterado de la trampa que le están tendiendo y entra de nuevo en la sala completamente transfigurado. Ya no es el señorito vestido de lino que se entretiene con su harén de negras y su perrera de negros. Era solo un negociante, abducido por el dinero, pero cuando se entera de que lo quieren torear, enseña los dientes amarillos y entra en el salón con un maletín de verdugo en el que hay una bomba visual, un crescendo impresionante donde, pasada la verdad, la cruda y genial verdad, vendrá el cine simplemente divertido, de modo que los clímax visuales, de acción, se alternan con los clímax narrativos, de pensamiento, y todo es igual de interesante. Empezamos a ver la balasera encantados con el derroche de arte narrativo que nos ha llevado hasta ella, y así la disfrutamos como lo que es, como una gamberrada inteligente.

A todo
esto, ¿cuál era el argumento? Ah, sí, que Sigfrido rescata a Brunilda. Uno lo
pierde de vista, y eso que Tarantino lo cuenta en boca de un alemán, que lo
sabe de buena tinta. Y lo pierde de vista porque en Tarantino no hay eso que
los manuales llaman escenas de transición.
Cada escena tiene la suficiente autonomía narrativa como para que su función
argumental no excuse su flojedad artística. Eso produce un efecto de sucesión,
más que de avance. Van pasando cosas. Sabes que el chico rescatará a la chica,
que para eso le pagan, pero hasta entonces cada escena previsible desde el
punto de vista argumental será imprevisible en el artístico. El hecho de que el
cazarrecompensas alemán le proponga matar antes a unos cuantos forajidos es
como aquella conversación en el pasillo de Samuel L. Jackson y John Travolta en
Pulp fiction, cuando antes de entrar
en una habitación y liarse a tiros deciden esperar un poco más. En esa espera
la narración se desvincula del argumento, sigue su propio camino, las
secuencias se desencadenan y se arman en torno a sí mismas. Y aun cuando la
narración regresa al argumento, en la larga secuencia final, cada escena vuelve
a desvincularse del todo para ofrecernos sus propias virtudes narrativas. Una
narración es una historia de historias, como ha sido siempre. Los productores
de guiones industriales solo creen en una historia, a la que se subordinan y
con la que se justifican todos los empalmes tópicos. Los narradores de siempre
no pueden parar: cada personaje es una historia; cada secuencia, una novela. Y los
tópicos, salvo que sea para reírse de ellos, para refundarlos, están
prohibidos.
Me produce
cierta nostalgia Tarantino. La imagen de una pantalla cubriéndose de rojo, al
principio de Pulp Fiction, es un hito
para cualquiera de mi generación. Esta semana pasada he ido a ver, con
verdadero hambre, varias películas seguidas, algo que entonces sucedía cada dos
por tres, y no porque entonces fuera uno más aficionado al cine sino porque
abundaban las películas atractivas. Nos atraía de Tarantino ese cinismo
descarado, ese no mentir y tomarse las cosas como a los biempensantes más les
molestaba que se las tomase, con guasa. Él y los Coen sabían reírse de todo sin
ocultar aquello de lo que se reían, y además nunca dejaban de tener en cuenta
su condición de artistas. En términos literarios, eran la posmodernidad madura:
seguían revolviendo en los géneros, en el arte dentro del arte, pero lo hacían
con una perspectiva inteligente y ácida, y muy divertida.
Y el
género de los géneros, para Tarantino, era el spaghetti western. Yo creo que desde que estrenó Reservoir dogs lleva diciendo que quiere
rodar un espagueti. Era un género clásico revisitado,
tenía el prestigio épico del blanco y negro americano y el decadentismo
autorreflejo de los italianos. Era un expresionismo libérrimo y abstracto, y
siempre hablaba de lo mismo, del bien y del mal. En este ir y venir del arte, Sam
Peckimpack encontró allí su lenguaje, pero Tarantino también le encontró la
gracia. Y la gracia es esa: una estricta carpintería épica para una gran
libertad narrativa. Por eso a una película histórica (¡esta sí es una película
histórica!) le viene como anillo al dedo -dentro de la, como siempre, estupenda
música que nos pincha Tarantino- algo como un rap, de absoluta coherencia artística
porque a fin de cuentas el rap es el blues de hoy.
Canciones para lamentarse. O, como en Django, para actuar. No en vano Django,
Jammie Fox, se parece tanto al esclavo que veía el hijo de Lincoln como a
Malcom X. Y eso, más que posmodernidad, es historia.
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