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25.8.19

Las buenas personas


Silas Marner es un cuento sobre la bondad que podría contarse como una fábula moral en muy pocas páginas, las que exige su argumento, pero que George Eliot amplió con abundantes —y exquisitos— diálogos y reflexiones perspicaces sobre la inseguridad («lo único constante entre nosotros», dice Galdós), las diferencias de clase, las injusticias recibidas con resignación y las compensaciones con gozo y sin soberbia. Y el caso es que, ya desde el principio (sobre todo si uno se deja llevar por las solapas engañosas) lo que plantea George Eliot es otra cosa que parece sustantiva pero solo es circunstancial, a saber, los verdaderos motivos de la misantropía. 
El tema es la superación de las tradiciones de Plauto y de Moliére. Sus respectivos avaros entierran el dinero en una olla, y su cómica desgracia consiste en que quienes les roban son más graciosos y aplaudidos que ellos. Silas Marner, en cambio, tiene buenos motivos para no querer saber nada de nadie. Lo desterraron de su ciudad natal, acusado de un crimen que no cometió, traicionado por un amigo, su único amigo, que no solo lo delató falsamente sino que se quedó con su novia. El tejedor Marner empezó una nueva vida, alejado del mundo, hilando sin descanso para que su vida tuviera algún sentido. Y empezó a acumular dinero, y a contarlo cada noche, y a esconderlo bajo las baldosas. Sin embargo, Eliot afina:

Pocas personas eran más inofensivas que el pobre Marner. En su alma sencilla y honesta, ni siquiera la avaricia creciente ni la adoración del oro podían engendrar ningún vicio directamente perjudicial para otros. Desaparecida por completo la luz de la fe, y convertidos en desolación sus afectos, se había asido con todas las fuerzas de su ser a su trabajo y su dinero; y, como todos los objetos a los que un hombre se consagra, ambos lo habían forjado a su imagen y semejanza. Su telar, mientras trabajaba en él sin cesar, lo había moldeado a su vez, hasta confirmar cada vez más el ansia monótona de su monótona recompensa. El oro, al contemplarlo desde lo alto y verlo crecer, concentraba su capacidad de amar en un completo aislamiento semejante al de su soledad personal.

A partir de aquí, Eliot optó por desarrollar una parábola de los buenos sentimientos sobre un nudo dramático muy interesante. Los dos hermanos ricos del pueblo, señoritos sin desbravar, se convierten en el símbolo de la prueba a la que es sometido Marner y la redención a la que le conduce su bondad. Uno de los hermanos, un joven disoluto, un modelo de cuadro romántico que cayó para siempre en el pozo de su noche oscura, le roba a Marner todo su dinero; pero el otro, un personaje contradictorio, tan consentido por su condición social como amargado por sus escrúpuos morales, tiene un oscuro pasado que le cae del cielo a Marner en forma de criatura. Y es esa niña, Eppie, la que devuelve las ganas de vivir al viejo Marner (un viejo, cuando la encuentra, de cuarenta años) y con ellas la alegría que solo nace y se alimenta de los buenos sentimientos.
Contar el cuento entero es, aquí sí, estropear la novela. Baste decir que Eliot ensaya el difícil tema de la bondad, que en el ámbito de la novela siempre ha parecido cursi o ingenuo y que en el siglo XX, solo gracias al concepto de protagonista que tenía Max Sheller, y que consistía en devolver al héroe bueno los ideales de belleza, de claridad espiritual, no esa perfección falsa y cargante a la que se dedican los melodramas, ocupó un —exiguo— espacio en la población de personajes de novela, casi siempre más crudos, más retorcidos y más desquiciados. Y Eliot acude para ello a la geometría popular, al anillo de Polícrates, el tirano de Samos, que probó a desprenderse de su valiosísimo anillo y un humilde pescador se lo devolvió metido en un pez. Claro que en Heródoto sirve para enseñarnos que, si naciste para martillo, del cielo te caen los clavos, y en Eliot el héroe es un humilde tejedor al que la vida recompensa con mucha más generosidad de la que él era capaz de imaginar.
El hecho mismo de ser un cuento, de tener todo el aroma de las fábulas, es como la melodía que utiliza Eliot para dotar al texto de toda la ternura que de otro modo tendrían que suplementar las opiniones de la narradora, por regla general bastante cáusticas. Pero dentro de esa melodía está la escritora que cimenta la narración en diálogos armoniosos, prolongados, en los que cada cual se toma el tiempo y las palabras para decir con claridad, hondura y elegancia lo que quiere decir. Cuánto echamos de menos los diálogos tendidos en las novelas contemporáneas, cuando es el mejor y más ameno modo de que vaya avanzando la acción y no sea una acumulación de datos argumentales.
Pero hay más detalles que hacen de esta novela un anticipo de recursos que hemos alabado cuando otros los usaron mucho después. Sorprende, por ejemplo, la nitidez con que la escena de la cháchara de los lugareños en el pub, todos empeñados en hablar y en no decir nada, remite a la manera de narrar dialogada que usaría luego Joyce, largos capítulos en los que no se añade más que la certeza de cómo es un ambiente. En la ortodoxia narrativa victoriana, estas escenas de ambiente suelen ir decorando las primeras partes, antes de que el drama coja velocidad (aquí, para mi gusto, un poco tarde), pero pocas veces se sostienen a sí mismas con la sincera levedad con que aquí lo consigue Eliot.
Encima de la breve leyenda moral, Eliot va tejiendo escenas y comportamientos que nos hacen respirar el ambiente provinciano sin renunciar a lo que tiene de bueno, en especial la señora Dolly, que es como una lámpara que ilumina las escenas con una luz cálida y hogareña, pazguata pero comprensiva, temerosa pero decidida. La suegra perfecta, vaya.
Termina uno la novela satisfecho de que el reto de retratar la bondad desde presupuestos populares sin llegar a melosidades ni salmodias lo haya resuelto Eliot fundiéndolo con técnicas de lo más moderno. El que esa labor sea tan transparente, tan sin trampa ni cartón, es lo que da la impresión de que la novela es un relato desarrollado. Pero esa fue la apuesta, y le salió redonda. Por algo era la novela preferida de su autora.

George Eliot, Silas Marner, trad. José Luis López Muñoz, Alianza, 2014, 357 p.

21.8.19

Cuentos de ogros


«¿Cómo puedes inventar semejantes cuentos de ogros que la tienen tan aterrada que no se atreve a acercarse a mi casa?», le dice Heathcliff a la narradora, Ellen, y con ello seguramente formula la clave estilística que ha hecho de esta novela uno de esos modelos imperfectos que revolucionan la narrativa. Porque en Cumbres borrascosas uno tarda poco tiempo en hacerse la misma pregunta que se hizo con El corazón delator: ¿no será mentira todo lo que el loco este nos está contando, no se lo estará inventando para la ocasión? Cuando uno se hace esta pregunta es porque distingue, dentro de lo falsa que es la ficción, la verosimilitud como verdad, tiene que haber una verdad, ya sea que la narradora se lo invente todo, ya sea que cuente lo que en realidad  vio. Y la verdad de Cumbres borrascosas es, exclusivamente, la que cuenta Ellen, que es quien va narrando a Lockwood, el primer narrador, lo que ha ocurrido en aquella negra casa durante dos generaciones, desde que el niño Heathcliff apareció por allí y se comenzó a cultivar en él el resentimiento, hasta que vuelve algo así como la paz con la relación final entre Hareton y Cathy, después de años de brutalidades, de las que, si nos atenemos a lo que dice Lockwood, lo único cierto que sabemos es que Heathcliff es un misántropo, porque todo lo demás, su diabólico plan para adueñarse de las propiedades —y del alma— de los Linton, es lo que cuenta Ellen. De lo que disfrutamos es de cómo lo cuenta, nos entregamos a su oralidad narrativa, alcanzamos el placer al escuchar, y es ese placer es que nos hace navegar entretenidos —y apasionados— por una historia que, como todas las historias de tiranía, maltrato y sumisión, podrían haberse evitado desde el principio. Lo que nos cuenta Ellen es una crueldad terrible por evitable, precisamente porque nunca nos explicamos por qué no se pudo evitar, como fue posible que unos se dejasen llevar por la histeria, otros por el miedo, o por la desidia, o por la brutalidad, de modo que nadie abriera aquella cárcel antes de que a todos les fuera entrando una especie de síndrome de Estocolmo y de adicción al sufrimiento, a los ojos como platos y a las ojeras negras como la hematoma.
Ellen, la narradora, el ama de llaves (nunca mejor dicho), es uno de los grandes inventos de Shakespeare. El placer de escuchar el parloteo de la nodriza de Julieta puede con la verosimilitud de lo que cuenta, pero no con la verdad, con lo deliciosamente cercano de su personaje. Emily Brönte profundizó en lo que la gente corriente utiliza cuando habla, las palabras de los otros. Contar algo a alguien al que te encuentras en una esquina o vas a visitar es una forma de dramatización, y entonces dijo dice, y ese recurso, que siempre falsea lo dicho por el otro, lo exagera, lo deforma, lo ridiculiza, en Cumbres borrascosas sirve para rellenar lo que habría tenido que contar un falso narrador omnisciente. De ahí los largos parlamentos de Isabella, o ese apropiarse del primer plano de la narración de lo que se cuenta que se dijo. Ellen cuenta lo que vio, lo que le escribieron, lo que le dijeron, lo que oyó decir que otros habían escuchado, y todo lo cuenta con idéntica pasión y ritmo narrativo, de modo que todo suena igual de interesante.
Y eso, nos pongamos como nos pongamos, a pesar de la historia, truculenta, retorcida, exagerada hasta la risa de placer que nos produce la pasión con que lo cuenta todo —con la  voz impostada de Ellen—, la niña Catherine, en quien descubrimos a la autora, Emily, como si se hubiera puesto unas cuantas capas narrativas para esconder su inagotable frescura. Y quizá sea eso la frescura, el no pararse a describir, el no cortarse al repetir, el contar lo dicho y presenciado, sin más decorado que una silueta negra de cartón, esa poesía que le sale a la escritora en los momentos en los que uno se la imagina más apasionada con sus personajes, con aquella letra diminuta que utilizaba. 
Por eso sigue gustando a un porcentaje exiguo pero constante de alumnas adolescentes (no sé cuándo fue la última vez que vi a un chico leerla), porque mantiene una intensidad agotadora que es con la que ellas viven normalmente, porque no se para en barras, es morbosa y al mismo tiempo natural, y todo lo que pasa nos lo imaginaríamos en el cine aunque no se hubiera nunca filmado ninguna. Hoy parece una película de Tim Burton, más que el melodrama de sesión de tarde con el que falsamente la edulcoraron. Está más cerca de Bram Stocker que de Jane Austen, no deja de ser una pieza gótica muy teatral, atacada por una pasión narrativa que le impide detenerse nunca en nada, y menos en los detalles irrelevantes, o sea casi todos. Es la economía de la oralidad, que puede ser todo lo prolija que quiera, pero, como tiende a no aburrir, economiza en decorado y en reflexiones gratuitas. De la oralidad nace la narración pura, la que solo necesita un par de líneas para describir un sitio, pero puede emplear páginas y páginas recreándose en alguna historia.
A estas alturas, claro, la historia de Cumbres borrascosas nos conmueve tanto como cualquier otro cuento gótico, más bien poco, pero soy testigo de que ese cúmulo de barbaridades y ese ritmo desbocado —jamás precipitado— de la narración son adictivas en mentes de lectoras jóvenes y apasionadas. Ellas prescinden del aparato técnico, que es lo que a mí ahora me hace reverenciarlo más que nunca. Es Shakespeare, es una escritora hablando, escuchando a sus personajes, convirtiéndose en ellos, es un drama que divierte y aterroriza, y tiene el encanto de la inmensa fe de su autora en lo que nos está contando. Pero claro, si en vez de decirles a esas alumnas que es una historia tremenda, oscura, morbosa y llena de personajes monstruosos, les digo que es una joya del arte de narrar, no creo que nadie la escogiera como lectura voluntaria. Luego la devoran. La escena de Cathy plantándole cara a Heathcliff les pone unos ojos de lectora febril parecidos a los que Cathy tiene después, cuando se vuelve más emo…

Emily Brontë, Cumbres borrascosas, trad. Nicole D'Amonville, Penguin, 2015, 466 p.

15.8.19

La estética del viento



Cuando se publica Los amores de Silvia, en 1864, hace casi cinco años que ha venido al mundo Madame Bovary, y con ella una multitud de mujeres vencidas por sus quimeras. No es el caso de Silvia, que, para empezar, no es imbécile (olvidamos con demasiada frecuencia que para Flaubert casi todos sus personajes lo eran), sino una mujer sobria y sin delirios a quien se le presenta un caso romántico tratado con extrema sensibilidad, sobre todo en la primera parte, y que se inflama en un final tremendo del que sin embargo deja huella la inagotable capacidad de análisis y comprensión que despliega Gaskell.
Visto en perspectiva, el problema de Silvia es parecido al de Carmen: tiene que elegir entre amor y conveniencia, entre un comerciante serio, cabal y respetable, al que quiere, pero no ama, y un marinero con fama de faldero, al que ama, a pesar de que no deba, o no le convenga. Lo primero que sorprende de esta novela es que ninguno de los tres es un pobre diablo flaubertiano, y el hecho de que Gaskell comprenda las actitudes de los tres. En Norte y sur, la protagonista es la hija concienzuda de un pastor; aquí, la niña frágil de un viejo campesino. En el fondo late la debilidad inteligente que describió Gaskell en su biografía de Emily Brontë, su sometimiento voluntario a un padre muy recto y muy justo, su firmeza a la hora de obedecer los impulsos de su corazón. 
La primera jugada maestra de Gaskell es que el lector tiene que admitir que Philip es el mejor candidato para hacer feliz a Silvia, pero que todo lo que se dice de Kinraid, el marinero, su fama de don Juan, no tiene por qué ser verdad, o al menos no tiene que afectar también a un amor tan noble como el de Silvia. El lector no sabe a qué carta quedarse porque ningún personaje es plano. Philip es un hombre bueno y seco. Kinraid es un tipo apasionado y volátil. Da la sensación de que lo uno deba formar parte de lo otro, pero sin ser mejor o peor. Esa duda es la que le da la vida a la novela, a cualquier buena novela, cuyo primer sistema de suspense es ese mismo querer saber más para distinguir mejor. 
Todo sucede alrededor de 1800, en una Inglaterra que secuestra a sus campesinos y marineros en levas forzosas para ir a guerrear por medio mundo, que condena y ahorca a quienes tratan de impedirlo y que trata como héroes y luego abandona a los mismos a los que arrancó de su familia. A Kinraid lo reclutan, y solo Philip sabe que está vivo y puede volver. Este pecado de amor, este faltar a la integridad moral por el impulso de preservar sus posibilidades con Silvia es el que desencadena toda la tumultuosa parte final, operística diría yo, con un romanticismo de melenas al viento, que por otra parte, y eso es algo común a otras novelas de Gaskell, dota al texto de una estética sobria y ventosa, de casas oscuras en el páramo, quizá herencia (y sin quizá: la misma Gaskell lo dice) de su reverenciada Emily Brontë, pero que ahora nos imaginamos con una estética entre el Wyeth de El mundo de Cristina y aquel fabuloso Breaking the waves de Lars von Trier. La prosa de Gaskell es amplia, melódica, pero sobria. Las descripciones están en su sitio, en su párrafo, en sus líneas, y todo lo demás es un drama psicológico lleno de detalles, un contar con calma y cierta frialdad unos hechos que arden desde el primer momento. 
Gaskell era esposa de un pastor y sus novelas aparecían por entregas, y ambos detalles indican que tenía que medir muy bien lo que escribía, pero no aquello sobre lo que escribía, que son temas universales narrados con exquisita perfección. No siempre somos acreedores de aquello que nos merecemos. Silvia amaba con amor campestre al marinero Kinraid, y con amor cerebral, el nacido del agradecimiento, a su primo Phillip. Phillip ama con todo el amor posible a Silvia, y eso se vuelve contra él, porque piensa que Silvia debe corresponder a un amor tan puro. Igual de puro que el que siente Hester, la muchacha que ama a Phillip como Silvia nunca será capaz de amarlo, y que, esa sí, se sacrifica por amor, es decir, renuncia a que sus sentimientos sean conocidos y hace lo posible porque crezca la felicidad de quien ni se ha fijado en ella. O tan auténtico como el de Kinraid, tan convencido de amar para siempre como de la oportunidad de pegar un braguetazo. Ya nos había convencido Silvia de que Kinraid era un buen tipo, y de que no podemos estigmatizar a un marinero pobre frente a un comerciante rico, pues igual de puras pueden ser sus intenciones. Luego resulta que no, pero eso ya sucede en la traca final.
La abnegada Hester encabeza un reparto de secundarios memorable. Ella y su madre, la libre y severa Alice (otro recuerdo de Brontë), o el viejo criado Kester, que desconfía de Phillip, o el gran Daniel, el padre de Silvia, el viejo que da su vida por luchar contra las levas de los jóvenes, ese padre basto y cabal que aparece tanto en las novelas de Gaskell.
La novela no deja de crecer en tensión desde las deliciosas primeras páginas, esa primavera de fiestas junto al mar, hasta que, por culpa de las levas, de los barcos que zarpan no se sabe con qué rumbo, en su último tercio hay un reventón de lances románticos que creíamos, hasta entonces, superado. Por un momento incluso podíamos leer más con ojos de lector de Hardy que de lector de las Brontë. Pero ese final de salvamentos bajo las balas, reapariciones fulgurantes, finales mendicantes y muertes a granel no es que nos parezca fuera de lugar, todo lo contrario, pues está escrito con indeclinable y creciente firmeza, técnicamente irreprochable; lo que pasa es que estábamos ya en una novela, digamos, posterior, escrita en una época que tanto tiraba hacia el realismo psicológico, esto es, hacia delante, como hacia el romanticismo desmelenado, esto es, hacia detrás. Norte y Sur no tenía tanto romanticismo de óleo histórico, y eso que la huelga que allí describe queda en la memoria como una espléndida escena de masas. Si leemos Los amores de Silvia como un novelón romántico, es una pieza maestra, pero también lo es si la leemos como un drama sin personajes imbéciles, como una novela que leyera Ibsen.

Elizabeth Gaskell, Los amores de Silvia, trad. Damià Alou, Penguin, 2017, 605 p.

16.7.19

Un trágico suspiro


Oscuro significa en esta novela desconocido, irrelevante, lo que en español, hablando, por ejemplo, de artistas, llamamos gris. Jude está oscurecido por sus ambición de conseguir un título universitario en la brillante ciudad de Christminster, la Oxford de Thomas Hardy, y eludir con ello su destino de pobre, de oscuro. Jude trabaja, cuando le dejan, de picapedrero: restaura frisos de iglesias o, sobre todo, cincela lápidas de cementerio. Dentro de su oscuridad, Jude es un artista autodidacta, que se empeña en aprender latín guiado por la estrella oxoniense inalcanzable, y cuyos pares son más los escultores medievales que los trabajadores de las canteras. Pero es oscuro, y en esa oscuridad lleva escrita —esculpida— su tragedia.
La novela es una tragedia al estilo de Dostoievski, es decir, una sucesión de escenas dominadas por un diálogo sin límites en el que todos los personajes hurgan en sus sentimientos y actitudes en largas, densas y a veces solemnes intervenciones, ya se trate de la matahombres del arroyo, Arabella, o la que da un sentido más místico y retorcido al mito del perro del hortelano, Sue, por no hablar del maestro venido a menos, el pobre Phillotson. También Los hermanos Karamázov es una obra de teatro de muchas horas nacida de una semilla trágica. Y por mucho que Hardy cite a los trágicos griegos y sus personajes digan «Ay, ay», la idea de una trama que se retuerce por obra de la indecisión de los personajes y de la presión de los entornos no es, como dicen los manuales, «una superación del realismo», sino más bien la adaptación dostoievskiana de novelas como L'Assomoir de Zola, con la que esta novela guarda más de una coincidencia.
La trama que envuelve y asfixia a los cuatro actores principales de esta obra es un «artificial sistema de cosas bajo el que los normales impulsos del sexo se convierten en cepos domésticos y lazos que atrapan y sujetan a quienes aspiran a progresar». Jude, el erudito frustrado, se casa con la pelandusca y libérrima Arabella, quien lo abandona para marcharse a Australia y allí liarse con otro pringado. Sin embargo (la semilla trágica) marcha embarazada de Jude, y será madre de un niño viejo, el personaje más inverosímil de la obra, que acaba trayendo la ruina de su padre. Es el pecado original de Jude, el cataclismo que provoca una atracción física. Bien es verdad que Arabella tiene también el alma trágicamente corrompida por el desamor, y en consecuencia es una tiparraca condenada a una miseria económica y espiritual. Pero Jude, el soñador, se encandila con su prima Sue, que ni hace ni deja, y quien primero se casa con otro fracasado, Phillotson, por pura cobardía convencional, sin amor y sin deseo, y luego vuelve a Jude envuelta en dudas para convertirse en el prototipo de mujer desesperante. Es decir, todos se equivocan y todos rectifican (y vuelven a rectificar, cómo no, en el caso de Sue), pero su equivocación primera es trágica y anega cualquier forma de redención: todo sale mal porque empezó mal. 
No hay, en esta novela, y quizá sea, aparte del papel del niño, lo que menos me gusta, ninguna posibilidad de que los personajes mejoren. La impresionante lección de literatura que uno aprende con el marido de Ana Karenina, Alexéi, cómo son capaces Tolstoi y él de rehabilitar su verdadera dignidad; o cómo María, la hermana del príncipe Andrei en Guerra y paz deja de ser una dama insoportable y rancia y se convierte, junto a Natacha, en un ser cercano y querido, no son fundamentos dramáticos de Jude el oscuro. Nada de eso hay aquí. Cuando Hardy publica esta novela, no hace ni siquiera veinte años de la publicación de Ana Karenina, y a partir de entonces el escritor debe saber que se enfrenta al hecho probado de que el pesimismo, desde el punto de vista dramático, es bastante plano. Si algo queda de los dramas incurables de Dostoievski es una piedad hacia sus personajes que los rehabilita como personas. En eso consistía, en realidad, la superación del naturalismo; algo que, en honor a la verdad, sí hizo Galdós.
Jude el oscuro es de 1895. Shopenhauer ya era la excusa perfecta para eliminar esa piedad. Empieza la literatura despiadada. Para Hardy, Jude no deja de ser un pobre fracasado; Arabella, una perdularia; Sue, una ñoña, y Phillotson, un gilipollas. Sí, es posible que el entorno, el cotilleo, la malevolencia de la gente, la provincia medieval, todo eso sea lo que determine sus tragedias. Pero Jude siempre pudo ser un poco más firme y otro poco más listo; Sue pudo superar alguno de sus dengues; Arabella podía, en algún momento, no ser tan bruta, y a Phillotson, si el temple y el buen sentido sirven para algo, no se le deja que no tropiece dos veces en la misma piedra. El pesimismo es la conciencia de que allí nadie va a cambiar y el ambiente va a ir enrareciéndose hasta que se termine de corromper y huela mal. No hay esperanza en los siempre interesantes diálogos, esa facultad que antes tenían las novelas de que los personajes no tuviesen que hablar siempre con frases cortas e informativas. Aquí se habla, se discursea, más bien, incluso se echa un sermón que habría sido más hermoso si hubiera servido de algo. 
Pero las escenas se suceden sin sutura, Hardy agarra las vidas y las zarandea, las hace hablar y pensar, las hace sufrir. La prosa es adictiva porque no se va nunca por las ramas; tan solo, como Dostoievski, por las raíces. Esa tristeza sin vuelta de hoja que producen las novelas de Zola permanece aquí sin más superación que la capacidad de reflexión. En términos de afecto hacia sus personajes, Hardy no ha superado nada. La tesis es de piedra, y en ella, penosamente, Jude cincela un destino irreversible. Jude el oscuro, la tragedia del hombre corriente, enfrentado al muro de sus deseos y a la muralla de un entorno mezquino, es una de las novelas más tristes que he leído en mi vida. Que Hardy es un gran escritor lo prueba el hecho de que se la bebe uno en un suspiro.

Thomas Hardy, Jude el oscuro, trad. Francisco Torres Oliver, Alba, 2018 (=1996), 550 p.

4.2.19

La hora del té


Aunque sucede en el ficticio Duncombe, todo el mundo parece estar de acuerdo en que Las confesiones del señor Harrison es la primera entrega de las Crónicas de Cranford, de la que tenemos desde 2010 una edición completa (y apretada) en BackList. Alba también editó Cranford por separado y supongo que solo es cuestión de tiempo que publique una traducción de Milady Ludlow. 
Las confesionres del señor Harrison es de 1851, tan solo tres años después de haber debutado por todo lo alto con Mary Barton, y es, por así decirlo, un descanso, un comienzo, un tanteo, una búsqueda de posibilidades narrativas, a partir, lógicamente, de la madre del verbo, Jane Austen, y su gran novela Emma, es decir, el costumbrismo casamentero, que Gaskell se toma con esa sorna de sonrisa reprimida tan británica. Pero solo tres años antes se había publicado La feria de las vanidades, que, además de libros de cirugía, también lee el doctor Harrison, como si Thackeray tuviera la patente de las escenas corales y la hipocresía remilgada, y hubiera que mencionarlo.
En este caso, no hay una mujer empeñada en emparejar a los demás, como en Emma, sino unas cuantas cacatúas que se empeñan a casar a sus hijas con el médico recién llegado, sobre todo después de enterarse de que ha recibido una jugosa herencia. El joven doctor, que narra la historia en una primera persona tan respetuosa como despectiva, muy inglés, le ha echado el ojo a la única muchacha que no se ha sentido atraída, ella o su madre, por el buen partido. 
Al principio hay un mariposeo de damas tomando el té que, en efecto, recuerda a Thackeray, pero luego aparecen varios personajes cuyo interés radica en que tienen mucho desarrollo pero su participación se reduce a la anécdota. Para quien, como Gaskell, había escrito una novela sobre las condiciones de vida de los obreros manchesterianos, la historia de John Brouncker, un jardinero que se hiere una mano y, salvo el doctor, que quiere curarlo con medicamentos, el pueblo entero se conjura para que se la amputen, por su bien, la sarcástica ironía del episodio daba mucho de sí, como poco después descubriría Flaubert con la historia de la pierna ortopédica en Madame Bovary
Otro curioso personaje es el amigo del protagonista, Jack, un bocazas aficionado a exagerar las intimidades biográficas del doctor y a echarlas como migas al estanque donde las escurridizas damas se arremolinan ante el más extravagante cotilleo. Jack, que merece ser americano, es como esos personajes histriónicos y optimistas que siempre terminan —no aquí— haciendo una barbaridad. Si Faulkner lee esta novelita, pone a Jack a viajar por las destilerías del Sur.
Lo que nos separa de esta novela es, precisamente, su condición de principio, de bocetos cada vez más breves (un efecto que en el Lazarillo funciona pero aquí no), donde solo hay media docena de capítulos cumplidos, redondos, listos para ser capítulos, y el resto parece un esquema a partir del cual desarrollar el episodio.
Pero no era eso lo que quería Gaskell. El otro elemento distanciador es ese humor tan fino que a los mediterráneos, más acostumbrados a las bromas gruesas, no nos hace demasiada gracia, sobre todo si lo lees en una traducción, por buena que sea. La cosa consiste en tirarse pullas con extremada buena educación, y en fabular sobre cómo el rumor crece desde la literalidad. El que lo echa a rodar tiene esa peculiaridad aspergética de no captar jamás las ironías, y esa otra peculiaridad de peor leche que consiste en contarlo todo de la manera menos favorecedora posible. Más o menos lo que nos ha invadido ahora, casi dos siglos después. 
De todos modos, la novela ha pasado a la historia como el aperitivo de Cranford, que, esa sí, desarrolló un género, el de los cotilleos de pueblo, que a mí me da por pensar que es el origen de The Archers, el culebrón radiofónico británico que lleva en antena desde los años cincuenta y ha emitido unos veinte mil episodios. El género da de sí.
En el mundo de Gaskell también hay mucho ruido de taza, mucho frufrú de muselina y mucho taconeo con las botas de montar, y forma parte, según el interesante ensayo que cierra el libro, de aquella idea del poeta Robert Southey, cuando empezó una «'historia de la vida doméstica de Inglaterra'» (cito la cita), reflejo, seguramente, del planeta Balzac. Gaskell se centra en el matriarcado torie, las comadres aristócratas que, además de pasarse la vida jugando al preference y cotorreando sobre "los criados, la familia, su linaje", se entretenían en cuidar a los pobres, "de quienes todas y cada una de ellas eran bondadosas e infatigables benefactoras, a quienes aconsejaban y cuidaban cuando estaban enfermos, y para quienes cocinaban, cosían y hacían de todo menos procurarles una educación".
Lo que más gracia parece hacerle a Gaskell es la extravagancia que naturalmente lo acompañaba todo y que resolvía los conflictos en educadas sonrisas, porque «había entonces más individualidad de carácter que ahora». La misma gazmoñería chafardera y mentecata que no puede soportar el señor Harrison es la que no juzga los disparates del vecino siempre y cuando sepa mantener las formas. Nos da risa y es carne de parodia, pero es la esencia del conservadurismo victoriano, y Los Archers siguen siendo entretenidos.

Elizabeth Gaskell, Las confesiones del señor Harrison, trad. Catalina Martínez Muñoz, Alba, 2018, 151 pp.

29.1.19

Cuarteto virgiliano


Mientras Elizabeth Gaskell escribía esta novela, una de sus últimas obras —murió a los cincuenta y cinco años—, Barbizon, el pueblecito junto al bosque de Fontainebleau, se llenaba de artistas que pintaban las labores del campo con parecido realismo poético. La pastoral victoriana hizo de la sensibilidad un tratado de sutileza y buenas maneras. A veces (Middlemarch) el entorno geórgico acompaña, pero no protagoniza. Y La prima Phillis es cercana como un cuadro de Julien Dupre, sin las grandiosidades de su compatriota Constable.
La prima Phillis parece escrita como ejemplo del género. La vida en el campo no es solo el ambiente sino el personaje principal, y la novela parece construida con ese propósito antes que ningún otro: el paso de las estaciones, las labores del campo, las inclemencias del tiempo. Y un detalle, nada más que un detalle, un gesto fallido de buena voluntad, que precipita el drama y redondea la novela.
Pocas veces disfruta uno de esa sensación de pieza bien construida, esa satisfacción global que producen las novelas que van apartando cuidadosamente cualquier tentación de desmelene. A veces se critica de la novela victoriana su contención, como si fuera lo mismo que la hipocresía, cuando es una de sus principales virtudes. El arte vibra en los momentos de quietud, que no tiene nada que ver con la morosidad. El artista se distancia de los tópicos y de la historia misma para verla en lo que es. En este caso, Gaskell tiene el acierto, otro, de narrarla desde un personaje secundario (lo primero que hace es renunciar a ser protagonista) que sin embargo es quien, como consecuencia de un impulso de generosidad, provoca un dolor que no es fatal pero ya es para toda la vida. 
La joven Phillis, a sus dieciséis años, vive apartada en la campiña inglesa (la del Norte, por cierto, que es más dura), con un severo y bondadoso padre, pastor de almas, y una madre muy delicada. No es difícil imaginarse a Phillis en el cuerpo de la joven Charlotte Brönte. En su biografía la describe de forma bastante parecida: amante de los libros, firme y frágil, enfermiza y llena de vida. El narrador, un tipo simpático, un Adolphe sin tremendismos, prefiere ser amigo de Phillis que pensar siquiera en ser su novio: es más alta que él, más culta, y además sabe latín. El primer y previsible flechazo entre ababoles se solventa en una amistad duradera, la misma que (O Ana, soror) abre la puerta de la desgracia. 
Porque luego aparece el hombre interesante, el que sabe latín, el que ayuda a Phillis con el italiano de Dante, y embelesa a una mujer que piensa que toda esa belleza es lo que hay más allá de los campos de amapolas. No reventemos nada. El motivo, la decepción, el amor que huye, es un clásico, y sobre todo es un clásico de Virgilio, que es el otro gran protagonista de la historia, y no solo porque Holdsworth y Phillis vivan, a su modo, la historia de Dido y Eneas, y Eneas se va al otro mundo y se queda con Lavinia, y Dido se deja caer el cabello por encima de la cara, y si no hace ninguna barbaridad es por no disgustar a sus padres ni a su querido amigo el narrador. El pastor, ese hombre escrupulosamente bueno, demasiado estricto en su bonhomía —como si hasta los sentimientos que le inspira la naturaleza fuesen los que está obligado a sentir—, cita con frecuencia las Geórgicas de Virgilio, que se sabe en latín, y su propia vida es un ejemplo de epicureísmo piadoso, por más que a los otros pastores Virgilio les huela "a cháchara insustancial y paganismo impío".
El drama, ay, es, como siempre, la inocencia. Irrumpe el dolor sin que nadie lo convoque, por un desliz. No hay en nadie maldad deliberada. Ni siquiera se permite Gaskell pintar a los rudos lugareños como los pintaba en la biografía de Brönte o en Los amores de Sylvia. No. Nadie tiene mal corazón ni una piedra en la cabeza. Todo es armonía y buenas intenciones, y sin embargo… En la vida real abundan estos crímenes involuntarios, estos excesos de ilusión. Comparado con el prototipo Bovary (la novela de Flaubert apareció en 1857, y la de Gaskell en 1863), Phillis se consume pero no se vuelve loca, ama pero no desprecia, lee pero no pierde los papeles, y además no es estúpida. Lejos de eso, Gaskell busca en la fascinación consciente, en el valor emocional de la cultura, no en los delirios de grandeza ni el desparrame autodestructivo. Phillis está victorianamente contenida, en un ambiente idílico que permite las tormentas pero no los desbordamientos. 
Porque, además, es lo más natural. Las desilusiones suelen ser devastadoras, pero no tanto como para perder la compostura. La historia de Phillis es así, una historia casi secreta, la historia de una decepción monumental, algo que solo los más íntimos conocen, y todos comprenden, y a todos les aflige. El realismo suele despeñarse por el vacío de sus propios extremos. Por muchas tonterías que haga (y no se cansa) los sentimientos de Madame Bovary no son más fuertes que los de Phillis, pero Phillis los ahoga frente al fuego bajo y aviva su llama con libros en latín, y pese a que todo es tan premeditadamente geórgico hay una verdad que lo ilumina, la de los sentimientos escondidos.
Gaskell compone un cuarteto de música pastoral: el pastor-fagot, grave y circunspecto; el oboe melancólico de Paul, el narrador; el clarinete intempestivo de la madre, y la flauta dulce de Phillis. Es ella la pastora con mal de amores, y el narrador, Paul, el Títiro que canta sus penas. No falta detalle. El ritmo de las descripciones y de las escenas en la era, recogiendo heno, se va sucediendo como una melodía clásica, tenue, por momentos poderosa, pero siempre en un non troppo que permite disfrutar mejor, en medio del disgusto, del canto de los pájaros. 

Elizabeth Gaskell, La prima Phillis, trad. Marta Solís, Alba, 2009, 171 pp.

4.3.15

Terapia de novelón


A veces el cuerpo pide un novelón, un tomazo considerable en el que exiliarse durante varios días. Mientras iba en el tren al trabajo, cada mañana, en medio de la España candy-crush que subroga su cerebro cuando tiene tiempo libre, me lo he pasado en grande con la edición de Norte y sur, de Elyzabeth Gaskell, que acaba de publicar la editorial Cátedra.
Ya de por sí es una delicia leer los tomos de la colección Letras Universales, los blancos, igual de agradables que los de Letras Hispánicas, los negros. Encuentro un placer delicado en el papel hueso con tipos garamond, cuando paso las páginas y abro bien el libro para que se suelten los picos de papel que quedan de pasar el hilo por los pliegos, de manera que hacen de topes para que la página siguiente no se venga ni tampoco se esgualdramille. Pero esos picos solo salen en un lado del pliegue, de modo que, una vez se ha llegado a la mitad del pliego y se ven los hilos blancos nacarados, las siguientes páginas hay que abrirlas hasta que se ve el pliegue de la siguiente, recto y bien atado. A ver cómo le explicas esto a esos tipos que matan el tiempo haciendo solitarios con el teléfono, o incluso a los que leen en un aparato que hace renglones de dos palabras. La diferencia entre lo que siente la yema de mi dedo corazón cuando acaricio los hilos de los pliegos y la que experimenta cuando paso un dedazo por el plasma es la que explica que yo haya marcado mis límites tecnológicos con vallas llenas de concertinas.
Elizabeth Gaskell, por otra parte, invita a un estado de ánimo de piernas largas oxonienses, de ojos caedizos cantabrigenses. Es imposible no cruzar las piernas mientras la estás leyendo y recostarse un poco en el brazo del sillón (en este caso el quicio de la ventanilla), y dejarse llevar por una prosa en la que humean las tazas de té y las chimeneas de las fábricas. Los personajes hablan con sintaxis exquisita y respetuosa precisión, en el tono de Jane Austen, atenta siempre a los gestos, los cambios de voz, las manos, las miradas. Gaskell no pierde muchas líneas (las que pierde son muy hermosas) en describir lugares y paisajes, pero emplea casi todas en hurgar en los sentimientos. Que me aspen si Álvaro Pombo no ha pasado muchas tardes de otoño en su mesa camilla leyendo a Gaskell mientras atardece.
El asunto es que una joven de diecinueve años, Margaret (una Catherine sin alegría, una Emma frágil), vive con su padre, vicario en un aldea de la campiña inglesa, con su madre, una señora llena de aprensiones, y con Dixon, una criada vieja y retorcida de la que, allá por la página seiscientos y pico, te enteras de que tiene cincuenta años.
En ese principio ya había puesto yo la sonrisa blanda de la literatura campestre, pero al vicario le entran dudas, se convierte en un dissenter, y decide abandonar la regalada vida de la parroquia y los cantos de los pájaros y marcharse a vivir a una ciudad llena de humo, Milton, contemporánea de Cocktown, la ciudad industrial de Hard times, publicada solo un año antes, en 1854. Dickens y Gaskell eran amigos y tomaban el té en una casa de Manchester pintada de rosa con los capiteles del pórtico en forma de nenúfar. Del Cocktown de Dickens ya se habló aquí, pero este Milton no se queda atrás en evidencias sociales. Un colega que ya la había leído me comentó que es una de las mejores novelas que conoce para describir el mundo de la industria textil victoriana, lleno de niños que morían prematuramente por aspirar la borra de los tejidos y de adultos que se negaban a invertir en un jodido ventilador. Sin embargo no se lee como una novela histórica, acaso porque está escrita desde dentro, pero resulta más eficaz y mejor que la mayoría de las novelas históricas. El buen escritor es el que hace las novelas históricas del futuro, para que suenen siempre igual de frescas que el primer día.


Por la época en la que sucede la acción, supongo que la edad de entrar a trabajar en una fábrica ya había subido a los doce años, algo que no consiguieron las huelgas ni las conciencias sino la evidencia científica de que salía menos rentable un niño de nueve años porque solo duraba cuatro o cinco, y menos aún uno de tres años, como fue al principio, porque estos se morían enseguida, de modo que más valía invertir en un mozalbete que iba a durar toda su vida laboral, hasta los cuarenta por lo menos, que ir comprando niños nuevos cada pocos años. Lo de Swift de la modesta proposición no es tan sarcástico como creemos.
En fin, el caso es que en Cocktown el vicario se gana la vida dando clases particulares, la madre cae enferma de no estar a gusto y la hija va sorteando pretendientes. En pocas novelas he visto un tratamiento tan sensato de la religión, tan comprensible. Margaret es recatada, pero no cursi ni ñoña. A uno lo despacha por lanzado, como Galatea, si bien es un abogado muy prometedor, y al otro porque es el clásico patrono inglés, desalmado con sus obreros y con pujos de aspirar a una clase social que puede permitirse. Se llama Thornton, solo digo eso.
El elenco principal lo remata Frederik, un teniente exiliado en Cádiz que no puede volver a Inglaterra porque encabezó un motín en un barco de la Royal Army. El motín estaba justificado, era una cuestión de abuso flagrante, pero las ordenanzas no entienden de excepciones. Así planteadas las cosas, el galán austeniano no tiene sitio, porque su cuerpo y sus modales los ocupa el hermano de la protagonista. Tendrá que conformarse con el abogado voraz o con el industrial soberbio, pero sucede algo que convierte esta historia, y cualquiera, en una gran novela: la capacidad de cambiar de los personajes. El abogado no se sale de su papel, pero el retrato de Thornton, el emprendedor  inculto rechazado por la culta dama, es ciertamente memorable.
Todo cambia y se acelera de interés con el estallido de una huelga, una larga escena con hordas de figurantes enfurecidos, magnífica, con lo difícil que es narrar con tanta gente. Y no merece la pena desvelar lo que sigue porque sí la merece leerlo. Digamos que Margaret es (Pombo) una unidad de medida de la bondad, pero también del amor propio, que sustituye el sentimentalismo por la convicción y que comprendemos aun cuando su estricta moral victoriana nos hace pedir que dé un puñetazo en la mesa. 
Al final vuelve al territorio Austen, una vez hemos disfrutado con el gran Adam Bell, pariente del Brownlow de Oliver Twist, pero bastante más verosímil, un viejo profesor de Oxford que representa el grado más admirable de caballerosidad británica. Pero Gaskell solo podía regresar a los amoríos de su amiga Brontë después de hurgar cuidadosamente en las grandezas y las miserias del tiempo que les tocó vivir, y que sin necesidad de recurrir a la casquería naturalista, sin apartarse nunca de la formalidad sintáctica ni de la sinuosidad poética, y obrando, además, con el vidrioso asunto de los buenos sentimientos, sea fiel en el retrato de un mundo que debía cambiar. La novela de Gaskell es también una seria proposición. Su amigo Dickens se había embarcado en el empeño de humanizar un poco la cortés y despiadada sociedad inglesa, y Gaskell pone los puntos sobre las íes en cuanto a las relaciones del patrón y sus trabajadores. Es una dama victoriana, no una sufragista de medio siglo después, pero si todos los empresarios supiesen leer, no les sentaría mal, aún hoy, pasearse por estas páginas tan bien cosidas.
Sabía de Gaskell solo lo de las novelas de Cranford, que estaban aguardando turno en el rimero de literatura campestre y que voy a colar inmediatamente, pero Norte y sur ha sido una muy grata sorpresa. Es muy reconfortante tener la edad de la vieja Dixon y descubrir un autor nuevo. Sí, sí, piensa uno, cincuenta años, y lo que me queda por leer.  


Elizabeth Gaskell, Norte y Sur, trad. María José Coperías, Cátedra, 2015, 711 pág.

6.3.13

Ensayo de literatura campestre, 6



A Los habitantes del bosque, la novela de Thomas Hardy que Impedimenta publicó el mes pasado en una preciosa edición, cabría ponerle la etiqueta de naturalismo teatral, dicho sea en el sentido en que lo emplearíamos al hablar de Dostoievski. Ya en una de las primeras escenas el honrado Winterborne, escondido casualmente entre las sombras, escucha la conversación entre su amada Grace y el padre de ella, el maderero Melbury, para enterarse, y que nos enteremos nosotros, de que el padre se opone al noviazgo entre los dos jóvenes por una cuestión de diferencia social. La muchacha, Grace, ha ido a colegio de pago y no puede casarse con un agricultor cualquiera, cuya casa, además, depende de que se muera un viejo inquilino para que pasen a manos de su rancia y legítima propietaria, la señora del lugar.
               Es decir, no solo abre la novela con un noviazgo frustrado, en la tradición de siempre de la novela griega, sino que, amparado en un propósito naturalista, usa el teatro, la escena, para no contar los acontecimientos, y así dejar toda omnisciencia para los pensamientos y los sentimientos. Jane Austen, setenta años antes, seguía los mismos principios, pero en Thomas Hardy no hay esa emotividad, esa implicación entre irónica y afectuosa de la narradora. Hardy es un narrador que constata lo indefectible, que hace avanzar la acción con rapidez dramática, pero que nunca se apresura. En ese no apresurarse, en ese pararse a describir los campos de manzanas o las campanas del arnés de los caballos, en describir la estructura de las casas y las tonalidades de la estación, es allí donde reside lo que aquí llamamos literatura campestre, porque el conflicto de clases, de muchas clases, no es específicamente rural. Y sin embargo son sus árboles y sus aperos, sus detenimientos, los que bañan la novela de literatura: el árbol que amenaza con matar a un pobre enfermo, el mismo que lo plantó, y a quien un médico decide cortar su sufrimiento por lo sano, o sea talarlo; o la prensa de sidra en la que Winterborne exprime sus sentimientos y se anega del aroma que su amada está obligada a despreciar. En los cuentos infantiles, los árboles hablan, y en las novelas serias también.
               Puesto que la novela es de estructura teatral, es novela de personajes, y como la mueve la escrupulosidad desapegada del naturalismo, cada personaje es un representante genuino de cierto tipo de ciudadano. Así que pronto nos vemos asistiendo a una partida de ajedrez en la que los peones, esos que no importa sacrificar, son la pobre Marty, su padre enfermo, otra amiga aldeana a la que se beneficia el médico del pueblo y su pobre y ultrajado novio. Los caballos son los caballos. Los alfiles, ágiles y vulnerables, son el héroe Winterborne, a solas con su criado. El burgués rural, Melbury, terrateniente con pujos, y su hija, que se ha movido siempre en línea recta, son las torres, las que aspiran a ser damas y siempre echan de menos a los alfiles, por los que sienten el mismo cariño que por los caballos, pero no más. La reina poderosa y, a fin de cuentas, prescindible es en este caso el médico, que se carga peones y peonas sin asomo de piedad, que se alía con alfiles a los que desprecia y que aspira a un rey aparentemente sin margen de acción pero a fin de cuentas el que corta el bacalao, que en esta novela es la Señora, una dama rígida y enamoradiza. Todos temen u odian o desprecian o se compadecen de todos, aislados como caballos en un establo, sin posible relación satisfactoria, y en esas circunstancias el verdadero interés de la novela radica en saber si alguno de ellos será capaz de saltar la valla que lo separa de los otros personajes, si el orden social mantendrá todo en su sitio, a través de carambolas sucesivas que dejarán las bolas en su sitio, o bien si esa impermeabilidad de castas solo puede conducir a la tragedia, de modo que su negación sea la única manera de salvarse.
               Pero la novela se resuelve en una sobria catarata de acontecimientos, pausadamente narrados, sin prisa y sin pausa, en la que importa más el constante giro argumental y el juego de las expectativas defraudadas que los acontecimientos puramente narrativos. Toda la segunda parte es un tratado de fina carpintería narrativa en la que los elementos simbólicos (el cabello de la humilde serrana Marty South, el cepo destinado al furtivo cazador de mujeres, el bebedizo que protege de la muerte, etc.) resuelven las acciones a base de ironía trágica. Todo se conmueve, todo está a punto de romperse, pero, ay, la fatalidad, más bien la casualidad, hace que todo acabe con la lógica funesta del principio, como si, en realidad, nada raro hubiese sucedido. Y así las escapadas del doctor, que se casa por interés y se pierde con la Señora también por interés, han contribuido a una gran historia de amor, la de Grace y Winterborne, que se esfuma por casualidad: él muere por la tontería de las formalidades, y ella no muere porque tiene prisa. Hacia el final, todo consiste en ver quién y cómo muere, y cómo se van atando, uno a uno, todos los cabos que al principio habían quedado un poco sueltos: qué ocurrirá con Suke, la moza fermosa que también pasa por la consulta del doctor salaz, o con quién acabará Marty, el mejor personaje, para mi gusto, de toda la novela, con un papel inicial prometedor y finalmente muy secundario, por más que al final se erija en el único símbolo de pureza moral de la novela.
               Quiero decir que la novela se argumenta en exceso. Apenas paseamos por el bosque, y eso que las descripciones son sutiles (el ruido de las primeras gotas que caen en las copas de los árboles, antes de que se mojen los troncos, por ejemplo) pero definitivamente al servicio del drama. Porque esto es un drama, una obra de teatro narrada, un guión de película antes de que hubiera películas.
               Y eso es, en fin, lo que nos ha entretenido pero también, un poco, lo que nos ha decepcionado. Salvo Marty, los personajes, en la mejor tradición flaubertiana, son imbéciles: el honrado Winterborne muere por caballerosidad; su amada le jura un amor hasta la muerte que le dura quince días, y sufre tontamente por un pichabrava de marido que se ha echado; la pobre Suke se entrega con docilidad al médico, igual que la señora Charmond, una dama de opereta (y que, lejanamente, me recuerda a la mujer aristócrata del protagonista de Me casé con un comunista, escrita cien años después), que muere a manos de un norteamericano idiota que la mata igual que, cien años después también, matarían a John Lennon. El viejo Melbury, guardián de las esencias, obsesionado con que su hija medre, es un tonto del bote que siempre lleva los razonamientos a la más pazguata y servil moralina. Y Grace, la heroína, capaz de liberarse de las cadenas de la moral estricta y preservar su dignidad, vuelve mansamente a la estela de un pobre hombre, escarmentado y medroso, el doctor Fitzpiers. Sí, solo Marty mantiene el encanto inmaculado. Solo ella es de veras honrada, pero tampoco boba.
               Así que, a partir de un determinado punto, el clímax de la muerte de Winterborne, todo acaba sonando a un rataplán de coincidencias que ya no saben a bosque sino a su estructura dramática. Aquí la presencia del autor, como suele suceder (y como también hará muchas veces Roth) fuerza los acontecimientos para que tengan grandeza dramática, pero pierden, más que verosimilitud, naturalidad, que es lo primero que pediríamos a la novela. Sí, sí, las descripciones son muy hermosas, el campo y el paso del tiempo es omnipresente, la peripecia cambia con las estaciones, y el estado de ánimo de los personajes y la profundidad del bosque. Todo eso está conseguido. Y ese es el problema, que está conseguido. Este tipo de novelas corren el riesgo de sacrificar la verdad en aras de la perfección. El protagonismo de los personajes está medido, no hay asimetrías ni digresiones, todo cuadra con el ritmo adecuado, y esa perfección, finalmente, nos da un aire de frialdad, desde luego deliberado –eso es lo malo-, pero a fin de cuentas un pelín decepcionante.
               Claro que la sociedad inglesa rural de finales del XIX era así, y que estas tonterías gazmoñas podían ocurrir y provocar los dramas que aquí provocan, y es verdad, entonces y ahora, que no hay amor más allá de la conveniencia, por mucho que nos den ataques de romanticismo, y que la estructura social se ayuda de las contingencias para reafirmar su presencia inamovible. Es decir, después de disparos, adulterios y cazas bárbaras, al final cada oveja con su pareja, y, de los verdaderos héroes, el uno muerto y la otra pobre y solitaria. Los demás, los que tienen dinero para olvidar, seguirán su vida más allá de las sombras del bosque.

2.2.13

Historia de dos ciudades



Historia de dos ciudades (1859) es lo que podríamos llamar una novela de romanticismo crítico. Por lo primero, rivaliza en acción, misterios, cárceles, fugas y escapadas con la factoría Dumas, y por lo segundo deja claro que entre los efectos perversos del despotismo no solo está el tratar a tus compatriotas como animales, sino también el convertirlos en bestias salvajes. Entre el marqués de Evremonte, asesinado por el pueblo revolucionario al poco de empezar la historia, y la señora Defarge, asesinada por la viajera inglesa poco antes de terminar, hay un retrato sangriento y divertido, implacable y emocionante de lo que un inglés podía pensar de la Revolución Francesa, a pesar de que, como también describe Dickens, en Inglaterra, en la otra ciudad, hiciesen de la horca un pasatiempo cotidiano. El asco y la reprobación con que retrata a esos aristócratas de aparatosa peluca y cutis de muñeca vieja solo es comparable con el que utiliza para los revolucionarios ciegos, sedientos de venganza universal, que aplicaban los mismos privilegios hereditarios para morir que ellos, los aristócratas, habían utilizado siempre para someterlos. La señora Defarge no se conforma con mandar al cadalso a Charles Dornay por ser un vástago del opresor, por más que el propio Dornay fuese contrario al absolutismo; quiere también matar a toda su familia, a todo el árbol genealógico si fuera necesario. Su marido, el mismo que traiciona al doctor Manette, cree que ha llegado un punto en que ya es más que suficiente, ya han rodado bastantes cabezas, ya su mujer ha tejido bastante calceta en primera fila, sin importarle demasiado que le salpicase la sangre. Pero ella no. Ella tiene motivos para una venganza infinita, tan enloquecidos como perturbador es el recuerdo de lo que los antepasados de Dornay hicieron con ella y con toda su familia.
               A pesar de que Dickens no se para en teorizar al respecto, su diseño de los personajes está tan alejado de la farsa sádica de los borbones como del rencor inextinguible del populacho. Su narración de la carmañola, el baile de las masas borrachas de venganza, no tiene nada que ver con la tradición alegre de los que estrenaban libertad, más bien con una catarsis dionisíaca en la que cualquier locura tenía la misma justificación que las que hasta entonces habían cometido los señores. El papel de Mr. Lorry, un banquero inglés, modelo, a sus setenta y tantos años, de caballero intrépido, es la prueba permanente de que la Revolución Francesa fue una colisión entre los extremos que solo podía encauzarse con el modo de vida que ya llevaban en las islas. El propio Charles Dornay quiere ser inglés, e incluso el doctor Manette, el mejor personaje de la novela, tiene esa melancolía diquensiana del padre de Agnes en David Copperfield. Los tribunales de Londres, suele decir, funcionan mal, pero conservan ciertas garantías. No hace falta que un individuo se llame ciudadano para saber que lo es. Todos ellos (salvo, quizá, Dornay) representan profesiones liberales, abogados, médicos, una burguesía de la que no hay rastro en París, donde los que no son amos o lacayos de los amos son el pueblo sans culotte. No sé si Dickens nos escamotea aquí deliberadamente una comparación de clases sociales homogéneas o es que en la Revolución Francesa solo había pobres y ricos. A los jacobinos solo se los menciona, si no me he despistado, una vez, cuando el chivo expiatorio, Carlton, ha empezado a poner en práctica su plan para salvar a Charles Dornay de la guillotina. A Dickens no le interesa que Lorry y Manette discutan sobre las célebres contradicciones jacobinas. Son víctimas de la contradicción, y por lo demás la novela es acción, no digresión, acción prieta y veloz, sin más remansos que la generosidad con que deja hablar a sus personajes, aun cuando se estén muriendo, como el Basilio cervantino.
               En esta espléndida composición narrativa solo hay una cosa que me chirría un poco; es decir, solo hay un detalle que me parece propio de otra época, porque el resto, de la primera a la última página, pasaría hoy en día por una excelente novela histórica recién escrita. Ese detalle tiene que ver con la trama de personajes secundarios que arma finalmente la novela. El encuentro entre la señorita Pross y Salomon, su hermano perdido, a la sazón oveja, esto es, espía de la cárcel, me parece del todo gratuito, y la única concesión a esa clase de convenciones argumentales que en la época de Dickens (y ahora) todavía provocan placer en cierto tipo de lectores. En mí no mucho, sobre todo cuando disfruto de la maestría con que lleva las riendas de la diligencia desbocada que es esta novela. El asesinato del marqués es uno de los mejores capítulos que he leído en Dickens, y el doctor Manette y el shakespeariano Carlton, dos grandes personajes. El uno lucha contra las secuelas mentales de un largo cautiverio en la Bastilla, que se reproducen al contacto con la crueldad, y el otro es en sí mismo y personaje para una novela entera, el abogado brillante y disipado, desgarradamente solitario, a quien se le ofrece la amistad pero se le niega el verdadero afecto, y que decide dar la vida por algo que merezca la pena. Al romanticismo francés de un Dumas en la composición de la novela, viene a sumarse, como colofón, el romanticismo inglés de un Byron llevado hasta sus últimas consecuencias. Por eso sí se puede dar la vida, parece decirnos Dickens, por algo que mantenga tu nombre vivo entre quienes tienen motivos para quererte, entre los únicos que pueden perdonarte porque son los únicos que no te confunden entre la multitud, que saben quién eres.

23.1.13

Tiempos difíciles



Después de David Copperfield y Casa desolada, a sus 42 años, Dickens escribió esta maravilla de novela, algo más breve que las anteriores y que las que seguirían, y quizá por eso de una perfección argumental más allá de cualquier relleno lacrimógeno. Eso de bañar la novela en lágrimas, tan reblandecedor, aquí da paso a una historia lubricada de sarcasmo, apasionada y triste, escrita por un hombre que detesta la crudeza del utilitarismo en cualquiera de sus formas. Con la Biblia en la mano (abundan las citas directas entremetidas), construye una parábola sobre los peligros del tipo de educación que todavía hoy, siglo y medio después, sigue poniendo sus huevos en cerebros como el del tal Wert. Escuchando las pijadas que dice el profesor Gradgnind sobre la necesidad de los conocimientos útiles, de los datos y las transacciones, la competencia, los réditos, los números, me parecía estar escuchando un discurso de la consejera de Educación. Al final de la novela, un alumno aventajado, Bitzer (en la estela de Huriah Heep, pero más frío y menos acomplejado) le recuerda a su antiguo profesor que no ha olvidado nada de lo que le enseñó. “La única manera de manejar a una persona es mover su interés propio. Lo hombres somos así. Sabéis perfectamente, señor, que es este el catecismo que me enseñaron cuando yo era muchacho.” Acaba de frustrar los planes del viejo profesor para salvar a su hijo de la cárcel, si no de algo peor, y lo hace nada más que por un ascenso en el banco donde trabaja.
               Dickens está harto del puritanismo despiadado y la soberbia autosuficiencia que ya latía en Robinson Crusoe, más o menos por el tiempo en que Oliver Goldsmith creía en la bondad por encima del provecho. Este asunto nos llevaría demasiado lejos. El carácter anglosajón es una mezcla desigualmente repartida de ese individualismo rentable y ese otro sentimentalismo solidario. Por el día, en el trabajo, interpretan a Defoe, y por la noche, junto al fuego, leen a Dickens. Es como si Adam y Smith fuesen dos caras del mismo individuo, el uno cariñoso y desprendido, el otro interesado y calculador. El propio Dickens, de creer a Tomalin la Resentida, trataba sin piedad de ningún tipo con sus editores y a su señora no le hacía ni caso, pero luego era el padre que divertía a sus hijos y el que daba masajes cardiacos a media Inglaterra. La blandura vespertina no afectaba a la dureza matutina, convivían como un matrimonio de conveniencia que apenas se saluda por los pasillos, pero lo hace con exquisita educación. Pero Tomalin no es de fiar, por muchas verdades que diga. También Galdós pasó por pesetero e insensible, cuando se limitaba, como Dickens, a que los editores no lo engañasen y a que las mujeres no le amargasen la vida. Dickens desprecia el escualo-liberalismo de los banqueros, pero también la retórica intransigente de los agitadores de obreros. Es como si en Tiempos difíciles hubiera querido exponer, con brevedad y concisión, las ideas que de todos modos flotan por los océanos de sus otras novelas.
               No me gustan los resúmenes de argumentos, pero en este caso merece la pena. La pequeña Ceci es adoptada por el positivista señor Gradgnind, padre de dos hijos (tres, pero una solo figura) que son el resultado directo de sus teorías pedagógicas. Ella, Louisa, es una muchacha obediente y reprimida a la que su padre entrega en matrimonio al gilipollas de Bonderby, el banquero, un sujeto repulsivo que presume de infancia miserable, como la mayoría de los millonarios. El otro hijo, Thomas, es un inútil criado en las apariencias y el rencor. El tronco principal de la novela crece a partir de que Louisa se preocupa por un obrero, Stephen Blackpool, a quien sus compañeros acusan falsamente de colaborar con el amo de la fábrica, Bounderby, para debilitar el sindicato, y a quien el amo echa de la fábrica porque se niega a colaborar con él contra sus compañeros. A Thomas Gradgnind Jr. solo se le ocurre utilizarlo de señuelo para robar el banco donde lo metió su padre a trabajar. Pero la jugada le sale mal. El obrero muere finalmente, aunque le da tiempo a lavar su nombre. A Thomas intentan salvarlo, por compasión hacia su padre, los titiriteros entre los que se crió la alegre Ceci, y finalmente lo consiguen, a pesar de que la astucia legal de Bitzer trate de impedirlo.
               Así contado, en sus trazos más gruesos, la parábola no admite personajes redimibles. Bounderby es, además de petulante, un desalmado. El mismo encuentro madre e hijo que en otras novelas haría saltar las lágrimas, aquí es un episodio vergonzoso. Bitzer tampoco tiene alma. El que no es un desaprensivo es un acomplejado. Pero Louisa es una madame Bovary en positivo, es decir, la mujer soñadora a la que el galán de turno, más que seducirla, la hace despertar, por fin, para que abandone a su repelente esposo, aunque no vaya a marcharse después con él. Incluso su padre, el fanático del realismo práctico, acaba reconociendo su error, lo cual le hace merecedor de que sus hijos finalmente se salven. Por encima de todos, como un ángel, Ceci, la que se crió en el circo, conserva siempre la higiene del espíritu, la alegría y los buenos sentimientos como esencia natural del ser humano, siempre y cuando no se le acogote con las apariencias o con la necesidad de producir dinero. En Cocktown, la ciudad negra de hollín y de miseria, solo los titiriteros duermen sin humo, al raso, sobre la hierba. Los demás se pudren en matrimonios equivocados, en destinos más propios de bestias que de hombres, o en la olla de su propia vanidad.
               Todo esto son truchas que saltan en un río bravo, como siempre, plagado de personajes y de interesantes giros argumentales. Dickens no solo sabe sorprender, sino algo más difícil que eso: sabe sorprender a los perspicaces, pero sobre todo sabe que la gran sorpresa es que finalmente todo suceda del modo más natural. De las casualidades múltiples que pueblan David Copperfield solo queda una, tan solitaria que llama la atención: el modo casual como Louisa y Ceci descubren que Stephen Blackpool ha caído en un pozo, por un sombrero que se encuentran en el campo. Todo lo demás sigue la lógica de las jugadas de billar. Dickens está muy encima del argumento y demasiado encima de los personajes que detesta, que no tienen ninguna posibilidad. Es, en ese sentido, una novela seria, sin el optimismo narrativo, cervantino, de sus novelas largas. Está más premeditadamente armada, por así decir, y eso que siempre despotrico contra las premeditaciones novelescas. Pero, cuando se hace bien, es decir, cuando parece que no se hace, el placer es el mismo que en las novelas desatadas. A veces da la sensación de que a Dickens se le acelera la mano con los múltiples historias y personajes que le brotan del tintero, pero se la sujeta y sigue el trazo sombrío que se proponía. El Dickens serio, enfadado, hasta las narices del neoliberalismo de entonces, convive con el festivo, dicharachero, titiritero. En una novela sarcástica y ceñuda se propuso hablar de la bondad, y la bondad le surge sin querer, envuelta en maestría narrativa. Por momentos (el episodio del picaflor James Harthouse), da la sensación de que Dickens se ha tomado un descanso austeniano, de diálogos y saloncitos, agradable, de novela larga, pero pronto se sienta bien en la silla y la emprende con los banqueros viscosos. Tiempos difíciles no es breve solo porque Dickens la quisiera así, supongo, sino porque se empeñó en que fuera así, a pesar de su inclinación al desbordamiento. Esta lucha por no enjugazarse con bondades que puedan desacreditar la tesis de la novela, reivindicativa y grave, y de usarlas no como artificio narrativo sino como parte de la idea, es como un sacrificio de páginas, un esfuerzo de contención que da un resultado redondo. Dickens asombra cuando desparrama y cuando se pone serio, por la mañana y por la tarde, cuando es Adam y cuando es Smith.

14.1.13

Oliver Twist


Dickens terminó Oliver Twist con 25 años. Era, después de Pickwick, su segunda novela larga, su confirmación como escritor. No deja de ser admirable que después de encontrarse con una gran novela, Pickwick, sin casi pretenderlo, diese inmediatamente después, y a una edad tan temprana, semejante lección de oficio. El modelo narrativo de Pickwick no era Pickwick sino Fielding, pero el modelo de Oliver Twist ya es Oliver Twist. Dickens ya había perfeccionado el molde, y aunque le queden, en la concepción del relato y en el diseño de los personajes, cosas de la época de Goldsmith, sobre todo ese aire volteriano de los personajes que escapan del mal casi como consecuencia lógica de su optimismo, o supiese sacar de la novela gótica lo que le convenía para su propósito realista, el caso es que una novela por entregas, desde entonces y hasta ahora, se sigue escribiendo así.

               Para empezar, cada capítulo (en torno a unas 1500 palabras), no incluye más que un tramo narrativo, es decir, una frase del argumento. La información necesaria para proseguir la lectura se reduce a un hecho, a una breve conversación, a un episodio concreto. Dickens pinta: comienza describiendo, enhebra un diálogo y, cuando, por así decirlo, el diálogo ya está maduro, cuando cae la información por su propio peso, incluye el hecho resumible, el tramo de argumento, con sus correspondientes sorpresas y expectativas. Un ejemplo sencillo de cómo funciona es el encuentro de Nancy, la esclava del malvado Sikes, y Rose, el ángel ex machina que terminaba apareciendo en la novela de Goldsmith. Nancy tiene que dar un solo dato, que el siniestro Monks es hermano de Oliver Twist, y para ello despliega un diálogo lacrimógeno donde brillan la dignidad de Nancy y un lenguaje de salón, o como mínimo de vicaría, impropio de quien no recibió jamás ninguna educación y vive amarrada a un sujeto malencarado que tiene una lengua como una dalla.
               Algo parecido sucede, poco después, con la reaparición del generoso Brownlow, o en aquellas escenas en las que discuten o flirtean el celador Bumble y su esquinada esposa (que tiempo después, en versión amable, se convertirán en el matrimonio Micawber). El modelo se repite con más frecuencia en la segunda parte, después de que Oliver quede tendido en una zanja, con un brazo herido, famélico y exhausto. En ese momento se produce una fractura argumental que creo que es el único reproche (ya ves) que se le puede hacer a la construcción de la trama. A partir de entonces suceden dos cosas: que aparecen los personajes buenos y que el argumento parece escrito al revés, desde el final. Todo, desde ese momento, colabora en la resolución de la novela. Se acumulan los elementos folletinescos (el hermano oculto, el anillo sumergido, las últimas voluntades, la verdadera familia, la herencia recuperada, etc.), pero el extraordinario impulso de la primera mitad, esa imborrable descripción de los bajos fondos londinenses, y, particularmente, el personaje de Nancy, creo que se hacen a un lado en favor de una colección de tópicos de novela bizantina -que son los que alimentaron la ficción durante veinte siglos-, hasta que vuelvan a brillar en el impresionante final, desde la entrevista de Nancy con Brownlow y Rose, espiada por ese pre-Huriah Heep que es Noah Claypole, pasando por su asesinato y por el grandioso auto de fe que culmina con el ahorcamiento involuntario de Bill Sikes.
               Pero esa primera parte, quizá precisamente porque no hay que resolver nada, es una maravilla. Los capítulos se sostienen solos. La narración vuela en diálogos interesantes, en tipos curiosos, en descripciones impresionantes. Es como si, para empezar, Dickens se ocupara de pintar un fondo negro sobre el que resalten las figuras azul celeste que harán acto de presencia a partir de la escena del anciano bueno, Brownlow, en la tienda de libros. Digamos que, si la novela hubiese terminado en esa zanja, con la muerte de Oliver, y la posterior trama folletinesca se hubiese adelgazado de lagrimones y hubiera sido realimentada con más bajos fondos en aras del espléndido final, también la recordaríamos como una obra maestra, la vincularíamos con Dostoievski, encontraríamos sin dudas el modelo del primer Baroja, pero faltaría el creador de lágrimas, el Dickens melodramático, el que sabe tocar el violín con la pluma y ablandar la voluntad del lector. En la segunda parte (final aparte) disfruto de la nitidez constructiva; en la primera, de la novela. Y, puestos a fantasear, me imagino a Galdós pensando algo parecido, incluso creyendo que tanto el personaje de Rose Maylie como el de Nancy daban para mucho más, hasta para una novela como Fortunata y Jacinta, ya puestos.
               Es lo bueno que tiene Oliver Twist, que debajo de los tópicos folletinescos abundan los personajes potentes y los tipos característicos, los capítulos que se sostienen solos y las escenas bien narradas. Dickens decora el ambiente con personajes que ya nacen con su propio molde, todos con una etiqueta que los identifica: la porroquia del celador Bumble, el viscoso querido del judío Fagin, el me como la cabeza del anciano Grimwig, el que habla por la nariz, el que da lecciones de jerga, etc., etc. Pero Dickens se cuida bien de no etiquetar a los personajes grandes, amén del propio Oliver: Nancy, sobre todo, pero también ese Sikes que parece el Bizco de Baroja, e incluso, insisto, la joven Rose, cuya historia de amor queda un poco sin contar (y que volvió a retomar en David Copperfield) hasta que se zurce con una poco convincente aparición final del soso Harry. Habrá luego muchas Nancies en Dickens, y muchas Roses, pero aquí ya están delineadas todas las que vendrían después.
               Dickens es un autor de ambientes y personajes. Las tramas, la carpintería, todavía requieren en Oliver Twist de largas explicaciones que aten los cabos (un procedimiento discutible que sin embargo será el fundamento de cualquier novela negra), pero lo importante, para mí, no es eso, sino su otro extremo, el arte cervantino de lanzar cabos para recogerlos cuando sea menester reanimar la narración, por ejemplo después de alguna de las largas conversaciones sin más propósito que el del juego verbal. En cierta ocasión (creo que fue a propósito de Nuestro amigo común), pregunté a un amigo londinense si esas largas escenas de parloteo, muchas más en aquella novela que en Oliver Twist, tenían como fundamento la mímesis, la ambientación verosímil, o el simple relleno entretenido que requiere un folletín en sus épocas valle, por así decirlo. Me dijo que no, que eran un fin en sí mismo, el placer shakespeariano del juego verbal, y que eso a los ingleses les divierte mucho. A mí no me divierte tanto, por ejemplo, el final dickensiano de Una comedia ligera; al margen de admirarlo en lo que supone de alarde lingüístico, con aquellos hampones chamullando germanías, no me parece que tenga esa gracia sostenida que forma parte, por lo visto, del genuino humor inglés[1].
               Dentro de unos días tendremos que comentar esta novela en clase. Lo primero que voy a preguntar, antes de proceder a la autopsia, es de qué dos personajes no principales les ha quedado mejor recuerdo. Yo, cuando acabé su lectura, no tenía muchas dudas. Uno es el pequeño Dick, la noticia de cuya muerte, aun a pesar de ya sabida, me dolió tanto como a Oliver Twist. Hay veces en que el meloso Dickens nos empalaga un poco (la historia de Harry), pero hay otras, como en el caso de Dick, en que comprendemos la profunda emoción que debía embargar a los lectores de entonces, y a los oyentes, que de todo hubo y para todos había. Dick es el más acabado ejemplo de indefensión y de pureza que hay en la novela. La verdad es Dick, lo que Dickens quería denunciar es ese muchacho que sabe que va a morir y desea suerte al que quizá viva, y al que sacan del hospicio y llevan a Londres a que se muera en cualquier sitio solo para que no le tengan que pagar el entierro. Me llega al alma ese chiquillo, mucho más que los litros de lágrimas que derrama Oliver. No soy capaz de torcer la sonrisa y juzgarlo como un truco melodramático. Me lo creo, sentio et excrucior, qué le vamos a hacer.
               Y el otro personaje es el perro. Es, como Dick, uno de esos personajes hilván, pespunte apenas, que, según el modelo de Andresillo, aparecen en contadas ocasiones, pero su figura es recordada y saludada con alegría cuando asoma. El perro de Sikes es así. Aguanta las palizas gratuitas de su amo, pero se aleja de él cuando sabe que lo va a matar, y finalmente vuelve, cuando su despiadado amo cuelga de una soga: “Saltó a los hombros del muerto. No acertó y cayó hacia el foso dando una vuelta completa en su caída, y, golpeándose la cabeza contra una piedra, se despachurró los sesos". Es decir, su comportamiento y su destino van paralelos a los de la propia Nancy. Ella también vive amarrada a quien la maltrata, y también trata de huir, y también vuelve por su pie y muere, con la cabeza destrozada, tratando de agarrarse a Sikes. Es difícil comparar a un ser humano con un perro y derramar la inmensa piedad hacia los dos que derrama Dickens. Las tramas son intercambiables, cortapegables, entonces y ahora, pero los detalles son los que dan la medida del talento.




[1] Sólo así se entiende, dicho sea de paso, que los ingleses llamasen a Mourinho number one, que no es, como pensamos, una declaración de admiración sino un giro barriobajero que equivale a algo así como el menda, es decir, una forma de reírse de su egoísmo vulgar. Lo digo porque en Oliver Twist los chulánganos maleducados también se llaman a sí mismos number one
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