27.4.13

Emak bakia



Déjame en paz, significa, en vasco, emak bakia, el nombre de la casa en la que Man Ray rodó la película del mismo título en 1926, y de la película en la que Óskar Alegría viaja tratando de localizarla. Ahora se proyecta en el Matadero, el Candem de Madrid. Todo muy cool.
              Emak Bakia, la de ahora, también es vanguardia, la vanguardia que reconocemos, el precioso grano entre tanta paja daliniana. Y no lo es por el hecho de que esté compuesta sobre el recuerdo y la idea de libertad de Man Ray, sino porque es cine de la era de internet. Y buen cine. Man Ray participó en la mitosis del dadaísmo y el surrealismo, su película sigue los dictados de la unión libre (algo que, tratándose de vanguardia, lamentablemente no es contradictorio) y de la epistemología del azar: los movimientos de cámara los hacía el viento, o la propia cámara rodando, o las sobreexposiciones. La vanguardia de Óscar Alegría, el director de esta nueva Emak bakia, traslada la unión libre no tanto a la composición de imágenes como al entramado argumental. Así, la película que empieza tratando sobre la casa en la que Man Ray rodó su película, se desvía enseguida, con el sinuoso y arabesco rastro de las liebres, hacia todo aquello que tiene suficiente valor poético como para dirigir el curso de la narración, algo como lo que escribió Nooteboom en su Desvío a Santiago, un libro también de viajes libres y azarosos.
                 La búsqueda de aquella casa incluye la historia de un payaso cuya foto encuentra el narrador en una tumba cuando iba buscando pistas, huellas del edificio, y la de una princesa rumana de noventa y tantos años que fue campeona de ping-pong, y la de los vecinos de una casa a la que llegó hace cien años una postal de ambiguo contenido. O sea, la narración avanza como avanzan las navegaciones cibernéticas, sin diseños previos, orgánica, caprichosamente, con el solo límite de la poesía, en movimiento no rectilíneo, no lógico ni alfabético, sino circular, libérrimo, impredecible, como se nos pasaban antes las tardes con la Enciclopedia Británica y ahora con Google. El instinto del narrador solo se ocupa de saber detectar las situaciones poéticas, la inercia que inspira buenas ideas, el contexto que las nutre. Así, por ejemplo, un tipo graba los sonidos que hacen los objetos y los materiales de la casa, las maderas y los platos y los suelos, los de ahora y los de antes, los de la actual residencia para empleados de una empresa y los de unos príncipes rumanos que la edificaron, los Wittgenstein, concretamente un vástago vago que por no soportar a la familia se calcó la casa en la costa de Biarritz y se fue a vivir allí. Y con esos sonidos compone la banda sonora de la película.
Una historia lleva a la otra, un nombre a otro, y todos los nombres van componiendo el hermoso poema que es la película y la hermosa secuencia del poema que componen los nombres de las casas. El plan queda a merced del pulso narrativo, no de los hechos narrados. La película no se cae porque resulta cómodo instalarse en ese viaje al pairo de la poesía. Lo dice el narrador en algún momento, lo importante es el viaje, como en Homero, y el viaje es azar, no exactamente casualidad ni coincidencia, que es propio de quien quiere casarlo todo, sino instinto de belleza, necesidad heroica. La cámara sigue la lógica real de los poemas, vamos con ella, y de paso nos ahorramos el esfuerzo distanciado de ir interpretándolo todo, que es lo que cansa un poco en el original. Óscar Alegría lo resuelve teniendo la película de Man Ray como referente. Ya no hace falta que nos preocupemos por el significado de las pestañas como mariposas de las bellas durmientes: nos conformamos con recrearlas, con volver a vivirlas. (Y con los cerdos, otra escena cumbre, pasa lo mismo). Pero una vez que nos hemos desembarazado de la onerosa obligación de interpretar podemos limitarnos al deslumbramiento nítido de las imágenes, a su evidente hondura, sin hermetismos de ninguna clase. Son reales porque son el marco de Man Ray, así que ya no deben preocuparse de la lógica y la previsión.
No está nada mal que el lenguaje narrativo de un documental se entregue en brazos de la poesía. Porque en el fondo es volver a Buñuel, sobre todo cuando dejaba el guión en manos de la película, pero con el instinto narrativo al que ahora nos tiene Auster acostumbrados. Por cierto: no estaría nada mal leer La noche del oráculo como complemento a Emak Bakia.
Más de alguno lo confundirá con un simple método que se basta a sí mismo (que es lo que tantas veces ha hecho la vanguardia), y ese tirar de un hilo y de cualquiera de sus flecos se tome como plantilla para contar cualquier cosa, como si el diseño justificara el contenido, que es lo que suele pasar. No es el caso. El azar solo marca la ruta, pero la variedad y la hondura de sus pequeños poemas visuales está muy por encima de la simple carpintería. La película hace así honor a su título. Emak bakia, déjame en paz, le dice Óskar Alegría a la tópica industrial del cine contemporáneo, entre otras cosas porque está rodada, oh siglo XXI, con una cámara de fotos y sin ninguna financiación.


23.4.13

La prosa empanada de Julio Llamazares



Leer otra novela de Julio Llamazares después de haber leído la penosa El cielo de Madrid es un caso clínico de reincidencia. El primer culpable es el lector. Uno debería saber cuándo un autor ya no tiene remedio. Y Llamazares, como novelista, ya no tiene remedio. Aunque también era injusto no traerlo a esta serie campestre, sobre todo si su nueva obra, Las lágrimas de San Lorenzo, se remite, como dice la solapa, en una de sus varias mentiras piadosas (de fe en el comercio), a la legendaria La lluvia amarilla, aunque visto lo visto casi preferiría que fuese una reseña de memoria, de cuando la leí hace veinticinco años.
               No es nada raro que un novelista tenga principios prometedores y luego se quede en nada. Lo que avalaba a Llamazares, antes de La lluvia amarilla, eran dos buenos libros de poemas, La lentitud de los bueyes y, sobre todo, Memoria de la nieve, y una novela que ahora huele a celuloide revenido pero que entonces sonaba muy fresca, Luna de lobos. En La lluvia amarilla estaba el poeta de Memoria de la nieve, que sigue como el primer día. Los hermosos versículos que nombraban cadenciosamente las palabras como si fueran frutos de la tierra se unieron en un poema en prosa con aquella historia del pueblo abandonado.
Pero a La lluvia amarilla, según la recuerdo ahora, le sobraba ñoñería, inflación musical. El siguiente libro, Escenas de cine mudo (del que Las lágrimas de San Lorenzo es mero reciclaje) era mucho menos ñoño, y también menos hispanoamericano (había mucho en La lluvia amarilla  de Rulfo y de García Márquez, aunque pasado por el saludable cierzo leonés), y, como prosa, mucho más armado para una novela. El libro estaba compuesto de estampas infantiles, un rimero de recuerdos recogidos del desván, lo típico. Pero estaba muy bien escrito, y así se podía escribir una estupenda novela. Llamazares la llamó novela porque entonces la falta de imaginación no era un problema (ahora tampoco), pero el caso es que nadie la tomó como tal, y también que entonces ya estaba escribiendo otra novela que iba a ser la pera y que se llamaría El cielo de Madrid. Entretanto, había escrito el último libro suyo que recuerdo haber leído con cierto placer, El río del olvido, un cuaderno de viaje que le enseñó cuál era su verdadero género, uno que requiriese saber describir (es decir, el dominio de los versos largos) pero no necesitase de imaginación. Es lo mismo que le pasó a Cela, y eso que Llamazares, por aquella época, publicó un célebre artículo, El arzobispo de Constantinopla, creo recordar que se llamaba, donde ponía a parir a don Camilo el del premio, aunque luego, en sus libros de viaje, Llamazares copiase su técnica, su punto de vista y casi su estilo sin el menor reparo.
Tras os montes y La rosa de piedra, otros dos libros de viaje, pasaron por buenos libros porque se limitaban a las virtudes del autor, ese andar como aturdido por el mundo, ese escribir que es todavía como ir escuchando el eco de los callejones. Pero los cuentos me aburrían, y cuando, por fin, salió la esperadísima El cielo de Madrid la decepción fue morrocotuda. No solo seguía sin pizca de imaginación, sino que daba la sensación de que se le había olvidado hasta escribir, hasta el punto de que ese genuino parto de los montes ha servido ahora como reclamo publicitario. La solapa de Las lágrimas de San Lorenzo tiene un aire a segunda oportunidad: ya sabemos, sugiere, que el libro anterior era un desastre, pero ahora ha escrito como en La lluvia amarilla, o sea, como cuando creíamos que era un novelista prometedor.  
Y el caso es que esa falta de imaginación, de potencia narrativa, es, paradójicamente, lo que le granjeó sus primeros éxitos. Llamazares era el tipo de joven progresista con cara de resfriado que se encorvaba mucho al hablar, cruzaba las piernas y con una mano sostenía un cenicero de cerámica popular y con la otra un ducados al que le daba hondas chupadas. Era el escritor aterido que viaja en un dos caballos por el monte con una chica de belleza verosímil, y así sus novelas tenían un solo protagonista, el escritor, el chico majo que escribe cuentos sobre el maestro don Joaquín y la infancia en el pueblo. Había cientos de miles. Yo creo que todos los estudiantes de letras de la década de los setenta escribieron un cuento sobre cuando su abuelo se echó al monte y lo bueno que estaba el pan que hacía su abuela. Era una forma de jipismo urbano, de andar con las manos en los bolsillos y el cuello de la chupa bien subido por aceras negras y fachadas de barrio antiguo, y los fines de semana cantarle a los zarzales. Llamazares escribía lo mismo que todos los que querían escribir aunque no tuviesen imaginación, pero lo hacía especialmente bien, parecía.
Pero él se empeña. Si se limitase a contar su vida, lo que le ha pasado esta mañana, lo tomaríamos como un libro de viajes interiores, y esperaríamos sin más la llegada de los párrafos hermosos. Pero él quiere inventar, quiere crear personajes, quiere urdir historias. Y no le sale. Las lágrimas de San Lorenzo es una baraja de cuentecillos tópicos con un elemento en común, el tempus fugit, vaya por Dios. Otra vez el abuelo, otra vez el Dos Caballos, otra vez las reflexiones de pata de banco: “Pero la vida no tiene vuelta. Como la juventud o el viento, la vida pasa y nunca retorna por más que nos neguemos a aceptarlo, como les sucede a muchos”; otra vez la sonoridad gratuita, el chiste involuntario: “…mi madre, que se quedaba a dormir con él por las noches, y a mi tía, que lo hacía por el día”. Y otra vez el mal disimulado autobiografismo resuelto en tópicos, en este caso el de un padre viejuno que contempla con su hijo las estrellas, ay, o el de unas vacaciones en la Provenza con una ninfa fumadora. Y otra vez, ¡y otra vez!, el tema del escritor que escribe una novela. Todo es soportable menos la mala prosa, y lo que podría parecer esfuerzo de nitidez se queda en oración simple. Llegar a la esencia estética del ser humano no implica escribir redacciones escolares sobre las vacaciones, y así, como si practicara ejercicios de gramática un verano por la mañana, hay frases directamente ridículas: “Es como en medio del mar, donde solo existe éste”. Todo está, por cierto, lleno de pronombres demostrativos. Es como si se le hubiese caído una caja de pronombres demostrativos encima del álbum de fotos que nos está contando. El estilo está como empanado. El rostro amodorrado de Llamazares se traslada un poco a la sintaxis. No hay nada que pueda compararse con un verso de Memoria de la nieve, y lo que le sale no es una novela sino un ramillete de prosas bonitas (siempre y cuando no se haga un lío con los pronombres demostrativos), es decir que, puesto que no es novela porque no hay narración, tendremos que leerlo como un poema en prosa. Y tampoco.
La novela es breve y se hace larga porque, como no hay historia, como solo hay ciudades europeas de las que solo se dan las señas y mujeres guapas de las que solo se dan los nombres de pila, como solo hay hechos consumados, no acontecimientos (la madre con Alzheimer, el padre y el hermano muertos, las separaciones traumáticas), el resultado es que no se mueve, que es una negra y vulgar noche por la que van pasando estrellas idénticamente mortecinas, e incluso se hace pesada por el viejo truco de acumular lo dicho en cada capítulo, como en la canción de los elefantes, y mezclarlo todo para que parezca más intenso. Pero es que lo dicho en cada capítulo solo es eso, lo dicho, lo acontecido y muerto, la situación final de la memoria para un tipo con la crisis de los cincuenta, razón por la que nos repite cincuenta veces, de diversos modos, el profundo pensamiento de que la vida se pasa enseguida.
Quizá solo haya una virtud que le da cierta coherencia a la novela. Quizá la vida sea igual de deslavazada, quizá los recuerdos sean así de simples, quizá esta forma de rellenar las páginas de un libro sea la que dé una imagen más intensa de la fenomenal torrija que lleva el autor.

9.4.13

Ensayo de literatura campestre, 9



En 1978, con la democracia, Delibes encontró el cine. Ya en los 60, Ana Mariscal había adaptado El camino, pero a partir de 1976, con la versión de Mi idolatrado hijo Sisí, y, en 1977, con la de El príncipe destronado, Delibes se convirtió en habitual de la cartelera. Así que, cuando publicó El disputado voto del señor Cayo, Delibes ya escribía, por así decir, cinematográficamente. Eso se le nota mucho a la novela, y quizá sea su peor defecto. Uno ve los planos cortos, las escenas tópicas, los gestos característicos. Hay excesivo diálogo instrumental y una morosidad descriptiva que no piensa en la lírica sino en el travelling. No he visto la película de Antonio Jiménez Rico, que quizá me parezca muy literaria. Hablo solo de la novela.
               No me gustan los guiones narrados. Es posible que de Las ratas Jiménez Rico también sacase una gran película, pero Las ratas se concibió como novela, no como película, y como novela está bastante por encima de El señor Cayo. Pero esto puede también verse desde el otro lado. Con el cine Delibes encontró un filón cuya cumbre quizá sea Los santos inocentes, pero también de menor importancia literaria que Las ratas e incluso que El camino. A él lo hizo rico y famoso, y para un crítico de la época tampoco era difícil encontrar argumentos que lo justificasen.
               El disputado voto del señor Cayo está escrito como quien lava. Más que verse la idea clara, se ve la sencillez con que la ha compuesto, el oficio sin complicaciones con que ha juntado los elementos y los ha movido un poco para que encajen. Unos jóvenes malhablados, cinematográficos, machaconamente bobos, que van a presentarse a las primeras elecciones democráticas y llegan hasta el último pueblo de la provincia, se encuentran con un Gandalf con boina de Castilla la vieja que les enseña las virtudes de la naturaleza. Cuando están más convencidos los políticos de ciudad que el votante de pueblo (cuando los actores sonríen tiernamente mientras habla el abuelo en un decorado de casa rural), aparecen unos fachas en un coche que le pegan un palizón al candidato progresista, un joven barbudo. De regreso a la ciudad, borrachos de Soberano, sus aburridos diálogos malsonantes escribirán varias veces la tesis y su estrambote, a saber, y como dice un personaje beodo y malherido que habla con elocuencia de Basilio moribundo, “¿de veras te parece más importante recitar Althusser que conocer las propiedades de la flor de saúco?”. Y sin embargo, ay, “esto no tiene remedio”, porque los fachas de ciudad sacan las cadenas, pero el sabio rural tampoco se habla con el único vecino que queda en el pueblo.
               A esta carpintería de teleserie Delibes aplica una receta de Sánchez Ferlosio. En El Jarama, el contraste entre los diálogos planos pero sabrosamente cercanos de los muchachos (o, sobre todo, por lo que a Delibes toca, de los venteros) y la maravillosa oda en que se convierte cada mínima, precisa descripción, no solo hacía funcionar muy bien la novela sino que iba manteniendo un juego de contrastes literarios: la poquedad coloquial a la luz de la grandeza descriptiva; la hermosura de la precisión que subraya la naturaleza de los personajes. Aquí Delibes ha extremado el contraste. Las descripciones del pueblecico donde van los candidatos son bellísimas, un jugoso prado donde florecen los endecasílabos (“la vaina erecta sobre el tallo”), de la categoría de las inmejorables descripciones de Las ratas. El mundo del señor Cayo es esa precisión emocionante que vamos buscando. El señor Cayo es el nombre de las cosas, la pureza de los movimientos, la sabiduría del silencio, etc. Y a este lirismo antropológico se le oponen los chicos de ciudad, el joven barbudo, la mujer concienzuda y concienciada, y el perfecto gilipollas, Rafa, un error de personaje (para enseñarnos que hay idiotas sin gracia no es necesario emplear más que media docena de líneas, no un personaje entero). Con ellos Delibes dialoga, no describe, y sus diálogos están trufados de un cheli cogido con pinzas (“¡Joder, qué tíos! Yo no sé si están carrozas o se quedan con nosotros”), usado como los nombres de setas, para decorar, para dar ambiente, sin naturalidad de ninguna clase, y con una mujer joven y atractiva que dice “cacho puto” cada dos por tres, algo absolutamente imperdonable (como también lo es, dicho sea de paso, que Delibes -al describir, no en esos diálogos tan cutres- repita tres veces tres el verbo embutir aplicado al acto de vestirse). Quiero decir que se nota que ahí Delibes no solo está pensando en dónde poner las cámaras sino en dejar constancia de un presunto lenguaje callejero que suena a parodia de revistilla, a teatro aficionado. El tacto y el amor con que nos pinta el campo contrasta demasiado, en fin, con los brochazos de betún con que desdibuja a los candidatos, que no entienden de saúcos. Delibes, como cualquier otro escritor, triunfa cuando comprende a su personaje, sabe pensar como él, y aquí se limitó contribuir de mala gana al Diccionario cheli que cuatro o cinco años después sacaría Umbral. Es como si la novela entera la hubiera escrito el señor Cayo, que no entiende a santo de qué hablan así, con tanto taco y sin llamar las cosas por su nombre.
               Fue Umbral el que dijo una vez que en una novela sobre el mar de Delibes (no me acuerdo del título y, ya que cito a Umbral, no me voy a levantar ahora a mirarlo) se notaba que manejaba el diccionario, los tecnicismos, los nombres de las velas, pero que la novela no olía a mar. Y así es. Cuando Delibes habla del campo, del señor Cayo, aquello huele a campo, pero cuando habla de la ciudad, de los jóvenes candidatos, aquello huele a diccionario. Y tendría que haber olido al escay de los asientos de los coches, a los ceniceros de tabaco negro, al engrudo de pegar carteles, al hedor corporal de aquella época. Y no huele a nada de eso. Huele a celuloide arrugado y a parodia intergeneracional, a cómo los viejos hacen de jóvenes en las bodas, y dicen: “oye, carroza”, y añaden: “como se dice ahora”, y se ríen como si fuera un chiste. Con el cine, en cierto modo, Delibes también inauguró la vejez. 

8.4.13

Colmena o dujo



Geórgicas, IV, 1-50

Cantemos luego al don divino de la miel,
que baja desde el cielo: oh Mecenas, también    
hacia esta nueva parte dirige tu mirada,
dignos de admirar serán los espectáculos
de su pequeño mundo, los valientes caudillos,
los pueblos, las costumbres, las luchas, los afanes
de toda una estirpe que ahora, por orden,
habré de describir. Labor de poca monta,
mas no de gloria poca si númenes propicios
lo consienten y Apolo mis súplicas escucha. 

Lo primero es buscar morada y residencia
a las abejas donde el viento no penetre
-pues los vientos impiden llevar sustento a casa-,
donde ni el cabrito tozón ni las ovejas
se pongan a brincar encima de las flores,
o la ternera que anda suelta en la campiña
pisotee el rocío y aplaste las hierbas
cuando están creciendo. Manténganse bien lejos
los pintados lagartos de áspera lomera
de las ricas colmenas, y los abejarucos
y tantos otros pájaros, y Procne, que en el pecho
señales de sus manos lleva ensangrentadas;
pues todo lo devastan por doquier, e incluso
al vuelo con el pico se llevan las abejas,
sabroso es alimento para nidos tan crueles.
Pero ténganse cerca las fuentes cristalinas
los estanques lozanos de musgo, el arroyuelo
que se desliza entre las yerbas, y una palma
o un robusto acebuche dé sombra al entradero,
y así, cuando los nuevos reyes, por primavera,
que es su tiempo, hagan marchar a sus enjambres,
y salgan a jugar las crías del panal,
la orilla vecina será una invitación
a irse del calor, y en mitad del camino
de un árbol las tendrá su fronda acogedora.
Por en medio del agua, corriente o estancada,
echa de través ramas de sauce y grandes piedras,
que puedan en los puentes posarse numerosos
y al sol del verano sus alas desplegar,
si resulta que el Euro mojó a las tardineras
o las hundió desatado en aguas de Neptuno.
Y alrededor florezcan las casias vigorosas,
y el tomillo rastrero, que aroma desde lejos,
y abundante ajedrea de intensa fragancia,
y beban en la fuente del riego las violetas.
Han de ser de angostas piqueras las colmenas,
ya las tengas sujetas a cortezas vaciadas
o bien estén tejidas de mimbre perezoso:
pues la miel el invierno la cuaja con el frío
y el calor la derrite hasta volverla líquida.
Uno y otro extremo, tratándose de abejas,
es de mucho temer: no en vano untan ellas
a modo en sus moradas con cera las rendijas,
con flores y propóleo tapan las aberturas
y a tal fin guardan goma que habrán recolectado
más blanda que la liga y la pez del frigio Ida.
A menudo pusieron, si la fama es cierta,
su hogar en guaridas cavadas bajo tierra,
y las han hallado entre los poros de las piedras
y dentro de los huecos de árboles podridos.
Tú, en cambio, las colmenas, que están llenas de grietas,
con barro blando unta y cúbrelo bien todo
y echa por encima alguna que otra rama.
Y no dejes el tejo que crezca muy cercano,
ni al fuego los cangrejos ponerse colorados,
ni te fíes de charcas profundas, allí donde
la peste del cieno es más fuerte o donde,
cuando se las golpea, suenan las peñas cavas
y rebota la imagen deforme de la voz.


Protinus aerii mellis caelestia dona
exsequar: hanc etiam, Maecenas, adspice partem.
Admiranda tibi levium spectacula rerum
magnanimosque duces totiusque ordine gentis
mores et studia et populos et proelia dicam.               5
In tenui labor; at tenuis non gloria, si quem
numina laeva sinunt auditque vocatus Apollo.

Principio sedes apibus statioque petenda,
quo neque sit ventis aditus—nam pabula venti
ferre domum prohibent—neque oves haedique petulci               10
floribus insultent aut errans bucula campo
decutiat rorem et surgentes atterat herbas.
Absint et picti squalentia terga lacerti
pinguibus a stabulis meropesque aliaeque volucres
et manibus Procne pectus signata cruentis;               15
omnia nam late vastant ipsasque volantes
ore ferunt dulcem nidis immitibus escam.
At liquidi fontes et stagna virentia musco
adsint et tenuis fugiens per gramina rivus,
palmaque vestibulum aut ingens oleaster inumbret,               20
ut, cum prima novi ducent examina reges
vere suo ludetque favis emissa iuventus,
vicina invitet decedere ripa calori,
obviaque hospitiis teneat frondentibus arbos.
In medium, seu stabit iners seu profluet umor,               25
transversas salices et grandia conice saxa,
pontibus ut crebris possint consistere et alas
pandere ad aestivum solem, si forte morantes
sparserit aut praeceps Neptuno immerserit Eurus.
Haec circum casiae virides et olentia late               30
serpylla et graviter spirantis copia thymbrae
floreat inriguumque bibant violaria fontem.
Ipsa autem, seu corticibus tibi suta cavatis,
seu lento fuerint alvaria vimine texta,
angustos habeant aditus: nam frigore mella               35
cogit hiems, eademque calor liquefacta remittit.
Utraque vis apibus pariter metuenda; neque illae
nequiquam in tectis certatim tenuia cera
spiramenta linunt fucoque et floribus oras
explent collectumque haec ipsa ad munera gluten               40
et visco et Phrygiae servant pice lentius Idae.
Saepe etiam effossis, si vera est fama, latebris
sub terra fovere larem, penitusque repertae
pumicibusque cavis exesaeque arboris antro.
Tu tamen et levi rimosa cubilia limo               45
ungue fovens circum et raras superinice frondes.
Neu propius tectis taxum sine, neve rubentes
ure foco cancros, altae neu crede paludi,
aut ubi odor caeni gravis aut ubi concava pulsu
saxa sonant vocisque offensa resultat imago.  

1.4.13

Rodión Íllich en Monreal del Campo


Paula Pinazo, Ignacio Tortajada, Erica Sanz, Carla Royo y Alicia Plumed, alumnos del IES Salvador Victoria, de Monreal del Campo, Teruel, escriben sobre Otoño ruso. Mi agradecimiento a ellos y a Pedro Moreno, el profesor que se lo dio a leer.




Seguimos con Otoño ruso. Esta vez le toca el turno a las opiniones que le han merecido a los alumnos que la han elegido y que iremos poniendo poco a poco. Todas ellas provienen de las fichas que han completado y solo hemos hecho alguna pequeña corrección. Haremos lo mismo con las otras novelas de la segunda evaluación, pero eso será ya tras la Semana Santa. Ahí van:


"Pienso que Julia no es mala, sino que el entorno que la rodea, refiriéndome con esto principalmente a Matilde y Angelita, la ha convertido a esa manera “pija” de ser y de actuar. En mi opinión creo que depende de la persona identificarse con uno u otro de los personajes, yo me siento más identificada con Esther, me gusta el pueblo, soy muy llana y no me gustan para nada los aires “repipis”, aunque no me identifico con ese aire emo que dice gustarle en parte. almente a Matilde y Angelita, la ha convertido a esa manera “pija” de ser y de actuar". 

"Que la novela este ambientada en lugares cercanos hace que los lectores podamos asignar los conceptos como emigración, relaciones familiares y vuelta al campo a situaciones que conocemos personalmente y que sabemos sobre la situación que ocupan en nuestro entorno y la importancia que un habitante de a pie le puede llegar a dar". 

"Ha sido una novela muy entretenida de leer. Que esté ambientada en lugares que conozco y en los que me muevo normalmente me llama bastante la atención y de alguna manera te “engancha” y te imaginas las situaciones con mucha más claridad. Yo cuando estaba leyendo era todo el tiempo como ¡anda, pues aquí…! y si no sabía muy bien de lo que se hablaba preguntaba ¿Dónde está…? Creo que esta novela para los turolenses y habitantes de alrededores, especialmente, llega a ser muy amena y que conozcas los lugares te hace indagar e introducirte más en el texto, asimismo te puedes llegar a sentir más identificado con los personajes y situaciones que en otras novelas".

(Paula Pinazo, 1º de bachillerato)

Calle Doctor López de Alfambra

 "Yo creo que sí, que el hecho de que la novela transcurra en lugares cercanos te llama la atención y te ayuda a imaginarte la historia. También te das cuenta de que muchas veces lees novelas y ves muy difícil que esas historias te pasen a ti. Leyendo esta novela te das cuentas de historias que están más cerca de lo que crees y se dan a tu alrededor"

"La verdad es que ma gustado bastante, sabía que estaba ambientada en Teruel, pero no en el Teruel actual que yo conozco. Eso ha facilitado la comprensión de la novela, porque te haces una idea de la historia; también el empleo de temas actuales ayuda a una rápida comprensión de aquella. Al principio me costó un poco entenderla, debido a su estructura, ya que en un capítulo aparecían unos personajes y en el siguiente otros diferentes. Sin embargo, todo se hace más fácil cuando empiezan a relacionarse entre sí las distintas historias. Es una novela que recomiendo leer; a mí me enganchó y sin la idea de leermela por obligación, cada día leía un par de capítulos, algo inusual en mí".

(Ignacio Tortajada, 1º de bachillerato)

Repensando todo


"La novela, al estar ambientada en lugares cercanos y conocidos se me ha hechos más amena y entretenida, ya que es la primera novela que leo cuya localización está cercana al lugar donde vivo. Me ha permitido trasladarme con mucha mejor precisión a las escenas de la obra, por lo que no me importaría leerme otra obra que se ambientara en lugares conocidos y cercanos a Monreal".

(Erica Sanz, 1º de bachillerato)
"Yo creo que cada personaje refleja una parte de la sociedad, como por ejemplo Kolia refleja la parte en la que un adolescente llega a un colegio nuevo, con gente nueva, todo nuevo y muestra de una forma u otra los problemas de adaptación e integración. Por otra parte está Esther, que representa a una parte de la sociedad muy "normal", la de la mayoría de la gente, una clase social media; y Julia refleja esa parte de la sociedad más alta, con grandes comodidades. Pienso que es más fácil identificarse con Esther que con Julia para un joven".

"A mí la novela sí que me ha gustado, y más por el hecho de que esté ambientada en lugares que conozco, porque se te hace mucho más real, es como si estuvieses allí, ya que al conocer los lugares sabes cómo te sentirías tú ahí y cómo afrontarías la situación".

(Carla Royo, 1º de bachillerato)

Lugar de trabajo de Bernardo

"Se alternan narraciones sobre Kolia, Julia y Esther, la manera de vivir de cada uno de ellos y cómo al final consiguen entablar una buena relación, a pesar de ser tan diferentes entre ellos. También entrevemos una relación que puede llegar, ¿o no?, a existir entre Tania y Bernardo [...] En fin, que no es uno de esos libros aburridos ni monotemáticos que estás deseando ya terminar".

"Yo creo que el que la novela esté ambientada en lugares próximos ayuda a que los temas tratados nos sean más cercanos, pero hoy en día no hace falta leer una novela para conocer el problema de la emigración, la vuelta al pueblo...porque casi todos tenemos cerca un caso parecido. Leyendo esta novela me he acordado de unos vecinos que yo tenía; Eva y Sebástian. Me ha resultado curioso porque Eva, al igual que Tatiana, aprendió muy pronto el español y, sin embargo, Sebástian, al igual que Mijaíl, no ponía tanto interés en aprenderlo. De hecho volvió a Polonia sin haberlo llegado a hablar. Casi siempre son las mujeres las que primero lo aprenden, seguramente porque ellas son las que salen a comprar, o a llevar a sus hijos al médico, y yo creo que ellas sienten que tienen la necesidad de tenerlo que aprender, mientras que los hombres se amparan un poco en sus mujeres. En mi opinión creo que el seguir hablando su idioma y el no intentar aprender el nuestro les deja un resquicio a la esperanza de que pronto volverán a su país y les mantiene unidos con la tierra que seguramente por problemas económicos han tenido que abandonar".

El instituto de los muchachos


"La novela me ha parecido bastante interesante y dinámica, para nada monótona o tradicional. Sinceramente, cuando escuché por primera vez su título y conocí el argumento, no imaginaba este tipo de novela, yo pensaba que sería una novela "menos moderna" por decirlo así. Este hecho creo que me ha acercado un poco más a la novela, puesto que no es algo que se aleje tanto de nuestro ámbito social. Lo que más me ha impactado del libro sin ninguna duda es la evolución de la tía Angelita, por extraño que parezca, ya que la historia se centra más en Kolia, Julia y sus respectivas relaciones familiares, pero siempre me ha gustado mirar aquellos personajes que aparecen de trasfondo, pero que sin duda dan un toque único a la novela [...]. Este libro me ha dado mucho que pensar, cada personaje me ha transmitido un sentimiento y considero que eso es lo importante de un libro: el poder analizar lo que has sentido leyéndolo una vez acabado [...] Por último, he de añadir que el hecho de que estuviese ambiantada en Teruel y alrededores, me ha facilitado muchísimo la lectura, ya que es todo más familiar; digamos que la historia se queda "en casa". Además, durante los días que estuve leyendo el libro, fui a Teruel en varias ocasiones, y es muy emocionante el poder imaginarte a Bernardo saliendo del trabajo, o a Julia, Kolia y Esther del instituto. Sin duda, me he quedado con muy buen sabor de boca, y me gustaría volver a repetir este tipo de lecturas, tan cercanas y tan amenas".  

(Alicia Plumed, 1º de bachillerato)

20.3.13

Ensayo de literatura campestre, 8



La lectura de la antología de Delibes me llevó de cabeza a volverme a leer Las ratas, y no será la última. Ha pasado a la historia como una exhibición de estilo castellano que tiene toques de lo que luego se daría en llamar el realismo mágico americano. Pero nada más, y eso mal dicho, porque lo que acerca esta novela al garciamarquismo no es el personaje del Nini, el niño sabio y salvaje, sino una cuestión, sobre todo, de índole estilística. Determinados episodios nos traen un perfume parecido: la llegada de los extremeños, o la de los gitanos, que se pasaban seis meses en el pueblo, o la de las mujeres enloquecidas, o esa Simeona que como no sabe digerir el dolor se vuelve mística, o aquel viejo sabio, el Centenario, el señor Rufo, siempre con la cabeza medio tapada, que es talmente el gitano Melquíades, pero con una llaga en la cara por la que se ve blanquear el hueso del cráneo.
               Pero el parecido de estos dos personajes es más que un simple aire. Los dos son centenarios, los dos conocen los secretos del universo, una sabiduría misteriosa solo para los ignorantes, porque nace de la simple observación. El anciano transmite al Nini los secretos del campo, los refranes climatológicos, los barruntos de la helada, y los vecinos del pueblo, que no saben de astrología, escuchan al Nini como si fuese el niño Jesús entre los sabios del templo. “¡Lo ha dicho el Nini!, ¡lo ha dicho el Nini!”, van gritando por la calle cuando el niño, después de ver que el humo de la chimenea reptaba por el tejado en vez de ascender más tieso, dice que va a llover.
               Las ratas es de 1961, y Cien años de soledad, de 1967. Es posible que los dos llegasen a personajes parecidos porque ambos narraban como se narra en el pueblo: con una sensación muelle del tiempo, jalonada de santos y acontecimientos extraordinarios, iluminada por las estaciones. En los pueblos uno es lo que hizo un día, el argumento de su apodo, y la historia una retahíla de acontecimientos que se narran brevemente, más hiperbólicos cuanto más lejanos, más aislados, más autosuficientes. GGM abusaría luego un poco de las metáforas tomadas en sentido literal, que es como contar un cuento en el que un muerto resucita porque le echan en la boca caldo de gallina (no muy distinta la historia aquel del cura que levitaba cuando bebía chocolate), pero esa forma de contar escueta, aislada en un vago mundo sin relojes, es la estética de la narración de pueblo, y así es el humor (y la sorna) que se estila, especializado en descontextualizar situaciones o palabras para que parezcan asombrosas o ridículas.
               Quiero decir que donde huelo yo el realismo mágico no es en el Nini sino en el tratamiento de la narrativa popular, en los diálogos sentenciosos, en los personajes amarrados a su nombre como si fuera su destino, en la superstición que nace de la ignorancia pero crece con sabiduría compartida. En todo caso, si solo fuera por eso, la cosa no pasaría de curiosidad taxonómica. Pero resulta que Las ratas es una gran novela, sin el barroquismo oral de los diarios ni el realismo cercano, como de bata de felpa, de La hoja roja, pero sí con su misma cadencia natural. Hay una diferencia entre narración oral y narración tradicional. La primera es Lorenzo, el apretado hablar del narrador. Siempre que leo transcripciones de textos orales encuentro más bien un fluir del pensamiento donde flotan fragmentos gnómicos que luego enjaretará la narración tradicional en un caudal más espaciado. Pronto Las ratas adquiere esa condición caudal, en el doble sentido: en el brioso fluir del río y en el majestuoso dar vueltas del águila. El mismo respeto a la forma popular de nombrar, de temer o de asombrarse reclama una expresión que mitifica. El Ratero es de la familia Frankenstein (o de ese personaje de Steinbeck en De ratones y hombres), un buen salvaje tonto, padre bestial del buen salvaje listo, el Nini. Es un hombre primitivo que lucha por su cueva. Doña Resu es el rigor ciego, ignaro del fanatismo. Su otra mitad, doña Clo, es la madre buena que todos los niños recuerdan, aunque no fuese la suya. El ratero de Torrecillórigo es una víctima complicada, de sí mismo, de su condición de extraño, de no entender, de suplantar sin proponérselo al auténtico enemigo, de meter las narices donde no debía y de tantas otras cosas que sostienen un final que, por otra parte, es el único lamento que le pongo a la novela. Que acabe de un modo tan redondo, como si los ríos pudieran parar en seco.
               Esta objeción es más bien manía personal. En Las ratas hay dos formas simultáneas de narrar. La que me deslumbra es ese sostenerse contando la vida sideral de un pueblo de secano, aislado y dócil, mísero y sufrido, acostumbrado a sufrir a un cacique ausente y a unas fuerzas vivas medrosas o desquiciadas, a que una mala tormenta destroce el trabajo de todo un año y los obligue a pasar hambre y a alimentarse como las alimañas. La historia de la Columba, la esposa del Justito, que no soporta el pueblo y lo paga con el Nini, y la sabia venganza del niño es un cuento extraordinario, perfecto en todos los sentidos, una anécdota popular del tipo mira si Fulano sería listo que una vez, para San Gregorio Nacianceno…, cuando una marabunta de grillos deshacía los espíritus sensibles. Uno termina de leer ese capítulo y siente que no importa lo narrado antes o lo por venir, que no hay más curiosidad que la que anima a seguir leyendo. Las ratas podría haber seguido siendo una larga narración, pero la cruza entera otra forma de narrar, de estirpe dramática, la que traza El Ratero y lo único que podríamos llamar argumento de la historia. Lo quieren echar de la cueva donde vive con el Nini porque el gobernador se ha encaprichado de que no haya cuevas habitadas en la provincia, por si vienen los turistas. De darles de comer o echarles una mano en la desgracia no se ocupa lo más mínimo, pero si hay que encerrar a los más pobres en la cárcel o en un manicomio para que no hagan feo, se hace lo que se puede. Este hombre vive de las ratas de campo, de lo más humilde, es el último eslabón de la cadena, y quizá por eso respeta los ciclos de la naturaleza. Lo amenaza el hombre, como a los zorros. Lo amenaza el voraz desaprensivo y el ignorante pisaverdines, el que caza por capricho y el que caza sin ley. Su destino trágico es defenderse, aunque le cueste la vida, defenderse hasta el final, a él y a su cría, como se defendería un lobo.
               La convivencia entre narración y drama llega un momento que se precipita en la novela como los nubarrones de la tormenta, cuando más disfrutábamos del día. Ves nervioso al Ratero y te pones el cinturón de seguridad porque el avión ha empezado a descender. El verdadero hallazgo de García Márquez fue prescindir de esta armazón dramática y dejar el flujo narrativo a merced de la multiplicación y la simetría, un poco como había puesto entonces de moda Georges Pèrec, pero con voz de profeta. Se está muy bien leyendo cosas de la gente del pueblo, pero hay que llevar el barco a un puerto definitivo, hay que ajustar, casar, redondear. Hay que culminar una historia de alta pureza, de vuelo sencillo y majestuoso, nada menos que con un duelo al sol. En pocos libros como este se ve que al final el drama sombrío no alegra los inmensurables campos. La cabeza del narrador proyecta una sombra cárdena sobre el milagroso vivir de aquellas criaturas, y viene, más que el mensaje, la explicitud del mensaje, como si después de hacernos disfrutar tanto nos recordasen con un dedo en alto que esto era para denunciar la situación del agro y el triste destino de su población. El problema es que la fuerza narrativa era tan grande que hasta un final de tragedia clásica no logra vencer, para bien, su condición de episódica, de fin de un hilo narrativo, pero no de la novela.
               Es decir, que se me ha hecho corta, que podría haber seguido disfrutando de las insuperables descripciones, siempre al servicio de que sea el objeto descrito el que componga la metáfora, no la descripción en sí misma. La hermosura no nace de ayuntamientos léxicos insólitos sino de la exactitud, y lo que algunos historiadores recientes toman por un ejercicio de estilo es en realidad una estética integral. Delibes practicó aquí la épica de siempre con los personajes más olvidados. A la manera virgiliana dio una lección de la clave de todo lo que voy buscando en estas lecturas campestres, y que repito de vez en cuando: elevar el objeto más humilde, sin disfrazarlo ni traicionarlo, sin adornarlo, sin tocarle, a la más alta literatura. No, uno no se sacia con las ratas. Comprende que se acaben, pero quedan mitos sin terminar. No es que no me guste cómo acaba, sino que le reprocho que se acabe, que venga Calderón con su simbólica carpintería a cortarle a Cervantes su escritura desatada.

Albricias



Ignacio Tortajada, alumno del IES Salvador Victoria, de Monreal del Campo, escribe sobre la novela Otoño ruso. Gracias, muchas, sean dadas a Ignacio, a los compañeros que también leyeron la novela y a su profesor, Pedro Moreno, que no solo decidió que podía ser una novela interesante sino que preparó una estupenda ficha de lectura. Así da gusto.

13.3.13

Ensayo de literatura campestre, 7



En 1979, antes de que lo molieran a galardones, Miguel Delibes cerró una larga etapa con esta extraordinaria antología de su obra narrativa, inmejorable para nuestros propósitos campestres. Está fundamentada en tres novelas: El Camino (1950), Las ratas (1962) y El disputado voto del señor Cayo (1978). Entre las tres suman 14 de los 23 fragmentos que componen el libro, y entre ellos destaca, cómo no, Las ratas, que es el libro que, de no ser por esta antología, tendríamos que glosar aquí. Ese o el Diario de un cazador.
               Lo más granado del Delibes campestre queda recogido en estas páginas de Castilla, lo castellano y los castellanos, y de paso sus varias formas de acercarse a la prosa rural. La magnífica ruptura del narrador con el autor que me encontré en el Diario de un cazador (y en su continuación, el Diario de un emigrante) me suena ahora un poco, digamos, excesiva. Delibes echa el cuarto a espadas en la voz de Lorenzo, y eso remete la prosa un poco demasiado, plagada de oralidad, sin espacios neutros, sin sitio para escuchar sin identificar, es decir, para que el propio Lorenzo desaparezca detrás de su historia. No dejamos de admirar el apabullante manejo del registro oral, pero es eso, apabullante, algo como lo que sucede con Pacífico Pérez en Las guerras de nuestros antepasados, que la voz se come al personaje. En La hoja roja, por ejemplo, sí hay esos espacios, y el grado de oralidad resulta muy convincente, tanto que nos olvidamos del jubilado que lo cuenta todo y nos centramos en la historia que le incumbe. No es mucha la diferencia, claro, pero ahora veo en Lorenzo y en Pacífico un horror vacui al soltar giros y castellanismos que en el viejo Eloy está más moderado, y a mi modo de ver es más efectivo.
               Aún hay una tercera manera de abordar la primera persona, particularmente en sus diarios de caza y pesca, Mis amigas las truchas o Aventuras, venturas y desventuras de un cazador a rabo, ambos libros de principios de los 70, con su punto carpetovetónico, fascinante de precisión cinegética, a media distancia de la jerga popular y la del hombre culto que camina entre rastrojos; pero no tan lleno de frases como en Cela, y quizá por eso más interesante, como suele suceder.
               Pero también se ha referido Delibes al campo en tercera persona, y las cuatro novelas mejor representadas en esta antología son buenos ejemplos de ello. La de El camino sigue siendo una prosa tersa, muy años 50, con ese barniz sonriente de las historias infantiles. Quizá la más clara, la menos molturada. La muerte del Tiñoso, el pajarico que el Mochuelo le metió en el ataúd, el amable final con el padre Pitillo, la etnografía bárbara de las supersticiones populares, la tristeza por obligación, sin más alegría que el placer melancólico de volver la vista al pueblo, a la inocencia, etc. Me sigue resultando muy hermosa, pero demasiado gris del gris marengo que cubrió entera la década de los 50. Se ve la imposición severa, pero ya le gana la naturaleza. Nos dejamos llevar por el Mochuelo más que por la sombría perspectiva del autor. Así que, cuando el Mochuelo tomó la palabra, o sea Lorenzo, Delibes cobró una obra maestra como el que cobra una perdiz.
               Esa mirada seca también está en el cuento Los nogales, del libro Siesta con viento sur, un ejemplo de tremendismo subdesarrollado, al estilo Cela, otra vez (esto no quiere decir nada: era el estilo de la época), cuando la desgracia es el atraso y los hombres tratan de sobrevivir amarrados al árbol que les dio de comer. El símbolo cenizo (el árbol, la piqueta, la zanja, la colmena, etc., etc.) se entona un poco a base de ternura, con la fragilidad de la última hoja que queda sin caer y por ahí. Ese tremendismo reaparecería, en segunda vuelta, con Los santos inocentes, y late, cómo no, en Las ratas, quizá de todas estas su novela más literaria, más rica, más hermosa. Lástima de título, la verdad. Con los buenos títulos que apañaba Delibes, este lo condenó a una discreta segunda fila cuando quizá sea su obra maestra, y el primero de los vínculos (lejanos) que lo emparentan con Ferlosio. El Nini tiene algo mágico y sencillo, de niño Dios que se sobrepone a las burradas del agro polvoriento y castellano, un poco como Alfanhuí. Pero luego, en El disputado voto del señor Cayo, Delibes puso en práctica, veintitantos años después, la estética de El Jarama, es decir, barajar dos registros diferentes: la descripción lírica y precisa del entorno natural y todo lo que tiene que ver con el pueblo, y la solvencia retratista del diálogo, plagado de muletillas ya pasadas pero que siguen retratando con fidelidad la época en la que fueron dichas. Esos diputados barbudos son los mozos amodorrados de Ferlosio, que ahora ya tienen más ilusión. Pero el campo, entre diálogo y diálogo, sigue eterno, hondo, majestuoso. A los dos les dio excelente resultado.
               Vuelvo a Delibes ahora y le agradezco que tuviera la honestidad de plantearse los problemas técnicos de siempre: primera o tercera personas, más o menos oralidad, más o menos narrador. Cela dijo una vez que escribir en primera persona era muy fácil. Ya. El vanguardismo juega siempre con ventaja. Lo difícil es que hable Lorenzo, no empalmar cuarto y mitad de frases brillantes. Lo difícil es que hable uno, no todos. Pero no siempre la primera persona es la solución, y Delibes supo modular su lenguaje literario siempre a favor de la historia, no del propio lucimiento. Torrente se arrellanó en una voz que servía para la primera, para la tercera y para las personas que fuesen, la voz del hombre que silba mientras trabaja, que dejó a Torrente ese fruncido de labios como de tener siempre en la boca un hueso de aceituna. Torrente narraba, y dejó a un lado el problema de la voz, el dificilísimo problema de la voz: cómo ser otro y no estorbar la narración. El buen narrador lleva planteándose lo mismo desde el principio de los tiempos. La vanguardia, cuando lo niega, simplemente disfraza sus carencias, y por eso siempre me ha llamado la atención que llamasen vanguardista a Cinco horas con Mario y no al Diario de un cazador, cuando todavía tiene más riesgo porque el margen especulativo es más estrecho. Delibes hizo de mujer. No deslumbró porque era un monólogo, sino porque era ella, una mujer, no un señor de Valladolid. Desde que Shakespeare creó al Ama de Julieta y Cervantes a la mujer de Sancho, el reto es el mismo, no hay vanguardias que valgan. 

6.3.13

Ensayo de literatura campestre, 6



A Los habitantes del bosque, la novela de Thomas Hardy que Impedimenta publicó el mes pasado en una preciosa edición, cabría ponerle la etiqueta de naturalismo teatral, dicho sea en el sentido en que lo emplearíamos al hablar de Dostoievski. Ya en una de las primeras escenas el honrado Winterborne, escondido casualmente entre las sombras, escucha la conversación entre su amada Grace y el padre de ella, el maderero Melbury, para enterarse, y que nos enteremos nosotros, de que el padre se opone al noviazgo entre los dos jóvenes por una cuestión de diferencia social. La muchacha, Grace, ha ido a colegio de pago y no puede casarse con un agricultor cualquiera, cuya casa, además, depende de que se muera un viejo inquilino para que pasen a manos de su rancia y legítima propietaria, la señora del lugar.
               Es decir, no solo abre la novela con un noviazgo frustrado, en la tradición de siempre de la novela griega, sino que, amparado en un propósito naturalista, usa el teatro, la escena, para no contar los acontecimientos, y así dejar toda omnisciencia para los pensamientos y los sentimientos. Jane Austen, setenta años antes, seguía los mismos principios, pero en Thomas Hardy no hay esa emotividad, esa implicación entre irónica y afectuosa de la narradora. Hardy es un narrador que constata lo indefectible, que hace avanzar la acción con rapidez dramática, pero que nunca se apresura. En ese no apresurarse, en ese pararse a describir los campos de manzanas o las campanas del arnés de los caballos, en describir la estructura de las casas y las tonalidades de la estación, es allí donde reside lo que aquí llamamos literatura campestre, porque el conflicto de clases, de muchas clases, no es específicamente rural. Y sin embargo son sus árboles y sus aperos, sus detenimientos, los que bañan la novela de literatura: el árbol que amenaza con matar a un pobre enfermo, el mismo que lo plantó, y a quien un médico decide cortar su sufrimiento por lo sano, o sea talarlo; o la prensa de sidra en la que Winterborne exprime sus sentimientos y se anega del aroma que su amada está obligada a despreciar. En los cuentos infantiles, los árboles hablan, y en las novelas serias también.
               Puesto que la novela es de estructura teatral, es novela de personajes, y como la mueve la escrupulosidad desapegada del naturalismo, cada personaje es un representante genuino de cierto tipo de ciudadano. Así que pronto nos vemos asistiendo a una partida de ajedrez en la que los peones, esos que no importa sacrificar, son la pobre Marty, su padre enfermo, otra amiga aldeana a la que se beneficia el médico del pueblo y su pobre y ultrajado novio. Los caballos son los caballos. Los alfiles, ágiles y vulnerables, son el héroe Winterborne, a solas con su criado. El burgués rural, Melbury, terrateniente con pujos, y su hija, que se ha movido siempre en línea recta, son las torres, las que aspiran a ser damas y siempre echan de menos a los alfiles, por los que sienten el mismo cariño que por los caballos, pero no más. La reina poderosa y, a fin de cuentas, prescindible es en este caso el médico, que se carga peones y peonas sin asomo de piedad, que se alía con alfiles a los que desprecia y que aspira a un rey aparentemente sin margen de acción pero a fin de cuentas el que corta el bacalao, que en esta novela es la Señora, una dama rígida y enamoradiza. Todos temen u odian o desprecian o se compadecen de todos, aislados como caballos en un establo, sin posible relación satisfactoria, y en esas circunstancias el verdadero interés de la novela radica en saber si alguno de ellos será capaz de saltar la valla que lo separa de los otros personajes, si el orden social mantendrá todo en su sitio, a través de carambolas sucesivas que dejarán las bolas en su sitio, o bien si esa impermeabilidad de castas solo puede conducir a la tragedia, de modo que su negación sea la única manera de salvarse.
               Pero la novela se resuelve en una sobria catarata de acontecimientos, pausadamente narrados, sin prisa y sin pausa, en la que importa más el constante giro argumental y el juego de las expectativas defraudadas que los acontecimientos puramente narrativos. Toda la segunda parte es un tratado de fina carpintería narrativa en la que los elementos simbólicos (el cabello de la humilde serrana Marty South, el cepo destinado al furtivo cazador de mujeres, el bebedizo que protege de la muerte, etc.) resuelven las acciones a base de ironía trágica. Todo se conmueve, todo está a punto de romperse, pero, ay, la fatalidad, más bien la casualidad, hace que todo acabe con la lógica funesta del principio, como si, en realidad, nada raro hubiese sucedido. Y así las escapadas del doctor, que se casa por interés y se pierde con la Señora también por interés, han contribuido a una gran historia de amor, la de Grace y Winterborne, que se esfuma por casualidad: él muere por la tontería de las formalidades, y ella no muere porque tiene prisa. Hacia el final, todo consiste en ver quién y cómo muere, y cómo se van atando, uno a uno, todos los cabos que al principio habían quedado un poco sueltos: qué ocurrirá con Suke, la moza fermosa que también pasa por la consulta del doctor salaz, o con quién acabará Marty, el mejor personaje, para mi gusto, de toda la novela, con un papel inicial prometedor y finalmente muy secundario, por más que al final se erija en el único símbolo de pureza moral de la novela.
               Quiero decir que la novela se argumenta en exceso. Apenas paseamos por el bosque, y eso que las descripciones son sutiles (el ruido de las primeras gotas que caen en las copas de los árboles, antes de que se mojen los troncos, por ejemplo) pero definitivamente al servicio del drama. Porque esto es un drama, una obra de teatro narrada, un guión de película antes de que hubiera películas.
               Y eso es, en fin, lo que nos ha entretenido pero también, un poco, lo que nos ha decepcionado. Salvo Marty, los personajes, en la mejor tradición flaubertiana, son imbéciles: el honrado Winterborne muere por caballerosidad; su amada le jura un amor hasta la muerte que le dura quince días, y sufre tontamente por un pichabrava de marido que se ha echado; la pobre Suke se entrega con docilidad al médico, igual que la señora Charmond, una dama de opereta (y que, lejanamente, me recuerda a la mujer aristócrata del protagonista de Me casé con un comunista, escrita cien años después), que muere a manos de un norteamericano idiota que la mata igual que, cien años después también, matarían a John Lennon. El viejo Melbury, guardián de las esencias, obsesionado con que su hija medre, es un tonto del bote que siempre lleva los razonamientos a la más pazguata y servil moralina. Y Grace, la heroína, capaz de liberarse de las cadenas de la moral estricta y preservar su dignidad, vuelve mansamente a la estela de un pobre hombre, escarmentado y medroso, el doctor Fitzpiers. Sí, solo Marty mantiene el encanto inmaculado. Solo ella es de veras honrada, pero tampoco boba.
               Así que, a partir de un determinado punto, el clímax de la muerte de Winterborne, todo acaba sonando a un rataplán de coincidencias que ya no saben a bosque sino a su estructura dramática. Aquí la presencia del autor, como suele suceder (y como también hará muchas veces Roth) fuerza los acontecimientos para que tengan grandeza dramática, pero pierden, más que verosimilitud, naturalidad, que es lo primero que pediríamos a la novela. Sí, sí, las descripciones son muy hermosas, el campo y el paso del tiempo es omnipresente, la peripecia cambia con las estaciones, y el estado de ánimo de los personajes y la profundidad del bosque. Todo eso está conseguido. Y ese es el problema, que está conseguido. Este tipo de novelas corren el riesgo de sacrificar la verdad en aras de la perfección. El protagonismo de los personajes está medido, no hay asimetrías ni digresiones, todo cuadra con el ritmo adecuado, y esa perfección, finalmente, nos da un aire de frialdad, desde luego deliberado –eso es lo malo-, pero a fin de cuentas un pelín decepcionante.
               Claro que la sociedad inglesa rural de finales del XIX era así, y que estas tonterías gazmoñas podían ocurrir y provocar los dramas que aquí provocan, y es verdad, entonces y ahora, que no hay amor más allá de la conveniencia, por mucho que nos den ataques de romanticismo, y que la estructura social se ayuda de las contingencias para reafirmar su presencia inamovible. Es decir, después de disparos, adulterios y cazas bárbaras, al final cada oveja con su pareja, y, de los verdaderos héroes, el uno muerto y la otra pobre y solitaria. Los demás, los que tienen dinero para olvidar, seguirán su vida más allá de las sombras del bosque.

24.2.13

Arrean los caballos, 2


Fernando Parra escribe sobre Caballos de labor en el Diari de Tarragona y en su muy recomendable blog Cesó todo y dejéme.

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