4.12.13

César o nada


César o nada ha quedado como ejemplo de un poco probable maquiavelismo progresista. César Moncada, señorito de posibles, se empeña en hacer carrera política por la senda sin escrúpulos de los curas y de los caciques, para, una vez él mismo convertido en cacique, imponer el progreso en Castro Duro, un pueblo de la Castilla levítica y reseca. Así lo intenta, hasta que el amor lo deja sin fuerzas, al estilo de Lucrecio, y esa placidez de la que hablaba el infame Mayor Oreja está a punto de dejar en nada su plan. Resucita, a la manera nietzscheana, al final, pero solo para darse cuenta de que este país no tiene arreglo, y para pagar por ello las consecuencias, en un giro algo folletinesco, hacia el final, que deja claro, por lo menos, que Moncada, como personaje, le había gustado a Baroja, y que aún no quería olvidarse de él.
               Baroja no creía en los políticos ni en las apariencias de la buena voluntad. Por eso César, si quiere conseguir algo, debe dejarse de escrúpulos, vivir instalado en un cinismo lúcido, derrotar al enemigo desde dentro. Pero eso es algo que va gestando la novela, hasta el punto de que casi habría que hablar de dos novelas distintas, como si los propósitos de Baroja hubieran cambiado cuando vio que se le agotaban las marquesas del hotel romano y hubiera decidido volver al tema del desastre de país en que vivía.
               Esa larga primera parte, con César en Roma, jugando a ser canalla y elegante, en un mundo de expatriados sin ocupación, aristócratas de segundo orden y damas y caballeros viciosos y hastiados, es un modelo de cómo Baroja hilaba episodios sin rumbo fijo, en andas de su habilidad para la mímesis. No le cuesta nada seguir creando personajes, describirlos y hablar de un cuñado suyo que se llamaba Casimiro y era un bodeguero riojano. Esto luego Cela lo llevaría a sus últimas consecuencias, y aquí no deja de ser un agradable fresco impresionista, que por otra parte es el que más conviene a la narración. Baroja siempre tuvo ese deje modernista: el mundo que describe en Roma es turístico e insulso, lleno de datos y de callejuelas, adúlteras caprichosas y marquesas insaciables, todas ñoñas. Lo único que vibra en la narración es ese misterioso plan de César Moncada para tener éxito, y que le sirve a Baroja para ofrecernos un divertido recorrido turístico por la curia y sus barros bajos. Resulta que es sobrino de un cardenal, de quien intenta valerse para medrar pero se empeña en hacerlo desde el más ostentoso cinismo. César indaga en iglesias y tabernas con curas viciosos y corruptos, astutos y retorcidos, esperpénticos todos, hasta que su tío el cardenal se lo consigue pulir, no sin que antes el pariente libertino haya conseguido, cardenal mediante, favorecer a un cacique de pueblo que será el hilo del que arranque la segunda parte, la segunda novela. Esta se termina con más vaporosas historias de la hermana de César, Laura, otra viajera desocupada, y Susana, otra estampa de hotel, malcriada, seductora, pero una mujer bellísima con la que ningún hombre querría vivir, empezando por su marido. No me queda más remedio que dirigirme a Laura o la soledad sin remedio y a Susana y los cazadores de moscas cuando termine con esta trilogía de Las ciudades.
               Cuando Baroja está en el extranjero, sus personajes son personajes de hotel, y cuando vuelve a España, personajes de pensión. Castro Duro es la gran pensión ruinosa española, la de cuartos mal ventilados y casonas con olor a mugre. César, muy diletante, despreciaba las ruinas del Foro, pero ahora, en aplicación de su plan, regresa a las ruinas vivas de aquella España que es la España de siempre. Es curioso: la primera vez que leí esta novela debió de ser en el 79 u 80. Yo tenía entonces la idea de un César valiente y cosmopolita, y el entorno histórico y político me parecía un poco de la parte de teoría del tema de la Generación del 98. El cacique, el pucherazo, los curas y las dos Españas presentidas. No sé si fue por mi edad o por la también tierna edad de aquella democracia, pero recuerdo que aquel mundo me parecía lejano, superado. Hoy la lectura es otra: la derecha se comporta igual que entonces, utiliza los mismos métodos, roba tanto o más, divide la sociedad en castas, reduce la presunta democracia al chanchullo permanente y a los tres poderes en un solo garito, se jacta de sus abusos e incluso los emplea para aleccionar al sector más fanático y al más impresionable de la población, es decir, y en términos electorales, a la mayoría.
               La novela se revoluciona en Castro Duro. El plan empieza a estar claro. Lo que buscaba César con tanto mariposeo era un acta de diputado, igual que cualquier otro saludador mañanero, como los llama Virgilio. Y para eso, para triunfar en la tierra, se va a las oficinas del cielo. Lo revolucionario es que quiera utilizar no solo esa acta sino su despiadada pericia bursátil para demostrar que el progreso, la mutación instantánea, no solo la lenta evolución, son perfectamente posibles. Él se sigue amparando en su cinismo. En lugar de guardar las formas con el ministro de Hacienda, lo estafa y luego se ríe en su cara, en una operación de altos vuelos especulativos. Sí, es un sueño muy ingenuo, el del libertador posibilista, cortesano de guante blanco, pero fiel al progreso y a los desfavorecidos.
               La novela vuelve a dar un giro, anunciado en su momento, con la aparición de Amparito, sobrina del cacique al que César destronó en Castro Duro. Ahora que acabo de leer El árbol de la ciencia, me doy cuenta de que aquí también nos da una idea previa equivocada. Aquí también Amparito es una chica muy salada y hasta feuchina, como le gustan a Baroja, una Lulú con padre terrateniente, es decir, igual de graciosa pero bastante mejor educada. En su segunda y definitiva aparición, sin embargo, ya es, como María, mujer guapa y sentada, pero en este caso Baroja le carga un sambenito disolvente que la estropea como heroína: su sobo amatorio es el que ablanda la voluntad del héroe y, si se descuida, lo convierte en el cacique de siempre. Tiene un algo de malvada, de Circe secuestradora. A Baroja le cae fatal, y al lector también. La misma forma de presentación puede dar ángeles como Lulú o castradoras como Amparito, pero siempre es eficaz. Cuando César se rehabilita, también lo hace de ese proceso de domesticación y carantoñas al que lo estaba sometiendo su mujer, una señorita carca de las de toda la vida. Al final Baroja no la deja ir ni a ver qué tal está el protagonista.
               Da igual. La novela lleva siendo desde mucho antes una novela política, no sentimental. Baroja se ata al más crudo sarcasmo para retratar este país de amos y de esclavos. El héroe tiene su tarea, y el apartado del sentimiento tiene las páginas tasadas. César Moncada es un héroe con voluntad de ser arquetípico, que no es lo mismo que un tipo sino un tipo humanizado. En sus invectivas hay un hombre que lucha consigo mismo para ser el hombre que quiere ser. Hay algo de forzada en esa actitud que al mismo tiempo es lo que le da vida. Es como si César Moncada no creyese en el diletantismo cínico que practica, que todas sus victorias rastreras las llevase mal a pesar de lo que quiere hacernos creer. Su misión tiene aspectos desagradables, pero forma parte de su coherencia como personaje que no les haga nunca ascos, que presuma de fuerte.
               Los buenos novelistas suelen ser un poco vagos, no para escribir sino para buscar aquello de lo que quieren escribir. Les cuesta menos inventárselo, y por eso son buenos. Dice Baroja que en principio esta iba a ser una novela histórica. Arturo Ramoneda, en el prólogo al tomo VIII de las Obras Completas, cita unas palabras de Baroja que merece la pena reproducir:

La novela histórica no me salió. Desde el principio renuncié a ella. Había que averiguar un conjunto de detalles de vestuario, de muebles, de costumbres, cosa que exigía mucho tiempo, mucho estudio, una larga estancia en Roma y que, por encima de todo, podía ser muy aburrida. En vista de esta imposibilidad decidí hacer una novela moderna, y salió César o nada.


               La cita nos ayuda, también, a explicarnos cómo la escribió. El tiempo que pasó en Roma, en un hotel de mujeres encantadoras, lo dedicó, en vez de a desentrañar jergas litúrgicas, a charlar con ellas. La información turística que iba almacenando la espolvoreó por la primera parte. Lo que sabía de César Borgia, lo cortó y lo pegó, a modo de emblema, cuando se iba acabando el paseo. En vez de valerse de los estudios, se valió del mundo que los rodeaba, y prescindió de ellos. El buen novelista siempre trabaja así. Lo que menos cuesta es dejarse llevar, al buen tun tún, como decía él, y eso mismo que para los críticos es una audacia estructural moderna, para el escritor es un ir aprovechando lo que hay encima de la mesa, y hacerlo con la suficiente gracia narrativa como para que nunca deje de ser una historia, que es la lección barojiana que no aprendió Cela. Lo malo es que ahora queremos novelistas estudiosos que no bajen al salón a hablar con las señoras, que lo encuentren todo en la wikipedia y trabajen como mulos para suplir lo que la imaginación, por sí sola, no les da. Eso, más que la crudeza del mensaje político, es lo que me sigue cautivando de esta novela.

1.12.13

Una educación sentimental


Ahora que van a liquidar la filosofía del bachillerato, casi es una obligación recomendar a los alumnos de último año El árbol de la ciencia. En otra entrada anterior dije que en COU tuve dos profesores de filosofía, don Mariano Larios y el tío Iturrioz; bueno, hubo otro, pero ese no me enseñó filosofía (estuvo muy poco tiempo) sino a leer a Proust. Disfrutaba leyendo el manual de Filosofía de COU, e incluso se me pasó por la cabeza estudiar lo que entonces se llamaba Filosofía Pura, y que era a las letras lo que la carrera de Exactas a las ciencias. Pero en ese manual, por mucho que me interesase, no estaba la cercanía vital, la filosofía práctica, la explicación sencilla que yo leía en la conversación entre Andrés Hurtado y el tío Iturrioz. Era una filosofía pesimista, sí, pero era un modo de ver el mundo, una forma de escepticismo que se equilibraba con la compasión. Andrés Hurtado lo veía todo negro, pero se regía por sentimientos de solidaridad primitiva, fundacional, de amor al ser humano, no a su manifestación degenerada.
    La primera parte, La vida de un estudiante en Madrid, sigue siendo un arranque extraordinario. Andrés, huérfano de madre, se aísla dentro de su familia, primero por completo, en oposición frontal a su padre, y luego, según se van comportando sus hermanos, de unos más que de otros. Andrés descubre a su hermana Margarita, que hasta entonces le había resultado indiferente, cuando la ve cuidar al hermano pequeño, Luis, que tiene mala salud desde que empieza la novela. En el propio Luis está toda la obsesión protectora de Andrés, toda su instintiva paternidad.
    Tan solo persiste con unos amigos que nunca le terminan de gustar, pero que nunca deja de frecuentar. Julio Aracil (primo de Enrique, el padre de María, la dama errante, y que aquí atiende sin demasiado entusiasmo al hermanillo de Andrés Hurtado) es ese tipo de personaje sin demasiados escrúpulos, y por lo tanto, en principio, libre de torturas interiores. Me recuerda un poco al primo Vidal de La Busca, en pobre, y a César Moncada, el de César o nada, más en el tipo de Aracil, esa vida inconsciente y cínica, de un optimismo insensible, que Andrés deplora y en cierto modo casi admira, por lo que tiene de saludable, por más que, andando la novela, el cinismo del personaje le resulte entre repulsivo y comprensible.
    Pero en las escenas del hospital, de las disecciones de cadáveres y de la visita a San Juan de Dios, Andrés sufre como los propios enfermos la brutalidad de las condiciones, la ausencia de compasión que en el mejor de los casos se suple por amor a la ciencia. Por eso el médico que dirige sus prácticas en el hospital le reprocha que le interese más la psicología de los personajes que su situación clínica. Andrés estalla con la violenta escena del psiquiátrico, y lo peor es que su indignación ante la crueldad gratuita (la escena del gato, otra vez los animalicos) queda, en aquel ambiente, como una debilidad, como una ineptitud. La crueldad insensible es la única que sobrevive con alegría.
    El colmo quizá sea ese fraile que atiende al hospital con generosidad de monje místico, y que a Andrés le resulta repugnante porque, por encima de lo admirable de su entrega, está lo morboso de su obsesión. Igual que Luis Murguía, el hiperestésico de La sensualidad pervertida, Baroja tiene en mente el estudio psicofísico del dolor que había presentado como tesis doctoral, su sensibilidad al dolor ajeno y, en general, a todo aquello que la gente pisa sin pensar en que está vivo.
    Cuando Hurtado se hace médico, «la piedad no aparecía por ninguna parte», pero sí Lulú, la gran Lulú, aquí una mozuela feúcha y vivaracha, callejera y popular. Andrés siente curiosidad hacia ella, cierta filiación, pero «hubiera sido imposible para él pensar que pudiera llegar a tener con Lulú más que una cordial amistad». No, no es el momento de casarse con Lulú, antes tiene que encontrarse, saber «qué se hace con la vida». Andrés es joven, y por eso al escepticismo de colmillo retorcido de su tío Iturrioz él opone la confianza en la ciencia y la voluntad, en el hombre enérgico y consciente. Él mismo, predicando con el ejemplo, asume toda la responsabilidad familiar en la curación de Luisito, en esas páginas valencianas que son el primer oasis de la novela, cuando Andrés se siente útil y derrama sobre su hermano pequeño toda su trágica paternidad.
    Son hermosísimas esas páginas campestres, cuando ya solo hay patios encalados y jardines para pensar la vida. Los demás, los otros, los parientes, los vecinos, los que quieren meter las narices, salvar, condenar, terminan echando a Andrés de Valencia y, salvo un interludio ataráctico en el pueblo de Burgos, donde no había miserias ni preocupaciones, el calvario que le espera es el calvario de la conciencia, el de su propia condición de hombre sensible.
    Las páginas de Alcolea son, junto con el capítulo dedicado al desastre de Cuba, un resumen suficiente de toda la crítica del 98. Los Mochuelos y los Ratones, los liberales y los conservadores, más allá de la ideología, con una entrega fanática que, por lo visto, forma parte de nuestro carácter nacional. «En Alcolea casi todos los ricos defraudaban a Hacienda, y no se les tenía por ladrones». Hasta ahora Baroja había flirteado con el pesimismo lúcido de Schopenhauer y con ese espejismo de luminosidad abstracta, artificial, kantiana, que le hace confiar en el poder de la razón y de la ciencia. Sin embargo en Alcolea, sin mencionarlo, Nietzsche se suma al aquelarre. Andrés habla de la moral de los esclavos, es decir, la imposibilidad biológica de que las cosas puedan mejorar. Los amos se apoyan en la extraña aceptación de los siervos, que agachan el pescuezo como si se sintieran mejor así.
    Todo en este libro claro nos suena demasiado al país que seguimos teniendo. El adocenamiento, el absurdo amor por un prestigio sin fundamento, la vergonzosa cacería en que, como avisó Iturrioz, se convertiría la guerra de Cuba. La petulancia nacional, la coartada de la superstición para perpetuar la injusticia y la jerarquía gratuina, la brutalidad de las costumbres, esa cerrazón al aire limpio que a Andrés le hace suplicar allí donde vive que le dejen abrir las ventanas, para que le entre el sol.
    Y el sol entrará, volverá a entrar, después de que Andrés regrese a Madrid y se ejecute la primera sentencia de su destino. Muere Luisito, y él, en el retiro del pueblo de Burgos, tarda ocho días en enterarse. Nunca he olvidado las palabras que dedica al peor de los dolores, al no dolor, al vacío infinito que uno siente, como si por momentos le hubieran desaparecido las entrañas. Era un tema de la época. Pérez de Ayala lo tocaría en la muerte de Teófilo en Troteras y danzaderas, el dolor estricto y frío, el crudo dolor sin lágrimas. Andrés ha sido padre de su hermano, le devolvió la salud, pero la tuberculosis se lo volvió a comer. Baroja no comete el error de cebarse en las contradicciones que devoran a Andrés. Su laconismo es el mejor modo de mostrar el tipo de dolor que siente.
    El sol, decía, entra con Lulú, que reaparece «fina y esbelta», convertida en una muchacha menos vivaracha, más sentada y mujer. Para decirlo en términos de La dama errante, Lulú fue Natalia en su primera intervención, pero ahora es más María. En todo caso, es un gran personaje. Lulú es la pureza moral de la especie, que sin embargo no viene acompañada de la suficiente fortaleza física. Lulú es sencillamente adorable. Es imposible no quererla. Tiene todo lo que nos conmueve: es firme y delicada, popular y curiosa, trabajadora y dulce. Se ha nutrido de la vida, no está contaminada por el pesimismo intelectual de Andrés, a pesar de los rollos que le mete. Los comentarios de Lulú tienen «esa gracia madrileña ingenua y despierta que no se parece en nada a las groserías estúpidas y amaneradas de los especialistas en madrileñismo». A esas alturas, Andrés, Baroja y el lector estamos a los pies de Lulú.
    Lulú le ayuda a sobreponerse al pavoroso trabajo como higienista de prostitutas o, un poco después, como médico para desposeídos. Su idea de que la miseria física engendra miseria moral (la misma que le sirvió para creer en la curación científica de ambas) se agita cuando habla de la entrega de los pobres al yugo de sus amos: «La inteligencia, la fuerza física, eran también menores entre la gente del pueblo que en la clase adinerada. La casta burguesa se iba preparando para someter a la casta pobre y hacerla su esclava».
    Iturrioz, deus ex machina, lo saca por fin de la carne cruda de la realidad y lo mete a traducir tratados en una estancia luminosa. Es el último descanso de Andrés, la segunda vez que él y las páginas han sido felices. Es curioso cómo, por ejemplo, al hablar de Alcolea, Baroja se esfuerza en impresionantes descripciones del solazo, del blancor, de la luz insoportable de la llanura manchega a mediodía de un mes de agosto, pero esa descripción no tiene la luminosidad de aquellas páginas de Valencia, cuando aún creía que podría curar a su hermano, ni tampoco la de estos pocos días de absoluta felicidad en la que Andrés es un hombre que pasea sonriente con su amada. Es la naturaleza, la necesidad de la naturaleza, la crueldad de Darwin, otra vez, la que vendrá a cobrarse el alma de Andrés. Sí, ha descubierto la ataraxia. Esas páginas finales son tersas, radiantes. Andrés se recluye con su amor en un mundo sin parientes, pero Lulú, precisamente porque es pura, sí siente la determinación cruel de la naturaleza. Con Luisito se había muerto para Andrés el sueño de tener un hijo. Es él, no Lulú, el que emponzoñaría la especie. Él la envenenaría de conocimiento, de autoconciencia, y Lulú de la fragilidad con que la naturaleza condena a los pobres, por más que sean más vivos que el hambre. Qué hermosura de relato poco antes de llegar al tremendo final, qué inmensa piedad se apodera de uno, cuando acaricia las páginas que le impresionaron tanto como para reconocerse en muchas de ellas como en un espejo, más que deforme, un tanto condescendiente. Qué emoción disfrutar de nuevo de la luz que despide Lulú, de la necesidad de pensar en la propia vida que destila el cerebro atormentado de Andrés.
    Y qué novela tan ejemplar. Con qué pulcritud se ordenan los temas, las escenas, con qué sencillez fluye el tierno caer al abismo de Andrés Hurtado. Qué prosa tan absolutamente despojada de cualquier amaneramiento, seria, sobria, con retranca cuando toca, con una limpidez formidable cuando se trata de expresar los sentimientos sin necesidad de mencionarlos. Baroja dijo que era esta su novela más redonda. Sigue siéndolo, desde luego. Al lado de las otras dos de la trilogía La Raza, tiene ese aire a pieza salida por sí misma reservado a las obras maestras. No hay juegos ni interludios. Todo está medido en sus secuencias fundamentales. Jamás se pierde en curiosidades, y los toques pintorescos nunca dejan que descanse la poderosa fuerza que recorre la novela entera.  
    Y además es valiente, sincera. Con la misma naturalidad con que habla de Kant habla de la muerte. Con la misma sencillez con que habla de la miseria moral y política de su país habla de los sentimientos todavía fundamentales para el ciudadano. No, no se queda vieja, qué va. Sigue siendo un reto narrar así, es decir, traducir a nuestra prosa esa manera de narrar, sin subterfugios estilísticos de ninguna clase, sin complacencias desproporcionadas, sin regodeos imitativos, sin alardes de retórica barata.
    Es curioso, ya digo, que esta novela siga siendo en muchos sitios lectura obligatoria al mismo tiempo en que las autoridades consideran que la filosofía no tiene importancia. Será que aprobaron el bachillerato sin leerla. Así nos va.

Todos queremos más


Viendo Blue Jasmine me acordaba de una casera que tuve en los 90, una pija rococó a quien su marido engañaba de todas las formas posibles. Estaba tronada: citaba a los inquilinos en un hotel de lujo, para intimidarlos, y cuando le daba la vena venía al edificio del que vivía y montaba unos escándalos morrocotudos. Sus abogados trataban de calmar a los vecinos, y cuando ella los mandaba para apretarnos las tuercas con acusaciones falsas, ellos se limitaban a pedir por favor que no se lo tuviéramos en cuenta. Un día empezó a dar berridos en la escalera porque la del segundo se había retrasado unas horas en pagar el alquiler: “¡Me da igual lo que haya pasado en el banco! ¡Hoy me voy a comprar un sillón Luis XV con ese dinero y si no me paga la pongo de patitas en la calle!” Luego, mientras te trataba como a un insecto cuando venía, con ojos de loca, a inspeccionar el inmueble, acababa contando al estupefacto inquilino los secretos de cama de su ex marido y cómo y con quién se la estaría pegando en ese mismo momento.
               Así es Jasmine, en absoluto exagerada: los celos, el rencor y la mentira producen estragos, sobre todo si los riegas con vodka y con pastillas. Es el mal de la quimera, pero no como ilusiones perdidas balzaquianas, no la quimera de los novelones, sino el hundimiento de un delirio que se hizo realidad. Woody Allen retrata con la gracia de siempre este mundo de ricachones neoyorquinos: Jasmine descubre la infidelidad de su marido porque lo llaman del Ritz de París a decirle que se ha dejado en la suit un Rolex. La mujer florero (o búcaro de cristal de Bohemia, que viene a ser lo mismo) se queda sin nada, sin marido y sin dinero, aunque, en un click final marca de la casa, la última revelación de su hijo adoptivo, al que también pierde, nos enteramos de que, en el fondo, lo que la volvió loca no fue tener que abandonar su status y sufrir la dolorosa humillación de que alguna de sus amigas florero apareciese por la tienda en la que, horror, tuvo que ponerse a trabajar, sino haberlo provocado ella misma con sus celos incontenibles.
               En un mundo adoptivo como el de Jasmine (adoptada por sus padres, por su marido y por su clase) casi suena natural el desprecio con que, cuando Jasmine es rica, trata a su hermanastra pobre. En toda la película se dicen cosas que deberían ser para no hablarse nunca más. Incluso las dice gente que en una película de Ken Loach no tardaría nada en liarse a puñetazos, y a tiros en la de cualquier otro director. Y sin embargo hablan, sobre todo hablan, se hacen mucho daño pero no se agreden, se torturan finamente, juegan al bocajarro, unos a otros se llaman fracasados. La advocación de Plutón ha hecho que el mundo se divida en triunfadores y fracasados, con una urgencia que se ha visto obligada a prescindir de cualquier forma de moralidad, si bien es verdad que, en Estados Unidos, Madoff se convirtió en un apestado cuando lo trincaron, y aquí en España se hacen todavía más famosos y admirados.
El caso es que las alas de cera de Jasmine se han fundido y tiene que hacer mutis y largarse de Nueva York y pedir asilo en casa de su hermanastra, Ginger, que es cajera de supermercado, aparte de una actriz extraordinaria. Ginger tiene dos hijos sobrealimentados de comida basura, un exmarido precario que parece un luchador de xondo y un novio guapo y rudo, un mecánico temperamental (italianizante), tatuado y con cara de granuja. Cuando estos dos tipos aparecen en pantalla, la tensión crece porque damos por supuesto que serán, además de pobres, salvajes. Y no: son los únicos que tienen las cosas claras, nunca sustituyen las palabras por los golpes (el novio de Ginger le arranca el teléfono de la pared, pero hoy en día coger el teléfono de alguien y destrozarlo es un deseo muy común que se tiene todos los días), y no sufren, sobre todo el novio, de delirios de grandeza. Porque el descalabro de Jasmine llega incluso a infectar a su hermana, que se lía con alguien mejor que su novio. Y la propia Jasmin, a pesar de esa bata que le ponen en la consulta del dentista donde consigue un trabajo (y un jefe que se la quiere tirar), persiste en su idea de que solo regresando a ese mundo que ha perdido, solo con alguien mejor que el crápula de su marido, igual de rico pero más distinguido, podrá sanar su herida.
Y no. Triunfa la simplicidad, el mecánico italiano. El resentimiento que supuran los otros precipita su condena. Unos a otros se delatan, se descubren, y en ese fango de globos pinchados emerge la franqueza bruta del novio, que se limita a luchar por la persona a la que quiere mientras los demás están demasiado ocupados en dar palos de ciego para ser las personas que les han dicho que debían ser.
               He leído, a pesar de todo, malas críticas de esta estupenda película. Igual es también un poco de resentimiento, porque lo bueno de Blue Jasmine es que no solo la protagonista y su hermana caen en la ilusión de la quimera, sino el propio espectador. Cuando Ginger se lía con el técnico de sonido tendemos a pensar igual que Jasmine, que ese tipo es mejor. Y cuando Jasmine acepta trabajar para el dentista salaz y se pone esa bata nos da un poco de pena, como si no se lo mereciese. Y si podemos elegir entre el dentista sátiro y el diplomático pijillo, nos apetece más el diplomático para que Jasmine siga soñando. Pero no, de eso nada. Se acabaron los sueños peligrosos, oigan, nos dice el mecánico, el que trabaja con cosas que se pueden tocar, no con cifras que se pueden trucar ni con sentimientos que se pueden aparentar. Su victoria, y el lamento final de Jasmine, ya nos han cambiado a todos las simpatías. Nuestras propias expectativas eran también ilusorias. Hay un crítico famoso que dice que es que los chistes no le han hecho gracia y que por eso es una mala película. Otro que buscaba algo mejor, como mi casera.
              Hoy, por cierto, es el cumpleaños de Woody Allen. 78 años. Ese sí que es algo mejor, ese. Y por muchos años.

30.11.13

Baroja en Bloomsbury


María Aracil era un personaje demasiado bueno para quedarse solo en la protagonista de La dama errante. Esa certeza debió de ser muy evidente para Baroja cuando decidió empezar La ciudad de la niebla con la propia María como narradora. Y resulta de lo más convincente. María y su padre, el doctor Aracil, llegan a Londres y se instalan en una especie de zona franca, de hotelito para refugiados, una sala de espera en la que los tipos curiosos están fuera de cualquier contexto, y quizá por eso son curiosos. De hecho, la pensión en la que Baroja se alojó en 1905 en París se encontraba en Bloomsbury Square. Da la impresión de que Baroja, que ha rendido un hermoso homenaje al inicio de Bleak house con su descripción de la entrada en Londres, se agazapa en este cosmopolitismo de mesa camilla igual que el doctor Aracil se recluye en el fumadero del hotel y no se preocupa de buscar trabajo. Es María la que se preocupa, y en esta preocupación y en el disgusto que le produce la indolencia oportunista de su padre están las mejores páginas de la novela, cuando es María y solo María la que lleva la narración. Baroja no se amanera para parecer femenino: tan solo se poda a sí mismo y recurre al teatrillo cervantino para reaparecer en forma de Iturrioz, que de pronto se ha venido a vivir a Londres.
               María conoce a los tipos barojianos de la pensión pero ella quiere patear Londres, de modo que su padre se queda para desaparecer. Baroja lo casa con una rica americana y si te he visto no me acuerdo. Es entonces cuando María (discretamente protegida por Iturrioz) emprende su nueva vida y sale a pasear por las minuciosas descripciones ropavejeras de Baroja: fábricas, puertos, almacenes, grúas, carros, obreros borrachos y mujeres de boca torcida, en la pirueta de trasladar la imaginación dickensiana a un viaje del propio Baroja a Londres, allá por 1906, tres o cuatro años antes de escribir esta novela. No faltan los personajes micawber, como el tal Roche, que soporta a su mujer con olimpismo volteriano; los personajes steerfort, como el farsante Vasily, que enamora a María con su pose entre revolucionaria y boreal y la desengaña casándose con una niña rica (que además está gorda, añade Baroja); hay hasta una pequeña banda de Fagin en el poco convincente negocio de enviar por correo bombas a España para que los Mateos Morrales del mundo se inmolen con ellas y dejen un reguero de cadáveres. En todo caso, esta primera parte no se sostiene por las querencias diogénicas de Baroja sino por el impulso de María, que conoce a la simpática Natalia, deja el hotel, borra a su padre y se marcha a vivir con ella.
               Aún queda media novela. Pero Baroja, en esta segunda parte, comete, a mi juicio, la torpeza de retirarle a María la palabra. La narración vuelve a la tercera persona y a partir de entonces la novela que estábamos leyendo solo aparecerá de cuando en cuando, en breves situaciones, escondida en un revuelto de trastos industriales, máquinas viejas, tipos curiosos, calles de Londres y simpáticas intervenciones de Iturrioz. Y además Baroja comete uno de sus rarísimos deslices estilísticos: no hay página en la que no aparezca una vez por lo menos la palabra negro, casas negras, suelos negros, nieblas negras, rostros negros, calles negras, barcos negros, etc., etc., con una profusión que no puede deberse a ningún propósito impresionista, que no puede ser más que un descuido. El lector está entregado a María y a su amiga Natalia, y cuando la narración, ya en la línea de tres cuartos, debía estar volando, Baroja se entretiene con sus descripciones de rimeros de cosas, con sus tipos estrambóticos y característicos y con sus paisajes negros. Muy Baroja todo, sí, pero no ahí, no en ese momento, no en ese tramo de la narración. El autor ha presentado tan bien a las dos mujeres que, puesto que viven por Boomsbury, tampoco veríamos en absoluto chirriante que sencillamente profundizasen en su amistad. Baroja tuvo la oportunidad, antes que Mansfield, de contar una historia de amor entre dos mujeres, y si seguía con la primera persona las cosas podrían haber ido por ahí sin el menor asomo de morbo, con asombrosa naturalidad para los tiempos que eran y para la severidad erótica de don Pío. Los respectivos novios que les salen (a Natalia el optimista Roche, ya separado, y a María el repentino Vladimir -de pronto amigo, de pronto amado y de pronto traidor-) no encajan bien en la lógica de la narración. Forman parte de la nómina. Pero si María hubiese tenido que hablar de ellos (y de Natalia) en primera persona, la cosa habría exigido mucho más de todo. Dickens no habría sido entonces en esta novela un catálogo turístico de Londres ni el reflejo de algunos personajes muy queridos, sino ese gran personaje que desboca la narración. Tan gran personaje que, después de dos novelas, aún esperaríamos alguna más.
               Por eso, terminada la novela, el cambio de voz no es una audacia sino una renuncia. En Baroja la amistad está siempre por encima del amor. La relación entre María y Natalia es de una pureza enternecedora. Baroja se asoma a las puertas de su afecto, pero, tímido, prefiere ignorar lo que ve cualquier lector. Incluso creo que cambió de voz porque, como dice la propia María al final, no tuvo fuerzas para ser inmoral, dicho sea en los términos de aquellos tiempos, por más que ella misma, e Iturrioz, y por supuesto Baroja, considerase que esa inmoralidad no es más que un acto de afirmación de la mejor parte del individuo.
               María, en fin, se casará con el primo Venancio, un tipo que nos cae bien desde La dama errante, sensato, valiente, viudo y con cuatro hijos, y Londres quedará en ese nimbo, en esa niebla juvenil en la que siempre estuvo a punto de pasar de todo. 

27.11.13

La dama errante


La condición orgánica de la obra de Baroja (y de la de cualquier buen narrador) hace que algunos personajes le salgan con tal grado de verdad que no solo se apoderan de la novela sino que, como es el caso, determinan la siguiente. Al leer La dama errante da la sensación de que Baroja hubiera emprendido una novela sobre el papanatismo de café que había en el Madrid de la época en el momento en que Mateo Morral propuso una versión tangible de la cháchara anarquista. El doctor Aracil es uno de esos fabricantes de frases que abundaban en la época. Médico de prestigio gratuito, más basado en la postura que en la ciencia, se divierte comandando sus tertulias de café, donde “peroraba y lanzaba sus paradojas y sus frases brillantes”. Sus procedimientos, por cierto, recuerdan bastante a los de Unamuno:

               Uno de estos artificios [retóricos] estribaba en una antítesis casi mecánica, en una oposición sistemática de un concepto por el contrario. Se decía delante de él, por ejemplo: “Hay que dar trabajo a los obreros”, y él replicaba enseguida: “No; lo que hay que dar es obrero al trabajo”. “Hay que europeizar España”; él contestaba: “Hay que españolizar Europa”. (…) Se le decía: “Habría que encontrar un medio de ventilar bien el hospital”. Y él replicaba: “Lo primero sería ventilar bien las conciencias”. Otro decía: “A los campos españoles les falta, sobre todo, abono químico”. “Más abono químico les falta a nuestras almas, que están siempre en barbecho”.

               Cuántas veces habré leído la idiotez esa de que la historia de España se escribía en los cafés. En los cafés, esencialmente, se perdía el tiempo. Por un Valle-Inclán genial que declamaba entre los espejos, había cien inútiles que lo imitaban. Lo malo es que, de estos cien inútiles, unos cuantos eran, como ahora, los que gobernaban el país. La idea inicial de Baroja en esta novela me da por pensar que está concentrada en ese enfrentamiento con el significado real de las palabras, no con su apariencia, en este caso con el anarquismo:

Aracil era un anarquista, pero un anarquista retórico, un anarquista de forma; no tenía esa tendencia apostólica y utópica, ese entusiasmo por la vida nueva que han encarnado tan bien algunos escritories rusos y escandinavos.

               El que sí la tenía era Mateo Morral, aquí Nilo Brul, un exaltado catalán que a Baroja le cae bastante gordo. Este Nilo Brull, nos dice Baroja en el prólogo, “no es la contrafigura de Morral”, sino “la síntesis de los anarquistas que vinieron desde Barcelona, después de proceso de Montjuich, a Madrid, y que tenían un carácter algo parecido de soberbia, de rebeldía y de amargura”. Lo pinta, sí, con “tendencia apostólica”, pero también con una neurastenia bien poco intelectual. La carta que deja escrita a su muerte es un revuelto del Ecce-homo con los idearios anarquistas que huele a caso clínico. Baroja había sido más condescendiente con los anarquistas como Juan (una especie de Alejandro Miquis revolucionario) en Aurora roja, pero aquí Brull sirve solo para subrayar la inconsciencia palabrera de los intelectuales de velador y la inconsciencia brutal de quienes toman las ideas en su estricto sentido, acaso, para ciertas ideas, el único coherente. Ni a Baroja ni a nadie debió de hacerle ninguna gracia que el saldo del atentado fuera los reyes vivos y veintitantos vecinos muertos. La brutalidad estaba en la chapuza, y sobre todo en la defensa de la chapuza en nombre del ideal.

            
               Aracil nos presenta a Iturrioz, uno de los dos profesores de filosofía que tuve yo en el instituto (el otro fue don Mariano Larios), y todo apunta a que Baroja nos va a describir esa patética contradicción que debieron de sentir los plumillas de la época cuando vieron que las palabras, en fin, podían seguir matando. Pero la novela es de María, y lo que podría haber dado cuerpo al relato entero se queda en un motivo: Nilo Brull acude a refugiarse en casa del doctor Aracil (quien paga así sus bravatas anarquistas) y, como es poco probable que la justicia le haga ningún caso, decide huir con su hija.
              Baroja, que se informó de primera mano de lo mal que lo pasaron los anarquistas después del atentado, empalma con un viaje muy 98 a Portugal que hizo el propio Pío con su hermano Ricardo y con Ciro Bayo, una escapada que le da para describir la miseria económica y moral del campo español, para insistir en la cobardía de Aracil y para que la hija, una muchacha, emerja como una gran heroína, sensible pero resistente, cautelosa pero decidida, culta y lista, que no es lo mismo, y desde luego un ejemplo permanente para el pobre hombre que es su padre.
             Detrás dejan personajes admirables: el primo Venancio (que reaparecerá en La ciudad de la niebla), el noble guarda de la Casa de Campo, Isidro, el propio Iturrioz o un periodista inglés, Tom Gray, que le tiende los cabos necesarios para armar la siguiente novela. Y la huida, cómo no, le da a Baroja para dedicarse a su deporte favorito: describir caminos de cabras, casas destartaladas y tipos curiosos, vagabundos, señoritos sentimentales (ese muchacho que parece sacado del Quijote). Hay –breves- descripciones de la sierra de Gredos que competirían en belleza con las de Unamuno, y pasajes nietzscheanos que seguro que encantaron a Solana, como el relato de la muerte del caballo, escrito con esa emoción que solo nace del respeto.
               El propio Baroja creía que esta novela le había salido como “una tela impresionista”, una obra “poco serenada”, es decir, armada con rapidez en torno a materiales en principio heterogéneos. Pero en el fondo se trata de su principal virtud, la ausencia de premeditación, el encomendarse a la novela, más que escribirla, y crear un personaje, María Aracil, tan estupendo que casi exige otra novela para ella sola, como en efecto sucedió, y nosotros que la leamos.

25.11.13

El héroe sano, 2


Pues sí: después de Zalacaín, en el tiempo que me dejan las lecturas de temporada, me metí con Shanti Andía, que es quizá lo que debería haber leído nada más volver de Lekeitio. Lo recordaba mucho mejor que Zalacaín, y también me ha impresionado más. Con Zalacaín fue gozo narrativo. Con Andía es nostalgia, pero una nostalgia que ya sentí, un poco anticipadamente, cuando lo leí la primera vez. Entonces yo era un chico, como dice Baroja, y esta página de la novela me parecía un atributo más del héroe:

Sí, todo está igual; yo sólo soy diferente, yo sólo he variado; era un niño, soy un hombre; era un ingenuo, soy un desengañado y un melancólico. He vivido en medio de los acontecimientos, y los acontecimientos me han escamoteado la vida.
               Algunas veces me miro al espejo, y al verme viejo y cambiado, me digo a mí mismo:
               -¡Ah!, pobre hombre. Tu juventud se fue.
               Han pasado muchoas años desde que salí de mi pueblo, ¿y qué he hecho? Ir, andar, moverme de aquí para allá, llevado por un turbión de acontecimientos que me han dejado el alma vacía. Cuando he buscado un poco de calor y de abrigo he encontrado frialdad, dureza y egoísmo.
               Navegando he perdido la noción del tiempo; embarcado, los días son largos, y, sin embargo, los años, suma de días, son cortos, escapan, vuelan. El tiempo ha corrido bien rápidamente para mí. Ese pensamiento en el pasado, cuando se deja atrás la juventud, es como una herida en el alma, que va fluyendo constantemente y nos anega de tristeza. Todo el camino andado parece una Vía Apia sembrada de tumbas.

               Esto lo escribe Baroja a los cuarenta años. Es uno de sus años de gracia. El mismo año, 1911, publica El árbol de la ciencia y Las inquietudes de Shanti Andía, dos obras maestras. Tusquets publicó hace un par de años la trilogía La raza, con formato y honores de novela contemporánea, igual que se publican las de autores vivos. Eso me gustó. Hay que sacar a Baroja de la incubadora escolar y preguntarse si hay alguien ahora que lo haga así de bien, si hay una novela de ochocientas páginas que pueda equipararse a la trilogía Las ciudades. Si hay algún libro para todos los públicos de la talla literaria de Las inquietudes...
               Pocas páginas antes, Baroja escribía una de sus famosas poéticas:

               Hoy no puedo soportar a la gente que juega con las caderas y con el vocablo; me parece que una persona que ve en las palabras, no su significado, sino su sonido, está muy cerca de ser un idiota; pero entonces no lo creía así. Cada edad tiene sus preocupaciones.

               Y sin embargo las descripciones de Shanti Andía son de una perfección emocionante. La bellísima historia del viaje al barco naufragado tienen un nivel difícil de superar. Y digo bien, porque si lo superas ya te estás amanerando, aunque sea solo un milímetro. Leo los párrafos escuetos de Baroja, ese constante refrenar el impulso romántico que lo animaba, ese permanente dejar que se disuelva en melancolía, que la ola no llegue a romper ni la prosa a desparramarse. No hay nada enfático en esta prosa, pero al leerla, al pensar en que la estoy leyendo (algo difícil en Baroja, que consigue de inmediato lo más importante de todo, que te olvides de que estás leyendo), soy consciente de lo difícil que es escribir así de bien y del férreo espíritu crítico que uno debe tener consigo mismo. 
               La primera valentía del poeta es la claridad. Pero Baroja parte de esa misma claridad para dar un giro metaliterario que si hubiera premeditado le habría salido presuntuoso. Porque Las Inquietudes de Shanti Andía, en su primera parte, cuando Shanti habla de sí mismo, no es exactamente una novela del mar sino del mar visto desde tierra. Es, como Sotileza, la novela del pueblo pesquero, del puerto de mar. Es novela de camarote, no de cubierta. Shanti va y viene a Manila en un par de líneas, y las siguientes páginas se dedican a un almacén de objetos curiosos que hay en el pueblo cercano. No hay, de momento (sí en la segunda parte, cuando ya no suenan a enciclopedia), historias del mar entendidas como ese rollo de gavias y cabestrantes, un error que cometió Delibes (creer que el mar estaba en sus tecnicismos marineros) y que cometería cualquiera que no acepte su condición, digamos, interior. Baroja lo sabe, y pronto la novela alcanza a la memoria, es decir, el mar de la infancia y de la juventud se diluye en el Baroja adulto. La primera parte de esta novela es muy Zalacaín. Nos esperamos un Shanti intrépido, sano. La juventud, más barojiana, más desengañada, ya es el Baroja envuelto en un abrigo, cabizbajo, con el cuello subido y las manos en los bolsillos, y al llegar a la madurez nos suelta esto, a mitad de novela. Cuando yo era mozo, ese desengaño del viejo lobo de mar me parecía de lo más romántico. Ahora que he alcanzado, y sobrepasado, la edad de su autor cuando lo escribió, me parece de un realismo enternecedor. Pero me emociona más ahora, como es lógico. Me emociona el héroe del primer capítulo y el desengaño de la mediana edad, a pesar de que sé que ese héroe no es Shanti, es Baroja. En esta novela el feliz Shanti pugna con el triste Baroja, y parece ser que al final gana el viejo marinero, la tierna fantasía cotidiana.
               Pero Baroja, pasada esta primera parte, utiliza pronto un mecanismo que será el método con el que, a partir de 1913, irá hilando las veintidós novelas de las Memorias de un hombre de acción, los múltiples narradores, los largos relatos insertados, un uso libre de la novela marco que le permite, por una parte, contar con distancia lo que contado por el propio Shanti parecería presuntuoso, y, por otra, llevar esa distancia al terreno de las estampas románticas. Así, hasta mitad de novela, da la sensación de que Baroja navega por sus veranos y por la lectura de Dickens. La historia del marino de Bisusalde, Juan de Aguirre, empieza con una escena propia de David Copperfield, la del anciano delicado que vivía en la costa con su hija. Uno diría que es ahí donde Baroja se replantea la narración cuando deja que el marinero Itchaso cuente, en cuarenta páginas incesantes, la historia de los dos Tristanes, en un tono más cínico que el de Shanti, como si Baroja, para contar las cosas a su modo, hubiera querido no implicar en ello al protagonista de la novela, un hombre más afable y risueño que el viejo lobo que cuenta una historia de barcos negreros, lo más parecido que tenemos a Joseph Conrad por este lado del mar.



               La narración vuelve entonces a Shanti y a su rivalidad con Machín, un personaje de Dostoievski, con un aire a Smerdiákov, el epiléptico de los Karamázov, pero sobre todo a esos personajes cuya maldad es anomalía, pero cuyo fondo trágico no deja de ser bueno a pesar de las atrocidades que traman, o por lo menos comprensible desde un punto de vista, digamos, naturalista. Y, cuando esta sorpresa que es siempre la redención de un malo pierde fuelle, cuando esa ráfaga de viento se disipa, la narración coge nuevo impulso con el manuscrito de Juan de Aguirre, que narra en parte lo ya narrado por Ichaso (sin el gracioso cinismo de Ichaso), y amplía las aventuras como si navegando se hubieran metido en mares de otros siglos, en los cantos de Ossian y las novelas de Walter Scott, que aquí se citan varias veces al final. Baroja termina la narración metido en una estampa marinera como las que adornan las paredes de su casa de Itxea, los grabados que Baroja encontraba por la ribera del Sena en aquellas mañanas grises en las que escribía El árbol de la ciencia.
               Juan de Aguirre será ya Aviraneta. Después de Shanti, Baroja ya tenía el método para un carmen perpetuum, para una novela sin fin que le permitiese alternar sus dos tonos, el más cercano y pesimista y el más legendario y risueño. El efecto es complicado. Por una parte, los relatos insertados descargan la novela de realismo y la bañan de nostálgica aventura; pero por otra parte en esos relatos está escrita toda la crueldad y el pesimismo que el narrador realista, Shanti, no es capaz de sentir. Lo legendario se llena de pesimismo contemporáneo, y lo contemporáneo de ingenuidad aventurera. Al final Shanti es un viejo marinero al que su mujer le dice que siempre está contando las mismas historias, rodeado de hijos y nietos, feliz en esa felicidad innata, en esa alegría de vivir profunda que no sabe de ambiciones ni de envidias, la ausencia de avaricia que le libró del malhadado tesoro de Juan de Aguirre, pero no de su relato.
               El Epílogo, otra obra de arte, es un retrato del héroe liberado de su condición contemporánea. Es el héroe de siempre, el que es capaz de ser feliz. El mismo año Baroja trazó el impresionante retrato del hombre que no puede serlo. Andrés Hurtado es Pío Baroja, pero Shanti Andía es, más bien, el gran Ricardo Baroja, de quien sería momento de leer La nao capitana
               Dejó aquí ese compendio de moral epicúrea que es el epílogo de Las inquietudes de Shanti Andía. No creo que el tipo de emoción que busca se pueda conseguir mejor de otra manera, con otro estilo más o menos florido, sino exactamente así, con ese laconismo plagado de versos sueltos. Si acercas el oído, casi escuchas a Machado.

Han pasado muchos años de vida normal, tranquila, sin más incidentes que los cotidianos.
Juan Machín no ha aparecido. Quizá anda perdido por los mares; quizá también ha ido a buscar algún tesoro en un rincón del planeta.
Como guardando la tradición de la familia, es él el Aguirre inquieto que se pierde por el mundo. ¿Vive? ¿No vive? ¿Volverá? No lo sé. Confieso que al principio no hubiese querido que volviera; hoy, sí, me alegraría de verle y de estrechar su mano.
Respecto de mí, siento un poco de vergüenza al decir que soy feliz, muy feliz. Es verdad que no lo he merecido, pero así es.
Cuando pienso en mi mujer, me acuerdo también de Diana Vernon; pero no tengo que recordarla como mi tío Juan de Aguirre ni, como el héroe de Walter Scott, muerta, sino que la veo viva, a mi lado. Hoy, con sus cincuenta años y los cabellos grises, me parece más encantadora que nunca.
Mi madre vive ya constantemente en nuestra casa de Izarte. Le gusta estar siempre en la cocina hablando con las muchachas y con mis hijas, echando leña al fuego y murmurando contra mi mujer.
En el fondo se entienden las dos perfectamente; pero mi madre tiene que reñir un poco; acusa a mi mujer de mandona y de que siempre quiere hacer su voluntad.
Todos mis hijos han sido mecidos en los brazos de su abuela, y dentro de poco podrá mi madre mecer a su bisnieto.
Yo cada día me siento más indolente y más distraído. Muchas mañanas, con el buen tiempo, me levanto muy temprano y sigo el camino abandonado, escuchando el rumor de los campos. Los pájaros cantan en las enramadas, el sol se derrama brillante por la tierra.
Al volver me detengo a contemplar mi casa, sobre el jardincillo que le sirve de pedestal. En el balcón de madera brillan los geranios rojos; en el huerto, algunos girasoles levantan sus grandes flores sobre sus tallos. Subo la escalera y me asomo al balcón. Las vacas pastan en nuestro prado; mis chicos suelen seguirlas protegidos del sol por grandes sombreros de paja. Enfrente veo las casas desparramadas de Izarte, que parecen de juguete, echando humo por la chimenea, y a lo lejos los montes.
Mi mujer sabe que algunas veces necesito vagabundear un poco, y me deja. Antes me solía acompañar en mis paseos, y algunas veces, al ver aparecer el lucero de la tarde, recitó esa poesía de Ossian, que hemos leído los dos en un ejemplar de Ana Sandow, y que empieza así: "Estrella del crepúsculo, que resplandeces soberbia en Oriente, que asomas tu radiante faz por entra las nubes y te paseas majestuosa sobre la colina... , ¿qué miras a través del follaje?"
Yo la solía escuchar con las lágrimas en los ojos. Aquellos cantos de Ossian me parecían admirables. Hoy mi mujer tiene demasiadas cosas en que ocuparse para corretear por el campo. Nuestro clan va aumentando y ella es la administradora. Yo le digo que es buen tirano, la dictadora inteligente, la representación del gobierno ideal para los perezosos.
Yo soy el vagabundo de la familia.
Cuando cambia el tiempo experimento la nostalgia de sentir la paz profunda del mar, de su abandono y soledad. Entonces voy a pasearme por la playa de las Ánimas, y contemplo, como si fuera por primera vez en mi vida, las tres rayas de espuma de las olas que rompen en la arena.
En la primavera me produce una gran alegría; en el otoño, una gran tristeza; pero una tristeza tan extraña, que me parece que sería muy desgraciado si no la sintiera alguna vez.
En esos días de noviembre, cuando vuelve la humedad y el dominio del gris; cuando vuelven las líneas vagas y borrosas y vuelve el silbar agudo del viento; cuando el arroyo Sorguiñ-erreca semeja un torrente,
Estrella del crepúsculo, que resplandeces soberbia en oriente, que asomas tu radiante faz por entre las nubes y té paseas majestuosa sobre la colina..., ¿qué miras a través del follaje? entonces me gusta pasear por la playa y saturarme de la enorme melancolía del mar y empaparme en su gran tristeza.
Luego, cuando ya estoy saturado de espumas, de olas, de gemido del viento, subo por la cuesta de los Perros hasta lo alto de las dunas, y avanzo por entre los maizales. Allá está la aldea tranquila donde vivo, allá están los míos. Voy acercándome a mi casa; la familia, en estos días de invierno reunida en la cocina, delante del fuego del hogar, me espera.
Allí cuento yo mis aventuras, y las adorno con detalles sacados de mi imaginación; pero las he contado tantas veces que mi mujer me reprocha un poco burlonamente que las repito demasiado.
A veces me preocupa la idea de si alguno de mis hijos tendrá inclinación por ser marino o aventurero. Pero no, no la tienen, y yo me alegro..., y, sin embargo... Ya en Lúzaro nadie quiere ser marino; los muchachos de familias acomodadas se hacen ingenieros o médicos. Los vascos se retiran del mar.

¡Oh, gallardas arboladuras! ¡Velas blancas, muy blancas! ¡Fragatas airosas, con su proa levantada y su mascarón en el tajamar! ¡Redondas urcas, veleros bergantines! ¡Qué pena me da el pensar que vais a desaparecer, que ya no os volveré a ver más! Sí, yo me alegro de que mis hijos no quieran ser marinos..., y, sin embargo...

7.11.13

El héroe sano


Este puente pasado anduve por la costa de Vizcaya, por ese mar bronco y grisáceo que en días de lluvia es de un sentimentalismo telúrico. Me tira el norte. Durante muchos años fui puntual, cada otoño, a algún pueblo entre el Baztán y el Bidasoa, desde Irurita a Burguete pasando por el bosque de Irati. Esa parte navarra me gusta más que la vizcaína, pero para el efecto que me produce viene a dar lo mismo: en Navarra nunca dejo de pasar por Vera y hacerme una foto junto a la tumba de Julio Caro, y cuando regreso me cuesta mucho no acabar leyendo Las horas solitarias de su tío, por ejemplo, o alguna de las aventuras de Aviraneta. En este caso, en Bermeo, viendo el mar romper contra las rocas negras, lo más lógico habría sido que al volver a casa me enfrascase en Las inquietudes deShanti Andía, pero este año el dedo se me posó antes en la trilogía Tierra vasca y por exclusión, porque no me apetecía en ese momento leer novelas dialogadas, llegué a esa maravilla que es Zalacaín el aventurero, cuyas primeras páginas me sentaron como le sentaría una copa de Vega Sicilia a un alcohólico después de varios años de abstinencia. Estoy por beberme sus obras completas, y luego empezar con el sobrino, hasta que aguante el hígado.
               Porque yo echo de menos ese tipo de novela. Zalacaín lo leí, como casi toda mi generación, en el instituto, y no sé por qué motivo (supongo que por ese final un poco desmadrado) me dejé llevar tiempo después por la consideración de juvenil, poco seria, con que la crítica barojiana la ha ido dejando en las baldas de más arriba. Y qué va, qué va. Tan solo la descripción de Urbía con que se abre Zalacaín y cómo cierra el plano hasta los personajes es un modelo no solo de construcción narrativa sino, sencillamente, de una prosa castellana de primera categoría. La descripción final del cementerio es alta poesía; la caracterización a través del diálogo, de una precisión asombrosa. Hablo de los méritos que vamos ahora buscando en una buena novela, no de cualidades pasadas de fecha. Es el entusiasmo narrativo, la fruición romántica que sigue a Zalacaín, la emoción de los paisajes sin retórica, la acción rápida, sin pesadeces reflexivas, el modo de dialogar, ese bueno que contestan los personajes y que Cela supo ver y explotar. Mucho, pero mucho Cela hay en el Zalacaín, desde las congeries onomásticas a la nota breve, irónica y desnuda; desde la poesía de la exactitud a la composición por manchas de color: ahora una descripción sentida, luego una aventura, más tarde un diálogo sustancioso; unas gotas de folletín aquí, un documento histórico allá.


A este respecto tengo una teoría de andar por casa. La llegada de la máquina de escribir, el hecho revolucionario de que los dedos alcancen la velocidad de la mente, ha engordado la novelística contemporánea y la ha despojado de hechos, de acciones. Dejando al margen la novela pulp, en las novelas que llamamos serias pasan muy pocas cosas con respecto a la extraordinaria densidad narrativa de Baroja. En cada oración simple sucede una cosa distinta. No hay más tregua narrativa que esos capazos que de vez en cuando coge Baroja con algún personaje. Suceden cosas y nadie está solo. El héroe, Martín, no se separa de su Patroclo, Bautista. Todo el mundo se trata con consideración y en ese hablar tierno y escueto es donde Baroja pone todo el sentimiento que los narradores modernos emplean cientos de páginas en describir con sus veloces piruetas especulativas. No lo critico porque también me gusta, pero, como ex redactor de folletines, envidio esa renuncia casi ascética de Baroja por todo lo que no sea la pura narración.
Martín es el héroe de acción, según repiten todos los manuales desde hace cien años en las primeras líneas. Es lo que Cela llamaría el hombre sano, el que no se plantea más actividad que la inmediata. No es culto sino astuto, y no se deja avasallar por el pensamiento. Duerme en las condiciones más inciertas, ama como han amado todos los jóvenes, pero no cae en agonías ni en lamentaciones. Cuando aparece otra más guapa, se vuelve a enamorar, y cuando se le pasa la tontería tampoco se deja devorar por las erinias. Es, quizá, el héroe salvaje, el vasco antropológico, y nos cae bien. Charlaríamos con él porque sabemos que él no haría ascos, salvo que empezásemos a dormirnos en la suerte. Zalacaín huye del aburrimiento, su tío Tellagorri le enseñó a leer en las manos del monte, a disfrutar de lo que disfrutan los hombres del campo, cantar zorcicos y jugar a la pelota vasca, pero también a mantenerse siempre firmes, pasase lo que pasase, aun en ese torbellino folletinesco con que Baroja remata la novela. Demasiados reencuentros, pensábamos en nuestra juventud crítica, cuando ya se nos había olvidado la primera vez. Sí, demasiado folletín, y esa es precisamente la gracia, que la novela no abandona el encanto infantil de los días de gripe. Es romántica precisamente porque no especula, porque nunca deja de narrar. Aceptamos las bravuconadas baserritarras de Zalacaín (la toma de Laguardia, la huida poco convincente del calabozo) porque ya lo hemos adoptado como héroe. A Héctor el Atrida lo respetamos, lo tratamos con reverencia, pero a Zalacaín lo ajuntamos, no nos cuesta imaginarnos junto a él. El propio Baroja cita la Ilíada, a su manera, en la despedida de Zalacaín y Catalina, antes de que marche de guía con el coronel Briones, pero Martín siempre va vestido de Josechu el Vasco y nos produce la misma cercanía.
No, no es solo una novela juvenil. Es eternamente infantil. Está sana como una dentadura de leche. Los personajes nos enseñan a ser críticos y a distinguir a los imbéciles, pero todavía no se han atracado de escepticismo. Los carlistas quedan a caer de un burro, y el sarcasmo de Baroja no se deja de sentir, igual que la ternura. La novela juvenil es aquella que solo se lee cuando uno es muy joven y tiene estómago para tanto tópico. Pero esta tiene la virtud de, además, mantenerse en el tiempo gracias a su perfección narrativa y a esa pureza a la que en el fondo un lector aspira durante toda su vida. Es como si dijésemos que La isla del tesoro es una novela juvenil y nada más que juvenil. En cierto modo, yo creo que también lo decimos. Ese es el problema.

23.10.13

Ochocientos años de surrealismo


Una película que cuenta ochocientos años de historia en poco más de una hora tiene que ser un buen ejercicio de síntesis para que se sostenga, y eso exige que convivan la frescura y el rigor, la agilidad y la exactitud. El cine de ficción tiende a sacrificar las proporciones de lo que cuenta en aras del resultado artístico, procedimiento de raíz antigua –helenística- que nunca se pasará de moda, pero el cine de divulgación histórica y científica no puede deformar las coordenadas.
               Teruel, una ciudad de frontera, el documental que se estrena mañana en el Maravillas, me sorprendió por lo bien que había sabido trenzar tantas y tan divergentes necesidades. En él se cuentan ocho siglos de historia de la ciudad y no solo no falta nada relevante sino que creo que es el canon del tipo de resumen que puede flotar en la conciencia colectiva. El guionista, Fernando Burillo, no deja en ningún momento de ser historiador, pero el realizador, Iranzo, tampoco de ser el cineasta de ritmo brioso y fluido. El uno escoge los hechos significativos, el otro alterna lenguajes visuales.
               Por la parte del guión, es de agradecer que huya de lugares comunes y generalidades, que ofrezca los datos precisos, los que se abastan para retratar el tiempo, pero también lo es que cuente la historia en sus proporciones. Siempre embutimos la Edad Media en una especie de siglo largo y oscuro, pero entre el siglo XII y el XVI, que es cuando los trabajos divulgativos empiezan a contar por siglos, pasó el mismo tiempo que entre el XVI y el XX. Siempre vemos la historia desde el presente, pero el ritmo narrativo de este documental, y sobre todo la forma de contarlo, hace ver las cosas en su debida proporción. El resultado es que las causas y las consecuencias parecen aguas del mismo río.
               Ese río es de aguas bravas. Iranzo ha usado recreaciones virtuales, figuraciones reales, planos superpuestos, entrevistas, actuaciones, paisajes y retratos, fotografías puestas en movimiento y secuencias de películas rodadas para la ocasión. El resultado es un espectáculo visual poco frecuente en los documentales de estas características, casi siempre sepultados bajo la coartada del rigor o desautorizados por sus licencias narrativas. No es el caso. Todo se termina antes de que pueda cansar, pero después de que haya sido bien explicado, algo que por otra parte dibuja la huella cinematográfica de Iranzo. Como montador le tiene alergia al detenimiento gratuito, algo que se agradece siempre, pero más en una obra de este género. A la inercia narrativa que se deriva de los hechos, casi todos espantosos, y al interés de la materia se suma este otro interés visual, el de la alternancia fluida de técnicas distintas, minuciosamente armadas, de la velocidad con que transcurre esta pieza de orfebrería documental.
               Porque tampoco era tanto de lo que se podía tirar. El arte se alimenta de limitaciones. La documentación visual, filmable, de la historia de la ciudad, por extraño que resulte, no da para una hora de película si se respetan esas debidas proporciones. No hay mucho donde rascar. Legajos, documentos, algún grabado. Pero no se puede construir un documental con imágenes de pergaminos, ni basta con la técnica del paisaje con figura, que ahora ya no se sostiene. En la acumulación de procedimientos que palían la escasez de documentación directa y en la sana negativa del director a abusar de las épocas mejor documentadas o de los testimonios agradables de escuchar, en medio de esas limitaciones es donde el artista debe brillar. Sin ellas, no solo no brilla, sino que ni siquiera es arte lo que hace. El espectador, al ver el documental, no me extrañaría que confundiese la exuberancia visual con abundancia de recursos, como si hubiera escogido lo mejor de muchas imágenes posibles, cuando la realidad es que ha tenido que construirlas casi todas porque no había casi ninguna.
               Y así es, un poco, el contenido del documental, la historia de Teruel. El título me gusta porque es verdad. Teruel era el far west de la Edad Media, una falla histórica, acostumbrada a los desastres, a los violentos movimientos tectónicos de soldados y aventureros que huían o avanzaban, que se escondían o retrocedían, donde siempre encontraban campo abierto para la batalla, en una tierra que ya nunca ha dejado de temblar y que de vez en cuando sufre los cataclismos de la condición humana. Las víctimas, invariablemente, siempre fueron sus habitantes, los que no iban ni venían, ni conquistaban ni defendían, los que se limitaban a vivir en una tierra peligrosa. Iranzo lo cuenta con esa resignada naturalidad con la que en Teruel se suelen resumir las cosas, con esa versión literal que por precisa toma rasgos de metáfora, cuando no de retranca: la escena de San Vicente sacudiéndose las zapatillas como Jaime Ostos es muy divertida, no menos que buena parte de las estupendas figuraciones, el gran acierto del documental, que nos deja hechos en la memoria pero imágenes en la retina: esa espada en el suelo, ese bautismo a la fuerza, ese desatado predicador. En esta película no se cuenta más de lo que sucedió, pero la impresión general es la de una imagen hermosa y dura, una cercanía en la penalidad, una lógica del conformismo y de la convivencia con los absurdos de la historia. Teruel se presta al surrealismo. Vista su historia en conjunto, yo creo que lo llevamos en la sangre.

20.10.13

Maestros de escuela


Esta edición de El amigo Manso, escrita en 1882, es de 1976. Es la que leyó mi hermana Pilar en el instituto, y seguramente, por eso mismo, la primera novela de Galdós que yo leí. Guardo como oro en paño esa portada de Daniel Gil (¡cuánto se le echa de menos!), aunque la edición que leo, llena de subrayados y anotaciones, es la de Francisco Caudet para Cátedra, que, según tengo anotado, leí por penúltima vez en junio de 2006 (de hecho hay fragmentos con la palabra Balbino en el margen, porque por esas fechas estaba a punto de empezar Los ojos del río), y ahora he vuelto a leer.
               Supongo que esta novela me gusta por la misma razón por la que le gustó al lector Baroja o al lector Unamuno. Siempre digo que El amigo Manso es un referente del 98, pero casi habría que decir que es la primera gran novela del 98. Baroja espumaría el caldo para que la prosa no se le espesase tanto, pero en esencia es lo mismo. Y algo parecido cabría decir de Unamuno, que arrancó las primeras y las últimas páginas de El amigo Manso y con ellas escribió Niebla. Unamuno era un mozo cuando la publicó Galdós, y Baroja un niño todavía, pero en las novelas de uno y otro siempre se me aparece este Máximo Manso como un recuerdo pluscuamperfecto, adherido a la memoria más allá de la consciencia, como si fuera uno de esos libros que por vez primera los hicieron removerse en el asiento y pensar que la literatura servía también para otra cosa.
               Como novela, para mi gusto, solo tiene un fallo. La anagnórisis de Manolito Peña, que sucede en la página 354, ya se ve venir, al menos, desde la página 333. Tampoco creo que Galdós buscase una sorpresa como la que se lleva Manso, cuando se entera de que hay un Acis que ronda a su Galatea, en este caso un discípulo suyo que ha enamorado a la bella Irene. Pero durante muchas páginas nos ha ido llevando con el cebo de José María, el hermano de Máximo, un indiano despilfarrador con una familia que es como un jardín de guacamayos, divertidísima. La Niña Chucha (sí, sí, también suena a 98), Lita o Rupertico son un coro caribeño metido a comer garbanzos, y puestos a ver el espectáculo de que el cabeza de familia beba los vientos por la institutriz, que es de la parte de Hortaleza.
               Máximo Manso es un profesor krausista que vive “en decorosa indigencia”, un Stoner madrileño del siglo XIX, y virgen. Su alumno, Manolito Peña, el hijo de la vecina, es un Mozart que se aburre con la metafísica, y Máximo un Salieri que intenta preservarlo de la pomposa vaciedad ambiente. Quiere educarlo a él y quisiera educar también a Irene, la sobrina de otra vecina, una muchacha que quiere ser maestra y de la que Máximo se enamora como un cepo. Es entonces cuando viene José María, el hermano, tocando las maracas, y se fija también en la muchacha. Esta parte es extraordinaria. Lica, la mujer agraviada, y su madre, La Niña Chucha, le cogen el punto al culebrón habanero a las primeras de cambio. Galdós se lo pasa bomba con los dramas y las comedias de estas dos mujeres estupendas que se merecían ellas solas una novela solo por lo bien que lo han hecho en esta. Su trabajo era distraernos. Si José María visitaba a Irene como Juanito Santacruz a Fortunata, Galdós podía, de paso, ir preparando la aparición estelar de Manolito Peña. Galdós escribe hasta que al lector se le haya olvidado, y vuelve a sacarlo desde detrás de un escenario, en la velada en la que tío y sobrino compiten en oratoria, junto con una porción de músicos y recitadores (entre ellos Sáinz del Bardal, quizá modelo de Luis Longares para el poeta comunista de Los ingenuos), y Galdós se luce en la gran escena de masas y nos cuenta un chafarrinón en el que late el tema de toda la vida. Él, Manso, era como Catón, recto y sincero, limpio y concienzudo; Sáinz del Bardal y toda la cuadrilla son asianistas vaporosos, que es lo que parece que triunfaba; y Peña es como Esquines, el improvisador genial, el encanto natural. Y ese es el encanto natural que también ha visto Irene, seducida igual que todo el público del teatro, o quizá más porque, como descubre Manso al final, ni siquiera se trata de amor a la persona sino a la posición social. Irene no es aún la Electra de 1902. Irene es una muchacha que sabe lo que vale un peine y ha visto en Peña, además de un novio guapo, un buen partido. Galdós nos hace comprender cómo se siente Polifemo, aunque sea un catedrático empeñado en seducir a Irene por la vía de la razón.

¡Bonito espíritu de adivinación tenía este triste pensador de cosas pensadas antes por otros; este teórico que con sus sutilezas, sus métodos y sus timideces había estado haciendo charadas ideológicas alrededor de su ídolo, mientras el ser verdaderamente humano, desordenado en su espíritu, voluntarioso en sus afectos, desconocedor del método, pero dotado del instinto de los hechos, de corazón valeroso y alientos dramáticos, se iba derecho al objeto y lo acometía!

               ¿No es este el hombre de carne y hueso de Unamuno? ¿No es el hombre de acción de Baroja? Peña es el héroe de acción, el que se lleva a Eugenia en Niebla, el que busca un tesoro en La Busca, pero Manso es el héroe de inacción, es Augusto Pérez y es Manuel Murguía e incluso Andrés Hurtado.
               En Unamuno, además del amor a la metaficción, que a Galdós y a él le vienen de Cervantes por línea materna, está “el dolor que me dijo que yo era un hombre”, y esa necesidad crispada de serlo: “No me hable usted de teorías, hábleme de sucesos, no me hable usted de sistema, hábleme de hombres”, lema que también podría haber acompañado cualquier cartapacio de la ILE, junto al de “fuera santos y vengan catedráticos” o al de “no es verdadero maestro el que no se hace querer de sus alumnos”.  Y sí, el giro final es la gota que treinta años después se convirtió en niebla. Pero cualquiera que oiga párrafos como este debería replantearse la autoría de muchas ideas del 98:

Era necesario distinguir la ptria apócrifa de la auténtica, buscando ésta en su realidad palpitante, para lo cual convenía, en mi sentir, hacer abstracción completa de los mil engaños que nos rodean, cerrar los oídos al bullicio de la prensa y de la tribuna, cerrar los ojos a todo este aparato decorativo y teatral, y luego darse con alma y cuarpo a la reflexión asidua y a la tenaz observación. Era preciso echar por tierra este vano catafalco de pintado lienzo, y abrir cimientos nuevos en las firmes entrañas del verdader país, para que sobre ellos se asentara la construcción de un nuevo y sólido Estado.

               Sí, son ideas del Regeneracionismo, el mismo del que ironizaba Baroja, pero no Unamuno. Quizá Baroja fuera más parecido a Manso, más descreído, más ingenuo y menos optimista que Galdós. Pero el caso es que en esta novela no dejo de pensar en él. Desde el cínife de doña Cándida (que creo que está al principio de La sensualidad pervertida) al repelente Sáinz del Bardal, pasando por fragmentos enteros que no desentonarían en absoluto en una novela de Baroja: la descripción de los flamencos del café o, sobre todo, la larga escena de las nodrizas, tratadas como animales, por las que Galdós, sorprendentemente, no parece sentir el menor aprecio. Quizá es lo único raro de la novela; raro por ser Galdós, pero normal si se toma como método naturalista. Con esa misma aprensión describirá Baroja el lumpen madrileño. Incluso esa aceptación final de la realidad que ensaya Manso es un buen modelo de cómo traducir a novela el término ataraxia.
               Pero lo que más les tuvo que atraer de Manso fue que hablara en primera persona y que fuera tan verosímil. Manso es el inadaptado, el que ama idealmente, más de lo debido, el bueno por convicción ética del que los demás abusan por convicción mundana. Manso es maestro de escuela es un país que despreciaba la educación entonces y la sigue despreciando ahora. Manso es eso que las madres nos decían cuando nos llevábamos algún disgusto por algo que a los demás les traía al fresco: es que no vales para este mundo. Pues eso, Manso no vale para este mundo y arrastra su sombra por todos los pisos del gran edificio madrileño. Me imagino a Baroja descubriendo un modo de ser, una novela en la que el héroe no es el que se queda con la chica ni el que se hace rico ni el que tiene éxito. Manso no tiene nada de los héroes de ficción: no existe, como dice nada más empezar la novela. 
               Quizá no sea su novela más redonda. Creo que para hacernos olvidar a Peña y mantener una especie de suspense teatral echó a la prosa más paladas de las necesarias, y su último agón con Manolito hace pensar que Galdós, en el fondo, no lo cree tan angelical (¿y si de veras Peña le hubiera hecho caso?). El papel de Irene queda un poco deslucido. Tarda Máximo en comprenderla, no tanto como su futura suegra, que no entiende cómo es posible que su hijo se case con una maestra de escuela ("¿Qué dirá la gente?"). Pero desde luego es una de las novelas más trascendentes. Esta sí fructificó, y de qué manera. Tanto que su brillante escuela, sus Manolitos Peñas, no solo renegaron a veces del maestro sino que, con el tiempo, alejaron esta novela de los planes de estudios. Una pena.

17.10.13

Herbario


En Teruel no dejan de pasarme cosas raras, y eso que no vivo allí. Estos tiempos atrás ya conté aquí que en Monreal del Campo, en el IES Salvador Victoria, Pedro Moreno había leído con algunos alumnos mi novelilla Otoño ruso. Ahora me acabo de enterar de lo que se trae entre manos María Jesús Pérez, del IES Segundo de Chomón, de quien también se habló aquí hace mucho tiempo a propósito de su estudio sobre la Baronía de Escriche. Este verano leí con diversos tipos de admiración un trabajo sobre grutescos barrocos en las iglesias de Levante que había organizado con unos pocos alumnos de 2º de Bachillerato. Durante el verano, en vacaciones, terminaron sus investigaciones y redactaron sus trabajos, que fueron después publicados a doble página en el Diario de Teruel. Cada alumno firmaba su artículo, serio y bien escrito, y lo ilustraba con imágenes de las pinturas bestiales que adornaban los conventos y las sacristías. Un tipo de admiración era por lo interesante que resultó esa serie con independencia de quién lo hubiese firmado, y el otro tipo de admiración era, obvio es decirlo, puramente profesional.
               Pues ahora se le ha ocurrido a esta mujer algo incluso más surrealista que los grutescos: utilizar dos folletines míos para un trabajo sobre novela histórica. Los alumnos visitarán los lugares de las novelas, se informarán con los mismos periódicos de la época que yo utilicé, sabrán cómo se forjan las flores de hierro, conocerán el estado de la medicina por aquellos tiempos y, lo mejor de todo, se inventarán sendos finales alternativos. La verdad es que María Jesús sabe el terreno que pisa. En las dos novelas (y también durante el verano, como con los alumnos) fue mi asesora particular, pero no solo en materia histórica y artística, sino, sobre todo, en materia botánica, en la que también es especialista. Ella me ayudó a encontrar el cnicus benedictus, el cardo bendito que da sentido al folletín modernista, y me avisó de que ciertas flores que yo ponía estilo Rubén Darío, fuera de lugar y de tiempo, no podían crecer ahí ni en broma. En La enfermedad sospechosa hice a Ramón, el maestro protagonista, muy aficionado a la botánica, admirador de Loscos y amigo de un monje franciscano experto en flores silvestres, de modo que María Jesús se convirtió en mi manual de referencia mientras la estuve escribiendo. O sea que sabe cómo está el paño.
               Aquellos folletines fueron flor de un día, literatura efímera, pero estos amigos herboristas me les están dando una segunda vida. Aún no se van del todo.


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