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27.10.13
15.9.13
6.11.10
Instantes en Madrid








La fotografía, como la pintura, suele dormirse en la suerte. El alarde técnico, las imágenes impactantes y la denuncias sociales tienen siempre algo de superficial, de demagógico, de escaso. Para decirlo en términos de Ramón Gaya, el arte artístico de la fotografía o las urgencias realistas del fotoperiodismo impiden muchas veces llegar no a la realidad sino a la verdad de las cosas, que no tiene por qué ser urgente ni impactante, porque la urgencia y la vistosidad esconden el camino a la belleza que llevan dentro.
Esta noche ha ocurrido una carambola interesante. Estaba leyendo la novela de Mendoza sobre el Madrid de 1936 y me daba cuenta de que la presencia muy relevante en la trama de Velázquez y sus cuadros era la que le daba la condición madrileña a la novela. Mendoza en este sentido ha sido muy astuto. La imaginería velazqueña pone al lector en el punto de vista exacto para disfrutar de la ciudad, pero sobre todo para creérsela, y así el efecto es inmediato: no se necesitan datos de calles ni minuciosas descripciones de edificios. Con una pincelada velazqueña, Mendoza mete una idea muy aproximada de la ciudad en la mente del lector; la hace, digamos, estéticamente coherente.
La lectura de Mendoza ha coincidido con otra visión de Madrid, la de Blanca Martínez, esta vez en fotografía. Y sí, aquí también está Madrid, y también hay algo velazqueño en su mirada, dicho sea, nuevamente, en términos de Ramón Gaya. Se trata de la capacidad de comprensión del objeto retratado, de la delicadeza necesaria para no juzgarlo, para contemplar lo bueno que hay en él, para entrar en él. Es esa impasible claridad que no descontextualiza sin más ni más, que humaniza y dignifica, pero no reivindica, porque eso ya es tarea del juicio que no compete al artista. El artista propone unas condiciones para el juicio, nada más, una realidad verdadera que desborda vida. De todo esto he visto en las fotos de Blanca Martínez. En ellas retrata lugares, personas y objetos, están dispuestas como una mirada que se acerca cada vez más, que se está acercando permanentemente a algo, y esa cercanía natural, sin ánimo inquisitivo, ese acompañamiento del objeto retratado es lo que da calor a las fotos, ese calor que, es verdad, se siente en Madrid. En el Madrid urbano, callejero, hay una permanente dignificación de lo humilde, unas ganas de vivir que pasan por encima de la decrepitud. De entre sus panorámicas, sus descampados que aspiran a ser parques, los escalestris en el yermo, el cemento entre los yerbajos o la ingeniería gris del secano, todas con su gracia, con su curva ennoblecedora, con su mata de cardo entrañable, me quedo con una de la ciudad, un juego de tiempos entre las piedras venerables del primer plano, los cipreses entre frailunos y afrancesados del segundo y las torres de la plaza de España reducidas por la distancia a su proporción real. Hay algo en Madrid que impide que los edificios parezcan grandes, como si estuvieran contagiados por una suavidad no aparatosa de las formas, un no ser monumental que sin embargo guarda el tiempo con toda su intensidad.
En otras fotos, la mirada busca al viandante, al individuo. Hay escenas de paso de cebra, con efectos Bacon en la muchacha que cruza, gente no anónima, preocupada, o curiosa, o en posturas o formas de andar que revelan buena parte de su intimidad, lo que verdaderamente ellos quieren ser, no lo que nosotros juzgamos que son. El ciudadano absorto, recogido en sí mismo y en la postura que mejor lo identifica, la estatua viviente, que traspasa el barro hasta encontrar el hombre, el malabarista que practica en el solar, la estatua costumbrista, realista, junto a su réplica real, verdadera. Siempre hay en estas fotos de tipos de ciudad algo que nos obliga a comprender. A veces es un perro el que hace del punki un chico sin disfraz, o la forma de poner la boca de la muchacha que se pinta los ojos en la estación de tren, concentrada en lo que está, dando lo mejor de sí misma en unas circunstancias que, otra vez, se nos invita a imaginar, pero no a juzgar.
Da la impresión de que Blanca busca el momento de perfecto equilibrio en que la mente coincide con el aspecto físico y la vida con un pedazo de calle. Es un constante compartir la realidad del otro, no hacerse cargo de ella ni mucho menos compadecerla, que es lo más antiartístico que puede haber, sino simplemente estar en ella. Cuando hablamos de mirada buena en realidad estamos refiriéndonos al troppo vero, a la mirada que parte del mismo objeto para llegar a su interior. Y así abunda, en las fotos de la Gran Vía, la ternura sorprendida entre las líneas, sin que el sol termine de velar la delicada nitidez del blanco y negro. En las filas de asientos vacíos se ve la humanidad de la curva involuntaria, de la necesaria imperfección, el desajuste de lo que está vivo. Eso dice mucho a favor de la coherencia de todas las piezas de Instantes madrileños, aunque quizá sea mejor tomarlo como una huella de la autora, la más difícil de todas, la del que no debe dejar huellas. Es entonces cuando desaparece (otra vez Ramón) eso tan tedioso del estilo, de la rúbrica impertinente, y queda un impulso, una sensación, una forma de delicadeza que no se inmiscuye en el retrato pero la abraza, la acoge, la ilumina. Esta ciudad, en efecto, es luminosa pero no restallante. Su sol es un sol tenue, aunque achicharre, un sol austero, a veces pálido, a veces como ruborizado, pero no es la blancura cruel del sur, ni tampoco la calidez coloreada del Mediterráneo. No hay contrastes duros a la luz del día, y yo creo que eso también forma parte de su estética, de su discreción visual, que aquí está perfectamente captada.
En estos escaparates que reflejan la ciudad entera, en este mirar cercano, no funciona la poética de la resignación sino de la redención. La elevación de lo sencillo a categoría estética, que es el viaje que, de ida y de vuelta, siempre tiene que estar haciendo un artista. Ese viaje Blanca lo lleva a la textura del libro viejo, las formas en que late lo olvidado, su digna vejez. Los objetos no son bellos en la medida en que están descontextualizados, encuadrados para el arte y descuadrados de la realidad; son bellos porque son objetos que, como el túnel oxidado, de madera verdosa y podrida, conservan la dignidad del principio, incluso cierta coquetería como las de las viejas ruinas que se pintan los labios, y que no dan pena sino ganas de vivir. La armonía del desecho, las formas delicadas, todavía hermosas, en que se mueren los objetos, o han sido dispuestos en un mostrador en un orden riguroso e imperfecto en el que todavía laten las manos de la dependienta. En los objetos están sus habitantes, en ese suelo de plazuela sin importancia, que parece un grabado infantil. En la silla de enea están las manos que la trenzaron y los culos que la fueron deformando, y se mantiene bella, en su madurez espartana, en sus líneas sosegadas. Quizá sea esa, en fin, la mirada madrileña, galdosiana, velazqueña, gayesca, un género en sí mismo, un modo de trabajar, la del autor in absentia, la del autor que, más bien, acompaña en el sentimiento, pero no determina. Extrae, no abstrae. Es un género este que hay quien sabe practicarlo y quien no, pero sirve para todas las épocas.
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