27.4.14

Inventario


Los lectores de Paul Auster nos sabemos su vida casi al dedillo. Sus libros de non fiction, sobre todo A salto de mata, explican al detalle sus tiempos de estudiante soñador, ese baño europeo que se dio en París antes de cumplir los treinta y que determinó, dice él, para siempre su escritura. El otro día, releyendo por enésima vez La metamorfosis para comentarla en clase, me acordaba de él constantemente, esa permanente sorpresa de lo cotidiano, que siempre es nuevo, inquietante, terrorífico incluso. Sólo con la inocencia con que abordó a Kafka, a Beckett o a Perec podía nutrirse su prosa de un aroma que lo alejaba del realismo exhaustivo norteamericano al tiempo que lo enriquecía. Para decirlo en términos flamencos, Auster es un escritor de ida y vuelta, alguien que tomó cantes europeos, los alimentó de cultura norteamericana y nos los devolvió nuevos, relucientes, originales.
            Todo eso lo sabemos por sus abundantes libros autobiográficos, y también por sus ensayos, en especial ese libro imprescindible que es El artista del hambre. ¿Hacía falta más? Informe del interior, su último libro publicado en España, es en realidad tres libros distintos, y solo el primero, el que se refiere a su infancia, nos resulta diferente, nuevo, otra vez, sobre todo por cómo se enfrenta a ella, a base de breves fragmentos, de recuerdos rescatados, de esos hilos de la memoria de los que uno estira con un esfuerzo de memoria, cuando la memoria empieza a amenazar con no hacer ya demasiados esfuerzos. Escribir sobre la infancia es más un acto de indulgencia que de sinceridad, sobre todo para aquellas personas, entre las que me incluyo, que tienen más memoria para lo malo que para lo bueno. Siempre se nos queda grabado aquello que nadie vio, que nadie supo, lo que podríamos haber borrado de nuestra vida sin que nadie se enterase, pero ahí queda, como una costra que nunca se termina de secar, en un lado invisible de nuestra persona. Auster no comete el error de reconstruir una infancia que no es más que la justificación del triunfo posterior. Sí, habla de que fue un lector precoz, y de que nadie creía que lo fuese de verdad, pero eso no le sirve para colgarse ninguna medalla sino para verse a sí mismo en la situación en la que muchos de sus lectores hemos estado, contarla con transparencia, con un esfuerzo de cercanía, ahora que ya no tiene que justificar nada. Quedan escenas íntimas: un premio de béisbol que deseó no haber conseguido, una meada en la cama durante algún campamento de verano, las orejeras que un niño se pone cuando ve que sus padres no se llevan bien, el despertar silvestre al eterno femenino, rasgos sin más dialecto propio que las circunstancias concretas, pero con un sentimiento comprensible para cualquiera que recuerde sin hipocresía qué fue de él cuando era niño.
            La segunda parte del libro es un ejercicio de estilo, la narración de dos películas, sobre todo una, El increíble hombre menguante, convertida en magnífico relato por los ojos de un niño a quien la ficción le penetra en la mente como si fuera un cuchillo de cortar la realidad. A mí me pasó con King Kong, y aún recuerdo al mono subido al Empire State con el terror de quien piensa que si ese gorila no estaba también en el tejado de mi casa era porque no le daba la gana. No es la primera vez que Auster nos cuenta una película. Incluso, en sus manos, puede hablarse de un género propio, el cine en la memoria, las imágenes en el espectador. La otra película, Soy un fugitivo, ya me interesa menos, sobre todo porque Auster apenas se aparta de la paráfrasis del guión, algo que con la primera película resulta interesantísimo, pero que en esta parece un resumen sin más.



           Baja un poco esa segunda parte, que se despeña, para mi gusto, en la tercera y última, compuesta por fragmentos de las cartas que escribió a su novia entonces y primera mujer después (Lidia Davis) cuando Auster vivía en París, en el difícil equilibrio de librarse del servicio militar y de burlar esos mismos estudios que lo alejaban de la guerra escribiendo sin parar lo que uno escribe cuando tiene veinte años: comienzos apretados, obras informes, deslumbramientos diarios, depresiones instantáneas, y una prosa, y ahí está lo malo, que aún no es Auster y sí un empacho de Samuel Beckett. Uno se pone en la piel de Lidia Davis (hija de profesores eminentes, traductora ella de la mejor literatura francesa) y casi resulta más interesante la paciencia que algunas mujeres han tenido con las pedorreras mentales de sus novios escritores que lo que Auster escribe en páginas húmedas de fiebre, en esa época en la que cualquier letraherido, aunque no sea Paul Auster, siente la obligación de vivir la vida que ya vivió en las páginas de sus escritories más queridos, esa bohemia necesaria que a la larga no deja más que el recuerdo de la resaca. Al joven siempre le parece importante cualquier tontería, las ganas de escribir van más deprisa que su imaginación y, sobre todo, mucho más deprisa que sus lecturas. Alguien debería decirle al joven escritor que debe leer mucho, infinitamente más de lo que escriba, y que debe tirar mucho, casi todo lo que escriba. Pero ningún joven está dispuesto a aceptar una cosa así. Se necesitaría un régimen carcelario, un alcaide ominoso que nos examinase de toda la literatura que hay que leer antes de escribir Érase una vez. Los estudios universitarios de literatura están viciados desde su origen por su punto de llegada: la crítica. Cuando yo era estudiante, la gente de Hispánicas se sabía el manual de Historia y crítica de memoria, pero no encontraba tiempo de leer pacientemente los cien libros imprescindibles para saber en qué consiste la literatura.
            Pero bueno, no nos despeñemos también nosotros. Hay, de todas formas, un par de lugares en esta tercera parte del libro que me han llamado la atención. Uno no lo sabía, o no me acordaba: el extraordinario apoyo que le prestó su río Allen Mandelbaum, que no era un tío cualquiera: traductor de Virgilio, Dante, Homero, Ovidio, Ungaretti, Quasimodo, etc., etc., “sin duda el intelecto más brillante y apasionado que has conocido jamás”, según aclara en nota al pie, en segunda persona, como todo el libro, rasgo no menor del estilo porque es una de las pocas veces en que la segunda persona narrativa no se me ha hecho pesada. Cela la utilizó para dotar de agresividad (de más agresividad) a San Camilo 36, y desde entonces todos los ejemplos que recuerdo, como uno penoso de Juan Goytisolo en sus memorias, me parecen fuegos de artificio, el juego mentiroso de mirarse al espejo y acusarse, generalmente, de ser maravilloso. La sinceridad requiere transparencia, y ese era retórica vacía, opacidad. Aquí no lo es, desde luego, y quizá incluso se echa en falta en las cartas de la tercera parte, escritas, menos mal (pensemos en la novia) en primera persona.
            Digo que el tío aquel, Allen Mandelbaum, debió de ser el alcaide que todo escritor joven necesita, y la novia una buena estudiante que se va cansando un poco (no lo sabemos, son conjeturas mías) de un tipo que tiene a toda su familia detrás de él para que sea un buen escritor y él se empeña en jugar al malditismo parisino. Así formulado parece un buen tema de novela, pero en estas cartas fragmentarias no es más que un asunto menor, porque lo principal es esa metaliteratura de la que enferman los letraheridos, el hecho, no de escribir, sino de ser un escritor. El alcaide de mi escuela ideal obligaría a escribir todos los días una página, una miserable página, y todos los días la tiraría a la basura, y obligaría a escribir de memoria la misma página, una y otra vez, hasta que ya no pudiera podar nada de la memoria sin riesgo de destruir el sentido, cualquier sentido. El escritor debe ser cruel con su propia obra, no temblarle jamás la mano en quitarle lo que sobra, que muchas veces es todo. Y Auster siempre ha demostrado ser así de implacable con la poda. En algún libro suyo, seguramente en el primer libro de poemas suyo que se tradujo, Desapariciones, leí que había llegado a la novela a partir del núcleo duro de la poesía, como si escribir fuese ir agregando elementos a una estructura demasiado frágil como para no sobrecargarse con cualquier pleonasmo y venirse abajo. Desapariciones me gustó mucho cuando lo leí, y ahora me doy cuenta de que son poemas escritos en su mayoría en la época de la que hablan estas cartas que escribió a su novia, en las que, con una caballerosidad elemental por su parte, nunca roza siquiera las cuestiones sentimentales.
            El otro fragmento que me llamó la atención tiene que ver con la carta más larga de todas:  “Últimamente me encanta escribir a máquina… Menos vacilación, mayor fluidez, ejecución más rápida, que, a pesar de la mediación mecánica, parece aproximarse a la inmediatez de mis pensamientos”. Supongo que a algún estudiante de literatura norteamericana ya se le habrá ocurrido el tema para un trabajo: la diferencia, muy notoria, que hay entre esta carta larga y las otras breves (o fragmentadas) escritas a mano. Es otro escritor, o bien es ya el escritor, el poeta que ha tomado impulso en el carro de la máquina de escribir para volar hasta los confines de la novela. El fraseo se alarga, se flexibiliza. Con más frecuencia que en las cartas encontramos la construcción preferida de Auster, las cláusulas concesivas y condicionales antepuestas y construidas con sugerentes locuciones conjuntivas, lo que le da una sinuosidad muy característica, al tiempo que ese peculiar punto de vista de Auster, que siempre se toma en serio a sus personajes, los comprende, se acurruca junto a ellos, los describe como tapándolos de la intemperie, con esa pietas de la que quizá le habló su tío, mientras traducía a Virgilio.
            Así que esta tercera parte, que es la que menos me gusta, resultará para el crítico la más interesante, y no solo por la diferencia entre escribir a mano o a máquina sino con respecto al grado de máxima madurez de su prosa, que yo encuentro, más incluso que en las hermosas ráfagas de infancia, en el relato de El increíble hombre menguante, donde leo al Auster que más me gusta, al que me atrapó en La música del azar y me pareció magistral en El palacio de la luna y, sobre todo, en Leviatán. No es que esas cartas a Lidia Davis me interesen poco porque están peor escritas sino porque es el material sobrante, los retales, la lata de galletas con las fotos, aquello que no se explica por sí mismo sino solo si detrás tiene una obra contundente que lo justifique, como es el caso. El Auster que huye hacia la literatura son papeles de un amigo conocido. Muchos fragmentos de la primera parte, en cambio, son el Auster que vive en la literatura desde hace muchos años, y con otra esposa.

Paul Auster, Informe del interior, Anagrama, 2013, 328 pp.

23.4.14

Postales


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20.4.14

Obesidad



   Después de leer el petardo de La noche de los tiempos (“demasiado arroz para tan poco pollo”, en palabras exactas de Marcelo Cortés), tomé la decisión de no volver a perder el tiempo leyendo un libro de Muñoz Molina. Pero lo he perdido, esta vez para sobrellevar el tedio del avión, leyendo Ventanas de Manhattan, que terminé porque el viaje es muy largo y no había metido otro libro en el equipaje de mano. Puesto que iba a visitar la Meca de Occidente, a donde, como es sabido, la Cristiandad entera peregrina para comprar calzoncillos de Calvin Klein, me tomé su lectura como una guía para peatones, más sugestiva, en principio, que aquellas otras que se limitan a dar corporeidad (y olor, y frío) a lo que uno ya conoce o puede conocer casi al milímetro con solo apretar un botón. Y resultó lo que uno podía esperar: un brillante ejercicio de estilo, como también dijo Marcelo Cortés, pero al fin un monótono rimero de artículos sobrecargados de palabras, y vacíos, como es norma, de cualquier brizna de imaginación, de ingenio o de sentido del humor.
   Lo primero no es reprochable porque se trata de un ejercicio autobiográfico, y además es la causa por la que decidí leerlo, desde el momento en que Ardor guerrero me parece, con bastante diferencia, el mejor libro que ha escrito. Aquella novela (aquello sí era una novela, y no tenía nada ficticio) era un ejercicio muy audaz: Muñoz Molina escogió el tema del que todo el mundo huye, las batallas de la mili, y no solo no se apartó de la cruda realidad sino que consiguió un libro terso e intenso, no muy atacado de palabras, como si el autor aún no hubiera empezado a engordar de premios y nombramientos, y en el que el ritmo mantenido en un mismo nivel de intensidad aún no era insoportable monotonía. Sigo recomendando ese libro, pero los anteriores me parecen inflados, pesados, con esa pseudoimaginación cinematográfica que tanto ha dado de comer a escritores sin inventiva, y los posteriores me recuerdan las palabras que una arrobada Marina Castaño dedicó en público a su monumental esposo: “Qué bien escribes, Camilo”. Pues eso, qué bien escribes, Muñoz Molina, pero qué pesado eres, qué repetitivo. La prosa de mecanógrafo veloz de sus primeros libros se ha cargado de espaldas, es como ese sonido invariable que se oye cuando sube o baja la presión, no sé, y se te taponan los oídos, o cuando duermes en un hotel barato y el ruido del aire acondicionado en la ventana no deja de sonar. De hecho es prosa de sordo, pero no en el sentido que empleamos para la prosa que no sabe captar la música y el ritmo del lenguaje, porque eso M2, como lo llamaba Cela, lo sabe hacer, sino en el de que no varía ni intercala ni estructura ni compone una narración, sea o no ficticia. Digamos que MM domina como pocos la elocución, pero solo un tipo de elocución, únicamente un tono y una voz, y desde luego no sabe mantener las proporciones de la invención, el acopio de materiales, ni mucho menos disponerla, o más bien confía en que sea ella misma y el azar de lo que se le vaya ocurriendo la que arme un libro como armaba el editor los libros de Pla. En el caso de Ventanas de Manhattan la excusa la repite unas cuantas veces, una de ellas a propósito de La señora Dalloway, la novela de Virginia Woolf que relata exhaustivamente todas las horas de un día, una cacería de momentos que, como también repite una y otra vez, Muñoz Molina intenta capturar con un cuaderno de tapas verdes y un rotulador muy fino. Así que la cosa es que MM pasea por Manhattan como si fuese un fotógrafo sin cámara, anotando hasta el último detalle de lo que en ese momento está observando. Y así le salen, uno detrás de otro, brillantes ejercicios de anotación, sobre todo de gente pobre, de la mucha gente pobre que hay en Nueva York, pero arrojados a un grado irreversible de miseria, esa desgracia que mata el alma y corrompe el cuerpo lentamente, y huele mal. Muñoz Molina se fija obsesivamente en mendigos locos y borrachos, en ancianas hediondas y bolsas de basura, de las que nos detalla cada pliegue de las latas arrugadas y cada textura de las casi infinitas formas de mierda que empastran la ciudad de Nueva York. En la memoria se me quedó una larguísima descripción de un tipo que tocaba la batería con cubos de plástico de la basura y varillas de paraguas viejos, muy impactante, pero el resto de olores nauseabundos se me mezclan en la memoria y no definen bien el verdadero olor nauseabundo que hay en aquella ciudad, olor a aceitazo requemado, a boñigas industriales, a enfermo de aerofagia, a fósil de ácaro, a moquetas insalubres, a mucha higiene corporal y ninguna higiene urbana. Muñoz Molina rellena esos capítulos sobre la mugre y la miseria y los carga de palabras tan brillantes como innecesarias, aunque en este sentido procede con extrema coherencia porque no hay mejor manera de describir el hacinamiento caótico de objetos inservibles que enumerarlos uno por uno. 
   Otra parte del libro, otro tipo de capítulos barajados, se refiere a los salones y las personas, a los museos y a los apellidos. Habla de un prestigioso cirujano, de un atento diplomático, de un famoso escultor, de un popular actor y de un profesor de escuela secundaria que a MM le resulta admirable porque, pudiendo aspirar a un destino mucho más importante, se conforma con ese humilde trabajo. Hay dos esbozos que están bien y que a un novelista de verdad le habrían dado para un libro entero, el de los dos jubilados que enseñan castellano como voluntarios en un piso del Flat Iron, el primer y más hermoso rascacielos de Manhattan, el de la portada del libro, una elección en la que le alabo el gusto. Pero los demás retratos, salvo el del profesor, son retratos de cóctel, de periodista de posibles, en salones perfumados, en estudios de artista, en apartamentos caros, en el mundo al que Zapatero mandó a MM como concesión graciosa, y en el que, en un alarde de sinceridad que no lo deja bien ni a él ni a Zapatero, MM se jacta de haber hecho el zángano y de aprovechar la encomienda para pasearse por la Gran Manzana. Quizá sea este libro lo que MM dio a cambio a Zapatero. A él, al menos, le gustaría.
   Nada de eso es reprochable desde un punto de vista estrictamente literario, pero me irrita que un individuo al que han enviado a Nueva York como representación de nuestro idioma hable de España con sistemático desprecio, y dé la sensación de que cada vez que olfatea por la calle a los “ruidosos españoles” (eso es mentira) se suba las solapas del abrigo y se cambie de acera. Hay un paletismo atávico en MM que le lleva a babear con cosas que si las viera en España le producirían bochorno. Se empeña en ver, o en hacer ver, el mundo de sesión de tarde que soñó de muchacho, como si fuera verdad, y por eso hay otra tediosa sección, acaso la más brillante, compuesta por descripciones minuciosas de piezas de jazz; brillante pero gratuita, porque ya Cortázar nos enseñó que la descripción de una pieza de jazz admite cualquier metáfora. MM describe el jazz como si aún se pudiese fumar en los garitos, y a cantantes que más que a Billy Holliday nos recuerdan a Manolita Chen.
   Por lo demás, el libro tiene, por así decir, en medio del vertedero de pleonasmos, dos focos narrativos que podrían haber iluminado la novela entera pero se quedan en sus capítulos correspondientes. Uno es el 11-M, que al parecer MM vivió en situ y del que nos da noticia de todas las motas de polvo que generaron las torres en su caída, de todas las banderas que desplegaron al día siguiente los ciudadanos y de todas las calles de nombre novelesco que atravesó sin enterarse de lo que ocurría. Otro es el inevitable capítulo sentimental, cuando se encontró con su amante en Nueva York y el pianista se llamaba Sam. Desde que leí aquella bochornosa descripción de su primer matrimonio en El dueño del secreto (uno puede cometer errores, pero no hacérselos pagar a nadie), las páginas sentimentales de MM siempre me han producido un poco de vergüenza ajena. Aquí la amante (se conoce que su actual esposa) se disfraza de mujer desnuda pintada por Hopper, con el pelo rojo (teñido).
   En todo caso, a lo que yo iba es a si la novela sirve para hacerse una idea cabal de Manhattan, y es posible que así sea para gente como él, paseantes que no hablan nunca con nadie que no sea un prestigioso dignatario, pero no, en absoluto, la que me he hecho yo. Eso sí, le tengo que agradecer que hablase de la Frick Collection, un museo que me impresionó pero tampoco, en absoluto, por lo mismo que le impresionó a él. 
   Para la vuelta ya me traje una preciosa edición deluxe de The New York Trilogy, que habría disfrutado más de no tener a mi lado a dos franceses imbéciles, niñatos malcriados, borrachos del vino que sin cesar les servían las azafatas de Iberia, que me obligaron a escuchar la música demasiado alta como para concentrarme a mi gusto en el terso e intenso, ese sí, inglés del gran Paul Auster. 

9.4.14

El oficio del funambulista


La revista Turia, en su edición digital, publica El oficio del funambulista, artículo de Pedro Moreno sobre mis novelas por entregas.

3.4.14

Los del bronce

            
Volvemos, después de unas cuantas novelas cincuentonas, a los primeros años, a 1905, con un Baroja exultante que un año antes había dado a luz su gran trilogía La lucha por la vida, la que lo consagró como escritor. Tiene, entonces, 32 años, los mismos que el protagonista de La feria de los discretos, Quintín, cuando acaba la novela, que transcurre toda ella en la edad taurina de los 25. En esos seis años (Baroja cumple los años en diciembre, por eso siempre parece que uno haya sumado mal) Quintín ya no es el romántico byroniano decidido a hacerse rico gracias a la impostura, sino un hombre con “el corazón vacío” que marcha “hacia el spleen”. Es decir, que la novela, que transcurre en Córdoba hacia 1868, está compuesta con el espíritu romántico de un hombre moderno. En esos seis años hay metida mucha literatura.
            Uno tiende a imaginar que después del esfuerzo realista le apetecía regocijarse un poco de literatura folletinesca, un ir y venir que había comenzado con la trilogía vasca y que duraría toda su carrera. De la rama folletinesca colgarían las novelas históricas, y de la realista las contemporáneas. El Mayorazgo de Labraz es un novelón romántico, y La busca, a pesar de que el oficio del folletín queda patente,  es novela de un testigo de su tiempo, no de un lector de folletines. Y así resulta que unas, las contemporáneas, aún aspiran a ser un trozo de vida, en tanto que las otras, las históricas, son un trozo de literatura, que manejan a su antojo elementos clásicos y añaden sorprendentes invenciones, en este caso labradas en La lucha por la vida; por ejemplo una, cuando Quintín conoce a la banda de Pacheco, que suena muy cercana a esas escenas de hampones que borda Eduardo Mendoza, desde el final de Una comedia ligera al bandido de El año del diluvio, que, si no recuerdo mal, se llamaba Mierdafrita. Los dos beben de la misma fuente: estas largas y tumultuosas conversaciones entre la gente del bronce suenan, naturalmente, a la banda de Fagin, pero es extraordinario cómo se sostienen sin apenas argumento, algo, lo que podríamos llamar los diálogos semovientes , que ya me sorprendió hace mucho en Mala hierba, y me pareció, como me ha parecido aquí, de lo más moderno.
            Quintín es un joven de 24 años que vuelve a su Córdoba natal desde Inglaterra, de recibir una educación selecta y, suponemos, leer mucho a Dickens. Su familia lo recibe con la frialdad con que en los folletines se recibe a los hijos ilegítimos cuando vuelven de estudiar en Inglaterra. Aquí Baroja tira de determinismo folletinesco, o sea de tal palo tal astilla, y explica la frialdad acudiendo a una historia romántica: el padre de Quintín fue hijo disoluto de una familia noble, el don Juan que huye de sus acreedores, se refugia en una venta y seduce a la dueña, y escapa por la ventana pero entre la luna verdosa de los olivares cae abatido por las balas. La ventera, Fuensanta, pare a Quintín y casa con un comerciante serio y trabajador, hijo a su vez de un randa que sin embargo fue reformado a tiempo por la madre de Quintín, lo que quiere decir que a veces las mujeres enderezan el destino de los héroes naturalistas.
            A Quintín, en cambio, no lo ha enderezado nadie. Es el joven desbocado que vive a tumba abierta, pero también que es consciente de que lo hace. En cierto modo la modernidad es un romanticismo premeditado, manierista, no un ser héroe sino hacer lo que hacen los héroes, pero contado con un dominio de lo trepidante propio de los mejores productos originales. El propio Quintín se lo dice a sí mismo: “Tú vencerás, Quintín, tú vencerás –se dijo alegremente-. ¿Qué deseas tú? Vivir bien, tener una hermosa casa, no trabajar. ¿Acaso esto es un crimen? Y si fuera un crimen, ¿qué? No le llevan a uno por eso a la cárcel. No. Tú eres un buen beocio, un buen cerdo de la piara de Epicuro. Tú no has nacido para viles menesteres de comerciante. Finge un poco, hijo mío, finge un poco; ¿por qué no? afortunadamente para ti, eres un gran farsante”.
            Y su farsa consiste en bajar al fango, rodearse de indeseables de divertido nombre, en cuyas vidas de truhán Baroja se engolfa y saca páginas extraordinarias, pero no con la mirada agria de La Busca sino con esa especie de redención barojiana que es como la redención cervantina: los malos que acaban cayendo simpáticos. Es el caso de Pacheco, el bandido bueno, el hombre de palabra, el idealista primitivo que quiere armar él solo la revolución. Quintín urde un plan para hacerse rico aprovechándose de Pacheco, es decir, llevando el riesgo al límite, porque el bandido es noble, pero no admite traiciones. La escena cumbre de la novela es el secuestro de La Aceitunera,  la mujer con la que vive el aristócrata del que se supone que desciende Quintín, una marquesa que suponemos caprichosa y emperifollada, sibilina y despiadada, y que cuando aparece por la novela es el retrato mismo de Isabel II, una mujer ocurrente, salada, vividora, que sabe dominar a los poderosos y atraerse a los desheredados, como en la escena del cortijo donde celebran eso que por esta parte llamamos bureo, con apagón de velas incluido.
La Aceitunera  es, con Pacheco, la gran sorpresa entre los personajes, porque el erudito de provincias, don Gil (muy, al principio, en el tono del Satur aquel de Clarín, aunque luego vuela), o la pareja de hermanas, Remedios y Rosario, a la que habría que inscribir en el censo de parejas de personajes femeninos que se complementan: la buena y la lista, la sosegada y la desenvuelta, la doméstica y la silvestre, nos resultan personajes conocidos. Ya no es nada romántico que al final Quintín decida no redimirse a sí mismo, y por una vez tiene un comportamiento noble: avisar a Rosario de que no es un hombre de fiar, y seguir su senda de hombre de acción, algo que se repite varias veces en el libro y que ayuda a ver en Quintín un antecedente de Aviraneta y sobre todo de César Moncada. Lo que en Quintín es cinismo decadente, en Aviraneta ya será misantropía, pero a ambos les mueve parecido romanticismo. Con Moncada comparte esa ambición un poco enloquecida, esa enfermiza valentía.
El frescor que uno siente al volver a estas historias tan desenfadadas, con personajes llenos de literatura, sin obligación de ser serios al leer, también lo produce una mayor presencia de la descripción que en, por ejemplo, los últimos tomos de Aviraneta. Volvemos al Baroja entusiasmado con el vocabulario:

Se prepararon los arrieros para comer. La Temeraria tomó uno de los candiles negros por la tizne de la tabla de la chimenea, lo encendió, y viendo que no alumbraba bien, sacó una horquilla del pelo, la clavó en la mecha del candil para despabilarlo y airear la torcida, y hecho esto lo sujetó con la uña del garabato en una viga saliente de la pared.

Reconozco mi debilidad por estos pasajes.  El amor a la palabra por sí misma, enjaezada de ritmo, no de adjetivos, es la verdadera clave de su prosa. Y es lo mismo en la descripción de alguien en movimiento que en la de un paisaje:

Recorrieron el huerto abandonado; una alfombra espesa de lampazos y beleños, de digitales y de ortigas cubría el suelo. En medio, rodeado de un círculo de arrayanes amarillos, se levantaba un cenador con una puerta podrida; dentro de él se advertían en las paredes restos de pintura y de dorado. En la vieja tapia se enredaban las hiedras. Envuelta en su follaje negruzco y adosada a la pared se adivinaba una fuente con una cabeza de Medusa, por cuya boca, de un caño roñoso, salía un hilo cristalino que caía sonoro sobre el pilón cuadrado, lleno de agua hasta los bordes. Había para subir a la fuente dos anchos escalones musgosos, y los hierbajos y las higueras silvestres nacían en las junturas, levantando las losas. Entre las hierbas brotaba un pedestal de mármol, y un naranjo silvestre, con sus frutos pequeños y rojos, parecía salpicado de sangre.

¿Alguien ha visto una metáfora? Aparte del “salpicado de sangre”, ¿alguien ha encontrado alguna comparación? Y, sin embargo, ¿alguien duda de que se trata de un petit poéme? Hemos sobrevalorado las metáforas. O más bien las hemos confundido con las imágines. Virgilio describía con exactitud escenas de la naturaleza que eran hondas metáforas, pero no hacía retruécanos. La vanguardia instaló una dictadura del retruécano gratuito que afectó, y de qué modo, a la prosa, así que esta limpidez, esta tersura, esta perfección en el dominio del ritmo y del lenguaje nos parecen la única poética que merece la pena. Baroja, a los 32 años, ya llevaba años dominándola, pero se nota que entre El Mayorazgo de Labraz y La feria de los discretos ya han pasado Fernando y Manuel, los paisajes del 98 y los arrabales de Madrid. El folletín vasco era de prosa más desparramada, más grandilocuente y recargada de influencias, pero esta pieza cordobesa es, en parte, como los cuadros que su amigo Darío de Regoyos pintaría en el viaje que ambos hicieron a Córdoba, y del que salió la novela.
            Se ha dicho, por cierto, que La feria de los discretos es algo así como un pastiche de la literatura regionalista, o del romanticismo a lo Irving, e incluso he leído por ahí que en Córdoba hay eruditos que la toman como la típica imagen de la Andalucía de hamaca y de guitarra. En absoluto. Decir que María Lucena, la amante bailarina de Quintín, es un topicazo folklórico es tan estúpido como decirlo de María Coral, otra vez Mendoza. Aunque solo sea por las magníficas descripciones de Córdoba y alrededores, ya deberían mirar en Córdoba esta novela con más afecto que miran en Zaragoza la que les dedicó Galdós. Allí sí que los llamó brutos, allí.
            Quizá esa crítica facilona sea un lugar común como otros muchos sobre Baroja, nacidos de leer tan solo las primeras páginas, los libros por encima, la plantilla folletinesca del principio, no las curvas que vienen después, sorprendentes para el lector y, se nota, y para bien, que también para el autor, que incluso interviene, en forma de señor de barba negra, un tal Escobedo, para insistir en la juerga literaria que se está corriendo con la gente del bronce, y el poco afecto que le inspiran quienes viven más allá de sus novelas.

            

23.3.14

Rectificación

 

        En efecto, en Las veleidades de la fortuna se le había quedado a Baroja una historia sin narrar, precisamente esta, Los amores tardíos, breve, intensa y hermosa novela en la que las circunstancias vuelven a la misma situación que en la anterior entrega, con Pepita desairada por su marido, Fernando, que se ha vuelto a liar con la holandesa, y con Larrañaga, de anfitrión en Rotterdam, que ya no puede escaquearse más de sus obligaciones novelescas.
            La trilogía me sigue trayendo curiosas coincidencias cervantinas. Da la sensación de que Baroja, tras terminar Las veleidades de la fortuna, hizo examen de conciencia y se dio cuenta de que le había cometido algún que otro exceso. Baroja era en esa novela un curioso impertinente que no nos dejaba ver lo que tenía que pasar entre Pepita y Larrañaga, y había una considerable desproporción entre narración y artículo remetido. Así que el autor decidió no desparramar, dejarse de opiniones de café y desde luego no incurrir otra vez en ese truco que consistía en narrar como si nada lo que tenía que ser profusamente dialogado. Aquí hablan los que tienen que hablar y, sobre todo, de lo que tienen que hablar. Pepita ya no escucha como una pava, a ver si el primo se deja de maximalismos retóricos y se atreve. Esa novela anterior no solo era la historia de un amante medroso, sino la de un escritor que no quería meterse en figuras. Esta no. En esta, también muy cervantinamente, los personajes vuelven a la venta/hotel de Rotterdam, donde empezó la cosa, y allí, en ese escenario de vestíbulos y humos de puerto y nieblas de mar, Baroja demuestra a los críticos (o incluso a sí mismo) que habrá perdido energías para vivir, pero no para imaginar. Cabría decir incluso que Los amores tardíos tiene ese atractivo añadido, el de la reacción orgullosa del novelista, un dejar claro que si escribe de esa manera tan cuestionable como en Las veleidades no es porque haya perdido facultades sino porque le da la gana, y para demostrarlo ahí está esta estupenda otra novela, que se lee en un suspiro.
            La novela es la crónica de un sentimiento, el del cincuentón que se resiste a amar porque sabe que saldrá escaldado, y a pesar de todo se entrega, y es dichoso, y acaba escaldado. Pero también es la novela de la mujer que consigue lo que llevaba pretendiendo toda la novela anterior, vengarse de su marido, que sigue ausente con la holandesa rolliza, y lo que más a mano tiene es a su primo, de quien, sin embargo, sabe enamorarse, sabe olvidarse de su marido y anularlo, sabe salir del sentimiento que provoca el dolor, unos celos que la comen viva y que sin embargo reclama también de Larrañaga para sentirse más querida. Pepita deja de ser la que escucha y sonríe y suelta picardías, desde luego nada que ver con la marimandona de El gran torbellino del mundo, porque ahora ya es un personaje amado también por el autor. Baroja comprende a Pepita y eso eleva el rango de su personaje, lo hace más complejo, más cercano, y sobre todo más claro, porque Pepita representa la voluntad de amar. Cuando dice que desprecia a su marido es verdad, ha logrado sentirlo porque quería sentirlo, y esa es su principal diferencia con respecto a Larrañaga: a él se lo llevan los sentimientos, y por eso intenta protegerse de ellos, pero Pepita acude a ellos, y los abandona cuando le da la gana. La separación, en cambio, que ya sabemos desde antes de que empezara la trilogía, y que en esta tercera parte adquiere una vibrante condición dramática, no se produce por esa diferencia radical de caracteres, sino por otro tipo de cobardía y otra clase de sumisión. Pepita se vuelve a poner el anillo de casada poco menos que porque se lo ordena su padre, pero antes, muy teatralmente, a Larrañaga se le brinda la última oportunidad.
            Esa escena es tremenda. A Pepita ya se le ha acabado el juego y la venganza y lo que le queda ya solo es sentimiento. Están los dos en la venta de Rotterdam. Su hermana Soledad ha sido también rehabilitada como personaje, y protagoniza una deliciosa historia secundaria. Pepita, “exuberante y turbulenta”, sabe que ha llegado al momento de la decisión final, y que el limbo amoroso, esa arcadia de nieblas y barcazas, exige volver a la despejada realidad, aunque sea en Bilbao. Entonces escribe a su padre una carta en la que le cuenta lo que le hace el capullo del marido y, se supone, el amor que siente por Larrañaga, que también es empleado de ese ominoso padre que no aparece nunca pero lo maneja todo. Pepita le da la carta al ama de llaves, la señora Grebber, pero esta señora, en la más pura tradición del criado servil, se la entrega a Larrañaga. Larrañaga es un caballero, y no la abre. Pepita, cuando se entera de que la criada interceptó la misiva, le pide a Larrañaga que la abra y la lea, que violente las normas, que falte al respeto, que le demuestre que la quiere haciéndole la canallada de leer sus cartas íntimas. Larrañaga se resiste y Pepita hace pedazos la carta y la relación, y la tira por la ventana para que los trozos vuelen por encima de los tejados de Rotterdam.
            El broche final es precioso. Su regreso a la aldea vasca, con la geórgica correspondiente, a esperar una señal para saber si Pepita sigue atreviéndose, su conversación postrera con el jesuita amigo de la infancia, escueta, medida, dolorosa, hacen de esta novela una de las más acabadas de Baroja, precisamente porque Baroja no cuenta más que esto. No hay nada más aparte de él y Pepita. Rotterdam no es un sitio donde buscar librerías de viejo sino donde pasearse con su amada. No aparecen personajes como setas que dicen algo y se van, y si aparece alguno, como es el caso del joven marinero ruso, es un personaje extraordinario que en ningún momento se entromete ni dilata la historia de amor que noveló Baroja; todo lo contrario: la explica, la enriquece.
            Este ruso protagoniza otro gran hallazgo narrativo, porque se trata de un Baroja joven, de un Luis Murguía de San Petersburgo. Trabaja en uno de los barcos de la naviera familiar, la del padre de Pepita, de la que Larrañaga cobra. Los marineros no lo quieren porque se pasa la vida leyendo y no participa de las costumbres marineras. Cuando lo echan, Larrañaga se apiada de él, pero no hace nada. El que sí hace es don Cosme, un empleado patológicamente bondadoso, que lo recoge y se lo lleva a su casa, algo que Larrañaga, en el fondo buen burgués, le critica por incauto, por buenazo, por ignorante. Pero este ruso, Nicolás Barssof, resulta ser otra alma pura, como de una raza que solo se reconoce entre sus miembros, razón por la que Soledad se enamora de él. Baroja procede con esta histora secundaria a una rehabilitación completa, como decíamos, del personaje de Soledad, que en la anterior novela había abandonado, y de paso fija el modelo de lo que es un amor limpio, sin miedos ni venganzas, sin nostalgias ni rencores, sin cálculos ni tempestades. Él está metido hasta el cuello en una historia que no supo controlar y que en el fondo, comparada con la del ruso y Soledad, le parece incluso insana, por más que los arrebatos de Pepita sean del todo naturales. Su historia sana fue la que, paradójicamente, tuvo con Nelly en El gran torbellino del mundo, que tampoco fue lo pura que es ahora la del ruso y Soledad.
            Es fascinante el juego de espejismos y subtextos (perdón) que hay en esta novela. Larrañaga es aquel Luis Murguía de La sensualidad pervertida, pero Baroja ya ha leído a Proust. En Las veleidades ya me llamó la atención que se citase a Proust un par de veces, siempre en el tono desdeñoso que cabría imaginar, pero aquí vemos a Baroja discurrir sobre los “celos retrospectivos” que siente Larrañaga por un novio inglés que tuvo Pepita. Y ese hurgar en los sentimientos, en sus motivaciones, sus claudicaciones, sus pequeños éxitos, sus gestos, sus colores, sus aguas claras y sus aguas turbias, ese colmo del petrarquismo que significó Proust tiene en este libro su traducción al mundo barojiano. En ninguna otra novela de Baroja me he encontrado semejante intensidad, tal minuciosidad a la hora de escrutar los más leves cambios de temperatura del amor. Me acordaba leyéndola, curiosamente, de Álvaro Pombo, tan lejos de Baroja, pero tan amigo de esa especulación sentimental.
            Y luego está la prosa, claro. Cada capítulo sigue presidido por un fragmento del tal Joe, el supuesto autor, donde Baroja aprovecha para llevar la novela al terreno de la poesía. Y ahí encontramos espléndidas acuarelas de la campiña holandesa (la del campo de Harlem parece pintada por Van Gogh), o reflexiones macabras, llenas de latines (el célebre “vulnerat omnes, ultima necat”), o aforismos cenizos, o lamentaciones amorosas. Todo lo que no es la historia, el asunto, la trama, está encapsulado en esos breves párrafos, generalmente reflexivos, casi siempre emocionados. En esta novela solo hay esta novela. Baroja no regatea ni remete y divaga. Más que especular, hace un constante, admirable ejercicio de comprensión, y la prosa, intensa, fibrosa, no se remansa un momento, crece dramáticamente y con solo nombrar emociona.
            “Lo que puede haber de experiencia vital de Baroja en esta parte quedó oculto para sus más íntimos”, dice Julio Caro. “Pero en el análisis de los sentimientos amorosos de sus primas, no solo Pepita, sino también soledad, no cabe duda que recogió profundas confidencias femeninas”. Es verdad, lo mejor de esta novela es su impresión de verdad. No es Baroja opinando de mujeres, son las mujeres mismas, vistas desde ellas y sus motivos y lo inútil de juzgarlos. Pepita se explica y crece en múltiples facetas que la hacen adorable y peligrosa. Baroja tira de estilo indirecto libre para instalarse en el corazón de las mujeres, al viejo estilo, y el resultado es que el viejo estilo sigue estando vigente. A lo mejor me acordaba de Pombo por eso.
            Esta novela tendría el lugar altísimo que se merece en la obra de Baroja si se traicionase a su autor. Así son las cosas. Si un editor le quitase a El gran torbellino del mundo sus primeras cincuenta páginas y le añadiese Los amores tardíos prescindiendo casi por completo de Las veleidades de la fortuna, el resultado sería una de las mejores novelas de Pío Baroja. Así, después de disfrutar de la primera te tienes que tragar los excesos opinatorios de la segunda para llegar a esta espléndida tercera, que a su vez necesita de la primera para cobrar sentido.
            Los barojianos dirán que eso es un sacrilegio, que Baroja es así, y yo diré que sí, que es verdad, que es muy barojiano, de un Baroja muy tardío, eso de meter una guía turística y unos cuantos artículos inflamados y hacerlo pasar por novela, pero también que, si hubiera prescindido de lo que sobraba, ahora Los amores tardíos tendría el prestigio de La sensualidad pervertida, si no más.

20.3.14

Demasiada cháchara


No es la primera vez que voy buscando continuidad dramática después de una extraordinaria primera entrega y me encuentro con que estructuralmente la novela vuelve a empezar. Me quejé un poco del comienzo de El gran torbellino del mundo porque Baroja hilaba una conversación de cincuenta páginas antes de que la novela cogiese altura. El final de esa novela me llenó de expectativas para la siguiente, Las veleidades de la fortuna, porque la historia estaba en su punto, con Larrañaga herido por la muerte de Nelly, es decir, salido del sueño metaliterario, y en puertas de reencontrarse con sus primas, Pepita y Soledad, con las que ya en aquel prólogo se atisbaba un poco de lío. Por cierto que ese sueño de amores extranjeros (todos los amores extranjeros acaban pareciendo un sueño) se menciona como verdadero en la siguiente novela, igual que, en el Quijote, Marcela no es menos verdadera porque la vean los rudos pastores que habían contado su historia como algo entre real y legendario.
            El caso es que esta nueva entrega no aprovecha el clímax dramático, no arranca con las opiniones ya dichas y muchas cosas personales que pensar y que decirse, sino con la habitual galería de médicos, poetas, anticuarios y ornitólogos que forman la fauna barojiana, una troupe de figurantes con los que Baroja parece que calienta motores. Digamos que, antes de entrar nuevamente en faena, el diestro se aleja de la historia, reposa la lidia, se abaniquea, y poco a poco, sin que se dejen de tocar las zapatillas, avanza al encuentro del relato, lanzándole de vez en cuando un grito, un cabo, un apunte, una coquetería de Paquita, una conducta intolerable de Fernando, su esposo, al que Baroja quiere quitarse de en medio para liarse con su prima.
            El tal Fernando es un sujeto detestable. Quiero decir que está ahí puesto para que el lector lo deteste y de ese modo comprenda, anime incluso el flirt de los dos primos. Soledad informa, en un diálogo que más bien parece un interrogatorio, de que el Fernando ese se lió sin miramientos con una holandesa que, a su vez, dejó tirado a su marido. Seguro que es casualidad, pero da la sensación de que Joe ha seguido leyendo el Quijote que se encontró en su cuarto al principio de El gran torbellino del mundo. Fernando hace con Pepita lo mismo que aquel otro Fernando hiciese con Dorotea, dejarla por Luscinda, la holandesa. El caso es que a Larrañaga le tocaría el papel de Cardenio, siempre más bien poco lucido.
            No es para tanto; más bien otras cincuenta páginas o más de comentarios gruesos sobre las vanguardias, los judíos en general y el psicoanálisis en particular, el homosexualismo y casi todos los mitos políticos y culturales de los años veinte, siempre en boca de otro (algún médico alemán al que Larrañaga, de vez en cuando, como para disimular, le pone algún pero, como si, a fin de cuentas, lo dijera el personaje y no él). Los buscadores de frases separarán el grano de la paja y aquellas observaciones entre agudas y premonitorias, aquellas otras fruto solo de los prejuicios y las teorías antropológicas malsanas y, en fin, las que no dejan de ser juicios impopulares, entonces y ahora, pero menos entonces que ahora. Su escepticismo por la democracia, que jamás ocultó, hay que verlo a la luz del libro que poco después escribiría Ortega, La rebelión de las masas. Se diría que a Baroja le atraen los individuos humildes, pero no tanto cuando se juntan bajo banderas o razas o credos, sobre todo credos. Y la política, la misma idea de democracia, no deja de ser un credo.
            Vivo tan fuera de mi tiempo que hasta me he buscado una tipografía vieja para escribir estas entradas. Pero no dejo de ver un cierto e inquietante paralelismo entre el concepto de democracia que empezó a cundir entre corrientes de muy diversa catadura, desde intelectuales elitistas a fieras eugenésicas y misántropos anarquistas, y el que se nos plantea ahora que vemos la colosal mentira en que se ha quedado nuestro sistema con las primeras dificultades serias a que se ha tenido que enfrentar. El escepticismo de Baroja en cuanto a la capacidad del ser humano de librarse de su condición de amo o de esclavo, de su soberbia o de su servilismo, lo estamos viendo ahora demasiado cerca, y aun en el caso de que uno sí siga creyendo en la gente, la farsa de oligarquías nepotistas caciquiles se sigue pareciendo peligrosamente a la que Baroja vio en su época.
            Pero dejemos eso. Estábamos con Pepita, que está hecha un basilisco desde que su Fernando se la pega a ojos vistas con la holandesa. Pepita reacciona como tantos otros personajes reales, tratando de cobrarse con la misma moneda, abiertas a tener una aventura con el primero que se tercie, más a ojos vistas todavía, que se joda, si es que aún le quedan sentimientos. Y el que pasaba por allí es Larrañaga, con quien, hace muchos años, ya tuvo un medio noviazgo, una cosa que se enfrió porque Larrañaga tampoco prometía mucho. Y Larrañaga entonces hace ese papel en el fondo tan divertido del que espera cerca del adulterio, a ver si le cae en suerte servir de excusa para la venganza.
            Cuando el maestro, después de estos preámbulos, entra en la jurisdicción del cuento, en la miga de la historia, que siempre, nos pongamos como nos pongamos, es la misma, cazar o ser cazado, entonces empieza el vertiginoso ritmo de la faena de verdad, del arte que improvisa en un espacio mínimo y un tiempo breve con acontecimientos imprevisibles. La novela se lanza, ya casi hasta el final, hasta el punto de que uno vuelve a sentir la sensación de que ese andar delante de la cara de los hechos sin presentarles el engaño está un poco de más, craso error, porque no es un aria lo que vamos a escuchar sino una pieza entera, y porque así, tanteando con diálogos, queda más claro el arte narrativo de Baroja, su condición orgánica. Baroja merodea por la historia hasta que la historia lo empapa por completo, a él y al lector. Lo malo es que aquí la novela no termina de arrancar. Después de una escena mínima de llantos y portazos Baroja vuelve otra vez a colarnos páginas y páginas de opiniones dichas por Larrañaga y escuchadas por marquesas viajeras (que fuman con las manos en la nuca), amigos alemanes (el Stolz/Schmith) con el que se encontró Baroja en Basilea y sobre todo Paquita, que escucha, picardea, sonríe, consiente, se acerca, pero el narrador y Larrañaga parecen no enterarse.
            La gracia de esta novela consiste en una clase de ironía trágica muy evolucionada que no solo afecta al protagonista sino al propio autor. Con tantas opiniones (algunas brillantes, otras cascarrabiosas) Baroja nos escamotea la novela. Cuando toca lanzarse en brazos de la prima, Baroja cambia de hotel a los personajes y aparecen esos grupos de apátridas, llenos de marquesas, hijas casaderas, comerciantes gordos y lechuguinos afeitados. De las ciudades a las que va solo ve los edificios y solo charla con otros viajeros en el espacio neutro del vestíbulo. A esta técnica le dedicó la primera y brillante mitad de César o nada, y luego lo repitió bastante. El caso es que Larrañaga habla con la boina y las gafas redondas y las marquesas y los marqueses y los comerciantes y los dandis le discuten (hay un tal Paquito muy gracioso), mientras Paquita, que se lo está poniendo a huevo, espera pacientemente a que Larrañaga termine de opinar. Y el pobre Larrañaga, que ya querría hacer algo más que hablar en la novela, cada vez que se va a poner tierno tiene que cederle la palabra a Pío Baroja para que opine de todo lo opinable.
            De modo que hay una novela no escrita, una situación superficial que esconde los hilos dramáticos. Baroja usa el diálogo para embrear la novela de opiniones de velador, pero cuando llegan las escenas dramáticas lo relata todo precipitadamente y los personajes no dicen nada. Esto, en fin, ya no es una opción sino una renuncia. Es más fácil ponerse a charlar de cuestiones generales que batirse con las descripciones de los lugares y, sobre todo, de los estados de ánimo. Es más fácil contar telegráficamente una pelea de amor que dotarla de musculatura dramática. Es como si Baroja se conformase con esos pespuntes narrativos por no tomarse la molestia de abordarlos con intensidad.
            Y así le pasa lo que le pasa, que Paquita se reconcilia con Fernando porque ya está harta de un amante que se pasa el día disfrazado de Pío Baroja. Nos solidarizamos con ella. Hemos leído la novela no escrita, lo que harían los personajes cuando dejen la tertulia, lo que se dirán cuando el autor cierra la puerta. Soledad, por ejemplo, se queda en nada, su personaje se evapora, y todo lo que nos atrae de Pepita es lo que Baroja no cuenta. Alguien dirá que por lo menos lo sugiere, que la cuenta sin contar, que los personajes están vivos, pese a pasarse la novela escuchando al plasta del Larrañaga, su pesimismo vicioso. Con las ganas de marcha que tiene Pepita.

            

15.3.14

El amigo confortable


  El regreso a un Baroja contemporáneo no ha podido ser más interesante. El gran torbellino del mundo, de 1926 y primera de la trilogía Agonías de nuestro tiempo, es un chorro de literatura, de la literatura que echábamos un poco de menos después de los últimos volúmenes de Aviraneta, y que desde luego ya hemos puesto en la sección que ocupan El laberinto de las sirenas y La sensualidad pervertida, y ello por muy distintas razones, todas pertinentes al arte de novelar, no a la historia ni a la opinión ni a la constatación sino a la pura ficción, para la que la realidad es solo un punto de partida.
   La culpa de que El gran torbellino del mundo no haya tenido más fama que la de su estupendo título es del propio Baroja. La gran novela empieza en la página cincuenta y tantos. En El laberinto ya había ensayado un amplio prólogo antes de la narración propiamente dicha, pero allí era un prólogo descriptivo, no un largo diálogo con dos mujeres, Pepita y Soledad, que escuchan desde sus caracteres meramente desbastados las opiniones de Pío Baroja en boca de un Larrañaga que aún no es el gran personaje que descubriremos después. Como los críticos españoles son tan poco dados a leer los libros hasta el final, yo sospecho, por las menciones a esta novela que he leído en los tomos de crítica, que la han juzgado por esa larguísima conversación sobre cosas que son o no son, que es la parte que menos me gusta de Baroja, cuando pontifica sin más. Los críticos quieren frases, opiniones, y casi todas las citas de esta novela proceden precisamente de esas páginas, que a mí, por momentos, me llegaron a desanimar, pero no porque fuesen aburridas, sino porque era algo más como Los visionarios que como las conversaciones de Iturrioz, una renuncia a la ficción, a la invención, al acto de narrar, a ese flujo que de pronto se te lleva.
   Ese inicio retrasa la novela. Cuando Larrañaga, no Baroja, toma las riendas de la cosa, el libro vuela, pero ese largo principio tiene perfecto sentido por lo que quizá más me ha gustado, que es que en ningún momento esconde la carpintería. Digamos que está hecha con los tubos por fuera, como el Pompidou. Y muy bien hecha.
   El narrador, en el prólogo, nos presenta a un tal Joe, en un párrafo inicial que tengo que copiar en algún sitio, aunque solo sea en mi antología en marcha. Cualquier novela sobre Pío Baroja debería empezar con ese párrafo. Joe se despierta en un cuarto de Rotterdam que no recuerda haber visto antes. Allí, en un bureau, encuentra cartas de mujeres, dos retratos femeninos, cuadernos de impresiones literarias, cuartillas recién escritas de recuerdos… Al despertar se da cuenta de que todo aquello es el fermento de su próximo libro: “Encontraba cierta correspondencia entre las impresiones literarias y la narración de los recuerdos, y se le ocurrió mezclarlas, aunque dejando a un lado lo más estático y al otro lo más dinámico”.
   Y así es. Cada capítulo está presidido por un fragmento, casi siempre descripciones líricas, de esas que necesitan ser breves para que luzca su intensidad, y que si se alargan un poco resultarían algo pesadas. Son notas, estampas, breves escenas, la mayoría suficientes por sí mismas, unas apuntes breves, otras las clásicas descripciones impresionistas barojianas, que me vuelven a recordar a ciertos pasajes de El laberinto. Pero se nota que esos apuntes son apuntes de viaje del propio Baroja. No es difícil (y además es gratis) imaginar que fueron escritos en su viaje por Francia, Holanda, Dinamarca y Alemania. Cualquier autor los habría aprovechado para entremeterlos luego en la narración, pero Baroja es de la raza de los que no barajan, valga el retruécano. Quiero decir que los empalmes y las recolocaciones pueden dar más cuerpo a una novela, pero le quitan fluidez.
   Pero en ese cuarto de Rotterdam en el que se despierta Joe hay algo más. Hay libros de “Dickens, Shakespeare, Carlyle, Molière, Gonzalo de Berceo, Cervantes y el Arcipreste de Hita”. Sería interesante ver con algo de detalle qué hay de cada uno de esos autores en esta novela, por qué Baroja nombró a esos y no a otros.
   Para empezar, la estructura en planos narrativos en muy cervantina. Un autor apócrifo, Joe, un Hamete romántico, viajero sentimental, nos cuenta la historia de Larrañaga y sus dos primas. Larrañaga trabaja en Rotterdam para una empresa naviera bilbaína, contratado por su tío, que le ordena taxativamente que vaya a París a recoger a sus hijas, Pepita y Soledad. La andanada de cincuenta páginas llega en las charlas de café de Larrañaga con estas damas.
   Dicho sea de paso, admiro en Baroja algo que se le ha criticado mucho, que sus personajes principales no pegan un palo al agua. Desde que Andrés Hurtado dejó la consulta, y la vida, es difícil recordar un protagonista cuyo trabajo forme parte de la narración. En parte no es así, porque los personajes no históricos ni aventureros de Baroja hacen lo mismo que Baroja, pasean, leen, charlan, viajan y se meten a su cuarto a fumar. Y Baroja trabajaba, o sea escribía. De muchacho me atrajo el personaje que el autor había hecho de sí mismo, una especie de jubilado prematuro que pasa el rato de hotel en hotel, o en su casa de la Arkadia.
   En las novelas modernas lo importante es el trabajo, la jornada laboral. Los personajes son lo que hacen por la mañana, o a veces de sol a sol. Se les inventa unas circunstancias laborales tan verosímiles que son ellas las que dictaminan el desarrollo de la narración. Baroja despacha este asunto en media docena de líneas. Y hace bien. La literatura es para soñar que al día siguiente no hay que ir al tajo. Pero además es, en cierto modo, lo más realista. Cuando uno intenta llevar un diario, un diario estricto, día por día, nunca encuentra sitio para hablar de aquello que prefiere olvidar. Lo importante siempre ha sucedido por la tarde.
   Esto le acarreó el sambenito de burgués (en el caso del ingrato Ramón J. Sender, incluso para desacreditar La busca), cuando es lo más literario de todo. En todo caso, aunque Larrañaga tuviese más que hacer que visitar ciudades extranjeras y charlar con sus primas, el tercer plano narrativo no se lo permitiría, porque en él aparecen Margot y Nelly, contrafiguras evidentes de Pepita y Soledad, es decir, la recreación literaria, la fantasía solitaria de dos personajes que también son una invención, en este caso, además, de un autor apócrifo. El efecto es doble: la historia de Margot, más breve, y sobre todo la de Nelly son una magnífica novela corta, plagada de literatura, sombreada por un Dickens roterodamense, con dos personajes que parecen sacados, a medias, de Hard times y de Old curiosity shop, la muchacha abandonada por un titiritero, la joven que se consume irremediablemente, el padre canalla y la hija abnegada, y unas descripciones de los barrios portuarios que me han hecho relamerme de gusto. Y, por otra parte, gracias al juego de los planos narrativos, las figuras de Pepita y Solidad adquieren una consistencia verosímil con la que nace la siguiente entrega, Las veleidades de la fortuna, que ya es absorbente desde la primera línea.
   A Shakespeare se le nombra bastante en la novela. Baroja hizo turismo por Dinamarca y fue a los sitios más famosos. Tiene gracia la sorna con que Larrañaga constata cómo la gente eleva templos reales de lugares imaginarios. Shakespeare nunca estuvo allí, y si a Hamlet se lo imaginaba pesadote es porque le convenía a su estado de ánimo, no porque los daneses sean gordos. Pero no son sólo los lugares. En esta novela los personajes imaginarios (los del último plano) suelen ir en caída libre: el padre de Nelly es un comicucho que va pegándose fuego por las tabernas y sableando a su hija, y acelerándole su fin; el propio Larrañaga ve caerse la felicidad, la llama mínima que había en su relación con Nelly, con esa impotencia incluso cínica de los reyes shakespearianos.
   En Los ingleses y otros temas de Pío Baroja, José Alberich dedica un capítulo a glosar la admiración que Baroja sentía por Shakespeare. Trae muchas citas de sus Memorias y de algún libro de ensayos, pero hay una, algo recóndita (lo escribió Baroja en una crítica de Aurora, de Dicenta, en el periódico El Globo, en 1902, y Azorín lo citó en 1946, en su imprescindible Ante Baroja), que es, creo, donde está una de las claves del verdadero arte de narrar: “Hay dramaturgos en cuyas obras nace el conflicto de la intensa comprensión de la vida de los personajes, como Shakespeare e Ibsen: hay otros que forjan su trama y después acoplan los personajes a la trama forjada. De esta última clase son casi todos los autores españoles antiguos y modernos”.  En efecto, de eso se trata: personam tene, fabulae sequentur, podríamos decir, y así sucede que Soledad, la prima débil, no deja de ser un tipo, pero cuando nace Nelly, su versión literaria, alemana de padre inglés (Dickens, no ese otro canalla, también dickensiano), el personaje desata la novela y su carácter dulce y trágico inspira el afecto que inspiraba Lulú en El árbol de la ciencia.
   Está claro que, por muchos planos cervantinos que empalmemos, cuando no sale un personaje que esté vivo la cosa no funciona. Nelly es ingenua y, dentro de su fragilidad, resistente, decidida. Ama limpiamente a Larrañaga, lo ama porque es bueno, quizás el padre que no ha tenido, y Larrañaga tiene prevenciones de solterón: no sabe si lo aman a pesar de que es mucho más viejo o precisamente por eso, y en este caso tampoco adivina la razón concreta. Y la razón es Nelly, su necesidad de amparo, pero también su simpatía y su entusiasmo, las que derriten el corazón de Larrañaga y traen páginas de una ternura poco común. Ternura sin terneza, emoción sin ser nombrada. Y el resultado es el más civilizado de todos. El suyo es un amor de beso en la mejilla. Viven juntos, los une la lealtad, han obviado las alambradas del sexo. Larrañaga disfruta de ver a Nelly, de protegerla, de orientarla, de ayudarla, y Nelly hace eso que tanto nos gusta de algunas mujeres: que decidan algo y sientan en consecuencia, y lo hagan clara, sincera, ilusionadamente. Gran personaje esta Nelly, sobre todo por lo grande que hace a Larrañaga, que es más héroe cuando vigila que la muchacha no se le constipe que cuando lanza opiniones como si lanzase chinas en un estanque.
   Pero volvamos a esos libros que estaban en el cuarto donde se despierta Joe. De Carlyle sabemos, y también nos lo cuenta Alberich en otro capítulo del mismo libro (un artículo que yo había leído ya en el clásico de El escritor y la crítica que editó Javier Martínez Palacio), que tenía su Historia de la revolución francesa, pero no creo yo que aquí Baroja lo nombre por eso. Más bien por lo que representa, que es lo mismo que representó para Dickens, esa atención a lo desfavorable, pero también ese escepticismo democrático, además de por la atención que Carlyle prestó a la cultura germana y de sus idas y venidas religiosas. Se habla bastante de religión en esta novela: protestantes, católicos y judíos se van cruzando en el ambiente tormentoso de entreguerras. En ese sentido la novela es un reportaje veraz de cómo iba calentándose la olla, en especial cómo iba creciendo entre los alemanes el resentimiento.
   De Molière, y teniendo en cuenta cómo continúa la trilogía, es decir el plano de Pepita y Soledad, las primas de Larrañaga, me imagino que tendría El misántropo,  perfecto, por otra parte, para definir el argumento de la novela: un tipo asqueado de la vida que se ve envuelto, mal que le pese, en intensos líos de amor.
   Y, en fin, con respecto a Gonzalo de Berceo, además de lo que en su época y para él y su generación significó Berceo, me hace gracia pensar que Baroja haya escrito una Vida de Santa Nelly, porque ese personaje es una santa, una criatura protegida por la misma desnudez con que se entrega. Junto a ella, Larrañaga es “el amigo confortable”, como lo llama alguna mujer en alguna ocasión, un personaje siempre muy agradecido. Recuerdo ahora al gran Vélez de El metro de platino iridiado, otra pieza de hagiografía femenina. El amigo confortable es el que quiere estar contigo por simple afecto, que no llega para protagonizar sino para escuchar, para comprender, para ayudar. Aquí el protagonista de la novela se ampara en ese barniz agradable de quien no puede no ser buena persona con la ninfa santa que tiene al lado. Por momentos, al principio, cuando tienen que compartir un mismo cuarto y Larrañaga se tira a dormir al suelo, pensé que Baroja se iba a entregar a una de esas largas ensoñaciones del preparativo erótico para ciudadanos corrientes. Es posible que sacase de la estantería al Arcipreste de Hita con esa misma intención, la del fauno reumático que navega entre las ninfas, serranillas de Rotterdam, unas duras e inflexibles, como Pepita y Margot, otras blandas y enfermizas, como Soledad y Nelly. Si algún interés verdoso, misógino o sarcástico se le había pasado por la cabeza cuando hablaba con sus primas, la ninfa Nelly redime todos sus propósitos. 

11.3.14

Un cuento



La revista Turia publica un cuentecillo mío, Naturaleza muerta.

9.3.14

Liquidación


   Así que decidí terminar la serie de Aviraneta con Desde el principio hasta el fin, un libro al que, en principio, exigiríamos que fuese en sí mismo un gran final. Pero no tiene mucho sentido exigir un redoble operístico a quien prefiere la estética del rosario de la aurora. Aquí no hay omegas. Pero sí queda un buen sabor de boca. La novela, otra vez en primera persona (con las voces sucesivas de Leguía y de Baroja para terminar) vuela sobre los últimos años en activo de Aviraneta, con un broche grotesco engastado a medias sobre las figuras de Espartero y de Isabel II.
   Otra vez nos la da con queso, nada más empezar, con la esperanzadora presencia de Fanny Stuart, que desaparecerá de la novela hasta una mención muy de pasada poco antes del final, cuando la novela empieza a llenarse de títulos de crédito. A cambio, Baroja sigue afilando el lapicero con los borbónidas, y el episodio de la muerte de Luisa Carlota está entre lo mejor de la novela, junto al delirante retrato de sor Patrocinio. No obstante, el tono histórico chismográfico domina la obra: los cuernos que la bailarina La Fuoco le ponía al Espadón Narváez, o su mujer a González Bravo, que se la encontró una noche con un cura, o los libros pornográficos que Salustiano Olózaga proporcionaba a Isabel II, en tomo momento una vaca en celo más que un ser humano, por no hablar del  ̶ repetido ̶  remoquete de “señora de Muñoz” aplicado a María Cristina.
   Baroja va troceando la narración histórica a través de los distintos informantes, Madruga sobre el jaleo político que enturbió la época, o la bailarina Perlita, amiga de Fanny (por un momento nos hemos vuelto a acordar de María y Natalia en La ciudad de la niebla), a la que Baroja endosa unas cartas históricas sobre las andanzas de Espartero y la llegada de la reina Cristina a Valencia, pero no le da más papel que ese, leer en voz alta libros de historia. En todo este follón, Aviraneta se bandea sobre la solemnidad de su afecto a la causa liberal y su desprecio por las figuras a las que sirve, y una cascada de datos que parecen organizados, más que por la estrategia narrativa, por la carpeta donde los guardaba. Por cierto, que entre esos datos hay uno que archivar: O’Donnell estaba el 14 de enero de 1840 en el cuartel general de Teruel, donde escribe un oficio reservado sobre la misión de Aviraneta.
   La persecución de Aviraneta y el destierro a Suiza vuelve a concentrar a viejos conocidos de sonrisa siniestra (Salvador el de los Gatos) y un último frescor de novela de aventuras, ya otoñal, con un don Eugenio que ya no está para esos trotes: “Notaba que los cincuenta años eran para mí la vejez; perdía mis condiciones de combate, y ya no aspiraba a más que a la tranquilidad”. Pero aún le quedan fuerzas para fijar la vista en el desmadre degenerado en que nadaban los borbones. Cuando la narración llega al matrimonio de Isabel II y Francisco de Asís, y sobre todo, insisto, al más que probable envenenamiento de la infanta Luisa Carlota, todo es tan sórdido que se mantiene solo, como un abrigo lleno de mugre. Los párrafos son de este tenor:

Al parecer, la reina Cristina no quería para su hija a Francisco de Asís. Le tenía antipatía como a hijo de su hermana. Isabel, por otra parte, que era una chulona, decía que Francisquito no era un hombre, que tenía voz atiplada y caderas de mujer, y a ella le gustaban los hombres muy hombres. El segundo hijo, Enriquito, le parecía a Isabel mejor; pero a este Cristina le tenía más odio y decía que era un perdido y un canalla, tan malo y tan intrigante como su madre.

Baroja suele dejar las burradas sin cuestionarlas, salvo alguna vez, como cuando anota que “se dijo que el padre Claret había conseguido una bula del Papa a favor de Isabel II para pecar en vista de su fogosa naturaleza. Ya se creía de todo”. La cosa se remata con los ataques de histerismo de sor Patrocinio, los mangoneos estigmáticos de Olózaga y la extraña relación entre la monja, Soplatocino, y don Francisco de Asís, Doña Paquita, de quienes se decía que eran amantes o hermanos (y alguien diría que ambas cosas, aunque Baroja, ahí, ya no prosigue).
Las últimas páginas son un recorrido melancólico por los últimos años de vida de don Eugenio Aviraneta:

“Aviraneta vivía con gran modestia de su sueldo. Se había hecho un hombre muy casero. Tenía una pequeña biblioteca, formada por novelas francesas y españolas y por algunas obras de historia popular. De sus aficiones de cazador le quedaba el entusiasmo por los perros. Casi siempre tenía dos, a los que daba nombres de políticos a quienes odiaba”.

Su matrimonio de sana conveniencia con Josefina, su afición a los folletines o sus tertulias son como un retrato ideal del propio Baroja, quien, a los sesenta y dos años que tenía cuando escribió este libro, también, quizá, suspirase por una Josefina que él solo encontraría en las novelas, y salida de su pluma. En un último arranque de acción, Aviraneta, ya por los 70 años, y no narrado por él sino por Leguía, y desde este por el último de los muchos narradores que ha tenido esta obra, el impresor Martínez, “un señor ya viejo, canoso, pqueño, de cabeza grande, cuallo corto y aire apoplético, enfermo de catarro crónico, que le producía una tos que le ponía violáceo”, se embarca en el rescate del sobrino del señor Martínez, envuelto en una algarada de revolucionarios en Puerta Cerrada, allá por 1862. Otra vez los salvoconductos, los planos de un Madrid de callejuelas como pasadizos, e incluso un torero muerto en mitad de la calle. Pero es el final de un hombre que “siempre ha sido igual, de joven y de viejo. Desde el principio hasta el fin”.
El remate final es muy interesante por curioso y por sincero. El panegírico último se reduce a dos sabrosas páginas, pero todo lo demás es un relato sobre cómo buscó la calavera del Conde de España, para aquel capítulo que tanto nos gustó de La senda dolorosa, y de paso la de don Eugenio, pero al final, un final muy Shanti Andía (que es, en el fondo, el origen de toda esta serie), Baroja deja dicho algo importante para entender la obra entera y calibrar las fuerzas que le quedaban.

Ya no solo termino la obra, sino que liquido lo que tengo de género de comercio que lleva por nombre novela histórica.
No pretende uno ser un Walter Scott, pero se liquida lo que hay, aunque sea poco. Pondré en mi establecimietno el aviso: ‘Se liquida todo lo existente’.
Se ha hecho uno viejo y poco ágil de meollo. La imaginación, ¡qué capital más exiguo en la cabeza de los hombres!, se ha ido achicando y enmoheciendo. Esto no es obstáculo para querer liquidar lo existente.

   Carlos Longhurst, en un libro estupendo, Las novelas históricas de Pío Baroja, al que dedicaremos la correspondiente bernardina, dice que Baroja utiliza la historia como material novelesco, al contrario que Galdós, que utilizaba la fabulación como sostén del entramado histórico. Yo creo, y ya lo dije en algún momento, que opera como Tácito: selecciona para deformar literariamente, y ensaya breves retratos histórico literarios que, como están hechos de materia mítica, se elevan sobre la historia real, la comprenden, la explican, la cincelan. No sé si tendré ganas de leer la novela que Castillo Puche escribió para darle réplica a Baroja, con un Aviraneta desmitificado y bastante peor persona de lo que lo pinta Baroja, no solo porque no me interesa el autor sino porque tampoco me interesa el personaje real, que, por lo demás, no tiene por qué serlo más que el héroe de Baroja.
   Volveremos sobre Longhurst cuando reemprendamos la lectura de esta serie, de la que nos falta todavía traer aquí las doce primeras entregas. Creo recordar que, leyendo lo que Baroja había escrito allá por 1922, con El amor, el dandismo y la intriga, hemos llegado hasta aquí. La última que me gustó de veras fue La senda dolorosa, y las que siguieron no me han llenado mucho y creo que conozco los motivos. No es solo que ese impulso de acción quede un poco enterrado entre los datos históricos que había acumulado el autor, sino que comete el mismo error narrativo que cometen muchas veces, casi siempre, los historiadores, y del que están, por cierto, particularmente satisfechos: el desprecio de la mímesis. Baroja tan apenas describe en estas novelas, y no hablamos ya solo de hermosos paisajes o rincones oscuros (con aquella salvedad que nos gustó tanto del París suburbial en Crónica escandalosa), sino de los detalles, aquí, muchas veces, sustituidos por chismes. Por eso las dos escenas que se nos quedarán en la memoria son las de la muerte de Luisa Carlota y la visita a sor Patrocinio, porque en esas escenas estamos allí, contemplamos lo que dicen, vemos a la monja o a la infanta. La historia nos dice la verdad, pero la literatura nos lleva a verla. En estas últimas novelas Baroja relata mucho y narra poco.
   ¿Era una opción? Creo que Longhurst tiene razón. Dice que en 1932 se terminó el novelista, y yo ya dije aquí que La familia de Errotacho, de 1932, es la última buena novela que he leído suya, muy superior a las otras dos que componen la trilogía La selva oscura, que también son del mismo año. Ese año Baroja cumplía los 60 y fundaba su iconografía mítica, su emblema de bata de casa, gafas de concha y boina levantada. Era el escritor de siempre, pero el novelista que, quizá, ya había dejado de ser.  

6.3.14

En la muerte de Leopoldo María Panero


Saber que uno está loco es un consuelo.
Lo malo es no tener un nombre para esto.
Que a los otros no les tiemble la sonrisa
ni dejen de mirarte a ti para mirar al loco.
A él, a él, les dices, cuando te aman o te insultan.
¡Toneladas de bendita hipocresía!
Tenedle piedad como a los niños
o asco como a los enfermos
pero no me miréis a la cara
porque yo no sé quién soy.

(Acuarela de Pascual Berniz)

3.3.14

Baroja pasa el rato


Con las novelas de los años 30 hay que cambiar el punto de vista si uno no quiere ir de decepción en decepción. No sé si los tratadistas fijan esa fecha, la del cambio de década, la de Los confidentes audaces, como la que marca un nueva etapa en el hacer barojiano. Lo que, según él, había comenzado en 1914, ese mariposeo de historias disgregadas y narradores múltiples, y que ya habíamos visto, fulgurante, en Shanti Andía, yo diría que termina con la muerte del Conde de España, es decir, con La senda dolorosa, que es de 1928, y habrá que ver si las dos últimas novelas de los años veinte, Los pilotos de altura y La estrella del capitán Chimista, no están ya en esa misma nueva onda, la del escritor que, más que picotear, va labrando la página de surcos leves, siempre con un trapero del que contar vida y milagros, un dato histórico curioso que contar. Más que nunca da la sensación de que Baroja no vive en la novela, de que vive fuera y entra un rato para escribirla mirando libros y listas de apellidos y luego se olvida. Hay una inercia, un hacer metódico e indiferente que se contagia al lector, quien también lee sin esfuerzo y con parecida indiferencia páginas cargadas de chismes y opiniones, pero no de relato. Para narrar hay que vivir en lo que se narra, hay que estar en lo que se celebra. Aún tengo que volver a Las agonías de nuestro tiempo, última gran trilogía de los años veinte, y el mejor sitio posible para ver dónde se sustancia esa impresión, dónde Baroja pasa de la narración proteica al rimero de curiosidades, de la audacia novelesca al repertorio manido. De momento hemos fijado esa fecha en 1930. Crónica escandalosa, que es de 1934 y que acabo de leer, desde luego forma parte ya de otro impulso narrativo, de otra época distinta.
               El asunto del libro lo cuenta Aviraneta muy a menudo:

Usted sabe que yo soy agente del gobierno español, y que trabajo y he trabajado siempre por la libertad. Desde aquí me enteré de que el infante Don Francisco de Paula y su mujer preparaban una intriga contra la reina María Cristina. fui a París con la idea de descubrir el enredo, y pude comprobar que existía una conjura de amigos de los infantes y de partidarios de Espartero. Se trata de destronar a la reina madre.

Todo esto lo va contando el propio Aviraneta, que ahora narra en primera persona (compartida, porque la novela es casi toda diálogo, como lo sería por aquella época Los visionarios) a través de episodios de chismografía histórica hilvanados con personajes ya conocidos (Gamboa, Valdés el de los gatos, el picador García Orejón, el ministro Pita, un cameo del decrépito Calomarde) y con temas ya usados (la masonería, el despiporren borbónida) y, entre las mujeres no borbonas, una muy parecida a la Susana de estas novelas últimas, Fanny de nombre, como aquella amiga de Roberto Hastings, que en este caso aparece pocas veces y con desesperante fugacidad, y Josefina, la mujer de un Aviraneta ya de capa caída.
Pero la crónica histórica se merienda a la novela. Porque Baroja no quiere más que escribir la siguiente página y aparta de la mesa, como las virutas de un sacapuntas, todo aquello que le pudiera provocar ese entusiasmo narrativo que en otras novelas nos encandila. Fanny, por ejemplo, nos cae bien porque conocemos su papel, pero no porque Baroja sea muy amable con ella: "hermosa de estampa, pero no muy refinada de espíritu", "una mujer tosca a quien salía con frecuencia a flote en sus palabras su falta de cultura y de principios y su repertorio de frases espigado en el mundo bohemio pobre de París, donde había vivido".
No puede concluirse nada porque la siguiente novela, última de las Memorias de un hombre de acción, sigue argumentalmente a esta y Fanny vuelve a aparecer, pero en Crónica escandalosa la verdad es que Baroja no ha querido saber nada de ella. Las idas y venidas de la reina con el tal Muñoz, y de las infantas y sobrinas y cuñadas de palacio y los espías con frase se comen la materia narrativa, trufada de datos sobre una conjura que históricamente tampoco nos parece de gran valor. Si el propósito es describir a la tribu borbónida (como lo fue al principio de Los visionarios), entonces lo sorprendente es que Baroja sea tan poco cínico, tan poco volteriano, y una y otra vez, un poco a la manera de Tácito, insista en vicios vistos con criterios morales, no solo políticos o históricos.
Otra cosa es la estampa que Baroja escribe de París. Desde luego ya no es un París con sonido de acordeón. A los románticos parisinos los llama extravagantes, en el mismo tono con el que hablaría de los bohemios de sesenta años después, los que conoció de primera mano. Poco después, el perfume parisino le lleva incluso a un mandoble fácil de sacar de contexto:

No reproduzco las frases íntegras de Martínez López, que era un pedante de la litertura. A cada paso tenía que sacar a relucir palabras groseras y soeces de aire castizo. Los políticos eran unos zarramplines, unos galopines, unos bellacos. La boda a la reina había sido un bodorrio; los amigos de María Cristina no tenían antes de conocerla ni un harapo para cubrir el tafanario.

¿No esto una pulla dirigida a Valle Inclán, que poco antes había publicado Baza de espadas y que seguía con su Ruedo Ibérico? Podría ser, porque un Aviraneta ya sombrío, resentido, tira contra tirios y troyanos, y porque el autor no se sosiega ni cuando tiene una buena historia que contar. Es lo que ocurre con la historia plautina del falso incesto, un chafarrinón aristocrático que Baroja se pule en tres páginas, como una anécdota telegráfica.
Así que uno va languideciendo en busca de nuevas páginas que no insistan en una intriga sin intriga y se diviertan un poco, como en los viejos tiempos. Y ahí quedará, supongo, el vagabundaje de Aviraneta con el exclaustrado padre Atanasio por los suburbios de París, plasmados con la intensidad dickensiana de antaño. Pero ahora ya es recurso, ficha correspondiente, martes de invierno, a ver qué escribimos hoy, ¿de qué iba esto?, ah, sí, de la conjura franciscana, repetiré el resumen para no perderme…
Esas páginas (V, 868-870) de los arrabales parisinos las incluiríamos en nuestra hipotética antología, pero el libro, aun con los chismes borbónidas, creo que no llega a fraguar, que queda un poco descompuesto, pleonástico, como otro inventario del material sobrante en el que Baroja ya no pusiera demasiado empeño, por lo menos en lo que se refiere a soluciones narrativas. Baroja ya tenía a medio recoger los cartapacios, pero quedaba uno de cosas sueltas con las que hilar la despedida de Aviraneta. Queda un tomo, Desde el principio hasta el fin, pero no sé si debo variar el rumbo. No disfruto de estas últimas novelas de las Memorias con esa melancolía disgregante de un largo periplo que se acaba. Prescindo de componendas históricas e aun sin querer aplico el mismo criterio a cualquier novela, y estas últimas (las de los años 30, en general) salen peor paradas. Tengo unas horas de sueño para decidir si meto en la mochila esa última novela de la serie o me voy a otras décadas más emotivas.
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