Mostrando entradas con la etiqueta Muñoz Molina. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Muñoz Molina. Mostrar todas las entradas

20.4.14

Obesidad



   Después de leer el petardo de La noche de los tiempos (“demasiado arroz para tan poco pollo”, en palabras exactas de Marcelo Cortés), tomé la decisión de no volver a perder el tiempo leyendo un libro de Muñoz Molina. Pero lo he perdido, esta vez para sobrellevar el tedio del avión, leyendo Ventanas de Manhattan, que terminé porque el viaje es muy largo y no había metido otro libro en el equipaje de mano. Puesto que iba a visitar la Meca de Occidente, a donde, como es sabido, la Cristiandad entera peregrina para comprar calzoncillos de Calvin Klein, me tomé su lectura como una guía para peatones, más sugestiva, en principio, que aquellas otras que se limitan a dar corporeidad (y olor, y frío) a lo que uno ya conoce o puede conocer casi al milímetro con solo apretar un botón. Y resultó lo que uno podía esperar: un brillante ejercicio de estilo, como también dijo Marcelo Cortés, pero al fin un monótono rimero de artículos sobrecargados de palabras, y vacíos, como es norma, de cualquier brizna de imaginación, de ingenio o de sentido del humor.
   Lo primero no es reprochable porque se trata de un ejercicio autobiográfico, y además es la causa por la que decidí leerlo, desde el momento en que Ardor guerrero me parece, con bastante diferencia, el mejor libro que ha escrito. Aquella novela (aquello sí era una novela, y no tenía nada ficticio) era un ejercicio muy audaz: Muñoz Molina escogió el tema del que todo el mundo huye, las batallas de la mili, y no solo no se apartó de la cruda realidad sino que consiguió un libro terso e intenso, no muy atacado de palabras, como si el autor aún no hubiera empezado a engordar de premios y nombramientos, y en el que el ritmo mantenido en un mismo nivel de intensidad aún no era insoportable monotonía. Sigo recomendando ese libro, pero los anteriores me parecen inflados, pesados, con esa pseudoimaginación cinematográfica que tanto ha dado de comer a escritores sin inventiva, y los posteriores me recuerdan las palabras que una arrobada Marina Castaño dedicó en público a su monumental esposo: “Qué bien escribes, Camilo”. Pues eso, qué bien escribes, Muñoz Molina, pero qué pesado eres, qué repetitivo. La prosa de mecanógrafo veloz de sus primeros libros se ha cargado de espaldas, es como ese sonido invariable que se oye cuando sube o baja la presión, no sé, y se te taponan los oídos, o cuando duermes en un hotel barato y el ruido del aire acondicionado en la ventana no deja de sonar. De hecho es prosa de sordo, pero no en el sentido que empleamos para la prosa que no sabe captar la música y el ritmo del lenguaje, porque eso M2, como lo llamaba Cela, lo sabe hacer, sino en el de que no varía ni intercala ni estructura ni compone una narración, sea o no ficticia. Digamos que MM domina como pocos la elocución, pero solo un tipo de elocución, únicamente un tono y una voz, y desde luego no sabe mantener las proporciones de la invención, el acopio de materiales, ni mucho menos disponerla, o más bien confía en que sea ella misma y el azar de lo que se le vaya ocurriendo la que arme un libro como armaba el editor los libros de Pla. En el caso de Ventanas de Manhattan la excusa la repite unas cuantas veces, una de ellas a propósito de La señora Dalloway, la novela de Virginia Woolf que relata exhaustivamente todas las horas de un día, una cacería de momentos que, como también repite una y otra vez, Muñoz Molina intenta capturar con un cuaderno de tapas verdes y un rotulador muy fino. Así que la cosa es que MM pasea por Manhattan como si fuese un fotógrafo sin cámara, anotando hasta el último detalle de lo que en ese momento está observando. Y así le salen, uno detrás de otro, brillantes ejercicios de anotación, sobre todo de gente pobre, de la mucha gente pobre que hay en Nueva York, pero arrojados a un grado irreversible de miseria, esa desgracia que mata el alma y corrompe el cuerpo lentamente, y huele mal. Muñoz Molina se fija obsesivamente en mendigos locos y borrachos, en ancianas hediondas y bolsas de basura, de las que nos detalla cada pliegue de las latas arrugadas y cada textura de las casi infinitas formas de mierda que empastran la ciudad de Nueva York. En la memoria se me quedó una larguísima descripción de un tipo que tocaba la batería con cubos de plástico de la basura y varillas de paraguas viejos, muy impactante, pero el resto de olores nauseabundos se me mezclan en la memoria y no definen bien el verdadero olor nauseabundo que hay en aquella ciudad, olor a aceitazo requemado, a boñigas industriales, a enfermo de aerofagia, a fósil de ácaro, a moquetas insalubres, a mucha higiene corporal y ninguna higiene urbana. Muñoz Molina rellena esos capítulos sobre la mugre y la miseria y los carga de palabras tan brillantes como innecesarias, aunque en este sentido procede con extrema coherencia porque no hay mejor manera de describir el hacinamiento caótico de objetos inservibles que enumerarlos uno por uno. 
   Otra parte del libro, otro tipo de capítulos barajados, se refiere a los salones y las personas, a los museos y a los apellidos. Habla de un prestigioso cirujano, de un atento diplomático, de un famoso escultor, de un popular actor y de un profesor de escuela secundaria que a MM le resulta admirable porque, pudiendo aspirar a un destino mucho más importante, se conforma con ese humilde trabajo. Hay dos esbozos que están bien y que a un novelista de verdad le habrían dado para un libro entero, el de los dos jubilados que enseñan castellano como voluntarios en un piso del Flat Iron, el primer y más hermoso rascacielos de Manhattan, el de la portada del libro, una elección en la que le alabo el gusto. Pero los demás retratos, salvo el del profesor, son retratos de cóctel, de periodista de posibles, en salones perfumados, en estudios de artista, en apartamentos caros, en el mundo al que Zapatero mandó a MM como concesión graciosa, y en el que, en un alarde de sinceridad que no lo deja bien ni a él ni a Zapatero, MM se jacta de haber hecho el zángano y de aprovechar la encomienda para pasearse por la Gran Manzana. Quizá sea este libro lo que MM dio a cambio a Zapatero. A él, al menos, le gustaría.
   Nada de eso es reprochable desde un punto de vista estrictamente literario, pero me irrita que un individuo al que han enviado a Nueva York como representación de nuestro idioma hable de España con sistemático desprecio, y dé la sensación de que cada vez que olfatea por la calle a los “ruidosos españoles” (eso es mentira) se suba las solapas del abrigo y se cambie de acera. Hay un paletismo atávico en MM que le lleva a babear con cosas que si las viera en España le producirían bochorno. Se empeña en ver, o en hacer ver, el mundo de sesión de tarde que soñó de muchacho, como si fuera verdad, y por eso hay otra tediosa sección, acaso la más brillante, compuesta por descripciones minuciosas de piezas de jazz; brillante pero gratuita, porque ya Cortázar nos enseñó que la descripción de una pieza de jazz admite cualquier metáfora. MM describe el jazz como si aún se pudiese fumar en los garitos, y a cantantes que más que a Billy Holliday nos recuerdan a Manolita Chen.
   Por lo demás, el libro tiene, por así decir, en medio del vertedero de pleonasmos, dos focos narrativos que podrían haber iluminado la novela entera pero se quedan en sus capítulos correspondientes. Uno es el 11-M, que al parecer MM vivió en situ y del que nos da noticia de todas las motas de polvo que generaron las torres en su caída, de todas las banderas que desplegaron al día siguiente los ciudadanos y de todas las calles de nombre novelesco que atravesó sin enterarse de lo que ocurría. Otro es el inevitable capítulo sentimental, cuando se encontró con su amante en Nueva York y el pianista se llamaba Sam. Desde que leí aquella bochornosa descripción de su primer matrimonio en El dueño del secreto (uno puede cometer errores, pero no hacérselos pagar a nadie), las páginas sentimentales de MM siempre me han producido un poco de vergüenza ajena. Aquí la amante (se conoce que su actual esposa) se disfraza de mujer desnuda pintada por Hopper, con el pelo rojo (teñido).
   En todo caso, a lo que yo iba es a si la novela sirve para hacerse una idea cabal de Manhattan, y es posible que así sea para gente como él, paseantes que no hablan nunca con nadie que no sea un prestigioso dignatario, pero no, en absoluto, la que me he hecho yo. Eso sí, le tengo que agradecer que hablase de la Frick Collection, un museo que me impresionó pero tampoco, en absoluto, por lo mismo que le impresionó a él. 
   Para la vuelta ya me traje una preciosa edición deluxe de The New York Trilogy, que habría disfrutado más de no tener a mi lado a dos franceses imbéciles, niñatos malcriados, borrachos del vino que sin cesar les servían las azafatas de Iberia, que me obligaron a escuchar la música demasiado alta como para concentrarme a mi gusto en el terso e intenso, ese sí, inglés del gran Paul Auster. 

10.12.09

La fiambrera de Muñoz Molina, y 4
























Pues no, el final tampoco me ha servido para olvidarme de lo poco que me ha gustado el resto. La tercera parte vuelve a la guerra, en un tono ya descaradamente deudor de la técnica del San Camilo, pero más pazguato. Tanto esfuerzo realista en la descripción de los desmanes desemboca en una imagen esperpéntica en la que ya no queda sitio para la gente común, la que no era importante ni estaba loca, la gente que vio pasar el vendaval y pasó miedo. Recuerdo ahora un fragmento especialmente brillante que sí se refiere a esta gente a propósito del miedo, pero fuera de eso solo importan los hombres ilustres. El deus ex machina Van Doren lo saca siempre de apuros y él emprende una búsqueda con pretensiones épicas de un personaje como los de Sefarad, el profesor alemán que anduvo por la Rusia soviética por culpa de un devaneo amoroso de su hija. Da la impresión de que ningún español reúne méritos para ser héroe, ni mucho menos para ser sensato. Cela cargó mucho más las tintas contra la locura colectiva, pero no incluyó ni una sola línea de desprecio. La condición de víctima del pueblo en armas contra sí mismo no se puede despachar con ese desdén generalizado que a veces parece el de quienes se avergüenzan de su origen. Un novelista que desprecia por sistema a sus personajes, a algunos personajes, no ha traspasado la línea que separa al autor del narrador, y mucho menos si trata de redondear el libro con una jeremiada que le cabe más al autor que al personaje. La cobardía es un gran tema, pero hay que desarrollarlo, no pintar a un muñeco que a veces mueve la boca para repetir las ideas extemporáneas de su demiurgo. Cela hizo con la gente común un coro trágico estremecedor y Muñoz Molina se empeña en tratarlos como burros sanguinarios: “el sentimiento de inferioridad por pertenecer a un país así, y el deseo de escapar de él y la culpa por alimentar ese deseo y por haber salido huyendo, por no haber sabido ser útil en nada, ni remediar en nada”, como dice, a modo de resumen de la novela, a ciento y pico páginas del final. Aunque siempre tiene tiempo de arrepentirse: como le dice esa mujer de cartelera que lo primero que hace cuando se va a acostar con él es quitarle los calcetines, “si hubiera tan poca diferencia entre un lado y otro y todo fuera nada más que salvajismo y sinsentido no habría tantas personas inteligentes y valerosas dispuestas a jugarse la vida en España”.
No se trata de hablar mal de su punto de vista porque uno sea de izquierdas ni de derechas. Cualquier persona tranquila y civilizada se apunta a la tesis de la locura cuando se trata de juzgar una guerra. Pero eso no significa no hacer un pequeño esfuerzo por salirse de sí mismo y ponerse en otro pellejo que no sea otra vez el suyo. Al lector de novelas le interesa poco la demagogia. En el cuñado fascista había un interesante personaje que desaparece en una escena sin gota de imaginación. La mujer beata, que no murió en el suicidio, es asesinada de inmediato por el autor, cuando su ciclo trágico no había hecho más que empezar. La amante guapísima extranjera siempre termina quitándole los calcetines, y al final sirve de poco convincente contrapunto porque ella, tan culta, es de los que piensan que sí había que tomar partido. ¿Y él? Aparte de ser Muñoz Molina viajando a Nueva York, Muñoz Molina en el campus de una universidad, Muñoz Molina dándose un baño, Muñoz Molina paseando por un paisaje mucho más pomposo y digno que las asperezas calcinadas de su pueblo…; aparte de no quitarse de en medio jamás, el personaje no es que sea un antihéroe sino un antipersonaje. Un personaje puede ser cobarde, pero si no tiene recorrido dramático, si no tiene esquinas, si se nutre del resentimiento y de la obediencia a las tesis del narrador solemne, ni siquiera es personaje. Muñoz Molina ha escrito casi mil páginas de rigor poético, pero no ha desarrollado un solo personaje.
Con más frecuencia que en la parte anterior, uno empieza a disfrutar un poco cuando los diálogos, aunque sean enciclopédicos (de enciclopedia del cine), dan algo de brío a la cosa y se calla un poco el zumbido del moscón poético, pero eso no dura mucho. La carracla vuelve a funcionar sin misericordia cuando ya estábamos dispuestos a interesarnos por la narración. La tesis, la idea, el rollo, es como una humedad que cría moho en casi todas las páginas, el moho ese que le quiere poner el protagonista a la biblioteca. La novela culmina con un polvo tedioso que dan ganas de decirle a Muñoz Molina que se salga un poco de la habitación y por lo menos los deje follar tranquilos.
Debo reconocer, no obstante, que los retratos de personajes ilustres eran más entretenidos. Por fin alguien se mete con el cantamañanas de Rafael Alberti, por ejemplo, y la pléyade de señoritos que aprovechaban los ecos de los cañonazos para escribirse páginas autobiográficas. A Negrín no es el primero que le da cuerda, después del tomazo de Marías que aquí alabé (eso sí es una novela, eso sí es material orgánico), aunque aquí es una especie de Orson Wells mientras organiza la guerra de los mundos.
Y, en fin, no me gustan las frases iguales consecutivas, ni los pleonasmos por sistema, ni empezar como Cormac MacCarthy tantas frases seguidas con el verbo, que en español no queda tan bien. Pero sobre todo no me gusta la actitud inquisitorial de quien se empeña en que todo gire a ritmo de salmodia, y que la adiposidad de los detalles no consiga en ningún momento que nos traslademos a la época y embadurne una férrea estructura previa en la que nada se resuelve y lo que se resuelve se hace a base de coincidencias. Es como si la acumulación de palabrería pretendiera quitar al lector de la cabeza todo aquello esbozado y no resuelto, ni siquiera desarrollado. Y el efecto es justo el contrario: te pasas la novela echando de menos lo que se quedó a mitad. No porque fuera interesante, sino sencillamente porque es lo que te estaban contando.

2.12.09

La fiambrera de Muñoz Molina, 3























Bueno, ya hemos matado al teniente Castillo y a Calvo Sotelo. Algo es algo. A la altura de la página 600, está claro que aquí no hay dos novelas que se cruzan, la del estallido de la guerra y la historia de amor. En realidad sólo hay una, una mala novela rosa, a la que de vez en cuando se le añaden datos históricos, todos amontonados, como para quitarse de encima en unas pocas páginas todo el material histórico. Hasta entonces, se nos cuenta la historia de un amante rijoso y de su santa esposa, que un día, vaya por Dios, encuentra las cartas de ella, la otra, ¡ay las cartas comprometedoras!, esparcidas por el despacho del marido, y a la señora, a finales de los años treinta, que tiene “un alma honrada y un carácter pasivo”, no se le ocurre otra cosa que tirarse a un pantano, con el bolso bien cogido y una andar sonámbulo como el de la protagonista de Calle Mayor. La novela se va espesando en una especie de capítulo de Amar en tiempos revueltos con la estética de Miguel Picazo. Y no hay escena (bueno, escena: dejémoslo en situación) que no recuerde a alguna célebre película: la escenita en la playa, que es Cádiz (un chalet en Cádiz, así, de pronto, por la cara), con la dama que ha salido en mitad de la noche a la orilla del mar y el amante se despierta y acude y la abraza y el viento mece la bata; un diálogo de amor tópico impresentable que hasta en las teleseries de sobremesa tendrían que recortar; el sexo vulgar de capítulo octavo de novela hispanoamericana… Parece que Muñoz Molina sólo pueda contar lo que ha visto, en su vida o en las películas, pero no imaginarse nada nuevo, nada no visto por nadie, sencillamente imaginado. Y todo ello en un lenguaje al que la sublimidad sin interrupción se le vuelve como un yugo de rigor poético, como las máquinas de los barcos que no descansan. Las frases brillantes malviven amontonadas entre otras frases brillantes, y con esa falta de textura se convierten en una prosa membruda, repetitiva, en ocasiones hasta cansina, sobre todo cuando arranca un nuevo párrafo y se nota que aún no tiene claro cómo seguir, pero él sigue empalmando rigurosas frases poéticas mientras el fragmento coge vuelo.
Hasta tal punto la cosa es así que hay un pasaje, una parrafada de Negrín, que es de los personajes históricos que vienen, se toman un café y se van, como en el programa aquel de Antonio Garisa, que es como si Muñoz Molina hubiese abierto la ventana y el aire de la mañana la ventilase con unos párrafos audibles. Allí Negrín dice lo que corresponde juzgar al lector, lo que, si la novela fuera una novela, el lector sabría y entendería sin que Muñoz Molina se lo explicase a todas horas.
Pero la cosa dura poco. Enseguida irrumpe la dignificación de la mujer suicida, la lista de reproches, un poco como si antes de tirarse al pantano se confesara con el padre Muñoz Molina. Pero no, no crean que se muere. Esto no es como lo que le pasó a Ganivet, que lo rescataron y se volvió a tirar. Aquí había al menos dos personas estratégicamente situadas en un yermo donde nunca hay nadie, que la recogen y la llevan al hospital. Ya la tenemos en el hospital, como a la mujer de Plenilunio. Lo dicho: pobre señora.
El autor se aplica tanto en este argumento marujil que descuida que se está organizando una guerra, y entonces hace algo que nos vuelve a remitir a Cela. Su relato del asesinato del teniente Castillo y de Calvo Sotelo son cinco páginas en las que Muñoz Molina escribe una lista de titulares de prensa, que según cómo están colocados contrastan y subrayan lo absurdo de lo que sucede. Conviene comparar ese fragmento con el trato que Cela daba a esos asesinatos en la segunda parte de San Camilo 36. Cela utiliza el asesinato y el entierro como hilo conductor de la locura, con un nivel de detalle que dice mucho sobre el grado de documentación que requiere una novela, y no por voluminosa ni por importante sino por significativa, por poética. En Muñoz Molina se ve lo que ha hecho, el propio autor lo sugiere. Una tarde cogió un libro de periódicos de la época y fue anotando todos los titulares que le llamaban la atención. Ese fue todo el grado de elaboración que necesitaba la ambientación histórica, en este caso los cartonajes históricos de la novela rosa, que tampoco necesitan mucho para despachar a Unamuno con un cliché demagógico y barato. Los lectores de mesa camilla que aguardan la novela no saben quién es Unamuno ni les importa. Lo importante es a ver ahora qué pasa con ella, que encontró las cartas y fíjate tú qué disgusto la pobre. Total, como en Guerra y paz.

1.12.09

La fiambrera de Muñoz Molina, 2
























Ha salido a colación el San Camilo 1936. En una de las entrevistas promocionales de La noche de los tiempos, la que publicó Babelia, el entrevistador, con buen tino, le preguntó por la novela de Cela. “Es un libro muy importante”, dijo Muñoz Molina, escuetamente, sin aclarar la importancia ni extenderse en su consideración. Cualquiera que haya seguido a MM desde sus inicios asistió a la polémica que quiso organizar el ABC entre él y Cela, cuando Cela estaba ya abducido por la gloria y publicó una ridícula Pavana para un doncel tontuelo en la que acusaba a Muñoz Molina (“el garzón M2”) de haber sufrido a su costa un ataque de cuernos. Fue una cosa tabernaria, de amigotes, que vino a cuenta de una polémica anterior entre Umbral y Muñoz Molina. Umbral se había sobrado con él en Las palabras de la tribu, con él y con “los ciento cincuenta novelistas de Carmen Romero”, como llamaba a una generación en la que, además de MM, se dio por aludido Julio Llamazares, ese absoluto fracaso de novelista.
Por aquel entonces, principios de los 90, yo asistí muy divertido al rifirrafe. Me gusta Cela, me gusta Umbral y entonces me gustaba mucho Muñoz Molina, cuyo Ardor guerrero sigo considerando uno de los libros más importantes de aquella década, a mi juicio no superado por su autor. Estaba maravillosamente bien escrito y trataba el único tema del que todos los españoles han oído narrar algo, pero del que no se había escrito un libro convincente. El tema era apestoso, pero el contenido (“un ambiente de techos bajos”, dijo Savater) fascinaba desde la primera página, gracias sobre todo a la extraordinaria fuerza de la prosa y al esfuerzo de desnudez, sin esos añadidos estúpidos (literarios) que suelen embadurnar la prosa literaria española y que cada cierto tiempo necesitan un Baroja que los desacredite.
Pero también me gustaban los otros, Cela desde que tengo uso de razón, y Umbral desde que llegué a Madrid. Los dos escribieron su libro sobre la guerra, más de uno, aunque los mejores fueron, respectivamente, San Camilo y Leyenda del César visionario. Esta última es de lo mejor que hizo Umbral. No hay narración (Umbral no sabía narrar, sólo sabía escribir), pero su estética valleinclanesca devolvía con la deformación precisa el ambiente intelectual fascista en las vísperas de la hecatombe. El personaje era la prosa. Mi idea de los laínes quedó fijada en esas páginas; no así de Torrente Ballester, gran narrador, de quien Umbral hablaba mal igual que hablaba mal de Galdós, por ignorancia. No obstante, recuerdo, más o menos, una gran frase de aquel libro: “Foxá comía con cucharilla de plata, y Torrente con cucharón de palo para las sopas aldeanas”. El libro era breve pero era un constante sofoco de frases brillantes (sonoras, diría Marsé), aunque lo más importante es que daba una idea bastante aproximada de lo que pasaba por el cerebro de la intelligentsia estética joseantoniana, la píldora que se tragaron.
El otro libro, San Camilo, sigue siendo una pasada. No hay vez que no lo abra que no me quede pasmado con la potencia transparente de su prosa. El método, ya se sabe, era lo que entonces se llamaba estructural, es decir, una yuxtaposición de fragmentos que no se sostienen por una historia continuada sino por la fuerza de cada uno y la impresión del conjunto. Aquí no hay narración, pero sí hay novela, porque leerla es como estar dentro de un bombardeo, una locura que se agranda hasta extremos tan delirantes como ciertos. Cela escribió ese libro a finales de los 60, pero desde las primeras líneas se respira dentro de 1936. Cela te mete dentro de la locura colectiva, no te la enseña en fotos antiguas. Es difícil escribir con más desgarro sobre aquellos días sin soltar discursos ni sermones, más allá de las melopeas medio surrealistas que el protagonista se larga frente al espejo.
Cela publicó esta novela con 53 años, los mismos que tiene ahora Muñoz Molina. Ambas están escritas en el apogeo de sus carreras, las dos saludadas como obras maestras de sus respectivos autores. Las dos tratan el mismo asunto, y las dos parten de la misma idea: aquello fue una salvajada, una locura colectiva, una mezcla de instinto e ignorancia. Durante muchos años se le reprochó a Cela que metiera a todos en el mismo saco, tirios y troyanos borrachos de ginebra histórica, cegados por el entusiasmo de la sangre. Y eso es lo que hace Muñoz Molina, sólo que él se guarda la coartada de la excepción, del personaje excepcional, del artista sensato en un mundo de locos. Cela se hundió en ese fango y lo retrató con la amargura del hieratismo. Subió las trochas más difíciles en su camino por sacarle las entrañas a una época valiéndose de lo que se ve, de lo que se dice y se respira. En vez de sermones, Cela barajaba, yuxtaponía, contrastaba, pero no rellenaba con consideraciones ideológicas el torrente irrepresable de la prosa. La novela era un lugar hermético de 1936. Estás allí, no sentado en una butaca viendo documentales de la época, que es la sensación que yo vengo teniendo con Muñoz Molina.
Con esto lo único que quiero decir es que los dos han contendido en un momento de sus vidas con el tema, y los dos han coincidido en el fondo de sus apreciaciones históricas, pero uno de ellos, Cela, fue mucho más lejos. Los dos responden a la estética de su momento. A finales de los 60 y principios de los 70 se publicaban cosas aún más raras, casi todas lastradas por su audacia, que es un poco el defecto que tiene San Camilo, que es un libro sin principio ni fin, tan impactante y definitivo en una página como en cien. La novela entera, la lectura entera de la novela, de cabo a rabo, es un ejercicio de fascinación sin esperanza, pero yo me temo que habrán sido pocos los que hayan recorrido ese camino tan deslumbrante como agotador.
En el caso de Muñoz Molina, llevamos tantos años de posmodernismo cinematográfico mezclado con autoficción y desprecio de las medidas narrativas, que esa falta de contundencia general de la novela puede que sea una muestra más de lo que se sigue llevando. A la prosa poderosa la lastra, de momento, una falta de definición estética, un hacer cosas muy serias con métodos muy poco serios, poco menos que sacados del folletín y del tebeo, o de esas películas históricas en los que cada personaje representa una cosa, y la dice y se va. Pero así es la imaginación contemporánea, qué le vamos a hacer.

30.11.09

La fiambrera de Muñoz Molina, 1
























Como se trata de una novela de mil páginas, me detendré al final de cada tercio de La noche de los tiempos, la novela que acaba de publicar Muñoz Molina. En realidad no son mil páginas. Si lo fuesen, Fortunata y Jacinta debería tener dos mil y pico, y La última viuda de la Confederación lo cuenta todo, esa gran novela, más de tres mil. Pero las editoriales españolas ya han asumido como normales la letraja para niños, las cajas estrechas, los márgenes tremendos. Lo importante es el libro gordo, el objeto contundente. Menos importante, por lo que se ve, es coser los libros como es debido. Esta novela no es mucho más larga que El jinete polaco, que en su primera edición tenía casi la mitad de páginas. Pero bueno, manda el canon del libro electrónico. Manda la letraja.
El título no me gusta. Estoy un poco cansado ya de los títulos extirpados de la fraseología. Son títulos-foto, instantáneas de la lengua captadas como son. La costumbre tiene algo de trampa: el escritor no pierde el tiempo en aportar una frase nueva a su idioma. Cuando lo hace, cuando no recurre al acervo general, corre el riesgo de fallar, de que el título no prenda. Pero es algo generalizado: ha habido incluso escritores que se jactaban de haber utilizado un verso ilustre para poner de manifiesto la ignorancia de quienes alababan su originalidad.
La historia tampoco me gusta. No sé cuántas veces ha contado ya MM la historia del artista triunfador que se casó muy joven por error con una mujer paleta y al final logra pasar de ella y se reúne con su amante moderna y extranjera. Lo contó, demasiado crudamente para mi gusto, en la novelilla El dueño del secreto, y con diferente grado de detalle en El jinete polaco o en Ardor guerrero, o algo más disfrazada (disfrazada de loca) en Plenilunio. Cuando leo una novela pienso en su primera mujer, qué pensará la pobre viendo que en cada nuevo libro la mujer oficial es más gorda y más fea y la amante más guapa y más extranjera. En La noche de los tiempos la cosa se calca de un modo tan evidente que hace perder de vista que se trata de 1936 y no de los años 80. El protagonista, Ignacio Abel, responde a la descripción física del propio MM. Es un arquitecto moderno, hastiado del paletismo español, de las caras de pueblo (qué obsesión con cifrar la degradación personal en ese detalle), de una España rancia y analfabeta, de su mujer de culo gordo y tobillos hinchados, fea y sumisa. Llevo trescientas páginas y es de esperar que en los dos tercios que restan de novela esa mujer cobre un poco de dignidad, no sea un ejemplo mudo de la España deleznable.
Ignacio Abel tiene una amante a la que no le falta de nada: es guapa, culta, judía y norteamericana. Dejó a un escritor sin futuro y en España, ese país exótico, se lió con un arquitecto prometedor, por lo menos más prometedor que su marido. La dama en cuestión es como una estrella de Hollywood recortada y pegada en una postal cutre de la España negra. El protagonista viaja de Madrid a Nueva York, como MM, y describe lo que ve desde el tren donde viajó MM. MM está en todas partes, en todos los inagotables y pleonásticos juicios sobre cualquier cosa, en la rigidez de sus personajes (que se ponen rígidos hasta para correrse), en su condición exageradamente plana. Todo está contado en un pretérito imperfecto sin escenas, con personajes mudos en la cartelera de un cine de pueblo. En trescientas páginas no he encontrado un solo diálogo que no sea un intercambio de información histórica, ninguna escena (salvo, quizá, la de la amante que llama a casa de Abel vista por el niño) que muestre a los personajes, que los haga vivir.
Porque ese es, de momento, el principal problema que yo le encuentro a la novela, que no está narrada. Es un minuciosísimo argumento, pero no una narración. Es la hojarasca poética que sepulta cualquier mínima posibilidad de vida. La prosa de Muñoz Molina es excelente, pero también lo puede ser la de un ensayo, la de unas memorias disimuladas, incluso la de una novela. El problema es que con eso no basta. Uno no se cree algo porque el autor practique una larga enumeratio con el inventario del atrezzo. Para creerte una novela, para meterte en ella, hace falta que los objetos sirvan para algo, no expuestos en párrafos potentes, al margen del pensamiento y de la acción de los personajes. En ocasiones tenía la sensación de que los personajes se pasan la novela descansando, a la espera de que se acabe la relación pormenorizada, un poco funcionarial, de las circunstancias y los objetos, y puedan de nuevo hacer algo, cosas tan originales como meterse mano delante de las Meninas o…, ¿o qué más? Ah, sí, hay un tópico encuentro de ricos extranjeros que de la noche a la mañana (en el año 36) le ofrecen al protagonista un trabajo maravilloso en Estados Unidos. Lo demás está todo descrito, no narrado. Los personajes son figuras de cartón que el autor hace saltar de una página a otra. MM sólo narra lo primero, las circunstancias, pero cuando es hora de empezar la escena salta a la narración de otras circunstancias que también se quedarán huérfanas de acción.
Estoy seguro de que de ahora en adelante la novela me dará sorpresas agradables. De momento es una mala novela porque no es capaz de que el lector deje de escuchar en cada línea el sermón muñozmoliniano y vea a los personajes, a ver qué dan de sí. Aunque también puede ser que no den más de sí, que todo lo anegue el tsunami prosístico de Muñoz Molina, y uno no sea capaz de esa sensación privativa de las novelas que consiste en que el lector pueda vivir confortablemente viendo ir y venir a los personajes o a sus pensamientos y en que el narrador vaya detrás de los acontecimientos, no revelándolos ni juzgándolos sino conociéndolos a medida que se producen, que la gramática interna de la narración permite que se produzcan o exige un giro inesperado, o lo hace brotar. El estilo es tan inevitable como la imaginación. Un estilo que no fluye es un rollo, y una narración que no cobra vida por sí misma y sigue fielmente los planes previos inquisitoriales del autor, ésa es una narración fallida. Ni siquiera es una narración.
El estilo de Muñoz Molina es bueno pero tampoco tanto. Apenas pasa del primer grado de subordinación y abusa de las construcciones anafóricas, sobre todo de yuxtaponer parrafadas nacidas de un verbo en infinitivo, en participio o en gerundio, los odiosos gerundios. Y tiene un defecto que en un autor de su talla es inaceptable. Amplía sistemáticamente, añade frases como si aún no hubiera llegado a la formulación redonda, pero nunca elimina esas otras frases que le ayudaron a llegar a ella. No hay poda por ningún lado. Todo vale porque todo está dicho con rigor poético, aunque los personajes se comporten como muñecos de madera o como esos mitómanos de culturilla cinematográfica que siempre imaginan a mujeres desnudas bajo la gabardina de Humphrey Bogart. Eso sí que es de pueblo.
Dejo este tramo de lectura después de la mejor escena de cuantas llevo leídas, el bofetón al niño, buena por cómo está contada, no por ella misma, porque la hemos visto mil veces en escenas de padres formales que pierden la paciencia con sus hijos inocentes. La escena da pie al segundo movimiento de la novela, cuando, por así decirlo, ya está liada. Y entonces viene la primera gran sorpresa de la novela, lo verdaderamente inesperado de Muñoz Molina: su deuda estilística nada menos que con Camilo José Cela y el impresionante San Camilo 36. Pero eso merece una bernardina aparte.
Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.