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2.6.24

La mejor antología


En los años 80 circulaban dos antologías de Góngora, una de Ana Suárez Miramón, SGEL, 1983, que era la que se recomendaba en las facultades, ordenada por géneros y subgéneros y con una introducción continuista con respecto a los prejuicios del culteranismo, y otra de Antonio Carreira, Castalia Didáctica, 1986, que es la que siempre he utilizado y que ahora he vuelto a saborear de cabo a rabo. 
Pese a que el antólogo se convertiría luego en máxima autoridad en materia gongorina, aquel trabajo era un gran libro envuelto en un humilde continente. Su nombre no aparecía en la portada, por más que se trata de un libro de autor, y en su lugar se rebajaba la importancia de la edición con ese apellido, didáctica, que más bien la destinaba a las aulas de poca especialización, porque ya entonces el didactismo flirteaba con la banalidad lúdica, antes incluso de esa vergonzosa tapadera de la gamificación. Daba la sensación, por el tipo de papel, por la tipografía diminuta, por la oferta de la portada, de que se trataba de un libro de texto escolar, no de la más rigurosa y sesuda antología de que tenga uno noticia. 

Porque los cuadros cronológicos eran tablas históricas muy minuciosas; la introducción, un ensayo sobre el manierismo y el conceptismo que se apartaba de generalidades para ir a comparaciones concretas con otros poetas de la época o a las curiosas variantes del conceptismo que trasfundieron poemas entre géneros hasta llegar al desparrame del a lo divino; las notas y llamadas de atención no solo allanaban las dificultades de comprensión sino que lo hacían sin tomar al lector por tonto y sin apartarse de los grandes comentaristas contemporáneos de Góngora, desde Salcedo Coronel a Pellicer, o modernos, de Alonso a Jammes; los documentos comprendían cartas del propio Góngora en defensa de su obra, piezas poéticas escritas por sus defensores, homenajes contemporáneos (Guillén y Cernuda) e incluso libros raros sobre la Córdoba gongorina; y, en fin, las orientaciones para el estudio forman un artículo académico del más alto rigor sobre las interpretaciones discutibles de Góngora y la defensa de la claridad y de la precisión como las más elevadas aspiraciones del poeta. 

En medio, claro, una selección de sus poemas ordenada cronológicamente, no tan abundosa de sonetos y romances como la de Suárez Miramón, pero sí de letrillas y, sobre todo, de sus tres poemas mayores, el Polifemo, la Soledad primera y la Fábula de Píramo y Tisbe, sin recorte de ninguna clase, hasta el punto de que el único defecto que le veo ahora es que, en vez de la prosificación de la Soledad primera, ya podría haber incluido la Soledad segunda, donde están esos versos que tanto hemos repetido: «Mira que la edad miente, / mira que del almendro más lozano / Parca es interïor breve gusano». Pero bueno, también en la primera está el «doméstico es del sol nuncio canoro» con que durante tantos años hemos puesto a prueba la sagacidad de los alumnos, y de paso gamificábamos un poco a don Luis. 

La sensación que queda al leer esta antología entera, sin acudir a esos pasajes que año tras año íbamos cambiando para darlos a gustar o simplemente disfrutar de ellos (con más huellas en las páginas de unos que de otros, claro), aparte de que sigue siendo un completo y tan cabal como documentado estudio que ya arma el caballo de batalla que cabalgó Carreira durante su posterior carrera profesional, el conceptismo como fundamento del supuesto culteranismo, es la de que Góngora tenía tal dominio de la poesía que ni siquiera tuvo que limitarse a su propio genio más que para desembarazarse de tópicos petrarquistas y falsamente sentimentales en los que un artistazo como él no podía creer. El autor de piezas tan intensamente populares como La más bella niña o Hermana marica, patrimonio común casi desde que fueron compuestas, igual que letrillas como Que pida un galán Minguilla o, cómo no, Andeme yo caliente podía investirse de un sayal adamascado para sus primeros sonetos de amor solemne, y los últimos, porque Góngora prefirió los campos a los sentimientos, las fábulas a los sinsabores y el ingenio a los alardes. Leo y me sorprenden notas que en su momento añadí, por ejemplo a Entre los sueltos caballos o En un pastoral albergue, junto a cuyos versos «Las venas con poca sangre, / los ojos con mucha noche» anoté alguna vez un «Lorca» que me dice mucho más que muchos de los manidos elogios del tricentenario. 

Pero sobre todo he vuelto sobre los poemas más subrayados, muchos de los cuales llevan la nota VIRG. al margen, que no es de virgen sino de Virgilio, y que coincide con cada vez que me encontraba (y me he encontrado ahora) con la operación poética virgiliana por excelencia: llevar lo más humilde hasta su más luciente altura poética, en romances como Ahora que estoy despacio, donde además acompaña la simpatía del Góngora epicúreo y desenfadado, o sonetos como Cosas, Celalba mía, he visto extrañas, que rebosa de esa pasión virgiliana por la grandiosidad natural, ese nombrar hinchiéndose, ese gozo del plasmar.

Carreira no se deja, por supuesto, los más célebres sonetos, de Córdoba a la dama que se picó con un alfiler, pero tampoco ese ramillete sombrío del final, cuando peor lo pasaba y el mal genio del Mal haya el que a señores idolatra se funde con el desengaño del final. Y aun así nos quedan los tres grandes, que uno lee y vuelve a leer y no sale de su placer ni de su asombro, sobre todo de las Soledades, acaso el más virgiliano de todos, y por eso el más cercano, cuya edición a cargo de Robert Jammes es uno de esos libros que uno empieza a tener ya desbarajados de tanto manoseo. Últimamente le toca más al Píramo y Tisbe —por otros motivos de índole académica—, que Góngora le satisfacía especialmente, y no es de extrañar, esa mezcla total de registros y de géneros, ese dominio absoluto del octosílabo castellano, de su música y sus posibilidades expresivas. Pero vuelvo a las Soledades, y algo ya poco natural me tiene que estar afectando cuando paso por encima de las prosificaciones, como si ya hubiese aprendido esa lengua de los dioses. Como aquel que limpia los cajones y ordena papeles viejos, estos días leo libros que usé mucho y que ahora que oficialmente dejo de usarlos no quiero que se queden dormidos. En los 80 esta antología tenía sentido. Hoy sería un libraco hiperespecializado. Pero Góngora lleva siglos pudiendo con todo. ¡Si pudo con Menéndez Pelayo, no ha de poder hoy con los ludópatas de la pedagogía!


Luis de Góngora, Antología poética, ed. Antonio Carreira, Castalia Didáctica, 1986, 372 p.

24.5.24

La música de Góngora


Entre las muchas satisfacciones y regocijos que me ha proporcionado la lectura de Nuevos gongoremas ha habido dos pasajes que sirvieron para reafirmarme en una vieja comparación, un cierto vínculo entre la fascinación que me producen Luis de Góngora y Johan Sebastian Bach. En ambos casos disfruto de su luminosa perfección, ajena por completo al alarde gratuito, a la demostración o al desparrame, al fraude de la emotividad desmelenada. Esa detención serena me parece lo más intensamente poético de uno y de otro. Como decía Cernuda (y cita Carreira, p. 554), uno de los rasgos más característicos del estilo de Góngora es «la exclusión de pasiones y sentimientos», que para mi gusto disfrazan de grandiosidad más que engrandecen. En otro lugar dice Carreira: «Góngora no abre sino que cierra, espléndidamente, una epoca de gran poesía española —como un siglo más tarde J. S. Bach cerrará más que abrirá, asimismo genialmente, otra de gran música germánica» (p. 381), y poco después añade: «A Bach le sucedió, no le siguió, Mozart, que sí inauguró una nueva época en la música (…). A Góngora, en cambio, le siguieron muchos pero no le sucedió nadie».
Como degustador de poesía, esa mezcla de curiosidad y fascinación, y mi sentido de la poesía como un arte estático, contemplativo, meditativo, no simplemente fraseabundo, hizo que me tomara siempre más en serio a Góngora que a Quevedo, y volviera una y otra vez a saltar de un romancillo a una octava real, de una letrilla a un fragmento de silva, encandilado con la versatilidad y tan restallante como contenida perfección de nuestro más grande poeta. Pero fue en 1998, con la publicación de Gongoremas, de Antonio Carreira, cuando mi afición de catador evolucionó a placer estudioso. Aquel deslumbrante manojo de estudios gongorinos me llevó a lo que Carreira llama los Antiguo y Nuevo Testamentos gongorinos, respectivamente los estudios de Dámaso Alonso y los de Robert Jammes, después de los cuales Carreira vendría a ser algo así como Santo Tomás de Aquino… Y a esos estudios monumentales siguieron los de Antonio Vilanova, Querol Gabaldá, Emilio Orozco, Sánchez Robayna, José María Micó, Matas Caballero, Mercedes Blanco y una lista que ha seguido completándose, además de con las imprescindibles ediciones de Carreira (sus Romances en Quaderns Crema, sus Obras completas en Castro, etc.), con la exposición del año 2012, La estrella inextinguible, que tuve ocasión de ver en la Biblioteca Nacional y cuyo catálogo sigue siendo una fuente de información crítica inagotable, gracias, sobre todo, a la bibliografía que preparó para la ocasión el propio Carreira.

De modo que la lectura de estos Nuevos gongoremas es un volver a territorio amigo, por más que sea un libro, a mi juicio, excesivo en el sentido de que deberían haber sido dos, uno de tono más filológico, el compuesto por los trece primeros estudios, y otro más dedicado a las reseñas críticas y, sobre todo, a la huella de Góngora en otros poetas menores, sobre todo hispanoportugueses. Cualquiera de las dos partes, sobre todo la primera, habría tenido la extensión y la enjundia de aquellos célebres Gongoremas, a los que no dejo de volver.

Entre las confusiones que entre ambos libros Carreira no ha dejado de aclarar está la de deslindar artificialmente lo que durante demasiado tiempo se ha llamado conceptismo y culteranismo, y que se debe, aparte de al desprecio que el siglo XVIII le dedicó a Góngora, a la fijación que Menéndez Pelayo («el montañés henchido por sus dogmas», dijo de él Cernuda) tuvo con el gran poeta, a quien no entendió o no tuvo paciencia para entender, acostumbrado como estaba a leerlo todo a toda velocidad. Góngora no es poeta de lecturas diagonales (ni siquiera horizontales, si me apuran) sino de una verticalidad consecuente con la «densidad, o concentración» de su lenguaje poético. Su conceptismo puede ir más allá, por la vía de la paronomasia, de la semejanza, de la alusión o de cualquiera otro recurso, que el de cualquiera de los tópicamente llamados conceptistas, y el supuesto gongorinismo no es más que una forma un tanto hipertrofiada de imitar (o de detestar) el conceptismo del cordobés.

Y de todo hubo. Del mismo modo que su humor tiende a lo jovial, no a lo esquinado (a lo epicúreo, no a lo neoestoico), a Góngora se le reprochó en su tiempo —Jaúregui en su Antídoto, por ejemplo, «porque dedica al paisaje y a la vida rústica todas las galas entonces reservadas para los temas sublimes» (p. 74)—, uno de los rasgos más sobresalientes, porque «lo difícil es hacer alta poesía con materiales deleznables; Góngora lo consigue, y en ello estriba buena parte de su modernidad, según notó Robert Jammes» (p. 62). De su modernidad, añadamos, y de su clasicismo, porque no en otra labor consistió la revolución poética de Virgilio en sus Geórgicas, libro que asoma una y otra vez por la obra de Góngora. Buena muestra es el estudio ‘El sentimiento de la naturaleza en Góngora’, que arranca con un una declaración del todo virgiliana: «Decía Unamuno que hay dos actitudes literarias ante la naturaleza: la primera consiste en describirla minuciosamente; la segunda, en transmitir la emoción que ante ella se siente» (p. 64). Estos paisajes virgilianos de Góngora son «fruto de su ausencia, de la nostalgia» (p. 68), como disfrutamos en el soneto «¡Oh fértil llano, oh sierras levantadas!». Y todo ello por no hablar de la estética del bodegón y del topos de la Cornucopia que el poeta desarrolló en el Polifemo y que por sí mismo constituye un género literario, el de los productos humildes que ofrece el pastor envueltos en la más alta poesía.

Son muchos los pasajes en los que Carreira nos lo vuelve a recordar, pero baste con uno (p. 72). Hablando del momento en el que Polifemo asusta y espanta a Acis y Galatea y lo compara con el labrador que asusta sin querer a una pareja de liebres encamada, dice: «Góngora no solo era buen observador, sino también amante del campo y sus productos, como lo manifiesta ocasionalmente en su epistolario. Si lo evoca tan a menudo en sus mejores momentos es porque lo considera, como Lope de Vega, digno de figurar en lo más alto de la lírica: el ejemplo es para él, más que Horacio, Virgilio en sus Bucólicas y sobre todo en las Geórgicas». Y, más contundente aún, añade: 


«No hay en toda la poesía clásica española nada comparable a las Soledades, tanto desde el punto de vista formal como desde el pictórico, ecológico o como queramos denominar esa paleta que reserva sus colores más vivos, sus matices más delicados, para pintar cuadros de la naturaleza en la que viven hombres sencillos como los de la edad dorada. En este sentido Góngora es el Virgilio español, y las Soledades, sus Geórgicas. En la poesía posterior hay imitaciones, influencias, pero tampoco nada comparable, porque con Góngora ocurrió lo que con Cervantes: la literatura española tardó siglos en asimilar la novedad de sus creaciones». (p. 78)


Otra de las facetas de la falsa distinción entre lo conceptista y lo gongorino es el confundidor y artificial enfrentamiento entre Góngora y Quevedo, que Carreira desautoriza en dos de estos trabajos. Al menos uno de ellos, ‘Presencia de Góngora en la poesía de Quevedo’, debería leerse como aperitivo de cualquier incursión académica para no iniciados, para darse cuenta de que, primero, y por una sencilla cuestión de edad, los dos poetas no podían enfrentarse. Para Góngora, Quevedo no pasa de ser un neófito con puntas de pipiolo; para Quevedo, Góngora no puede dejar de ser un maestro sin igual. Y esa bandería de lo quevedesco-conceptista y lo gongorino-culterano, tan abonada por la impaciencia desdeñosa de don Marcelino, no solo no es cierta sino acaso del revés, como muestra Carreira en ‘El conceptismo de Góngora y el de Quevedo’. El propio Gracián saboreaba con delectación las sutilezas gongorinas, auténticos conceptos en cuanto a relación entre desemejantes, más fáciles (y demagógicos, como siempre) en el caso de Quevedo. Pero este es un asunto casi personal: conforme pasa el tiempo y se sigue agrandando la figura de don Luis, don Francisco, sin dejar de ser un gran escritor, es cada vez más falso y chapucero, más rastrero y ventajista, más solemne que profundo. Solo faltaba, para darle la puntilla, poner de manifiesto, como hace Carreira, que el recurso de entrelazar el sentido de los versos en los tercetos de Amor constante más allá de la muerte ¡también está tomado de Góngora!

La diferencia entre ellos llega lejos, más a lo incompatible que a lo enfrentado, pero no dejaron de practicar la misma estética de su tiempo. Dice Carreira (p. 392):


Góngora y Quevedo fueron muy distintos, todo lo distintos que pueden ser dos personas: Góngora, epicúreo y vividor, amante de la música, de los gustos y los colores, de cuanto el mundo ofrece de placentero. Quevedo, sombrío, amargado, ceniciento, obsesionado con la muerte, encadenado a la ortodoxia, despreciador del género humano y de la vida misma, al menos de labios afuera. Pues bien, hombres tan contrarios practicaban una misma estética: el conceptismo, una de cuayas vertientes es el llamado culteranismo, ya que las bases culturales de uno y otro eran comunes.


Una segunda parte de estos Nuevos gongoremas es la dedicada a cuestiones de ecdótica, de transmisión textual y canon poético, asuntos en los que Carreira es un consumado especialista. Su trabajo, por ejemplo, sobre la ‘Difusión y transmisión de la obra gongorina’, o, sobre todo, ‘Manuscritos y ecdótica: en torno al corpus de las décimas’, de abrumadura erudición, dan buena prueba de ello. De distinto signo son otros como ‘La musicalidad del Polifemo’, muy escéptico en cuanto a las tradicionales conjeturas sobre la coloración de los versos (y el ejemplo, que tantas veces hemos puesto, de infame turba de nocturnas aves le sirve a Carreira como prueba tan seductora como poco convincente), o dos, excelentes, sobre cuestiones históricas gongorinas. El primero, ‘Fuentes históricas del Panegírico al duque de Lerma’, aparte de subrayar la fidelidad de Góngora en su obra a la historia de su tiempo (salvo en las fábulas mitológicas o en la poesía sacra, naturalmente), rastrea las circunstancias en las que Góngora se planteó, desarrolló y dejó sin acabar el Panegírico, entre otras razones porque su destinatario, muy probablemente, no lo entendió, si bien las propias circunstancias del duque pudieron desanimar al poeta, siempre errado en su afán (poco afán) de idolatrar señores. 

El otro artículo de asunto histórico es ‘El conde duque de Olivares y los poetas de su tiempo’, otro caso más de lo desalentador que tuvo que ser Madrid para Góngora y el poco caso que sintió que a pesar de todo se le hacía. Claro que, tratándose del conde duque, el hombre más ocupado de su tiempo (un Menéndez Pelayo de la política), era imposible abarcarlo todo, contentar a todos o siquiera saber quién se acercaba a sus dominios, por más que en ocasiones fuera tan cordial con el poeta. Carreira recorre, sobre todo, la biografía de Marañón, con quien discrepa en algún momento, y la de Elliott, y en todo caso deja claro que, a pesar del torbellino vital del conde duque, no se debe «acusar a Góngora de doblez e ingratitud con quien más lo protegió, le concedió mercedes y le mostró afecto. Si hubiera habido entre ellos la menor diferencia, don Antonio Chacón, amigo de ambos, no habría dedicado al prócer el precioso manuscrito que recoge la obra del poeta y que probablemente fue la mayor joya de su biblioteca desde 1628».

Completa esta primera mitad del libro un estudio de acaso menos fuste sobre los romances de Las firmezas de Isabela, pieza singular en la obra de Góngora que, por lo que dice Carreira, sigue sin estrenarse, y que incluso en su época era de obligada lectura previa (estudio incluso) si es que uno quería enterarse de algo, ya fuera la trama o el contenido de los versos. Con ella Góngora cumplió una de esas obras maestras imposibles que permanecen precisamente por su radical extravagancia, por su extremosa dificultad, teniendo en cuenta, como bien sabía Lope, que el teatro está hecho, por encima de todo, para ser escuchado y entendido, y no solo por los más cultos.

Hasta aquí (p. 274), una primera parte de tono estrictamente filológico, dicho sea en un sentido que viene a justificar el hecho de que la segunda sea, a mi juicio, contenido para otro libro. Carreira es ese tipo de filólogo científico que se ocupa de aclarar el sentido literal de los textos clásicos, buscar sus más fieles lecciones y explicar sus contextos históricos y literarios, es decir, presentar las obras limpias y ordenadas, que es el trabajo más difícil para un historiador de la literatura, porque lo otro, la interpretación, tiende a lo errante y peregrino si no se sustenta sobre bases estrictamente comprobables.

De manera que esta segunda parte se dedica sobre todo a la reseña de trabajos sobre Góngora, algunos admirados por Carreira, otros despreciados con tanta razón como poco rebozo. Entre los primeros están los dedicados a los «estudios complementarios» de Robert Jammes, para cuyo elogio no excluye Carreira sus disensiones; el de Mercedes Blanco, en uno de los últimos grandes libros sobre el poeta, Góngora o la invención de una lengua, sobre todo en lo que atañe al conceptismo de Góngora, sus manantiales clásicos, su sentido de lo popular (otra vez lo humilde en las alturas de la poesía) o cuestiones de más detalle, con frecuencia mal interpretadas, como la relativa a los obeliscos en Góngora; o, finalmente, a Sánchez Robayna, aparte de cuya Siva gongorina publicó unas Nuevas cuestiones gongorinas de las que se ocupa Carreira y que abordan temas relativos a la recepción, a la lectura personal, no cultural, de la obra del poeta, incluida la traducción o la puntuación, asunto este último que sigo considerando una asignatura pendiente de las ediciones gongorinas, incluidas las de Carreira, más pendientes muchas veces de señalizar la sintaxis que de desatascar el flujo de los versos. En otro sitio ya conté que, de la dedicatoria del Polifemo según la editó Alonso, sobran casi todas las comas sin que el sentido se resienta en absoluto.

No todo, sin embargo, son elogios. El divertido capítulo ‘Las Soledades y la crítica posmoderna’ es una sucesión de mandobles a todos esos críticos a la violeta (Beverley, McCaw, Chemris, Baena, Collins) que, casi siempre desde universidades norteamericanas, se han dedicado en las últimas décadas del siglo XX y primeras del XXI a la crítica gratuita, generalmente basada en prejuicios a cuya horma someten cualquier caprichosa interpretación. Lo que empezó siendo una lectura psicoanalítica, o marxista, o deconstructiva o de cualquier otro pelaje, no generó más que libelos cantamañaneros en los que todo cuadra menos el rigor de los datos con que se sustenta. Fue una plaga, ciertamente, y hoy en día el virus de la cancelación no creo que haga que flojee. En el caso que nos ocupa, aparte de lo divertido de los dardos que lanza Carreira, queda la duda de por qué tan excelente filólogo ha perdido el tiempo en leer libros tan malos. 

Caso aparte, que tampoco se libra de las pullas, es el de la prestigiosa Margit Frenk, empeñada en afear la monumental edición de los romances gongorinos de Carreira sobre bases de tradición oral, no escrita. Carreira documenta que la transmisión musical es esencialmente deturpadora, y que no es lo mismo una variante que una errata. En resumen, para Carreira, «el trabajo de M. Frenk (…) tiene algunos puntos débiles: cree válidos para la poesía culta criterios que rigen en la popular, aplica a la poesía áurea conceptos más bien apropiados a la medieval, y atribuye a las versiones musicales un valor textual del que carecen» (p. 371), algo que se molesta en argumentar con la rigurosa minuciosidad que preside toda su obra filológica.

Saberse a Góngora de memoria tiene estas cosas, que no se le escapa detalle, por más que a veces, de tan abundantes, dé la sensación de que el objeto de su crítica es un pobre aficionado (y en ocasiones así es). Pero otras veces la virtud redunda en espectáculo de erudición. Carreira pasa el escáner gongorino por la obra de Pedro Espinosa, de Quevedo, de Francisco Manuel de Melo («el inventor nada menos que del verso libre en las lenguas romances», p. 419), sobre cuyo romancero español y portugués también se extiende el autor; de Antonio de Solís, de Ovando y Santarén, de Gregorio de Matos…, en una larga y documentadísima parte, tan amirable como agotadora, que traslada a Góngora al otro lado del océano, en convivencia con la lengua portuguesa.

Los últimos trabajos de Nuevos gongoremas nos acercan a la influencia de Góngora en los siglos XX y XXI, a través de una décima de Jorge Guillén, y la diferencia entre el Guillén gongorista y el gongorino, entre el estudioso y el emulador, y sobre todo del Poema del agua de Manuel Altolaguirre, uno de los asobrinaditos del 27 al que los propios del 27 tampoco tomaron demasiado en serio, siendo como era uno de los mejores, y este poema en concreto uno de los más decididos acercamientos a la poesía gongorina, porque lo demás, empezando por Alberti, no son más que pastiches (claro que, ¿alguna vez escribió Alberti algo que no fuera un pastiche?). Es cierto que, salvo la antología de Diego y los trabajos de Alonso, además de algún estudio de Cernuda y acercamientos como el de Altolaguirre (y eso sin hablar de Hernández), la conmemoración de Góngora fue más aparente que sincera, lo celebraron más que lo entendieron, Neruda el primero, pero también Lorca, y su influencia, como siempre, fue penetrando como el agua que humedece a pesar de que la tierra no ponga de su parte. 

El libro se cierra con dos trabajos bien distintos. El uno, a propósito de Cisne andaluz, la antología de Carlos Clementson de 2011, incide en los textos que no están pero deberían estar y en los que ni están ni deberían, aunque también alguno que aparece por los pelos. La nómina es abundante y da idea del profundo conocimiento que tienen Carreira de la poesía contemporánea (de la que en 2022 apareció una estupenda colección de estudios en la editorial Renacimiento), y también del mal genio que se le pone con los oportunistas y los cantamañanas, que son legión y están muy bien situados, desde los que traducen a lenguaje modelno versos manidos de Góngora hasta los que presumen de modernizar el Quijote, ignorantes, ay, de que «lo que está dicho de forma inmejorable no tiene sentido decirlo de nuevo» (p. 553).

Dejaría un poco en sombra semejante libro esta última sarta de despropósitos de aficionados si el colofón no fuera un breve texto sobre, esta vez sí, uno de los más grandes homenajes que se tributaron nunca a Góngora, el de Sor Juana Inés de la Cruz en su Primero sueño, editado junto a las Soledades en 2009 por Carreira y Alatorre, un ejemplo de hasta dónde llegó desde muy pronto el magisterio de Góngora cuando se topó con mentes tan lúcidas y tan sensibles.


Antonio Carreira, Nuevos gongoremas, Universidad de Córdoba, 2021, 605 p.

21.1.24

Disfraces de hombre


Los esfuerzos de parte de la crítica cervantina no han conseguido que Las dos doncellas merezca más consideración que la de una novelilla de relleno, una historia sentimental al estilo de las de Fernando y Luscinda, llena de inverosimilitudes, armada como una comedia de enredo, pobre en episodios y rica en detalles innecesarios, y con unos personajes puestos como de bulto, si no desdoblados. Uno piensa que la novelilla tiene su gracia, y que entre sus virtudes hay una que la hace sobresalir, el hermoso estilo galante de su escritura, sobre todo de los discursos que pronuncian sus personajes. Lo malo es que las circunstancias de estos agones y confesiones hacen que el conjunto resulte, en ocasiones, un poco manido.
Pero tiene más virtudes. No sé cuántas novelas antes que esta habrán empezado con un jinete que llega muy cansado a una venta en plena noche y pide al ventero que dé de comer a su caballo y le prepare una habitación en la que no quiere que entre nadie a molestarle. Muchas, ciertamente, la mayoría en la literatura romántica, que para estar bien contadas no tienen más que seguir punto por punto la narración cervantina. Otra cosa es lo que empieza a suceder después.

Entre las acusaciones de inverosimilitud, abunda la de que el jinete es una mujer vestida de hombre que, deshonrada por un burlador, lo persigue para cantarle las cuarenta, al mismo tiempo que huye del castigo que seguramente le impondrá su hermano. Cosas del honor. Pero el caso es que en la venta solo hay un cuarto con dos camas, y a pesar de que la dama disfrazada paga por las dos, el ventero acepta el dinero de otro viajero para compartirla, un sabueso que olfatea que su compañero no es un hombre pero por la voz no reconoce que se trata de su hermana… Hay que tener mucha entrega lectora para tragarse semejante inicio, pero he de recordar que Javier Marías, en Mañana en la batalla piensa en mí, hizo algo muy parecido, con un matrimonio que no se reconoce metido dentro de un coche, él haciendo de cabrito y ella de prostituta, creo recordar. Si entonces nadie se rio a mandíbula batiente de semejante escena fue porque se trataba de Marías, así que, siendo Cervantes, mucho menos. Y, por otra parte, una vez que aceptamos eso, la historia puede contarnos lo que sea. 

Todo, como siempre, es muy teatral. Las mujeres vestidas de hombre son muy comunes en la comedia del Siglo de Oro, y eso que en España no daban lugar a las complicaciones del teatro inglés, en las que un actor hacía de mujer disfrazada de hombre, que ya es difícil. Aquí, por lo menos, las mujeres eran mujeres y los disfraces eran disfraces, y algunas, como la Riquelme, capaces de ponerse pálidas o coloradas según lo exigiera el papel, eran grandes damas de la escena. Aquí Teodosia es una joven deshonrada por Marco Antonio, que gozó de ella y «apenas hubo tomado de mí la posesión que quiso, cuando de allí a dos días desapareció del pueblo». Rafael, el hermano de Teodosia, algo decepcionado porque semejante compañero de cama sea su hermana, desmiente los temores de la moza y juntos salen a buscar a Marco Antonio, malo, falso, engañador, que acaso se haya ido a Barcelona, tierra de bandoleros, a embarcarse en una galera rumbo a Italia. No aparecen aquí bandoleros, pero sí sus víctimas, entre ellas otro mozo de orejas perforadas que en un principio nos recuerda al bueno de Andresillo pero resulta ser Leocadia, también galanteada por el dichoso Marco Antonio, y de quien, faltaría más, se enamora ipso facto el fauno Rafael, porque…


…esta fuerza tiene la hermosura, que en un punto, en un momento, lleva tras sí el deseo de quien la mira y la conoce, y cuando descubre o promete alguna vía de alcanzarse y gozarse enciende con poderosa vehemencia el alma de quien la contempla, bien así del modo y facilidad con que se enciende la seca y dispuesta pólvora, con cualquiera centella que la toca.


Así que, llegados a Barcelona («flor de las bellas ciudades del mundo, honra de España…»), Teodosia está celosa de Leocadia porque también la sedujo Marco Antonio, y Rafael de Marco Antonio por lo mesmo, y las dos mujeres, aún en su hábito de hombres, acuden a defender al maromo cuando lo encuentran en una batalla campal entre lugareños y viajeros de las galeras, follón que entonces debía de ser frecuente por aquellos pagos, y que se salda con una pedrada en la mala cabeza de Marco Antonio, al que Leocadia se lleva en un barco, entre raptora y redentora, paciente y enfermera, mientras el otro, y no solo por la pedrada, parece no enterarse de nada.

Tiene lugar entonces el pasaje más hermoso de la novelilla, el agón de Leocadia y Marco Antonio, en el que la una le abre sus sentimientos en canal y el otro se sincera del modo que más conviene a la trama: no puede ser ese final feliz porque Marco Antonio se limitó a juguetear con Leocadia («la cédula que os hice fue más por cumplir con vuestro deseo que con el mío»), y con la otra, con Teodosia, fue más allá y tiene que responder como caballero, se supone que como el mismo caballero que salió pitando a Italia sin preocuparse por lo que dejaba detrás. Pero esto no es una tragedia y Leocadia no comete ninguna barbaridad ni se deja llevar por la cólera ni por la desesperación, más bien acepta la situación de mala gana («sabe el mismo cielo con la vergüenza que vengo a condecender con vuestra voluntad») y se resigna a casarse con el otro, con Rafael, de modo que, si no las del amor, por lo menos cuadren las cuentas del relato. 

A Cervantes debió de parecerle corta la historia (y sin embargo no se extendió con los prometedores bandoleros) y añadió una escena de novela de caballerías con los padres de las criaturas, broche brillante más que necesario, curioso más que revelador, interesante por estrambótico, y por lo que nos dice de cómo Cervantes componía, añadiendo colores de una paleta de géneros que iba combinando según las necesidades del relato y su más adecuada extensión. 


Miguel de Cervantes, Las dos doncellas, en Novelas ejemplares, ed. Jorge García, 2005, pp. 441-480

19.1.24

Jirones que casan


La ilustre fregona
son dos novelas en una, acaso dos demasiado breves que dieron una de las más largas de la serie, anudadas por una apoteosis de reencuentros y anagnórisis que pone todo en orden menos la persistente idea de que allí había dos historias diferentes, tantas como sus protagonistas, Carriazo y Avendaño, dos estudiantes con alma de pícaros que hoy en día podrían haber dado nombre a un bufete de abogados. Es inevitable pensar si estos dos pollos no serían una nueva página en la vida de Rinconete y Cortadillo, aunque nos lo quiten de la cabeza los ascendientes familiares, que son los que redondean la trama. 
La novela de Carriazo, sin embargo, es novela de aguadores, de tahúres folkóricos, lo que en Cervantes implica realismo cotidiano y personajes divertidos. Ambos acuden a una venta toledana, se cambian de nombre y fingen ser criados (ya estamos con las metamorfosis teatrales) que esperan a sus señores, lo que permite una pasarela de mozas a lo Maritornes, la Gallega y la Argüello, más descaradas y bebedoras y con el encanto triste del desaire, de las que los falsos criados huyen como de la tiña. Carriazo, en quien «vio el mundo un pícaro virtuoso», se compra un burro y se dedica a llevar agua, en el Toledo del artificio de Juanelo, pero Avendaño se prenda de otra supuesta criada que se llama Constanza, el mismo nombre que, convertida ya en señora, acabó teniendo Preciosa, la Gitanilla. Carriazo funge de pícaro y Avendaño de rondador. Al uno le caen palos a mansalva, él que quisiera gozar en su almadraba, en aguas más libres y más bravas, y el otro sufre porque la bella Costancica tiene otro pretendiente de la misma talla que él y que no finge ser más pobre. Sin embargo, como se hace pasar por criado, tira del mismo recurso que en el Persiles usará Clodio, contar a su amada por carta una verdad inverosímil: que él no es un criado, que en realidad es un señorito de posibles, etc. La reacción de Constanza, lógicamente, es quitárselo de encima.

Lo que aquí llamo dos novelas no es más que un contraste bien fundido entre lo popular, folklórico incluso, y lo culto, idealista y señoril. Frente a las coplas bailables y entremesinas de los criados Cervantes escribe a la bella Constanza poemas de un idealismo culto y refinado. El contraste no es un apaño sino una técnica que llevará al extremo en el Quijote. En este caso la dama intocable es Constanza, de quien todos hablan menos ella, a quien se describe pero no se oye, en un afán idealizador que a Cervantes le viene muy bien para quedarse con sus deliciosos pormenores realistas: el mesón, las mozas, los aguadores, el bullicio que precede a la llegada de los figurones. Igual que en el Quijote, el mesón o venta es escenario por el que van pasando los personajes que reúne la casualidad. Así, el final es un zurcido en el que todas las piezas salen para saludar. El padre de Carriazo, que no hace mucho caso de las mujeres, resulta ser también el padre de Constanza, con cuya madre, en el descanso de una jornada de caza, yació mientras ella dormía, asunto al que no se le da más importancia que la de la casualidad campestre y la ascendencia noble de la protagonista, del mismo modo que todo son consuelos y comprensión hacia la madre que deja a su hija recién nacida con unos venteros pobres. 

Como me sucede con otras historias, todo es delicioso hasta que toca recoger. A la crítica, en cambio, se le hace la boca agua con lo que no deja de ser un apaño. Es verdad que el pergamino roto en dos, con letras en cada uno de los pedazos que forman el mensaje verdadero, es un símbolo de la novela entera, que quizá por separado no tendría más gracia que, tratándose de Carriazo, recurrir al cuento del burro: el pícaro que se juega un burro por cuartos pero cuando lo pierde se niega a darlo porque no está claro a qué cuarto pertenece la cola, una treta que, mutatis mutandis, no deja de recordar a El mercader de Venecia; y que, tratándose de Avendaño, quedaría un poco rara con la aparición del padre porque obligaría a un incesto indeseable (algo que en el Persiles también tuvo que solucionar), de manera que Carriazo facilita que Avendaño pueda casarse con Constanza sin que el asunto se turbie de consanguinidad y Avendaño colabora en que Carriazo no siga su ruta picaresca rumbo a la almadraba y se quede recibiendo mamporros en su oficio de aguador.

Más allá de eso, las interpretaciones, tan profusas y variopintas como las de toda la obra cervantina, llegan en La ilustre fregona al parasismo, sobre todo cuando asoman (asomaban) los críticos psicoanalistas, que nadan en las aguas de los cántaros como en los líquidos amnióticos de sus delirios y levantan un obelisco historiado con la cola del burro perdido a cuartos. Lo cierto es que ya en el título da pie Cervantes a todo tipo de especulaciones, empezando por si es o no es una paradoja lo de ilustre fregona, habida cuenta de que en la época la fregona solía dedicarse a la prostitución, y el lustre se refería solo al de la nobleza de sangre, no al de los suelos, ni siquiera al de las vajillas, que es del que se ocupa Constanza. Para muchos ese título es como los dos trozos del pergamino que hay que juntar para que se sepa la verdad, es decir, dos partes distintas, independientes pero complementarias, y para otros es tan natural y coherente como la historia misma, incluso más edificante: tan ilustre es Constanza como Carriazo. A la una la llevó un cuento de hadas a una venta donde abundan los arrieros, y el otro quiso huir de la nobleza ilustrada y engolfarse con los pícaros, pero la lealtad hacia el amigo enamorado impidió que continuase con su novela. Qué sería de las novelas de Cervantes sin ese sentido de la amistad.


Miguel de Cervantes, La ilustre fregona, en Novelas ejemplares, ed. Jorge García, Galaxia Gutenberg, pp. 371-440

17.1.24

Esclavos del son


La crítica contra los vejestorios que pretenden o se casan con jovencitas es tema recurrente en Cervantes: el rey Policarpo en el Persiles, el miserable cadí de La española inglesa, etc. El asunto se convirtió en tema de comedia (y llegó al neoclasicismo en versiones más bien descafeinadas), pero a Cervantes le gustaba la mezcla clásica con otro de sus temas predilectos, «la pestilencia de los celos», otro tema recurrente del Persiles.
En el caso de El celoso extremeño, Cervantes sigue una trama sin desparrames, sencilla y proporcionada, pero tiene el buen gusto de llegar a un final más sofisticado que el propio mensaje que aparenta transmitir. Carrizales es un pobre hombre que ha hecho fortuna en las Indias y es como esos indianos que cuando volvían a España les daba el tiempo justo a construir un palacio, verlo acabado y morirse. Lo pensaba no hace mucho en Asturias, viendo aquellas ruinas de casonas, levantadas en la vejez para una descendencia que nunca hubo, o que nunca estuvo bien avenida… En el caso de Carrizales, no le basta con un casón, él quiere un convento donde encerrar a la hermosa e inocente Leonora, quien «pensaba y creía que lo que ella pasaba pasaban todas las recién casadas», esto es, vivir rodeada de un aburrimiento suntuoso, en un rico aislamiento en el que no hay más alegría que las consejas de sus criadas. Carrizales construye una cárcel en la que meter el gineceo que contemple a su querida esposa, custodiado, ay, por un esclavo negro, Luis, quien tampoco puede salir del lóbrego vestíbulo, cerrado a cal y canto, como el gallinarius de las granjas romanas.

Eran muchos por entonces los esclavos negros, y ya Cervantes nos avisa de «la inclinación que los negros tienen a ser músicos», en este caso suficiente para que Loaysa, un señorito de la «gente baldía, atildada y meliflua», utilice una guitarra de palo y unas cuantas cancioncillas para doblegar la voluntad de Guiomar y dejarlo entrar en la casa. Igual que el Rodolfo de La fuerza de la sangre o el mismísimo don Juan Tenorio, el ocioso zángano va en busca de la dama nada más que por deporte, por la gracia de haberla conquistado. (Dicho sea de paso, no deja de ser curioso que los críticos tirsianos se hayan afanado en encontrar un primer borrador de El burlador de Sevilla —o de su antecedente Tan largo me lo fiáis— en fecha tan temprana como 1612, un año antes de la publicación de las Novelas ejemplares).

Toda la meticulosa construcción impenetrable de Carrizales se complementa con la no menos hábil perforación de sus cerraduras, sobre todo la de Luis, que llama sones a las canciones que le enseña el burlador, buen detalle de mímesis, y a quien la ganzúa le entra por el oído. Igual que Loaysa emplea cera para sacar la copia de la llave, Carrizales debió haberla empleado para taparle los oídos a su marchoso esclavo y ponerlo a salvo de los cantos de sirena. Tampoco faltan los guiños entre folklóricos y picarescos, como la llave que guarda el amo bajo la almohada, o el ungüento que las criadas consiguen que Leonora  le aplique a su viejo marido en las sienes y en las muñecas, para sumirlo en profundo sopor y montar ellas la juerga con el guitarrista.

Como siempre en Cervantes, todo es muy teatral, y más esta pieza, tan fácil de subir a las tablas. Todos cambian de ropa, todos fingen, todos actúan. El señorito Loaysa finge ser un mendigo que se gana unas megajas con una guitarra vieja, hasta que logra entrar en la fortaleza y reaparece como el verdadero seductor. Las criadas lo ven, como las monjas, a través del torno, y se admiran de su nueva presencia, porque


ya no estaba en hábitos de pobre, sino con unos calzones grandes de tafetán leonado, anchos a la marineresca, un jubón de lo mismo con trencillas de oro y una montera de raso de la misma color, con cuello almidonado grandes puntas y encaje, que de todo vino proveído en las alforjas, imaginando que se había de ver en ocasión que le conviniese mudar de traje.


Como es de rigor, el músico se confabula con una vieja, que es la que se ocupa de convencer a Leonora de que acuda a donde está tocando el guitarrista, mientras su marido duerme, porque «los abrazos del amante mozo» le darán más gusto «que los del marido viejo, asegurándole el secreto y la duración del deleite»… 

Todo es rápido y divertido, hasta el momento en que el viejo despierta y descubre el pastel. Pero es entonces cuando Cervantes tiene preparada una llave maestra con la que abrir puertas hasta entonces bien cerradas. Era de esperar que el viejo se vengara, pero no; antes que eso, se da cuenta de que no pintaba nada con semejante moza, y que sus angustias y sus celos le han mermado la salud hasta que el último susto le ha dado la puntilla, razón por la que decide sancionar el matrimonio de Leonora con su pretendiente guitarrista. Y ahí se quedarían sus imitadores hasta el superventas Moratín, pero la llave aún tenía otra vuelta. Carrizales, además de celoso, es desconfiado, y su sensato comportamiento esconde el vicio de no fiarse de su esposa, que le ha guardado fidelidad más allá de que le llamase la atención la música o de que sus criadas la empujaran a escucharla. Como dice el estribillo de una copla que las dueñas cantan y celebran, «que si yo no me guardo, / no me guardaréis», y no solo estaban infundados los celos del viejo sino su desconfianza odiosa. Difícil era pensar otra cosa viéndolos a los dos allí abrazados, claro, pero quizá el amor sea eso, un confiar a pesar de todo, y Leonora no solo no quiere casarse con su pretendiente sino que decide ejercer de viuda, dejarse de músicas y meterse en un convento, y no tanto por pena, piensa uno, cuanto por ser fiel a su propia libertad.


Miguel de Cervantes, El celoso extremeño, en Novelas ejemplares, ed. Jorge García, Galaxia Gutenberg, 2005, pp. 325-369.

16.1.24

Finales prohibitivos


Entre las historias inolvidables que uno escuchó de pequeño está la de aquella mujer humilde que fue forzada por un mozo y quedó embarazada. El mozo estaba ya comprometido, así que no se le ocurrió otra cosa que traer de un pueblo a un pobre hombre, analfabeto y de pocas luces, para que se casase con ella. La mujer, indignada, prefirió mil veces el escarnio público de ser madre soltera que aquella miserable caridad. El mozo se encogió de hombros y no quiso saber nada de ella, y salvo quienes conocían y querían bien a la mujer, nadie hizo demasiado esfuerzo en reprochárselo al andoba.
     Esto que cuento sucedió en los años 50 del siglo XX. Aún entonces la moral pazguata y masoquista, aparte de poner verde a la mujer en cualquier caso, exigía, como mucho, que el hombre se hiciera cargo de sus deslices, pero que descendiese a casarse con la víctima casi era ya para tirarle flores. La fuerza de la sangre cuenta una historia similar que sucede casi cuatro siglos antes, y pese a ser un relato perfecto, una obra maestra de la narrativa breve, una lección sobre cómo contar un cuento, ese final en el que la mujer se aviene, casi agradecida, a casarse con el padre de su hijo ha impedido desde hace mucho tiempo que los profesores les lleváramos a los zagales esta historia para que conociesen a Cervantes, y la sustituyéramos por versiones abreviadas de La Gitanilla o modernizadas de Rinconete y Cortadillo. Pero es verdad: casi la gran sorpresa de una novela que empieza con una violación y prosigue con una casualidad simbólica es que la madre se case con el violador. Cualquiera lleva eso a clase. Leído muchos años después, la decepción es casi física, como si Cervantes nos hubiera preparado una extraordinaria venganza, de veras ejemplar, y no ese final que por otra parte también puede leerse como un toque de ironía, como si el propio Cervantes se diera cuenta de la injusticia que comportaba terminar así. Hay críticos que lo han pensado, desde luego, pero no sé si no es mucho pedir, porque, si uno rasca un poco, en medio de la fruición de la lectura encuentra que ya elniño, nada más nacer, «daba señales de ser de algún noble padre engendrado, y de tal manera su gracia, belleza y discreción enamoraron a sus abuelos, que vinieron a tener por dicha la desdicha de su hija por haberles dado tal nieto». Casi nada.

La fuerza de la sangre, por otra parte, se presta a la disquisición. La cantidad de interpretaciones es inversamente proporcional a la extensión de la novela, una de las más breves de la colección, si no la más. Los eruditos se ceban, sobre todo, en los paralelismos evidentes: Leocadia es violada en la misma cama en la que es atendido su hijo natural y ella recupera el honor; el crucifijo que preside la violación es el mismo que santifica la expiación; Leocadia se desmaya al principio y al final, y al principio y al final se nos presentan escenas nocturnas a la luz de la luna… El mismo título hace las delicias de los estudiosos criados en el elogio de la ambigüedad. La fuerza que tiene la sangre se refiere a la que derrama Leocadia en tanto que mujer violada, pero también la que derrama el niño Luisico cuando un violento y viril caballazo lo atropella (y casualmente lo recoge su abuelo paterno, que lo reconoce). Pero es esa sangre verdadera, la del hijo de un señorito perdis, la que pondrá las cosas en su sitio e igualará las honras y las rentas, y la sangre del niño atropellado la que ayudará, muy cristianamente, a redimir la honra de la madre, porque, como ya le advirtió a Leocadia su padre y abuelo también del niño, «más lastima una onza de deshonra pública que una arroba de infamia secreta». Se ha discutido hasta el extremo sobre la inverosimilitud de lo narrado (que el abuelo verdadero, sin saberlo, recoja al niño herido por la calle, que la misma cama sea escenario del pecado y del perdón…), pero también el hecho de que se trata de un milagro y de que por encima de la venganza esperable se asoma el sorprendente perdón cristiano. La historia se ha considerado procedente de una leyenda y de un artificio de relojería, realista y alegórica, genial y fallida, y no parece, por lo que se lee en la documentadísima edición en que la leo, que la cosa se haya detenido ahí. 

Todo este aluvión interpretativo se vale de la costumbre moderna, muy cinematográfica, de duplicar los elementos narrativos, esa obsesión por cohesionar el relato y que, como dijo el otro, el sombrero de la primera escena sea el mismo que el de la última. Pero uno tiende a pensar que Cervantes no era tan meticuloso. En ocasiones, lo que nos parece irónico es simplemente borroso, casual incluso, y en este caso el nudo narrativo (el que el niño nacido de la violación caiga herido en plena calle y su abuelo lo recoja) no pasa de ser un recurso para unir las dos historias y las dos familias, para que Leocadia deje de tener un primo y empiece a tener un hijo y para que al chuleta de Rodolfo su madre,  doña Estefanía, le cante las cuarenta y el mozo acabe sentando la cabeza. Es más fácil pensar que Cervantes usó la sangre para encolar el argumento que para darnos una lección mística de redenciones espirituales. Los genios no son tan tiquismiquis.

En lo que nadie, que yo sepa, se ha parado a pensar es si este Luisico y su abuelo no pudieron inspirar al muy cervantino Galdós en su creación del Luisico de Miau, ese niño místico que parece tocado de una gracia sobrenatural, cuyo padre escurre el bulto y cuya madre no está en sus trece. Claro que, en Galdós, Víctor tiene más justificaciones que Rodolfo y Abelarda está más loca que Leocadia. Pero los abuelos son igual de cervantinos.


Miguel de Cervantes, La fuerza de la sangre, en Novelas ejemplares, Galaxia Gutenberg, 2005, pp. 303-323

15.1.24

Elogio de la misantropía


El licenciado Vidriera
es una novela decepcionante, si es que se pueden usar esos palabros cuando se habla de Cervantes. El asunto que desarrolla, que tampoco era nuevo en términos literales, es uno de los grandes mitos de la historia de la literatura: la hiperestesia que nos acerca al conocimiento pero nos aleja de los otros. Poco romanticismo y poca modernidad habría habido sin ella, ciertamente. La historia de un demente paranoico que se cree de cristal era un vivero filosófico: puesto que es transparente, no miente, es decir, señala sin recato los defectos del mundo que le ha tocado, desastrado como los cínicos antiguos que señalaban con el dedo; y, como es de cristal, debe protegerse de la más mínima agresión, mantenerse alejado incluso de sus propios instintos. Hay un detalle, al principio de la novela, que da el tono de lo que uno esperaría de toda ella: 

Picábale una vez una avispa en el cuello, y no se la osaba sacudir por no quebrarse; pero, con todo eso, se quejaba. Preguntóle uno que cómo sentía aquella avispa, si era su cuerpo de vidrio. Y respondió que aquella avispa debía de ser murmuradora, y que las lenguas y picos de los murmuradores eran bastantes a desmoronar cuerpos de bronce, no que de vidrio.


Tomás Rodaja es frágil al contacto físico pero no a la maledicencia. Con tal de que no se le acerquen, no le importa que se mofen de él. Se conoce que ya antes había empleado el caso, real o inventado, el mismo Descartes, y que no es difícil encontrarle una lectura erasmista. Uno lo prefiere inventado, porque es de esos mitos que nacen de metáforas sencillas. Tierno Galván, cuando ya estaba en las últimas y le preguntaban por su salud, decía que la vida es «un vaso frágil», quizá parafraseando lo que en los Hechos de los Apóstoles se dice de la esposa. El cristal es pues símbolo de la extrema delicadeza que se necesita para emprender el camino de la sabiduría. Tomás Rodaja estudia en Salamanca y se pasea por Italia, en un arranque delicioso que tiene sus reflejos autobiográficos y donde se transparenta la lectura de Virgilio, al menos en esa hermosa enumeración de vinos famosos, a la que opone otra de vinos españoles. Para completar su ideal de fortitudo et sapientia, pasa también a Flandes, y cuando vuelve a Salamanca es todo un caballero renacentista, más pendiente de los libros que del galanteo. El remate de una vida tan ejemplar (y tan hecha a sí misma, porque Tomás empieza de criado) se topó, en cambio, con una dama «de todo rumbo y manejo» que, como no pudo seducir al licenciado, recurrió a las malas artes hechiceriles, a uno de esos filtros de amor como el que volvió loco a Lucrecio, que según San Agustín estaba hecho con sudor de yegua (el hipomanes del que también habla Virgilio) y en el caso de Rodaja se le ofrece envuelto en un membrillo. 

El caso es que el afrodisíaco potente lo volvió majara, y en su locura llega lo decepcionante de la novela, la cantidad de sentencias, chistes y juegos de palabras que la gente le va sacando al licenciado como si fuese una atracción de feria. Ese tipo de literatura de apotegmas, de sentencias afiladas e ingeniosas al estilo de Juan Rufo, cuya Austríada ensalzó Cervantes en el donoso escrutinio, y a la que Góngora dedicó un soneto, podía muy bien ser lo que el público de entonces disfrutase, porque a veces nuestra decepción es anacrónica, pero el caso es que uno echa en falta trama, que la narración no se empantane en dicta memorabilia ni dardos de sátira contra estados. Se nos queda colgando un qué pasa que no va más allá del loco parlante y los chiquillos que lo encorren. Lo que a Cervantes parece importarle es esa burla general a la sabiduría contra la que el licenciado no puede luchar, la que hace a Rodaja convertirse en Rueda, y tan bien vestido como consciente de que cuerdo no puede soportar a los que antes le reían las gracias, largarse a Flandes y vivir como un soldado. 

La coherencia simbólica, intelectual, es absoluta, y en ese sentido es una relato redondo, sobre todo si nos atenemos a los gustos de la época. Lo que uno echa en falta es algo por lo demás muy habitual en las novelas de Cervantes, la introducción de un nuevo elemento narrativo, un personaje no nombrado, una situación imprevista que cambia el rumbo de la narración al tiempo que la enriquece. Van pasando páginas de chistes y sentencias y uno espera en vano el elemento cómico, el movimiento teatral que tan bien le hubiera venido. En vez de eso, Cervantes nos ofrece frases subrayables: «Aunque de vidrio, no soy tan frágil que me deje ir con la corriente del vulgo, las más veces engañado», dice el licenciado, en su elogio de los escribanos y vituperio de murmuradores. A cada paso da la sensación de que Cervantes pondrá en marcha una tramoya que sustituya a la sentencia, la ilustre y perfeccione, pero antes de que eso suceda Tomás recupera la cordura y muere como personaje. 

Pero el tema es tan potente que vuelve a definir el mito del misántropo, que no tiene por qué ser solo el avaro malencarado, el cascarrabias insociable, sino aquel que por exceso de sensibilidad tiende a protegerse de la avaricia y el carácter despiadado. Lo que consigue la hurgamandera que quería volver loco de amor a Tomás Rodaja es volverlo loco de sensatez. Su tragedia estalla en un racimo de significados universales. ¿No es ese el problema que aquejaba a Manuel Murguía en La sensualidad pervertida? Siempre me ha parecido que el misántropo había sido malempleado por la tradición clásica y sus seguidores, Molière incluido. ¿Por qué no convertirlo en un personaje admirable, entrañable, patético si se quiere, pero no en el odioso señor al que tira piedras el vulgo? Ese es el camino que, hasta que Tomás se vuelve loco, había emprendido Cervantes. Con otro loco lo recorrería, pero no con un joven que se cree de vidrio sino con un viejo que se cree de acero. 


Miguel de Cervantes, El licenciado Vidriera, en Novelas ejemplares, ed. Jorge García, Galaxia Gutemberg, pp. 265-301

14.1.24

Telas de colores


La crítica se ha dividido desde el principio entre quienes piensan que La española inglesa es una versión abreviada de algo muy parecido al Persiles y quienes ven en el Persiles una amplificación de algo muy parecido a La española inglesa. Lo que sí es cierto es que la novela tiene tantos finales como episodios (el regreso a España de Isabela, por ejemplo), que se ven las costuras cuando cambia de tono o de modelo literario (el breve relato de caballerías con el conde Arnesto), y que, en general, la historia entera está como resumida. Bien es cierto que en el Persiles rara vez se permite Cervantes una digresión, ni los personajes lo consienten, y todo se nos cuenta en versión reducida, así como que el modelo general de novela bizantina exigía esa acumulación de episodios sin recreo ni descanso. Pero hay algo en Cervantes, la extraordinaria fluidez, el partir de pocos mimbres e ir encontrando en la novela su propio desarrollo, que no encontramos en esta novela ejemplar ni en la otra bizantina. Al lector le huele a que no es una novela de una sola pieza, esto es, una historia concebida en un solo tramo, de crecimiento orgánico, sino como si quisiera reconducir o deshidratar una historia procelosa que se le desmanda cada vez que la emprende. También en el Persiles vemos que la diferencia entre los libros I y II y los III y IV tiene algo que ver con eso, con un traer a pliego lo que naturalmente avanza por inercia despendolada. 

Más interesante me resulta el contraste con Rinconete, donde no pasa nada pero hay una extraordinaria acumulación de recursos léxicos y literarios; aquí, en cambio, pasa de todo, pero la prosa, comparada con la novela anterior, corre como la seda. La española inglesa es un telar en el que hay hilos para toda clase de novela, desde los parecidos bizantinos con el Persiles (los resúmenes de lo publicado —p. 258—) a las anagnórisis de comedia de enredo (Isabela y sus padres —p. 257—); de los plazos de prueba (los dos años que la reina Isabel da a Recaredo para que se gane la mano de Isabela, un lugar común sobre el que en el Siglo de Oro se vuelve a menudo, Tirso en Los amantes, sin ir más lejos) a la falsa muerte de Recaredo (p. 255), un detalle que el realista Cervantes se da cuenta desde el principio de que no va a colar. La crítica incide, aparte de todo eso, en el envenenamiento de Isabela por parte de la despechada madre del conde Arnesto, que la convierte de guapa en fea, lo que sirve al narrador para que Recaredo se mantenga en su amor más allá del atractivo, que al final, por supuesto, se deshace, porque acabar de fea estaba más allá de todo experimento.

Pero no solo son ensayos bizantinos. Recaredo es un personaje realista en circunstancias de fantasía. Una vez que se lleva a Isabela a Inglaterra y la deja viviendo con sus padres («católicos secretos») y la reina lo manda «a la vela» como prueba de amor y patriotismo, había «dos pensamientos que le tenían fuera de sí»:


Era el uno considerar que le convenía hacer hazañas que le hiciesen merecedor de Isabela, y el otro que no podía hacer ninguna si había de responder a su católico intento, que le impedía no desenvainar la espada contra católicos; y si no la desenvainaba, había de ser notado de cristiano o de cobarde, y todo esto redundaba en perjuicio de su vida y en obstáculo de su pretensión.


Complicado personaje le había salido a Cervantes, y más aún lo complica cuando lo mete en una sorprendente novela de caballerías en la que tiene que enfrentarse al conde Arnesto, y le sale entonces un párrafo que a los lectores del Quijote les hace sonreír:


—En ninguna manera me toca salir a vuestro desafío, señor conde, porque yo confieso, no solo que no merezco a Isabela, sio que no la merece ninguno de los que hoy viven en el mundo; así que confesando yo lo que vos decís, otra vez digo que no me toca vuestro desafía; pero yo le acepto, por el atrevimiento que habéis tenido en desafiarme.


Estos polítptotos, estas razones intrincadas… La irrupción de las novelas de caballerías en un peronaje de creciente realismo como Recaredo aguarda todavía más sorpresas, porque acaso la única digresión de toda la novela, el único momento en que no dejan de pasar cosas, es un largo párrafo lleno de cédulas, intereses, letras de aviso, contraseñas, formas de pago y rutas comerciales, y todo para decir que han de llevar a los padres de Isabela de vuelta a España, algo que, en el tono general de la novela, se podría haber dicho en media docena de líneas. ¿Qué quería ensayar Cervantes con estos fuertes contrastes estilísticos, del idealismo caballeresco a la erudición contable, de la fabulación bizantina a las cuitas de religiosidad contemporánea? Venimos de una novela, Rinconete y Cortadillo, de rigurosa coherencia estilística y temática, tanto que La española inglesa desconcierta por su condición caleidoscópica, hasta el punto de ser la que más denuedos eruditos concita para fijar su fecha de composición, si no su composición misma. ¿No andaría ya Cervantes pensando en hasta qué punto se podría mezclar la más fantástica fabulación con el realismo más cercano? O bien, ¿no será La española inglesa un producto más del filón que había encontrado al proseguir con la genial idea del Quijote? En ese sentido, tendrían razón quienes piensan que la primera parte del Persiles es una novela interrumpida que se reanuda con la llegada de los peregrinos a Portugal y otro tono que la familiariza mucho más con el Quijote. Es posible que entre medias Cervantes descubriera la maravillosa coherencia de mezclar elementos tan dispares; o quizá, más sencillamente, que después de Rinconete, si es que las escribió en el orden en que las publicó, se permitiera el lujo de no someterse a tanto rigor léxico y fabular tan desatadamente como le viniera en gana.


Miguel de Cervantes, La española inglesa, en Novelas ejemplares, ed. Jorge García, Galaxia Gutemberg, 2005, pp. 217-263

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