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13.2.24

La prosa bucle


Después de leer Mañana y tarde nos habíamos quedado con ganas de formarnos una opinión algo más matizada sobre el Nobel Jon Fosse y recalamos en Melancolía, dos novelas que, puesto que sus protagonistas son parientes, se sirven en un solo libro. Melancolía I, a su vez, está compuesta por una novela de dimensiones convencionales, otra de las que solemos llamar corta y un relato de los que solemos llamar largo. Melancolía II es una novela breve. Los cuatro textos tienen que ver pero también se pueden tomar como piezas autónomas en la medida en que no necesitan de los otros para cobrar sentido ni los detalles que aportan modifican la interpretación de los demás.
La novela larga con que da comienzo el libro es la historia de un poeta loco de mediados del siglo XIX. Tiene miedo a no saber pintar, a que su maestro lo desprecie, y está enamorado, con un platonismo delirante, de la hija de su patrona. Como a Oblómov, el héroe de Iván Goncharov, le cuesta levantarse de la cama, vive preso de sus pensamientos en forma de bucle, todo se lo repite unas cuantas veces, la mayor parte de ellas literalmente, como si necesitara pisar de forma repetida en el mismo suelo antes de plantar el pie, antes de plantar el pensamiento. Su lectura me recordaba a aquel minimalismo repetitivo de los Maertens, Nyman o Gass que tan de moda estaba, todavía, a mediados de los 90, la época en la que Fosse escribió este libro. Se trataba de una constante repetición de frases con levísimas variaciones entre cada una de sus ejecuciones yuxtapuestas, y un regreso permanente a otras frases ya dichas sobre las que se vuelve a ensayar el periodo repetitivo. Así eran muchas piezas de estos músicos y así es, en este libro (en esta primera novela larga, sobre todo), la prosa de Jon Fosse. 

Esa forma de escribir está justificada porque la historia se cuenta en primera persona y el protagonista, el pintor Lars Hertervig, está loco perdido. Sus pocos paisajes mentales son el traje de color terciopelo lila con el que viajó de su pueblo noruego a Alemania para hacerse un gran pintor, pero también los celos que le inspira el tío de su amada Helene, al que se imagina sobándola con sonrisa babosa y que se aparece en la puerta de la habitación de Lars para decirle que se vaya, en escenas cuyos elementos decriptivos recuerdan a las del padre de Gregorio Samsa; pero sobre todo vive sumergido en la paranoia de que él, Lars, sí sabe pintar pero los otros, casi todos, no saben, a pesar de lo cual se mofan de él y lo sablean. La escena en la que Lars, por fin, «entre sus dos maletas», acude al café de los artistas y allí lo embroman y se ríen de él y le hacen círculo como en las pesadillas y lo engañan diciéndole que su amada Helene lo espera al fondo del café, es ya un grado de repetición que va de lo hipnótico a lo desesperante, que es lo que solía suceder con aquellos músicos minimalistas, pero en este caso con la obligación añadida de que todo sea invariablemente desolador. El recuerdo de Poe, que ya nos vino a visitar en Mañana y tarde, es aquí un constante ritornelo. La realidad más inmediata es para Lars también la más inasible, lo más persistente es lo más cruel. Lars debe salir de un laberinto mínimo que lo está mortificando, pero su manera simple y espiral de ver el mundo resulta convincente, es decir, no sería de extrañar que la mente de alguien abatido por la obsesión funcionara de esa forma tan ingenua y machacona, encadenada a las mismas percepciones entre reales y fantasmales.

La segunda parte, la novela corta, sucede cuando Lars ha sido ingresado en un sanatorio y quiere largarse de allí. Quiere volverse a poner su traje de artista y salir de aquel agujero kafkiano (otra vez) en el que la única obsesión del médico es que los pacientes quiten nieve a paladas como forzados y no se masturben. Todo lo que puede satisfacer alguna ilusión está prohibido, empezando por pintar, y un guardián convenientemente intimidatorio se ocupa de que nadie disfrute de un minuto de soledad. Lars se refugia en su amada Helene, con la que puede charlar con la misma verosimilitud con la que ve caer la nieve, y en darse un descarnado placer, con la misma obsesiva insistencia con la que no puede salir de sus repetitivos pensamientos.

Pero hay algo en Melancolía I que no sé si responderá al estilo de Fosse (ha escrito muchos libros) pero aquí decepciona un poco a un lector como el que suscribe, que por lo demás tampoco es muy aficionado a los finales campanudos: el dejar las cosas como están, sin resolver, como si cualquier mínimo retoque final estropease la armonía general, con esa voluntad, digamos, panorámica que busca más la impresión estática del conjunto que la evolución narrativa. Ocurre también en la novela corta que cierra esta primera parte y que apenas tiene que ver con las otras dos. A finales del siglo XX, un escritor de treinta y tantos años decide entrevistarse con un pastor de la iglesia noruega y lo que encuentra es a una pastora que encima está muy buena, lo invita a té y a vino, se ofrece a secarle la ropa y a que la visite cuando quiera, y el escritor, algo desconcertado por tanta amabilidad y por tan sugerente cuerpo, y también empapado por la lluvia, aterido de frío, decide largarse sin continuar la senda que él mismo ha trazado. Se supone que es el autor de la historia del pintor, y se supone también que la pastora noruega tiene algo que ver con la ideación de Helene, la muchacha que centra las obsesiones de Lars, pero todo queda sin hacer, no más que apuntado. El lector es conducido hasta un paisaje y, cuando llega al umbral, se le invita a que vuelva por donde ha venido. 

La otra novela corta, Melancolía II, es terrorífica, escatológica en el doble sentido de la palabra: habla del acabamiento de su protagonista, la vieja Oline, y de la inmunda vejez que la martiriza. Oline ya no controla la memoria ni los esfínteres, todo se le olvida y se caga y se mea en cualquier parte. En su cabeza entran y salen escenas de cuando era niña, las espantadas y cambios de humor de su hermano Lars (luego pintor, luego loco encerrado en un sanatorio), las salidas de tono de su padre, capaz de desmontar la casa familiar para llevársela a otra parte solo porque piensa que el vecino le ha tirado una piedra, o el mal rollo con la cuñada, Signe, que va a buscarla porque su marido, el hermano de Oline, está a punto de morir. Oline carga con la cruz de ir a por pescado pero no puede llegar a casa, antes tiene que detenerse en la letrina, los niños se mofan de ella, los gatos se le comen el pescado, solo un vecino se apiada de la pobre vieja y sale a pescarle una merluza, con la que asiste, sin darse cuenta, a la agonía de su hermano… Es difícil añadir ningún detalle que no sea más deprimente todavía. Esa sensación que ya tuvimos con Hamsun, esa obligación de lo morbosamente triste, en la historia de Oline llega a su máxima expresión. Seguramente Jon Fosse probó caminos algo menos desoladores en la larga trayectoria que lo llevó a lo más alto. Nosotros, de momento, ya hemos tenido bastante.


Jon Fosse, Melancolía, trad. Ana Sofía Pascual Pape, Random House, 2023 (1995, 1996), 375 p.

29.1.24

Las horas muertas


¿Cómo sería morirse de viejo, tranquilo, en la cama, después de más sesenta años fumando y saliendo a pescar cangrejos en el mar? Quizá sería como soñar un día cualquiera, tomarse el café de todas las mañanas, fumarse los pitillos de siempre, ir a ver a los amigos muertos, saludar a la esposa cuando aún no era la novia, antes de que falleciera muchos años después, sentirse ágil, subir en dos zancadas al granero, pasearse por el puerto y embarcarse una vez más en su pobre barquilla, entre las olas sola, y ver que todo es lo mismo pero también es nuevo, como sin consistencia, como sin gravedad, y la niñez y la juventud se funden con la vejez como cuerpos que se solapan en un cuadro cubista, volúmenes que traspasan otros volúmenes, hierros que flotan, brisas que alejan.

Me sentía un poco en la obligación de leer a Jon Fosse, uno de esos premios Nobel de los que hablan bien los lectores exigentes y circunspectos. Me retenían un poco mis últimas experiencias con escritores noruegos, sendas novelas de Hamsun y Knausgård, no precisamente alegres, sobre todo la de Hamsun (la otra tampoco, pero su tristeza era del tipo de las que hacen gracia, o dan risa), así como el tema de la única novela de Fosse que cayó en mis manos, Mañana y tarde, la muerte de un anciano contada en prosa elegíaca, con mucho ritornello poético, generoso polisíndeton y arbitraria puntuación, todo lo cual suele resultarme pretencioso y gratuito, salvo que lo haga Cormac McCarthy, claro, y a veces también cuando lo leo a él. Pero no es el caso. Las peculiaridades narrativas de Fosse no abusan del ringorrango poético, más bien mecen la prosa como el ir y venir de las olas que mueren en la playa, y van elevándose con los mismos criterios con los que Poe construía sus poemas. De hecho, Mañana y tarde no es un mal ejemplo para ilustrar la Filosofía de la composición, si bien en este caso el cuervo que grita «Nevermore» es el viejo amigo que invita a dar un paseo en barca, y la Annabel Lee que murió en mitad de una nota lírica es la abnegada esposa del pescador.

La novela de Fosse cuenta, como sugiere desde el título, un alba y un ocaso, el nacimiento de Johannes, en los tiempos de Hamsun, y su muerte, ya jubilado, en los tiempos de Knausgård. El autor narra un parto antiguo, parto de cuento tolstoiano, de pescadores pobres y vecinas comadronas, pero casi todo el breve libro se ocupa de su adiós, un buen día que cree que se levanta de la cama… Fosse utiliza, muy a su manera nórdica, el mito de Caronte, el viejo amigo Peter, que lo lleva en su barco al último viaje, por mares estigios hacia la ensenada de los muertos, no sin antes viajar, como Eneas, a un infierno en el que las almas le sonríen, su esposa ya fallecida, o la mujer para la que pescaba los cangrejos más hermosos, y con la que alguna vez intentó tímidamente un acercamiento que no pudo cuajar. En el vestíbulo de la otra vida se juntan escenas de amor y de amistad, ingenuas imágenes de gente humilde, una vida de mucho trabajo y pocos motivos de frustración, muchos hijos que salieron adelante y una paga de jubilación que le permitió vivir bien al matrimonio hasta que ella murió. Fosse podía haber jugado al deplorable juego del todo ha sido un sueño, como en efecto es, pero tiene la delicadeza de usar una blanda ironía trágica e instalar al lector en la perspectiva del muerto ignorante de su propia muerte, el que se asusta de que los aperos de pesca no se hundan o las piedras traspasen el cuerpo de su amigo, y el que se va reconciliando poco a poco con la idea de que esos cigarrillos que disfruta probablemente sean los últimos. Pero aquí Eurídice no se desespera en su intento de volver a la vida, ni Orfeo entona un canto lúgubre. En esta muerte dulce que nos cuenta Fosse queda muy bien retratada esa resignación de quien tampoco se ha planteado muy a fondo nada en toda su vida, quizá porque desde el principio supo que la vida subía y bajaba, como las mareas, y salía y se ocultaba, como el sol, y que el horizonte no era tan grande como parecía, y un buen día al amigo de siempre le haría falta un corte de pelo que ya no tendría lugar. En la muerte los muertos nos sonríen compasivamente, como para ir diciéndonos sin hacernos daño el nuevo territorio frágil que pisamos, donde nada duele y nadie sufre.

Es la hija de Johannes, Signe, la más joven de sus siete hijos, la madre de algunos de sus muchos nietos, la que encuentra el cadáver de su padre, frío y tranquilo. Es ella la que al no ver a Johannes le hace comprender que es un fantasma, y que los fantasmas son iguales que los vivos, solo que incorpóreos y con un sentido plácido de la nostalgia.  El médico lo certifica encogiéndose de hombros y marchándose a otro caso más urgente, el de alguien que esté vivo todavía, y con pesadumbre nórdica le dice a la hija que así se escribe la historia. Y así también se lo hace ver su amigo Peter a lo largo del relato, como si en la muerte no se pudiera nombrar la muerte, como si cada muerto tuviera que aprender por sus propios medios el nuevo estado de su alma. Para morir se necesita una cierta reconciliación con la propia vida. El mito del final del túnel o el de la veloz película completa no es más que un resumen amable de lo que verdaderamente somos, y que no es verosímil que tenga más elementos de los que nos plantea Fosse. Sí, la suya es una muerte verosímil, y desde luego nada triste. Johannes lleva más de sesenta años fumando y muere así de tranquilamente, con un pitillo en los labios como aquel que dice. ¿Qué más quiere?


Jon Fosse, Mañana y tarde, trad. Cristina Gómez-Baggethun y Kirsti Baggethun, Nórdica, 2023, 102 p.

16.7.23

Contarlo todo


Hacia el final de la novela (p. 597), Karl Ove Knausgård (es decir, el personaje que interpreta, el escritor que escribe) escribe una de las varias poéticas que decoran el libro, en este caso contra la pura invención:


Vivir con eso, con la certeza de que igualmente todo podría haber sido distinto, era deseperante. Yo era incapaz de escribir así, no funcionaba, cada frase era respondida con la idea: esto es simplemente algo que acabas de inventar. No tiene ningún valor. Lo inventado no tiene ningún valor, lo documentado no tiene ningún valor. Lo único que para mí seguía teniendo valor y todavía tenía sentido eran los diarios y los ensayos, la parte de la literatura que no es narración, que no trata de nada, sino que solo consta de una voz, la voz de la propia personalidad, una vida, un rostro, una mirada con la que uno podría encontrarse. ¿Qué es una obra de arte sino la mirada de otro ser humano?


Valdría, supongo, como manifiesto de las toneladas de autobiografismo y pseudoautoficción que han invadido las librerías en las últimas décadas, algunas, como esta, en seis volúmenes de unas 700 páginas cada uno, de los que yo he leído el segundo, Un hombre enamorado, y por el momento ya tengo bastante. Yo lo llamaría el complejo de Funes, la obsesión por abarcarlo todo, recordarlo todo, dar todos los detalles de cómo el personaje mete en una bolsa de plástico lo que acaba de comprar en el supermercado, de cómo son las discusiones de pareja cuando la pareja se lleva mal, de cómo huelen los pañales de los niños y de qué color es el asfalto de una calle. Esta obsesión por la totalidad real es imposible, claro (y, de ser factible, como le sucedió a Funes, resultaría petrificadora). Hay que elegir los momentos estelares de la realidad, por así decirlo, pero hay que elegirlos bien, porque si solo escoges lo excepcional de la realidad, no estás haciendo realismo, y si renuncias a cualquier excepcionalidad simbólica o significativa, no estás haciendo nada, que es lo que le ocurre a Knausgård en más de la mitad de las páginas (730) que ocupa este volumen. Se nota mucho que el escritor que escribe se sienta cada mañana y cuando abre el ordenador tiene dos ingredientes: lo que acaba de hacer y el ajuste de cuentas con su propia memoria, es decir, el diario de un hombre corriente (tan corriente que a los 30 años ya vive en un piso que le cede la editorial que ya publica sus novelas) y el doloroso camino que le llevó hasta allí. La parte del diario está llena de calles, metros, parques, cigarrillos y bolsas de plástico llenas de objetos, además de algunos extensos fragmentos de filosofía pajarera que, como decía Juan Ramón a propósito de La lámpara maravillosa, tiene más humo que luz. La parte memorial se centra en sus propios errores, sobre todo el de haberse casado con quien no debía, una mujer neurótica, abrasiva e insegura, con pulsiones violentas y haraganas, y, por encima de todo, sueca, que es el gran tema de este libro, y por cierto el más divertido.

Porque si hay algo que merece la pena en Knausgård es asistir al lamento deslenguado de un noruego contra quienes por tradición lo han despreciado, esos suecos arrogantes, hipócritas e infantiloides que miran por encima del hombro al noruego brutote, y que no desprecian a Hamsun por sus temas sórdidos sino por puro clasismo. El personaje/autor se marcha a vivir a Estocolmo y allí, aparte de ser seducido por una mujer del todo inconveniente, lidia con ese primer mundo de traumas en voz baja que a alguien tan culturalmente rudo como él lo saca de sus casillas. Prohibido decir las cosas claras, prohibido tomarse la vida con naturalidad, prohibido poner límites traumatizantes, prohibido hablar más de la cuenta… No sé cómo son los suecos, solo estuve allí una vez, pero tampoco hace falta esforzarse mucho para entender a Knausgård, sobre todo porque lo mejor del libro, su técnica de la indignatio, va casi siempre referido a un mundo que no entiende pero del que no quiere salir porque le va muy bien en él. Todo lo malo es culpa suya, sobre todo el tópico sociológico de intentar que refloten las parejas mal avenidas a base de tener un hijo tras otro, o el de que hay más alcohol del que parece tras tanta sonrisita escandinava. De hecho, el libro se publicó hace catorce años pero no creo que hoy hubiera pasado el fielato woke. Un libro que habla mal de los suecos como nación y pone a caldo a una mujer… O quizá sí, quizá sea precisamente la desvergüenza misógina la que lo ha hecho tan atractivo, no solo con la inestable y desesperante Linda, su mujer, sino con la vecina delirante (¡y encima rusa!) o la suegra bondadosa y borrachina. 

Pero este drama de no poder escribir porque hay que cambiar pañales o ir a la compra o soportar a la parienta enloquecida huele demasiado a treintañerismo umbilical, algo de lo que este libro es, sí, un magnífico ejemplo, el de querer vivirlo todo al mismo tiempo y no estar contento con nada, con una mala leche que es la que sostiene el libro y hace que su lectura sea ciertamente llevadera, a pesar de lo cual uno no acaba convencido cuando lo termina, porque una novela se rige por los mismos cauces que la arboricultura: hay que plantar lo que aún no existe, regarlo adecuadamente y, sobre todo, podarlo. ¿Qué habría sido de esta novela si solo hubiera tenido 300 páginas, que es lo que, en ausencia de tópicos y repeticiones, merece la pena leer? ¿Es solo el volumen, el peso lo que hace de ella un dazzling achievement, como se anunció por toda Europa? Ya sabemos que cualquier vida puede componer un buen libro, pero una novela es otra cosa, y precisamente eso que le horroriza a Knausgård, inventárselo todo, es lo único difícil, lo único que diferencia al artista del redactor. Con someterse a la disciplina de escribir cinco páginas diarias no basta. Una novela no es todo lo que se te ocurra, por bien que lo sepas expresar.


Karl Ove Knausgård, Un hombre enamorado (Mi lucha, II), trad. Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo, Anagrama, 2016 (=2014), 629 p.

16.2.21

El hado padrino


Acercarse ahora a Knut Hamsun me temo que requiere una justificación. Las biografías sumarísimas insisten en que a la vejez le salió una viruela fascista que, ay, desautoriza su obra completa. Yo he llegado a él por otras vías menos paranoicas que me llevaron a curiosear en la literatura escandinava, de la que Hamsun es, junto con Ibsen o Strindberg, uno de los grandes. Era una celebridad desde que en 1888 publicara Hambre, y fue en 1920, tras publicar La bendición de la tierra, cuando le dieron el premio Nobel. Luego todo se volvería más turbio. 

No hago caso a esas historias. Leo con placer a D’Annunzio y sigo citando a Pirandello, del mismo modo que Celine me repele y pienso que Marinetti estaba zum-zumbado, pero no por ello cuestiono su importancia. En España, ya Umbral me hizo ver que Agustín de Foxá era un fino estilista y  Rafael Sánchez Mazas (que vistió a los falangistas con el azul de los arrantzales y, sobre todo, engendró al gran Ferlosio) escribió una buena novela, La vida nueva de Pedrito Andía. Últimamente se airean documentos filofranquistas de Cela para seguir lapidándolo, y yo no pierdo ocasión para celebrar su estilo incomparable y algunos de sus libros, joyas absolutas de nuestra literatura. ¿Me convierte eso en sospechoso? El otro día leí un sesudo artículo que desautorizaba la obra de Umberto Eco porque en El nombre de la rosa hay un tratamiento machista de la chica que se lía con Adso de Melk. Quien lo escribió demostraba que solo había visto la película, pero daba igual: ya puestos, La estructura ausente u Opera aperta también había que arrojarlos a la hoguera. Si todos los anacronistas patrios fueran, al menos, un poco coherentes, de la primera mitad del XX no quedaría en pie más que Carmen Laforet (hasta que se enteren de que admiraba a Baroja, claro).

El caso es que en Noruega parece que se avergüenzan un poco de Hamsun, al mismo tiempo que señalan La bendición de la tierra como una de las piezas más influyentes del siglo XX. El resultado de uno y otro etiquetado es que sus libros se dan por amortizados. Y sin embargo hay elementos todavía interesantes en esta novela. El primero, su manera de narrar, de contar, más bien, porque mientras los escritores de su época hurgaban inacabablemente en los instantes y en los detalles, Hamsun da la sensación de estar escribiendo un argumento de casi cuatrocientas páginas, con una prosa que saca el lirismo de la desarticulación, de la yuxtaposición de frases que en los tediosos cánones de redacción actuales exigirían una porción de marcadores textuales que Hamsun poda con eficacia. Muchos años después, esa forma de narrar, pero más melosa y melodiosa, haría las delicias de los garciamarquistas…

La bendición de la tierra no escapa, empero, de lo que, por lo que atañe a nuestra literatura, he llamado alguna vez la novela jarrapelleja, es decir, el tema campestre como excusa de la brutalidad. Hamsun nos cuenta la historia de Isak, un colono «de barba de hierro» que se va con el hatillo a una tierra pobre que no quiere nadie, y busca una moza que tampoco quiere nadie porque tiene el labio leporino. Los dos trabajan como acémilas, levantan chozas, drenan ciénagas, tienen hijos, vacas y cabras, huyen de los avances tecnológicos, en este caso en forma de telégrafo, y levantan piedras con las manos. Isak es simple y forzudo, e Inger, su mujer, asume su condición de mula porque con ese labio monstruoso no puede pedir nada mejor. Pero pasa por su choza un «mendigo lapón» que, al saber que Inger está preñada, le regala una liebre. La mujer pare una hija con el labio partido y la mata, quizá porque no le desea una vida como la suya, pero este infanticidio (y otro más, como el de la sirvienta Barbro) se convierten en la sustancia dramática de la novela. Inger termina en prisión, pero allí le cosen el labio y la enseñan a coser vestidos, de modo que a su regreso lleva incorporada una casquivanía que hace del pobre Isak un cornudo a tiempo parcial. Uno se pregunta si el relato no parte de una misoginia un poco sádica (Oline, la vieja que trajo al lapón, también es una pájara de cuidado), hasta que, casi al final, el juicio a Barbro, la otra infanticida, es ocasión para desplegar unos cuantos discursos en favor de la mujer que no acaban de compensar la idea de malas pécoras que ha ido construyendo en las trescientas páginas anteriores.

Pero hay un personaje, Greisler, que termina de mosquearnos. Isak construye una granja que acaba pareciendo un pueblo entero. Se hace rico, «el marqués del páramo», después de años de durísimo trabajo, pero nada de lo que consigue habría sido sin los favores, consejos y regalos del tal Greisler, un excomisario que aparece cada vez que las cosas van mal. Es como el señor Lobo de Pulp fiction, capaz de arruinar a los mezquinos para enriquecer al laborioso Isak, decirle qué tiene que comprar (o regalárselo) y cómo tiene que cultivar una tierra dura, helada y aguanosa. ¿Qué significa Greisler? Supongo que los eruditos noruegos habrán llegado hace décadas a alguna conclusión, pero al lector moderno y extranjero le suena a que por sí mismo el labriego no es capaz de nada, que necesita la tutela de un demiurgo que cada vez que aparece por allí le soluciona la existencia. ¿Un símbolo de las obligaciones del estado? ¿Una metáfora del dios que premia a los justos y esforzados y castiga a los oportunistas y avarientos? ¿Un Melquíades de la nieve?

No sé en qué se verán reflejados los noruegos. Pero a esa extraordinaria precisión con la que se publicita la novela de Knut Hamsum, y a pesar de su forma tan compacta de narrar, yo diría que le sobran unos cuantos kilos. Igual que la sublimidad sin interrupción termina resultando empalagosa, la precisión inagotable acaba siendo cargante.


Knut Hamsun, La bendición de la tierra, traducción de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo, Nórdica, 2021(=2015), 362 p.

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