28.2.07

Tratado


Ya me he hecho (con una rebaja considerable, un poco bajo mano) con el Tratado de rítmica y prosodia y de métrica y versificación que ha publicado, por fin, Agustín García Calvo. Digo por fin porque conservo documentos que atestiguan que hace veinte años ya lo estaba terminando. Era por el tiempo en que a mí me deslumbraba su manera de traducir a los clásicos, su apuesta por reproducir el ritmo de los versos antiguos. Su punto de partida era, y sigue siendo, que al traducir a Homero y a Virgilio al castellano hay que hacerlo conservando el ritmo de sus hexámetros.
Pero, por si fuera poco, García Calvo une a la reproducción del ritmo en latín elementos del ritmo en castellano, es decir, la rima y el número de sílabas, de modo que el verso es un cruce de la melodía dactílica de Lucrecio y las tiradas monorrimas del Cid. Algo tan extremadamente difícil sólo es posible con unos hipérbatos desmadrados de cualquier lógica oral.
Por ejemplo:
Pero, en qué modo aquel de materia conjuntamiento
vino a fundar la tierra, el hondo piélago, el cielo,
los cursos de sol y luna, lo iré por orden poniendo.
Pues cierto que no los principios de cosas adrede y a peto
cada uno en atenta intención se dispuso en orden y puesto,
ni cómo debía mover cada cual pactaron por cierto;
mas, como muchos de muchas maneras de cosa elementos
ya ajetreándose a golpes desde infinito de tiempo
suelen veloces moverse y a fuerza de mismos sus pesos
y en toda manera juntarse y hacer toda clase de tientos
de cuantas cosas puedan hacer uniéndose entre ellos,
por eso sucede que, tras de vagar por el ámbito eterno,
toda manera ensayando de uniones y movimiento,
se juntan al fin aquéllos que, al ir de pronto al encuentro,
vienen a veces a ser de grandes cosas comienzo,
la tierra, el cielo y el mar y de seres vivos el reino.
Esto, a lo largo de 7500 versos, acaba resultando un poco rayante. Y así tradujo también los dieciséis mil y pico de la Ilíada, con el vistoso añadido de sus epítetos: Perséfona Milsuspiros, Furia Pasosneblinos, Eneo Belyeguarizo, Ulises Sabiodetretas, Aquiles Pierraudo, Diomeda Mejillaenflor, y en este plan. Hay que decir que consigue momentos buenos con bastante más frecuencia que en el caso de Lucrecio, y que a veces, sobre todo cuando el verso naturalmente deriva a los cuatro tiempos del romance, es decir, cuando no es tan escrupuloso con el dichoso ritmo dactílico, la cosa navega sin que tenga el lector que remar.
Porque, además, este ritmo (larga–breve–breve / larga–breve–breve / etc.) de escansión cuantitativa admite múltiples posibilidades porque dos sílabas breves equivalen a una larga, de modo que cada uno de los seis pies que tiene un verso, salvo el último, que siempre cuenta con dos sílabas, puede ser del tipo larga breve breve o puede intercambiarse cada uno de sus seis pies rítmicos con la fórmula larga larga. Eso quiere decir que, en latín, un verso puede tener entre 12 y 17 sílabas, licencia que García Calvo tampoco se permite.
Para terminar de complicar las cosas, al ritmo cuantitativo de sílabas largas y breves (algo así como la diferencia en inglés entre sheep y ship) hay que añadir en latín el ictus o acento tonal, que es lo más parecido a nuestro acento. Estos ictus no tenían por qué coincidir con la sílaba larga o con la breve, ni con el principio de un pie ni con el final. Al igual que los pianistas, que llevan una melodía con una mano y otra con la otra, el rapsoda latino pronunciaba el verso con una combinación de acentos y cantidades que eleva las distintas posibilidades a un número, nunca mejor dicho, más que suficiente para no repetirse jamás.
Todo ese entramado musical de los versos de Virgilio García Calvo lo reproduce con uno solo de sus elementos, el acento, y con una sola de las posiblilidades de escansión, acento–no acento–no acento. El resultado, sin embargo, es un idiolecto garciacalvino que se sostiene por sí mismo. Es una obra de García Calvo, tan interesante y desmadrada, tan irregular, tan dulce a veces y tan bronca, tan inextricable y tan castiza, tan retorcida y tan machadiana como todas las obras de García Calvo. Y, por encima de todo, tan genuina, tan original. Nadie haría las cosas que hace García Calvo. Nadie dedicaría una vida a un tratado del que se han publicado sólo 2000 ejemplares y 1500 ya están comprometidos con universidades del mundo entero. Nadie se sometería a la tortura china de traducir la Ilíada entera y verdadera con semejante método. Yo lo empleé durante quinientos versos seguidos de las Geórgicas, hasta que decidí, de una vez por todas, emanciparme de García Calvo.
El Tratado es su obra maestra, su legado filológico, el verdadero acmé, el punto culminante de un señor de ochenta y tantos años que sigue publicando libros a pares (hace nada ha sacado la traducción de un poeta italiano que escribía en un dialecto me parece que meridional) y dando unas charlas los miércoles en el Ateneo de las que yo me desapunté, como dicen los muchachos, cuando mi conciencia de tiempo chocó con mi capacidad de aguante. Desde el punto de vista puramente científico, estrictamente filológico, García Calvo reina en una montaña particular, mucho más vasta, rica y elevada que la del resto. Pero esta sociedad lo trata como Aristófanes pintaba a Sócrates, colgado de una nube, fuera del mundo real, pasado de rosca.
Este apabullante tratado es una prueba colosal de que el mundo privado de García Calvo no merece desprecio porque tampoco admite competencia. Es un ejercicio intelectual tan denso como leer Hegel traducido. Los parágrafo no se leen, se rumian. Además, como el Tratado no sólo parte de las propias teorías sino que se ilustra con los signos convencionales que ha inventado García Calvo para la ocasión, resulta que todos los opacos parágrafos vienen acompañados de unas extrañas partituras jeroglíficas que rematan sabiamente la cuestión. Y el caso es que todo es legible, todo es interpretable y la mayor parte de lo poco que he leído resulta más descriptivo que otra cosa, y por lo tanto todavía más útil.
Lo que pasa es que hay que saber manejarse en el idiolecto de García Calvo. Hace falta haber tenido humor para leerse el Contra el tiempo y haber disfrutado con su edición de los fragmentos de Heráclito. Hace falta haber alucinado en su momento con sus visiones bühlerianas del lenguaje y haberlo visto escarbar en el proceloso mundo de la semántica del ritmo, es decir, de cuántas maneras distintas podemos decir lo mismo queriendo decir algo distinto, uno de esos campos que parecen como planetas que aún no está claro que convenga o no descubrir, que sea o no sea útil investigar. Cuando uno, entonces, tiene ya una familiaridad, digamos, autobiográfica, es como si hubiese aprendido una lengua más, o un modo de leer en algún dialecto exótico.
Volviendo a la traducción de los versos, estos fragmentos de las Geórgicas que voy colgando son el resultado de esa emancipación de la que hablaba. Se traducen las palabras, pero el ritmo no se deja como estaba, ni como nosotros suponemos que era, ni como podemos imitarlo con dificultad: el ritmo también se traduce. El castellano funciona bien hasta el alejandrino, y si estiras el verso a 16 sílabas la cadencia, siempre que quieras escribir en castellano, no en un idiolecto particular, te conduce inevitablemente al romance, o, más bien, al romance tmético.
Prefiero ahora como modelo el de Mariano Roldán en La Farsalia, con una diferencia meramente porcentual. Está traducida en alejandrinos, y el número de versos de más que requiere la traducción castellana no va más allá del 16%, cuando yo puedo llegar al 30%. A Lucano eso le viene bien, porque Lucano es más barroco y retorcido, más impetuoso, más agresivo, pero Virgilio es tan transparente... De todas formas, el Tratado, que es a lo que íbamos, vale tanto por su parte descriptiva como por la especulativa, y tanto por su oscuridad como por su autosuficiencia estética. Y vale, sobre todo, y más en el caso de su autor, por toda una vida. Por valer, por valer, vale 100 euros.
El ejemplar de muestra de la librería ya estaba la otra tarde un poco sobado. Será de esos libros que siempre estén en su estantería, cada vez más leídos, hasta que ocupen en la librería el mismo puesto que ocuparían en una biblioteca pública. Hay muchos en la Casa del Libro. Son, en cierto modo, los reyes de la librería.

Descomposición


Diario de Teruel, 1 de marzo de 2007


Si la decadencia de una cultura se mide también por sus manifestaciones artísticas, el cine norteamericano está en una de las épocas más adiposas y degradadas de su historia. Lo que uno pudo ver el domingo pasado, en el sarao de los Oscar, fue, por encima de todo, un homenaje al descrédito de la ficción: actor y actriz protagonistas premiados por imitar a alguien real, no por interpretar un personaje ficticio; mejor película para una repetición de otra película, pero sobre todo para premiar al individuo, no a su obra; y, en fin, la típica decepción ponderativa de la gran favorita, Babel, que es una de las películas más irritantemente malas que he visto en mucho tiempo.
En vez de juzgar, que tampoco sirve para mucho, limitémonos a interpretar. No creo que a muchos ciudadanos les apetezca pagar y permanecer dos horas en un asiento viéndole la cara a la reina de Inglaterra. Sin embargo, nos fascina que alguien la imite. Vamos a ver una superchería, no un producto de la imaginación. Es como la gente que antes salía del cine diciendo que la fotografía era muy bonita, sin molestarse en hablar de un argumento que o no les interesaba o no habían entendido o ambas cosas a la vez.
Claro que, si se trata de la reina de Inglaterra, la cosa todavía tiene un pase; pero no me explico a quién puede interesar la vida de aquella bestia parda que se llamó Idi Amín, vergüenza y descrédito del ser humano que en mi infancia ocupó, con realismo en blanco y negro, el papel de coco, hombre del saco y monstruo de Guatemala, todo junto. Ambos actores son muy buenos, cómo no, pero ponen su talento al servicio de un detestable docudrama que ni es docu ni es drama, que no es ficción, que no es arte.
No es nueva esta afición por el histrionismo histórico. Hay gente que se hace rica novelando la historia, escandaloso fraude que libera al autor de inventarse una trama o de crear unos personajes y mucho menos un conflicto, digamos, trascendente. Lo esencial no es lo que se cuenta sino el hecho de que se cuente; lo importante es Whitaker, no el coco; lo importante es el cine, no la película. Este onanismo está empobreciendo tanto al cine que cintas ampulosas y vacías como Babel pasan por ser obras maestras, y da igual que empalme tres historias porque ninguna por separado se sostendría, ni que todo el rato se nos diga, como si fuésemos tontos, qué tenemos que pensar. Casi estoy por decir que lo más ficticio de todo fue ver a Al Gore allí subido. Sólo la ficción podrá explicar cómo perdió las elecciones. La historia no da para tanto.

21.2.07

Morapio


Diario de Teruel, 22/2/2007

Una lástima. Si llego a saber lo que se le venía encima a la ministra Salgado, dejo para hoy la glosa de Un enemigo del pueblo, porque no encuentro correlato más preciso que el asunto del vino. En este nuevo drama el científico es una ministra de Sanidad que avisa de que las neuronas de los adolescentes corren grave peligro, y el poder y el pueblo está representado por todos los que estos días escriben bernardinas (esas sí que son bernardinas) para mayor gloria del vino y befa y descrédito de la ministra.
La ministra insiste en que se trata un grave problema. Lo que ignora la ministra, me temo, es la dimensión de ese problema. El que un chaval menor de edad acuda cada dos por tres a su casa borracho perdido y lo tengan que atender las asistencias porque se pasa los fines de semana al borde del coma etílico no es un problema que se arregle tapando los anuncios de vino tinto. Los adolescentes han bebido siempre, yo también, por una cuestión antropológica cuyas raíces son también las que ayudan a conservar la especie y a disfrazar las secreciones hormonales de dramático romanticismo. Además, yo no he visto anunciado nunca en ningún sitio el vino que beben los adolescentes y los mendigos, ya sea el tetrabrik que huele a colodión y sienta como un tiro, ya sea ese gran hito de las relaciones trasatlánticas que es el calimocho. Esos adolescentes, con más o menos daños cerebrales, se harán alcohólicos o abstemios o moderados por razones que no tienen nada que ver con la publicidad sino con su amor propio y con su propia vida.
El problema es otro, y no sé yo cómo va a meterle mano la ministra. La progresiva infantilización de la ciudadanía lleva a que algunos adolescentes se comporten como niños que se beben una botella de salfumán en un descuido de la madre, y quien dice salfumán dice todos aquellos brebajes concebidos no para emborracharse sino para estar borracho, no para divertirse sino para caerse al suelo. El problema, entonces, está más en el escaso discernimiento de algunos adolescentes, incapaces de distinguir algo tan básico como el peligro, que en el garrafón que utilizan para machacarse los sesos.
La cuestión, en todo caso, sería quién debe enseñarles a distinguirlo. Tapar la publicidad es como esconder los condones, otra manera de no afrontar el asunto. Yo no sé si los chavales beben más o menos que antes, pero sí sé que muchos beben de una forma cada vez más agresiva y más estúpida. Y también que la agresividad y la estupidez no son competencia exclusiva del Ministerio de Sanidad.


14.2.07

Descubrimiento


A pesar de todo, cada vez que se nos anuncia un descubrimiento literario nos zambullimos en él con la misma energía con la que entramos sonriendo a ver esa película que seguro que nos reconcilia con el cine. Esta vez se trataba de Ricardo Menéndez Salmón, autor de La ofensa, que publica Seix–Barral. Rafael Conte lo puso por las nubes y llamó la atención sobre la necesidad de buscar fuera de Madrid y de las grandes editoriales a los autores que puedan redimirnos de tanta miseria. Ojalá. Menéndez Salmón ya se había ganado un prestigio en Asturias, un poco a lo Xoan Bello, el de la Historia universal de Panifeiros (o algo así), de quien, por cierto, ya no ha vuelto a saberse nada.
Yo me alegro de que la literatura se regenere por la base, por las ligas regionales, por la gente que ha escrito libros robándole tiempo a la necesidad. En el caso de Menéndez Salmón, hablamos de alguien que ya ha debutado en Las Ventas, cuyo público es siempre muy estricto con los neófitos, pero siempre muy razonable.
Digo esto porque la novela no me ha gustado. Su principio es deslumbrante. El ritmo es perfecto y cunde la sensación de que vamos a asistir a una gradación de historias escurridas, esenciales, autónomas como microrrelatos, una sucesión de fogonazos de la guerra que nos enseñarán sin explicarnos, que nos harán pensar sin dictarnos los pensamientos. Hay un esquematismo en la narración que funciona muy bien, en los terrenos del poema, siembre buscando el final llamativo, muy bien adornado por una batería de nombres alemanes y por un gusto hacia la enumeración de objetos que, si saben escogerse las palabras, da unos resultados extraordinarios, como es el caso.
Pero llega ese momento en las historia cortas en que ya no puedes andar badando. El avión ha dependido hasta entonces de la potencia de los motores, el estilo es ascendente y ruge. Pero se gana altura, y entonces hay que planear, sostener un ritmo vivo, e ir calculando un aterrizaje perfecto: cómodo o catastrófico, pero perfecto. Es en ese momento en que se paran los motores y la novela te debe llevar en andas cuando Ricardo Menéndez Salmón se pone a filosofar.
Nada que objetar, salvo que se trata de una novela corta, que lo mismo que explica sobre la sensibilidad del cuerpo y de la mente podría haberlo descrito, que era mucho más difícil, y que utiliza la filosofía para solapar una transición narrativa que en realidad no existe. Desde que Kurt se queda de piedra hasta que reaparece enamorado en Londres no se nos explica nada con el mismo impresionante ritmo del principio. Se produce lo que pedantemente podríamos llamar una anáclasis narrativa y más familiarmente un apaño. El final, antes del final, remite demasiado a Ambrose Bierce y El puente sobre el río Owl, y eso no se arregla por más que al final paremos el avión en alemán, algo que me ha parecido de muy mal gusto. Quizá es defecto mío, porque también es así la estructura de El gran Maulnes y a mí me produjo una impresión similar a esta novela. Las dos me entusiasmaron hasta que supe que ya no iban a entusiasmarme más. Y aún quedaba media novela.
Algo parecido podría decirse del estilo. Firme, terso, espléndido al principio. Pero la misma decoración de objetos bien nombrados y de apellidos con sonido de fusil ya no funciona igual en la segunda mitad. Hay una sensación del lector, la de la velocidad creciente, que debe ir acompañada por el estilo. La homogeneidad de la prosa en ciertas novelas juega en su contra casi siempre, sobre todo si en la segunda parte se permite licencias hipotácticas que en la primera estaban mucho más controladas.
Veo una novela corta como una flor que se desplegase en dos fases, primero las hojas y después, desde dentro, los pistilos envueltos por otra hoja, recta, flamígera, como brotan los lirios. El tallo de La ofensa es estupendo y ya lo hemos alabado bastante. La primera floración, el asunto del cuerpo y del alma (que no voy a destripar), muy bien traído, un cambio drástico e inteligente, pero sobre todo la materialización de una idea en una hermosa metáfora narrativa. Por eso fastidia tanto que inmediatamente después la vuelva a desmaterializar y envuelva en filosofía onírica lo que yo esperaba que hubiera seguido siendo la misma clase de magnífica literatura.
La segunda florada, la de los pistilos, es un desenlace que yo creo que lo ataca el autor, siendo como es tan corta la novela, desde demasiado lejos, hasta el punto que se hace previsible, aunque lo peor es que las flores se tropiezan y no vemos en su esplendor ese primer cambio deslumbrante. Este final hubiera necesitado, en cualquier caso, no de setenta páginas por detrás sino de trescientas, de modo que uno acaba con la sensación de haber leído el principio y el final de una hermosa y larga novela, pero que lo del medio se resolvió en unos pocos folios de filosofía.
Todo esto puede sonar pedante pero es exactamente lo que me planteo cuando estoy leyendo. Los pocos que lo lean se harán cargo. Eso sí, yo a este tipo le apalabraba una corrida en San Isidro para la próxima temporada. Los aficionados de las Ventas valoran, por encima de todo, la buena disposición, las auténticas hechuras.

12.2.07

Medalla

Diario de Teruel, 15/2/2007,
víspera de la festividad de los Amantes de Teruel


Todos los febreros me entretengo con las páginas que dedica este periódico a la concesión de las medallas de plata, oro y platino, y no sé si también de polonio, a varias docenas de matrimonios perdurables. Debo dejar claro que me parece muy bien, que es maravilloso amarse tanto y tan continuadamente, que las autoridades tuvieron una idea excelente y que todos son la mar de majos. Ahora bien, hay algunos detalles de índole exegética sobre los que me gustaría llamar la atención a los expertos amantistas.
Años atrás, cuando un corregidor desta villa fue a colgarle la medalla de los Amantes a la reina de Inglaterra, ya comentamos que estas concesiones medallísticas corrían riesgo de parecer un campeonato de resistencia. Los vencedores hacen hincapié todos los años en las dificultades del recorrido y se conjuran para lograr la siguiente medalla con tesón y a despecho de los sinsabores y las eventuales ganas de mandarse mutuamente a escaparrar. Pero la leyenda no habla de resistencia sino de lo que no se puede resistir. Si no llega a morirse Diego, ¿habría deshecho Isabel sus bodas con Pedro de Azagra? ¿Con cuál de los dos es más probable que hubiese celebrado los veinticinco años de casados? Otra cosa hubiese sido que, en lugar de dedicarse a pedirle besos, Diego hubiese conseguido que Isabel le firmara un papel, como muy atinadamente procedió Basilio al ver que su querida Quiteria iba a casarse con Camacho el rico. Diego habría podido entonces, como mucho, haberse casado con ella falsamente in articulo mortis, aunque un amor así de mórbido no prometía muchos aniversarios. El único modo posible de llegar tan lejos implicaba –convendrán los amantistas– que Isabel y el de Azagra hubiesen gozado de muy buena salud. Se supone que celebramos, aparte del Carnaval, que es lo que toca en estas fechas, la perfección de los amores juveniles, el martirio del amor intenso, no del extenso, como si las convenciones, el tiempo y las dotes fuesen menos poderosas que los sentimientos. O como si Isabel, a una mala, se hubiese resignado a celebrar sus bodas de oro con Pedro pero el corazón no se lo hubiera permitido.
Leo la lista de matrimonios premiados, cada año más, y me produce un pequeño escalofrío, quizá sólo por motivos gráficos, porque los han consignado al margen, en una columna gris. Leo sus nombres y apellidos y me pregunto cuántos Diegos y cuántos Pedros habrá entre los esposos, cuántas Isabeles que se casaron locamente enamoradas y cuántas que se fueron enamorando con el tiempo, a fuerza de medallas.

7.2.07

Optimismo


Un experto firma un informe contrario a los intereses del poder, que se ocupa de enfrentar al científico con la mayoría y de conseguir que quien honestamente presentó el informe sea apartado de cualquier deliberación, como si la ciencia fuera una opinión nociva. Esto, que parece el principio de una crónica de tribunales o de un pleno municipal el día que hay que conceder la gestión de las basuras, no es más que el argumento de Un enemigo del pueblo, el drama de Ibsen que el Centro Dramático Nacional ha programado para esta temporada. Un médico descubre que el balneario que da de comer al pueblo está envenenado. Trata de alertar a la población para evitar desgracias y se encuentra con que el alcalde, su propio hermano, es un taimado cocodrilo que no sólo se opone a que la verdad salga a la luz sino que mangonea en los medios de comunicación y en las organizaciones ciudadanas para que vean en el científico un peligro público.
La función debería darse una vuelta por todo el país antes de las próximas elecciones, sobre todo porque encierra una gran pregunta que en tiempos de Ibsen no tenía, ni de lejos, el significado que le damos ahora, aunque sí parecidas consecuencias. La cuestión es: ¿y qué pasa si la mayoría se equivoca?, ¿qué pasa si, manipulada por unos y por otros, enajenada de su condición de individuo pensante y amorrada en la de oveja consumista, sus decisiones mayoritarias no sólo son perversas sino injustas?
Es imposible no discutir sobre este asunto cuando termina el drama, mientras te pones el abrigo, después de alabar a los actores, casi todos espléndidos, al darte cuenta de que el director de la obra es el primero que no cree en la mayoría. Ibsen decoró el drama con una masa de idiotas y el adaptador del texto, Juan Mayorga, ha endosado unas cuantas morcillas para que lo entendamos, como si con el texto universal de Ibsen los espectadores no fuésemos a darnos cuenta de que con frecuencia estamos en las mismas. Es lo que le pasa a mucha gente que desconfía de la mayoría y piensa que las masas corren riesgo de entregarse al cebo totalitario, que conceptos como verdad o razón pueden quedar sepultados bajo un montón de consignas inflamables, de sentencias políticas y de sesos espongiformes.
Ibsen pudo haber tenido en la mayoría la misma fe que en la ciencia, el optimismo como obligación moral. Pero él creía en las élites mangoneantes (no hay otras), sin pararse a pensar que son ellas, y no la mayoría, las que envenenan los balnearios.
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