28.10.06

Casting


El próximo día 6 estrenan en España Todos los hombres del rey, segunda versión cinematográfica de la novela con la que Robert Penn Warren ganó el Pulitzer en 1947 (en ese año, en España, el Premio Nacional de Literatura fue para Vicente Escrivá...). La novela es espléndida. Anagrama la ha reeditado por la llegada de la película y con el subterfugio de que es una edición restaurada. Da igual. La novela sigue siendo espléndida y es algo así como el paradigma de cierto tipo de clásicos norteamericanos del siglo XX, construidas con férreas estructuras cinematográficas y recubiertas de un impetuoso lirismo épico que sólo se detiene ante la posibilidad de aburrir.
Datos aparte, que no tengo sitio, la estoy leyendo estos días y espero el estreno con un cierto escepticismo, y todo por culpa o gracias a mi falta de información. Vi la novela reeditada y empecé a leerla, pero a mitad de lectura un amigo me comentó que iban a estrenar una película protagonizada por Sean Penn. Seguí con la lectura pensando que Sean Penn era el narrador, Jack Burden, un periodista sureño de buena familia que trabaja al servicio del gobernador Willie Talos.
De todos modos, la conciencia de quién va a protagonizar una película mientras te estás leyendo la novela en la que está basada entró en colisión con el tipo de personajes que yo me había imaginado desde el principio, y que tienen que ver con el mundo de Edward Hopper o con los pintiparados actores de Robert Rossen, sobre todo Broderick Crawford, pero no, ciertamente, con Sean Penn y sus formas afiladas.
La sorpresa creció cuando me entero de que Penn va a ser Willie, el palurdo que aprende retórica a palos y se convierte en un benefactor chapucero, practica un paternalismo mafioso y siempre da la sensación de que está a punto de estallar “con su cara un tanto bovina y sus ojos saltones”, escribe Warren, con sus trajes sudados y esa forma de subirse los pantalones que tienen los que ya han echado barriga. Por momentos lo veía como John Goodman, o por lo menos como Rusell Crowe.
Veremos qué pasa. Estoy deseando comprobar cómo han metido el monólogo de Willie con su teoría de que el buen gobernante debe ir por delante de la ley, y que a unos votantes satisfechos no les puede molestar demasiado que su candidato sea un matón.


25.10.06

Gota 3


En el tejado de la buhardilla que hay encima de mi dormitorio salió una gotera que es como un metrónomo. Las gotas caen con eco en la loza del orinal que puse hace muchos años; cuando llueve mucho lo suplemento con un palangana. Una vez me decidí a restañar la gotera pero después de los primeros tocamientos me dio la sensación de que era una gotera única, y que la techumbre sólo estaba dañada en un milímetro cuadrado, así que la dejé estar.
Pasaron los años, sólo permaneció el goteo en las noches de lluvia sobre un orinal con herrumbres concéntricas. Mi dormitorio ha estado siempre, desde antes de la gotera, debajo del orinal. A veces, en noches de luna llena, las lágrimas de la lámpara parecen menear sus brillos cuando en el piso de arriba una gota golpea la loza. Otras veces la lluvia está sincronizada con el reloj, y las gotas suenan con la cadencia exacta de la saeta. Ver desde mi lecho la sombra del carillón y escuchar la gota por segundo que sigue rellenando el orinal sobre mi frente, en estas noches de otoño destemplado, antes de que pongan la calefacción central, es una sensación temporal estereofónica que no podrían mejorar el silencio ni el repiqueteo de la lluvia en los cristales. Cuando llueve mucho y tengo que poner la palangana, o incluso una bañera vieja que encontré en la basura, el tiempo me anega, y cuando está dejando de llover, cuando antes de cada gota ya parece que se hayan terminado todas, siento que me muero.
Lo peor, sin embargo, ha ocurrido estos días. Lleva quince días seguidos lloviendo y yo ya me había acostumbrado al silencio. Es una lluvia extraordinariamente regular, el orinal parece un rolex. Por las tardes me acompaña mientras leo en el sillón de orejas y por las noches me sustituye con filosofía pagana el cuento de las ovejitas. No soy consciente de ella, pero si deja de llover y se alargan los segundos, vuelvo a escucharla de inmediato, y nunca deja de abandonarme entonces un cierto amago de sobresalto.
Esta mañana he coincidido en el ascensor con el vecino. No me había dado cuenta de que me ha salido un eczema en el entrecejo. El vecino, que siempre mira donde no debe, me lo ha hecho notar. Me hizo gracia la coincidencia, pero cuando iba a contarle el chiste fácil de la gotera, el vecino me ha interrumpido.
–Oye, por cierto, en el dormitorio tengo una gotera. Sólo es una, y ya casi me voy acostumbrando, pero, en fin, a lo mejor habría que hacer algo, porque baja directa de tu trastero.
El ascensor nos ha dejado abajo, yo estaba ya pensando en el eczema y no he sabido contestar:
–Sí –le digo–, ahora mismo iba a la farmacia.


Otras gotas: Gota, Gota 2

23.10.06

Salterio


Diario de Teruel, 25/10/2006

Cada vez que surge algún caso (iba a llamarlo escándalo, pero ya ni eso) en el que un alcalde trincón ha vendido a sus vecinos, o les ha endilgado una urbanización en la ermita, o les ha dado la espalda para obedecer a su señor, o simplemente ha tomado decisiones que sólo le competía ejecutar, como son todas aquellas que se relacionan con el arte y con el urbanismo, noto que estos alcaldes corrompidos sacan más pecho y desprecian a sus acusadores como si sólo se tratase de una maniobra política del enemigo. Como mucho, cuando los pillan, los echan del partido, pero nadie los cubre de brea y de plumas, nadie los destierra ni siquiera los señala por la calle con el dedo. Hemos asistido a casos en que alcaldes criminales regresaron como héroes al ayuntamiento, porque a sus votantes les importaba menos la decencia o la ley que las pingües recalificaciones que se avecinaban. En cierta ocasión, el alcalde de un pueblo donde viví algún tiempo me ofreció un remolque de leña si votaba su candidatura. Lo hizo sin el más mínimo rubor, sin ahuecar la voz con la mano ni subirse las solapas de la gabardina ni mirar a los lados por si hubiera testigos de nuestros manejos. La leña, por supuesto, no era suya.
La política municipal es la única que nos distingue como ciudadanos y no sólo como habitantes. Nos pensábamos que cuando se fuesen los corregidores de Franco vendrían los vecinos a sustituirlos, individuos con arranque que sacrificarían unos años de su vida para luchar por la felicidad y el buen gobierno de su pueblo. El alcalde más votado de España, el de Parla, recibe todos los días a los vecinos, pero la gente no lo vota por este gesto populista sino porque ha cumplido todas sus promesas, ha mejorado la vida en el pueblo y a nadie se le pasa por la cabeza que sea capaz de robar. Es de los pocos alcaldes que no son sólo comisarios políticos sobrevenidos; les mueve la misma vergüenza que los demás han perdido cuando se contonean por su predio y se comportan como si, en vez de ser votados, hubieran sacado unas oposiciones a cacique.
La culpa, como sucede con los arrapiezos maleducados, suele ser de quienes se lo consienten. Un alcalde es la más alta institución moral de un pueblo, más incluso que el cura. Salvo por lo que respecta a la lujuria, que no es asunto público en sí misma, debe demostrar todos los días que no peca, ni siquiera de gula, ni siquiera de soberbia.

Vega


Diario de Teruel, 19/10/2006
Se conoce que van a emprender ya las obras del río, parece ser que ya están todos los papeles y enseguida entrarán las máquinas. Un paseo fluvial, dicen que va a ser, y ya era hora, eso por descontado. Lo que pasa es que uno mira las obras que aprueba el ayuntamiento y le empiezan a temblar las piernas. Mira si no lo que hicieron en El Campillo, con la charca aquella que hay al lado de la iglesia, que estaba la mar de maja rodeada de arbolicos. Pues se metió el ayuntamiento y lo primero que hizo fue talar los árboles, y luego cascó unas escolleras que ni en el Puerto de Sagunto. Así que te asomas ahora (enfrente dan un morro al ajillo de categoría) y ves una cosa pelada como la de las urbanizaciones nuevas, esas blancas que brillan tanto, y dices bueno, y aquí las olas dónde están, vamos a ver. Las olas y los árboles, que yo no sé qué tendrán contra los árboles, pero aquí se los cargan en cuanto te descuidas. Y en El Campillo porque debió de acabárseles el presupuesto, que si no ya te digo yo que van y nos calzan un aparcamiento subterráneo debajo del agua, son capaces.
Así que miro la vega y me la imagino llena de escolleras y de algún que otro árbol enfermo en una maceta. Esa vega ha padecido mucho. Ya empezaron partiéndola por la mitad con la variante, que siempre ha sido peligrosísima, y en vez de caminos y acequias y huertos, como había más coches que tomates, proliferaron los talleres y los concesionarios. La gente huye del río, y del ruido y del peligro, de todo a la vez huye.
Con que nos escoscasen un poco las orillas, que están llenas de mierda, yo creo que nos apañábamos. A ver si montan un pifostio de losas grises como en la Glorieta y nos quedamos sin huerto y sin río. Ya una vez abrieron una poza y le pusieron Club Náutico, que pasabas por allí y daba la sensación de que tenían los yates amarrados en la piscina. Así que, como les vuelva a dar por los delirios de grandeza, estos nos embaldosan la vega. Y la vega, oiga, no será un monumento mudéjar pero es la vega, y una ciudad rodeada de verde da más gozo que rodeada de cemento. Yo creo que ya tendríamos bastante con unos farolicos que parezca que han estado siempre y con bancos de azulejos desportillados, con veredas entre los chopos y algún puente pequeño, como si siempre hubiésemos sabido disfrutar del río.

20.10.06

Sinceridad


La curiosidad es a veces un poco masoquista. Anoche me pasé por la página del Weekly Standard, la biblia del neoconservadurismo norteamericano, y leí con atención de forense un artículo en el que un tal William Kristol clama por que no se haga más caso a la ONU ni a la blanda China, por que se incrementen las tropas en el extranjero, por una alianza con Japón de espaldas a China en el asunto de Corea del Norte, por sitiar ese país con un régimen de excepción, amén de bombardear Sudán e intervenir en Rusia “para ayudar los demócratas”, y, en fin, por que se incrementen las sanciones contra Irán y se lo amenace de invasión. El artículo termina con un llamamiento sobrecogedor: “Se está haciendo tarde”.
En ese mismo semanario escribe la rutilante abogada que encandila a sus fans diciéndoles que el petróleo era una buena razón para invadir Irak “porque todos usamos coche”, o que las víctimas del 11–S no son quiénes para criticar a Bush “porque el dolor no las ha hecho expertas en política internacional”. En el estilo incendiario, de insurrección permanente que utilizan los neoconservadores, esta mujer aplica una receta muy antigua, la de llevar la verdad hasta sus consecuencias más demoledoras, entendida la verdad como lo que uno piensa en el momento en el que le preguntan. Es el principio del cinismo, una forma erística que suele desarmar al enemigo y que tradicionalmente se ha combatido con el tabú de la decencia. Eso no lo puedes decir aunque lo pienses, nos dice una voz que no viene de la religión sino de la sensatez, un descubrimiento como el de que un matrimonio no funciona gracias a la sinceridad sino a la buena educación. Saltarse ese trámite, esa censura previa, es lo que más excita, según la filosofía neoconservadora, a las masas ignorantes. Y no es un recurso exclusivo de la derecha: ayer, en un canal progresista, se anunciaba una serie televisiva como honestamente brutal, como si los héroes fuesen aquellos capaces de decir las burradas que nosotros reprimimos por un elemental sentido de la decencia.
En España la derecha neoconservadora, por estridente que resulte, taún no ha salido de la fase previa, la de mentir como bellacos. Pero lo peor está por venir, cuando se líen la manta a la cabeza y empiecen a pregonar eso que todos piensan y nadie se atreve a decir, por duro, inmoral, hiriente o peligroso que pueda resultar.

16.10.06

Apuesta


Cuando me enteré de que habían contratado a Pombo para el premio Planeta me llevé una alegría, primero porque soy un fan, y luego porque me intriga saber cómo caerá un peso pesado como Pombo en las frágiles estanterías de los clientes de Planeta. He leído en el periódico de la mañana que la apuesta de la editorial es considerable porque cada vez que contratan a un escritor bueno no amortizan la inversión. Y Pombo es muy bueno.
Pero es tan bueno que seguro que se lo ha tomado como lo que es y ha pensado, porque sabe hacerlo, en el público lector. Conjeturemos un poco con los datos.
El título es La fortuna de Mathilda Turpin. A Pombo le gustan los nombres significativos. ¡Ojalá sea un recuerdo a Mathilde de La Mole, a quien aún le debo una bernardina! Pero Turpin, nombre de bandolero inglés, es una clave que nos acerca más al Pombo que se fotografiaba con la bandera pirata, el de Aparición del eterno femenino, una joya que todavía me deslumbra. O con la destarifada protagonista de Una ventana al norte. O con la madre de Quirós en Los delitos insignificantes. El hecho de que la acción suceda en Santander, no obstante, apunta más a la Violeta de Donde las mujeres, una Violeta casada, envejecida.
Pero se ha sabido que Mathilda es un ama de casa que vive con un catedrático de filosofía y se dedica a los negocios. Estos dos personajes ya salieron en El metro, cómo no, y sobre todo en la novela por la que yo apuesto como modelo de la que ganó el Planeta, la Telepena de Celia Cecilia Villalobos, una señora oral, demasiado oral, que le dio para uno de esos juegos literarios que alterna entre plato y plato. El último plato ha sido Contranatura, potente y de lenta digestión, así que ahora le toca una perla de pocas páginas, llena de mujeres un poco locatis y de hombres que se atormentan tratando de llamar a las cosas por su nombre.El dato que peor llevo es que la protagonista se muere de cáncer, porque implica que no está narrada en primera persona. Eso le da cierta ventaja al lirismo filosófico frente a la charreta de mesa camilla, que yo creo que es lo que vendría bien al Planeta para sanearlo un poco y pescar lectores de ocasión. Pombo dijo que no sabía si hacía bien diciendo que la protagonista muere. Me pregunto qué habrá pensado el editor, porque el premio Planeta es un regalo que también se hace a los enfermos, el sector clínico es importantísimo para rentabilizar la inversión. Pero también es verdad que la enfermedad y la muerte suelen ser, entre la gente que no lee a menudo, una garantía de éxito. Veremos.

15.10.06

Alain-Fournier 2


Como lector, los finales de las novelas no me importan gran cosa. Mejor dicho, me importa que no sean gran cosa. Detesto el rataplán continuado de los finales operísticos, casi tanto como esos mecanismos de relojería que parecen escritos del revés, más pendientes del destino que del itinerario. Creo que lo que solemos considerar un final redondo es algo importado del teatro, porque la novela siempre fue un artefacto semoviente que se terminaba cuando había llegado a un determinado número de páginas o al autor le fastidiaba continuar. Una cosa es apañar dulces finales sin estridencias, o cortar por lo sano, o abandonar la historia como si arrojases el tintero a los personajes, y otra muy distinta empeñar en ese final todo el recuerdo que pueda quedar de la novela.
Digo esto porque El gran Maulnes, del que tan bien hablé en la bernardina anterior, acopia de manera tan extensa todo lo que no me gusta de un final, que, si no fuera porque su autor murió tan joven y da no sé qué criticarlo, tendría que hacer verdaderos esfuerzos para no decir que le sobra toda la tercera parte y el final de la segunda. Todo es pleonástico y se nota demasiado que el autor se ha metido en la narración con ganas de emocionar a cualquier precio, aunque sea el precio de la fantasmagoría. Al mismo tiempo, se le ve angustiado, con ganas de terminar pero sin saber muy bien cómo y, lo que es peor, desconfiando de haber llegado a una página en la que ya esté todo dicho y ya se pueda terminar. En la edición que yo he leído la novela tiene 342 páginas, y hay un fragmento en la 227 que yo daría por bueno para terminar, como mucho al final del capítulo correspondiente, porque a partir de ahí todo es lírico meloso y los detalles desaparecen. La ausencia de lo que me deslumbró al principio, esa manera de ver los paisajes y los objetos, los gestos y los movimientos, me ha llegado a cargar como me carga esa gente que canta muy bien una copla y, como todo el mundo aplaude, luego no hay manera de callarlo, pero ya no es capaz de producir el encanto del principio.
Vaya en descargo de mi atrevimiento el fragmento en cuestión, que copio como pena por hablar tan a la ligera de un clásico tan joven. Es de lo que más me gusta de la novela: durante algunas páginas, Alain–Fournier nos cuenta delicadas anécdotas y da explicaciones precisas de lugares imaginarios. Todo se hace muy llevadero hasta que de pronto la prosa estalla de lirismo. El fragmento sólo se disfruta, como las arias de las óperas, si va precedida de otros tonos menos extremos. Ése ha sido, dicho sea de paso, el fallo de mucha prosa lírica española, que nacía obligada a ser sublime sin interrupción y enseguida degenera en pestiño. Pero bueno, el fragmento dice así:

Por primera vez, heme aquí, también yo, por el camino de la aventura. Pero esta vez no son conchas abandonadas por las aguas lo que busco bajo la dirección del señor Seurel, ni orquídeas desconocidas para el maestro de escuela, ni siquiera, como nos ocurría a menudo en el campo del tío Martín, aquella fuente honda y seca, cubierta por una reja, sepultada bajo tanta maleza que cada vez se necesitaba más tiempo para encontrarla... Lo que busco ahora es algo más misterioso aún. Es aquel pasaje del que hablan los libros, el antiguo camino obstruido, aquél con cuya entrada no pudo dar el príncipe rendido de fatiga. Es un camino que se descubre a la hora más incierta de la mañana, cuando hace ya mucho que se te ha olvidado que van a ser las once, las doce... Y de repente, al apartar las ramas en medio de la fronda espesa, con ese gesto vacilante de las manos, a la altura del rostro, desigualmente separadas, se te aparece una larga avenida sombría que acaba en un minúsculo círculo de luz.
Pero mientras espero y me embriago de ese modo, bruscamente desemboco en una especie de claro que resulta ser sencillamente un prado. He llegado, sin apenas darme cuenta, al extremo del bosque comunal, que siempre había imaginado infinitamente lejos. Y ahí está, a mi derecha, entre unas pilas de troncos, vibrante en la sombra, la casa del guarda. Dos pares de medias se secan en ese momento en el antepecho de la ventana. Años atrás, cuando llegábamos a la entrada del bosque, siempre decíamos señalando un punto de luz al final de la inmensa alameda oscura: “Allá lejos está la casa del guarda; la casa de Baladier.” Pero nunca nos habíamos atrevido a llegar hasta allí. A veces oíamos decir, como si se tratase de una expedición extraordinaria: “¡Ha llegado hasta la casa del guarda!” Esta vez yo he llegado hasta la casa de Baladier, pero no he encontrado nada
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Síntoma


Los clientes asiduos de Iberlibro (nunca han funcionado mejor las librerías de viejo) echamos de menos que las librerías pequeñas mantengan títulos viejos o ediciones útiles y raras. Dicen que no tienen espacio. Una buena piedra de toque consiste en mirar cómo van de griegos y romanos. Salvo por la colección Gredos, que ya veremos cómo funciona con RBA, las librerías madrileñas están muy mal dotadas. Miessner siempre guardó casi completa la Bibliotheca Loeb, pero ahora es muy difícil encontrar algún rincón bien surtido de textos clásicos de la editorial Bosh, por no hablar de las colecciones del CSIC o incluso de las ediciones escolares de Gredos. Ahora se reeditan los clásicos del Intituto de Estudios Políticos, en edición dura, carísima y tampoco demasiado bella; pero incluso estos es difícil encontrarlos.
No ocurre lo mismo en algunas librerías de provincias. Otros viajeros miden la simpatía de los camareros o el firme de las carreteras, y yo busco en la sección grecolatina de las librerías generales. Para empezar, dice mucho de una librería la delicadeza de sacar fondos antiguos de una disciplina que se cultiva como una flor exótica. Y dice mucho de una ciudad de provincias que se mantenga suficiente público como para que los clásicos conserven un par de metros de estantería. Suele ocurrir en ciudades pequeñas con facultades universitarias. La librería Cervantes de Salamanca sigue siendo una delicia, aunque no está tan bien surtida como hace algunos años. La librería Ojanguren de Oviedo guarda suministro para una hora larga de curiosidad. Y aún hay otras que por lo menos mantienen los libros obligatorios de la facultad, como la Casa del Libro de Valencia, que, sin embargo, últimamente reorganizó el sótano y desparecieron muchos textos anotados, y ya no puedes encontrar la espléndida Primera antología griega de Adrados y Fernández Galiano.
Pero, al margen de eso, siempre me sorprende la constancia con que aparecen los clásicos en librerías como la Paradiso de Gijón o la también Cervantes de Oviedo, donde acabo de comprar una Antología Griega del Bachiller del año 1960, publicado entonces por la Bibliotheca Comillensis en la editorial Sal Terrae de Santander. Es una delicia melancólica de impresión, con una tipografía griega como la que utiliza Einaudi en Italia o las Editiones Helveticae, mucho más hermosa, a mi modo de ver, que las cursivas de Oxford, Teubner o Loeb, y ese sabor a hule y a goma de borrar de los textos escolares antiguos. Las ilustraciones están grabadas en tintas de colores desleídos, y entre sus muchas virtudes está la de incluir una nutrida representación del Diálogo de los muertos de Luciano. El método, la antología y las anotaciones están muy bien pensadas, y algunas dicen más de lo que parecen decir. Por lo demás, algunos ejercicios suenan como los poemas de Ramond Queneau, y en las fábulas y las anécdotas históricas siempre se siente la mano que mece la linotipia.
Si tuviese que cambiar de ciudad, uno de los criterios sería sin duda la posibilidad de encontrar libros como este sin recurrir a internet. Por alguna razón que en su día explicará la teoría del caos, las ciudades donde sí pueden encontrarse son más paseables que las otras. Será por eso por lo que me cuesta tanto encontrarlos en Madrid.

11.10.06

Verdad


Diario de Teruel, 12 de octubre de 2006

Casi recuerdo mejor las ferias de otoño que las de San Isidro. En otoño fue aquel toro de Martínez Benavides, el que subió a Paula a los cielos, y también los naturales de Esplá al toro de Adolfo Martín que había mandado al Califa a la enfermería. Será que recuerdo mejor sin sol, que todo me parece más hondo y más cercano, y por eso estas tardes azules de octubre, limpias, encapotadas, con una leve media luna de sol en los altos del 6, tibio sol naranja de atardecer, me resultan más íntimas que aquellas tardes de moscas, claveles, abanicos y un estomagante exceso de fulgor.
De esta última feria me llevaré el recuerdo de cómo vi a un muchacho aprender algo. Miguel Ángel Perera, el más nuevo de la terna, había irritado al personal con el toreo despegado y sin sustancia que se practica ahora. Como es un buen mozo, estiraba el brazo y más que torear parecía que estuviese pescando. Le pitaban los que estaban seguros de que podía dar más de sí, porque la mayoría, cuando ve que un torero se alivia tanto ya tan joven, lo da por perdido y se calla. “¡Esa pieeerna!”, gritó un aficionado contumaz. A mi lado había un muchacho aún más joven que Perera. Era su primer día en Las Ventas y yo le traducía las amonestaciones que venían del 7. “Se refiere”, le dije, “a que la pierna contraria, la que carga la suerte, es la que rompe la trayectoria natural del toro”. El muchacho espectador afinó la vista y desde entonces vi dibujadas en sus ojos las líneas maestras del toreo, ese momento sagrado en que notas que alguien aprende a mirar.
Miguel Ángel Perera recibió al sexto y dejó perfectamente claro que había oído al de la pierna. La faena le salió intensa y atropellada, arrojada y confusa, pero Perera no quitó la pierna, y su sencilla firmeza delante de un toraco peligroso cundió como una llama en los tendidos, que de inmediato se pusieron de parte del matador. Mi compañero de tendido y yo aplaudíamos convencidos, y también el de la pierna, cómo no. Entonces, mientras el público respetuoso esperaba la salida de los matadores, traté de explicarle a mi joven compañero de tendido lo que, en términos taurinos, significa la palabra verdad.

5.10.06

Alain-Fournier


Me veo obligado a posponer un poco más unas palabras sobre la gran Mathilde de La Mole porque nada más terminar la lectura de Rojo y negro, mientras me disponía a no sacar el ritmo de Stendhal de mi cerebro leyendo sus Crónicas italianas, se cruzó un desconocido, Alain–Fournier, que no es del XIX pero casi. En muy poco tiempo han salido tres ediciones distintas de El gran Maulnes, una novelita que llevo mediada y que me está encantando. Así que, antes de regresar a la biblioteca del marqués de La Mole, donde Mathilde pasa el tiempo desesperándose con el borrico de Julien (y leyendo a Voltaire) me quedo unos minutos con Alain–Fournier.
Sólo lo conocía de verlo en las estanterías móviles de la Casa del Libro, pero nunca lo cataba porque el apellido me sonaba a rollazo proselitista, a naipes y a gangrena. Y he de reconocer que sólo ha sido al comprar Las ilusiones perdidas de Balzac, en esas ediciones en tela que está sacando Mondadori, cuando me he interesado al verlo junto a títulos tan fundamentales. Al husmear un poco y leer que era una novela de adolescencia, una vez muerto y bien muerto el incorregible Sorel, y puesto que voy buscando voces adolescentes para mis probaturas folletinescas, decidí empezar con ella.
Alain–Fournier murió en la guerra del 14, fusilado, a los 28 años. Un poco antes había escrito esta novela. Es la historia de un muchacho de quince años, hijo de un maestro de pueblo a cuya escuela llega un chico nuevo, Augustin Maulnes, una especie de Huckleberry Finn a la francesa, es decir, sin que la acción se lo coma todo, y la propia acción como una colección de estampas congeladas, de momentos a partir de los cuales se comprende el sentimiento con que está contada la historia. He aquí, por ejemplo, un genuino microrrelato. A los amantes de Auster les tiene que gustar.

Examinó atentamente la pata del animal y no descubrió en ella rastro alguno de herida. La yegua, medrosa, la levantaba en cuanto Meaulnes pretendía tocársela y escarbaba el suelo con su casco pesado y torpe. Al fin comprendió que lo que tenía el animal era simplemente una piedra incrustada en la pezuña. Como muchacho experto en el manejo del ganado, se puso en cuclillas, intentó asirle la pata derecha con su mano izquierda y ponérsela entre las rodillas, pero el coche le estorbaba. Por dos veces la yegua se le escabulló, avanzando unos metros. El estribo le golpeó en la cabeza y la rueda le lastimó la rodilla. Tenaz, acabó por vencer la resistencia del asustadizo animal, pero el guijarro estaba tan hundido que Meaulnes tuvo que echar mano de su navaja de campesino para podérselo sacar.
Terminada la tarea y cuando al fin pudo levantar la cabeza, medio aturdido y con los ojos turbios, notó con estupor que estaba anocheciendo...
Cualquier otro que no hubiera sido Meaulnes hubiera vuelto sobre sus pasos de inmediato. Era el único modo de no extraviarse aún más. Pero pensó que debía de hallarse en aquel momento muy lejos de La Motte. Además, la yegua podía haber tomado por un atajo mientras él dormía. Y, a fin de cuentas, aquel camino debía de llevar antes o después a algún pueblo... Añadamos a todas estas razones el hecho de que el muchacho, al poner de nuevo pie en el estribo, mientras el animal tiraba impaciente de las riendas, sentía crecer en su interior el deseo exasperado de conseguir algo, de llegar a algún sitio, a pesar de todos los obstáculos.
Fustigó a la yegua, que se espantó un poco y volvió al trote. La oscuridad aumentaba. En el sendero, convertido en un barrancal, apenas si quedaba paso para el coche. A veces, una rama seca del seto se enganchaba en la rueda y se rompía con un ruido seco... Cuando cerró la noche, Meaulnes pensó de pronto, con un estremecimiento en el corazón, en el comedor de Sainte–Agathe, donde, en aquellos momentos, estaríamos todos reunidos. Sintió entonces un acceso de cólera, mitigado después por el orgullo y la profunda alegría de haberse fugado de aquel modo, sin querer...

Stendhal 4


No ha sido buena idea leer antes La Cartuja de Parma que Rojo y negro. Me parece irrelevante dejarse llevar por el tópico –en este caso más que en otros– de cuál es mejor; pero no lo es reconocer que La Cartuja continúa y perfecciona un modo de novelar que se va gestando en Rojo y negro, hasta el punto de que puedo hablar (son gustos, son manías) de una maravillosa novela compuesta por la segunda parte de Rojo y negro y la primera de La Cartuja.
Bien es verdad que pueden compararse porque son bastante parecidas: un héroe adolescente de veinte a veinticinco que no se entera demasiado cuando a su lado pasan mujeres maravillosas. Si estas bernardinas babeaban hablando de Gina, ¿qué decir de Mathilde de La Mole, la heroína más moderna de todas, la más sensible, la más valiente y la más loca? Pero estos héroes masculinos de Stendhal no se pierden por las grandes mujeres sino por arquetipos sin demasiado cuajo. La Clelia de La Cartuja siempre me pareció una muñeca de porcelana, igual que la Mme. de Rênal de Rojo y negro, a pesar de que Stendhal dice muchas veces que era una dama muy delicada, siempre se me representa como la señora pepona que de pronto se desmelena. Me llegó a irritar que al final de la novela esta mujer masoca se comportase como esos personajes enfermizos de Dostoievski que acaban dando asilo a quien los intentó matar. Yo echaba de menos a Mathilde, que termina la novela de espaldas y disfrazada de fantasma.
La Rênal está puesta en la novela para que la enamore Julien. No sólo no ofrece la más mínima resistencia, sino que tampoco hace nada para que nos enamoremos de ella. Está en la misma situación que Ana Karenina, pero su vuelo es corto. Stendhal no se molesta en darle un giro sorprendente, en hacerla avanzar, en transfigurarla un poco. Cuando Julien se va de Verriéres, lo que más nos alegra es que se busque otra. La sensación al ingresar en la segunda parte de la novela es exactamente la misma que cuando uno abandona el tedio provinciano y se presenta en París. La empatía del héroe con el lector implica sacrificar a esa pesada.
Otro día si tengo tiempo dedicaré unas líneas a glosar sus virtudes, pero la que importa es Mathilde. A Stendhal se le ve el pelo de la dehesa, el aristócrata que se disfraza de Napoleón. Le tiran los nobles porque en cuanto se los echa a la pluma le salen casi sin querer personajes extravagantes a quienes quizá intentó pintar degenerados pero la verdad es que le salieron divertidísimos. La que más, Mathilde de La Mole, que en el fondo es Gina cuando era joven, cuando aún no había probado los venenos del amor.

4.10.06

Matarratas



Diario de Teruel, 5/10/2006
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El matarratas es el veneno de los ignorantes. Es el más burdo, el más barato, el más potente. Está pensado para eliminar seres inmundos sin la menor sofisticación, pero a veces se utiliza con amantes asalvajados que no sabrían distinguir el bicarbonato del zotal. Últimamente también se ha puesto de moda su uso como arma política. La fiambrera de matarratas (otros dicen que eran polvos para el olor de pies) que se presentó hace poco como prueba de una conspiración es un símbolo perfecto de la moda que nos embadurna.
Mi impresión es que se trata de una consecuencia de la militancia política incondicional. Seguros ya los votos de siempre, y perdidos para siempre los votos contrarios, toda la estrategia política, al menos de la derecha, consiste en atraer a la población flotante, cada vez más escasa; es decir, a los que todavía pueden cambiar de voto, a los que dudan. Pero, tal y como están las cosas, con la cordillera de matarratas que separa las dos opciones políticas fundamentales, esa población dubitativa no debe de sumar ya más que un puñado de votos.
Si los líderes de la derecha leyesen más novelas de aventuras, no utilizarían fiambreras de matarratas ni borrarían fechas de los documentos con el dedo ni sacarían de las cortinas a un ratero de tres al cuarto como si fuera el conde de Montecristo. Su estrategia se basa en otras lecturas, en aquellos manuales de venta que insisten en que dudar es propio de idiotas. De modo que una inmensa mayoría de la población, de uno y otro signo, debemos soportar esta especie de síndrome de Diógenes que les ha entrado, mientras los destinatarios de semejante vertedero, gente débil –piensan ellos–, gente dubitativa, digiere su veneno y obedece consignas rigurosamente absurdas.Pensar que hay gente tan estúpida como para tragarse semejantes paparruchas, intentar cebarlos con una fiambrera de matarratas, es posible que cuadre con las estadísticas de población influenciable, pero yo sigo pensando que los seres humanos detectamos la basura y la retórica venenosa sin necesidad de verlas. Que no te tomen por imbécil es algo previo incluso al intelecto. Es un instinto primario, como el de las ratas.

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