26.4.11

El detalle del sostén


            Para felicitarle por el Año Nuevo de 1880, Turgueniev regaló a Flaubert un edición en tres volúmenes de Guerra y paz. A vuelta de correo, más o menos, Flaubert escribe: “Gracias por haberme hecho leer la novela de Tolstoi. Es de primer orden. ¡Qué pintor y qué psicólogo! Los dos primeros volúmenes son sublimes, pero el tercero decae horriblemente. Se repite y filosofa. En fin, se ve al señor, al autor, al ruso, mientras que hasta ahí sólo habíamos visto la naturaleza y la humanidad. Me parece que tiene a veces cosas a lo Shakespeare. He lanzado gritos de admiración durante su lectura... ¡y es larga! Sí, es extraordinaria, ¡muy fuerte!”
            Estas palabras son famosas por muchas razones. Entre los muchos que las han citado, si no recuerdo mal, se encuentra Javier Marías, a cuya novela Los enamoramientos cabría aplicarle las que más fortuna tuvieron, quizá por ser las más precisas, las más concentradas y las más reveladoras: “Se repite y filosofa”. En el caso de Tolstoi, al comentario de Flaubert habría que reprocharle puntillosidad y, sobre todo, el hecho de que Tolstoi, el ruso, sólo aparece cuando la novela se detiene, como invitándolo a que no lo escuchemos si no queremos, pero no se entromete en “la naturaleza y la humanidad”, en la pura novela. En el caso de Marías, habría que decir que la novela es una pura repetición, y que, en efecto, filosofa, es decir, hace frases abstractas para explicarlo casi todo, y que todo lo que no es filosofada y repetición, es decir, todo lo que es novela, no creo que alcance, pese a las 400 páginas del volumen, la extensión de la nouvelle de Balzac que se cita una y otra vez y que ha sido editada por Reino de Redonda al mismo tiempo que Los enamoramientos, y traducida por una de las destinatarias de la dedicatoria, Mercedes López-Ballesteros, desde mi punto de vista la que le contó lo del sostén.
            Es decir, Marías ha escrito una nouvelle sobre el tópico del dueño del secreto, y la ha inflado de Javier Marías. Ambas cosas pueden juzgarse por separado, porque la prosa de Marías no sirve de engrudo suficiente como para que la narración y la filosofada sean toda una. Es más, en este caso se ha dejado llevar por algunos vicios del apresuramiento como es el abuso de la anáfora, al estilo de la basta Almudena Grandes, cuando parece no haberse encontrado a la primera la frase definitiva. O de la corrección superficial, como es el uso abusivo del ‘a buen seguro’ o el de frases bimembres, o en general de un aspecto que fumiga cualquier sombra de naturaleza y humanidad como es que Marías, el autor, el señor, aparezca por todas partes y lo inunde todo hasta unos extremos casi ridículos.
            Marías no es muy de trabajarse al personaje, pero en sus anteriores novelas, en general, cuando los personajes hablan parecen ellos, no Marías. Bien es verdad que en todas sus novelas el protagonista y narrador es él, su voz, su prosa sinusoide, reticular, pero Cromer-Blake suena a Cromer-Blake, y Peter Russel e incluso Tupra, el espía sin escrúpulos de Tu rostro mañana, e incluso fantoches como Custardoy o el tontaina ese de la redecilla en el pelo que aparecía en su gran trilogía, al que Tupra amenazaba en el lavabo con un espadón. Incluso Clare Bayes o las muchas Luisas suenan a ellas, quizá porque el narrador es cuando ellas hablan un hombre que escucha, no que se escucha.
            Pero aquí Marías ha decidido incorporar un narrador femenino, nunca mejor dicho, porque jamás es una narradora. Por momentos me hacía gracia fabular sobre cuál de las dos destinatarias del libro, Carme López Mercader o Mercedes López-Ballesteros, es la que le ha contado esos detalles propios de mujer, como el asunto del sostén, que, dicho en boca de la narradora, parece como si esa misma mañana se lo hubieran contado al narrador.
            Tomar la voz de una mujer no es cualquier cosa. No consiste en saber de mujeres, porque entonces los psicoanalistas y los donjuanes las imitarían a la perfección, y ambos suelen demostrar que no las entienden en absoluto. Consiste más bien, supongo, en haberlas escuchado lo suficiente como para ponerse a pensar con ese mismo flujo verbal, que no es el resultado de su pensamiento sino el que lo determina. Al narrador entonces le da lo mismo qué hacen las mujeres con el sostén para estar más atractivas, porque dependerá de la mujer, de su voz, de su manera de contar, el que eso tenga o no tenga importancia. Es inútil buscar detalles femeninos en las heroínas de Pombo o en la de Ángel Vázquez. Son mujeres, y esa condición previa de su voz es la que va desgranando detalles mucho más femeninos en los que el narrador quizá nunca haya reparado. Cuando escuchamos a la Marcela del Quijote estamos escuchando a una mujer, no a Cervantes. Y lo mismo nos ocurre con Isidora Rufete. La escuchamos como la escuchaba Galdós, solo que él anotó lo que decía.
            Marías, definitivamente, no demuestra ser capaz de abandonar su voz para escribir con la voz de otro, con sostén o sin sostén. Es un recurso tan lícito como cualquier otro, pero hay que andarse con cuidado, porque más de una vez uno se imagina a Marías con la falda y el sostén de María, del mismo modo, por otra parte, que se lo imagina disfrazado de Ruibérriz o del propio Javier, que es quien más propio resulta cuando habla. Están muy bien esos giros del punto de vista (la narradora imagina lo que se imagina que habla un personaje con otro que no está, y cosas así), y es ahí donde la total uniformidad del estilo hace que en ocasiones no sólo el lector pierda de vista al que está hablando (o pensando, o conjeturando) sino que venga a dar lo mismo porque todos hablan igual y piensan de la misma manera y con las mismas frases.
            Todo esto, muy Marías, sería soportable si nos compensase con algún capítulo brillante. El clímax de la narración (lo que viene después es apaño, cierre forzado, hilatura), la escena del sostén, también es un ejemplo del gusto de Marías por lo inverosímil (aquel marido que se encontraba en Mañana en la batalla piensa en mí con su mujer en un coche sin que ella lo reconociera), por los personajes tiesos, abstractos, blanquecinos, pero nunca como en esta novela había echado tanto de menos una mínima ambientación que no se desprende de las machaconas conjeturas. Hay una escena al principio que vale por toda la novela. La narradora ve cómo Luisa da de comer a su hijo los últimos restos de helado que quedan en el vaso. Están en los veladores de un kiosko frente al Museo de Ciencias Naturales. Es la única vez en que he tenido la sensación de estar en un sitio y de escuchar una historia en boca de alguien que sabe mirar y describir, y también comprender y transmitir. La emoción contenida de ese principio es verdaderamente admirable, pero luego se esfuma, el ringorrango hipotáctico lo devora todo como si Marías hubiera dispuesto de una partitura mínima sobre la que dejaba llevar sus dedos sin el menor esfuerzo.
            Ni siquiera las, digamos, escenas graciosas, generalmente muy graciosas, tienen aquí ninguna gracia. Lo del Profesor Rico es patético, una sátira colegial, de compañones, no hay escena propiamente dicha, ni acción, ni momento, ni nada: solo peroraciones, soliloquios compartidos y frases poco naturales. Pero tampoco sus célebres ritornellos shakespearianos, esas rimas que van tejiendo a lo lejos la narración, eran en otras novelas tan repetitivos –tan gratuitos- como o son en esta, a excepción, quizá, del recurso a la nouvelle de Balzac, una obrita que tiene la extensión que debería haber tenido esta novela, y que apetece leer cuando se acabe el rollo. 
            Porque eso es lo peor, no el tratamiento sino las proporciones. El argumento no se va desgranando en la historia sino que, cada veinte o treinta páginas, avanza un pasito para dormirse otra vez en la suerte de la sintaxis y del manierismo marianista. La novela no nace de sí misma. Es un argumento previo de serie de televisión, sin verdadera grandeza dramática, quizá porque sólo está planteado y resuelto, pero no desarrollado. Y si hablamos de argumento es por no hacerlo de historia, porque la historia, lo que tenía que aportar la voz de la narradora, en realidad no es tal, se pierde en la artificiosidad deliberada de un escritor que lo ha fiado todo a su estilo, como si él mismo hubiera sido víctima de un enamoramiento (quizá con la que le contó lo del sostén) que le ha alterado el instinto autocrítico y el sentido del exceso y del pudor. 

3.4.11

Suspenso en retórica, aprobado en narración


En el arte de narrar es muy importante que los hechos no aparezcan porque los ponga el autor sino por sí solos, y que las evidencias no nazcan de aclaraciones o explicaciones sino de la propia inercia de los hechos. Hasta hace unos días, cada vez que alguien nombraba a Carme Chacón como futura candidata a la presidencia, me parecía una de esas ideas de bombero que tanto se han vuelto contra el presidente (o preexpresidente), ese aire de capricho naïf con el que tan sarcásticamente se ha cebado la derecha y, en general, todos aquellos que solo necesitan un argumento, por peregrino que resulte, para juzgar a todo un gobierno. Sin embargo, el día que Zapatero se manifestó diciendo que no repetiría como candidato, la gramática narrativa iluminó de pronto la imagen de Chacón, en un proyecto que cobra sentido y al que aún le quedan unos capítulos de despiste, aquellos en los que harán creer a la derecha que el próximo candidato es Rubalcaba, cuando no lo será porque, narrativamente, no puede ser.
            Lo que ambos, Zapatero y Rubalcaba, parecen estar haciendo en alternancia coordinada es esa maniobra futbolística cuyo nombre tantas veces aplico a las propias narraciones: están barriendo a los centrales. La derecha salvaje está muy entretenida tirándoles dardos como al toro de Coria, al uno porque han conseguido instalar el adjetivo inútil entre los votantes, y al otro por el difícil equilibrio estratégico para acabar con ETA que alcanzará sus objetivos pero al día siguiente querremos que metan en la cárcel a quienes los consiguieron. Detrás, viendo la jugada desde la media punta, esperando el pasillo directo a la portería, ¡y al frente del ejército!, estaba Carme Chacón.
            La crisis ha terminado con Zapatero y todavía no ha conseguido reducir a una expresión divulgable cuáles han sido sus criterios para salir de la crisis: minimizar los daños. Las tortas le llegaban por los dos carrillos, del lado de quienes veían bajar su nivel de vida y del de quienes querían bajarlo todavía más. Nuestra derecha hipócrita jamás ha explicado que sus recetas para salir de la crisis tenían más que ver con los tratamientos de choque que con el buenamente que tantas iras le ha granjeado al presidente. Hay que ver, cómo nos irrita la bondad. Era un personaje trágico y estaba condenado a no salir indemne de una crisis tan morrocotuda. Perdió la batalla ya desde el principio, el día que no quiso nombrarla. Desde entonces, haya hecho lo que haya hecho, sus detractores le han acusado siempre de lo mismo, de blando, de flojo, de tonto.
            En todo caso, si alguien pensaba que después de la experiencia de González y en medio del berenjenal en el que estamos un presidente podía aspirar a un tercer mandato, es que no se da cuenta de cuándo sobran capítulos en una novela. Su aviso de retiro ha sido una obviedad argumental. No podía ser de otra manera, y casi nadie, empezando por él, quería que lo fuese. Ahora le toca seguir recibiendo palos durante un año mientras se va alejando a las inmediaciones del área. En un año, el ministro de Fomento debe construir una autopista retórica que lleve a Carme Chacón, si no a la Moncloa, sí a ser una candidata con garantías. Entretanto, Rubalcaba se los irá llevando al córner del Faisán, dará de comer a las fieras, algunas de las cuales lamentan que no se le lleve a la horca por alta traición. Y si la cosa sale bien dejarán a Mariano Rajoy en la soledad del portero ante la jefa de las Fuerzas Armadas.
            Rubalcaba no va a presentarse a unas primarias, a hacer el ridículo como Almunia, pero tampoco debe decir que no se presenta hasta que le toque actuar a Chacón. Lo ideal, desde el punto de vista del argumento, es que Rubalcaba extendiese su papel trágico hasta las últimas consecuencias haciendo como que se presenta, fingiéndose cabeza de la vieja guardia derrotada por las nuevas generaciones, que es exactamente lo que le pasó a Bono con Zapatero. Es un papel que luego se recompensa bien: a Bono lo hicieron maestro de protocolo, que es lo que más le gusta, y a Almunia lo mandaron al espacio europeo. Pero creo que Rubalcaba, por más que quiera cumplir con su papel trágico, no se lo merece. Ni se merece echarlo a los caballos después de haberse echado el equipo a la espalda cuando peor estaban las cosas, ni se merece cuatro años de presidencia colgado del cuello en el centro de una diana.
            De modo que narrativamente las cosas se han hecho mejor de lo que parece. Preparan el bólido del año que viene. Desde el punto de vista retórico, en cambio, siguen siendo un desastre. La izquierda entera se reanimó cuando tomó el mando un político que sabe hablar, actuar, mirar, estar, contestar. Ese discurso sincopado, nunca vibrante, siempre anodino de Zapatero, o el hablar como un cura que dicta los apuntes de José Blanco, eran compensados por la facundia de Rubalcaba, que hilaba frases sintácticamente complejas, las refrescaba con por ciertos aparentemente improvisados, y era contundente sin llegar a la vehemencia desaforada de los cazadores de pluma en el sombrero que tenía en los bancos de enfrente.
            El PSOE necesita con urgencia desde hace veintitantos años una asesoría retórica que empiece desde abajo, enseñando a escribir y a no caer mal a los dirigentes provinciales y parando los pies a los endiosados dirigentes regionales, y obligándoles a todos a no creerse más listos de lo que son ni con más atribuciones de las que tienen. Desde un punto de vista propagandístico, el paso por el ejército le ha dado a la próxima candidata un barniz de austeridad, de órdenes terminantes y emociones castrenses. Desde el día que alguien le hizo la foto embarazada y pasando revista a las tropas, la foto que mejor resumirá el mandato de Zapatero, la trama había por sí sola comenzado a funcionar.

1.4.11

Ya estamos con los artistas


Estoy haciendo unas catas previas en el tomo séptimo de la Historia de la literatura de Mainer, escrito por Jordi Gracia y Domingo Ródenas. Le clavo huesos afilados como a los jamones, a ver cómo huele. El anterior tomo, el también escrito por Mainer, de literatura anterior a la guerra, lo leí como un libro. Este lo leo por el índice, porque creo que también así ha sido confeccionado. Es una especie de wikilibro, de wikimanual, más bien.
            Y alguna de esas primeras catas, a un libro que se reputa de canónico (está llamado a serlo, es casi una exigencia), traen sorpresas desagradables e inesperadas rancedumbres. El libro llega hasta lo que se escribió ayer por la tarde, pero de Chaves Nogales, por ejemplo, sólo se menciona, muy de pasada, la biografía de Juan Belmonte, y con cita incluida La agonía de Francia, a la que se concede valor como documento periodístico. De A sangre y fuego y de El maestro Juan Martínez que estuvo allí, nada de nada. Tan solo se lo nombra, con leve retintín, a propósito de “quienes han vivido una revaluación muy alta en los últimos tiempos, como el periodista Manuel Chaves Nogales”.
            La cosa tendría más sentido (un sentido coherente dentro del error) si después, en las postrimerías del tomazo, los autores no se deshiciesen en elogios con Javier Cercas, a quien poco menos que invisten como faro de la modernidad narrativa. Si tanto les ha impresionado el éxito de Anatomía de un instante, su obligación académica era tratar a Chaves por lo menos con el mismo detenimiento con que trataban a Cercas. Tampoco parecen haberse dado cuenta (es decir, considerado en su debida importancia) de que la influencia de Chaves en Muñoz Molina ha sido determinante en su carrera porque, me temo, ha dado su medida real como novelista. Aunque bien es verdad que tampoco se han dado cuenta de que la influencia de Max Aub en Muñoz Molina no se limita a la “actitud ética” o a las “reivindicaciones hispánicas” sino que ha estado presente en su obra desde Beatus Ille, según el propio autor ha comentado en varias ocasiones, cuando ideó una versión moderna (la otra solo tenía veintitantos años) de Josep Torres Campalans. Es gracioso que hasta citan aquellas piezas teatrales de Max Aub que más han nutrido el imaginario de Muñoz Molina, pero pasan por encima.
            ¿Y por qué todo esto era importante en un manual de literatura? En primer lugar, el redescubrimiento de Chaves Nogales es, a mi modo de ver, un acontecimiento de primera magnitud. Si repasamos la novela española de los años cuarenta, a los inicios de la Santísima Trinidad y la visión fulgurante de Carmen Laforet hay que añadir la literatura del exilio, Sender y Aub sobre todo, mucho más Sender que Aub. Es curioso que los autores del manual traten con cierta displicencia una obra para la que en otros momentos no escatiman elogios. Para ellos lo mejor que escribió Sender fue la Crónica del alba, y no toda, mientras que una obra que tanto da que pensar sobre el concepto de novela histórica como Mr. Witt en el cantón es despachada con el solitario sambenito de decimonónica. Pero cuando hablan de La tesis de Nancy lo hacen en unos términos condescendientes que apestan a una forma de historiografía literaria que yo creía ya superada, eso que Manuel Vázquez Montalbán expresó con precisión y gracia a propósito del crítico Rafael Conte. “Quiere a la literatura como a una hija, tiene miedo de que se la vayan a estropear”, vino a decir, y eso que Conte, el de los últimos tiempos, creo que ya se había desmarcado de esa exquisitez que en términos socioliterarios sólo forma un género, pero no por sí sola una tradición.
            Ha pasado el tiempo y si le das a un lector de diecisiete años alguno de los campos de Aub te lo tira a la cabeza, pero A sangre y fuego, lo certifico, les llega como si hubiera sido escrito ayer. Y La tesis de Nancy sigue divirtiendo exactamente igual que divirtió hace treinta y tantos años a mi hermana Pilar, cuando la leyó en el instituto. La perdurabilidad es una categoría literaria que no deben desatender sus historiadores. También la Crónica del alba tiene buena aceptación en ese sector tan insultantemente sincero. Estoy hablando de un tipo de joven concreto, el alumno lector, casi siempre alumna, que lee por placer y sin esfuerzo, abierto a cualquier sugerencia, pero que juzga sin contemplaciones y arroja a la papelera lo que no le gusta por mucho que lo bendiga el libro de texto y los santos mártires del claustro; el mismo, por ejemplo, que no puede con Madame Bovary pero se lo pasa en grande con La desheredada.
            Hablando de Galdós, también Ródenas y Gracia (ahora no voy a mirar quién ha escrito qué) despachan a Sender con una frase que merece forzar la vista un poco: “Decenas de novelas, libros de cuentos y ensayos completan su ingente obra, que responde a la ejecutoria de un escritor profesional –en el sentido en que lo fueron Galdós, Blasco Ibáñez o Baroja- más que a la de un artista, con independencia de los valores estéticos que alcancen determinados títulos.” ¿Es esto un halago? ¿No eran artistas Galdós, Blasco Ibáñez o Baroja? ¿Qué hace falta, entonces, para ser artista?
            En términos novelísticos, el artista es el que interrumpe, unas veces para bien y otras muchas, la mayoría, para mal. Para que una novela perdure el artista debe emplear su arte en desaparecer. ¿Por qué mis alumnos de catorce años, algunos, siguen leyendo Huckleberry Finn con un placer similar al que ha producido durante generaciones en Estados Unidos? Y no estamos hablando de un libro para niños sino de la biblia de Faulkner o de Salinger, su punto de partida. También a los primeros críticos de Twain les pareció que el hablar desmañado de Huck no era artístico, cuando en realidad era lo más artístico de todo, el arte de transubtansciarse en un ser imaginario que cobra corporeidad mítica, presencia real. Pero ese arte exige dejarse de rigores poéticos y mandangas y narrar, narrar, narrar. Mi lectura de las novelas de Chaves era un reencuentro con ese modelo de escritor con el que siempre hemos sido tan mezquinos en España. Aquí solo llegaban las peores consecuencias del plaisir du texte, pero no ha habido manera de dar la importancia que tenían a los que mejor practicaban el arte de narrar. A sangre y fuego es, en efecto, lo que va a quedar de la guerra civil. Lo que leerá la gente dentro de cuatro siglos cuando quiera leer algo de ficción sobre la guerra civil. Leerán eso y a algunos autores extranjeros. Lo demás está cubierto por los huesos del estilo. Lo adoraremos en altares académicos pero a la gente le parecerá un ejercicio de manierismo gratuito.
            Por lo que a mí respecta, me parece relevante que las dos obras de ficción (o de no ficción, lo que se quiera) de Chaves no solo caigan bien entre lectores precoces y desprejuiciados sino entre público culto no académico. Llevo meses regalando El maestro Juan Martínez que estuvo allí a lectores cultos no académicos, a lectores sin obligaciones, y está siendo un éxito. A ver qué otra obra de los años 40, que no sea de Sender, les regalo yo para que no les entre la pesadumbre de la oficialidad y el olor a salitre y a mierda de gato de la posguerra. Más espacio dedican Ródenas y Gracia a psicópatas como García Serrano que a este hombre que murió en el momento de asentarse como narrador y aun así dejó un puñado de obras maestras que, como si hubiesen tenido que tocar fondo en una sima de desprecio, han acabado reflotando precisamente cuando a la modernidad narrativa se le llena la boca con lo que ya había hecho él. Murió joven y no sé si nosotros nos perdimos al mejor novelista de la segunda mitad del siglo o él se perdió el espectáculo del ninguneo académico con que lo iban a condecorar quienes siguen sin ver la literatura al natural, en manos limpias, que son las que mejor preservan contra los efectos de la edad. 
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