28.3.07

VIRUS

Diario de Teruel, 29 de marzo de 2007

A propósito del sarao de las academias de la lengua española que se celebra en Cartagena de Indias y de los actos de canonización de García Márquez, se ha publicado una encuesta paralela sobre las cien mejores novelas de los últimos veinticinco años, que, cómo no, encabeza García Márquez con El amor en los tiempos del cólera.
El propio García Márquez ha repetido que esta novela le gustaba más que Cien años de soledad, pero el muy cuco siempre lo dice cuando le preguntan no por el libro suyo sino por la novela suya que más le gusta, porque Cien años de soledad, a estas alturas del halago, ya no es sólo una novela: es la grande y supongo que definitiva epopeya latinoamericana, mal que le pese al espíritu aerostático de Pablo Neruda.
Pero El amor en los tiempos del cólera sí es de cabo a rabo una novela, y quizá sea esa su mejor virtud, que nunca deja de ser una novela, que se lee con el ánimo novelero y la complacencia de quien gusta de novelerías, que no es un ensayo filosófico ni una autobiografía ni un episodio histórico disfrazado de novela sino, sencillamente, una hermosa novela de amor. Y así como su autor es el Homero latinoamericano, con esta novela se convirtió en el Heliodoro del Caribe. Ya sé que Heliodoro no es conocido. Pero se trata del primer gran novelista de la historia, un griego que escribió una historia de amor entre dos amantes separados nada más enamorarse, y que tras muchas y muy pintorescas y emocionantes vicisitudes se reencuentran al final, y son felices. Este Heliodoro, por cierto, también era el maestro declarado de un tal Cervantes.
García Márquez, tan hábil para las leyendas, se precia de que en El amor... no hay ni un solo adverbio terminado en –mente, o de que él fue el primero en escribir una gran novela por ordenador. Quizá por eso su influencia se ha desparramado como un virus informático. De unos años a esta parte, lees una novela de ambiente regional y te da la sensación de que sólo faltan los guacamayos. Algunos autores tuvieron que justificar su infección estilística diciendo que García Márquez “ha colonizado el castellano”, y otros menos honestos han acabado pareciendo poetas calvos que llaman a las gallinas “aves de largas patas amarillas” y siempre están atormentados por la certidumbre del error o quemados por las brasas del secreto. Escriben y luego cierran los ojos y sonríen como aspirando el perfume de los verbos, pero algo tan empalagoso sólo sale bien cuando lo inspira un genio. Lo de inimitable, más que un piropo, es un serio aviso.

17.3.07

PARRA

Cuando pasen estos araboques tocará podar las parras. Ya es lo último, ya se ven los frutales moteándose de puntos verdes, y no digamos los almendros, que siempre dan la flor en el invierno crudo. Son los últimos preparativos para la llegada de la primavera. Hasta entonces, las ramas gordas están llenas de sarmientos despeinados, como esas personas que no pueden permitirse llevar el pelo largo porque invariablemente parecen desastradas. Y ya no te digo las parras que se rodrigan en los árboles, que duermen en la copa con greña de muchos años. Es curioso que el tópico de la parra feraz enroscada en un árbol, símbolo de amor indisoluble, nunca incluya referencias a la imposibilidad de podar ese amor cuando está ya muy desparramado, como si la invasión de la parra exigiera un toque de silvestre patetismo, un aire de abandono y desaseo.
Todo lleva su tiempo. Hay que quitar al tronco los chupones, matar los bichos que barrenan en las médulas y tapar los agujeros de la cepa con amurca negra. Lo normal es dejar dos yemas por pulgar, pero también hay que despejar el camino de las guías y desatar los ñudos. Cada vez que cortas un sarmiento, “al sesgo y en redondo”, como dice Columella, del tallo brota una agüilla lenta, como una sangre transparente que humedece las tijeras. Y es necesario cortar a la mitad del cañuto, porque los pámpanos que brotan al lado de la herida padecen con los fríos, y también después con el bochorno, y porque, si la parra llora encima de la yema, puede cegar el botón. El tronco rapado es un parsimonioso derramar el agua nueva. A veces me paro a mirar el denso goteo en un liño de sarmientos cortados y pulgares reventones. La vida contemplativa empieza en acompañar a esa gota en su camino hacia el vacío.
Otros pagos más feraces viven asfixiados por la extrema velocidad de sus vegetales: todo crece tanto que no da tiempo a percibir los cambios. Pero la parra es culebra de secano. Dejas un sarmiento sin cortar y sabes que habrán de pasar muchos años hasta que se retuerza en un tronco y se despelleje, pero ese cambio será espectacular, porque en el fondo lleva ritmos parecidos a los del ser humano. Cada año, al mirar la parra, te sorprendes del rumbo que han tomado las cosas, de las ramificaciones y las contorsiones y los despellejamientos del invierno que han ido engordando la cepa y fecundándola de vinos lientos. Después de podar, siempre cuelgo unos discos vírgenes con una beta para que las avispas y los pájaros se asusten con los destellos, y me dejen en paz.

14.3.07

Aleluya


Diario de Teruel, 15 de marzo de 2007

Benedicto XVI acaba de sancionar, en su exhortación apostólica Sacramentum Caritatis, un propósito que ya mencionó en el cónclave y que formalizó el pasado mes de octubre con el indulto universal necesario para que los sacerdotes puedan cantar la misa en latín. Ahora no es sólo una licencia; ahora es una exhortación. Y ya era hora. Cuarenta y dos años, que se dice pronto, sin escuchar la Vulgata. Y pudiera parecer que con su resurrección se termina de liquidar el Concilio Vaticano II, pero yo creo que no es así. De hecho, y a pesar de que Benedicto XVI ha terminado dando la razón a los lefebvrianos en cuanto al latín, el otro motivo del cisma, el diálogo con otras religiones, es algo que el Papa actual está llevando mucho más lejos que su polígloto antecesor.
Las malas lenguas dirán que impulsa el latín para que no vuelva a pasarle lo de Ratisbona, donde un discurso medido se convirtió en una frase torcida. El Papa, más prudente que sus ministros, pidió perdón y santas pascuas. Pero aquella pieza insistía en uno de los aspectos de su ideología que a mí más me convencen: la religión católica no debe salirse de sí misma para llegar a los demás; son los demás los que, si quieren, deben entrar en la iglesia y cantar gregoriano. Su amor al boato tridentino es un bello ideario estético, y su amor por el latín la prueba de la honestidad intelectual de su actitud.
A mis queridos cartujos sólo se les exige dos condiciones para que puedan ingresar en el convento: que sepan latín y, curiosamente, que sepan cantar. Son los dos vehículos de la ascesis, esa capacidad del ser humano para detenerse en el tiempo, para pensar estáticamente, hacia lo hondo; para llevar, en el fondo, una vida poética. Y así es: el latín es la lengua sagrada, las divinas palabras que detienen y arrodillan a la chusma, y no sólo es sagrada para los católicos, sino para cualquier ateo que tenga una mínima conciencia de cultura. No estaría de más una negociación con la Conferencia Episcopal en la que el Estado proponga enseñar más latín a cambio de no llevar propaganda política ni religiosa a la escuela pública. En Francia se acaba de decidir que los niños aprendan 350 palabras complejas cada año, y pronto caerán en que la utilidad de la sabiduría no siempre se rige por la misma inmediatez práctica. El latín es un entretenimiento como otro cualquiera, pero además te obliga, más que a leer, a interpretar; más que a creer, a comprender; más que a juzgar, a pensar. Y, puestos a practicar el pensamiento, yo prefiero el Eclesiastés en latín al castellano macarrónico y curamerino de las pastorales.


9.3.07

MARAT-SADE


Marat–Sade es un caramelo envenenado. La historia es perfecta, tal y como Peter Weiss la concibió a finales de los sesenta. En el manicomio donde está encerrado el marqués de Sade, los locos representan, bajo su dirección, los últimos días de Marat. Un individuo que disfruta con el dolor y la degradación frente al prototipo de futuro dictador paternalista. La locura es aquello en lo que los ha convertido su ambición: todos los cínicos terminan estrangulados por su coherencia extrema, y todos los amigos del pueblo terminan siendo amos que garantizan la presunta dignidad de sus esclavos.
La potencia especulativa de la situación hace que en cuanto abres la espita de las interpretaciones ya no se pueda parar: en cuanto a Sade, la verdad es un camino que termina en el delirio; en cuanto a Marat, la justicia social encarnada en un caudillo pasa demasiadas veces de ser objeto a excusa de una egolatría monstruosa.
Pero además es una fórmula escénica impecable: Sade sólo es un actor que hace de Sade (que, en la ficción, finge tanto estar loco como no estarlo, de modo que su locura fingida –la de un tonto de baba– nos parece bastante más asumible y cotidiana que su fingida y terrorífica cordura –la del marqués de Sade–).
Pero Marat es un actor que hace de actor que hace de Marat, y está loco, y es de esos locos que ya estaban locos y sólo hacía falta hilar sus incongruencias dispersas, aunque cada una por separado (la lucha por la libertad, principalmente) no nos pareciese propia de un loco, salvo que las circunstancias cambien y otro cielo la haga ver como la matraca de un nostálgico pasado de rosca.
Si a eso sumamos un coro permanente de desquiciados, con lo que a los actores les gusta hacer de locos, están garantizadas actuaciones siempre impresionantes. Y, si los actores son muy buenos, y estos lo son (Animalario, por encima de todo, es un puñado de actores cojonudos), la pieza permite que conviertan su papel en un espacio propio sin interrupciones, en una construcción individual que de vez en cuando es tangente a la de los otros actores: allá donde mires, hay algún loco haciendo algo interesante, por más que la dirección escénica los detenga de vez en cuando, no sé por qué. Con todos en permanente ruido y movimiento sí que habría parecido una auténtica locura.
Pero el director ha optado por que todo el mundo se esté quieto y callado en los monólogos importantes. (Bueno; de todas formas, hay jarana para dar y vender). Y ahí está Sade, y ahí Marat. Pedro Casablanc, Marat, está estupendo, invariablemente trágico, sin ese juego de la desmitificación permanente que tan buen resultado da en otras fases de la obra, pero que en su papel no cabe: va tan a lo suyo que cimenta la verdadera esencia de su personaje, una egolatría hipertrofiada. Sin embargo, sus entradas y salidas en la evidente alucinación son perfectas. Es como esas personas tan interesantes que conoces casualmente y empiezan a hablarte y a los cinco minutos de rollo ves que, conforme sus palabras pierden el sentido y la decisión de pulírtelas ya es firme, los ojos se les van saliendo y se les va torciendo la boca.
Marat está entre cuerdo y loco desde un punto de vista objetivo, pero Sade incluye algo a lo que Marat no tiene acceso, la mentira consciente. Alberto Sanjuán tiene un papelón que a mi modo de ver resuelve a medias, no sé si por iniciativa propia o por exigencias de la dirección, que, en cuestiones como la dicción rítmica de los ripios, sí ha debido de meter mano. Uno sale con la idea contradictoria de que Sanjuán sólo ha utilizado en contadas ocasiones lo que debía haber impregnado todo su papel. Sade es la verdad inconcebible, el riesgo de seguir preguntando, pero también un personaje de una crueldad tan exquisita como su imaginación. Yo (que no sabría hacerlo) habría partido de cierto tópico dieciochesco a lo Laclos: es decir, esa delectación morbosa de cuidar los detalles superfluos en un cuadro escalofriante. Sade, como cualquier buen cínico, es ajeno al sentimiento, y la convicción en las propias palabras ya es un sentimiento, una debilidad. Por eso se ríe de Marat, porque al tomarse en serio a sí mismo no concibe la realidad de su persona.
Y la cuestión es que, por ciertos momentos de la representación, yo creó que Sanjuán sí podría haber adoptado ese registro, y no haber reducido la musicalidad de los ripios a una dicción demasiado machacona que podría valer a veces hasta a Lope de Vega.
Los demás, todos, se nota que se han trabajado la construcción del personaje desde la raíz. Y a todos es un placer sin fisuras verlos actuar, desde los más conocidos (Javivi o Rellán, al que la televisión le ha dejado dientes de fantasma; un poco menos Tejero) hasta actores que ya conocía (la monja, total, o la directora del manicomio, que es como si la de doctor House se volviera loca, aunque se suponga que está cuerda) u otros que veo aquí por primera vez y que me han parecido extraordinarios: la chica del tutú con la bandera francesa, una de las mejores, la Carlota Corlay (la de la foto), o ese tipo con la cabeza rapada y vestido de traje oscuro que hasta muy adelantada la pieza no habla pero cuya presencia produce una inquietud muy especial desde el primer momento; por no hablar del maestro de ceremonias o de... yo qué sé. Todos. Animalario, o sea, salir con la sensación de que te han contado algo que forma parte del mundo en el que vives, y que te lo han contado muy bien.
Hay otro detalle, en fin, que en circunstancias normales sería para mí un defecto. A veces canta demasiado la morcilla explicativa, la orientación interpretativa. Pero es que esta obra incluye también la inevitable condición de testigo del tiempo en el que se representa. Cuando la estrenó Peter Weiss, estaba a punto de estallar el 68. Cuando se estrenó en España (que duró tres días), nadie había visto nada tan escandaloso. Eran los últimos amenes del franquismo, me han dicho que Marat era José María Prada, el de La caza, de lo mejorcito que hemos tenido.
Y ahora es igual. Animalario toma partido. Muy bien. El teatro está para eso. Y, si además son buenos, mejor. Si por la calle se representa una mascarada de actores malos, por lo menos que sean honestos los de los teatros .

7.3.07

Pesca


Diario de Teruel, 8 de marzo de 2007


El día que Aznar metió a España en la guerra de Irak se desencadenó un rosario de consecuencias entre absurdas y peligrosas cuya penúltima manifestación tendrá lugar el sábado en Madrid. No sólo demostró una ignorancia supina al no ver dónde se estaba metiendo, sino que tampoco se tomó la molestia de velar por su patria. La historia dirá algo tan simple como que el 11–M es un episodio que forma parte de la guerra de Irak. Si Aznar se pensaba que declararle la guerra a un país musulmán consiste en reforzar un poco las fronteras para que no las atraviesen con sus tanques oxidados, es que no tenía ni la más remota idea de política exterior. Si no consideraba que aquel atentado suicida era un acto de guerra, es porque no vivía en este mundo.
Pero luego vino la soberbia, esa trola pertinaz y jactanciosa del adúltero que sabe que su única salvación anida en la mentira. Ya para entonces el centro mesocrático exigente había volado por los aires. A partir de ese momento, el PP ya no pudo buscar más votos como en el 2000, a base de sonreír a los vecinos y demostrar que podían gobernar sin raparnos a todos el pelo. Un tipo que te mete en una guerra por pura vanidad y luego se llama andana no puede traer nada bueno. Los indecisos inteligentes, los que practican el sentido común y saben detectar el peligro, habían desaparecido.
La cuestión es que, sin un plus de votantes no incondicionales, el PP no puede volver al poder, y que ese plus, después de Irak, ya no está entre la gente sensata. Hay que ir a buscarlo a otra parte, hay que echar carnaza a los airados, apostolar a los temerosos y abastecer a los que necesitan leña para caldear su corazón, pero sobre todo hay que salir a la pesca de los ignorantes. Todos estos pollos que montan están dirigidos a una minoría capaz de creerse a pies juntillas cualquier incoherencia con aspecto apocalíptico. Y los primeros cómplices de la estrategia son sus propios incondicionales, gente de sobras cualificada como para enterarse de lo que verdaderamente sucede. Pero su fidelidad es a prueba de moral. Ninguno expondría semejante sarta de gedeonadas ante unos amigos a los que respetase, porque temería ofenderlos o hacer el ridículo, y sin embargo colaboran y mienten y acojonan igual que los hinchas de un equipo jalean a su delantero cuando engaña al árbitro débil y cobra un penalti injusto. Aznar les obliga a fingirse amnésicos y desinformados, a ver si pican los besugos y, sin necesidad de sacar la pata que metieron en Irak, regresan victoriosos al poder. Eso sí que tendría mérito
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