30.9.12

La desnudez y la poda



Nos estamos acostumbrando a una crítica que no es crítica sino mera opinión: esto me gusta, esto me emociona, esto no me pone. El crítico es un espectador sin más responsabilidad que la de decir algo cuando acaba la película, mientras se pone la chaqueta. Si a eso sumamos el amiguismo, el enemiguismo y el mamoneo en general, cada vez resulta menos fiable regirse por las críticas de quienes cobran por opinar.
               Habría ido a ver El artista y la modelo aunque las críticas no hubieran hablado de ella como algo deslumbrante (el dazzling achievement de toda la vida), aunque no le hubieran dado el premio al mejor director en el Festival de San Sebastián y aunque no la hubiera hecho Fernando Trueba, un director que a veces me gusta. Habría ido porque el tema, uno de los más viejos de la historia, me sigue interesando mucho. La primera novela que yo escribí (y que ahí se ha quedado) era sobre el hecho de ser modelo, sobre cómo tendría que sentirse un modelo profesional, alguien que es consciente de que su cuerpo tiene toda la monstruosidad de la belleza, y sabe cultivarlo. Un pintor pintando sigue siendo un reducido ámbito donde cabe casi todo, un género en sí mismo, ya sea como drama jolibudiense, exagerado y tópico, como en El loco del pelo rojo, ya sea en el territorio hiperrealista del documental, como en la maravillosa El sol del membrillo, que volví a ver hace no mucho y sigue funcionando como el primer día. El tema no está agotado ni lo estará porque tiene encarnadura de mito, eso que hace que una historia se eleve por encima de su anécdota. Y, como tanta gente se lo ha planteado, algunas soluciones narrativas que una vez fueron felices acaban convertidas en tópico, que es la excrecencia que el tema debe expulsar de ver en cuando para mantenerse fresco y vivo. Es decir, el tema es inagotable, pero se presta al tópico.
               No es un tópico, por ejemplo, que un artista quiera esculpir su última gran obra y para eso se encierre en su estudio con una modelo. Eso es un tema. Lo que sí es un tópico, un topicazo que además contradice la estética de la película, es que, después de muchos intentos fallidos, después de muchos bocetos insuficientes, no sea el artista sino la modelo la que, por casualidad,  adopte una postura de descanso que, oh la lá (sólo faltó decir eso), es la postura, aquello que el artista no ha sabido encontrar y que la simple naturalidad de la modelo le ha brindado sin querer. Eso no es así. Quiero decir que eso no sucede así, y que, si sucede, no deja de ser un fracaso del artista. Me explico.
               Al principio de la película, cuando la modelo joven, hermosa, silvestre y roussoniana empieza a trabajar para él, el artista le pide que adopte una serie de posturas. La idea de la película es que ninguna de esas posturas sirve; que, para llegar a la verdad, a la belleza, el artista no puede imponer una postura, sino estar atento al momento en que la postura brota naturalmente del modelo. Creo que era Rodin el que se sentaba en una silla y miraba durante horas a su modelo en movimiento, repentizando posturas, no acudiendo a las posturas clásicas, al brazo levantado, a la cabeza ladeada, etc. El pensador es un hombre que piensa, no una cabeza apoyada en un puño. En la película, mientras el artista la está pintando en un lago, la modelo se cansa, se da un chapuzón y pesca una madrilla, y el pintor se impacienta porque le queda poco tiempo, uno de los ritornellos del guión, hasta que la modelo, con temor de chiquilla, vuelve a su postura artificial. El artista de verdad le habría dicho que siguiera pescando madrillas, la habría contemplado moverse a sus anchas, ser enteramente natural, porque el trabajo del artista no es cazar una de esas posturas, ese es el trabajo del fotógrafo. La misión del escultor es resumir todos esos movimientos naturales en una postura que contenga esa misma verdad.
               A mí me ha quedado la duda de si el que no ha llegado a esa conclusión es solo el personaje o también el director. Porque si es eso lo que nos ha querido mostrar el director, entonces el escultor se comporta como un artista bisoño de 80 años, pierde en grandeza, que es lo único que nos puede emocionar. Eso o el patetismo. Y la línea de separación es bastante fina. Uno de los mejores momentos de la película llega cuando el escultor está explicando a la modelo este dibujo de Rembrandt.

           
               El artista, con pedagogía mayéutica, va sacando de la inculta modelo el chorro de vida que hay en esos cuatro trazos pintados a caña y “en cuatro o cinco minutos”, como dice el propio escultor Cros en la película. Y la explicación está muy bien. En esas cuatro rayas está todo el miedo y el entusiasmo de la criatura, toda su fragilidad y su emoción y su alegría por llegar al padre acuclillado. En esa mujer de espaldas está toda la delicadeza y la seguridad que necesita el niño, y en esa mujer que pasa, en ese brazo levantado, está toda la fuerza de la vida. Y está el cubo, la parte real, la que pesa, la que justifica el brazo levantado.
               El problema, en la película, es que el escultor sabe ver eso pero no sabe ponerle a su modelo un cubo cuando levanta el brazo, no sé si me explico. Lo que no dice Cros es que hay muchas variantes de ese mismo tema entre los dibujos de Rembrandt. Rembrandt no esperó a la casualidad de una postura. Rembrandt contempló mucho tiempo la escena, un tiempo inversamente proporcional al que luego le costaría plasmarla en esas cuatro rayas, justo lo que el escultor de la película no hace. Se tiene que dar cuenta por casualidad, y eso, insisto, no cuadra. Es como si el propio escultor, que se enfada porque la modelo analfabeta no entiende la verdad y la vida del dibujo de Rembrandt, tampoco fuera capaz de entenderlo hasta que la inocencia de la modelo se lo mostrase de buenas a primeras. Si es eso lo que quiso decirnos Trueba, creo que recurrir al tópico le ha traicionado. ¿Cuántas películas hemos visto de pintores que rompen los pinceles hasta que de pronto, sin comerlo ni beberlo, ven lo que iban buscando y empiezan a pintar a toda leche porque ya lo han encontrado? Será muy cinematográfico, pero las cosas no son así.
               Y además perdemos tiempo. ¿No habría sido mucho más interesante enseñarnos cómo el escultor busca en la modelo fuera de la tarima donde ejecuta las posturas? ¿No habría resultado más intenso que Cros hiciera lo mismo que dice que hizo Rembrandt? Pero esa labor la hace el director de la película, no el personaje, y eso empequeñece al héroe y nos obliga a una distancia gobernada por el director. Es una opción estética, claro, pero no es lo más recomendable si lo que se persigue es llegar al encuentro milagroso de la naturalidad y la belleza. Si uno quiere emocionar, deben ser, para empezar, los propios personajes los que lo emocionen.  Y el problema, esta vez narrativo, es que no están todo lo vivos que tendrían que estar. Los encuentro demasiado sometidos a las autoexigencias estéticas de Trueba. Los ha podado de banalidades, de frases sin mensaje, que es donde respira la verdadera vida. Podía haber podado las otras, aunque desnudez y poda no son la misma cosa. Bien es verdad que se trata de un agón, de una historia de dos personajes, pero aun ellos viven apresados por la necesidad de decir siempre cosas narrativamente significativas, cuando lo que queremos es verlos hablar, no que digan cosas importantes. En la escena del lago deberían haber seguido, para mi gusto, charlando un rato de madrillas, el viejo debería recordar cuando él pescaba madrillas desnudo, por ejemplo.
Creo que, al desnudar la película, al hacerla más esencial, más pura, se ha llevado por delante buena parte de la mímesis, y eso, que afecta a los personajes principales, machaca a los secundarios, con el paradójico agravante de que son, todos los secundarios, personajes interesantísimos. Claudia Cardinale (¡oh aquellos anuncios de jabón Lux!) es la antigua modelo que se encarga de suministrar carne fresca a su marido, el viejo escultor, y que, cuando consigue darle el cuerpo definitivo, la pieza que el marido necesita para perfeccionarse como escultor, para crear su obra definitiva, lo abandona. Esto del abandono solo se sugiere, parece momentáneo, pero en el arquetipo, en el mito, debe ser definitivo. Es decir, Claudia Cardinale tiene un pedazo de personaje que se queda reducido a cuatro frases que no son, desgraciadamente, las cuatro rayas de Rembrandt. Da la sensación no de hablar en mitad de una escena sino de estar repitiendo tomas. Sus gestos vienen de la nada, y eso, aunque no se vea la nada, se nota, ya lo creo que se nota. ¡Ni siquiera, habiendo sido tantos años modelo profesional, da un solo consejo técnico a la neófita! Ni se lo da ni se explica por qué no se lo da.
En el caso de Chus Lampreave, esta poda es tan notoria que desactiva la gracia que puedan tener sus frases, que tampoco es mucha. Pero su personaje daba para más: es la vieja criada española de un artista francés que acoge a una joven guerrillera nada más acabar la Guerra Civil. Casi nada. Y Chus Lampreave se queda en Chus Lampreave vestida como la vistió Almodóvar en Volver, y eso es todo.
Y algo parecido cabría decir del resto de secundarios. El oficial nazi experto en la obra de Cros no sabe si terminará su estudio sobre el escultor antes de morir en el frente ruso, del mismo modo que Cros no sabe si terminará su escultura antes de dejar el mundo. Ambos hablan por encima de la guerra, el escultor en el tono clásico de Joyce en Trieste: “sí, dicen que hay una guerra por ahí”; y el erudito nazi envuelto en la tragedia de tener que decidir entre las leyes de la patria y las necesidades del corazón. Otro pedazo de personaje, otra película distinta que se disuelve en unos abrazos demasiado largos, demasiado poco preparados. Incluso el marmolista, el ayudante, el cómplice, el que entra como Pedro por su casa mientras la modelo está desnuda, tiene su punto, pero es un punto que se queda en nada. Trueba no lo deja ni mirarle el culo de reojo. Ni eso ni lo contrario, mostrar admiración por la escultura, no por el cuerpo. Incluso les pasa a los niños fisgones, zagales de pueblo en los años cuarenta que ven por una ventana a una tía en pelotas, una convulsión narrativa que aquí se queda en breve cita de La guerra de los botones y por ahí, sin más.
Es decir, los personajes secundarios (salvo quizás el mozo de serie de televisión que le pone Trueba a la modelo para que se lo tire) son muy buenos, sus papeles están llenos de sustancia, pero Trueba no los ha contemplado desenvolverse a su aire, los ha puesto a todos en una postura, ha hecho con los secundarios lo mismo que Cros con los bocetos. Y así queda la sensación de que todos tienen menos papel que se merecen, de que están un poco desperdiciados, por más que, como se dice en la estética de la película, habría tenido que bastar con cuatro rayas, como a Rembrandt.
Ese desaprovechamiento por fidelidad al tópico, digámoslo así, afecta en distinta medida, claro, a los dos protagonistas. En el caso de ella, sobra esa manera de comer com un animalillo hambriento, como se come con hambre en los teatros escolares. Sobran esos mordiscos a la manzana. La gente no come así. Nadie come así más que los niños y los que quieren hacer como los que comen así en las películas. Eso y las carcajadas extemporáneas, otro tópico cinematográfico que no es verdad (esas carcajadas que parten de la nada, voluntarias, que se van abriendo y terminan en una explosión de dientes), es quizá lo que más me cante del personaje. Es una ninfa, de acuerdo, pero las ninfas tienen una gracia natural que les impide comer o reírse así. Por lo demás, Aida Folch hace muy bien lo que le piden, la inocencia sin depilar, ni siquiera maltratada por el hecho de venir de un campo de concentración o estar pasando maquis por la frontera. A pesar de la que le ha caído encima, se come las manzanas que da gusto.
Y el viejo escultor, Rochefort, creo que está poco suelto. No es ninguna broma. Las transiciones de sus gestos son bruscas por exigencias del montaje. A veces parece que está serio cuando por él no lo estaría. Eso que los críticos llaman contenido. Pero esa contención le juega malas pasadas. Por ejemplo, pudimos ver en San Sebastián cómo Rochefort exhibe una forma física extraordinaria y no solo camina estupendamente sino que ensaya volatines y posturas graciosas. En la película, en cambio, uno tiene la sensación de que el que está bastante mal físicamente no es el personaje sino el actor. Más que andar, desfila a paso provecto, cosa que a veces coincide con simples errores de dirección. Hay una escena en la que, desde dentro de la casa, vemos entrar al escultor, y hace entonces algo inverosímil: camina paralelo a la fachada de la casa y, cuando está enfrente de la puerta, gira cuarenta y cinco grados y entra. (Eso por no hablar de la despedida de las dos modelos, una escena de carretera en la que uno termina desorientado por haber cambiado la cámara de sitio y de sentido, algo que roza el fallo de script).
Yo prefiero pensar que con esa mudez reconcentrada, innecesariamente ceñuda, con ese exceso de contención se ha perjudicado al personaje. Creo que en San Sebastián daba esos volatines para que la gente sepa que no está tan hecho polvo. No pasaba nada por hablar más, de lo que fuera, no del sentido del arte ni del genio de Rembrandt, sino del vino y las patatas, o del aceite de oliva, que es otro tema interesante que aquí parece reducido a una cita de Manuel Vicent. Falta vida en una obra sobre la vida, y eso no es cuestión de genio sino de guión.
Por lo demás, el blanco y negro es muy bonito, con ese punto requemado que tenía La cinta blanca, cuya forma de filmar los dormitorios desde fuera, por cierto, está muy bien reproducida aquí, así como la estética de Los comedores de patatas para ambientar el estudio, que es la que quizás empleó también Haneke. Los grises claros de los niños nos llevan a esas películas francesas de los años cincuenta y sesenta y así. Es un blanco y negro enfriado, europeizado, sin asomo de sombra negra. No sé si alemán o francés, pero no suena a blanco y negro español, lo cual es un hallazgo que le da a la película toda la verosimilitud que por algún otro concepto hubiera podido perder. Por ejemplo, por el concepto de las escenas con gente. Qué malos los planos de lo que ve el escultor cuando está en el café. Nadie camina, todo el mundo pasa por delante de la cámara, a una velocidad que no es la del paseo ni la de la prisa. Es una escena en la que el decorado (un triángulo de casas antiguas) suele ser de cartón y los personajes de carne y hueso. Aquí sucede exactamente al revés.
No, no me he emocionado con esta película, para usar la jerga de la crítica al uso. Y una de las causas es que sé que la película quería emocionar. Pero con los abrazos y alguna caricia no basta. Los abrazos no emocionan. Emocionan las cosas sin importancia. Y esta película no emociona porque su autor ha hecho lo contrario de lo que predica con ella, o ha caído en el mismo error que trata de combatir. No ha desnudado. Ha podado. Le saldrán ricas manzanas, pero no la obra de arte que pretendía. “Yo no me parezco a esa”, dice la joven modelo cuando ve el resultado final. Y lo que es un buen resumen de la película (la naturalidad sometida a la estética de los años 30, la idea suprema que naufraga en el mar de su tiempo concreto) parece quedarse, otra vez, en la célebre cita de Picasso. “No se preocupe, señora” –le respondió Picasso a la modelo que se quejaba de no parecerse-, “ya se parecerá”. Es posible que algún día esta película se parezca a lo que intuyo que quería conseguir. De momento, mira cuánto me ha dado de sí.

22.9.12

Adentro



Dice el doctor Manrique que la voz de Dylan en Tempest, el disco que acaba de sacar, es como si estuviese haciendo gárgaras con lejía. La estoy escuchando y es de todo menos estridente, es honda, modulada, mimada, cada palabra quiere un tono, cada verso una melodía. Dylan toca su voz. Podría forzar una voz parecida a la que tuvo hasta finales de los 80, como por otra parte hacen la mayoría de los cantantes cuando llegan a los 71 años y mucho antes: cantar igual que siempre pero más bajito, más aliviado. Dylan no. Con la rotura se han multiplicado los registros. Hay pasajes en los que uno escucha casi la misma voz que podía escuchar allá por Pat Garret & Billy the Kid, un disco que todos consideran menor y a mí me encanta, y además este nuevo disco me lo recuerda mucho. Luego lo pongo. Pero ahora la voz tiene una rasposidad voluntaria que Dylan utiliza para unos giros que son a la música tradicional americana lo que los jipíos al flamenco, un aullido de lobo viejo, áspero y conmovedor. El lobo que burló las dentelladas pero vio la sangre de los otros. El lobo que se ampara en los aullidos de sus antepasados.
               Esta semana leía que hay gente que sigue acusando a Dylan de haberse apropiado de algún verso ajeno, aunque también leí la gran noticia de que está escribiendo la segunda parte de sus Crónicas. En total tiene pensado escribir tres. Si los dos últimos tomos tienen la extraordinaria calidad del primero, estaremos ante un gran clásico de la literatura norteamericana. Los que le acusan de piratear son muy graciosos: se jactan de haber encontrado cinco palabras seguidas iguales en un oscuro autor japonés de hace tres siglos. Aunque fueran las palabras de Bruce Springsteen en su último disco, no pasaría absolutamente nada. Parece mentira que los americanos, que usan, y de qué manera, la palabra trade, no entiendan a veces la palabra tradition. Si hubiera que descalificar por eso a todos los músicos y cantautores que han tomado algo de Dylan, íbamos a tener que deshacernos de la estantería entera.
               La piratería no es una cuestión económica sino artística. El propio Dylan es pionero en convivir con ella. Y para bien. Estoy convencido de que su dedicación, a partir de 1991, a recopilar y editar las Bootleg series, las grabaciones pirata, y sobre todo la grabación de dos discos también magníficos y también despreciados, Good as I been tu you y World gone wrong, le sirvió a Dylan para darse cuenta de qué estaba buscando, huir de la música decorativa, llegar a las matrices rítmicas de las canciones, armarlas con meticulosa exquisitez, siempre natural, nunca sofisticada, y multiplicar los registros de la voz acudiendo a esa hondura, a ese rajo que por otra parte (John Wesley Harding, por ejemplo) siempre había tenido. En 1997, después de dos décadas dando tumbos (desde Street legal, que ya era un punto final, y no, como se suele decir, después de Slow train coming), con alguna genialidad como Oh mercy y un puñado de grandes canciones demasiado dispersas, empezó a volcar en Time out of mind esa especie de regreso al origen que ha dado desde entonces seis discos impresionantes.
               Ha llegado el momento en que las Bootleg parecen discos nuevos, tan buenos como los que acaba de grabar, aunque sea una reedición de un disco anterior. Tell tale signs, el volumen 8 de las Bootleg, es la séptima obra de arte de esta última serie que ha empalmado Dylan. Es como deshacerse de lo que no le gustaba de Daniel Lanois, el que le produjo Oh mercy, y volver a grabarlo todo con lo que había pensado mientras grababa World gone wrong, que estoy volviéndola a escuchar ahora y es perfectamente coherente con el disco que acaba de sacar. “Una recopilación de canciones tradicionales”, suelen despacharla los críticos, así, sin más. No, qué va. Dylan llegaba por aquel entonces a los 50 y se empezó a dejar de tonterías. Por eso lleva veinte años en esta búsqueda sin fin de canciones puras. No agrega, profundiza. No acumula, selecciona. Mientras leo las letras de Tempest en Metrolyrics (la compañía regala una agenda con el disco pero no las letras) me reafirmo en la idea de que el viaje de Dylan no es hacia fuera, ni tampoco debe serlo el de ningún artista. Las mezclas, en arte, son todo mentira. Cualquier sencilla melodía tiene infinidad de matices que Dylan cultiva como si fueran plantas delicadas, cualquier intervención de sus músicos está medida hasta su abstracción, sus mínimos rasgos significativos, suficientes. Dejarse llevar por la infinidad de pequeños cambios de registro con que interpreta las canciones, detectarlos sobre el fondo claro de la música, es volver a la vieja idea de las cadenas. El arte no tiene por qué ir adelante ni hacia detrás. Adonde tiene que ir es hacia adentro. El propio Dylan se hartó de estar a la altura de los tiempos, de las modas. Cuando tiró el reloj a la basura, resurgió como el gran artista contemporáneo que sigue siendo, el bardo de toda la vida.

17.9.12

Sucesiones al trono



              Si hay algo cierto en todo lo que ha dicho Esperanza Aguirre para justificar su retirada es lo referido a su sucesor, Ignacio González, con quien “los madrileños no van a notar diferencia”.  Ya lo creo que no van a notarla. Poco antes de escuchar su sentida dimisión, leía yo este párrafo en Me casé con un comunista, la novela de Philip Roth. Es una conversación entre Nathan Zuckerman, el alter ego de Roth, y su padre, a propósito de que el joven Nathan (estamos en los años 40) es un rendido admirador de Wallace, aquel político que, en plena época de la segregación racial, intentó un sorpasso del partido demócrata en toda regla.
               “-Lo único que va a hacer tu hombre [Wallace] es impedir que los demócratas lleguen a la Casa Blanca –me dijo mi padre-. Y si ganan los republicanos, eso significará para el país el sufrimiento que siempre ha ocasionado esa gente. Tú no habías nacido cuando mandaban Hoover, Harding y Coolidge. No tienes una experiencia directa de la crueldad del Partido Republicano. ¿Desprecias los grandes negocios, Nathan? ¿Desprecias a los que tú y Henry Wallace llamáis “dos peces gordos de Wall Street”? Bueno, no sabes cómo es cuando el partido de los grandes negocios pone el pie en la cara de la gente corriente. Yo sí que lo sé. Conozco la pobreza y unas penalidades de las que tú y tu hermano, gracias a Dios, os habéis librado”.
               Esto, repito, pasaba en los años 40. Estamos en España y en el 2012, y el partido de los grandes negocios, sea del ala que sea, se sigue comportando, con sus matices españolazos, exactamente igual que el norteamericano. Lo malo es que entre esos matices hay que incluir la sucesión hereditaria en vez de democrática, un vicio en el que Madrid se lleva la palma. Ser conservador no significa ser tonto, y apuesto a que no todos los madrileños que votaron de alcalde a Gallardón habrían votado a Ana Botella, sobre todo por una razón de lo más conservadora: en el partido de la meritocracia y de las grandes fortunas, Ana Botella es la última de una larga lista de candidatos infinitamente mejor preparados que ella. El suyo fue un caso de amiguismo que en las próximas elecciones les pasará factura, porque esa señora, definitivamente, no da la talla ni siquiera para sus correligionarios.
               Es ingenuo pensar que en unas elecciones municipales o autonómicas la gente vota a un partido y solo a un partido. Aquí nunca se ha hablado de PP o PSOE sino de Gallardón o Lisavetzki, o bien de Aguirre y el tontaina de Tomás Gómez, una nulidad de hombre que espero que no vuelva nunca más a presentarse. Gallardón accedió a la alcaldía consciente de que la ganaba para regalársela a una señora a la que la gente no había elegido como cabeza de lista, y Aguirre, después de año y pico de mandato, deja el poder en manos de un sujeto demasiado prepotente y relamido para los votantes, y eso que los votantes, sobre todo en Madrid, tienen un estómago a prueba de pisotones.
               Pero también forma parte de la esencia del PP burlar la democracia, no rebajarse a un sistema tan plebeyo: Aznar nombró heredero sin pasar por unas primarias y Gallardón y Aguirre sin que el agraciado tuviera que pasar siquiera por unos comicios. A eso se le llama despreciar a la gente, y en ese sentido me creo a pies juntillas las palabras de la presidenta. No, no vamos a notar la diferencia.
               Claro que siempre tendremos una oportuna enfermedad que ablande nuestros corazones. Ya decía Cicerón que, cuando uno va a un juicio que tiene medio perdido, lo mejor es llevarse a los niños, dar pena, llorar un poco, estilo marquesa, como lloraba ella, o a moco tendido, como lloraba su delfina. Pongámonos en lo peor: supongamos que, en efecto, la salud de Aguirre le ha jugado una mala pasada y que no puede continuar en un cargo tan exigente. Aquí nadie le desea el mal a nadie, pero personas muy cercanas a mí murieron de cáncer (y se llevaron un tajo de mis entrañas que no ha vuelto a crecer) y solo me quedó el consuelo de que estuvieron bien atendidas, que se hizo todo lo posible por salvarlas, y que su situación social no influyó en absoluto en el desarrollo de su enfermedad. ¿Podré decir lo mismo con las reformas sanitarias que propugna la gente como Aguirre? ¿Tengo claro que con la política demencial del PP yo mismo no me moriré antes de hora porque no tengo rango suficiente para que me atiendan como es debido, como tengo derecho a que me atiendan? Esas dos personas tan queridas que murieron, mi madre y mi amigo, Pilar Bravo Serrano y Rafael Maícas Sacristán, murieron, ella, con el consuelo de que había podido dar a sus hijos una buena educación, y él con la desesperación de haber sido bien educado, haberse ganado un buen puesto de trabajo y tener toda la vida por delante. ¿Podremos decir lo mismo de los muchachos que ahora estudian en la Escuela Pública, hacinados y conscientes de que se les está degradando como ciudadanos?
               Eso en el caso del pathos, de la enfermedad y de las lágrimas. Todos deseamos, no creo que haga falta repetirlo, que Aguirre recupere la salud y, de paso, si es posible, la conciencia de que, mal que le pese al cogollito empresarial aristocrático, en este país todos somos iguales. Pero si se trata de un asunto no más que político, una jugada, una estrategia, el resentimiento de no llegar a lo más alto, entonces Aguirre se habría comportado como siempre, como una marquesa que piensa que los votantes, por encima de cualquier otra consideración, son ganado amaestrable, borregos a los que se puede manejar con cuatro lágrimas a tiempo y de paso proceder a la sucesión en el trono por cualquier medio que no sea el democrático. Nos lo han hecho tantas veces…

14.9.12

La tragedia según Roth



Fue George Steiner, en Tolstói o Dostoievski, quien estableció la diferencia fundamental entre los dos grandes maestros rusos: Tolstói recuperó la épica para la novela moderna, y Dostoievski la tragedia. El caso de Tolstói es más que evidente, y en el de Dostoievski resulta muy útil para entender, por ejemplo, Los hermanos Karamázov, una gran tragedia de mil y pico páginas que sin embargo se atiene a las exigencias teatrales de la tragedia: espacios y tiempos reducidos, destinos que no pueden no cumplirse, la ceguera del hombre, su locura transitoria, la persecución implacable del arrepentimiento, etc. Claro que, en el caso de Dostoievski, los personajes rara vez salen de su locura, y si salen, como en el caso de Crimen y castigo, es para cumplir con la catarsis trágica, con la purificación final, como es el caso, por ejemplo, de la Alcestis de Eurípides o del final de la Orestíada.
               Precisamente Alcestis, junto con Hipólito, son las dos tragedias que cita Philip Roth en su novela griega, La mancha humana, las dos de Eurípides, naturalmente, que es el trágico más escabroso, el que elevó la miseria real, no solo moral, a categoría trágica. Aristófanes se reía de él parodiando a sus personajes como si fuesen todos psicópatas y pordioseros, algo que va más a tono con el hiperrealismo sangrante de la novela norteamericana contemporánea.
               Roth no esconde la plantilla: desde el hecho de que Coleman Silk, el protagonista, sea un profesor de griego, o el impecable resumen de la Ilíada que nos ofrece nada más empezar el libro, hasta las referencias directas a tragedias clásicas y, sobre todo, la composición trágica, dostoievskiana (o sea euripídea) de la novela. Y como en las tragedias griegas el argumento era conocido y lo importante (bueno, en Eurípides no tanto) no era su revelación sino su desarrollo, tampoco importará mucho si cuento el argumento, es decir, las tragedias individuales de cada personaje. Porque las tragedias griegas no solo contaban la tragedia de un personaje sino la tragedia de cada uno de los personajes. En Antígona, por ejemplo, no hay ningún personaje que se sustraiga a esa decisión imposible que salga como salga, sea cual sea, les traerá a todos la ruina. En La mancha humana, las tragedias que chocan y se buscan unas a otras la ruina son las siguientes:
               El protagonista, Coleman Silk, tiene un crimen que purgar, su condición de renegado, que, como se nos dice al final de la novela, tampoco dependió enteramente de sí mismo, porque en la década de los cuarenta disimular la propia raza no era el tipo de crimen que creemos ahora salvo para los pioneros contra la segregación racial. Su crimen, en todo caso, se vuelve contra él sin querer, sin comisión deliberada, como en Edipo, precisamente cuando dos palabras homéricas, negro humo, le cuestan la ruina académica en el sentido de la desgracia  de Coetzee. Este coro de erinias malvadas son los habitantes mojigatos de Athena, cómo no, una pequeña ciudad universitaria de Massachusset donde todo el mundo es tan hipócrita y pazguato como nos hemos imaginado en casi todas las novelas de campus. Todo el prestigio que se ganó como profesor ocultando sus orígenes raciales se le vuelve en contra por un comentario que tampoco era racial, sino una excusa para poner en marcha la maquinaria provinciana. Son los días en que todo el mundo estaba horrorizado por la mancha humana que dejó Clinton en Monica Lewinsky. Su sucesor dejaría manchurrones de sangre en medio mundo, pero no escandalizó tanto.
               Quizá como catarsis, Coleman encuentra una ninfa, Faunia, casi cuarenta años más joven que él, con quien Coleman se refugia de su propia desgracia, al tiempo que, gracias al Viagra, entona sus danzas dionisíacas. Pero esa catarsis, naturalmente, trágicamente, le costará la muerte, de un modo incluso más severo del que ideó Dostoievski para Raskolnikov.
               Faunia, la ninfa dionisíaca, desgarrada y follaora, tiene su propia tragedia. Fue maltratada de niña, su padrastro abusó de ella, al tiempo que le hizo vivir en permanente huida hacia ese mismo abuso. Es como si el fauno que persigue a Siringa la pudiera haber violado antes de que Tetis la convirtiera en cañaveral, y a partir de entonces arrastrase su condición de fatídica sirena. No es difícil rastrear modelos mitológicos, pero aquí lo más importante es que sobre la joven Faunia, con su punto de Medea que pierde por su locura a sus dos hijos, pende para siempre el colmillo del fauno, su exmarido Lester, de cuya locura no podrá escapar.
               Y Lester sufre hybris vietnamita, o sea. Es uno de esos soldados que volvieron zumbados de la derrota y cuyo destino es vengar su miedo encarnado en sus hijos muertos, en su exmujer lasciva, o en el propio Coleman. La coda es Delphine, la profesora francesa que fomenta la circulación de bulos que acaben con Coleman y que tiene un final, tengo que decir, algo confuso: no está suficientemente bien explicada su última, involuntaria afrenta a la memoria del ya fallecido Coleman.
               Podríamos seguir: el hijo menor de Coleman es un Edipo judío de reglamento; él y sus hijos (salvo Ismene, claro) echan al padre a Colono/Athen, y cumplen así el mismo acto criminal que cometió Coleman al repudiar a su madre. El libro entero está entretegido de mitología trágica, y su desarrollo es también tan trágico que a pesar de una estructura no lineal tiene toda la encarnadura de lo representable.
               ¿Le sale bien todo esto a Roth? Sí, claro, pero siempre con su coartada narrativa, que es también su principal exceso: ahogar las escenas en reflexiones, y alguna, sobre todo al final, alargarla hasta dañar el ritmo del relato. El relato de los hechos está convenientemente desestructurado, con idas y venidas que aíslan el fragmento del relato, generalmente para bien, como en los mejores relatos autónomos del libro: la visita de los excombatientes al restaurante chino, la historia de los grajos, magnífica, y alguna que otra más, no muchas, porque la novela hace del argumento relato (que es el mejor modo de avanzar muy reflexivamente) sin salirse de los márgenes estrechos de las múltiples tragedias.
               Pero resulta que es eso precisamente lo que más disfrutamos del libro, los largos fragmentos especulativos, los ensayos, muy logrados en Farley, menos en Delphine, de forzar la prosa hasta llegar a la conciencia del personaje. Es como si nos diera unas cuantas páginas para que reflexionásemos con él sobre un asunto inminente o ya ocurrido, que es lo que, salvo esas excepciones, casi nunca es del todo presente. Roth acumula muchos planteamientos que resuelve con pocos hechos y gran cantidad de palabras. Todo es un permanente ir empezando. El final podría haber sido el comienzo de una novela negra, y eso hace que la solución de algunos conflictos, en especial el de Delphine, pero también el de Coleman y Faunia, supla con tragedia lo que habría exigido quizá más desarrollo narrativo. Y más agones, más encuentros a cara de perro, el de Faunia y su exmarido, el de Coleman y Lester, el de Delphine y el propio Lester, o incluso Faunia, en el fondo su rival.
               A veces creo que la estrategia de Roth pasa por no salirse de los arquetipos que simbolicen previamente su visión de los Estados Unidos. El excombatiente de Vietnam es de catálogo, si bien nunca está claro que sea un Taxi Driver o un pobre diablo. Se nos ha hablado de su capacidad de locura, pero no la vemos, no la sentimos, no la presentimos. No corre ningún riesgo Zuckermann, el narrador, en la última escena con él a solas en el hielo. Por mucho que le enseñe la trepanadora, sabemos que no le hará nada, y nos cuesta creer por un momento que fuera capaz de asesinar, víctima de la locura trágica, a Coleman y a Faunia. Y algo similar, pero en otro sentido, me ocurre con Faunia. No me la termino de creer a no ser que piense en ella como una perturbada mental, que tampoco estaría de más. Sí, son los personajes de Eurípides y de Dostoievski, gente que piensa con otros registros, víctimas de tragedias insoportables que se quedaron desquiciados para siempre, hasta que, dejándose llevar por el destino, saliesen al encuentro de su propia muerte.

11.9.12

...y Ferlosio escribe



El artículo de Ferlosio es todo lo contrario. Para empezar, nada de introducciones bonitas, nada de era una hermosa tarde de agosto en Marbella, sino, de acuerdo con la pieza de que se trata, el enunciado de la proposición principal: “Los antitaurinos catalanes se niegan a aceptar que las corridas de toros sean consideradas como cultura por el sufrimiento que infligen a un animal.” Habría que parafrasearlo todo, pero antes de acabar el primer párrafo ya deja una idea, la equívoca relación entre moral y cultura.
El toro, digamos, ya está cogido por los cuernos. Ya nos podemos divertir, si no con las cursilerías marbellíes de Vargas Llosa, sí con una sucesión de anécdotas ilustrativas de difícil acceso, por ejemplo el hecho de que se pusiera peto a los caballos por influencia inglesa. Comparar a Vargas con Ferlosio es comparar lo que Vargas dice de la “placita” de Marbella y lo que dice Ferlosio de la plaza de Ronda, un alarde de precisión, al tiempo que una lección de historia. Es ese juego de la precisión y la ironía, o más bien de la ironía que brota de la extrema precisión, el que Ferlosio maneja como nadie. Hay frases para enmarcarlas. Cuando cuenta lo de los petos de los caballos, en tiempos de Primo de Rivera, dice: “Fulminantemente el dictador ordenó a su ministro de gobernación, Martínez Anido, que implantase la protección de los caballos de picas mediante una gualdrapa embutida de lana o de crin, con una botonadura al tresbolillo, estilo capitoné”. Tendría que consultar los antiguos reglamentos, pero estoy seguro de que lo de la botonadura al tresbolillo y, sobre todo, lo del estilo capitoné, son cosa de Ferlosio y solo de Ferlosio.
               La estructura de la gracia, por así decirlo, es la siguiente. La extrema precisión, para empezar, aplicada a objetos que en principio no la requieren, provoca la clase de contraste que requiere el humor. La “gualdrapa embutida de lana o de crin” es, además de un buen alejandrino, una definición simplemente precisa, de Código Civil, de reglamento taurino (aquí se explica, aunque no salgan las gualdrapas), pero lo del tresbolillo y el estilo capitoné es una felicísima mezcla de muchos matices: la disposición agropecuaria por excelencia frente al tapizado de los muebles caros (y rancios), el casticismo castellano de la labor de campo y el gracioso galicismo cursi, los tresbolillos del sol y el capitoné de la sombra, etc., etc., y todo eso, todos esos contrastes fraguan en una expresión prosódicamente impecable, de modo que la sola palabra capitoné, tan bien colocada, es en sí misma otra idea: lo finos que somos cuando se trata de disimular, aunque sea las tripas de un caballo. Es como tejer preservativos de ganchillo, el colmo de la cultura.
               Digamos que, un poco más retrasada, la anécdota en Ferlosio es casi de la misma extensión que la de Vargas, pero mientras en este no son más que cuatro juicios gratuitos, en Ferlosio es un ramillete de curiosidades raras y reveladoras, con el añadido de esas flores de aliaga con que Ferlosio decora sus fragmentos.
               Y Ferlosio no se anda con rodeos. Uno casi echa de menos alguna tachuela sintáctica, alguna cota filosófica para que el camino no sea tan llano. Ferlosio vuelve al tajo, al tema, a la segunda proposición: “La cultura es desde siempre, congénitamente, un instrumento de control social, o político-social cuando hace falta; por esta congénita función gubernativa tiende siempre a conservar y perpetuar lo más gregario, lo más enajenante, lo más homogeneizador”, que se desarrolla, otra vez con excelente humor, en torno a los “apologetas castellanos”, y se remata con otra frase marca de la casa, del estilo del capitoné, otra colisión de registros que funciona como la seda: “A algún lector zafio e iletrado podría aquí escapársele lo de “Áteme usted esa mosca por el rabo”, pero lo cierto es que la elegante antinomia de la descripción respira una poética nebulosidad de acento vaporosamente zambraniano”. Bueno, a Savater, que es a quien va dirigida, le habrá resultado más escabrosa. Pero esa capacidad de juntar moscas y vapores, de dotar a las unas de la ironía de quien pronuncia un refrán vulgar de sabor culto y a la otra de toda la pomposidad material, significante, que designa, sin llegar, eso sí, a las licencias de la parodia, al chafarrinón, porque “poética nebulosidad de acento vaporosamente zambraniano” es, por encima de todo, un espléndido versículo, susurradamente campanudo, como es la prosa de Zambrano; esa capacidad, digo, no se enseña en los círculos de Vargas Llosa: yo creo que ni se piensa.
               Esto, esta riqueza de matices, este dominio de los tonos, ese saber usar las muchas lenguas que hay en una lengua, y ensayar entre ellas cruces que signifiquen algo nuevo, es lo que hace bueno a un texto, el dominio de la voz. Vargas tiene su voz dentada de siempre. Cuando abro sus libros me salpica la saliva de las páginas. Será bueno (tengo amigos cultos que lo veneran) pero a mí me parece, precisamente por este tipo de cosas, un escritor definitivamente plano, incapaz de articular la lengua de modo que ella misma esté en constante creación, por delante incluso del esquema perfecto con que empieza Vargas sus artículos, e incapaz, sobre todo, de enajenarse, de ser otro al decir, que es el único modo de acceder a otras voces y dotarlas, otra vez, de la debida ironía y, si se escribe tan bien como Ferlosio, de la debida hermosura. Así se entiende mejor que hable de Ortega como “el que llegó a tocar las más altas cimas de las grandes paridas o máximas chorradas que se conozcan en asunto-toros”, y le aplique un resumen conciso de su estrategia al hablar del “excelso ortegajo”, hallazgo que merece la pena desentrañar. ‘Excelso’ no significa solo elevado, de alto rango, sino de alto rango para Ortega, o sea gaseosamente aéreo, que es lo a lo que suena la palabra ‘excelso’, que solo puede emplear un escritor serio en sentido irónico, lo mismo que ‘fantástico’ o ‘fenomenal’, a no ser que acuda, también muy orteguianamente, a su más remota y vistosa etimología. Y ortegajo es un buen ejemplo, otro, de cómo elegir el sufijo adecuado para potenciar el sabor del caldo léxico. Ese -ajo, además de a ajo, suena a gargajo, a legajo, a hierbajo, a toda la pompa carrasposa y los papeles mojados y la ferralla dialéctica. Ortegajo es suficiente para darnos idea del valor del follaje palabrero, aunque sea el del sacrosanto filósofo.
               Con más enjundia trata Ferlosio un artículo de Javier Ortíz (sic) que el ortegajo de turno, otro contraste paralelo al de las palabras solas y sus resonancias, esta vez de objeto, de autoridad, eso que tanto molestó a Vargas Llosa. Bien es verdad que Ferlosio quiere llevar el ascua a la sardina de la “españolez”, ese diáfano concepto que Vargas no solo no ha entendido sino que le ha indignado, como diría él, sobremanera.
               Y sin más perifollos, como corresponde, cierra Ferlosio su artículo. Compárense los dos finales:
El ahí queda eso me parece el paradigma del alma-hecha-gesto de la españolez. Así la corrida de toros revela la inclinación gestual del alma de los españoles, tantas veces gesteros en el café, gesticulantes en la plaza. Mi ferviente deseo de que los toros desaparezcan de una vez no es por compasión de los animales, sino por vergüenza de los hombres”.
               Al margen del significado filosófico del gesto, un poco en el sentido del rasgo de las novelas decimonónicas, el final está sacado de ese amor de Ferlosio por la retórica, en esta ocasión de una retórica zaratustrana, diogénica, jeremiosa, yo qué sé, con ese toque gnómico de verdad escrita, de palabra dicha y esculpida en el aire de los tiempos, esa facilidad que tiene Ferlosio para escribir en estilo épico sin que parezca ni forzado ni paródico ni siquiera inflamado, sino el tono natural de la palabra. Esa sí que es naturalidad, Varguitas, y no la de Paquírrez.
              

Vargas Llosa va a los toros



El amigo Luis Díez puso el ojo el otro día en los artículos de Ferlosio y Vargas Llosa sobre los toros, por ese orden, puesto que el de Vargas, La ‘barbarie’ taurina, era una contestación al primero, Patrimonio de la humanidad, más bien un desplante torero (“¡Protesto!”), como si los dos hablaran en la misma asamblea, jugasen en la misma liga, y el multipremiado Vargas no quisiera polemizar con el viejo maestro sino cantarle las cuarenta a uno de los más rancios intelectuales del progresismo.
               El artículo de Vargas es malo desde el título. Un escritor que tiene que entrecomillar una palabra para que se capte la ironía es un mal escritor. Pero es típico de Vargas, un hombre muy pedagógico, muy ordenadito siempre, muy introducción, nudo y desenlace, muy de índice de temas en el primer párrafo, y ahora toca la anécdota distendida (3 párrafos), y ahora un audaz giro para meternos con Ferlosio, con una contundencia de J’accuse, de a ver qué te has creído tú, de joven setentón que se enfrenta al elefante octogenario; y luego unas breves referencias a otras personalidades de la misma colla: Savater, Ortega, Félix de Azúa, Pere Gimferrer, un variopinto y prestigioso elenco de autoridades que defienden la fiesta nacional, a los que Vargas nombra siempre como si estuvieran ofendiendo a los de su clase. Una pose muy españolaza, por cierto, como explica Ferlosio en su artículo y Vargas no parece haber entendido.
               La dispositio de Vargas es un orden aséptico, de horarios fijos, de consultar un par de libros en la biblioteca y tener listo el artículo antes del almuerzo con una importante personalidad. Es como dicen en los manuales de redacción que hay que redactar. Conviene –dicen- una breve introducción que no aluda directamente al tema. Son muy agradecidas las descripciones de viajes y de monumentos, el reportaje de un encuentro con alguien famoso, etc. Con eso ya te comes medio artículo. Luego, cuando en el fondo ya no hay más que rematar (espera el embajador, qué pesado, o Su Majestad), Vargas cambia el tono de añadidos extralargos para ensayar una prosa más sincopada, más condensada y firme, con más puntos, que nunca deja de oler a eso, a un estilo previo, a una plantilla de colegio de curas, un modelo con el que se puede rellenar el artículo de los domingos.
               Comete Vargas en ese artículo varios errores de principiante, sobre todo dos: que se nota que no sabe de qué está hablando y que lo más interesante que dice lo dice sin darse cuenta. Lo primero es muy notorio. Luis llama la atención sobre el poco fundamento taurino que anida en sus palabras. Es verdad: cualquier aficionado medio diría que ese hombre no ha visto más de media docena de corridas en su vida, y seguramente estaba tan atareado atendiendo a la duquesa que no se enteró de nada. Para empezar, si uno quiere defender la fiesta nacional no se va a Marbella, a esa “placita provinciana en la que a veces ocurren cosas notables”. No sé, es como hablar de caballos de carreras a propósito de un partido de polo que vio en Puerto Banús. De vez en cuando, donde marca la plantilla, Vargas mete alguna frase de entendido: “los seis astados bravos, alegres, nobles y de buen peso”, “fue una magnífica corrida y, con la excepción de una vara de más al primer toro…”, “el presidente se excedió y concedió 10 orejas”, todo ello dicho perfectamente en serio, sin asomo de ironía por ninguna parte, ignorante por completo de que cualquier aficionado sabe traducir eso a lenguaje común: “se lidiaron seis cabras afeitadas que no se sostenían de pie; si las pican, las matan”.
               Mete la pata más veces, para empezar cuando se viste de crítico taurino y pasa revista a los espadas del cartel. De El Cordobés, con ese suplemento de desprecio que tienen en castellano los sufijos en –ivo, dice que estuvo “simpático y comunicativo”, pero que, cuando había que ponerse al tajo, se puso serio. Porque Vargas, que entiende las payasadas para regocijo de los tendidos de sol, es partidario del toreo serio. Es lo que más valora Vargas, la seriedad, y por eso se le cae la baba cuando habla de un pelagatos de la tauromaquia como Rivera Paquírrez, o como coño se llame, quien, “al igual que su hermano Cayetano, ha heredado de su abuelo, el gran Antonio Ordóñez, la elegancia y una valentía tranquila y natural de enfrentarse al peligro”. Aquí salió la herencia, el impuesto de sucesiones, ay. El Cordobés es para él un payaso esforzado, un chico de baja condición que no aprendió la elegancia y la valentía tranquila y natural de los hijos de buena familia. Ignora Vargas que el tal Paquírrez es un manazas, más basto que la lija del cuatro, pero aquí, entre nosotros, dirá Vargas, lo que cuenta es la sangre, Marbella, el nieto del gran Ordóñez, la cuñada egregia, y en este plan. De hecho es a Ordóñez al primero que nombra entre los grandes maestros de siempre, seguido, como corresponde al eje cartesiano, por las dos figuras actuales que más admira: Ponce y José Tomás, Ponce como representante de la ideología liberal-conservadora y Tomás porque en un artículo de toros hay que nombrar a José Tomas. Es decir, todo con su aquel, con su por qué, con su cálculo ideológico, su mensaje remetido. Todo coherente con el pensamiento político de Vargas, pero todo propio de quien no tiene mucha idea de lo que está diciendo.
               El párrafo que le dedica a El Fandi es, como en las corridas que frecuenta Vargas, un infame bajonazo. A falta de pan, valora el hecho de que “la suerte de banderillas es aquella en la que la corrida está más cerca de la danza, cuando se vuelve coreografía, ballet, y pocos toreros encarnan mejor ese trance que David Fandila, El Fandi”. A partir de aquí, después de esta tontada, los despropósitos se suceden: “Fue siempre un banderillero soberbio y esa tarde lo probó, encendiendo las tribunas con su arrojo”, dice Vargas, y, no sé si por falta de soltura con la tauromaquia o con la lengua, emplea la palabra ‘banderillero’ en un lugar en el que nadie nunca la pondría. Ningún crítico taurino diría de un torero que “fue siempre un banderillero soberbio” a no ser que lo quisiera degradar. El problema es el ‘un’. Vargas no sabe que ese ‘un’ no se dice, y ‘banderillero’, aplicado a un matador, tampoco, ni en broma. Pero lo mejor no es eso: “Hacía tiempo que no lo veía torear y, en Marbella, me pareció que había madurado mucho, que ahora maneja la muleta con más temple, color y matices, aunque siempre con el mismo tesón”. Es la típica frase de quien no lo ha visto torear en su vida, rematada con lo único que, en el fondo, Vargas piensa de El Fandi, de El Cordobés y de todos los que no tengan esa elegancia natural: el tesón, virtud de pobres, salvación de tontos. Paquírrez no tendría tesón sino gallardía. Un respeto.
               Pero eso era solo la introducción (medio artículo), la demostración de que maneja el paño y de que podría escribir una crónica taurina mejor que el mismísimo Joaquín Vidal, y que Dios me perdone por la comparación. Después de este ridículo floreo viene la sustancia, la miga, la cosa, las cuarenta, los puntos sobre las íes, la polémica, J’acusse, etc. Y aquí Vargas ya no hace tanto el ridículo como aficionado a la violeta sino como lamentable polemista. Un par de ejemplos:
               Ferlosio, en su artículo, en un párrafo muy divertido (como todo el artículo) dice que los petos se pusieron a los caballos en 1928, y no por conciencia de sufrimiento animal sino porque una vez, en una corrida, la sangre y los excrementos de las tripas de un caballo al que un toro había rajado salpicaron a Primo de Rivera y a una dama que lo acompañaba. En vez de reverenciar el juego de anécdotas superpuestas, desde luego nada de wikidatos como los de Vargas Llosa, el escritor hisperuano contraataca con la siguiente memez: “He asistido a muchas corridas en mi vida y no recuerdo una sola en la que haya visto a las tribunas regocijarse cuando un toro derriba o hiere a un caballo; más bien, la reacción del público es siempre la contraria”. Tengo que preguntarle a RodolfoLópez-Isern cómo se llama, aparte de anacronismo, al argumento falaz que obvia las coordenadas temporales cuando estas son imprescindibles para entender aquello de lo que se trata. No, yo tampoco he visto a la gente reír cuando destripan a un caballo, pero es que ni yo ni Vargas hemos visto corridas de toros antes de 1928, y yo sí, pero Vargas no, fotografías y filmaciones de cómo eran esas corridas. El intelectual zopenco es aquel que cuando encuentra una buena vía la tapa y sigue por otro lado. En vez de plantearse, en ese mismo momento, el fondo del asunto, que nuestra compasión, que nuestra comprensión del otro, aunque el otro sea un animal, es algo que está en evolución, contesta como si él en persona hubiera estado con su coleguilla Ortega y Gasset en “placitas provincianas”, auscultando el alma española y por ahí.
El único argumento serio de que disponen los taurinos no tiene nada que ver con la cultura. Tiene que ver con que el antitaurinismo no es exactamente una defensa de los animales sino de la prohibición de que su muerte, que tendrá lugar de todas formas, sea un espectáculo social. Pero ese argumento, que da para más tiempo del que tiene Vargas antes de almorzar con Su Majestad, el adalid de la fiesta ni lo menciona. En vez de eso, Vargas se ensobina en derechazos (“lo molió a derechazos”, solía decir Vidal de Enrique Ponce) y recurre a tópicos de lo más ingenioso, cuando dice que pedir la abolición de las corridas sería “un atropello a la libertad no menor que la censura de prensa, de libros y de ideas”. Ole (sin acento).
Perdón, amigos, por explicar por qué esto es una tontería: la libertad, como los petos de los caballos, también evoluciona. También está prohibido matar un cerdo en la cocina y eso no es un atentado contra la libertad de expresión, y sí, en cambio, se trata de una tradición milenaria. Habría que ver lo que el propio Vargas dice al respecto de la degradante salvajada que se celebra precisamente hoy en Tordesillas.
Y el caso es que, mientras se mueve en el tópico, Vargas torea con soltura, como torearía Paquírrez un animalejo insignificante. Lo malo es cuando coge vuelo, cuando el morlaco tira un gañafón. Después de no dar el pego incluyéndose entre “los que amamos la fiesta”(sic), vuelve a meter la pata no en materia taurina sino lingüística. Aparte de un clamoroso fallo de concordancia con el verbo abominar (“Sería un atropello brutal que alguien quisiera obligar a nadie asistir a un espectáculo que malentiende y abomina”), se lía Vargas con el concepto de españolez, que con tanta gracia usa Ferlosio. La frase no tiene desperdicio:
’La españolez’ (una entelequia que expresaría la esencia metafísica de todo lo español) en primer lugar no existe, y, en segundo, si existiera, estaría tan fracturada respecto a las corridas de toros como sabemos muy bien que lo está España.” Ya sabemos que Vargas no entiende de toros, pero la pregunta es si entiende lo que significa ‘españolez’, al margen de que la emplee o no Ferlosio. Me quedan dudas de si entiende el uso del sufijo –ez en castellano, igual que antes dudaba de que entendiera el uso de ‘banderillero’. La españolez es la ordinariez española, el ahí queda eso, como bien resume Ferlosio, o sea, el plumón del yelmo que llega hasta el culo, el talabarte con puntera de plata que arrastra por el suelo, esa chulería del qué pasa, del con dos cojones, el arrojo del pechotabla, esa eterna apelación a la casta cuando lo que hay que hacer es jugar bien, y al mismo tiempo esa desidia soberbia de quien fía todo a lo que se le supone, no a lo que ha hecho ni a lo que hará. Quizá, si acaso, a lo que hicieron sus antepasados. De modo que esa españolez, ese pelo de la dehesa, no puede fracturarse porque convive, adaptado a sus bailes regionales, en toda la geografía hispana, y si su origen es castellano o no se podría discutir, pero en otro tono, por favor.
Y, en fin, tras el repaso a las guest stars del artículo, camaradas de ágape, páginas de biografía, Vargas, ya decía, pega un bajonazo de los que asoman. Copio el parrafito entero, que es una monada.
Pero, tal vez, para entender cabalmente estos ensayos hay que amar los toros y no odiarlos, pues el odio obnubila la razón y estraga la sensibilidad. Los aficionados amamos profundamente a los toros bravos y no queremos que se evaporen de la faz de la tierra, que es lo que ocurriría fatalmente si las corridas desaparecieran. Pero no ocurrirá, no todavía por lo menos, no mientras haya corridas que, como esa semiclandestina de Marbella de la tarde del 5 de agosto, nos hagan vibrar de emoción y gratitud ante un espectáculo de tanta perfección, y nos den tanta voluntad y razones para seguir defendiéndolas contra la prohibición, la última ofensiva autoritaria, disfrazada, como es habitual, de progresismo”.
El fragmento parece sacado de un drama de Echegaray, pero es un artículo de 2012, ojo, y no lo ha escrito Juan Manuel de Prada. Pero siempre (bueno, con Prada no) hay perlas en el muladar. Es típico de la mojigatería conservadora el odio como reproche. ¡Es que solo los mueve el odio!, susurraban las beatas a sus sacerdotes, después de delatar a un vecino que se la estaba cascando debajo de una higuera. Pero ya no hay quien se crea nada, ni al que ama profundamente a los toros bravos (una invitación al recochineo), ni al presbítero que engalla la voz y clama: “¡No ocurrirá!”, en velada, medida y clamorosa correspondencia con el “¡No pasarán!”, hijo, como todo el mundo sabe, del odio y de la mala sangre.  No, nadie se cree que a Vargas le vibrasen los dientes “de emoción y gratitud ante un espectáculo de tanta perfección”, tralará, ni que esté, con papelajos como este, luchando por la libertad. Antes es, ya digo, como esas viejas que la meten donde pueden, igual que Vargas mete la palabra progresismo en un sitio donde desentona. ¡Si Cicerón levantara la cabeza, vaya manera de rematar una frase! ¿Dónde está la elegancia natural de los Ordóñez Vargas-Llosa, duques de Paquírrez? ¿Dónde, oh, la ironía?
Porque esto, y ya acabo, es lo peor de todo. La incapacidad casi patológica de ciertos escritores para la ironía. Es como si la ironía, y no los toros, estuvieran “evaporándose de la faz de la tierra”. ¡Cómo va a entender una corrida de toros quien no es capaz de pillar una ironía! Pero eso ya nos lleva al artículo de Ferlosio. Ese sí que sabe de ironías, ese. Y de gramática, y de toros, y de lo que haga falta. Próximamente.

8.9.12

El sombrero de Hopper



Llevo tiempo dando la paliza en este blog con el asunto de la desaparición del autor. No es una manía sino un punto de vista. Cuando veo una obra de arte, lo primero que pienso es qué hay de obra de arte y qué hay de su autor. Si logro despojarme, obviar con facilidad la idea de quién ha hecho eso, señal de que la obra es buena, o por lo menos de que tiene vida propia. Cuando esta idea peregrina se enfrenta a una nutrida muestra antológica, es muy difícil que no empiece a sacar peros a la segunda sala que visite. Me ha pasado, no he podido evitarlo, con la exposición de Edward Hopper en el Thyssen Bornetita.
               Uno no le saca peros a Hopper, claro, y menos yo, que me canso de pensar que fue solo en Estados Unidos donde en el siglo XX se mantuvo firme y vigoroso un realismo lírico, nada panfletario. Hopper es el hijo pintor de Sherwood Anderson, que seguirá ilustrando con la misma fuerza las portadas de las novelas de Faulkner y de los cuentos de Carver, o sea el siglo entero. Admiramos de Hopper su austeridad sin árboles, su luz potente y fría, sus rostros apenas manchados, sus gestos apenas delineados, como yéndose, como viniendo, en el momento de ser abstraídos de la realidad, antes de que su entorno deje de ser identificable. Yo disfruto más con los paisajes ventosos de Cape Cod, con todo el ramalazo Van Gogh que este hombre tiene, que con los paisajes urbanos, que tienen esa sobrecarga icónica, ese modo de ver que empieza a ser un método: el mismo naranja fuerte para la reverberación del sol en las chimeneas de tres cuadros distintos, el mismo contraste de los cementos claros y las lomas peladas con el rojo de un surtidor de gasolina o de un cartel al fondo. Uno a uno, deslumbran, pero varios juntos empiezan a oler a eso, a método, a receta infalible con la que se puede pintar casi cualquier cosa.
               Es, por otra parte, el problema de los que pintan muy bien y lo han hecho a destajo. En el umbral de la exposición hay una pantalla con portadas de la revista para la que trabajaba Hopper como ilustrador, dibujos de trabajadores portuarios y de los astilleros, con esa estética años 30 que luego, según afilasen las sombras y los mentones, adaptaron las propagandas fascista y comunista. Es decir, que a Hopper le costaba muy poco ser muy bueno, gracias a un proceso habitual en los artistas que sobreviene cuando las formas cuajan en lo que pudiéramos llamar estilo, y entonces dejarse llevar es volver inevitablemente a ese estilo. También es Hopper de un siglo que quería nombres para justificar las obras donde estaban escritos. Pocos cuadros de esta exposición sobresalen por su hondura. Todos son igual de hondos, todos pintados con el método ACME de Edward Hopper. Lo mismo que podemos decir de uno lo podemos decir de todos, todos nos gustan igual, y en ese gustar conforme, como de dar el visto bueno al nuevo ejercicio de maestría, hay una pequeña desilusión, se apodera de la emoción la misma frialdad sin árboles de sus edificios, y uno se imagina a Hopper en sus reuniones con lo más selecto de New York, o en paseos veraniegos por Cape Cod, y ve que en esos retratos hay mucho Hopper y poco, digamos, despojamiento, poca entrega. Hopper pintaba con traje y corbata y un sombrero cuya reproducción vale en el museo 48 €. En otra época histórica me lo habría comprado, pero en estos momentos no le doy un euro a Tita aunque me venda la boina de Baroja.
               Es el sombrero que llevaba en Cape Code. Es sombrero de pintor en verano, sombrero de intelectual neoyorquino que navega en la crema de la historia, y por las mañanas, antes de almorzar, pinta un paisaje más, un edificio aislado más, una mujer doliente más. Cada día la técnica, el método, el estilo está más refinado. Hopper es su propia huella dactilar, hay verdes Hopper y caras Hopper y carnes Hopper y sobre todo pálidas reverberaciones Hopper. Hopper es el copyright de Hopper. A la gente le sigue gustando porque es, además, un modo de ver las cosas. En los rostros despintados siguen latiendo los rostros de todos, y en las mujeres que teclean con desgana el piano, o las que miran desnudas por la ventana, nada más levantarse, o las que sacan un papel del archivador en la oficina. Sí, ya lo sabemos, es el crudo destino del ciudadano medio americano, y la brillantez de Hopper es la que dota a ese destino de ternura. La ternura no nace del cuadro sino del pintor clásico.
               Todo esto fue muy siglo XX, el colmo del romanticismo, la necesidad de ser alguien distinguible, de tener voz, de tener huella, de tener estilo. El estilo y la voz propia lo eran todo, eran la firma, la garantía, y con ellos podía pintarse o escribirse cualquier cosa, porque la cosa ya no era la cosa sino la obra de alguien con estilo, con inconfundibles rasgos icónicos que según convención urbana venían a significar verdades pomposas, la soledad del hombre en la ciudad y tal y cual. El desamparo da mucho prestigio.
               Salgo de la exposición admirado y frío. Los grabados son excepcionales, las acuarelas deslumbrantes, etc., etc. Al final, y como atracción de feria, está uno de los cuadros a tamaño natural. Muy bien. Salvo el precio del sombrero, todo estupendo, pero uno sale con la sensación de que viendo uno solo habría disfrutado más porque habría deseado más los otros, y no se le habría pasado por la imaginación que todos podrían ser el mismo. De hecho, si Hopper es tan grande es porque ha quedado media docena de cuadros suyos como imprescindible ilustración del siglo XX. Su valor trasciende lo pictórico para vivir en lo icónico. Es más duradero, pero a la larga, para mi gusto, menos emocionante.

Chatarra virtual



Si no estuviese tan acostumbrado a esta clase de papanatismos me habría quedado estupefacto ayer al leer el artículo El ovni que aterrizó en Teruel, en El País, dedicado a la nueva plaza de Domingo Gascón, la antigua plaza del Mercado. Todo son elogios en el artículo para ese cúmulo de chatarra espacial (espaciada, más bien) con que han vuelto a destrozar una plaza del centro de Teruel. Y ya van unas cuantas.
               Miente el artículo al decir que la plaza ha generado debate en Teruel: “Vistoso y rompedor, el espacio despierta pasiones entre los vecinos. A favor y en contra, naturalmente”. Seguramente Anatxu Zabalbeascoa, que firma el artículo, tuvo la oportunidad de entrevistarse con peatones defensores de semejante bodrio, pero yo no la he tenido, ni siquiera de saber que hay alguien a quien le gusta, y creo que la única pasión que genera es la que se deriva de tener que padecerla.
               Pero eso forma parte del método. Ya se empleó con el timo de la plaza del Torico, que ha terminado convertido en una ñapa lamentable porque las luces del suelo no llegaron a funcionar bien jamás. Consiste en decir que si a los peatones no les gusta es porque no tienen sensibilidad estética, y confiar en que esos mismos peatones, acomplejados por su incultura, se acaben acostumbrando. Nos lo han hecho, ya digo, varias veces, pero yo no conozco a nadie que se haya acostumbrado. Más bien se resignan, no a la impropiedad de semejantes obras sino a la inutilidad de quienes las encargan y, con dinero público, las pagan.
               Y se trata, precisamente, de un problema estético, es decir, de perspectiva estética. Con las luces de la plaza del Torico engañaron a los gobernantes enseñándoles imágenes virtuales que ningún ciudadano verá jamás. No se puede elegir una plaza por su perspectiva cenital, que es lo que se suele hacer en esta bendita ciudad. La foto de la plaza (llamativa, photoshopeada) que aparece en El País está hecha desde las alturas, maquillada por una iluminación excesiva e improbable (es de día en la imagen), reducida a las líneas, a los trazos, a los colores, abstraída en su condición de imagen de catálogo, no de suelo paseable. Luego uno va a verla y encuentra que las vallas son de chapa cutre de aluminio, que no hay ni habrá una puta sombra por ninguna parte, que los bordes y bordillos de piedra gris no van más allá de las plazas duras de los 80, y desde luego no son el mejor sitio para dejar a un niño suelto porque lo más verosímil es que se abra la cabeza al primer tropezón, ni consentir que un anciano pasee y se rompa una cadera o se siente y le dé una insolación o se congele. Como siempre, acaba siendo un hangar intercambiable, algo que podría haber estado en cualquier barrio de cualquier ciudad, un edificio de catálogo que hiede a que se lo han colado a unos incautos cuando en su destino originario lo echaron para atrás.
              El artículo también abunda en la clase de argumento que ha destrozado nuestra arquitectura urbana contemporánea: es un edificio “rompedor”, como si lo contemporáneo consistiera sólo en romper, no en construir, como si el arte consistiera en negar lo anterior, en seguir los patrones que lo nieguen, que es una forma, digamos, inversa, de imitarlo, de depender de él. Hay una plaza en Madrid que estaba en parecidas circunstancias a la de Teruel, la plaza de San Miguel, en pleno centro de la ciudad, pegada a la Plaza Mayor. En un lugar como ese, en pleno barrio de los Austrias, a nadie se le ocurrió, en su última remodelación, plantificar una plaza dura llena de interesantes perspectivas cenitales, un cuadro de Kandinsky en tres dimensiones, que es de donde creo que parte mucha arquitectura falsa contemporánea. En vez de andarse con tonterías pusieron un tinglado de hierro y madera que sin dejar de ser moderno se aviene con su entorno. Es lo que deberían haber hecho en esa plaza de Teruel, sencillamente porque las circunstancias son las mismas: es el centro histórico de una ciudad, es el mercado histórico de una ciudad, solar de hermosos tinglados, que los hubo, y lo más importante es que la gente la huelle, la mire, la goce, la esmere, la disfrute. No hace falta que ni la gente ni el edificio rompan nada. Pero el truco, la esencia de la mentira, consiste en que plazas como esa solo tienen sentido en sitios como ese, porque si lo ponen en otro que le resulte más apropiado (el aparcamiento de un hipermercado) resulta de una vulgaridad casi invisible. Un edificio no es hermoso porque contraste con lo que tiene al lado sino sea lo que sea lo que tenga al lado. Y esa hermosura se percibe a ras de suelo, no desde las alturas. Las plazas no se hacen para el vecino del quinto.


              En este caso, como no es lo que sea lo que tiene al lado, el edificio debe aspirar a la misma intemporalidad que lo rodea. Es un vicio muy típico de las vanguardias: la obsesión por romper sin que importe la caducidad de la ruptura. Esta plaza será vieja, no antigua. Será, ya es, etiquetable, datable, archivable, una irrupción de la virtualidad en la vida real. Tanto, que después de hacerla todavía no saben en qué la van a emplear, sobre todo esos almacenes nucleares que han construido debajo.
               Pero no es posible el debate. El papanatismo está tan arraigado en la arquitectura como en el arte abstracto, disciplinas ambas que con la coartada de la armonía, y a veces ni siquiera, tachan de reaccionaria cualquier objeción estética. Mi crítica de peatón es de dos clases: no creo que sea la plaza apropiada para ese sitio, y creo que, puesta donde le corresponde, es una plaza vulgar. Discutir sobre cómo debe remodelarse una plaza en el centro histórico de Teruel es responder a las dos cuestiones por separado, no fundirlas en la nebulosa de lo rompedor. Con un ovni no vale. Los ovnis, de día, no son más que chatarra, y de noche suelen estar vacíos.
               La plaza Domingo Gascón merecía un mercado, y si no era posible el mercado, merecía una plaza, un sitio donde, con toda la estética contemporánea que se quiera, se pudiera estar. Lo que la arquitectura debe romper no es la retina de los peatones sino los inconvenientes del entorno. Necesitamos plazas donde se esté bien. Yo habría preferido un umbráculo de hoja caduca, resguardado y fresco, con asientos al sol para los abuelos y zonas blandas para los niños, con recodos para las tertulias y senderos rectos para los paseos. No he hablado de materiales ni casi de formas sino de utilidades, que, en tratándose de una obra pública, es cosa principal. En los conceptos umbráculo, asiento, sendero, fuente o jardín no hay nada de reaccionario; de hecho admiten tanta contemporaneidad que con frecuencia se los reduce a esa condición cenital. Un umbráculo no tiene por qué ser de tubos en espiga como el de Valencia ni de cañas como el de un merendero. Puede ser una construcción audaz, hermosa vestida y desnuda, amiga de la luz y de la sombra, un monumento cuya presencia lo desvincula del tiempo concreto. Lo caduco son las hojas, lo que las sujeta es lo perenne. Sé de artistas contemporáneos turolenses que con esas premisas habrían tenido bastante para levantar una plaza que supiera ganarse el corazón de sus usuarios, esos que no miran desde el cielo.
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