23.4.10

Témpora y violeta

























José Miguel Iranzo está subiendo a la red parte de su obra documental y cinematográfica. Por el momento están los documentales Con la voz a cuestas, sobre José Antonio Labordeta, y El tiempo en la maleta, del que hablábamos el otro día. Imagino que en breve subirá Cajas destempladas, sobre el personaje de Longinos en Semana Santa, para el que yo también escribí los textos y me divertí de lo lindo durante el rodaje en el Desierto de Calanda, que no es desierto por árido sino por apartado, en las ruinas activas de un monasterio de cuya cúpula caían aljezones como gotas geológicas.
Y también ha subido, hasta ahora, tres cortometrajes: Los hijos de Mandrake, El ejército invisible y Témpora y violeta. Los dos primeros son más recientes, pero este último ya tiene quince años, y fue la primera vez que colaboré con él. A veces pienso que, el día que me quede sin tema para los folletines, con contar aquel rodaje me sobraría material para una novela de aventuras surrealistas. Lastima que no me guste la autoficción ni la metaficción, y que los folletines solo tengan doscientas páginas.
Verlo ahora otra vez después de mucho tiempo ha sido una grata sorpresa, y también una punzada de melancolía. En estos últimos años ha muerto el actor Héctor Grillo, y varios de los que hacían de monje, Marcial el de Villaspesa y mi querido Manolo Bolós. Del productor y del director de fotografía ya nunca se supo nada, ni de la script, que casi se queda en el rodaje. Del resto del elenco, José Luis Esteban continúa una carrera de lo más interesante. Su Buscón, por ejemplo, en el Teatro Fernán Gómez, me encantó. Y Cristina de Inza ha triunfado en las series de televisión.
El mejor de todos los actores sigue siendo Héctor Grillo, que no dejó entonces de repetir que aquello era una obra de teatro, y como tal lo trató. Pero también está bien Gabriel Latorre, al que, con bastantes kilos de más, vi hace poco en otro montaje de Valle-Inclán. De Goyo Maestro, autor de la música (para la que también tuve que escribir un canto gregoriano en latín), tampoco he vuelto a saber nada, ni del protagonista, que tenía, con diferencia, el papel menos lucido de todos.
Queríamos rodar una cuentecillo medieval, y eso es lo que ha quedado al cabo del tiempo, algo que, precisamente por ser tan fiel a su propósito, ahora tiene una pátina de sana extravagancia. Hasta la terrible penuria de medios creo que le da un toque naturalista. Se rodó, contra viento y marea, en el destartalado castillo de Peracense, provincia de Teruel, una gélida Semana Santa de 1995. Yo había escrito el guión un par de años antes. Pensábamos entonces en una serie de fábulas históricas. Escribí algún guión más, uno de los cuales fue años después reciclado en la novela Fabricación Británica. Si las obras han de medirse por la gozosa intensidad de su alumbramiento, este cortometraje, desde luego, sigue creciendo en mi memoria.

18.4.10

Más patch-work

No era esta la mejor semana para ir al cine a ver An education, metido como estoy en plena campaña interior contra la posmodernidad. Digo interior porque es algo que sólo me afecta a mí y a las películas que veo y a los libros que leo. Aunque no creo que a ese abuso del patch–work, del corta y zurce, le quepa el mismo nombre que, pongamos por caso, a las novelas de Auster. Por cierto, que anoche mismo, al salir del cine, un amigo se quejaba del final de Invisible, su última novela: “¿A qué viene ese final tan descaradamente Conrad?” Pues viene, creo que le dije, del armario posmoderno. En La música del azar, por ejemplo, también estaba Kafka pero no era tan descarado… Y ahí quizás esté la diferencia: esta pos-posmodernidad se diferencia de su antecesora en que ahora es tanto más descarado como desconocido para el gran público. Es decir, vamos a escribir de nuevo la misma literatura y a filmar las mismas películas porque la gente no las conoce y le parecen originales.

No, no es ese el mejor ánimo para ver una película cuya protagonista imita a Audrey Hepburn, eso sí, mezclada con un toque Frears. Ni para ver una historia que es un apaño entre Pygmalion y esas películas de hindúes británicos que había en los 90. Ni para ver contada una época según la contó Ian McEwan en Chesyl Beach (bueno, la escena del plátano es más pop). Ni mucho menos para jugar al simple juego de las apariencias que engañan escandalosamente, el chico que no es lo que era, la profesora que tampoco, un padre tontaina (gran Alfred Molina, como siempre) y una madre de cerámica.

Son artefactos revenidos, trucos de guionista de serie de televisión, pero sobre todo un permanente rendezvous con iconografía y recursos ya vistos que no deja fluir la historia. En realidad no es una historia sino una máquina narrativa hecha de modelos populares. Y a mí eso ya me cansa. A pesar de la ambientación británica y nublada, que siempre está muy bien, y de que su directora me gustase tanto en Italiano para principiantes (¡ah, los tiempos del Dogma!), y de que la actriz es buena, aunque creo que abusa un poco de una sonrisa postiza, la cuestión es que la película me aburrió.

Y hablando de sonrisas. Esta chica de la película es una muchacha muy inteligente, enamorada de la literatura y con muchas ganas de vivir. Se diría (todo el mundo lo tiene claro) que es muy madura para su edad, y que salva etapas de la vida con la urgencia de quien ya no necesita esas lecciones. Pero en su sonrisa tierna se ve que tiene 16 años y no más, de modo que la sonrisa parece ser la verdad pueril en un continente prematuro. Lo malo es que con frecuencia yo vi lo contrario: la mujer prematura que a la orden del director ensayaba una sonrisa que ya pertenece al pasado. Eso se ve con toda claridad en las comisuras de los maseteros cuando sonríe como una niña. Es sonrisa excesiva, esos pliegues finales no son habituales. Al menos no lo son ya, es demasiado camino el que hay entre su rostro serio y profundo y esa sonrisa de colegiala. Con eso no quiero decir que la actriz sea mala, todo lo contrario, sino que la directora –me supongo yo– la hizo sonreír demasiado. En realidad la hizo aparecer demasiado. Su rostro es tan potente que se come la película, y atrás, mudos y lejanos, quedan algunos personajes de los que nos gustaría saber mucho más: la profesora cómplice, la madre decorativa, el noviete tímido, incluso ese buscavidas que a veces interpreta a Sebastian Flyte, o el propio protagonista, que me tuvo la película entera añorando que ese papel lo hubiera hecho en su tiempo Jack Lemonn. Seguro que lo hizo en alguna película.

17.4.10

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Ayer salió en el Telediario de La 2 este reportaje sobre el documental El tiempo en la maleta. Está entre los minutos 29:47 y 32:40.

Desaparición























Por cosas del curro estoy leyendo otra vez a Flaubert. Rebusco en sus páginas de teoría literaria y vuelvo a encontrar algo que ya en su momento me pareció definitivo, pero que seguramente olvidé con las ansias de la vida. Es su teoría de la desaparición, su terca voluntad de que ni el autor ni casi el narrador aparecieran en Madame Bovary. Fue una aspiración que otros ya habían conseguido, y él mismo lo reconoce y lo celebra, pero viene a decir algo así como que Cervantes, como era un genio, lo hacía naturalmente, y él tiene que trabajárselo.
El problema sigue como al principio, y el mero hecho de ponerle peros a Flaubert en su titánico empeño ya da idea de lo complicado que resultaría resolverlo. Flaubert soñaba con una conjunción de ciencia y poesía, la ocultación del narrador, que no opina ni da la matraca (casi nunca), en medio de una prosa labrada con la exigencia de los versos. Lo que sí consiguió fue un método para el realismo (para la aspiración al realismo) que, con muy pocas variantes, sigue vigente ahora mismo; otra cosa es que sea tan difícil practicarlo. Su prosa viene a ser como una música constante, como un gran poema musical que se rellena con detalles exactos, sin un adjetivo de más, y que se pone a prueba con la lectura en voz alta. Sólo si era, también, naturalmente percibida la daba por buena. No era un prurito de austeridad (sus maravillosas descripciones son de todo salvo austeras) sino de perdurabilidad, de saber qué excrecencias de la prosa la envejecen enseguida. Quería algo igual de legible cuando lo escribió que doscientos años después, y eso es algo que sólo puede conseguirse con una dicción exacta y musical. A la prosa la envejecen las metáforas verbales. Flaubert tiende, a veces, a la súbita y perspicaz comparación, pero sobre todo a la descripción de la realidad hecha metáfora. Se esconde no dando la interpretación de las imágenes que describe, un silencio último que redunda en poético. Simplemente las presenta.
Pero siempre se acaba poniendo, a Flaubert y a todos los que le siguieron, la misma objeción, que en el fondo es una vuelta de tuerca más en el reduccionismo ad absurdum: ¿y no es esa renuncia a la verbosidad, ese denso trabajo de perfección y de ocultación, lo que hace siempre presente la figura deslumbrante de su autor? Éste, por otra parte, ya está fundido con el narrador desde el momento en que los dos han elegido el mismo destino, no aparecer, mucho más que si, tratando de ocultar sólo al autor, Flaubert hubiera impostado alguna voz distinta que narrara los hechos, un narrador que a su vez fingiera ser testigo y personaje. ¿No es, en suma, esa perfección la sombra de Flaubert?
La cosa no es tan absurda. Flaubert, ya digo, adoraba a Cervantes. De él sacó una de sus célebres máximas: “Hay que trabajar hasta la extenuación para que parezca que no se ha trabajado nada”, que es exactamente la impresión que da el Quijote, que su autor apenas tuvo que poner el brazo en funcionamiento, que lo escribió como el que pasa el rato, con conciencia de arte como oficio, pero no de arte como objeto sublime. Siempre queda la impresión de que Cervantes sabe lo mismo que el lector de lo que está ocurriendo y de lo que va a ocurrir. Su lengua es hablada, contada. Ese sí que da la impresión de no haber trabajado nada mientras escribía. ¿Da la misma impresión Flaubert? Creo que no, pero también creo que en ese aire como cansado y exquisito, en esa rebosante condición de francés que tiene todo lo que dice, está el verdadero personaje de la historia. La deliciosa musicalidad, la prosa semoviente, los silencios oportunos, los detalles minuciosos, y tan significativos, el trazo de los retratos, el ambiente de las escenas, todo aquello que puede componer una novela extirpado y sometido a riguroso tratamiento poético y sin un gramo de sobra.
¿Y Stendhal? ¿Podemos decir lo mismo de Stendhal? Yo creo que este sí se parece más a Cervantes, y como él no se paraba a mirar atrás. Escribir para él era un acto continuo, no un trabajo de orfebrería. Por eso, con ese mohín tan francés, Flaubert desdeñaba a Balzac, porque Balzac se ocupaba solo de contar, no del estilo. “La preocupación por el estilo es el primer síntoma de impotencia”, dejó dicho Dostoievski.
Yo creo que la mejor síntesis del problema, esto es, que la minuciosa obra de arte cumpla las normas de la naturalidad más absoluta, único modo de hacer que desaparezca el autor y el narrador, fue lo que Tolstoi se propuso resolver. Lo consiguiera o no, su empeño es el más cercano a su objetivo de todo el siglo XIX. Aunque en el fondo lo único que sucede es que tanto Tolstoi como Flaubert crearon el gran mito del autor desaparecido, uno a la francesa, desdeñosa y musical, y otro a la rusa, inmensa y sufrida. Pero da igual. Más o menos cervantino, siglo y medio después de publicada la novela se lee como si la hubiera escrito ayer, y el método, la fórmula narrativa de Flaubert sigue vigente, al alcance de quien se atreva a usarla. Como la de Cervantes.

15.4.10

Naturalismo místico

En materia de arte, evolucionar consiste en depurar los referentes, en ir pareciéndose a uno mismo cada vez más. Llega un momento en la trayectoria de los grandes artistas en que la poda es transparente, en que ya no hay necesidad de mentir, ni de adornarse, ni de justificarse. Antoni Tàpies, que ahora es marqués, creo, y que de tanto luchar contra la pintura burguesa estableció el canon estético de las oficinas bancarias, dijo una vez que su gran aspiración consistía en pintar un trazo suficiente, a la manera de los calígrafos japoneses, un solo trazo que encerrara toda la armonía y toda la profundidad. Para entonces Tàpies ya era Tàpies y su principal preocupación fue seguir siéndolo, que en cada uno de sus cuadros hubiera una huella personal, un sello de autor.

Tàpies no es santo de mi devoción, pero en su descargo hay que decir que en todo el siglo XX ocurrió lo mismo: el furor de la propiedad intelectual llevó a olvidarse del arte a demasiados artistas, y en cualquier caso esta sería una típica forma burguesa de evolucionar. Porque hay otras. Hay pintores que evolucionan dentro de la pintura, buceando en ella, o que se olvidan de sí mismos para indagar en cómo pinta la tierra, en cómo esculpe la memoria. Barceló es un ejemplo perfecto, y en la exposición de Caixaforum esa manera de evolucionar se percibe con la transparencia de que sólo son capaces los mejores.

Mi idea de Barceló cuenta tantas etapas distintas como exposiciones ha traído a Madrid en los últimos años. Del Barceló más pop y ochentero, pese a que la potencia de los cuadros sigue intacta, queda todavía esa búsqueda de la huella personal, esa cosa pop/fauve que, además de producir admiración, traspira demasiado historicismo, demasiado referente. Así fue la posmodernidad, pero ha cambiado el siglo y muchos artistas no parecen enterarse. Barceló sí. Barceló cambió de siglo, para mí, con aquella exposición de Malí que llevó en los 90 al Reina Sofía. Aquello era virtuosismo al servicio de la honestidad, un dominio deslumbrante consagrado a indagar en las formas de representación de la naturaleza. Esta mística naturalista, vamos a llamarlo así, también es de estirpe modernista, pero en este caso no era pintar como fulano o mengano sino como pintan las piedras, como pinta el moho en las cortezas de los árboles, como pintan los cirros o las dunas, las piedras y los ojos.

A partir de aquella exposición me hice fan de Barceló, y lo que vino después es la obra de quien ya ha encontrado lo que buscaba, un método, que por ser siempre el mismo le garantiza la sorpresa permanente. Quiero decir que tanto en la capilla de la catedral de Palma como en la otra Capilla Ginebrina se ha entregado al esfuerzo de trabajar al dictado de la naturaleza: la piel de barro cuarteada, los carámbanos irregulares, el efecto del tiempo y de la gravedad, por más que luego se haya interpretado a sí mismo con un virtuosismo técnico que percibe cualquier espectador, algo que, dicho sea de paso, siempre ha sido virtud de las grandes obras. Contra el arte de la ocurrencia está la minuciosa perfección, y eso desde los tiempos de Altamira. Pero ese dominio es previo, no consciente. La pintura no está al servicio del trazo ni del color sino al revés.

Hay un cuadro, relativamente reciente, que me dejó pasmado. Aquello se movía. No era la sensación de movimiento que pueden darnos unas olas bien pintadas, sino una especie de holograma sin cristales ni efectos especiales, hecho solo con pintura y piedrecillas. Sorprendía que con un bote de pintura pudiera llegarse a efectos tan impactantes y para los que los sustitutos del talento han inventado ya unos cuantos software. Esto, además, era hermoso. Pero lo más sorprendente es la nota que acompañaba en la pared al cuadro. Allí decía que, con la técnica que empleó para pintar el cuadro, si la hubiera repetido un millón de veces, habría creado una duna. Es decir, el artista místico se despoja de sí mismo en contacto con la naturaleza y en el acto de pintar se convierte… en viento.

Digo el acto de pintar y eso es algo que Barceló también tiene muy claro. La naturaleza no se piensa a sí misma. Ser un virtuoso de la técnica implica cierta minuciosidad pero muy poca preconcepción. El que pinte no debe ser el experto en arte sino el artista, y eso exige dejar ciertas cosas al cuidado del olfato, del instinto, del acto, esa urgencia metafísica a la que las vanguardias han tendido desde siempre.

Y así, expuestas, las ilustraciones de La Divina Comedia me volvieron a parecer maravillosas, o las acuarelas africanas, donde hasta las gotas se escurren por el papel con un sentido profundo y una destreza asombrosa. Se diría que Barceló echa un poco de color y con el papel va dándole sentido, lo va poniendo más o menos horizontal con la destreza de un malabarista, pero también con la concentración de quien va buscando que, además de bien pintadas, las gotas sean esenciales y no abandonen su profunda condición de gota.

De lo hecho en los últimos quince años me gusta absolutamente todo, empezando por los cuadros hechos con tinta de calamar y terminando por ese color que tanto usa ahora y que me tiene, en el fondo, un poco mosqueado. Es ese turquesa claro con el que pintó el fondo de la cúpula de Ginebra. Siendo tan terrenal y geodésico, me gustaría saber de qué paisaje lo ha sacado.

Lo he llamado misticismo naturalista y quizá sería mejor naturalismo místico, entendido como método, no como ideología previa, más bien como fe y como arrebato. Naturalismo porque pinta como le ha enseñado la tierra, y místico porque ha sabido olvidarse de sí mismo y de la historia en la que ocupa un cómodo sillón. Barceló se va al desierto y allí, como dice en no sé qué entrevista, los domingos no hay fútbol en la radio.

Además creo que es la mejor forma de superar la posmodernidad, en artes plásticas y en las que sea. Hace cien años, y por razones parecidas, bramaban los fauve. Cuando estas eclosiones estallaban en fuegos artificiales se apropiaba de ellas la vanguardia, pero luego los pintores se metían en sus casas y para mirarse otra vez al espejo empezaban a pintar con los pinceles del revés, como hiciera Benjamín Palencia. Después del patch-work de la posmodernidad solo cabe un retorno al inicio, un volver a mirar las cosas como las vimos al principio, un no buscar la imitación de las cosas sino de cómo se producen las cosas, el movimiento que las ha llevado a ser lo que son.


11.4.10

Más brotes de primavera

























El viernes se estrenó en Villarquemado el documental El tiempo en la maleta, de José Miguel Iranzo. Es un tema que salió hace tiempo en estas Bernardinas, la odisea de seis matrimonios de Villarquemado que en 1957 cogieron el portante y se marcharon al Canadá. Ese fenómeno que aquí en España suele nombrarse con indisimulado retintín el efecto reclamo hizo que en las dos décadas siguientes llegasen a Montreal hasta doscientos ciudadanos venidos del mismo pueblo.
En el reportaje que he leído en el Diario de Teruel Iranzo dice que es “un monólogo de 30 personas” lo que ha hecho, y me parece una definición tan redonda como el número. En efecto, la cosa consistía en trenzar las treinta voces de modo que por sí solas fueran explicando lo que supuso aquello, tanto en la Operación Bisonte (y luego la Operación Marta, siempre tan ecológicos) como en las campañas agrícolas que atrajeron temporeros a Francia o Alemania por aquellos mismos años. Pero esa operación no habría sido posible si Iranzo hubiera actuado con guiones, con preguntas, con temas previos, con respuestas concisas, que es el lastre que yo encuentro a la mayor parte de los documentales sobre este mismo asunto, que son un puñado. Muchos cifran su interés en filmaciones de la época, pero otros son un abalorio de testimonios no surgidos del recuerdo ni de la conversación sino de la obligatoriedad de pensar algo cuando te lo proponen, no cuando te surge.
Ese es el mayor encanto que yo le veo a este documental. Se nota que los entrevistados han estado charlando un buen rato, han ido de la fruición a la banalidad, de la nostalgia a la reflexión, pero a todos esos terrenos no los ha llevado más que la comodidad, el estar a gusto hablando. El entrevistador no aparece por ninguna parte, y más que ser aquel al que se dirigen los entrevistados, es cualquier persona –espectador incluido– que tenga ganas de escuchar. Luego Iranzo ha sometido todo ese flujo de recuerdo hablado, de charla distendida, en un minucioso tapiz donde todo cobra sentido, las conversaciones se reordenan y los recuerdos se comparan, y todo fluye como si el primer entrevistado que sale no dejase de hablar con distintas voces y distintos sentimientos, y en el fondo la conversación, el acto de estar charlando, fuera el mismo para todos.
Dicen lo bien o lo mal que les fue, cómo se las arreglaron al llegar, qué conocieron, qué echaron de menos. La tijera de Iranzo ha ido recortando frases dichas muchas sin querer, como entretiempo de dos ideas, como glosa en voz baja, o bien como torrente añadido al hecho, ejemplos o cuestiones menores, que juntas no traicionan nunca lo que cada uno dijo pero van contagiando simpatía.
Colabora el hecho, claro, de la hermosa lengua que hablan los entrevistados. La primera intervención del documental es la de un señor de campo que en una frase lapidaria usa con escrupulosa corrección gramatical seis tiempos verbales distintos: “A mí me han dicho a veces: ‘¿y tú por qué te fuiste, si no te hacía falta?’, y yo les digo: ‘Pues si no me hubiera hecho falta, no me habría ido’”. Y eso con alguien que sólo se marchó a Francia cinco años y ha vivido después siempre en el pueblo. Pero hablan los del Canadá, que llevan muchos medio siglo sin vivir en su lengua materna, y el castellano es, sobre todo en los más viejos, de una musicalidad y una precisión extraordinarias. No me canso de oír a Álvaro Iritia, por ejemplo, uno de los pioneros, su bellísima forma de hablar, tan matizada de tonos, de gestos, de pausas, tan afable y tan concisa, tan entretenida y tan variada, y, sobre todo, tan bien dicha.
Los más jóvenes hablan un castellano más barnizado de madera de arce, más québécois, pero todos, como digo, se hallan presentes en la misma reunión, y hay algo que une a la moza que cuando llegó al Canadá dijo que ella no iba a ver una remolacha más que en los restaurantes o al mozo que se sintió durante años rodeado de nieve hasta que volvió a las planicies amarillas del Jiloca. Hay de todo y para todo hay sitio. Todo está dicho con transparencia y todo está escuchado con cercanía. Con acercanza, que se dice ahora.
Yo colaboré en este documental con los textos que iban rompiendo el discurso de tan entretenida conversación. Los leyó un locutor que a mi juicio daba un poco el tono de Aquellos maravillosos años, pero suena bien. Como lo que la gente decía era interesante, fueron breves y meramente ilustrativos. Datos memorables o curiosos, pies de foto de imágenes de archivo, algunas con cierta sorna benigna, o ráfagas de música verbal. Una cosa discreta, porque la verdadera música verbal es la que desgranaban aquellos locuaces pioneros, y las manos de quien los escuchaba.

10.4.10

A palo seco

El jueves pasado se presentó en Teruel la antología de columnas de Evaristo Torres Olivas. El libro incluye este prólogo mío.


Pocas veces un remitente de cartas al director consigue, casi por aclamación, una columna diaria que no sólo cuenta con lectores sino con verdaderos fans, gente que espera el artículo para aprovisionarse de argumentos con los que calentar tertulias, o simplemente para ratificarse en esa media sonrisa, entre amarga y noble, que para los consumidores de periódicos se suele convertir en adictiva.

Es el caso de Evaristo Torres. Desde que aparecieron sus primeras cartas incendiarias hasta que su faldón A palo seco se convirtió en una de las secciones más leídas del Diario de Teruel, apenas pasó un año, y hoy por hoy, finales de 2009, se lee en las barras de los bares y en los mostradores de las oficinas, en las salas de espera y en las de profesores, en las peluquerías de señora y de caballero. ¿Cuál es la razón, digamos, retórica de semejante éxito?

La primera es necesario buscarla en la utilidad de una columna. El valor de este género suele cifrarse en un lucimiento personal que se agota en sí mismo. Hay columnas muy bien escritas que sin embargo no trascienden, es decir, no prenden con el propio argumentario del lector. El propósito de una columna no es tanto lucirse como repartir juego, instalarse en un punto de vista al que cualquiera puede acceder para interpretar la realidad en torno. Se necesita una humildad extraordinaria para no caer en el lucimiento fácil y al mismo tiempo emplear las mejores armas de la retórica. Es decir, para ser tan llano, tan directo, tan arrojado incluso, se necesita manejar muy bien el idioma. La primera lectura de una columna de Evaristo hace que restalle un lenguaje escabroso, adobado con todo tipo de corrientes malsonancias, pero todas ellas están engarzadas en una sintaxis impecable, en un ritmo vertiginoso, en una articulación del idioma que igual habría servido para una exposición abstrusa si el autor no tuviera el don de la claridad.

Esta conjugación de formas, la sintaxis culta y el improperio, aparte de ser la mezcla idiomática que mejores resultados ha dado desde siempre a nuestra literatura, es un ejemplo de lo que los antiguos llamaban la indignatio, un catálogo de recursos para zaherir y desenmascarar, y también para conservar la apostura del hombre airado que, si no abandona su elocuente seriedad, suele provocar sonrisas cómplices en los lectores, cuando no abiertas carcajadas. Así escribía sus sátiras Juvenal y así escribe sus columnas Evaristo. La destreza con que las compone es proporcional a su aceptación, y ambas son extraordinarias.

Ahora bien, cuál es ese punto de vista airado, qué tipo de ciudadano representa Evaristo. Hay un rasgo suyo que siempre me ha llamado la atención, y que si no fuera tan malinterpretable llamaría el fundamentalismo democrático. Vivimos en un sistema de libertades que también se caracteriza por el miedo a significarse, a decir en público lo que todos saben o sospechan, a señalar con el dedo a los facinerosos. Siempre hay un fondo de censura personal que se digiere a base de desidia ciudadana. Somos demócratas, pero nos asusta serlo demasiado. No en el caso de Evaristo. Nunca es ambiguo, igual que aquellos antiguos cínicos que se subían a un barril para cantar las cuarenta al lucero del alba y además hacerlo reír, y todo ello sin un gramo de arrogancia, antes bien con escrupulosa observancia de la humildad, que en Evaristo adquiere la forma de un lenguaje vivo, nítido, sin aditivos ni ornamentaciones, a palo seco, aunque para ello deba hilar a partir de un dato mínimo y recóndito, y manejarse en una capacidad asociativa para la que se requiere un excelente dominio de los terrenos. Una columna, después de todo, por encima de todo, es un descenso de la mirada uniformemente acelerado, dos minutos de no hacer esfuerzos para pensar o disfrutar. Es este el catón del columnismo, la utilidad concreta de su retórica, su valor ciudadano, las reglas que Evaristo no se salta jamás.

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