31.10.19

Noguera, 2


Así como los chopos del río amarillean antes cuando son más viejos, en las nogueras sucede lo contrario. Se deshojó por completo la más joven, y a la siguiente en edad no le quedan más que unos leves reflejos verdosos para seguir el mismo camino. La grande, en cambio, persiste con su hojas de color verde vagón, como si estuviéramos a finales de septiembre.
Esta mediana todavía tiene el tronco abarcable con los dedos pulgar y corazón de ambas manos, pero costó bastante traerla a pliego. Nació junto a una columnilla del cenador, de una nuez que se emboscó entre los rosales. Pero le cupo la suerte de que allí mismo está uno de los cubos donde beben los mastines, que cada tarde vacío en el alcorque para rellenarlos de agua limpia. Cuando se espigó y pudo sacar la cabeza por encima de la maraña de las parras y las bignonias que cubren el cenador, durante varios años tuvo hojas muy pequeñas. Las ramas eran demasiado enclenques, como espectrales, más pequeñas incluso que las de la noguera menor, que tuvo sol desde el principio y hojas de buen tamaño, y el tronco se mantenía recto porque lo sujetaban los travesaños de la pérgola. Cuando soplaba el cierzo no se rompía contra el tubo de hierro porque las ramillas estaban demasiado separadas, y aun así le salieron cicatrices en la corteza. Curiosamente, la de abajo, la grande, que bebe en la acequia, no creció tumbada porque se fue apoyando contra los alambres de la valla, que sin embargo, cuando se hizo robusta, le iban causando una herida proporcional al crecimiento de cada año, en su tamaño y en su distancia con las anteriores, cada vez más separadas y más profundas.
A esta otra, que se la llevaba el aire, le até un trapo a la altura de los tubos para amortiguar los golpes, hasta que engordó un poco y la distancia con el hierro era más para apoyarse que para sufrir. Cada año el tronco gris claro se zarandea menos cuando sopla el viento, y las hojas aguantan en la rama unos días más. En esas tardes brillan con su amarillo líquido, todavía en la frontera entre el verde y el ocre, entre el color refrescante y el aterido, entre el día y la noche.

30.10.19

Crisantemo


Crisantemo es palabra culta y levantada. Aquí la gente las llamaba flores de Todos los Santos, por la misma razón por que a la euforbia la llaman flor de Pascua. Pero esos crisantemos blancos eran grandes como dalias y estos nuestros no más que los tajetes. Deberíamos plantar todo un macizo, dentro de la línea japonesa que tienen algunas especies del jardín. En este caso, germano-nipona, porque las hojas del tallo del crisantemo recuerdan a las condecoraciones militares tanto o más que las genuinas hojas de roble. Pero en el crisantemo esas hojas son más claras, más vulnerables, aunque igual de austeras cuando, el resto del año, mantienen un discreto desaliño, siempre con alguna hoja lacia, siempre con algún tallo enredado, como de mata silvestre, pero serias e inmutables hasta que hace una semana le aparecieron los primeros puntos morados.
Miro el tiesto a diario y da la sensación de que, al tiempo que más frágil que las margaritas, que revientan como gaseosas, y son, todo hay que decirlo, demasiado simpáticas, el crisantemo crece más seguro y recogido, como preparado para pasar frío, y su aglomeración de hojas nunca parece excesiva ni desmelenada. Cuando éramos pequeños las flores que dibujábamos eran siempre margaritas o camomilas, según el sentido de las proporciones, y si a uno le había despertado ya el horror al vacío, agregábamos más pétalos entre los pétalos hasta formar una dalia flamígera. A los crisantemos llegábamos con las reglas de dibujar mandalas, y ahí se descubría la exquisitez geométrica de aquellos pétalos tan juntos, pequeños y abarquillados, de diferentes dimensiones según el plano que ocupaban. Al desgalichamiento anodino de los tallos le seguía una flor vectorial, con una perfección que animaba a pensar en que debía encerrar algún misterio. No sé por qué los japoneses aman los crisantemos y tampoco me voy a levantar a mirarlo, pero lo que yo encuentro es esa perfección de lo mínimo, la geometría sutil de las flores sobrias y resistentes. A mí me salían más manzanillas que margaritas.
Por muchos cambios de tiempo y de hora que suframos, los crisantemos siempre están a punto el día que tienen que estar, en este caso un tiesto de flores moradas que lleva dadas unas cuantas vueltas antes de venir aquí. Junto a él, y como anticipo, se han abierto las margaritas. En menos que canta un gallo ya estarán para llevarlas al cementerio.

29.10.19

Calabaza


Desde la azotea sigo muy atento el proceso de autosuficiencia del granjero de más abajo. Frente a los corrales, más allá del estercolero, hay una fanega de cultivo dividida en dos franjas longitudinales. En la de la izquierda cultiva pipirigallo, y en la de la derecha calabazas. La alfalfa va cortándola y dejándola secar antes de dársela a las cabras y a media docena de ovejas, de manera que siempre hay al menos tres verdes diferentes: el claro y turgente de los nuevos brotes, el cenizoso de los ya cortados y el más oscuro de la siguiente siega. En la otra franja, en primavera reparte el estiércol con una excavadora, todo se anega de floripondios y hojas como platos, hasta que se van secando y emergen las calabazas forrajeras, blancas y como jaspeadas de azul, las más amarillas y las naranjas. 
La producción va íntegra a los cerdos y las gallinas, a un burro que rebuzna por las noches y unos pavos blancos que caminan sueltos como sandalios entre los rastrojos. Engordan por momentos, pero aún les quedan dos meses de vida. Los cerdos se alimentan con las calabazas y las calabazas se alimentan con los cerdos, y este círculo tan sencillo que nos enseñaban con diagramas en la escuela es un espectáculo de autoabastecimiento cuando lo miro desde arriba, lejos de la peste que despide el muladar.
Ahora el diagrama escolar tiene más que ver con cómo confeccionar una calabaza de película para hacer el tonto el día de Ánimas. Se diría que la pobre calabaza ha subido de rango: ya no es símbolo de decepción, de poca cosa, de suspenso, de fracaso, sino que ha sobrevivido por su aspecto, y eso que su sabor, asada, es insuperable. Como con todo, basamos el reencuentro en la sofisticación. La calabaza ya no es el trozo de carne anaranjada que mi madre ponía encima de la caldera, como los boniatos, a que se fuese asando, sino un plato vintage que nos hace parecer expertos sin prejuicios en los placeres de la vida natural. La estética lo salva todo. Aún deben de andar por ahí un puñado semillas de distintas calabazas, de peregrino, de cacahuete, unas con lágrimas de cirio, o con aire de amuleto, qué se yo. El dueño de la finca, por si acaso, ya las ha recogido todas, no sea que entre estetas y veganos se quede sin comer el burro.

28.10.19

Pájaro


Suena la urraca en el amanecer templado, como una gaviota de interior, como un albatros de secano. Luego se le une el contrapunto de los gallos dispersos por el valle, y el piar de los jilgueros, con su careta encarnada y las alas negras y amarillas, antes de que calienten la garganta y entonen sus canciones. En la catalpa que hay justo frente al ventanal de la cocina tienen su sala de estar dos tórtolas que llevan aquí amarinadas al menos un par de años. Las dos se posan en la rama y miran el espectáculo de la vega, una de ellas reposa la cabeza en el alón de la otra, que de cuando en cuando se gira y la desparasita. No sé cuál es la tórtola y cuál el tórtolo. 
Y no es la única pareja. En las copas de los cipreses viven al menos dos parejas más que a veces sorprendo bebiendo del cubo de los perros, y ellas vuelan con sordo aleteo y se vuelven a emboscar. Incluso ha habido óbitos. Un día vi a una tórtola que no volaba. Estaba quieta y mantuda debajo de un lilo. Intenté espantarla para que saliera del alcance de los mastines, pero apenas se movía, de modo que la puse a resguardo detrás de las cancelas que conducen a la acequia. Poco más se puede hacer. Sería vieja, habría picoteado del veneno de las ratas, se habría estampado en pleno vuelo contra una rama del cerezo, aunque no creo. El caso es que decidí observarla e incluso le arrimé una escudilla de alpiste para que picotease. 
A la tercera vez que subí a ver cómo se encontraba ya solo quedaban algunas plumas. Los mastines llevan a raya a los gatos, pero los gatos son como los apaches: tú no los ves a ellos, pero ellos siempre te ven a ti, y tienen esa facultad incomparable de saber exactamente a qué distancia y en qué circunstancias empiezan a correr peligro; hasta entonces miran con atención y desprecio. No dejaron ni el alpiste.
Estas son las aves habituales. A veces vienen cuervos negros como el charol, que se posan en el barandal de la azotea y desde allí nos miran  como estudiando el momento de atacarnos. Otras veces vemos águilas volar en círculo sobre los chopos, sobre todo si en la granja del vecino matan un cabrito y arrojan el mondongo al estercolero.

27.10.19

Pera



¡Con cuánto gozo cojo la alta pera conferencia! Son dos perales ya muy viejos que estorbaban para ampliar una pérgola, de modo que la hicimos más estrecha. Yo los podo con prudencia y, a tenor de la cosecha de este año, aún tienen que darnos frutos unos cuantos años más. Bien es cierto que la pera es jasca, seca, granulosa, perfecta para compota, a no ser que la metamos entre rubia paja, a que madure a oscuras. Para comerlas a mordiscos me gusta más la limonera, que aguanta bien los fríos pero deja de dar fruto cuando pasa la canícula.
Volviendo a fray Luis, cada vez que leo su versión del Beatus ille me paro en esa «alta pera». Por hipálage, la pera, y no la rama de la que cuelga, es la alta, más alta todavía con el adjetivo antepuesto, que subraya de algún modo su forma estilizada, el cuello recto y espigado, como de búcaro para una flor, y recoge, de paso, el otro significado de 'alta': honorable, prestigiosa, reverenda. La alta dama, la alta alcurnia, la alta gama. Y, sencilla y orgullosa, la alta pera.
Por eso no solo no talamos los perales sino que ya el año pasado plantamos alguno más. La pera es totémica; junto con algunas especies de calabaza, es la que más se parece a las esculturas prehistóricas. El arte llegó antes a la estilización que a la esfericidad, al gesto que a la perfección, a la sugerencia que a la idea. Si del resto de las frutas encuentro la realidad en sus imperfecciones, y en ellas su belleza, en la pera también veo un símbolo de naturaleza esbelta y al mismo tiempo intensamente terrenal. Su gravedad es fecunda, sostenida por un cuello delicado, como si de la Venus de Willendorf emergiera la de Milo.
Dentro de las de su especie (las camuesas, los nísperos o los membrillos) es la que más ha cundido en el acervo popular. La pera en dulce y en tabaque, el año de la pera, porque me sale de la pera, el niño pera, poner las peras a cuarto, o pedírselas al olmo, o partirlas, por no hablar de usos más descarnadamente sexuales, o, en fin, ser la pera o la repera, son expresiones que dan idea de la productividad del fruto en materia de sugerencia, en símbolo reconocible, mientras sus hojas se retuercen y encallecen en las alturas.

26.10.19

Jabalí


Anoche los perros armaron una escandalera muy poco habitual. Ladraban como descosidos, gañían incluso entre ladrido y ladrido, como lamentando que no pudieran saltar la valla. Después de llover es frecuente que aparezcan lámparas por los ribazos, de gente que sale a buscar caracoles, y los mastines no dejan de ladrar hasta que se apagan las luces y se largan sus generadores. 
Pero no eran caracoles. Esta mañana he esperado a que amaneciera para acercarme a la parte de la valla donde se desgañitaban. En la terraza de abajo, cruzando la acequia, había un corro de unos diez metros de diámetro de maíces aplastados. Lo más probable es que una cerda viniera con sus rayones y, como suelen, se revolcara por las cañas hasta que tronchó unas cuantas y las crías pudieron comerse las mazorcas en el suelo. 
Es un método inteligente de darle de comer a la familia, y lo malo no es que vuelvan esta noche y las siguientes, porque los perros, al ver que no salen del maizal, acabarían mirándolos callados, sino que pronto escuchemos disparos en mitad de la noche y un perdigón (o una bala) acabe enfriándose en la sangre que no debe. «Yo, cuando voy a las esperas, solo apunto a la cabeza», comentaba el otro día un albañil que estaba repellando las paredes del azud. Luego contó lo de los rayones, lo sabia que es la naturaleza y todo eso, y cuando acabó se hizo un silencio en el que cabían las palabras que no dijo sobre las crías, a las que supongo que sería más difícil acertar en la sien.
Al primer disparo que se escuche meteré a los mastines en el taller, a que duerman encima del serrín en tanto se consuma la matanza. Estoy convencido de que si en mitad de la refriega les abriera la verja, en vez de ir directos a por los rayones se tirarían como lobos al furtivo. Los mastines defienden, no atacan. El albañil del azud decía que hay «una plaga» de jabalíes que destrozan las cosechas, por más que el maíz sea un pariente del yermo, que sus dueños se ocupen de él de ciento a viento, casi siempre para regar a manta, si es que riegan, y que entre unos y otros hayan extinguido los huertos de buena parte de la vega. Por qué será que los cazadores siempre necesitan alguna excusa.

25.10.19

Membrillo


Por el camino del río quedaban algunos membrillos cuyas flores se libraron de las heladas de la primavera, seguramente porque eran más viejos o más tardíos y aún estaban por salir. Pero en casa, así como el año pasado llenábamos cestos a diario, este año no hay ninguno. Entonces hubo para dar y tomar y con una maca que tuvieran ya los dejábamos en los alcorques, y los extendimos en el lagar y el aroma perfumó la casa entera. Vimos uno el otro día, escondido entre la hojarasca, verde como una lima, duro y pequeño, que con las lluvias se ha escondido todavía más. 
Aún cogimos unos cuantos la otra tarde del camino, para ponerlos en las habitaciones y en las baldas de la biblioteca. Pero no es esa invasión de olor fresco y profundo, nada floral, nada pretencioso, que otros años nos permite aspirar a todas horas el otoño. El membrillo huele a casa limpia y habitada. No es un olor impuesto con ambientador sino el olor del lugar, el que van añadiendo las cosas y las personas, una mezcla de suave ácido y de tierra húmeda, un olor casi animal, sin notas acres ni dulzonas que repelan o empalaguen. Al contrario, persistimos en aspirar su olor porque sabemos que nunca va a saciarnos porque nunca es excesivo.
Cuando Zurbarán pinta su plato de membrillos, la fruta dura y carnosa, el cítrico recatado, el limón de pueblo, ha entrado en el mundo de los aromas exquisitos y reales: duros, fragantes y reales. El membrillo no tiene la frivolidad mediterránea de las naranjas o de los pomelos, en él no hay nada sofisticado ni fantasioso. La pruina no le deja brillar. Es tan real que a su dulce se le llama carne de membrilloFrente a la manzana pierde en sabor (duro, ácido, desagradable) pero guarda el secreto del aroma perfecto. Esto es lo que han visto cientos de bodegonistas después de Cotán y Zurbarán, que el membrillo es la belleza cotidiana, la sufrida e imperfecta belleza cotidiana. Huye de la esfericidad bruñida de lo sugerente porque atrae desde la sombra de las manos delicadas. Crudo no se puede comer, pero debidamente cocinado, con la paciencia dulce de los días nublados, es un manjar insuperable. Crudo es demasiado crudo, pero encierra la sencillez y la delicadeza de quienes han hecho ambrosía de los frutos ásperos; de quienes, después de olerlos, han sabido mirarlos.

24.10.19

Guindilla


La cocina se va llenando de color. Suele haber un bodegón de frutas y ahora hemos añadido una sarta de pebreras, verdes y rojas, colgando del tirador de la alacena. El verde es fresco y el rojo vivo, tanto que los vivos, los adornos de los bordes y de las costuras en los uniformes, suelen ser, por antonomasia, rojos, y el rojo, a su vez, color guindilla. Claro que la alegría va cambiando de tono y uno acaba dando la razón al gran Anastasio Pantaleón de la Ribera: «bermeja como un tomate / carmesí como un pimiento».
Con las verdes, en adobo, preparamos gildas o las usamos de acompañamiento de las fabas, y las rojas las dejamos que se sequen, y cuando la piel se quiebra con el tacto las desmenuzamos para echarles pizcas a los estofados. Pero antes de comérnoslas también han sido útiles. Plantamos un par de ellas en cada bancal del huerto y nos libran de mosquitos, algo parecido al efecto de la planta de tabaco, de hermosa flor. Es curioso que cada año, para hacerme con unos cuantos plantones de tabaco, tenga que burlar el estricto racionamiento del cultivo, pero la guindilla, que sirve para lo mismo (antes para ahuyentar bichos, después para alegrar un poco la existencia), se vende a granel en cualquier mercadillo y nadie pone ninguna pega.
La guindilla es la alegría de los pobres. No tiene remilgos de cultivo, produce en grandes cantidades y alegra la cocina. Si hay que hacer caso a Quevedo, lo que tampoco es del todo recomendable, el pimiento se instaló muy pronto en las tabernas, compañero comestible del tintorro, y pasó sin problemas al lenguaje escatológico antes que al poético elevado. No me extrañaría nada que lo de meter una guindilla por el culo fuera cosa suya. Y es una verdadera lástima no ver su forma delicada cuando cuelga de la sarta, ese mismo rojo efímero intensísimo, rozagante y libidinoso, como es el verde esmeralda del pimiento, con su punto también apasionado, y si no que se lo pregunten al «caballero de la verde espada» del que nos habla don Luis. Todas juntas, rojas y verdes, tienen un componente sexuado mucho más intenso que si fueran rosas y azules, los abalorios componen figuras excitantes, nunca se ponen lacias, lo más que les puede pasar es que se sequen sin perder la postura rampante, las ganas de vivir.

23.10.19

Lluvia, 2


«Llueve mansamente y sin parar», etc. Estaban los mastines tumbados debajo del cerezo y he bajado a preguntarles si querían ponerse a resguardo en el porche, porque, pese a ser la lluvia fina, lleva cayendo tiempo suficiente para que las hojas no dejen de gotear y empezaban a estar chopados; pero ellos me han mirado como si hubiera ido a estropearles una diversión, a aguarles la fiesta, de modo que los he dejado estar y me he vuelto a mi celda, a mirar cómo la lluvia ha detenido el viento y las hojas aceptan el agua con la inmovilidad de los perros cuando les acaricio detrás de las orejas. Al rumor múltiple de la lluvia —un sonar constante y apagado que salpican gotas más cercanas y agudas mientras otras más frecuentes caen de lleno en la hoja o golpean el suelo con persistenca de bordón, las guttas in saxa de que nos habla Lucrecio— se une el eco húmedo de los ladridos.
«Llueve sin ganas pero con una infinita paciencia», etc. Esta misma música escuchaba mi antepasado medieval, los molosos y lebreles de aquel entonces, que se callan cuando arrecia y de cuando en cuando una manta de agua cubre la mañana. La lluvia es eterna porque ahoga los sonidos del momento. Nadie pasa por el camino, ningún motor de explosión se apodera del piar de un jilguero que no ha debido de encontrar una rama que no gotee. Galán, de vez en cuando, saluda con su ronco ladrido a los otros perros que ladran por oleadas. Morena le acompaña con un ladrar más corto y agudo, de la cachorra que todavía es.
Llueve «como toda la vida», etc. La lluvia es infancia, la tragedia divertida de cruzar una calle. Incluso en la ciudad hay una hipnosis de la lluvia que detiene el momento y lo iguala con otros. Claro que aquí es excepcional, y esa sensación resultaría distinta con lo cotidiano. Por eso buscamos hábitos regulares, para que presente y pasado sean el mismo constante fluir, y estemos de pronto donde estuvimos siempre, pero necesitamos que en esos hábitos haya algo siempre de reencuentro. Aquí la lluvia es una costumbre despaciada, como sucede con los amigos de siempre. Nunca hay tiempo para cansarse de ellos y siempre es agradable volver a verlos. Son las buenas costumbres. Las malas, en este caso, serían que nunca dejase de llover.

22.10.19

Maíz


Hoy hemos hecho una miaja de fiesta y nos hemos ido a pasear por el río. Las primeras lluvias han sembrado los bancales de hojas amarillas, pocas, las más débiles, desperdigadas. Quedan días para que el camino sea una marabunta de hojarasca. Aún estamos, casi un mes después, en el primer otoño. Las sargas y los saúcos conservan el verde polvoriento del verano. A su lado, en el camino, los maizales no siguen un patrón parecido: o no fueron plantados a la vez, o no gozaron de los mismos riegos. Los hay ya trigueños, pajizos, hebras sueltas de hoja requemada, y los hay todavía verdes, algunos con corros de tallos encamados que parecen huellas de una nave extraterrestre pero que han sido el cuarto de juegos de los jabalíes. Y los hay que han comenzado a virar del verde al gris azulado, que es el momento en que me gustaría pintarlos, a la caída de la tarde, cuando todo es sombra en el camino.
Para proteger —dicen— los maizales de los jabalíes, los cazadores (como si los cazadores fueran los dueños del maíz) se apostan en lo alto de escaleras o se suben a los árboles para matar alguno y asustar a los demás. Lo de subirse a las escaleras lo dicen mucho porque llevan a gala disparar siempre hacia abajo, sin peligro —dicen— para vecinos ni paseantes. Pero de noche, sobre todo ahora que están granadas las mazorcas, se oyen disparos en el valle y los mastines ladran siempre en dirección a los maizales, no creo que por detectar la presencia de los jabalíes sino de sus cazadores.
No me gusta tanto maíz. Una vez plantó un mediero el huerto de panizo y mi padre tuvo que arrancar luego una por una las matas porque no dejaban de avasallar la tierra. La vega se ha llenado de bancales de maíz y de choperas marcialmente alineadas. Unos y otros exprimen la tierra, la colonizan. El panizo es más cómodo y barato, y en quince años no hay que preocuparse de los chopos más que para regarlos. También hay plantaciones de cerezos, de nogales y de manzanos escondidas entre los álamos catedralicios, algún campo de calabazas y huertos de jubilado. De regreso recogemos nueces del camino y de la acequia sin agua. Dan ganas de arramblar también con una panocha, pero nos abstenemos, no haya jabalíes en lo alto de una escalera.

21.10.19

Chopo


En la vega, orilla del río, se mezclan los chopos blancos con los álamos temblones. Aquí nadie los llama álamos. Todos son chopos, sobre todo si están en la ribera, porque, como dice Covarrubias, siempre tan sugerente, «las rayzes chupan la humedad del agua», lo que explicaría que por estas tierras no se diga tanto empaparse como choparse, a pesar de que ambas tengan el mismo antepasado. En italiano es pioppo y también procede de populus (femenino, nada que ver con pueblo), y ambos de la raíz *pap-/*pamp-, que significa 'hinchar' y ha dado términos como pápula, papilla o pámpano. 
Álamo es palabra nórdica, gótica, que aquí no se sobrepuso al latín. Por aquí no hay alamedas sino choperas, y no invitan a pensar en paseos melancólicos y ajardinados sino en corros de árboles cuando la vega se ensancha, y «monótonas hileras / de chopos invernales», como es, dice Machado, el «verso dulce y grave» de Gonzalo de Berceo. Son esos mismos álamos dorados que Machado, en el mismo poema, llama «chopos de río», porque sabe que los chopos se hacen álamos por la gracia poética. Machado mira los chopos a ras de río, y con sus versos los eleva hasta la luz del álamo. Los álamos temblones brillan con el sol, los chopos son la sombra del agua. En ellos «nada brilla», pero todo se refleja. 
Y a nadie se le ocurre llamar álamos a los chopos cabeceros, esos menhires de madera de cuyos anchos troncos bajos crecen vigas y varas tiernas. Sonaría cursi. Sus muñones y sus cicatrices, su aspecto de labrador cargado, de trabajador del campo, no admiten esdrújulos musicales sino el vocablo cortante, contundente y cercano. A los vascos les gustó por eso la palabra, que ya veo admitida en diccionarios oficiales y que entró en Bilbao de la mano del Chopo Iríbar y con el tiempo se escribió Txopo, cuando en vasco un chopo es un makal, y, si es un álamo temblón, un burzuntz.
Así son, pues, los álamos del río. Desde casa los distingo por edades: los más viejos y frondosos han empezado a cambiar de color, los más jóvenes son altas velas que se menean con la cadencia con que los costaleros bailan a sus imágenes. Son chupones del árbol viejo, tienen el tronco delgado y las hojas cabrillean, arriba, los haces verdes, los enveses blancos.

20.10.19

Entretiempo


El fresco bendito se ha instalado entre nosotros. Las mañanas no pasan de dos o tres grados y en la fuerza del calor hoy no llegaremos a los quince. Cerramos las ventanas por la noche, nos cubrimos con una manta fina cuando nos sentamos a leer y una chaqueta de punto cuando salimos al jardín. Los perros están encantados, como si hubieran perdido peso. Por las mañanas, después de la guardia nocturna, amanecen tumbadazos debajo del cerezo, se les ha ido la torrija anticiclónica, juegan entre ellos para desperezarse y no tienen ese andar cansino y cabizbajo con el que iban visitando sombras, a ver cuál era menos ardiente.
Tal es así que, como estamos en preludio de temporal (en el pueblo dicen que es una mentira para que siembren los labradores), no ha de pasar de hoy que encendamos la chimenea, y con la hipnosis del fuego vendrá la entrada en el frío. Casi estamos deseando que la casa se destemple para regresar al mundo del sosiego. El calor tiende a la excepcionalidad, por el mucho trajín o la insólita pereza, pero el frío vuelve a poner los muebles en su sitio. Por mucho que viento las menee, la intensidad del sol sobre las hojas es de una limpieza impoluta, ahora que acaba de asomar, sin las manchas de brillo que le saldrán cuando suba, si es que el cielo se despeja, porque los nubarrones avanzan como tomados de hollín, pero el sol no ha subido aún lo suficiente y dora las copas de los álamos y tiñe de rosa la panza de las nubes con rayos horizontales y tenues. Tiene que ser este el rosicler del conde de Niebla, «rosas la alba y rosicler el día», es decir el rosa pálido después de amanecer, a punto de sembrar el campo de espejuelos, o de desvanecerse en el oscuro humo de las nubes.
El viento dobla las ramas altas, hay un rumor de fronda que sube y baja según la intensidad de la ráfaga, pero todavía están las hojas fuertes para resistir el vendaval, que tampoco es muy recio. Es un grado más del simple hacer corriente, no lo suficiente para desnudar los árboles pero sí para que tengamos cerradas las ventanas, no tanto para sujetarse el sombrero al caminar entre los manzanos como para llevar las manos en los bolsillos. Un viento, digamos, reflexivo, con el que se puede convivir.

19.10.19

Castaño


Estos castaños bordes, de Indias que los llaman, tienen fruto venenoso (no mucho, porque los mastines también pelan las castañas), y vinieron en la época de la sombra ornamental. Dos de los tres que sobrevivieron están bebiendo de la acequia, y uno de ellos se ha espigado mucho tratando de salirse de la noguera, que le tapa la luz. El otro, incluso con heridas en el tronco que dejan ver la madera ya descolorida, ha prosperado a pesar de los riegos infrecuentes. Pero llega un momento en que las raíces ya saben buscarse la vida y chupar del que más tiene, o hundirse y llegar hasta una charca subterránea. Todo indica que a pesar de la difícil adaptación el castaño ya es adulto y goza de buena salud. Los otros meten sus pies en el agua, y a pesar de que, hará cuatro o cinco años, al vecino se le fue la mano con el ribazo cuando estaba quemando rastrojos, las flamas alcanzaron los cañaverales de la acequia y abrasaron la cara a unos membrillos, a una parra que secaron y a estos dos castaños, sobre todo a uno, que desde entonces crece con las ramas prietas como plumas, su copa fusiforme todavía parece huir del fuego. Se recuperaron bien, pero, el uno por la noguera abarcadora y el otro por el trauma del rastrojo, los dos han tenido extraños crecimientos. El tercero ya es como un anciano bien cuidado por la parra japonesa que tiene a su izquierda y la glicina que tiene a la derecha. No dejamos que ninguna de las dos se enrosque en sus ramas, pero los riegos frecuentes han hecho que el castaño no tenga que estirarse tanto por el suelo. 
Este año está más lozano. Erizo es el zurrón de la castaña, aunque sea borde, o precisamente porque lo es. Es, dentro de los árboles con pedigrí de autóctonos o prestigio poético, algo así como un extraño venido de la ciudad, alguien que debería languidecer en una acera y no vivir rodeado de cardos silvestres, y a no mucha distancia del espino, ya talludo, que salió en la misma base de otro castaño que hubo que talar. Quizá se ha hecho fuerte porque con el riego le ha vuelto el temor, la necesidad de no acercarse ni mucho ni poco a sus semejantes. Lo suficiente.

18.10.19

Higo


Hemos ido a recoger los higos y alguno estaba herido, un agujero por donde cabe un dedo, redondo, picoteado con parsimonia. Sobre la piel morada brilla el cerco blanco de la camisa y la pulpa rosa en carne viva. Lo más probable es que una graja se haya posado el la blanda rama vertical hasta combarla y picar el higo desde arriba como si bebiera agua. Se lo hemos dejado a los jilgueros, ellos que pueden posarse en los peciolos sin quebrarlos, pero así mordido tiene que estar aún más meloso. Cuenta Antonio Chacón, en una nota a la letrilla gongorina Y digan que yo lo digo, que en Andalucía colgaban «sartas de cabrahígos de las ramas de las higueras, y cuando los higos dellas van madurando, salen de los cabrahígos unos mosquitos que, entrándose por las extremidades de los higos, melifican en ellos». Con el higo herido, estos mosquitos, más bien avispas, tienen las puertas abiertas.
Da igual, porque los que hemos cogido enteros no podían estar más blandos ni más dulces. Bartolomé Leonardo de Argensola los llama largos en la sátira ¿Esos consejos das, Euterpe mía?, aunque seguramente use la palabra en su sentido culto de generoso. 

Y en largos higos no me incita menos
la ociosa madurez, que en moscateles
de oro cubiertos y de almíbar llenos

O en otros varios sentidos. Los higos van después de las brevas: el higo tiene la piel arrugada y negra; la breva, tersa y verde clara. El higo es la maduración de un símbolo que servía para los dones, las bicocas, y por supuesto la carne joven. La breva es abundante pero el higo atrae adjetivos flojos: higo blando, higo pocho, hecho un higo, etc. Pero toda esta poesía horaciana deja las brevas para las fábulas y los higos para la despensa, donde se concentra la tradición epicúrea del Ándeme yo caliente y ríase la gente. Lo dice Nietzsche en Humano, demasiado humano: «Un pequeño jardín, higos, un poco de queso, y además tres o cuatro amigos, esta fue la opulencia de Epicuro».
Es decir que los higos representan la dulzura de los tiempos apartados, el placer del abandono de la juventud, un sentido austero y realista de la existencia, optimista de lo cotidiano, contento de no andar mariposeando entre las brevas cual avispa en celo sino picando con paciencia el corazón del higo.

17.10.19

Tomate


Queda media docena de tomates verdes en las matas, pero esta mañana nos hemos levantado con tres grados centígrados y no está nada claro que puedan madurar. Son días de hacer salsa de tomate, de comerlos crudos con cualquier pretexto. Los rosas de Barbastro han hecho honor a su fama de gordos y lustrosos, como alimentados con piensos compuestos, y los de corazón de buey a su aspecto animado. Yo casi prefiero estos últimos, exquisitos en su negación de la tersura, irregulares, lobulados, asimétricos, protuberantes, cada tomate una forma individual de crecimiento, hasta el punto de que, cuando sale alguno de proporciones paradigmáticas, ovoides, carnosos, estriados, sin esa tirantez botulímica de los tomates del mercado, uno tiende a admirarlo pero no a pensar en él, como sí sucede con las formas que adquieren cuando crecen más por un hemisferio que por otro. Los irregulares me parecen más cercanos, como me pasa con todo en la vida.
Eso sí, el rojo carmín del corazón de buey no lo tienen los de Barbastro.  Es un rojo muy hecho, una lenta concentración de rojo. Cuando les da el sol toman el brillo de los estucos pompeyanos (ese rojo violento que le salió a las paredes ocre cuando entró en erupción el Vesubio), y cuando les hacemos una foto, al igualar luego las luces queman de escarlata la pantalla. Pero a la luz del día es un rojo sangre, camino de la púrpura, un rojo serio y profundo de procesión zamorana. El rojo que utiliza Sánchez Cotán en Bodegón con flores, hortalizas y un cesto de cerezas, el último que se ha aceptado como auténtico, hace bien poco tiempo, es un rojo más terroso, teñido de ocre, igualado con los tonos de las verduras pero llamativo como las flores. Y aun así yo no veo a Cotán utilizando el rojo, una de las varias razones que se me van acumulando para pensar que ese bodegón no es suyo. 
El sabor se mezcla con el tacto. Al describirlo no damos con el punto exacto de dulzor y de acidez, que en el tomate van juntos pero no revueltos, sino que recurrimos a la sensación que nos produce su carnosidad, el hecho de que tras la pulpa blanda venga un jugo tan excitante. El tomate es lujurioso, delectable, una alegría, digo, excesiva para los hábitos de los cartujos, pero que da ese punto rollizo, como un recordatorio de la buena salud.

16.10.19

Noguera


Aparte de los chopos, las especies que desde siempre crecen orilla del río sin que nadie las plante son las sargas, los saúcos y los nogales, las nogueras que se llaman aquí. En casa, la noguera grande, de más de cuatro pisos de altura, nació junto a la valla y durante años la protegíamos de los alambres, que se le hincaban en la corteza. Crecía como desmedrada, hasta que unos años después, y en cosa de tres primaveras, se convirtió en un árbol robusto y frondoso. Fue un de pronto de mil días, a partir del cual el árbol parece haber estado allí tanto tiempo como las nogueras en las que se paran a tomar la sombra los pastores. Su «encarcelada nuez esquiva» es más pequeña, prieta y sabrosa que las que dan esos prolíficos nogales americanos, que crecen más deprisa y se desparraman. Los autóctonos son menos ostentosos, y al mismo tiempo más tupidos, más profundos. En un nogal americano se vería al ruiseñor de Keats; en estas nogueras de pueblo, no. Lo de tienes más mala sombra que las nogueras, que se dice por aquí, se refiere a esa humedad compacta, a la sombra densa que ataca al pastor mientras dormita, o envenena a su perro con las nueces. Aunque esto último habría que verlo. Hace ya varias noches que se encucha a los mastines cascar con la dentadura las primeras nueces que cayeron al suelo. Veo la perfección con la que abren la cáscara en dos y extraen limpiamente los cotiledones y me cuesta creer que de este árbol pueda salir algo malo. 
De modo que, cuando, hace lo menos diez años, salió un plantón de nogal en la jardinera del patio, nos aplicamos a cuidarlo con riegos frecuentes y podas minuciosas, y fue sobreviviendo y aún es una zagala larguirucha pero la copa ya hermosea y se asoma al balcón de arriba. Si la historia se repite, la noguera está a punto de pegar el estirón definitivo, el que la convertirá en adulta, y pronto dará sombra por las mañanas. Entretanto, todas las hojas han perdido el verde al mismo tiempo y antes de deslizarse por la senda del ocre tenían un amarillo cadmio muy claro, un color que apenas duró dos días y que es la hoja desnuda de clorofila, antes de que empiece a ponerse la mortaja marrón. Es su última elegía contra el azul del cielo.

15.10.19

Bodegón


Habíamos quedado en que la diferencia entre el tenebrismo caravaggista y los fondos de Sánchez Cotán estriba en que los tenebristas ordenan los objetos y consiguen que emerjan de la sombra. Sánchez Cotán no ordena, encuentra ya ordenados, o bien ordena según suelen ordenarse, y sus fondos son oscuros porque pinta una despensa, pero no tanto como para que los frutos parezcan mirarnos por última vez antes de hundirse en las tinieblas.
Es decir, que reunimos bodegones con lo que hay y los disponemos como lo solemos dejar, encima del mármol blanco, con la luz oblicua que entra por la ventana de la cocina. Y lo que hay son uvas, tomates y unas manzanas esperiegas. Abajo en el lagar hay más manzanas, y deberían perfumarlo los membrillos, que no han dado nada este año porque en mayo se heló la flor. En todo caso habían quedado así, con esos tomatazos rojo escarlata y la delicada pruina de la uva, amén del amarillo pálido de las manzanas. Si los colores chocan es porque no es normal que hayamos recogido las uvas y los tomates al mismo tiempo, pero esa es su realidad. Los cambios de tiempo entrañan también un cambio cromático que no percibimos pero se instala en nuestras inclinaciones estéticas. Las uvas y las manzanas comparten los tonos sufridos, como mezclados todos con tierra. Los tomates bermejazos vienen, más que del huerto, de la cultura hortícola global. En los bodegones del siglo XVI es raro ver tomates, y si alguna pinta roja resalta es la de los borceguíes de las perdices. El rojo tomate no entraba bien en el aire místico polvoriento de la cartuja del Paular. El rojo de la sangre sin cuajar no podía ponerse a meditar con «la pálida camuesa arrebolada». 
Qué hay en ese rojo que perturba la quietud contemplativa. Frente a la austeridad de proporciones de los otros frutos, los tomates corazón de buey parecen venidos de una naturaleza exagerada, inflados con siglos de manipulación genética. Son, en el color y en el volumen, frutos hipertrofiados, abundancia de gordo, manjares de Sileno, mientras que las manzanicas son carne de morral, tan dulces que la pulpa se les cristaliza, con manchas pardas y puntos negros, macas moradas y aspecto de sufridas. Junto a ellas el tomate introduce un punto de frivolidad, como un cantante jaranero metido en la cocina de un convento.

14.10.19

Lluvia


La noticia es que ha comparecido la lluvia y por fin se ha largado esa calor impertinente. Ha sido un chaparrón tan solo, los suelos moteados con gotas aún calientes, aunque en el parte han dicho que llovería más. No sé, de momento el cielo se ha vuelto a despejar, aunque es verdad que han bajado las temperaturas: de par de mañana tenemos seis grados más que hace unos días, pero en la fuerza del calor no pasaremos de los veinte, y estos días atrás llegábamos a los treinta. Es la extremosidad anticiclónica lo que nos desconcierta. 
La lluvia ha dejado una hermosa luz reverberante en las hojas más amarillentas de los álamos. Es una luz de inminencia, con el cielo cárdeno, como es la luz previa a las tormentas de verano, cuando la geosmina perfuma el campo y cada vez que se detiene el viento parece que va caer un aguacero.  
Como, en efecto, cae. Los mastines se han resguardado debajo de los cerezos grandes, cae agua pero no con tanta fuerza que atraviese toda la enramada.  La intensidad va en ráfagas, cuando se calma queda un sirimiri sobre el que se vuelven a oír los gritos de las cornejas, la esquila de una cabra, el ladrar de algún perrillo. Esa lluvia no se escucha, tan solo se ve un leve jaspeado sobre las zonas más oscuras de los árboles. Cuando arrecia de nuevo, se confunde el sonido de las copas zarandeadas por el viento con el de las gotas muy finas sobre la fronda. Y vuelve a calmarse, pero persiste el jaspeado, esa leve, silenciosa interferencia del orvallo. 
Es la lluvia buena que acompaña los sonidos del campo sin ahogarlos, humedece los primeros ocres, los prepara para hacerse tierra. Incluso se diría, pasado el chaparrón, que las hojas revienen a unos tonos más verdosos, como si el agua les hubiera dado un último empujón de savia, el postrer aliento antes de alcanzar la orilla. Por mucho que vaya detrás de los árboles y los riegue de contino, basta una mañana de lluvia para que todo vuelva a sonreír, rebroten bulbos dormidos, brillen las parras recién lavadas y en los chopos incluso las hojas más pochas recobren el vigor de hace unos días. El otoño exprime la existencia. Se diría que, después de tanto calor, la naturaleza se comporta como si aún no hubiésemos salido del verano.

13.10.19

Uva, 2


Hoy hemos vendimiado las parras más antiguas, las originales, de uva negra, muy dulce, plantada una de ellas en marzo del 76 y la otra un par de años después. Leo que las parras empiezan a morirse a los cincuenta años y que pueden llegar a los cien, y que su época más productiva termina a los treinta y cinco; luego, hasta los cincuenta y tantos, entran en depresión y a partir de entonces en una más o menos duradera época de languidez. Antes del culto a la juventud, la humanidad tenía las mismas expectativas de vida llegase hasta donde llegase. Baco nació de una planta que se comportaba como aquellos que la cultivaban y en la que podían encontrar símbolos para cualquier rito de paso. Nacía en terreno seco, crecía rápida, daba sombra, daba vino, producía mucho mientras era moza y luego se centraba en unos pocos racimos, abandonaba la vida disipada y con lentitud y retorcimiento iba criando el vino cada vez más rico y más escaso. Además era tan variada como distintos los lugares de su cultivo, con ella nació la denominación de origen, cuyo lado dionisíaco tantos disgustos ha dado. 
Estas parras nuestras están en época de depresión pero aún les queda mucha vida. Su vejez se viste de la elegancia de lo añejo. El tronco, al pie de un talud de cascajo, sujeto con las piedras más gordas que salieron al recortarlo, ya no puede abarcarse con las manos, y la línea que dibuja con sus dos ramas principales parece un Laocoonte vegetal. Con estas pocas uvas que hemos recogido podríamos hacer el mejor vino. Preferimos verlas puestas en un bol de Níjar sobre el mármol de la cocina, con unas pocas blanquillas —«uva la más menuda», dice Virgilio—, cómo el sol parece iluminar el jugo que llevan dentro y la pruina brilla como cera limpia. Cómo se asoman a la luz.
En el bodegón hay algunas hojas de parra. Son las hojas de Caravaggio, todavía tersas, de un verde fresco y luminoso, que indican que las uvas están recién cogidas. Son los frutos coronados de la juventud, la emoción de lo breve. Sin embargo, dentro de unas horas, cuando las hojas ya estén lacias y arrugadas, las uvas seguirán lozanas, y dentro también de unos días, si las mantenemos, como en los cuadros de Sánchez Cotán, en sitio fresco y oscuro. 

12.10.19

Avellano


De modo que los árboles fundacionales de este huerto son los avellanos, que se crían tan bien que algunos hortelanos los utilizan, además de para recoger las avellanas, para formar setos en las vallas. Aquí, por coherencia con el nombre de la acequia, fue lo primero que se plantó, y los avellanos han crecido como arbustos, y sus hojas redondeadas, pequeñas, dentadas, acolchadas, y sus ramas sueltas y cadenciosas, como de haya pequeña, descomponen la luz en gotas de sol que lo atraviesan y jaspean la superficie del agua. Al contrario que las de las parras, sus hojas mantienen el verde claro pero van tiñéndose de ocre por los bordes, como un ribete seco que irá avanzando con el frío.
Este próximo febrero plantaremos unos cuantos más en los huecos libres de la orilla, en el muro donde crecen los lirios, en el camino de bajada. Siempre los he visto de cerca, el ramo de varas diseñado para que ninguna hoja se toque con la otra, pero también quisiera ver esas matas grandes de hoja pequeña que al moverla el viento gira y los enveses centellean, arbustos llenos de huecos, celosías de luz, cuidadosamente abiertos, nunca demasiado altos y siempre llenos de hijuelos. Dejamos que los arbustos sean arbustos, lo mismo los membrillos que las lagestroemias, que las ramas finas mamen de la raíz tumbada. Demasiadas veces el árbol es un empeño del agricultor cuadriculado más que un designio de la naturaleza. En el caso de los avellanos, cuando se los hace árbol, como el tronco nunca es muy grueso, parecen raquíticos y como avergonzados, arbolillos con turbante aparatoso, se aprietan las hojas en ramas de una rama y el avellano pierde su primera gracia, la de ser traslúcido, y muchas de sus utilidades. No creo que a un zahorí sensato se le ocurra cortar la rama de un avellano hecho arbolillo, antes bien buscará el ramón nacido de la raíz primera, para que, hecho a chupar de la raíz, se estremezca entero cuando barrunte la humedad. Seguramente el fenómeno magnético real de las varas de los zahoríes tiene también una hermosa explicación.
Espero que vivan muchos años y se junten con los nuevos, de tronco más rojizo, pero si alguno se seca, y yo lo veo, cortaré sus flexibles ramas para construir un tonel donde meter las últimas gotas de vino de las parras viejas.

11.10.19

Acequia


En 2025 se cumplirán 700 años de la primera mención documentada de la acequia de Valdeavellano, que es la que da de beber a nuestras flores. Según un erudito local, en tiempos de Alfonso II las acequias de Valdeavellano y del Cubo, que bordea el jardín por su cara sur, "ya recorren el término", y riegan las partidas de Valdeavellano y de la Sissa, lo que adelantaría su existencia por lo menos hasta finales del siglo XII. Siglo arriba, siglo abajo, estas aguas limpias ya regaban las berzas de algún labrador medieval. Y en todo ese tiempo han sido igual de delicadas. ¡Cuidado con la acequia!, era el aviso de mi padre cada vez que yo venía solo. Pero no es la acequia, el agua va donde le dejan, sino el zabacequia que no siempre corta el azud cuando se avecina tormenta, o algún vecino aguas arriba, que hasta hace unos años continuaba la tradición medieval —supongo— de tirar a la acequia las tripas de los animales muertos; o incluso el labrador indolente que no corta las capitanas antes de que se hagan grandes, cuando llenan el ribazo con su falso verdor, antes de que se desequen y el viento las haga rodar y caigan al cauce, en el que son capaces de armar un buen tapón.
Por unas causas o por otras, el gran percance con la acequia fue hace poco tiempo, un tormentón desaforado alimentó las aguas del azud abierto y en algunos tramos se desbordaron. En la Edad Media, si estas cosas sucedían, se quedaban en un bancal de pimientos inundado, y si se llevaba por delante alguna construcción, los laboriosos albañiles mudéjares recrecerían las paredes, en el caso de que las canalizasen, aunque, por lo que nos encontramos nada más llegar, lo habitual era que al limpiarlas de cañas y tarquín las ahondasen, porque discurría flanqueada por dos terraplenes de tierra fosca, uno de los cuales hubo que desmontar para acceder al antiguo tajadero.
A veces me siento con los perros a la sombra húmeda de su reflejo, en estos días de canícula otoñal, como un tiempo de otro mundo en el que las hojas caen pero no hace frío. Las acequia discurre sinuosa, hermosa y tranquila. Las lluvias de la sierra mantienen el pantano casi lleno. A la sombra de los avellanos y las arizónicas, tumbados en la orilla, nos dejamos refrescar.

10.10.19

Ciruelo



El ciruelo es un patriarca, tiene más de medio siglo, es uno de los tres o cuatro frutales venerables que quedan de cuando esto era un cuello abandonado (de hecho se llama Cuellos de la Sisa), un bancal estrecho en mitad de un terraplén, lleno de yerbajos, pero aún florecían los frutales del último hortelano que había cultivado estas tierras. Murieron los otros frutales que lo acompañaban, un manzano, un albaricoquero, varios ciruelos más, pero este ha creado en el tronco algo así como una coraza llena de pinchos con los que parece defenderse de los ataques del tiempo. Viejo y retorcido, ha llegado a tener todas sus hojas arrugadas de pulgón y a pasar años sin poda, con ramas largas que se combaban hasta rozar el suelo, pero sigue llenándose de frutos en verano, que pasan mucho tiempo verdes hasta que maduran en dos días. Nosotros y los pájaros los vamos controlando para caer sobre ellos cuando se ablanden un poco. El año pasado estuvimos más listos que ellos, pero esta vez, aprovechando una escapada de fin de semana, se nos han adelantado. Aun así aún sacamos un par de kilos que hirvieron con azúcar en la marmita.
Qué resistencia. Además de los años y el abandono de los últimos tiempos, cuando nadie venía a mirarlo y solo se regaba con la lluvia, el anciano ciruelo ha quedado en medio del ámbito de influencia del ailanto. Quién sabe si es eso, o un bicho, o la misma vejez, la que lo ha hecho enfermar de gomosis, unas bolsas duras de resina que parecen el ojo inyectado de un lagarto, bolas de ámbar bermejo por donde parece que están a punto de reventar las venas, y que sin embargo son heridas suntuosas, joyas de sangre. Recomiendan sajarlos, limpiarlos con oxicloruro de cobre, etc. Yo voy quitándole los brotes y los chupones que le salen en la base, desde la raíz ya casi, y vigilo esos óculos rojos. Son las costras, burbujas ambarinas que van engastándose como medallas de un pasado luminoso. Pero cualquiera diría que está tan fuerte como el primer día que yo lo vi, todavía niño, como una muestra de vigor hortícola en medio de aquel bosque abandonado. Y ahí sigue, preñado de ciruelas cada mes de agosto. Morirá un invierno, de la noche a la mañana, sin que nos demos cuenta hasta la primavera.

9.10.19

Pino


Mi relación con los pinos no mejoró hasta bien entrada la madurez. La razón es lo que ahora llamaríamos un trauma infantil, que yo dejaría en el más normal y sostenible término manía. En Teruel no se utilizaba, al menos cuando yo era niño, la palabra bosque: había pinares, choperas o carrascas (ni siquiera carrascales), pero no bosques. Igual pensábamos que las eses de la palabra bosques pertenecían a zonas más húmedas, frondosas y productivas. Al pinar, por otra parte, la gente común solo iba a por rebollones, y si acaso, cuando venían visitas, a ver los abrigos prehistóricos de Albarracín. En una de esas excursiones con mis padres por allá por la laguna de Bezas, buscando rebollones, me dio un ataque de acetona. Desde entonces relacioné el olor pegajoso de la resina con los días de vómitos y mareos que me había provocado la acetona, y las piñas y las púas secas del suelo, con el escaso alivio que encontraba tirándome de la cama y poniendo la frente en el suelo frío.
Entre eso y mi escaso apego de entonces a las especies silvestres, el pino dio en árbol menor, de relleno. Los chopos seguían sonando a tarde de verano, pero los pinos eran síntoma de mareo y sequedad. Su lentitud, además, era proverbial, y si salía alguno en un talud, se le dejaba estar, aunque mi padre, a quien sí le gustaban los pinos, veía el alevín y comentaba: «ya no lo veré grande». Sí lo vio, enorme, y a pesar de que había nacido en un pedregal de zahorra, lo cuidó y le hizo un alcorque, y vigilaba que no se le subiesen las orugas y podaba las ramas que lo podían desequilibrar, al menos hasta que se hiciera fuerte. Ahora que los dos lo hemos visto grande, y que muchas tardes me paro a ver el sol sobre sus ramas, sobre todo ahora que declina, comprendo la belleza del pino. Otros hay plantados que quizá yo vea grandes, pero en todo caso limpiaré y untaré con resina un anillo en el tronco para combatir la procesionaria, y recogeré las piñas del suelo para encender el fuego. 
Hoy este pino es más hermoso que otros días. Enhiesto en medio de las piedras, sus raíces viajan por cascotes de escombro y tierra reseca, y buscan la humedad más profunda, la que hará que también a mí me sobreviva.

8.10.19

Parra, 2


Las hojas de la parra vieja empiezan a deteriorarse. El limbo amarillea, solo los nervios retienen un verdor que parece concentrarse antes de desaparecer, y han aparecido ya las primeras manchas de quemadura. Mientras las otras parras, más recientes, se llenan de motas de color de bronce que van acartonando la hoja, estas ya no pasan por esa herrumbre, sus colores son más violentos, algunas parecen fractales, secuencias del camino hacia la muerte.
Esta parra tiene sus heridas de guerra. Hace veinte años, cuando el tronco ya se había retorcido y le colgaban hilachas de la corteza, y llenaba el portal de una sombra voluptuosa y todos los años nos daba racimos gordos de uva negra, unos niños que había de visita encontraron en alguna parte una sierra y se pusieron a practicar… A lo que se dio cuenta mi padre, la parra colgaba sin pies de los cables de la pérgola.
Pero volvió a brotar, y en estos veinte años el tronco ha alcanzado un grado de retorcimiento parecido, y se han hecho viejas sus hojas nuevas. Aunque quizá ese limbo pálido sea una secuela de aquella salvajada. También es cierto que esta parte de la parra bebe del sol del sur, y, como la parra virgen que envuelve la fachada, tiende a requemarse por los bordes y a que le salgan manchas en la piel. Hace bien poco hubo que cortar una de las dos ramas gruesas que partían del tronco, la que apoyaba en el dintel, porque estaba casi toda seca y porque entorpecía los canalones, pero antes, muy respetuosamente, habíamos plantado un sarmiento y cuando lo vimos con suficiente vigor lo pusimos enfrente de la vieja, para que cubra la zona que esta rama ya no puede abarcar. Me pregunto si en el código genético de los sarmientos todavía suenan los dientes de la sierra. 
Este año le quitaremos peso. Las parras viejas ya no quieren mucha prole, los largos sarmientos que se enredan con la parra virgen, los que le salen por el tronco y forman sus ramas leñosas entre las barras del barandado. Tan solo dejaremos una, grande, gruesa, que cruza el emparrado en diagonal, para que acopie toda la savia que le queda y en los meses de verano nos siga regalando ese verde traslúcido que en la canícula tiene reflejos cítricos, de anuncio de frescor. La cuidaremos como a un bonsai gigante para que siga dando sombra mientras crece su retoño.

7.10.19

Catalpa


Las catalpas están alicaídas. Sus hojas grandes tienden a estar mustias, algunas empiezan a decolorarse. Plantamos tres catalpas en la época de la sombra ornamental, sin saber que su sombra es muy tenue, apenas una celosía de hojas leves que mancha el suelo con corros de luz. Yo las había visto en el jardín del instituto, en Madrid, donde trataban de apretar las ramas y sacar copas frondosas de un árbol que es de otra manera. Mientras las nuestras crecieron eran árboles destartalados, y más de una vez nos preguntamos si lo que hacían los jardineros de Madrid era lo más aconsejable. Pero las dejamos estar, afortunadamente. Ahora que ya tienen seis o siete metros de altura, su coherencia nos encanta. Las ramas se extienden muy abiertas, languidecientes, como los brazos de un poeta que hace el gesto de volar, y las hojas, que han estado tersas pero nunca rígidas, no la tiesura de la higuera ni tampoco el desmayo del sauce, tienen más bien un caerse como caen los dedos de la mano muerta, que nunca cuelgan verticales. Ahora ya están más frondosas, así que, cuando empiezan a desfallecer las hojas y a clarearse las ramas, adquieren una delicadeza japonesa, de trazos sutiles, lentos, como en precario equilibrio, momentos de un lento descender hasta ese ocre cobrizo que toman cuando ya están a merced del viento, y cualquier ráfaga un poco desabrida las hará caer.
 Pero todo es más veloz de lo que yo quisiera. Esta mañana no había más que media docena de hojas amarillas, y esta tarde ya han teñido buena parte de la copa. Nada ocurre lentamente en la naturaleza, todo son procesos súbitos, bajones repentinos y arreones fulgurantes, y entre medias esos mismos procesos escapan a nuestra atención pero son igual de bruscos. Ver crecer la hierba es un sinvivir de acontecimientos. Verla morirse, todavía más. Cuando empiece el concierto de ocres no daremos abasto para registrar los tonos, ese aspecto de bronce vulnerable, de armas caídas, pero también de una elegancia rara. Entre las frondas del cerezo y el nogal que la flanquean, por encima del tupido follaje de los membrillos, la catalpa exhibe su fragilidad, su resignación, su arte para ser bella y delicada en medio de un bosque de árboles monumentales.
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