30.3.08

GEÓRGICAS 8


8. El calendario agrícola, vv. 204-230.

Para nosotros, estudiar los astros de Arturo,
los días de las Cabrillas y el Dragón luciente,
es tan necesario como examinar el Ponto
para los que fueron arrojados a la Patria
a través del piélago ventoso, o estudiar
las bocas del Abidos, en ostras tan productivas.
Cuando el signo de Libra reparta las horas
del día y del sueño por igual, y el mundo
haya demediado ya las luces y las sombras,
poned a trabajar los bueyes, que no desmayen,
y sembrad cebada en los bancales, labradores;
es el tiempo de enterrar la semilla del lino,
la amapola cereal, y de doblar la espalda
y echarse encima del aladro mientras la tierra
seca lo permita, y sigan las nubes quietas.
En primavera llega la siembra de las habas
y entonces también a ti, alfalfa, te acogen
surcos esponjosos, y es el turno para el mijo.
Abre el año el Toro blanco, sus cuernos dorados,
y el Perro se esconde y cede al astro que le sigue.
Pero si labras la tierra pensando tan solo
en cosechas de trigo y robusta cebada
y no más que a la espiga dedicas tu afán,
habrás de aguardar que a tus ojos se oculten
las hijas de Atlante matutinas, y su puesto
ceda la estrella cretense de ardiente corona,
antes de echar la simiente apropiada en el surco
y antes de hora fiar la esperanza del año
a unas tierras desganadas. Pues muchos la siembra
empezaron antes del ocaso de la Maya
pero las cosechas que esperaban los burlaron
con espigas vacías. Si, en cambio, te dedicas
a sembrar algarrobas o humildes habichuelas
y plantar lentejas pelusianas no desprecias,
Pastor al ponerse te dará clara señal:
comienza entonces y alarga la sementera
hasta que vaya mediada la estación del hielo.

29.3.08

TRADUCCIÓN


El protagonista de El asombroso viaje de Pomponio Flato, la novela que acaba de publicar Eduardo Mendoza, es un romano del siglo I que habla como una traducción de latín. Los que piensan que el latín y el griego son lenguas de profesores calvos o de seminaristas están perdiéndose buena parte del mejor castellano que se escribe en nuestros días. Las traducciones que desde hace treinta años viene publicando la editorial Gredos están concebidas desde un respeto a la literalidad tal que se convierten en arsenales de palabras raras y hermosas, cuando no de locuciones de añejo sabor y elegante precisión. Leer a Heródoto, por ejemplo, es un placer erudito que se lubrica con el hermoso ritmo que tal cantidad de cultas frases hechas le confieren a la prosa. Todo el mundo habla muy ceremoniosamente y abundan en suntuosas fórmulas de salutación, y el propio traductor se esfuerza tanto en ser preciso que por todas partes surgen frases involuntariamente graciosas, como si el Primo de Cervantes se hubiese puesto a escribir. La credulidad meticulosa da siempre un resultado extraordinario, siempre y cuando si tire de ironía, desde luego. En los diálogos de Platón, si el traductor se ha empeñado en traducir todas las minúsculas partículas del original griego, el resultado es un hablar lleno de incisos y puntualizaciones, y esta puntillosidad, después de las primeras páginas, es ya un bien en sí mismo, un agradable fondo musical. Uno lee ahora, por ejemplo, las traducciones de Tucídides que publicó José Alsina y queda deslumbrado de la claridad, la precisión y la capacidad de ahuecar la prosa lo suficiente para que no resulte pomposa ni pleonástica pero fluya melodiosamente. Todo eso es fundamental para dominar un idioma, parte del oficio, pero cada vez más infrecuente.
Así habla Pomponio Flato, así domina Mendoza el castellano, si bien en este caso el componente paródico introduce algunos aciertos. Por ejemplo, la suavidad y la eficacia con que va cambiando de tiempo verbal, como Tito Livio, o la oportunidad con que echa mano de los elementos paródicos de siempre, ya sea buscar nombres romanos que den risa o introducir los más populares latinajos donde mejor funcionen.
Ese lenguaje ya es un seguro. Escuchar al soldado Quadrato, que es como los de Astérix, pronunciar unas peroratas ciceronianas sin que desaparezca su bondadosa facha de mendrugo es uno de esos golpes arriesgados que si funcionan son geniales, y así es en todas las páginas de la novela. Por momentos te parece estar leyendo el cuento de Rampsinito, porque, entre bromas de traductor, Mendoza no se aparta del estilo que le sirve de referente, domina su mismo ritmo y sencillez, su economía y su capacidad de sorpresa, y esa forma de contar que convierte en ritos las conversaciones y en símbolos las meras descripciones.
Esos mismos libros traducidos abundan también en el tuétano de esta novela, que a pesar de las carcajadas sigue siendo un asunto muy serio. Somos herederos de una época remota en la que hasta los más sensatos, descreídos y civilizados eran capaces de creer en disparates. Aun en tiempos en los que ya nadie se creía que Mercurio volase con alas en los borceguíes, los mismos científicos consideraban como respetables creencias folklóricas y supersticiones descabelladas. Mendoza cita a Plinio el Viejo, su noticia de que hay unas aguas que tiñen de blanco a las vacas. Y podría haber citado aquella otra en la que dice que en un pueblo de la India tienen los pies exageradamente grandes para así poder tumbarse y, levantando las piernas, hacerse sombra con ellos. El mismo Lucrecio, a fuerza de no creer en los dioses y considerarlos mero producto del miedo de los hombres, creyó que los sentimientos son corpúsculos que flotan en el aire, simulacra que fecundan el cerebro, infecciones mentales.
Y si eso lo hacían los científicos romanos, qué paparrucha no se tragarían los pueblos oprimidos por una superstición tan atávica, metomentodo y restrictiva como la tradición judaica. Hay varios momentos en la novela en que las mismas fantasías milagrosas las cometen dioses de distintas religiones, en una época, y en un lugar, en los que la gente vivía pendiente de que seres sobrenaturales resolviesen sus preocupaciones. Mendoza da unos palos muy amables, pero muy certeros, no tanto a la condición humana de creer en fantasmas como a la de imponer esa creencia como excusa de un control severo y enfermizo. La exaltación del dolor era entonces lo único que se le permitía entrar al pensamiento. El cristianismo nació en un ambiente de lo más propicio.
Con estos mimbres, desde luego, se podía derivar a la sátira iconoclasta, pero lo más llamativo, quizá lo mejor de la novela, es que, pese a montar una comedia escatológica sobre las ruinas de la Biblia, Mendoza es respetuoso con la parte más delicada de la operación: la Sagrada Familia. Mucho más, por cierto, que con los muelles árabes premahometanos, y desde luego que con los judíos. No ha librado a ningún sagrado símbolo del cristianismo de su dosis de ironía más o menos zahiriente, pero tampoco se ha ensañado más allá de lo que nadie en su sano juicio tiene más remedio que aceptar. Forma parte del espíritu que perfuma esta novela (que no es, precisamente, el que no puede controlar Pomponio) un muy ilustrado transigir con aquello que nos parece, como mínimo, igual de absurdo que su contrario, y en cualquier caso fruto de la misma clase de ignorancia. Según las más elementales normas del escepticismo cínico, el otro es un ejemplo más de lo que somos todos.
Por primera vez en la serie bufa de Mendoza, la estructura detectivesca es lo que menos me ha interesado de la novela. La percibo como una plantilla sin mucho más interés, no sé si porque el hallazgo estilístico (la vuelta de tuerca sobre un clasicismo impostado, tan habitual en Mendoza) me resulta más gratificante que cualquier solución argumental o porque, al tratarse de una parodia, la estructura de la narración se alimenta de tópicos del propio Mendoza. El caso es que me divertía más cuanto menos dependía la lectura del transcurso de los hechos. El gozo de leer no requería formalidades narrativas, al menos el mío, hasta el punto de que la catarata de anagnórisis finales se me llegó a antojar como un desfile al caer el telón, como un recoger el encaje con nudos florales.
Yo me he reído siempre mucho con esa traducción de Heródoto que hay en Gredos, y apuesto a que Mendoza también. El castellano debería nutrirse más de esos hallazgos. Lo que a muchos les parece pompa hueca es, en realidad, una forma de traducir el mundo a la literatura. Sin embargo, insisto, a mí me habría gustado más el puro no ir a ningún sitio, el disparate argumental, o como mínimo el sencillo caos barojiano. Si una novela es de detectives, el juicio sobre la disposición de la trama es el más relevante de todos. Aquí la parodia es coartada perfecta para justificar el patch-work, la composición a base de retales.
Pero este es otro asunto. Mendoza es maestro en la descomposición (nunca mejor dicho) de géneros populares. Esta cervantina desautorización de las esencias del género (que la entrega del lector no esté amortiguada por ninguna forma de ironía) acepta sin embargo su estructura clásica. Mendoza distribuye los elementos como lo haría en una obra de teatro, o en las viñetas de un tebeo, cada cosa en su sitio. Pero hay algo que no forma parte del género detectivesco pero sí del herodoteo, la constante digresión, el perder el rumbo del argumento a fuerza de buenas historias, y eso merecería una novela más larga. Ojalá.

26.3.08

CARBURO


Diario de Teruel, 27 de marzo de 2008

Es una lástima que los catálogos de modernismo turolense no incluyan el hermoso salto de agua del Carburo, del que los vecinos no solemos ver más que una especie de tobogán de cemento podrido que desciende hasta el camino, pero que en su parte superior, oculto entre un bosque de ailantos, conserva una estructura de principios del XX verdaderamente singular. Acceder a ella no es fácil. Hay que descender por un barranco de la Muela lleno de basuras y trepar con cuidado entre los restos de unas escaleras anegados por las zarzas, hasta llegar al puente y a la maquinaria que abre las compuertas, tres grandes ruedas de hierro cuyos dientes ya se han fundido con el engranaje donde los dejaron clavados la última vez. Desde arriba se ven hilos verdes del agua que discurre todavía por la rampa, pero hay que bajar junto a un talud desmigajado para ver el hermoso bosquecillo de columnas diagonales, cada una de cuyas muchas perspectivas es una impactante composición de líneas curvas y grietas enmohecidas. Hasta los diminutos túneles de los desagües tienen bóveda de catenaria. La garita de la máquinas está sostenida por un juego de contrafuertes curvos que conservan el aire de cuento de los cimborrios modernistas, como son, en los tebeos, esos templos de aire precolombino, escondidos en la selva, cuyas ventanas parecen los ojos de una calavera por donde salen y entran las culebras. No había visto nada más interesante desde la fábrica de armas de Orbaitzeta, en Navarra, que casi es monumento nacional. Pero allí las arcadas son de medio punto, y aquí dibujan todas las posibles formas de una catenaria, probablemente por razones de estructura, de compensación de fuerzas, pero también por un prurito estético encomiable. Las perspectivas rectas, las que cruzan el edificio, componen juegos concéntricos de líneas cuya belleza contrasta con el albañal en que se pudren. Los muros de cemento siguen descarnándose, los enrejados a flor de piel están ya medio derretidos por el óxido, hay goteras permanentes que pandean la pileta, incluso las barras finas de hierro por las que pasaba el agua para cribarla de ramas están juntándose unas con otras, y el moho y el orín les crecen como si estuvieran vivas.


19.3.08

TEATRO


Diario de Teruel, 20 de marzo de 2008, Jueves Santo

Tal día como hoy, en Calanda, un personaje trágico se pasea entre ceremonias litúrgicas y cuadrillas de tambores. Es Longinos, el que le clavó en el costado a Jesús una lanza en la cruz. Al parecer, Longinos procedió a un rejonazo de gracia, como con todos los crucificados, pero en el caso de Cristo descubrió que aún estaba vivo. Longinos fue pues la última herida del Hijo de Dios, un papel de malo necesario que fue movido por estricto cumplimiento del deber, pero que acabó consagrándose con menos categoría incluso que la de un tipo tan ruin como Judas Iscariote. Longinos ni siquiera ganó unas monedas, ni siquiera fue un traidor; era un operario que iba rematando ajusticiados y de pronto le tocó rematar a Dios. Y desde entonces arrastra su ira y su culpa, su disciplina castrense y el recuerdo de su profanación, entre procesiones de niños que pasean cabezas cortadas o palomas, entre carracas y saetas que más parecen jotas elegíacas, y estandartes con la muerte dibujada. Vestido con una armadura del siglo XVI y una faldita y una capelina de color púrpura, el soldado triste vigila y amenaza, guarda el orden en duelo y se siente como se sentiría en un entierro el asesino.
Este personaje tan desairado es uno de los protagonistas de esa gran función teatral que es la Semana Santa, y también es el hilo conductor del documental que José Miguel Iranzo acaba de terminar con el título de Cajas destempladas. Todos hemos visto mucho tedioso reportaje sobre las procesiones, mucha entrevista con antiguos nazarenos, pero Cajas destempladas prescinde de cualquier explicación, de las palabras de los expertos y las citas de las enciclopedias. Iranzo muestra el fundamento teatral, ciertamente surrealista, de todo lo que allí sucede estos días, reordena la realidad para que por sí sola se explique, y lo hace con esa subyugante fluidez tan suya, con ese despojamiento irónico que a menudo se resuelve en contrastes geniales, en escenas que al juntarse vuelven a ser vistas como la primera vez, con toda su carga escénica y toda su sustancia humana. La habilidad de Iranzo para mirar las cosas y al mismo tiempo abrirlas en canal me sorprende cada día más. Siempre me habían parecido un poco traídas por los pelos las asociaciones buñuelescas entre Semana Santa y surrealismo. Es esta la primera vez que lo entiendo como si fuera lo más natural del mundo.

12.3.08

ESTADÍSTICA

Diario de Teruel, 13 de marzo de 2008

Con los resultados de las elecciones generales obtengo un placer similar al que de vez en cuando me lleva a la procelosa página del INE, a pasar la tarde investigando cuál era el nombre de mujer más común en 1957 o en qué año hubo ya más coches que bicicletas. Luego llego a conclusiones irrelevantes pero muy entretenidas.
Por ejemplo, y suponiendo que el PAR sea un partido de derechas y CHA e IU de izquierdas, se puede decir que, de los 235 pueblos de la provincia de Teruel, 86 son de izquierdas y 146 de derechas, y que hubo tres empates: Ababuj, Allepuz y Badenas. De los 15 municipios de más de 1000 habitantes con derecho a voto, el PP sólo ha ganado en Teruel y Calamocha. De los 24 pueblos de más de 700 habitantes, sólo en Castelserás (704) gana el PP, y lo hace por 4 votos. PP y PSOE alternan victorias en pueblos entre 600 y 500 habitantes, pero a partir de ahí la victoria del PP es mayor cuantos menos habitantes tienen los municipios. Estaría, pues, en 700 censados el tipo de población en el que el PP deja de ganar, hasta que llega a Calamocha y, sobre todo, a Teruel.
Se podría afinar más pero ya he perdido bastante tiempo en unos cálculos que tampoco llevan a ninguna parte: los pueblos grandes son de izquierdas y los pequeños de derechas, como toda la vida. Pero sí es curioso que en Teruel se haya reproducido, mutatis mutandis, el mismo fenómeno que en el resto del país. En los dos ámbitos hay una franja de noroeste a sudeste que corresponde al PP, y un nordeste minero y catalizante y un sudoeste serrano y sufrido que se van al PSOE. En efecto, y para mi sorpresa, la sierra de Albarracín es casi entera del PSOE, con la excepción de Orihuela del Tremedal, como era previsible; y, tanto en el país como en la provincia, la capital es patrimonio del PP. Se conoce que en las ciudades muy grandes y en los pueblos muy pequeños es donde mejor prende la estrategia del martillo pilón.
Por lo demás, siempre hay casos curiosos, coincidencias llamativas. En Almohaja, un buen ejemplo del tipo de población donde el conservadurismo está más arraigado, todo el mundo votó al PP. Otra cosa rara es que en Cañizar del Olivar ganó CHA. Y en mi barrio, y más concretamente en mi colegio electoral, el PP ha conseguido una de sus más abrumadoras victorias. Yo estoy que no me repongo.

3.3.08

CHESIL BEACH


El sábado leí con placer la crítica que Eduardo Mendoza dedicó a Chesil Beach, de Ian McEwan, y no sólo porque hablara tan bien de la novela, sino por ver de nuevo a Mendoza en El País después del mutis de la contraportada (y de su sustitución por la estomagante Almudena Grandes), aunque sobre todo por la noticia de que tiene novela nueva en el horno, no sé qué de un tal Pomponio Flato.
El caso es que Mendoza le daba con su extensión y con su nombre, además de con la larga entrevista de Ruiz Mantilla, que me dejé a mitad, una cobertura de gran acontecimiento literario sólo justificable por algo que apuntaba el propio Mendoza, la conciencia de que McEwan viene de novelas como la célebre Expiación y, aunque Mendoza no la mencionara, Sábado, una novela densamente moderna que debió de dejarlo molido. Sea como fuere, y en eso Mendoza tiene razón, Chesil Beach está escrita con la destreza y la densidad de un quinteto de cuerda de Mozart, con la sabiduría dejada estar de quien acaba de componer varias sinfonías colosales.
De Chesil Beach me gusta el alarde de claridad. “De este modo podía cambiarse por completo el curso de una vida: no haciendo nada”, dice en una ocasión el narrador, y uno comprende que la pieza entera es un ejemplo perfectamente narrado de lo que esa frase significa. La sencillez de una propuesta suele ser inversamente proporcional a sus dificultades técnicas. Un planteamiento tan transparente como este casi resulta un punto vanidoso, algo así como decirnos: mirad, mirad lo que soy capaz de hacer con esta historia tan poco original. Y lo que consigue es una historia que constantemente se autoexplica desde el punto de vista estético. La heroína, violinista de profesión, rehuye las grandes orquestas y prefiere centrarse en los quintetos de cuerda. Ella misma es el primer violín delicado de una pieza secundada por un segundo violín intempestivo, el pobre Edward, y por sendas violas (las historias de las familias) que dialogan por detrás de la melodía, secundado todo por un tenebroso violonchelo que es la anécdota, la historia, la cosa en sí. Y así va creciendo la historia, en combinaciones graduales de sus presentes violonchelos y sus violines del pasado y de una vaga esperanza de futuro, al ritmo de madres distantes y padres excesivos. Cada cual tiene su solo, sus páginas de protagonismo, en una pirámide de importancias en la que gana el triste ronroneo del violón.
Por lo demás, la única, digamos, estrategia que me disuena un poco es una que no sé cómo se llamará en términos musicales, pero que en lenguaje futbolero se denomina barrer a los centrales. McEwan barre a los centrales, esto es, las firmes expectativas del lector, y se las lleva al terreno de la tensión y el desenlace previsible. Quiere provocar en nosotros la evidencia de una tragedia, incluso su necesidad argumental. Pero luego entra por la derecha un medio sin marcar, justo la idea contraria, y nos cuela un golazo todavía más previsible y trágico de lo que imaginábamos, y que quizá por eso, por haber esperado alguna pirueta novelesca, nos sorprende y nos enardece como esas últimas dos notas que hace unos meses yo alabé hasta las babas de otro quinteto de cuerda, también de Mozart, como el que suena en la novela: esa mezcla de rúbrica erguida y luminoso lance, de rataplán brevísimo y aspiración definitiva, de broche perfecto.
Me gustan las novelas que se postulan como un ejercicio estético sin dobleces. Lo más anodino de la historia está contado con el virtuosismo habitual en la elección de los detalles, en la perfecta definición de las cosas, en la justa, exacta descripción de las texturas y los colores, hasta llegar al verdadero alarde descriptivo en los momentos culminantes, sobre todo en los momentos culminantes.
Mendoza se hacía en su crítica muchas preguntas sobre el protagonista. Yo lo veo más simple, pero hay algo universal en su actitud. La novela es, en términos pop, premoderna, de cuando nacía el rock en Inglaterra, pero esa tragedia del excesivo respeto y de la consiguiente falta de comunicación no es algo que hayamos superado. Cuanto más libres somos, más miedo tenemos a faltar el respeto, más nos avergüenza y atenaza nuestra condición animal. Hasta en eso tan eterno está bien ideada esta novela.

2.3.08

VENATORIA


No sabía yo que a lo que Fray Luis de León llamó cazar con liga se le llama ahora parany. Fray Luis le ponía pegamento al ames de Horacio, al palito que en su Beatus ille sólo sirve para sostener las redes. El parany, en efecto, es un palo untado en pegamento para que los pájaros se queden clavados hasta que de tanto emprender el vuelo se les quiebran los borceguíes. Es lo que se llama (otra vez Horacio) cazar con dolo. Su versión más popular consiste en enjaular un perdigacho hasta que se le arrimen las hembras, y entonces, escondido detrás de unos arbustos muy tupidos, el cazador las fríe a tiros. El otro día en Madrid se juntaron tantos cientos de miles de cazadores que entre ellos debían pasearse casi todas las modalidades. Estarían, se supone, los Lorenzos que nos imaginábamos en el Diario de un cazador, esa estupenda novela, gente que parece formar parte del círculo natural, y que, como les ocurre a los podencos, también se enconillan (otro catalanismo), es decir, también se cansan de cazar porque el instinto les dice que ya han matado bastante.
Junto a ellos, sin embargo, estarían los gordos que se visten de otoño en el Corte Inglés y juegan a cazar en un coto privado, sentados en una silla y con armas que servirían para matar un elefante. Estarían también los desalmados que se deshacen de los perros o los cuelgan del cuello como si les hiciesen un favor, los que los tienen seis meses atados a un tractor y los obligan a dormir sobre sus propias heces. Estarían los que necesitan la caza para medrar, para desfogar no sólo su instinto depredador sino sobre todo su voracidad bursátil. Estarían los labradores ricos, dueños de rehalas y humedales, y junto a ellos la versión moderna del secretario que también pintó Delibes. Estaría una versión hispana de lo que, de vez en cuando, significan esas marchas rurales sobre Londres de paisanos que defienden la caza del zorro, pero que en realidad pasean una Inglaterra profunda y antigua, de rancias costumbres y halconeros de Su Majestad, esa nostalgia de la bruma. Si había setecientos mil, como dijo la organización, y casi todos eran hombres, tenía que haber de todo, pero no sé por qué me da que los cazadores estilo Delibes, los cazadores de verdad, mayormente se quedaron en su casa. Ese cazador es animal solitario. No le gusta que lo apacienten.
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