18.4.19

Soñar con Baroja


Todo lo provocador y extemporáneo que a principos de los 70 resultaba un ensayo sobre Baroja y el surrealismo, casi medio siglo después parece de lo más normal. Entonces y ahora (entonces con efectismo vanguardista, ahora con entusiasmo minucioso) Juan Pedro Quiñonero supo hurgar en esa afición de Pío Baroja por la imaginación onírica y una, digamos, protoescritura automática. Ricardo Baroja pegaba con engrudo los bordes de los folios para escribir, con aquellas vetustas y ensordecedoras máquinas, en un primitivo papel continuo. Parece broma pero tenía las mismas razones que los surrealistas, no descentrarse y poner todo lo que viniera a la mente. Tiempo después, aún en la era analógica pero mucho después del furor automático, Benet hizo algo parecido para escribir Una meditación.
Hace tiempo que se aceptó esa filiación surrealista (avant la lettre, ya que estaba en París) de El hotel del cisne, y en sus fantasías humorísticas, desde Silvestre Paradox y Paradox, rey a farsas míticas como Jaun de Alzate, Baroja emplea el sueño como referente, de lo que pasa por dentro de los personajes o por fuera de ellos, es decir, por dentro del autor. Y, teniendo en cuenta que sus primeros brotes presurrealistas son de principios de siglo (rastreables en las novelas de Silvestre Paradox y en Camino de perfección, sobre todo), Quiñonero apunta a Dostoievski como fuente de la pesadilla como material literario, y de la lógica del sueño como modo de contar una historia. 
La diferencia entre esos pasajes oníricos de Baroja y los que luego popularizaron los surrealistas es que son imágenes verosímiles, sueños posibles. Me refiero a los pasajes de las primeras novelas,  a las que «se publicaron veinticinco años antes que el Manifiesto surrealista», no a El hotel del cisne, escrito cuando el surrealismo ya estaba sobrepasado por los acontecimientos. El fragmento de Camino de perfección que cita Quiñonero para ilustrar las «visiones y alucinaciones que no desentonarían en un relato visual surrealista de Luis Buñuel», el de la momia que Fernando Ossorio cree ver en el crucifijo de la pared, es una forma de expresionismo que un poco más tarde cuajará en escritores como Gutiérrez Solana, y después en Cela. De hecho, estoy por pensar que el onirismo de Cela (Elvirita, Mrs. Caldwell) tiene más procedencia Baroja que Breton.
Pero es verdad que en el onirismo barojiano no hay esa autocomplacencia que hace de los surrealistas meros prestidigitadores. Sí, es más Dostoievski. Aquel artículo de 1899, «Hacia lo inconsciente», que es donde Quiñonero sitúa el primer reflejo de lo que luego sería vanguardia ajena, era reflejo indeleble de la impresión que a cualquiera que tenga sensibilidad le puede causar la lectura desequilibrante de Los demonios. El hecho de que Buñuel y Baroja también tuvieran cosas en común, como también documenta Quiñonero, me temo que se debe a otras razones, sobre todo a que tenían un modo bastante parecido de ser artistas y ciudadanos, y esa imaginación algo bruta que mezcla el instinto y la perturbación. Ambos son maestros en aislar un hecho de aquellas circunstancias que lo hacen comprensible, o de formular una información con la solemnidad de lo que no tiene sentido.
Pero en ese principio, en esa búsqueda juvenil de lo inconsciente y primitivo (la escena con Laura en Camino de perfección), yo creo que también se mezclan otras afinidades muy de la época. A Baroja le gusta Poe, es uno de los pocos autores que imita sin reparos (Médium), como es lógico en un buen catador de folletines góticos y en un Madrid por donde circulaban rimeros de novela sicalíptica. Que todo eso, la búsqueda de otras formas de representación de la realidad, ya lo tuviera Baroja en 1899, no significa sino que Baroja era un escritor moderno.
Ya fuera Dostoievski, ya una fantasía inquieta al servicio de un tema serio (el cerebro volador de Paradox con el alma amarga de Fernando), las observaciones al respecto de Quiñonero siguen con la misma buena puntería. Porque además todo está contado desde un entusiasmo contagioso, sobre todo la hermosa correspondencia de la vida de Baroja y de sus personajes con la del autor. Si es verdad que hay novelas Paradox y novelas Ossorio, Quiñonero sería un niño silvestre («sus aficiones eran las mías entre los quince y los dieciocho años», inventos incluidos), que se ha hecho adulto con el empuje idealista de un Juan Alcázar, ese gran personaje (galdosiano) que ardió en las brasas del anarquismo y la cultura, y tomó, a su modo, París, pero no con una obra a la moda sino con algo íntimo y sencillo, el busto de la Salvadora. «Creí reconocer —dice, a propósito del Baroja de «La lucha por la vida»— en la literatura barojiana una profunda bondad, generosidad y admiración apenas contenida hacia unos héroes y heroínas de arrabal». Entiendo esa identificación, sobre todo la del extranjero vagabundo, en esa geografía meticulosa que Quiñonero también nos regala en este libro, desde la calle Tudescos a las orillas del Sena. Y eso que París, la llegada a París, como sucede con quien sabe de un sitio por Baroja, a Quiñonero le resultó decepcionante, como es para un viajero que regresa al lugar de su infancia, que está el lugar pero no la infancia.
En mi opinión, Baroja nos brinda un método para contarnos nuestra propia vida, en el que caben los ramalazos románticos esproncedianos como los que abren el ensayo de Quiñonero, a manera de obertura pirotécnica, con ese primer sentimiento barojiano que es el de abrazar al autor entero, su imaginación y su vida; pero también una forma escueta y conmovida de ver con ojos solidarios (pero sin paños calientes) nuestro insensato deambular por la existencia: «Nada me costó reconocer en algunos de los rasgos y soliloquios del Andrés Hurtado barojiano mi propio desencanto solitario y dolorido», dice Quiñonero.
Buen libro este de Quiñonero, con espacio para la crítica biográfica, para la literaria, para enmarcar los pasos de don Pío en su propia vida y, sobre todo, para hacer de la obra de Baroja un manual de reconocimiento de personas y lugares, siempre que se esté dispuesto a mirar.

Juan Pedro Quiñonero, El niño, las sirenas y el tesoro, Pamplona, Ipso, 2019

16.4.19

Padres e hijos


A Baroja le gustaban las genealogías por lo que tienen de curiosas, y a Valle-Inclán por lo que tienen de sonoras. Contaba Umbral —lo había leído en Pérez Ferrero— que cuando un día Baroja paró a Valle por la calle de Alcalá y le enseñó unos papeles con su genealogía, don Ramón lo mandó a la mierda. El caso es que Valle se inventó a sus antepasados y Baroja investigó en ellos. 
Por ahí empieza Goñi su A contrapelo, por el pasado legendario, como corresponde, con la leyenda de don Teodosio, que mató a sus suegros sin querer y luego expió su culpa en el monte Aralar. Como dice Goñi, esta leyenda la contó Carmen Baroja, la hermana de Pío, en uno de los artículos que hace bien poco ha editado su nieta, Carmen Caro. Pero Julio Caro, en Ritos y mitos equívocos, tiene un capítulo muy extenso sobre esta tradición, en cuyas primeras páginas cuenta cómo su madre y sus tíos escucharon, de chicos, esta historia de don Teodosio de boca de la tía Cesárea, la tía Úrsula de Shanti Andía, a la que Pío dedicó unas páginas en sus memorias, entre otras razones porque, como después nos dice Javier Goñi, fue ella quien le hablaba de Eugenio Aviraneta. 
Uno de los aspectos interesantes (y estudiables) de los artículos de Carmen Baroja es que en mucho de ellos resumió y divulgó aspectos etnográficos y legendarios que o bien ya estaba estudiando su hijo o los iba a desarrollar (el tema de las brujas) en grandes títulos de nuestra cultura. En aquella casa se leía a Frazier, y el joven Julio escribió un obituario del maestro, cuando aún no sé si estaba traducido siquiera, en el que demostraba conocerlo muy a fondo. Madre e hijo trabajaron sobre los mismos temas. Quizás el hijo proporcionó a la madre materiales para sus artículos, quizá la madre proporcionó al hijo ideas para sus investigaciones.
Pero la historia de don Teodosio, en el libro de Goñi, viene a cuento por otra relación familiar, la del padre del autor, elegantemente vinculado con la propia Carmen Baroja en un final de capítulo/relato que cierra y abre, porque las relaciones familiares continúan. A los 17 compró el padre del autor El árbol de la ciencia, y leyó el autor, y a los 17 ha leído su hijo el libro que compró su abuelo. El amor a los libros es hereditario. Los libros, sus ediciones, son el material genético. Jon Juaristi nos cuenta en Los pequeños mundos un rito parecido, el de iniciar a su hijo en la lectura de Shanti Andía como su padre lo inició a él. En los dos, Baroja es el el sujeto de la advocación, el altar en el que se queman las hierbas olorosas en loor al dios de los libros.
Mil veces multiplicaría Goñi la herencia y, por lo que a las tradiciones respecta, se ocuparía en conocer a fondo la literatura sobre Baroja, los testimonios contradictorios, las suposiciones más o menos fundadas. Está muy bien, por ejemplo, el pasaje sobre si Baroja tenía o no la puerta abierta en su casa de la calle Alarcón. Goñi conoce muy bien lo que se escribió al calor de esa tertulia, más del lado Benet que del lado Cela, claro. El Baroja que aparece en este libro es un Baroja que arrastra las zapatillas, que es el que más cantaron sus fieles, es decir, del que más material de primera mano tenemos. «Me interesa mucho este Baroja crepuscular que Baroja iba publicando , aquí y allá, en los años cuarenta», dice Goñi, cuya vida entre los libros marca hitos tan hermosos como irse a París a visitar a una novia y que esta le regale la biografía de Pérez Ferrero. Hay algo borgiano en el fondo de este libro, y no solo por las coincidencias paternofiliales, esas rimas del tiempo de las que hablaba Auster, sino porque el autor trata de libros con los que tuvo algún contacto personal, como si se hubiera metido en ellos y, en más de un caso, se hubiera tomado un café con sus autores, caso del polifacético Marino Gómez Santos, que escribió (y leyó) mucho sobre Baroja (y sobre Santiago Martín El Viti, y sobre Sarita Montiel), uno de esos personajes que se sientan a la mesa del protagonista como si fueran corresponsales de la historia, casi fantasmas, mientras afuera se pasea un poeta del 27. Así se fraguan capítulos tan intersantes como el de Gómez o, en ese estupendo reportaje sobre la muerte de Baroja, el de Castillo-Puche, que pertenece a esa rama del barojianismo que se empeña en hablar mal del maestro, y que tiene una tradición, a veces desesperante, que Goñi trata con distancia: después de la nota al pie que escribió Miguel Sánchez Ostiz, aquí muy apreciado, en su libro Pío Baroja, a escena acerca del polémico Baroja o el miedo, lo que dice Goñi sobre Eduardo Gil Bera es lo más templado que he leído. A fin de cuentas, sin miradas contradictorias no hay Baroja posible.
El Baroja que Goñi cita también es de aquella época crepuscular: el encargo de El País Vasco, Ciudades de Italia, el un tanto cansino El Puente de las Ánimas, el deshilachado Paseos de un solitario o el, digamos, surrealista El hotel del cisne, a propósito de Juan Pedro Quiñonero, que en aquellos 70 un poco salvajes escribió una pieza memorable, Baroja: surrealismo, terror y transgresión, y que ha escrito el último volumen de la colección Baroja & Yo; aparte de una porción de novelas cortas que Baroja escribió pasados los ochenta y que Goñi desentierra de los rimeros abandonados, en otro espejismo de atardeceres. El repaso a aquella época es bastante amplio: de libros tan agradables como el de Benaudalla, el proveedor de naranjas, a ediciones con trozos de Baroja sobre esto o lo otro como las de Giménez Caballero y alguna otra más reciente.
Goñi ha empleado, además, el recurso narrativo preferido por el Baroja de los últimos años, el saltar de aquí allá, el ir estableciendo conexiones nuevas, como si la parte de atrás de la biblioteca fuera una especie de centralita que nos va llevando por una ruta sinuosa (Borges otra vez) que quizá sea la más adecuada para conocer bien el terreno; como sería, en fin, la tormenta de recuerdos librescos que todas las tardes, a partir de las cinco, se producía en la sala de estar de la calle Ruiz de Alarcón, y como es desde siempre la erudición, y la palabra, como forma de vida. Como hay tantos Barojas como años tiene una vida adulta, la vida de Goñi entrando y saliendo de los libros viejos sobre los años viejos de Baroja tiene un aire de dedicación permanente, desde que era joven el autor y decidió leer todo lo legible, pero no descuidar que con un Baroja en la mano se está oficiando un rito que pasa de padres a hijos, hasta que la llama se extinga. 

6.4.19

Torquemada en la hoguera


Hacía tiempo que no visitaba a Galdós, así que, aprovechando que Cátedra acaba de publicar Las novelas de Torquemada en un solo volumen, me he vuelto a pasar por su barrio. La edición, de Ignacio Javier López, la verdad es que aclara más de lo necesario, porque no sé yo qué relevancia tiene citar la durée de Bergson para anotar un pasaje que fue escrito cuando Bergson no había publicado nada, o explicar, con las consiguientes nota al pie y flexión de cervicales, qué significa en castellano hacer el agosto, ir como una seda, ser desenvuelta, mírame y no me toques, ser cosa del otro jueves, dar un sablazo, etc, etc. López las explica (no siempre bien: lo del mantón ala de mosca necesita una revisión), y uno piensa si el editor da por sentado que un universitario que lea a Galdós no sabe qué significan esas expresiones, algo acaso comprensible para estudiantes extranjeros, no sé. El caso es que una edición crítica, a estas alturas de curso, no creo que consista en incorporar al texto un diccionario portátil sino en abrir el texto al lector culto, pero bueno.
El caso es que hemos vuelto a Torquemada, el prestamista desalmado, un personaje relativamente raro en Galdós, quien no suele dejar a sus personajes sin una oportunidad para redimirse. La empatía galdosiana (el paternalismo, se decía) hace que la maldad sea una forma de desgracia. En Torquemada en la hoguera, la primera de la serie, Galdós se ríe con sarcasmo de sualquier forma de redención del personaje. Su hijo se está muriendo de meningitis y él lo siente, sobre todo, porque el muchacho es muy listo (y puede rentarle al avaro pingües beneficios), pero en medio del dolor piensa en una forma de compensación moral, un portarse bien que salve a su hijo. Va a las casas miserables que tiene arrendadas y perdona las mensualidades, cubre al desnudo con su propia capa (vieja), les regala unos días de esperanza a una pareja en la que bien a gusto nos habríamos quedado unos cientos de páginas más, porque se trata de Isidora, la desheredada, que vive en una buhardilla sin ventanas con un pintor tuberculoso, en un ambiente muy Las ilusiones perdidas de Balzac, pero se limita a asombrarse y coger el dinero cuando el miserable Torquemada procede a su ronda de inversiones en bonos de moralidad. 
Galdós quiere hacerlo antipático y lo hace, desde luego; eso sí, al precio de resultar cargante. La novela se duerme varias veces en la suerte, la ronda dadivosa quiere ser más graciosa de lo que es, el niño se va muriendo…, con esa fragilidad algo mística del niño de Miau, y don Francisco Torquemada no deja de ser miserable ni cuando llora («una pataleta»). Sus acompañantes, el estúpido Bailón, que habla como escribe y escribe como un nuncio, o la vieja sirvienta deslenguada, la única que le dice a Torquemada el mal del que se tiene que morir, son proporcionalmente desagradables, patéticos cuando Galdós tira de humor.
No, no es una novela encantadora. La trama está más adelgazada que de ordinario (un hombre malvado se decide a hacer el bien para salvar a su hijo moribundo) y Galdós la engorda con una prosa extendida y repetitiva que a veces parece un caldo demasiado gordo, un cocido demasiado grasiento. Pasa a veces en Galdós, pero pasa siempre que Galdós no quiere a su personaje. Por eso vemos a Isidora y es como si viéramos pasar a una vieja amiga con quien nos iríamos donde fuese con tal de no estar con el maloliente usurero. De hecho, en un pasaje Torquemada le propone a Isidora, en lo más alto de un entusiasmo enfermizo, de esa generosidad servil y descontrolada de quienes están sufriendo mucho, seguir con las investigaciones sobre la estirpe de los Anansis…, e Isidora, que ya es otra Isidora, dice que no, que la dejen estar. Se perdió entre el gentío al final de La desheredada y ahora sobrevive de mala manera, pero al menos sabe quién es.
Cuando en una novela, sobre todo una novela española y máxime si es una novela del XIX, se alaba la maestría del lenguaje, en este caso ese lenguaje de frases hechas que el editor da por hecho que ya nadie entiende, es porque la creación mítica y la construcción narrativa no son tan memorables. En realidad Torquemada en la hoguera no es más que el primer capítulo de una mucho más compleja e interesante novela, pero llama la atención el hecho de que, entre la primera y la segunda entrega de la tetralogía, mediasen cuatro años y en ellos escribiera obras tan largas como Ángel Guerra (la novela que querría haber escrito Unamuno) y tan buenas como Tristana. Después, cuando retomó la serie de Torquemada, las tres siguientes salieron solas. Quiero decir que Torquemada en la hoguera no parece más que un episodio, un largo capítulo inicial, un arranque dickensiano, muy dickensiano, que se tiene que desarrollar. Y que se desarrolló, vive Dios. 
También es verdad que la escribió en un par de meses, al mismo tiempo que los últimos capítulos de La incógnita y como un encargo apresurado para La España Moderna de su querida amiga Emilia Pardo Bazán, quien llegó a enviar a Galdós un vaciado de su mano «gordezuela» en actitud de escribir, y justo después de que lo hubieran vuelto a desairar en la Academia. Tenía motivos para estar contento y para estar mosqueado, pero yo creo que en ese regodeo en el superlativo que a veces resulta un poco molesto está la prueba de que lo escribió divertido, a toda pastilla, con un plan muy sencillo, un continente sarcástico para un ejercicio de naturalismo lingüístico que a veces tiene algo de alarde, de exhibición, de pavoneo. Es la contribución a la causa del amigo de doña Emilia, una demostración de la enorme riqueza de la fraselogía entre las clases populares, necesaria para el conocimiento de la evolución de nuestra lengua. Esa que, por lo que da a entender el editor, ya hemos olvidado. 

5.4.19

Diógenes y el fuego


Algún periodista baboso dijo, nada más conocerse que el incendio de una vivienda en Madrid había acabado con la vida de un hombre de 87 años y de su hijo de 52, que el fuego se había propagado porque el anciano padecía síndrome de Diógenes. Luego se ha sabido que el anciano era el poeta Mariano Roldán, y que su síndrome consistía en que en su casa había una buena biblioteca. Bien es verdad que, para muchos periodistas, los libros son algo parecido a la basura, y que cuando muere un anónimo en esas circunstancias lo primero es pensar que era un enfermo mental. Menos mal que en Córdoba todavía lo quieren y lo recuerdan, y pronto han salido a limpiar de mugre los obituarios.
Pues sí, Mariano Roldán era un poeta, un buen poeta, y, por lo que a mí respecta, sobre todo era un gran traductor. Su versión de la Farsalia, publicada humildemente por la Universidad de Córdoba con un prólogo del gran Valentín García Yebra, es una de las más importantes traducciones de clásicos que se han hecho en lengua española, entre otras razones porque Roldán respetó la tradición poética y, en vez de traducir los barrocos hexámetros de Lucano (el sobrino de Séneca al que Nerón se pulió por ser demasiado buen poeta) con esa inutilidad de versículos libres que se lleva ahora, ni tampoco persistir en el engañoso endecasílabo, se decidió por hacerlo con el verso épico español por excelencia, el alejandrino. Su versión me pareció tan hermosa y convincente que tiré a la papelera todo lo que llevaba traducido de las Geórgicas de Virgilio y empecé de nuevo con el mismo método de Roldán. Entre su grandiosa traducción de Lucano, los alejandrinos de Machado y el Noche más allá de la noche de Colinas, tuve suficiente material para llevar a cabo el empeño.
Es posible que como poeta su sitio quede confundido entre la populosa generación de los 50, pero como traductor es un maestro absoluto, y otro gallo nos cantara si la gente pudiera leer a los griegos y a los romanos en versos de verdad, no en esas pedantes y mojigatas traducciones plagadas de notas y horras de poesía. El empeño ciclópeo de García Calvo lo llevó Mariano Roldán al puerto más cercano. En él Lucano suena como suena en latín: Roldán traduce las palabras pero también la música y el perfume. Lo traduce todo. Lucano es así.
Sin el modelo de Mariano Roldán yo no habría traducido los dos mil y pico versos del poema de Virgilio, quizá la tarea literaria más divertida y más gratificante que haya emprendido nunca. Hacia él siento un profundo agradecimiento. Su muerte, devorados por las llamas él y su hijo, solo podría ser fielmente contada con versos tan impresionantes como aquellos de La Farsalia que tradujo así: 

Socarradas las vísceras por el fuego, las bocas
rigen ásperas lenguas escamosas; se enerva 
ya la vena y, carente de irrigantes humores,
los alternos conductos del aire el pulmón cierra,
y el jadear les daña paladares llagados;
aún así, a boca abierta, nocturna brisa aspiran.
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