30.1.19

¡Plop!

 

La historiografía literaria ha centrado en dos títulos el cambio que experimentó la novela española después de la muerte de Franco: el cada vez más reseco realismo y la cada vez más tediosa vanguardia dieron paso a lo que llamamos «el placer de contar». Con La infancia recuperada, de Fernando Savater, dejamos de considerar a Defoe, Stevenson, Poe, Mary Shelley o Swift autores de una literatura poco menos que infantil, porque eran ellos y sus fantasías los que volvían al sendero de la Odisea, a la ficción, el mito y la aventura. El otro título era Soldados de Cataluña, que durante cuarenta años se llamó La verdad sobre el caso Savolta. A partir de aquí volvimos a dignificar el género, y a reconocer que una novela de acción, histórica o de detectives tenía la misma importancia que aquellos sesudos volúmenes para iniciados cuya condición previa era que fuesen difíciles de digerir. Se acabó la insolencia aquella del «lector hembra» (Cortázar se desdijo luego, y, bien pensado, no habría tenido por qué, en la medida en que un lector es quien, sin demasiado esfuerzo, se deja fecundar por un mundo paralelo), y los más conspicuos escritores intentaron lo que en principio creían que era novela popular y resultó ser novela, buena o mala, pero novela, sin más.
Con el ensayo que acaba de publicar Eduardo Mendoza en la colección «Baroja & Yo», Por qué nos quisimos tanto, ya tenemos, quizá, la clave que nos faltaba. Porque Mendoza, con una transparencia que le honra, declara que fue Baroja el que le hizo sentirse seguro de que su opción novelesca era tan digna y tan importante como las melopeas estructuralistas o el realismo social y ojeroso, si no más, en la medida en que entretener siempre ha sido más difícil que deslumbrar. Baroja había «deshidratado» la novela del XIX, el realismo puntilloso y plomizo, sobre el que practicó una operación parecida a la de los pintores modernos sobre el clasicismo riguroso. Igual que los impresionistas redujeron la imagen a las cuatro pinceladas que desnudaban su verdad, más que su realidad, Baroja sacudió el novelón para deshojarlo de cualquier tentación retórica y dejar intacta su emoción. 
Mendoza no perora, y todo ello lo demuestra con ejemplos muy concretos. Una descripción de Balzac, otra de Galdós y otra de Baroja son la prueba sencilla y evidente de cómo la técnica evoluciona depurándose, buscando su esencia, nacida en parte de la precisión y en parte de la capacidad de sugerir. Y aporta pasajes en los que se ve cómo nace una realidad viva, veraz, del diálogo aparentemente insustancial, o cómo un solo detalle puesto en su sitio cobra más vigor que el acostumbrado inventario de objetos que rodean al protagonista. Mendoza ve cómo los personajes de Baroja muchas veces no hablan de nada en concreto, pero en ese no hablar definen su presencia, se hacen verdaderos, para lo que hace falta tener un oído muy fino y, sobre todo, dejarlo todo, lo que sea, desde el lance tabernario a la especulación filosófica, en su forma de expresión más clara y eficaz. 
Los que desprecian el estilo de Baroja en realidad reaccionan ante la envidia que les causa no llegar nunca a esa esencialidad tan nítida a la que llega Baroja, necesitar diez veces más palabras que don Pío para decir lo mismo, recubrir de retórica su incapacidad para la sugerencia. «La literatura», decía Cela, que también aprendió lo suyo de Baroja, «vale más por lo que calla que por lo que dice», que parece una broma pero es un buen resumen de la poética de la modernidad. 
Antes de estudiarlo como estudia los libros un escritor, a quien no le importan los significados ni las interpretaciones sino los métodos, los recursos y las resoluciones, cómo describir a este personaje, cómo sacar adelante este diálogo, con qué palabras basta para narrar esta historia…, Mendoza encontró en Baroja un lenguaje en el que se sentía cómodo, y, como nos ha pasado a tantos, llegó a pensar que se trataba de un amor demasiado personal, como esa inclinación que uno siente a veces por los productos poco refinados. Estábamos con él tan a gusto como con un amigo, igual que un melómano, después de mucho Schönberg, pasa un rato escuchando habaneras que le reconcilian, en secreto, con lo más elevado de su espíritu. Y todo barojiano ha llegado a darse cuenta de que aquel gusto personal, aquella especie de vicio privado, de concesión a la nostalgia, era en realidad un artefacto bastante más sofisticado que las dodecafonías al uso. 
Baroja es, más que un modelo, un ejemplo. El modelo es imitable, pero el ejemplo es la prueba de que algo se puede hacer. Con la prosa de Baroja se podía escribir lo que se quisiese. Con sus criterios y sus técnicas se podía construir una voz propia y muy distinta, una voz personal. 
Me imagino que para Mendoza este libro era un acto barojiano, y que valían más los ejemplos elocuentes que las divagaciones exegéticas. He contado en alguna ocasión la primera y única vez que escuché en directo hablar a Mendoza. Era en un congreso sobre la novela picaresca, en Salamanca. Francisco Rico ejercía de gran maestre, rodeado de eminencias como Peter Russell. Al acabar las ponencias, de postre, Rico presentó a Mendoza como si después de un congreso de veterinaria sacan a un caballo. 
No sé lo que dijo Rico ni cuál fue aquel día su punto de vista, pero recuerdo perfectamente el ejemplo que puso Mendoza para definir el realismo, cuando dijo que en el Tirant lo Blanc, libro tan querido por Cervantes, el guerrero no abate al enemigo con la lanza y luego lo traspasa con la espada, sino que se abalanza sobre él y, por la ranura del yelmo, con la punta del cuchillo le salta un ojo, «plop», dijo Mendoza, y la gente (Rico et alii) reía la gracia y yo pensaba que en ese plop estaba la literatura. En Por qué nos quisimos tanto Mendoza cita un pasaje de Baroja en el que se describe a un individuo perfectamente sin decir más de él, aparte de alguna vaga consideración, que como todo equipaje llevaba una sartén. Esa sartén era el plop. Esa sartén era la literatura. Las minuciosas descripciones naturalistas quedan escurridas en una vieja sartén y en un modo desganado de describir que define perfectamente la desgana y el abandono del personaje.
Este curso, cuando hable del año 75, a aquellos dos libros de Savater y de Mendoza habrá que añadir este Por qué nos quisimos tanto. Se había muerto Franco, pero no Baroja. 

Eduardo Mendoza, Por qué nos quisimos tanto, Ipso, 2019, 80 pp.

29.1.19

Cuarteto virgiliano


Mientras Elizabeth Gaskell escribía esta novela, una de sus últimas obras —murió a los cincuenta y cinco años—, Barbizon, el pueblecito junto al bosque de Fontainebleau, se llenaba de artistas que pintaban las labores del campo con parecido realismo poético. La pastoral victoriana hizo de la sensibilidad un tratado de sutileza y buenas maneras. A veces (Middlemarch) el entorno geórgico acompaña, pero no protagoniza. Y La prima Phillis es cercana como un cuadro de Julien Dupre, sin las grandiosidades de su compatriota Constable.
La prima Phillis parece escrita como ejemplo del género. La vida en el campo no es solo el ambiente sino el personaje principal, y la novela parece construida con ese propósito antes que ningún otro: el paso de las estaciones, las labores del campo, las inclemencias del tiempo. Y un detalle, nada más que un detalle, un gesto fallido de buena voluntad, que precipita el drama y redondea la novela.
Pocas veces disfruta uno de esa sensación de pieza bien construida, esa satisfacción global que producen las novelas que van apartando cuidadosamente cualquier tentación de desmelene. A veces se critica de la novela victoriana su contención, como si fuera lo mismo que la hipocresía, cuando es una de sus principales virtudes. El arte vibra en los momentos de quietud, que no tiene nada que ver con la morosidad. El artista se distancia de los tópicos y de la historia misma para verla en lo que es. En este caso, Gaskell tiene el acierto, otro, de narrarla desde un personaje secundario (lo primero que hace es renunciar a ser protagonista) que sin embargo es quien, como consecuencia de un impulso de generosidad, provoca un dolor que no es fatal pero ya es para toda la vida. 
La joven Phillis, a sus dieciséis años, vive apartada en la campiña inglesa (la del Norte, por cierto, que es más dura), con un severo y bondadoso padre, pastor de almas, y una madre muy delicada. No es difícil imaginarse a Phillis en el cuerpo de la joven Charlotte Brönte. En su biografía la describe de forma bastante parecida: amante de los libros, firme y frágil, enfermiza y llena de vida. El narrador, un tipo simpático, un Adolphe sin tremendismos, prefiere ser amigo de Phillis que pensar siquiera en ser su novio: es más alta que él, más culta, y además sabe latín. El primer y previsible flechazo entre ababoles se solventa en una amistad duradera, la misma que (O Ana, soror) abre la puerta de la desgracia. 
Porque luego aparece el hombre interesante, el que sabe latín, el que ayuda a Phillis con el italiano de Dante, y embelesa a una mujer que piensa que toda esa belleza es lo que hay más allá de los campos de amapolas. No reventemos nada. El motivo, la decepción, el amor que huye, es un clásico, y sobre todo es un clásico de Virgilio, que es el otro gran protagonista de la historia, y no solo porque Holdsworth y Phillis vivan, a su modo, la historia de Dido y Eneas, y Eneas se va al otro mundo y se queda con Lavinia, y Dido se deja caer el cabello por encima de la cara, y si no hace ninguna barbaridad es por no disgustar a sus padres ni a su querido amigo el narrador. El pastor, ese hombre escrupulosamente bueno, demasiado estricto en su bonhomía —como si hasta los sentimientos que le inspira la naturaleza fuesen los que está obligado a sentir—, cita con frecuencia las Geórgicas de Virgilio, que se sabe en latín, y su propia vida es un ejemplo de epicureísmo piadoso, por más que a los otros pastores Virgilio les huela "a cháchara insustancial y paganismo impío".
El drama, ay, es, como siempre, la inocencia. Irrumpe el dolor sin que nadie lo convoque, por un desliz. No hay en nadie maldad deliberada. Ni siquiera se permite Gaskell pintar a los rudos lugareños como los pintaba en la biografía de Brönte o en Los amores de Sylvia. No. Nadie tiene mal corazón ni una piedra en la cabeza. Todo es armonía y buenas intenciones, y sin embargo… En la vida real abundan estos crímenes involuntarios, estos excesos de ilusión. Comparado con el prototipo Bovary (la novela de Flaubert apareció en 1857, y la de Gaskell en 1863), Phillis se consume pero no se vuelve loca, ama pero no desprecia, lee pero no pierde los papeles, y además no es estúpida. Lejos de eso, Gaskell busca en la fascinación consciente, en el valor emocional de la cultura, no en los delirios de grandeza ni el desparrame autodestructivo. Phillis está victorianamente contenida, en un ambiente idílico que permite las tormentas pero no los desbordamientos. 
Porque, además, es lo más natural. Las desilusiones suelen ser devastadoras, pero no tanto como para perder la compostura. La historia de Phillis es así, una historia casi secreta, la historia de una decepción monumental, algo que solo los más íntimos conocen, y todos comprenden, y a todos les aflige. El realismo suele despeñarse por el vacío de sus propios extremos. Por muchas tonterías que haga (y no se cansa) los sentimientos de Madame Bovary no son más fuertes que los de Phillis, pero Phillis los ahoga frente al fuego bajo y aviva su llama con libros en latín, y pese a que todo es tan premeditadamente geórgico hay una verdad que lo ilumina, la de los sentimientos escondidos.
Gaskell compone un cuarteto de música pastoral: el pastor-fagot, grave y circunspecto; el oboe melancólico de Paul, el narrador; el clarinete intempestivo de la madre, y la flauta dulce de Phillis. Es ella la pastora con mal de amores, y el narrador, Paul, el Títiro que canta sus penas. No falta detalle. El ritmo de las descripciones y de las escenas en la era, recogiendo heno, se va sucediendo como una melodía clásica, tenue, por momentos poderosa, pero siempre en un non troppo que permite disfrutar mejor, en medio del disgusto, del canto de los pájaros. 

Elizabeth Gaskell, La prima Phillis, trad. Marta Solís, Alba, 2009, 171 pp.
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