27.6.22

El toro moderno



La estatua del Torico siempre ha gozado de un extraño privilegio: salvo el vecino de algún piso alto de la plaza que tuviera prismáticos y los reparadores de turno, nadie ha sabido nunca cómo era. Estaba allá arribotas, a contraluz, de modo que solo se distinguía la silueta negra, no los rasgos de la cara. Pero es curioso que luego llegasen los teleobjetivos, las imágenes cenitales, los drones y, a partir de los años 80, los escaladores ocasionales, y siguiésemos sin saber cómo era, o cómo había sido. De hecho ni siquiera sabíamos quién lo había hecho, ni cómo ni cuándo. Todavía hoy se discute incluso la fecha de la inauguración de la fuente, que fluctúa, según los eruditos, entre 1855 y 1858 e incluso más tarde, si bien Mariano Esteban ha aportado pruebas de que fue en 1855, y por supuesto nada se sabe de que sea o no aquella escultura la que el otro día acabó por los suelos. Hemos ido corriendo a ver las fotos antiguas, pero las fotos antiguas enseñan lo mismo que entonces veía la gente: un bulto negro con un contorno más o menos distinguible. Ni siquiera el cuadro de Salvador Gisbert que rescató Juan Carlos Navarro nos ha sacado de dudas. Por no saber, ni siquiera sabíamos de qué estaba hecha la escultura. Todos, por puro reflejo, habríamos dicho que era de bronce, cuando resulta que es hierro, no del que se resquebraja sino del que directamente se parte, como así ocurrió. Supongo que a cualquiera de los leones del Congreso también se les partiría algo si los tirasen desde un quinto piso.
Pero el bochorno causado por la dejadez, la impericia y la falta de respeto al patrimonio nos ha descubierto algo que tampoco sabíamos: que esa figura de hierro nos importa. Ahora, además, cualquiera puede zambullirse en un océano de datos y salir a la superficie con una moneda antigua, de modo que los portales de prensa histórica están que arden, y casi todo el mundo, al menos en las redes, ha aportado algo interesante. Por mi parte, he llegado a una conclusión: nada sabemos del Torico anterior a 1932, pero sí del posterior. Con las fotos antiguas, por mucho que nos bañemos en sus píxeles, nada se puede afirmar, si acaso que la silueta está como más regordía que el toro clave de toda esta historia, el que muestran unos soldados en 1938.

El periódico local publicó dos fotos a la misma escala, la del toro de 1938 y la del toro de 1993, en medio de un follón de recortes de prensa sobre quién lo había escondido, quién lo había vuelto a fundir o quién, durante la guerra, había dado el cambiazo. No tenían otra cosa en qué pensar. Pero nadie se dio cuenta de un detalle: el toro de 1938 está, salvo los desperfectos del obús, en perfectas condiciones. Para ser un toro que llevaba expuesto a la intemperie ochenta y tres años, tiene un aspecto inmejorable. La foto es buena, los rasgos están perfectamente delineados, no se ven los grumos ni las erosiones que provoca la corrosión, algo que solo podía obedecer a que no era de hierro, o a que era reciente. Cuando uno mira la otra foto, la del toro del 93, y la convierte al blanco y negro, sigue siendo evidentísimo el deterioro. Si uno y otro son el mismo toro, en cincuenta y cinco años había sufrido una importante degradación. O en treinta y seis, si es que en el 69 se volvió a renovar la escultura.

Casi parece sensato partir de la base de que esos dos toros son el mismo toro, no el segundo una réplica del primero, lo que diría más bien poco de las aleaciones que emplearon para fundirlo. Si eso es así, si tiene razón Patrimonio y se trata de la misma escultura, si el Torico de 1938 también es de hierro, entonces da igual que alguna vez fuera de bronce. Lo importante es que no está deteriorado por los fríos crueles, los calores achicharrantes ni las tormentas tremendas. Lo importante es que no hace mucho que lo han fundido. ¿Cuánto?

Ayer o anteayer, el periódico local, al repasar la historia de la fuente del Torico, decía, así como de pasada, que a principios de los años 30 se llevó a cabo una remodelación. Pero esa reforma es más importante de lo que parece. En el proyecto se contemplaba la clausura de la fuente, algo que finalmente no se hizo, y se diseñó un obelisco con un jardincillo alrededor. El autor del proyecto inicial, de 1929, fue Juan Antonio Muñoz Gómez, entonces arquitecto municipal, tan importante por muchos edificios de la ciudad, y entusiasta, entonces para bien, del hierro y el cemento, si bien el proyecto definitivo fue de Luis González Gutiérrez. De hecho, los destrozos que causó el obús sobre el obelisco (y que aparecen en otra de las fotos de la guerra) sugieren que dentro hay un material más consistente. En otra foto de 1915, anterior a la reforma, la columna con el exoesqueleto modernista también parece dar señales de que la pobre estaba que se caía.

Por otra parte, las alusiones al «Torico de bronce» llegan en la prensa local hasta los años 10, y después de que, en 1916, se colocase un foco eléctrico sostenido por un «brazo de hierro», ya no he encontrado ninguna. Para saber si el Torico se cambió en algún momento, habría que ver cuál se parece más a «uno de aquellos dioses de bronce que adoraban los antiguos paganos..., el becerro de oro ante el que ofrecieron sacrificios los judíos al pie del monte Sinaí», según dice un columnista en 1913, un tal Eliseo, que puede ser un brindis al sol pero también explica que el Torico no sea pequeño por tamaño sino por edad. Lo que el periódico llamaba «imaginario popular», es decir el mito de que el Torico es de bronce, quizá parta del largo romance que le dedicó Jerónimo Lafuente en 1896, o sea un caso de metonimia por antonomasia, nombrar la materia de un objeto por la del más duradero de su especie: ¿de qué va a ser, más que de bronce?

Pero esos rasgos claros del Torico del 38, visto lo visto, son el punto de referencia para una restauración —o restitución— en condiciones, y no los del otro, el del 93, con ojos de loco y pupilas tardorromanas. En el del 38, además, sus rasgos son recientes. Su descripción podría ser esta: «Los ojos almendrados se encuentran rodeados de profundas incisiones que se prolongan por encima de la nariz. Se puede apreciar cómo la boca aparece representada entreabierta y el pecho está labrado con pliegues en V. Estos pliegues se han ejecutado mediante incisiones curvas y paralelas que reproducen la papada».

Pero esta descripción no es del Torico sino del toro de Osuna, una importante escultura ibera del siglo V a. C. Cualquiera pensaría que quien modeló el Torico (al menos el que vemos en las fotos de la guerra) tenía en mente esta espléndida pieza. Si es así, no pudo pensar en ello antes de 1903, que es cuando se acometieron las excavaciones en el yacimiento de Urso, donde apareció la escultura. A una mente racionalista, la simplicidad de líneas del toro de Osuna, al tiempo que su expresividad y su aire, digamos, sagrado, le tenía que producir un entusiasmo parecido al que sintió Picasso con la escultura ibera. Y es curioso que también en la aguadora del monumento a Torán, una escultura de Victorio Macho de 1935, «los ojos almendrados se encuentran rodeados de profundas incisiones que se prolongan por encima de la nariz», y las «incisiones curvas y paralelas» marcan el cabello recogido, algo incluso más notorio en el boceto de la máscara del Monumento a Eugenio María de Hostos, inspirado en las korai de la Grecia arcaica.

Con esto solo quiero decir que la estética del Torico de 1938 puede que sea una cuestión de modernidad, más parecido al toro de Osuna que al toro del coñá, es decir, tan moderno como la aguadora que solo tres años después se instala en un monumento proyectado, también, por Juan Antonio Muñoz. Ese Torico, sea de quien sea, es compatible con la modernidad de rescatar rasgos arcaicos para la escultura contemporánea, una forma de primitivismo muy común en los años de la vanguardia histórica. 

De momento no he visto que nadie dé una explicación convincente de por qué el Torico de 1938 se conserva íntegro, sin que la corrosión le haya producido deformaciones, mientras que el del 93 presenta un estado lamentable. Ni tampoco he oído hablar del Torico como escultura, como obra de arte, como pieza que se puede situar en unas coordenadas estéticas y temporales. Lo más probable es que yo también esté equivocado, pero el asunto, como digo, me importa. Eso es lo más curioso de todo.


El Torico antes de 1932



El toro de Osuna


El Torico en 1993


boceto de la máscara del Monumento a Eugenio María de Hostos


La aguadora, de Victorio Macho




6.6.22

Inteligencia literal


Las máquinas no mienten, pero pueden fallar. Imagino un rótulo parecido en la más que probable versión cinematográfica de Máquinas como yo. Entre las muchas reflexiones que va proponiendo McEwan a cada nueva peripecia, una es la supuesta literalidad de un robot. En el fondo de esta bien urdida novela descansa una paradoja: cómo es posible no conocer la mentira, es decir, establecer la verdad como sistema de operaciones, y al mismo tiempo desarrollar sentimientos que la nieguen. La verdad es fría y desustanciada, lo complicado de una vida es la batalla feroz con que a base de mentiras defendemos nuestras verdades, sobre todo una, la primera de todas: nuestra propia, personal, individual supervivencia. No hay expresión sin intención, cada palabra es el resultado inconsciente de un cálculo parecido al de los movimientos de ajedrez, un juego entre la voluntad, el recuerdo, el instinto y el azar, en proporciones y con interacciones acaso mensurables, pero en modo alguno asignables, reproducibles, puesto que se modifican ante estímulos que cada vez son nuevos. En la actitud del robot de la novela, un tipo de apariencia normal y entrañas de metacrilato, se mezclan los impulsos literales, los fundamentos arquetípicamente honestos, y una guerra interior que solo puede producirse traicionando la mera constatación de la realidad. Los humanos perjuramos para impartir justicia, fingimos para demostrar nuestro verdadero afecto, para mostrar empatía exhibimos nuestras obsesiones de dominación. Nuestra infinitud procede de nuestras contradicciones, y la pregunta es qué algoritmo hay capaz de adaptarse a nuestra inagotable capacidad de equivocarnos.
   McEwan ha optado por el robot poderoso y melancólico, otra contradicción, capaz de tomar decisiones justas que arruinen la vida de quien se las ha exigido, y alguien de quien, sin embargo, se fían más los personajes que el lector, precisamente porque si hay en él algo de humano es su relativa imprevisibilidad. Al principio de la novela, el protagonista programa la mitad del software del robot según sus querencias personales, pero deja que su amada, Miranda (Shakespeare siempre al fondo), programe la otra mitad: es necesario para que la criatura no siga un solo parámetro sino la azarosa coincidencia de dos, es decir, haya en él algo parecido a los cruces genéticos caprichosos que nos predisponen, con una salvedad: al contrario que los humanos, los robots no saben entregarse al juego como método de conocimiento, han venido al mundo sin infancia, sin recuerdos; han nacido ya definitivos, en un presente descontextualizado que no es resultado de ningún proceso sino una visión permanente. Y al mismo tiempo son como esos niños que escuchan de sus padres un decir exagerado y se aplican a cumplirlo al pie de la letra. El robot de McEwan se nutre de nuestros aparentes buenos deseos, pero quizá no sepa que los arquetipos dejan de serlo si se hacen reales. Embarcado en este submarino atómico, McEwan se pasea por los problemas de nuestros días, por más que la acción se desarrolle en una década de los 70 y primeros 80 en la que Thatcher fracasa en las Malvinas («dos calvos peleando por un peine», Borges dixit) y empiezan a dar la murga los resentidos del proto-Brexit. Por las historias del narrador, de Miranda, del violador inconfeso, del niño abandonado, del científico deslumbrante, McEwan echa un severo pero compasivo vistazo a familia, la pareja, la paternidad, el abandono, la violencia, la justicia o la ciencia, en un entramado narrativo tan perfectamente diseñado como el propio robot, pero con la gracia propia e intransferible del ser humano. 
   La novela es, también, como esas grandes partidas de ajedrez que cuando uno reproduce en el tablero queda fascinado por su extrema sencillez: colocar los personajes en sus sitios, dejarlos descansar hasta su oportuna reaparición; hacer que las perspectivas del lector circulen en un sentido pero que cuando vean el auténtico camino no se sientan sorprendidos sino admirados. Es el ABC de la programación narrativa, un algoritmo que sin embargo necesita de genio e intuición si se quiere que tenga vida. Los ordenadores han trastornado el concepto de mímesis, el copia y pega se ha sofisticado y en muchas novelas el exceso de documentación tapa el raquitismo de su desarrollo. La única forma de que el exceso de datos no resulte irrelevante es que no pierda su interés como método de reflexión, al tiempo que siga siendo verosímil. Creo que este es el único exceso que le encuentro a la novela, el hecho de cimentar una historia necesariamente inverosímil (al menos de momento) con unos cimientos de hormigón documental que por momentos me recodaban a Sábado, una novela de la que al terminarla me quejé de algo parecido. Todo es interesante, pero es que el tema es interesante, hasta qué punto seremos sustituidos por algo en el fondo menos complicado, cuándo la nueva especie cibernética generará la costra necesaria para sobrevivir en este mundo. Es decir, podría haber echado incluso unas cuantas hormigoneras más, pero cada dato de más taparía un poco esa belleza sorprendentemente simple de las grandes partidas de ajedrez. Admiro en McEwan su dispositio, la contundencia y solidez de su final, su manera de sorprendernos cuando esperábamos (e incluso admitiríamos) la licencia de un tópico, pero sobre todo el hecho de que cada nuevo paso de la narración sea una fábula en sí mismo y una pregunta inteligente. La documentación expuesta con velocidad y brillantez es algo que debe de aprenderse porque lo hace mucha gente, pero la habilidad para que el lector vaya comprendiendo a personajes tan contradictorios, tan falsos como verdaderos, es algo difícil de programar. En el fondo McEwan plantea que la robótica está lejos todavía de aquello de lo que presume, sustituir a la invención, transitar por precipicios que se salvan con ingenio, y aprovechar el juego para darnos a pensar en lo que no tenemos de robot, en nuestra inteligencia natural, en por qué somos así y en qué medida podemos superarnos, y en qué sentido. También en La tempestad, Miranda, criada entre libros por su padre, logra purificar los rencores que la rodean y atormentan entregándose a una partida de esperanza con Fernando. La magia de Próspero (aquí, más que su padre, el científico Alan Touring) los ha hecho fuertes y les ha devuelto las ganas de vivir. 


Ian McEwan, Máquinas como yo, Anagrama 2019, 360 p.


3.6.22

Banderines de Estocolmo


Llegué a Estocolmo con la idea de encontrar en algún museo las deliciosas figuritas de madera de Axel Petersson, cuya obra descubrí hace muchos años en un número de la revista FMR. Son piezas talladas a base de rudos navajazos y pintadas con tinta de escribir, de una expresividad y una viveza que me asombraron. En ellas no había huellas mínimas de gubia ni de lija de ningún grano, como si el artista tuviera bastante con un hachazo sin desbastar para que aflorase del tarugo el movimiento y el carácter del personaje. Muchas eran bromas con sus vecinos, que sin embargo abrían muy en serio su interior. También leí que el carácter sueco era un poco así, austero y socarrón, y muy habilidoso. Pero nada más llegar me cercioré de que, así como las pinturas de Carl Larssen, sus óleos sobre dibujo, con los contornos de los objetos marcados con tinta china, eran muy populares (no en vano es el inspirador de la estética de interiores claros y limpios que nos ha colonizado con Ikea), sin embargo Axel Petersson era mucho menos conocido. 
Su museo natal está a unos doscientos kilómetros al sur de Estocolmo, en un ámbito rural acostumbrado, en los tiempos de Petersson, al hambre y el trabajo duro. Quizás ese difícil pasado escandinavo tenga que ver con la exhibición de maestría con pocos y nada sofisticados elementos de Axel Petersson, que tardó en ser valorado y me temo que ahora ya no esté lo bastante reconocido. Ahora en Suecia ya no hay vacas flacas que esculpir, y eso que hace tres o cuatro años, en mitad de una sequía, sacrificaron buena parte de la cabaña por falta de pasto. Nada grave: en cien años, Suecia se ha convertido en una discreta y opulenta imagen del futuro deseable. Pagan muchos más impuestos que nosotros y a cambio tener hijos no es ningún quebranto y el sistema sanitario de calidad está garantizado. Lo que los socialistas de los 80 mitificaron con Olof Palme (al que sin embargo en Suecia muchos tenían por arrogante) es lo que ahora persiste con la misma inquietud que en todas partes: esa masa creciente de resentidos que destapa las vergüenzas racistas más escondidas. No llegan a extremos como el de Holanda, pero episodios como la integración de los refugiados sirios que acogieron Suecia y Alemania reavivó en sectores especialmente rancios un dragón vikingo que seguía dormido. 

De eso, en la calle, todo es perceptible pero nada flagrantemente visible. Una tarde, paseando por una céntrica avenida, vimos un río de gente detenida. Estaban rodando una película, un spot, lo que fuera, y los figurantes aguardaban en sitios muy concretos para a la voz de ya seguir paseando por la calle. Me impresionó la seriedad, la dignidad con la que estaban allí parados sin hacer nada. Ningún paseante estaba separado de otro por menos de cinco metros, a no ser que fueran en pareja, en cuyo caso tampoco se hablaban. Todo era limpio y ordenado, de gente que se transparenta. Solemos achacar al respeto o a la timidez el hecho de no mirar al otro, cuando quizá sea la simple inexistencia. Luego, ya sin cámaras ni claquetas, me senté a fumar un cigarro en un banco y a ver pasar a la gente, y me pareció que todos eran figurantes de la misma película que en cualquier momento se detendrían y minutos después seguirían su camino sin cambiar el semblante inexpresivo.

Me divierten estos exotismos. La gente caminaba muy recta con ropa deportiva hecha de materiales ecológicos inodoros. En medio se podía ver algún otro origen, sobre todo, me pareció, de descendientes de etíopes y eritreos que a principios de los 80 se refugiaron en Suecia huyendo de la guerra. Por lo demás, los suecos son obviamente altos, rubios y de ojos azules, a no ser que vengan del tenebroso norte, que entonces pueden ser morenos, pálidos y de ojos negros. Presumen de piernas largas, como pude comprobar en la señal de tráfico que avisa de obras, en la que un operario con ropa cómoda da paladas con tesón y sin esfuerzo. La belleza masculina tópica tiende a las mandíbulas angulosas y la frente recta, y la femenina a esa redondez algo pepona que en los años sesenta nos parecía señal de salud y bienestar. Las suecas del landismo no eran bellas sino lustrosas y bien alimentadas, y tenían las piernas largas. 

Esta coreografía socialdemócrata se mueve con patines y bicicletas entre barrios boscosos y especies sucesivas, pensadas para que en cada mes el paseante disfrute de flores diferentes, sobre todo lilos, que ahora estaban en su apogeo, pero también rododendros y rosales que aguardan respetuosamente su turno para florecer. En las islas residenciales hay junglas aseadas, robles añosos junto a castaños de indias o una especie de salix olivácea que yo diría que es como nuestra sarga. Y no es de extrañar porque luego, en los macetones de las terrazas que se asoman al estuario, hay hermosos olivos que en invierno ponen a cubierto. 

La organización vegetal de la ciudad abunda en paseos bajo los tilos, algunos de los cuales acuestan sus ramas muy japonesamente sobre la superficie del agua, que si fuera muy salina ya las habría desecado. Pero el mar en Estocolmo, las aguas del estuario, no huelen a salitre, unas por muy dulces y otras por poco saladas. No se oye graznar tampoco a las gaviotas sobre los mástiles de los veleros, que atracados junto a las aceras se mecen con meneo sobrio y controlado, en un río que, cuando mezcla sus aguas con el mar, «su orgullo pierde y su memoria esconde», como dice Góngora. Tampoco mucho: cada cosa en sus sitio, cada corriente fluvial y marina como cada línea de metro. El Báltico no es una mar salada sino un mar salobre, de mínima concentración de sal. Los norayes y los pantalanes lucen en perfecto estado de revista, como recién pintados, sin las cicatrices del salitre. En el muelle, allá donde mires, la panorámica no sabe de estridencias. Tan solo sobresale, picudo, algún chapitel que otro, pero los puentes no acaparan la perspectiva ni las velas tapan ni los cables se enmarañan ni los banderines ondean con violencia. Un solecillo pálido se posa sobre los remates dorados, no lo suficiente para que restallen, pero pronto el aire azulea y el cielo se encapota, y vuelve a llover. 

Y eso que mayo es en Suecia un mes poco lluvioso. En el Ayuntamiento había una cola de novios y novias haciéndose fotos y pelándose de frío ellas con sus espaldas al aire. Debía de ser ese día del año en que suele salir el sol, pero el cambio climático no respeta ni las bodas. Yo prefería ver el tiempo triste del que tanto se quejan, sobre todo noviembre, que debe de ser deprimente, hasta que llega la Navidad y con las luces de los balcones se ilumina un poco aquello. Tanto verde y tanta lluvia primaveral debería dar al conjunto un aire más romántico y desatado, pero la arquitectura protestante es como es: severa por fuera, rebutida por dentro. La fachada lisa y lasa se interrumpe con altos ventanales sin alféizares (no sea que un carámbano apuntille a un ciudadano), claramente separados, como guardias tiesos que no se hablan entre ellos. En las casas más antiguas, quedan al aire unas curiosas piezas de hierro que no sé si son para sujetar las vigas por dentro o las lámparas por fuera, pero en todo caso inspiran solidez y poca broma. 

Esta rigidez tan medida, todo mucho más alto que ancho, es emblema de la rectitud luterana, pero contrasta estrepitosamente con unos gustos decorativos que a mi juicio no dan tan buen resultado como en los bosques. Un buen ejemplo es el Ayuntamiento, el edificio donde se celebra la cena de gala de los premios Nobel. La sala principal está forrada con un mosaico de teselas doradas e imágenes de rasgos gruesos, entre etruscos y eslavos, con una imaginería casi kitsh y hasta una versión románico bizantina de Pippi Calzaslargas. El edificio entero es un canto al eclecticismo de catálogo: columnas italianas, ventanales germánicos, más un artesonado de aparatoso maderamen con frescos que durante mucho tiempo estuvieron ocultos, hasta que se dieron cuenta de que era lo que más valor tenía. Esta manía de recrear una supuesta imaginería tradicional, de apañar collages identitarios, flirtea con el mal gusto y si no termina de estar mal es porque la alergia al desparrame se lo impide. Imagino que los interiores de las casas se parecerán más a un cuadro de Carl Larssen que a estos injertos estéticos de resultados casi ridículos, como esa costumbre de pintar a los vikingos como energúmenos. En las fuentes y en las columnas siempre hay esculpido un tipo con cara de bárbaro. Teniendo en cuenta que es una versión retroprotestante de un pueblo de hace mil años, las imágenes tienen su gracia. 

Hay mucha escultura pública en Estcolmo, y no toda es tan aguerrida. Abunda, por ejemplo, un tipo de estatua romántica, estilizada, de efebos y doncellas, de una languidez severa, de una desnudez abotonada, o bien ejemplos de laocontismo musculoso y retorcido, cuando no un barroquismo espinoso como el de la estatua de San Jorge matando al dragón, de hierro escamoso recargadísimo, nada que ver con esas ninfas de bronce verdoso que miran lo que les cae del cielo. El San Jorge me dejó estupefacto, el dragón se confundía con los guilindujes del caballo y con la armadura de un joven imberbe, espada en alto, a punto de asestar un sartenazo al dragón, más que de clavársela. Lo comparas con el gracioso San Giorgio que se venera en Sicilia, con un caballo de tiovivo y un soldado con faldita y manga corta, pintado de colorines, y te das cuenta de que eso de las idiosincrasias debe de llevar algo de razón. Pero en este caso el San Jorge sueco contrasta con la imagen de limpidez minimalista que transmiten los suecos. Llevan impermeables verdes sin arrugas, amueblan espacios sin humo, se deslizan por el carril bici. En las tiendas y en los anuncios triunfa, como en Berlín, el verde celadón, un óxido de cromo rebajado que definitivamente es el color del año, un verde sostenible, para pintar vallas de separación y relajar las salas de espera, de naturaleza no selvática, al contrario, extremadamente civilizada, que llevan los jóvenes en sus bicicletas y los viejos en sus andadores de última generación.

Desde luego que vimos modernos edificios cinéticos como el de la Estación Central, vanguardista pero no despampanante, eficiente, domótico, aseado, pero el encanto de Estocolmo, orillas adentro, se remite al centro histórico (no más allá del XVIII), con sinuosas callejuelas empedradas de granito rojo y callejones unipersonales que separan las manzanas y conducen a los patios privados. Está, como no podía ser de otra manera, atestado de tiendas de souvenirs, lo que también tiene su interés antropológico. Amante como soy de los caballos de labor, me llamó la atención que sea el caballo de Dalecarlia la figura más representariva de la ciudad, lo que sería un toro en Sevilla, un caballo con aspecto de juguete de cero a tres años, decorado como un jersey nórdico que en su más humilde versión valía un ojo de la cara. Las múltiples versiones del caballo convivían con el santoral vikingo y de Iron Maden. Entre los turistas (jubilados altos o gordos) se veían cuadrillas de moteros ya tarretes, algunos septuagenarios con una calavera medio derretida en el antebrazo. En una esquina de la plaza de las casas de colores, un animador explicaba a niños de lo menos once añazos la historia de la ciudad como si fueran criaturas sin destetar. La prolongación de la vida lo es también de la infancia y de la juventud, y en ese sentido los suecos están muy orgullosos de sus dos grandes iconos pop: Pippi, la primera chica interesante que vimos por la tele, y ABBA, más para juventudes con plataforma. Ambos tienen su museo y su área recreativa, junto a un parque de atracciones que desde ciertos lugares forma el sky line de la ciudad. Lamentablemente, la pachanga sofisticada sigue oyéndose por karaokes y gasolineras de toda Europa, pero aquella muchacha libérrima me temo que ya no cuadra con nuestra cultura medrosa y profiláctica, al tiempo que mucho más turbia. Veía corretear a los Tommys y las Anikas de hoy, con padres jóvenes de pelo largo, y me acordaba de aquel vértigo gustoso de ver a Inger Nilsson, independiente y sin prejuicios ni sensaciones de culpa. 

Estocolmo no huele a mar pero el plato nacional es el arenque ahumado, la caballa y el salmón, encurtidos y salseados de todas las formas posibles, porque sobre la base recia se ha posado un surtido globalizador que incluye aceites esenciales y sojas depuradas, y que suele acompañarse con orujo suave. Si a eso le añades unas albóndigas de reno, un puré de patatas y una crema de leche con frutos del bosque, te has comido media gastronomía sueca. Tuvimos la suerte de probar este buffet de pescados vikingos en casa de unos amigos porque en los restaurantes locales está por las nubes. Por la calle más vale acogerse al fish and chips o algún restaurante italiano si uno no quiere comer con la aprensión de estar pagando demasiado. Los sueldos medios suecos son aproximadamente el doble que los nuestros, y los precios todavía más. Un botellín de cerveza, por ejemplo, cuesta entre cuatro y cinco veces más que en España. Claro que siempre hay sitios más populares y razonables donde disfrutar de una pinta de cerveza checa. La sueca tampoco está mal: más que suave, contenida; más que densa, sustanciosa. Todo muy nórdico y muy rico, pero no da la sensación de que ir a comer a un restaurante sea una actividad cotidiana. El bar estaba lleno porque se iba a jugar la final de la Champions (todos iban vestidos de rojo) pero daba la impresión de ser como un club de ajedrez donde se sirven bebidas. 

Estocolmo nos queda lejos. Nuestra percepción meridional solo ve días grises y existencias dietéticas, y sabe que su sistema constructivo, seco por fuera y abundante por dentro, se traslada con facilidad a las personas. La sensación de impermeabilidad es incesante. Es hermosa de ver, pero ese placer complementario que brinda imaginarse como un habitante más de la ciudad, en Estocolmo no lo consigo. Es verde y anodina, todo está muy bien pensado pero en la calle falta lo otro, lo impensado, la escena súbita, el cuadro significativo, la vidilla que uno sí encontró en Brujas o en Berlín, por poner ejemplos bastante alejados pero igual de protestantes. Los mismos suecos marchan de Estocolmo a sus casas de campo cada vez que tienen un minuto libre, porque la lógica de la conciencia ecologista pronto hace incompatible la existencia misma de la urbe, por muchos árboles que planten en las plazas. La ciudad se deshidrata, se encoge y se desocupa, late más fuera que dentro y sus paseos bajo los tilos conectan con bosques lejanos, y allí la gente es más seria, más rubia, más clara, o quizá persista el carácter austero y gracioso de los personajes de Axel Petersson, de quien no vi ninguna pieza original pero sí, en un anticuario, una figurita de ese mismo estilo y parecida antigüedad, un anciano médico, o veterinario, con barba sin bigote, que camina encogido con el maletín en la mano, o, quién sabe, un viejo lobo de mar que ha dejado el barco y lleva consigo sus pertenencias. No vi gaviotas sino banderines, pero me traigo un recuerdo que allí parece ya olvidado, aparte de una sensación muy Valderrama que tuve dentro de unos grandes almacenes, cuando por el hilo musical empezó a sonar una jotica de Rosalía. Preciosa.

 

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