24.10.22

Tópicos binarios


Cunde en la ficción contemporánea un realismo victimista que encuentra su más acabada expresión en los puntos de vista infantiles o adolescentes: los niños, amparados en la injusticia permanente, ven las cosas con la claridad y la pureza que perdieron sus padres. El mundo vacío empieza en la familia, inevitablemente desgraciada, culpable del trauma y de la rebelión. En la comedia clásica menandrina el padre es idiota y obsesivo, egoísta y tirano, un pobre fracasado al que todo el mundo engaña; la mujer, una buena madre que soporta al padre y por debajo hace felices, en la medida de sus posibilidades, a los desafortunados niños; y siempre hay un gracioso, un tío de la familia, poca cosa, risueño y fanfarrón, al que solo se tolera un rato. Entre los jóvenes, están las muchachas amarradas a la moral que lloran sobre la almohada, o las que se sueltan el pelo y desafían las convenciones; los niños, por regla general, son gordos y pusilánimes, o bien polvorillas que se sobreponen a la grisura buscándose la vida como los lagartos. 
    Así son los personajes de La familia, la reciente novela de Sara Mesa, tipos de comedia ensombrecida, pero tipos al fin y al cabo, sin margen para ser otra cosa que lo que se supone que tienen que ser. Aquí, el Padre, además de todo lo clásico, es antipático e inverosímil, un resentido que maltrata a su familia en la misma medida en que la vida lo ha maltratado a él; la madre, una señora que traga y refunfuña, demasiado sufrida como para mandar al marido al cuerno; el hijo mayor es la clásica víctima del bullying general, grande y patoso, su buen corazón arrinconado; el hijo pequeño, en cambio, es uno de esos chicos listos que salen a flote por un designio de la naturaleza, no del ambiente social. Las hijas, en rigurosa correspondencia, o llevan la tristeza como una marca de nacimiento o corren sonrientes y descalzas a un destino cruel. Nadie parece ser responsable de nada: la desgracia de los hijos se debe a la estupidez de los padres, culpables de que ya siempre sean así. Leyendo Las maravillas, de Elena Medel, algunos de cuyos personajes cumplen el mismo tópico, me quejaba de que esa insistencia del narrador en cargar a los personajes de culpas ajenas terminaba por acartonarlos. En Sara Mesa quizá la narración fluida mitigue las molestias, pero uno siempre espera que entre los personajes alguien sea algo por sí mismo, y que la novela sirva para que pruebe a ser otra cosa. Es la diferencia entre un tipo y un personaje: los tipos responden a un carácter que los determina, pero los personajes se lo van creando con la historia.

La estructura que emplea Sara Mesa favorece este tipo de cuadros inmóviles: cada miembro de la familia tiene sus capítulos, su punto de vista, y su combinación puede convertirse en un collage o en una novela por meandros. La diferencia es que el autor lleve al mismo tiempo varios personajes o varias tramas, que vaya uniendo imágenes a la espera de que todas juntas provoquen una impresión coherente, o que se decida a desarrollar y e ir uniendo las historias. Mesa opta por lo primero, de modo que La familia puede tomarse como un libro de cuentos protagonizados por los miembros de una misma familia o como fotografías que ilustran casos de familias decepcionadas. Es tan evidente que nadie va a tener ninguna oportunidad de escapársele de las manos a la autora, que esa forma de tensión, la espera de los cambios, enseguida se emplea en valorar la mejor virtud de esta novela, la prosa con que está narrada.

Sara Mesa huye de la tentación de la poesía, un riesgo evidente cuando se adopta este tipo de estrategia. La prosa aspira a la transparencia, pero es precisamente esa voluntad previa y ceniza la que la empaña, no ningún recurso técnico. Por ponerle un pero a su escritura, diría que refleja la misma cautela que le ha hecho disponer una estructura desarticulada para evitar los verdaderos retos de la novela: que la prosa corra, que el argumento haga camino.

Las novelas corales tienen esta pega: sus descripciones son estáticas, no hay en ellas duración ni duda. Las historias pueden solo plantearse, igual que Martina se plantea al final de la novela sus investigaciones en la hemeroteca: «Cosas pequeñas. Al ponerlas juntas quizá tomen sentido. O quizá no. Eso es justo lo que estoy tratando de averiguar». Páginas atrás, a Clara, cuando se despide de su hermano, le ocurre «como suele ocurrir con la memoria, tiene claro (sic) los planteamientos, a veces los nudos, jamás los desenlaces». Algo así pasa con esta novela, que nos habla de una situación, de un estado de cosas detenido en escenas bien narradas, con los detalles suficientes, con las justas proporciones, que es como se crea un mundo. La familia sí crea un mundo con su prosa intensa y clara, pero es un mundo que no se mueve. La severa (y absurda) disciplina que impone el padre en sus hijos la impone, desde el otro extremo, la autora en sus personajes. Y eso deja en la novela un fino barniz moralizante, de departamento de orientación, como un catálogo de errores frecuentes  en el seno familiar que justifican después el determinismo cabizbajo de sus criaturas.

Es el sino de los tiempos y no he leído nada más de Sara Mesa, pero con esa prosa no me cuadra que no se arroje a los azarosos vaivenes de una larga narración, sin subterfugios estructurales que le ahorren quedar en manos de sus personajes; está demasiado despojada de retórica como para que no podamos recorrer con ella un largo y sinuoso camino, no visitar una cuidada exposición de fotos. La tentación del binarismo, del bueno/malo, del hombre/mujer, no genera más que prejuicios narrativos que apersogan a los personajes. Es frecuente, es lo habitual, casi lo canónico, pero, por más que vaya con la época, no deja de flirtear con el tópico.


Sara Mesa, La familia, Anagrama, 2022, 224 p.

22.10.22

Humor ajeno


Eso de que el humor no tiene fronteras, mejor lo dejamos estar. No me imagino a un judío neoyorquino partiéndose de risa con la transcripción de los monólogos de Gila o de Tip, no digamos de Chiquito, del mismo modo que a mí me cuesta un esfuerzo gratuito sonreír siquiera con los relatos de Gravedad cero. No sé la cultura judía (hay sesudos estudios al respecto) pero sí que, en general, los anglosajones se ríen con disparates fabulísticos, les gusta jugar con los apellidos y llenarlo todo de alusiones. Digo yo que los relatos breves que componen este libro (casi todos sobre tiburones financieros, productores sin escrúpulos, cineastas endiosados, actrices bobas, cuando no narrados por una vaca, una langosta o un coche viejo) funcionarían en un talk show de neoyorquinos cool, pero a un servidor no le hacen mucha gracia, ni siquiera yendo y viniendo al aparato de notas y al índice de alusiones. 

Pero es un problema mío. O quizá cultural. Está demostrado que la literatura española es refractaria a la fantasía y al humor. Ni siquiera los libros de risa escritos por españoles tienen más gracia que la que pueda sostener, y no mucho tiempo, una sonrisa floja. Con un libro nos reímos del golpe, de la humorada, de la situación, pero no de un alarde verbal, que sí puede hacernos gracia en vivo, sobre todo por el aparato audiovisual que lo acompaña, los falsetes y las caras feas. Para reírse a mandíbula batiente con un cuento, supongo que hay que aceptar el juego de la fantasía desmadrada, y ya decía Dámaso Alonso que lo nuestro es el realismo crudo, no el chiste fácil. Ni las comparaciones hiperbólicas ni las alusiones históricas (dicen que es muy típico del humor judío exorcizar la historia, por terrible que sea) hacen ninguna mella en nuestro escaso sentido del humor, que sin embargo sí las aceptaba, y de qué buena gana, en las antiguas historietas del TBO, pero aquellas eran menos sarcásticas que sádicas. El que hacía gracia no era el usurero sino el moroso, no el ricachón sino el mendigo. 

Sí es evidente que la táctica de Allen en estos relatos breves (tres cuartas partes del libro) es tomar una noticia extravagante y fabular con ella en los terrenos del delirio, o echar gotas de vitriolo precisamente en aquellos temas que han caído debajo del ala de la corrección política. Alguno de estos cuentos, por ejemplo el de la actriz decidida a no caer en las garras de su productor, Que el verdadero avatar se levante, por favor, deben ya de figurar en la lista de agravios intolerables que, sin la más mínima prueba, están amargando la existencia de Woody Allen en los últimos tiempos, y eso que en este caso se trata de un cuento publicado en The New Yorker en 1910, cuando aún no era pecado mortal atreverse a bromear con la de actrices de Hollywood que no hicieron ascos a la hora de conseguir un papel y los faunos que habitaban las productoras. 

En fin, no sé, seguro que hay alguien que comparte ese sentido del humor aunque no sea judío nacido en Brooklin. Pero he de decir que cuando, hace mil años, leí Sin plumas en aquella colección color gris brillante de Tusquets, me recuerdo haciendo esfuerzos para sonreír porque no acababa de cogerle el punto. Todo el placer que me producían sus películas no humorísticas, no esencialmente chistosas, me dejaba indiferente con esa verborrea de nombres graciosos y exageraciones inverosímiles. Imaginarse al propio Allen contando esas historias en un club ayuda bastante, pero leer es leer, oiga.

Otra cosa es la pieza que cierra el libro, una novela corta, de unas sesenta páginas, en un tono completamente distinto, más parecido a la deliciosa primera parte de sus memorias, y con un argumento en el que resulta difícil no imaginar a una Diane Keaton joven con sombrero de ala y corbatón. Pero esta novelita es una comedia romántica truncada, como un argumento que hubiese llegado a un punto más allá del cual al propio Allen le daba mal rollo seguir. Da la sensación de que Crecer en Manhattan es el primer capítulo de una novela, un estupendo principio, agradable de imaginar como una película suya, con un final que sorprende porque no es un final sino una prueba de modernidad amorosa que el protagonista ya no está dispuesto a pasar. 

Pero el hecho de que no la desarrolle no quiere decir que no esté terminada, sino algo quizá más preocupante, que ahí se acaba todo, en la imposibilidad de un romanticismo clásico, en que es el hombre el que prefiere quitarse de en medio antes de jugar a despojarse de cualquier mínimo sentido de la exclusividad, ni mucho menos de la posesión. Deja un regusto triste. Con la extrema facilidad de Allen para trenzar un argumento, rellenarlo y no aburrir, esta historia parece no haber querido ser resuelta, como si cualquier continuación estuviera ya manchada por la antipatía. 

El caso es que podría haber seguido y la habríamos leído con mucho más interés que la colección de chistes para iniciados que ocupa el resto del libro, y así da la sensación de que está un poco remetida, como si los cuentos fueran poco y hubiera que compensar con un buen relato, o como si el relato fuera un guion descartado que con unos cuantos chistes barrocos formaran una edición más compacta. O que ya sabía que no me harían gracia pero a estas alturas lo que no me divierte me conforta, como si leerlo significara ser solidario con un artista al que me resisto a no admirar.


Woody Allen, Gravedad cero, trad. Eduardo Hojman, Alianza, 2022, 248 p.

16.10.22

Telarañas vanguardistas


El diario El País (y las editoriales de su cuerda) han hecho una de esas listas estúpidas de los mejores cien libros del siglo XXI en la que lo único que se demuestra es lo poco que han leído los miembros del comité de selección, o en todo caso lo poco variado de sus lecturas. En esta última se da bombo a los escritores de la casa, cómo no, de algunos de los cuales se nombra hasta media docena de novelas, al tiempo que se silencian nombres y títulos imprescindibles, quizá, ya digo, por simple y petulante desconocimiento. Entre los afortunados, con casi todo lo que ha escrito desde el 2000, está Enrique Vila-Matas, un escritor cada vez más encerrado en el vanguardismo afrancesado del siglo XX, más concretamente en las décadas de los 60 y 70, cuando estaba bien visto que un escritor escribiera sobre el escritor que escribe y, salvo los manidos ritornellos, repeticiones de detalles que parecen dar coherencia al asunto, se jactara de no pensar demasiado en lo que pone, como si cada vez que escribe una frase se olvidara de todas las que ha escrito antes y dejara que saliese de la sintaxis lo que no habitaba en la cabeza. Las comparaciones son odiosas, y esta más, porque a lo que más se parece este Montevideo que acaba de publicar Vila-Matas es a esos ejercicios pseudosurrealistas con los que Camilo José Cela iba empalmando frases sin ton ni son hasta completar doscientas páginas. Lo que de siglo XXI tiene Montevideo quizá sea la erudición gratuita (internet siempre a mano), pero esa orgullosa renuncia a la trama, ese amor umbilical por el profundo problema de no saber qué escribir, los homenajes y citas a diestro y siniestro y el método de volver a contar un cuento ajeno e improvisar variaciones elásticas, todo eso es muy siglo XX, incluida esa apariencia, tan OuLiPo, de escribir como en una hoja Excell, pasando de motivo en motivo como en saltos de caballo (el trebejo, no el cuadrúpedo) sobre un esquema de recursos.
El nudo del asunto, si es que hay asunto (bueno, sí, lo dicho: el escritor que no sabe qué escribir, y por eso homenajea) es un cuento de Cortázar, La puerta condenada, la historia de un individuo que encuentra en una habitación de hotel una puerta cerrada, al otro lado de la que gime un niño y una mujer lo intenta consolar. La operación de estiramiento, de reescritura, de reinterpretación, de repetición sin fuelle a que somete Vila-Matas a ese magnífico relato es solo interesante cuando se ciñe al modelo, cuando habla de Cortázar, cuando lo cita generosamente, cuando se limita a lo que en el fondo sucede: que el autor ha leído el cuento y ha decidido dar unas cuantas vueltas en torno a él, a ver qué sale. También era muy del siglo pasado que la novela no tuviera por qué tener sentido pero sí ser sólida y, por encima de todo, ambigua, aperta, de modo que el estilo fuera el mismo aunque lo dicho con el estilo fuera repetido o no tuviera que tener un sentido inmediato, o se notase (eso se nota mucho) qué frases han salido por salir, y no son la consecuencia de la anterior sino lo primero que ha brotado de la pluma, como cuando en esas noches huecas del domingo uno escribe frases sueltas sin demasiadas ganas. El estilo (la coherencia) está expuesto con nitidez en la novela, y no solo en las habituales menciones a Kafka, sino en frases como esta:


Estaba deambulando por un lugar real, pero, al mismo tiempo, si alguien me hubiera visto en aquel momento, yo no le habría parecido tan real, aunque solo fuera por el pasmo absoluto con el que iba registrando lo real como si no lo hubiera visto nunca antes.


Este es el estilo Kafka, el «pasmo absoluto», la constatación extrañada, trufada de exageraciones banales, gente que se desternilla por tonterías o se angustia por memeces, todo en una prosa muy incisiva (con mucho inciso, con mucha coma) y esa imaginería centroeuropea de los años veinte del siglo pasado en la que los personajes parecen siniestros monigotes, ese aire de cabaret decadente que solo hace gracia a quienes fingen haber entendido más de lo poco que dice. Pero esa distancia, el horror de que no encaje lo evidente, es un método, no un fin en sí mismo; es una forma de ver la inconsistencia de lo real, no la consistencia de lo irreal. Por eso, cada vez que no habla solo de Cortázar, Montevideo no es más que un ejercicio de estilo sobre la coartada, tan siglo XX, de que lo demás es tarea del lector. Ni siquiera la figura de Cortázar, cuyo nombre ilumina la página, consigue la empatía necesaria para viajar por el resto de las páginas sin la sensación de que podrían barajarse, o quitarse la mitad, o añadirse el doble, y la novela no sufriría quebranto alguno, acaso porque no siempre trescientas páginas forman una novela. A veces, algunas veces, trescientas páginas no son más que trescientas páginas. Eran también muy siglo XX las novelas que se podían abrir por cualquier parte y que presumían, más que de lo que ofrecían, de lo que no tenían, que coincidía con todo lo que se pide de una novela: una historia, un mundo, un desarrollo. A cambio, eran capaces de tejer polvorientas telarañas a partir de una metáfora manida, o del sentido literal de una frase hecha, como hizo el propio Vila-Matas en aquella novela de la «visión de la hostia», cuya lectura soporté porque hay algo en él que me empuja a terminar sus libros, un cierto humor a lo Buster Keaton, el hombre serio que mira entre respetuoso y estupefacto una situación absurda, que se mete en berenjenales sin tres ni revés pero nunca pierde la compostura. Si, además, se va proyectando sobre él la sombra de Cortázar, al final no resulta tan aburrido.


Enrique Vila-Matas, Montevideo, Seix-Barral, 2022, 300 p.

11.10.22

El tocino y la velocidad

Eurípides introdujo en la tragedia griega el morbo y la complicación innecesaria: personajes desquiciados, situaciones degradantes, historias rebuscadas, tanto que con frecuencia tenía que resolverlas sacándose un conejo de la chistera, su célebre deus ex machina. Dio en una tecla del espectador que iba más allá de la catarsis y entraba de lleno en el regodeo malsano. Es el padre (el tatarabuelo) del folletín despendolado. Pero no recuerdo un solo protagonista de sus tragedias que fuera idiota, cuyo aciago destino consistiera en ser imbécil. Les podía la pasión, pero no la estupidez.

    Jonathan Franzen tiene algo de un Eurípides moderno que introdujera la idiotez como condena de sus personajes. Todos están enfermos de insatisfacción, traumatizados por errores de bulto. En Encrucijadas, los protagonistas se buscan los problemas que no tienen, son patosos, acomplejados, incapaces de tomarse las cosas con calma, y por si fuera poco hasta el azar obra en su contra. Y el caso es que sus problemas, algunos muy gordos, son lo suficiente comunes como para que la imaginación nos predisponga a unas actitudes algo más serenas. Por mucho que la acción tenga lugar en los 70 (algo que solo se nota en detalles de mímesis que son como fotos antiguas sobre una repisa moderna, pero que en general suena a bigotes postizos), el drama de la familia Hildebrandt es una antología de desdichas contemporáneas. Todos están, a su manera, obsesionados con el sexo, pero al modelo simple de ‘padre de familia que busca una aventura con una mujer más joven’, Franzen añade un pastor menonita con antecedentes de menorero, que en vez de escuchar gregoriano en su casa se pasa la vida en asociaciones de adolescentes, esas turbias excursiones que organizaban las parroquias, en las que todo el mundo se olisquea y por las noches fuma marihuana, o ganándose el cielo con su papel de samaritano en miniwesterns como la historia de los navajos. Y al modelo de ‘mujer en crisis de madre y de esposa’, a la que se le han ido de las manos al mismo tiempo los hijos y el marido, le añade una señora obsesionada con la gordura y víctima de un pasado tenebroso en el que no falta de nada, hasta un suicida del año 29. Marion está traumatizada por una tierna juventud en la que cometió ese tipo de errores que marcan pero no machacan, entregada a vicios menores, la comida, el tabaco, la psiquiatra, y asfixiada por la culpa de seguir cayendo en ellos. Claro que estábamos en los 70: el sexo, las drogas y la música folk, Richard Nixon y el último Vietnam, el choque generacional, la avalancha de los tiempos, cuando a una muchacha muy religiosa, la hija, le ocurren penalidades balzaquianas a manos de individuos desaprensivos, que trata de superar acercándose a Dios a través de los canutos. En la proporción estadística que seguramente le corresponde —sobre todo hoy en día, no sé si entonces—, el hijo porreta se adorna con la enfermedad mental y le estalla la caja de bombas, y demás consecuencias catastróficas que Franzen relata con eso que se llama intensidad indeclinable. Ni siquiera el aparentemente más cuerdo, el hijo mayor, pasa de ser un ‘muchacho que toma decisiones de coherencia personal’, algo que en la época —y ahora— lleva a muchos jóvenes, sobre todo anglosajones, a ver mundo antes de proseguir con la vida de siempre, y que aquí se transforma en un ridículo querer ir a la guerra cuando ya se ha terminado, o, menos ridículo pero sin desarrollo argumental, sembrar patatas en los Andes en vez de venderlas en un KFC. 

Hay, en todos los personajes, una exageración patética, un rigor de las desdichas, tan agresivo que cuando se quieren redimir lo consiguen entre ellos, pero no con el lector. Ya es un poco tarde. Franzen abarca demasiado en una construcción por meandros, largos y muy detallados episodios de cada uno de los miembros de la familia, contados a toda castaña, como pendiente de que el lector no se enfríe, echando en cada página un tarugo de historia tremenda. A pesar del final bíblico (Dios los castiga en serio y consigue que vuelvan a ser una familia pasable, desavenida y normal), la novela está llena de principios más que de desarrollos. En cada uno de los personajes principales hay una novela resuelta de cualquier manera. Juntos, y a pesar de la pericia técnica, un poco sobrecargada, un poco acelerada, no forman un cuadro convincente de la familia americana profunda de los años 70 sino una serie de episodios que por culpa de la histeria colectiva no contemplamos con traquilidad sino que los conocemos a base de titulares sensacionalistas. 

La inevitable comparación con Ford, con Acción de gracias, por ejemplo, deja bastante clara la diferencia. Ford emplea un realismo tan exhaustivo como envolvente, en el que los personajes son víctimas de sí mismos pero no tan estúpidos como para no ser capaces de reconocerlo y convivir con ello. Su narración es un río de aguas tranquilas, de situaciones complejas y prolongadas, duras pero jamás morbosas; de preguntas, no de respuestas, como recomendaba su maestro Carver. Y Franzen es un hábil ingeniero narrativo que cifra la ambientación en la documentación, no en el aire, no en el aroma de los tiempos, y la emplea con una velocidad sostenida y un constante cambiar de principio que hace llevadera la lectura, por más que —y eso es un mérito— Franzen no se limite a un lenguaje simple. Digamos que pone las estrategias de la literatura popular al servicio del lector culto. Noble empeño, desde luego, precisamente porque es muy difícil. Franzen está más pendiente de la velocidad que del paisaje, como el alemán ese raro que lleva en coche a la hija por una autopista italiana… Todo está bien hecho: los diálogos son verosímiles, las situaciones están bien descritas, los dramas bien planteados. Pero es excesivo, con ese exceso que desacredita, con ese pasarse que aburre, con demasiadas coincidencias, ese arte del azar como rima que tan pocos manejan bien. Los conflictos rebosan de carnaza y esa idea que tenemos en Europa del americano medio, entre infantil y condenado a vivir muy deprisa, quizá sea lo que desde el punto de vista estético más justificaría ese contenido tan innecesariamente desmadrado. 

Eurípides es el trágico que más ha influido en la posteridad, y también el que acabó con el género. Y eso que Eurípides pecaba por exceso de intensidad, no de peso. Leo en Montevideo, la última novela de Vila-Matas, una cita de Voltaire: «El secreto de aburrir es contarlo todo». Franzen no aburre, pero cuenta demasiado. 


Jonathan Franzen, Encrucijadas, trad. Eugenia Vázquez, Salamandra, 2021, 637 p.

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