9.12.10

La que se nos viene encima

Si uno no supiera de la devoción que desde el principio siente Paul Auster por el escritor Georges Pèrec, al leer novelas como Sunset Park pensaría que Auster ha adaptado sus métodos narrativos a internet. La Red fomenta la erudición gratuita, las listas de objetos de nombre raro (un amor por la congeries que, curiosamente, me encuentro nada más abrir El cementerio de Praga), el permanente ir y venir en el tiempo y en el espacio, cambiar de personaje, de punto de vista o utilizar cualquier motivo traído por los pelos para digredir brevemente. Todo eso lo fomenta internet pero ya estaba en La vida instrucciones de uso, una novela que más de cuarenta años después de publicada, con un éxito colosal, está encontrando su verdadera época sin que nos estemos enterando mucho.

Sí, todos esos elementos forman parte de la nueva forma de narrar que ha instalado la Wikipedia, es decir, una forma de hacer progresar la narración muy parecida a la que practicaban los logógrafos griegos del siglo V a. C. Naturalmente, no se trata de que uno pueda rellenar las páginas de las novelas con resultados de la búsqueda, que es lo que con demasiada frecuencia me encuentro últimamente, sino que cada conjunción de datos diversos, bien tratada, puede producir una hermosa historia.

Eso sí, la novela es, cada vez más, el argumento de sí misma. Sunset Park puede leerse como una novela o, mejor, como el argumento de una novela. Sea acción o reflexión el contenido de la prosa, o los procelosos itinerarios urbanos, o la descripción de un inmueble abandonado, todo lo que se dice es pertinente, informativo. No estoy diciendo que todas las frases describan acciones distintas, sino que cada una de ellas es esencial para el desarrollo del argumento. No hay lugar para el relleno lírico, sólo se cuentan acontecimientos que, como viajan en el tiempo y abarcan épocas y vidas enteras, tampoco pueden demorarse en casi ninguna escena, por importante que sea. Se levanta acta de ella y adelante. Lo lírico no es el adorno sino la escueta, precisa, sobria relación de los acontecimientos, como si el producto final, la novela, fuera un cuaderno de aperturas que, con su pertinente maduración, llegarán a formar un buen relato.

Es un modo de narrar muy interesante, y en cierto modo es lo que viene. Cualquiera podría pensar que Auster no se molesta en trabajarse un poco las escenas, demorarlas, detallarlas, o que la proliferación de personajes siempre termina siendo inversamente proporcional a la profundidad de cada uno de ellos. Pero Auster todo eso lo sabe hacer y lo hace bien. Hace bien hasta lo que no hace, y en este caso, subido a su tersa transparencia, su luminosa sencillez, el método narrativo es muy honesto: renuncia a dormirse en la suerte especulativa de un solo personaje para que lo poco que todos tengan que decir sea una narración suficiente, un calidoscopio de microrrelatos engarzados por su irresistible habilidad narrativa y esos toques de azar que ya son como las recetas de Carvalho, algo que, en vez de lamentar que se repita, lo celebramos como una tradición y nos lo tragamos con los ojos cerrados.

De modo que no sé si achacar a modernidad o a truco ese constante crear personajes que reaccionan a una historia inicial y viven un periplo completo que puede contarse en pocas páginas. El truco es que todas esas historias sólo esbozadas se justifican porque pertenecen a una narración global, y esta narración, si resulta un tanto deslavazada, se justifica porque lo importante son las historias menores. Habríamos leído una novela entera, tan larga o más que Sunset Park, de cada uno de sus personajes, varios de ellos repetidos de otras veces (el Telémaco perdido, el intelectual echado a perder, la chica exótica –¡que se llama Pilar!-, el buen librero, etc.), pero todos tan potentes como siempre. Esta es la gran baza de Auster, que cada vez que presenta un nuevo personaje, su entrada en la novela es tan convincente que nadamos sin esfuerzo por unas cuantas páginas, hasta que aparece otro y la imagen del anterior se nos va empequeñeciendo.

Todo esto, insisto, está muy bien hecho, pero la novela suena a cosa ya vista, a escrita deprisa, con toneladas de oficio, pero sin verdadero riesgo. Auster escribiría una lista de la compra y no dudaríamos en considerarla un buen relato. En este sentido es muy Defoe, sabe que la poesía está en la mera enunciación. Aquí Auster cuenta, no narra; cuenta como contaríamos a alguien lo que sucede, es decir, como informaríamos a alguien de lo que ha sucedido, pero no como si tratásemos de recrear lo sucedido, de dar la posibilidad literaria de vivirlo nuevamente, que es en lo que consiste narrar.

Este lado contable de la prosa de Auster, más radical en esta que en otras novelas, quizá sea, también, un modo moderno de narrar, valga la redundancia. Tendemos a pensar que todas las novelas corales deben ser así narradas, con café para todos, con datos precisos con los que relatar las desventuras de los personajes, pero ya comenté aquí, a propósito de Miau, que cuando en una novela todos los personajes reclaman un papel más preponderante, lo primero que hacen es ahogar al protagonista, lo segundo dar la impresión de que la novela revienta por sus costuras, que se nos ha escamoteado su meollo, como si la hubieran resumido, y lo tercero, por consiguiente, echar de menos desarrollos particulares de los personajes.

En fin, lo de siempre, las proporciones. Sunset Park parece en ocasiones un collage cubista, con historias que se solapan y merodean. La historia, la novela, trata de un joven que cuando era adolescente cometió un error involuntario que marcará el resto de su vida, y al mismo tiempo hará tambalearse las vidas de quienes se acerquen a él o no puedan acercarse. La idea es la de siempre en Auster: cada vez que hacemos algo, necesitamos ignorar que cualquier acción, por trivial que sea, puede poner nuestra existencia patas arriba. Y la de los demás.

Esta irrupción de los demás es muy habitual también en Auster, aunque tengo la sensación de que a partir de Brooklyn Follies se ha orientado a lo que podríamos llamar una solidaridad desesperada, un amor de últimos días, como si todo se estuviera yendo a pique y nos abandonáramos a una fraternidad en carne viva, a una supervivencia que mezclase de modo natural el deseo con los buenos sentimientos, y a medida que se animalizaran nuestros instintos, nuestro comportamiento también se regenerase. Los perros no se andan con monsergas amatorias, pero son leales, son buenos. Planteado así, podríamos decir que el posmodernismo ya talludo de Auster es como un jipismo en blanco y negro. Pero Auster no tiene nada de complaciente. Ama a sus personajes, se los toma en serio, como si estuviesen vivos y pudieran defenderse, los acompaña en su destino, es el amigo que los entiende, que los sabe mirar, y que no se separa de ellos aunque toquen fondo y se revuelquen en el barro. Todos han sido zarandeados por el azar, pero todos intentan salir adelante, todos chapotean en la poza y todos se tienden la mano.

Quizá esa es la razón de que juzgue como deficiente lo que sin embargo subrayaría el valor de la novela. Es posible que la prosa elegida por Auster sea la de quien recoge los bártulos, que casi no tiene tiempo para detenerse porque el edificio amenaza con venirse abajo. Lo que no sé es si aquello que a primera vista me ha parecido premura, inercia, una novela entregada a tiempo, quizá no sea un estilo, el estilo de las prisas, la urgencia metafísica que solo se apacigua viviendo el presente, no tanto para ser más feliz cuanto para protegerse del negro futuro que nos espera. No es el sentido horaciano del carpe diem cuando dio pábulo a millones de poemas cursis, sino el que observó Tucídides en los habitantes de Atenas cuando se dieron cuenta de que la peste podía matarlos a todos.

7.12.10

Remedios Clérigues por las trincheras


Remedios Clérigues pasea por la escombrera. Va buscando trozos, residuos de hierro, alambres gruesos que sobraban de un encofrado, hermosas curvas perdidas de ferralla que sobresalen del cemento como los huesos en las fracturas. Las grandes y las pequeñas ecuaciones matemáticas de las alambradas quedan disueltas en la herrumbre, debajo de un aljezón. Remedios no se inspira en las máquinas que funcionan como queremos que funcionen. Sus esculturas se dedican a rehabilitar lo que no quiere nadie. Con el fleco de cuero perforado de un zapato vacío le enjareta una mantilla muy salada a una menina. La escultura es el viaje de lo uno hasta lo otro. En todos los casos, el arte dignifica. Son más dignos, tienen más historia los estropajos desgastados, los clavos torcidos.
A la puerta de su estudio hay una bailarina hecha con fragmentos de metralla corroída. Remedios Clérigues pasea por la escombrera de la historia. Patea las trincheras de la batalla de Teruel. En su estudio, que más que almacén de chatarra parece un depósito de pruebas judiciales (pruebas de crímenes que ya no interesan a nadie), abundan los jirones de bombas reventadas, hierros de dos centímetros de gordos que adquirieron la postura flexible de una corteza de árbol arrancada por las lluvias. Están los restos de la guerra, los tenedores que alimentaban a los muertos, los botones de sus guerreras. Y sobre todo metralla, hierros que ya eran inservibles cuando se los recicló para matar. Ahora Remedios Clérigues los recicla para dibujar el delicado talle de la bailarina, que se cimbrea y hace sonar sus pendientes cuando el aire de tormenta la menea.
En el estudio de Remedios Clérigues la artista trabaja al lado de un jardín. Hay un moral de moras blancas y un albaricoquero, y yerbas dejadas crecer en posturas interesantes, y piedras para poner los pies sin pisar las plantas y un emparrado valenciano pintado de añil. Remedios está soldando los brazos de un estilizado don Quijote. El Velázquez que está en un rincón del estudio lleva un tapacubos de paleta y muelles fofos en la peluca, y los bigotes son como tornillos derretidos. Cualquier ciudadano que sepa quién es Velázquez lo reconocería sin ninguna duda, pero también, con sólo ver las piernas, dos hierros sabiamente torcidos, o el faldón de la armadura que sacó de un tambor de lavadora, es inconfundible el elevado idealismo del Quijote, tan elegante como airado, tan clarividente como perturbado.
Remedios Clérigues pasea por las escombreras de los vivos y de los muertos. Sus colaboraciones con centros psiquiátricos, con hostales de transeúntes y otras salas de espera para desposeídos hacen con su vida lo mismo que ella hace con sus esculturas. Busca el arte en la gente, la abstracta pureza de quien no se sabe mentir a sí mismo. Remedios envolvió la fuente del Torico en retales que eran como un torbellino de colores antes de que empiecen a mezclarse. Su proyecto A todo trapo incluía forrar las ruinas del Comandante Aguado (que ahora va a ser Museo Etnográfico), con el colorido restallante de miles de retales y el trabajo coordinado de decenas de personas con problemas que los hacen sufrir. (Ese mismo edificio albergó a cientos de enfermos psiquiátricos en condiciones que ahora consideraríamos inhumanas. Hubo una jornada de puertas abiertas y en las columnas de las salas de curas podían leerse fragmentos enloquecidos, escritos sobre el yeso húmedo con clavos arrobinados).
Otras veces, cuando Remedios Clérigues pasea por las escombrera, se encuentra sus propias obras, hermosas instalaciones que algún ayuntamiento sin sangre en las venas había considerado una cosa de quince días, y no una obra de arte con que embellecer su pueblo. En otros, los ciudadanos gozaron de su presencia y luego los acogieron como parte de su memoria personal. Remedios no para de montar pollos para implicar a gente retenida, desactivada, y les remueve el entusiasmo como esas sopas de colores que hacía con los trapos. Sus manos están curtidas de recoger metralla, esmeradas de lavar chatarra, abiertas de coger cosas muy grandes. Con ellas gesticula para insistir en que el arte debe formar parte de la vida de la gente. Hay algo en nosotros que sólo se puede buscar entre los escombros, y al mismo tiempo encierra toda la belleza del mundo.
El aire de tormenta se ha parado, la bailarina deja de bailar. La bailarina casi ni se cimbrea. Caen sobre las losas del patio las primeras gotas gordas. Remedios está tratando de soldarle las barbas a don Quijote, dos cascotes que sirvieron para matar a alguien en el 37. Yo la veo caminar entre hierros de punta y usar aparatos eléctricos debajo de la lluvia y me da la impresión de que lo tiene todo controlado. Se sabe mover en las escombreras. Lo que a casi todos nos espanta, para ella tiene mucha utilidad, y casi ningún peligro.

Leo Tena mira un cactus

El verano pasado Teruel estuvo especialmente surrealista. El Museo de Teruel acogió una exposición de José Manuel Ubé que compartía edificio con el fotógrafo Rodney Smith, al que la gente suele tomar también por surrealista. Puntophoto trajo el surrealismo chino de Maleonn, tan barroco. Y en la exposición que nos ocupa, en Desde la sombra, pudimos ver elementos surrealistas en la instalación de Remedios Clérigues y el surrealismo casi militante de Leo Tena.

Cada vez que nos preguntamos por qué nos gusta tanto el surrealismo por estas tierras, la respuesta suele confundir el efecto con la causa. No tenemos esta inclinación al surrealismo porque Buñuel sea de Calanda. La tenemos en la misma medida que la pudo tener Buñuel. Es, por así decirlo, nuestra forma de humor más natural. Pero no hablo de Buñuel con Leo Tena en su estudio de líneas claras. Las cosas aún están desperdigadas por el suelo porque el fotógrafo está de mudanza, y da la sensación de que ese necesario desorden debería preservarse. Se imagina uno el final de la mudanza y el estudio cobra una dimensión matemática, sin más líneas curvas que un cactus que el fotógrafo está mirando con la cámara y un botijo marca Ubé.

Leo Tena, como buen amante de la perfección, practica un surrealismo científico. Todos los días anota sus sueños en un cuaderno de campo (de campo soñado) y va incorporando referencias, esquemas, dibujos, fotografías, hasta que se decide a indagar en una de aquellas imágenes y reconstruirla con su lenguaje estético. Leo tiene claro que ese fue su camino después de Vida X, en 2004, donde empezó a mezclar la fotografía de composición con la radiografía. Pero no solo es fiel al lado onírico del surrealismo, sino a su esencia, digamos, no intervensionista, al instinto creador. Una cosa es crear una imagen sin dejar que la censure la conciencia y otra reproducirla con exquisita maestría técnica, siempre y cuando esta técnica no ensombrezca la máxima de la unión libre.

Lo que Leo Tena presentó en Desde la sombra no era especialmente surrealista, pero sí conservaba un punto de ensoñación, de agujero desde el que solo se puede mirar en mitad de un sueño: era un gigante diminuto, una larva hipertrofiada, lo grandioso y lo minúsculo, tan atractivos. El trabajo previo sobre sus sueños incluye un método surreal, y sólo la puntillosidad técnica es tan cerebral como las líneas blancas de su estudio. Lo que allí presentó era arte tomado como algo ajeno a la realidad que sirva para hablar de ella, pero Leo Tea compagina este surrealismo a veces tan ortodoxo con el reportaje en blanco y negro. Y aún aquí, en esta visión de lo real, no de lo surreal, hay algo que une ambas facetas de su obra, lo que, bien explicado, cabría calificar de espectral. Sus fotos de calles con personaje tienen algo de fantasmagóricas, del otro lado de la realidad. Leo Tena es un amante del negro, para vestirse él y para vestir sus fotos, y a mí me da que esa actitud tiene algo de noventera. Cuando le pregunto por la época del arte turolense que más le interesa, Leo Tena sonríe y habla de aquellos últimos ochenta, o la época de Maenza y por ahí, bastante anterior. En esa devoción hay algo generacional, pero también es verdad que entonces el surrealismo era una forma de expresión cotidiana.

Leo Tena confía en que se produzca un nuevo renacimiento artístico, que ya toca. Un florecimiento variopinto y libre, donde cada cual se suba al árbol que más le apetezca. Él se sube al árbol del surrealismo, a sus ramas sin hojas, a sus frutos subterráneos. Quizá por eso lleve tanto rato mirando el cactus, sus formas abstactas, redondeadas y puntiagudas. Tengo la sensación de que está retratando la punta de las espinas. Habrá soñado con ellas.

Yo no creo que aquella época tuviera una especial brillantez artística. Lo que sí tuvo fue una especial brillantez vital. La brillantez artística debe quedar en algún otro sitio aparte de la memoria y de los mitos. El hecho de que ahora haya en Teruel un puñado de buenos artistas, dominadores del oficio pero no víctimas del enciclopedismo posmoderno, conscientes de que la mejor garantía de la subversión es la verdadera calidad, es bastante más de lo que hubo entonces. Lo otro, lo que excede al oficio, la brillantez vital, va con los tiempos. Leo Tena explica que en su imaginario no había tanto rudimento libresco como muchos canales de televisión, algo también muy noventa, pero todavía con la curiosidad inagotable y crítica que con el siglo casi se termina. Leo no cree que el surrealismo sea un arte del siglo pasado. Es un modo de expresarse, un idioma de gramática infinita, como las curvas del cactus en su estudio rectilíneo.

Electricidad estática de Mª Ángeles Pérez

Cuando a la fotógrafa Mª Ángeles Pérez Hernández se le pregunta qué época del arte turolense le interesa más, en esa cara de ilusión que se le pone a la gente cuando habla de lo que más le gusta surge una sonrisa de duda, un leve mirar al techo. Y no es para menos. Mª Ángeles es esa dama culta que se entusiasma con Caravaggio. Ha declarado varias veces que le fascina el maestro Sánchez Cotán, el de los bodegones austeros, el cardo pálido entre sombras negras, un detalle que para mí es síntoma suficiente de buen gusto. De modo que MªÁngeles se inspira en el barroco, y en sus puñados de tierra, en sus piedras hechas migas, en sus raíces petrificadas, en el dramatismo de lo que nadie nunca vio. Hay en efecto en esta fotógrafa un afán de ver las cosas en una realidad absoluta, dicho sea no en el sentido de total sino en el de completo, cerrado, aislado en su sentido original. Lo que las cosas son por sí mismas, miradas con el microscopio del artista.

Aunque ese barroquismo de las formas reales, vamos a llamarlo así, es el mismo que se respira en su estudio. En un espacio de techumbres inclinadas (no la inclinación de aguas fuera simplemente, sino con algo de pináculo, de elevación estética) la artista vive entre libros de arte que rompen cualquier sombra de diafanidad. Y cultiva también el coleccionismo, algo que siempre ilumina la mentalidad barroca. Coleccionar lápices, por poner un ejemplo, y exponerlos todos en una vitrina, metidos en hermosos búcaros transparentes, es como una obra conceptual sobre los infinitos modos que hay de no escribir nada. Cada lapicero seguro que determina lo que se escribe con él, aunque sea en una proporción inmensurable, o despreciable, como dicen los científicos. Da la sensación de que los viajes que emprende MªÁngeles al interior de los objetos consisten en desbrozar un selva para encontrar un templo prerromano donde se conserva, custodiada por el olvido, la sustancia de las cosas que tenemos alrededor.

Claro que si uno sabe que Mª Ángeles es oftalmóloga, tiende –y qué facil resulta- a atar más cabos de los necesarios. En la otra profesión de Mª Ángeles hay que mirar siempre lo que sirve para ver, y mirarlo de un modo en que nunca se ve. Es una profesional de la realidad oculta, y sabe que una mínima parte de la retina es un gran tapiz barroco plagado de formas hermosas.

Y sin embargo Mª Ángeles duda, y al final concede que quizá, en vez del barroco turolense, tendría que elegir el modernismo, aunque solo sea porque vive en una de las casas que Pau Monguió tiene esparcidas por la capital. (Debo decir que no sé si fue porque estábamos en un ático o porque circulaba por allí el espíritu de don Pau, el caso es que recibí bastantes descargas de electricidad estática mientras visitaba su estudio). Pero esta duda, después de charlar un rato con ella, yo creo que responde a su deseo primordial de obrar con equilibrio. Hablábamos de Teruel, y el barroco turolense tampoco es Caravaggio ni Sánchez Cotán.

En todo caso, el barroquismo de Mª Ángeles Pérez es una densidad profunda, infinitesimal, vertical, no ancha ni aparatosa ni superficial. (Con disimulo miré entre sus libros, a ver dónde estaban las obras de Borges). Y eso puede ser una inclinación natural, una cosa del carácter, o bien producto de su propia evolución estética. La veo poner fondos, cajas, cubos, aislar con luces una piedra, un palo, un hilo de arena. Con la rapidez que da el conocimiento, la fotógrafa aísla el objeto, lo enjaula en el profundo negro, procede al tratamiento de lo prescindible, lo despoja de escamas y de nubes. Busca en él. Maneja el trípode como a un muñeco articulado que se hunde en el objeto con teleobjetivos de laboratorio. Y todo ello en aras de la perfección. No es el suyo un barroco de florindangas (quizá por eso la duda modernista), sino un barroco más Zurbarán, más de la textura del habito de estameña que de las curvas ensangrentadas que oculta, más del trigo mínimo, espiga por espiga, que de los amplios paisajes a brochazos.

Mª Ángeles no sólo habla de cuadros para ilustrar sus gustos fotográficos. Nombra también a quienes admira, a Isabel Muñoz, a Joan Fontcuberta, a Chema Madoz, pero lo hace un poco como si fueran referentes del oficio, no de la aspiración. Es más, declara abiertamente que ella llegó a la fotografía por la pintura, y que su punto de vista es esencialmente pictórico, algo que la libra de ese mal necesario de la fotografía contemporánea: la ocurrencia. No hay ocurrencias en la fotografía de Mª Ángeles Pérez. La ocurrencia es algo previo, difuso, demasiado grande, y luego viene la escrupulosidad estética, el camino de perfección. A lo mejor no era ni el pararrayos que –supuse- tendríamos sobre nuestras cabezas en tarde de tormenta ni el fantasma de Pau Monguió, que sigue quejándose de las cristaleras que le han cascado en la fachada, sino acaso el espíritu del cardo severo lo que me erizaba el vello de vez en cuando y sin venir a cuento. Pero Sánchez Cotán en los ojos de Mª Ángeles conserva siempre un temperatura muy agradable, un aire de sosiego, una especie de calefacción espiritual, viva y tranquila, eléctrica y estática.

6.12.10

Manjares de porcelana

Fernando Torrent viste un mandil de cocinero color burdeos. Si no fuese porque sostiene una pipa en la mano, una de esas pipas que parecen estar siempre apagadas y que de pronto sacan un par de volutas muy finas que se disipan enseguida, se diría que está cociendo una pizza en el horno de un gran restaurante italiano. Fernando Torrent cuece pizzas de porcelana, tiene un termómetro en el suelo pero él solo mira por un agujero el color del fuego. Según el grado de transición del rojo al naranja o del naranja al amarillo, Fernando calcula la temperatura exacta y la dice en voz alta. Yo miro de reojo al termómetro y me molesta un poco corroborar su exactitud, 950o, 1100 o, esa leve sensación de ridículo que uno tiene cuando se sorprende desconfiando sin motivos, como por instinto, acostumbrados como estamos a confiar más en el reloj que en la experiencia. Fernando sonríe. Lo apacible de su sonrisa desdramatiza el apuro.

Porque pronto uno se da cuenta de que Fernando no sólo cuece las piezas, más bien entra con ellas mentalmente y sabe en qué momento se está produciendo un leve craquelado sobre la superficie de la porcelana, cuándo el óxido de cromo habrá enrojecido lo suficiente, cómo preservar el cobalto aparatoso. Sus explicaciones abarcan el momento de la cocción como abarcaron antes el de la masa. “Voy a dejar caer aquí una gota para que el círculo que describa se oscurezca un poco”, le oigo decir, “voy a soplar aquí un poquito porque en esta esquina necesito sensación de movimiento”, y sus ojos abiertos hacia abajo, de mucho mirar cosas de cerca, parecen registrar los movimientos químicos y los estragos del fuego.

Aunque a veces algo falla, alguna insignificante disfunción entre los deseos y los resultados, algo que deja descontento al artista o desportillado al objeto. Esos objetos pueblan el enorme taller de Fernando Torrent, en una casa junto al río. Son amplísimos los ventanales que recogen toda la luz del sur, amplias las mesas llenas de botes de pinceles y de ganchos finos, o de piezas numeradas de un gran mural con figuras de animales rupestres, y que es el resultado del trabajo de una asociación de Concud que engalanará su pueblo. Al mismo tiempo prepara otro trabajo de grandes dimensiones para un edificio nuevo de postín, y por allí queda ese otro tercer cúmulo de piezas que el artista expone, entre ellas las tres que fueron presentadas en la exposición Desde la sombra.

Una es un díptico pintado por el fuego, donde a la minuciosidad y a la pericia se les une la levedad de un solo trazo suficiente, el impulso de una sola idea. Es inevitable saber que lo ha hecho alguien de mirada sosegada y limpia, o darse cuenta de que esa manera de trabajar es ya un modo de ser. Otra de las piezas también tiene algo de culinario. Además de un hermoso juego de figuras rectangulares, de piezas mínimas alternadas con exquisito equilibrio, la cosa, por el movimiento de las porcelanas, tiene algo de repostería abstracta, un impulso a sentirlo también con los demás sentidos, incluido el tacto, que obliga a un ejercicio de suprema delicadeza, un poco por sentir la calma que transmiten y otro poco por no ser un manazas. Especial admiración me produce una pieza exenta, como un animal rupestre cuya piel está tatuada de espuelas mudéjares y rematado con un cuerno de bronce.

Al ver el mural de Concud, lo que nos daba que hablar era el hecho de que sean los vecinos de un pueblo los que asuman retos estéticos para sus calles. Al ver esta otra pieza personal, pienso en todo lo que significa para un artista poner los cinco sentidos y crear piezas de las que sentirse recompensado, con las que sentirse explicado. Una voluta de humo muy delgada, como un trazo japonés, sale de la cazoleta de la pipa cuando le comento lo mucho que me gusta. Fernando sonríe y se levanta del taburete: no sólo controla el color del fuego sino también su tiempo. El craquelado no debe parecer cruento, más bien una hermosa celosía tras la que se esconda la delicadeza. Fernando limpia sus largos dedos mojados en yeso con un trapo de algodón. Es hora de sacar la pieza que nos comeremos con los ojos.

A Fernando Torrent le gustan las nogueras y los ailantos. Las nogueras las deja que se hagan viejas, pero a los ailantos los mantiene a raya. Fernando pasa de una sala a otra de su estudio y atraviesa un jardín no muy manipulado, un camino entre macizos de especies varias y árboles de sombra. Tiene un sauce muy viejo al que sólo le crecen ya unas hilachas despeinadas. Fernando me cuenta la historia del sauce, las vicisitudes de su existencia, y también para qué se usaban antes las callosidades blancas que les aparecen en el tronco. Luego me da detalles sobre lo difícil que resulta derribar un sauce de más de treinta años sin peligro de las cristaleras. Hay que irlo podando desde arriba, desnudar el tronco y hacerlo rodajas. Fernando calcula las posibilidades caloríficas del sauce, para qué tipo de hermosa porcelana serviría.

La torre helicoidal de Gonzalo Tena


Gonzalo Tena pinta con una aguja de hacer media inclinado sobre su mesa de trabajo. Parece un Jackson Pollock de mesa camilla, sin olor a trementina, sin chorros de tinta por las paredes. Gonzalo Tena tiene su estudio moderadamente recogido, todos los colores juntos en un sitio, todos los papeles blancos en otro. Usa una de esas agujas de color gris y con un tapón rojo en la base, muy fina, doblada no más de 45º por encima del puño, de modo que es como si Gonzalo Tena pintase con el cañón pelado de una pluma, con una antena rematada en una bola roja que vibra cada vez que el pintor tintinea en un plato de cristal con la punta de la aguja.
Está trabajando en una larga serie de piezas relacionadas con la alquimia. Es su trabajo de verano, formatos pequeños, para no mover los brazos más que si leyese un libro y anotase cosas en los márgenes. Con la punta de la aguja va trazando diminutos gusanitos de color dorado que empiezan a poblar la superficie negra del papel como un cultivo bacteriano. No es su estudio de pintura, decididamente, el de alguien que tiene que explicar las cosas abriendo mucho los brazos. Gonzalo Tena va apoyando los dedos en diferentes sitios mientras habla y cruza mucho las piernas y pliega su cuerpo como si se hundiese en sí mismo, y explica por qué él no pinta en vertical sino en horizontal, y concretamente por qué lo hace con una aguja de hacer punto que tintinea en el plato. Ya vendrán los fríos y los pinceles gordos. Ahora Gonzalo Tena veranea en una minuciosidad de monje europeo, en la escrupulosa acumulación de elementos minúsculos, una ascética de la minucia que es la misma con que mira un cuadro de Brueghel o lee un libro de Gertrude Stein.
A propósito del primero, Gonzalo Tena escribió un ensayo delicioso en el que refutaba con prosa de buen poeta un idea que en su día lanzó Juan Benet: que la Torre de Babel que pintó Brueghel es helicoidal. Tena está seguro de que es espiral, y encuentra la prueba en un ventanuco minúsculo del cuarto piso, un hilo del que estira lo suficiente para componer un hermoso opúsculo de estética y amor a la pintura. Incluso descubre a Brueghel encorvado como se encorva él debajo del flexo, a dos centímetros de la pintura que tratará de terminar antes de la cena. Ese saber mirar lo diminuto parece así dicho no más que un cuento de Borges, pero Gonzalo Tena lo propone en el tiempo, en el estar siendo. La serie que pintó para Desde la sombra invitaba a ello.
Pero lo minucioso es para un artista como los fósiles de mosquito para las compañías petrolíferas: el milímetro cuadrado en el que ya está todo. La diferencia entre erudición y sabiduría quizá sea la misma que la que media entre minuciosidad y detallismo. Hay en los cuadros de Gonzalo Tena algo parecido a la prosa que utiliza en el ensayo sobre Brueghel: la dicción medida, sosegada, que se sabe desbordar cuando llega lo importante, pero siempre con ese elegante distanciamiento que libera a las ideas de molestos ardores del corazón. Las manos limpias y el jersey de lana de Gonzalo Tena no parecen inclinarlo al expresionismo crudo, sino más bien al misterio de la caligrafía china.
De sus primeros escarceos artísticos se escribió un libro de ochocientas páginas, de aquella célebre Trama. Siempre se cita a Tàpies como su mentor, quien por entonces ya decía aquello del único trazo suficiente. Pero Tàpies necesitaba estudios gigantescos. Gonzalo Tena no parece ser de aquellos individuos que necesitan sentirse rodeados de todo lo que salvarían de un cataclismo si les diesen tiempo. No vive en un estudio camarote, ni en una nave industrial. Es una habitación con vistas a la calle, adecuada para que una sola persona no deba dar pasos de más. La postura aovillada de Gonzalo Tena cuando cita a Wittgenstein y sonríe o cuando no muestra demasiado entusiasmo por los objetos de alrededor es la de un hombre que después de comer cruza el umbral de las dimensiones normales y pasa la tarde en la cuarta planta de la Torre de Babel, planteándose una cuestión menor relacionada con los mechinales que sin embargo sirve para ilustrar el portentoso mundo de Brueghel y tres o cuatro de sus verdades.
Hablamos en estos retratos de un solo trazo de artistas que trabajan en Teruel, que aquí tienen el cuarto donde se retiran. El cuarto de Gonzalo Tena es el ático de un zigurat en espiral cuya base es el mundo y cuya última planta Teruel, una ciudad que por lo demás tampoco parece influir en su modo de crear. Tena desecha la idea de un influjo del paisaje en el artista como si su demostración no fuese lo suficiente divertida. Su mundo está bajo ese flexo y la postura de miniaturista queda instalada en su cabeza cuando sale a pasear por la ciudad. Dice Gonzalo Tena que le gustaría pasear por el Louvre como dice que se paseaba antiguamente, como si fuera un bulevard donde en vez de árboles había cuadros. La gente iba allí a charlar y a encontrarse con amigos y alternar, no a mirar religiosamente obras de arte. El arte decora las paredes interiores, los ventanucos de la Torre de Babel, el refinado mundo suficiente. A él se accede no con sonoros aldabonazos sino tintineando con la aguja de hacer punto sobre un plato de cristal.

Reyes Esteban en decantación

El taller de la ceramista Reyes Esteban es un corral reconvertido. Donde antes hubo gallinas, ahora se apilan los troncos para la chimenea. En el lugar de los conejos hay hermosos macizos de flores. El suelo negro de gallinaza está empedrado de formas irregulares. La antigua cuadra tiene una honda pila de fregar con esa madera con estrías que se encaja en el mármol y que ahora es ya tan difícil de encontrar. Las paredes que antes estaban pobladas de aperos son estanterías repletas de botes de productos químicos. Reyes está decantando una tierra sigilata de Celadas por el método grecorromano, con ella tiene previsto empezar un trabajo nuevo. Está drenando la tierra como quien extrae las impurezas de una herida, como quien lava la sangre de la obra que está a punto de crear. Todo en este antiguo corral respira orden y limpieza. No hay dedazos ni manchurrones. No hay trozos de barro arrugados ni tampoco piezas rotas de otras cocciones. Incluso al horno forrado con guata de amianto parece que le han cambiado esta mañana los vendajes.

Ya tuve esa misma sensación cuando, nada más entrar a la exposición Desde la sombra, a la izquierda, vi las dos piezas que Reyes había presentado. Una, titulada Muros, era una serie de ocho piezas alargadas, algo más abajo del centro de las cuales sobresalía del panel rojizo una cerámica de porcelana, como un azulejo sin brillo, terroso, de líneas blandas dentro de las que, sin más cromatismo que la sombra del relieve, se podían ver motivos claros, reducidos a sus líneas esenciales: los frutos de un árbol, las líneas del mar, el pequeño ventanuco en la fachada alta, otro árbol sin frutos, una sala vacía, un escalerilla, algunos de ellos habitados por un personaje de cuatro palotes y cabeza redonda, un ser atormentado y tierno que en aquella superficie tan clara mostraba la esencia más cercana de su drama, la que reconocemos sin dificultad.

La otra obra, Mudar la piel, eran dos piezas de cerámica onduladas, puestas en paralelo, en dos tonos muy contrastados. Nada chillones, eso sí. Son tonos de sosiego, tonos piedra, recogidos y otoñales, por más que ella no los hubiera vinculado conscientemente al paisaje que los rodea. Reyes vive en Celadas. El camino que la une con Teruel, nada más abandonar el Polígono, es ese mar de tonos pardos y cielo limpísimo que se prolonga, alternando el rojo intenso de las arcillas con el blanco de la cal, por toda la hermosa ribera del Alfambra. Esta es tierra de poca lluvia y toda junta. Los huertos se riegan con pozos artesianos, las calles están dispuestas para aprovechar la sombra. Todo hay que ir a buscarlo dentro de la tierra, no tanto en su superficie. Las líneas ondulantes de las lomas tienen esa misma dura levedad con que Reyes Esteban había dispuesto esas dos planchas onduladas, sostenidas por el canto, jalonadas por dos rocas volcánicas y con un figura humana de porcelana, perfecta en sus escasas dimensiones y con el elocuente hieratismo de los modelos científicos. En la parte exterior de las planchas, pintada de oscuro, cruzaba y las dividía en dos la línea del ritmo cardiaco.

En su estudio de Celadas, encima de la mesa de modelar, hay otra pieza de aire parecido. Una gran teja craquelada a la que estaban en disposición de ascender, con una cuerda de nudos, tres figuritas humanas. Las figuras son tan buenas que me siguen invitando a ver la obra desde su punto de vista. Es fácil ver la larga cuerda desde abajo, el vértigo de una escalera demasiado alta, la soledad del lado interior. Es fácil entrar en la dimensión de la obra. La limpieza de formas es también una limpieza de métodos y de objetivos. Igual de limpia la distribución de las piedras y de las figuras que las reflexiones que nos transmiten. Y tanta claridad solo se sostiene a base de contundencia. Los símbolos que usa, las líneas narrativas, escapan a la identificación inmediata, dicen algo que solo explica su contemplación, no su desciframiento.

Reyes Esteban se sienta en el antiguo corral que ahora perfuman los macizos de lavandas y habla de que no se conforma con la corrección formal, a pesar de que se pase la vida peregrinando por maestros ceramistas para aprender nuevas técnicas de ellos. Reyes, sobre todo, quiere decir, más incluso que ser contemplada. Sus ideas pulcras, a prueba de contaminaciones (algo que más de un disgusto le causó a su pueblo), llegan a la obra en perfecto estado de salud. Su armonía de formas es a prueba de toxinas. Y sin embargo reflexiona sobre tóxicos tan potentes como la soledad o la existencia. Reyes da largos paseos por los cerros entre los que siempre ha vivido. Por ellos busca trozos de metralla de cuando la guerra, una afición que heredó de su padre. Muchos de ellos adornan las ventanas de este viejo corral reconvertido en taller de artista claro. Sus formas, tal y como quedaron después de reventar, con los flecos del desgarro, están colocadas de manera que a uno también le apetece entrar en ellas, en su significado real y en su apariencia estética, dos lados del arte que Reyes Esteban sabe decantar con métodos milenarios.

Prohibida la línea recta


Hay personas cuyo rostro es capaz de mostrar severidad sin abandonar un gramo de inocencia. Es el caso de la grabadora Caterina Burgos cuando me explica por qué le tiene tanta alergia a la línea recta. A veces le parece poco la mano alzada. Piensa que algunos artistas necesitarían trazar dibujos con la mano izquierda, para recuperar la esencia de lo que ellos mismos eran antes de que la edad adiestrase su imaginación. Y algo parecido, esa misma seriedad en medio de la transparencia, veo en sus dedos cuando dibujan en el hierro con una punta seca. Mete la primera falange del dedo índice como aquellos alumnos que apretaban tanto con el boli que las hojas se les alabeaban. Caterina esculpe una línea no recta sobre la superficie de metal, va dejando tras el buril una estela de esquirlas diminutas. Pero la suya, naturalmente, no es una línea simplemente no recta. Hay una sola línea recta para todos los seres humanos, y otra no recta para cada uno de ellos. O por lo menos para quienes se saben expresar con ella.

No hay vuelta atrás en el arte de la grabación. Aquí no puede borrarse nada, de ahí que los grabadores necesiten trabajar con series, tanto de diferentes grabados sobre un mismo tema como de diferentes pruebas con un mismo grabado. Es como si un escritor estuviera obligado a no corregir nada y a terminar su texto en un tiempo y un espacio muy determinados, pero le estuviera permitido repetirlo cuantas veces desease, hasta que saliera la página fresca, suficiente, clara y profunda, densa y sencilla. Así es el trabajo de un grabador por razones físicas y estéticas, y acaso también de temperamento.

Caterina Burgos trabaja en una mesa blanca entre grandes luminarias. La amplia sala con vistas a las hojas de los árboles está presidida por un hermoso tórculo. Caterina se deshace en elogios hacia la belleza de la máquina. Coloca en el tórculo los distintos papeles blandos como si ajustase unas sábanas almidonadas, y después tira de fibra para dar vueltas a la rueda con la velocidad exacta sin que el hermoso cilindro de hierro (plagado sin embargo de finísimas líneas no rectas) sufra la más mínima perturbación en su trabajo. Tiene algo de compuerta que se abre, de círculo que se cierra.

Acaba de grabar una matriz retocada de su serie Mujeres Escaleras, a mi modo de ver su mejor obra hasta el momento, el motivo en el que confluyeron con naturalidad todas las líneas curvas de la huella dactilar de Caterina. Es ella en las figuras que aún recuerdan la vieja serie Juguetes, en la delicadeza extrema de las escalas, más que escaleras, más bien la forma primitiva de los escalones, unos cuantos palos atados a dos cuerdas paralelas. Esta escalera primordial es obra de la mano y por la mano explica el alma de su dueño. Así que no me extraña nada que, cuando le pregunte por la mejor época del arte turolense, Caterina no dude un instante en nombrar la pintura rupestre. Los ojos se le abren todavía más que de ordinario cuando comenta la perfección técnica de aquellos ciervos bebiendo agua, su extraordinaria personalidad, la condición de seres eternamente vivos.

Aquella serie, Mujeres Escaleras, gozaba además del contrapunto serio del que habábamos arriba, el de la falange muy doblada. Aquellas mujeres no se estaban divirtiendo. Estaban subiendo escaleras que aspiraban a la luz y debajo de las cuales ya sólo estaba el vacío. Aquellas minuciosas escaleras, muchas confeccionadas con ramas tiernas o palitos secos, con la falange sin doblar, con el morro sin apretar, no eran el antes ni el después, eran el momento permanente. Al mirar aquellas obras la sonrisa clara de la ingenuidad se iba replegando en un centro ensombrecido. Las mujeres de cuatro rayas tenían un subir dramático. Porque todas estaban subiendo.

Este verano Caterina Burgos presentó un proyecto de líneas rectas no rectas. Muebles, sillas, mesas, jambas, esquinas, la arquitectura de interior, el objeto que nos mira. El lado más dramático había teñido de negro los lugares de descanso, redimidos tan solo por las inconfundibles líneas de falange apretada que dibuja Caterina. En cierto modo, lo máximo a que puede aspirar un artista es a que sus trazos resulten inconfundibles (un logro, por otra parte, que ha encadenado a más de uno y adocenado a más de otro), y eso es algo en lo que Caterina ya no piensa. Su no rectitud está tatuada en su cerebro, no piensa en ella porque es su expresión propia: si fuese más consciente de ella, la desvirtuaría. Así que la extrema concentración de la artista se centra en multitud de detalles técnicos que no me da tiempo a digerir, y se apasiona con las dificultades casi resueltas en la prueba vigésima de la matriz tercera.

Como no todo podía ser bueno, esta tarde hay una nube en el sitio menos indicado. Caterina lamenta que no entre la luz por las grandes cristaleras viejas para que pudiéramos apreciar un tono blanco anaranjado que enciende los objetos y los pone a vivir. Da la sensación de que desde que entra en su estudio Caterina sólo está preocupada por la luz. Pero esa preocupación determina el resto de su vida.

5.12.10

Pascual Berniz pinta un retrato

Pascual Berniz está manchando, como él dice, un óleo de grandes dimensiones. Pecios de múltiples colores se han adueñado de la tela. Luego, explica Pascual, la pintura, que será un paisaje, irá emergiendo de los colores, los aprovechará, los tapará, los ensanchará: son la base cromática sobre la que este excelente dibujante hará brotar después la obra. Son, digamos, la esencia de la pintura, su sustrato, su alimento, ese mundo de colores atrevidos que puebla la luz clara de su estudio. Se amontonan los grandes retratos perfectos, las piezas más abstractas, los paisajes imposibles, las ilustraciones de La fuerza de una promesa (precioso libro escrito por Toni Losantos que está, me cuenta, en trance de reedición), o acuarelas que son mares como torbellinos de colores, hontanares de combinaciones aparentemente caprichosas, generalmente inusuales, que en las manos de Pascual Berniz adquieren una coherencia que es la huella contundente del artista. Hay que ir con cuidado para no mover de sitio los cuadros de gran formato, enmarcados ya para ser expuestos, de su hija, de su mujer, de sus amigos, porque Pascual, más que pintar del natural, pinta del cordial, de la cercanía, por más que el modelo sirva para una escena de Los Amantes que es como si en el cuadro de Muñoz Degraín se hubiera encendido la luz, hubieran quitado los cirios y los curas, los muebles pesados y los mantones, como si el artista hubiera tenido suficiente con el acto de besar, un plano medio de dos cadáveres enamorados, tan restallantes, tan vivos y luminosos y serpenteantes, tan latentes y espirantes que uno se olvida de la circunstancia de la muerte para disfrutar de la circunstancia del sentimiento. O bien abre cartapacios llenos de acuarelas, ese arte simple y difícil, por el que todo el mundo empieza pero que sólo pueden cultivar quienes tienen un dominio superior de la forma, quienes prevén, antes de tocar el cartón con el pincel, cuál será la curvatura de la gota. El óleo tiene vuelta atrás, pero las acuarelas no. Y quizá por eso Pascual Berniz pinta como si se estuviera dando un baño, o eso me sugiere su hermosísima serie de Ofelias, donde se mezcla el hiperrealismo acuoso, virguloso, con los paisajes imposibles.

Pero son Ofelias vivas y felices, porque, repito, en Pascual todo está vivo, y me atrevería a decir que todo es feliz. La suya es, como decía Cicerón, una curiosa felicitas, o sea, y literalmente, una abnegada feracidad, una limpia fecundidad, un estado de permanente creatividad que quizá no deje espacio para el dolor. Lo pienso viendo un hermoso retrato femenino, una mujer de cabellos grises y párpados cerrados, un intento de abordar el frío y la desolación de la vejez del que sin embargo emerge la belleza cercana y conmovedora del ser humano que ha vivido mucho.

No es mal defecto estar poco capacitado para el tormento, desde luego, pero tampoco estoy seguro de que sea así. La felicidad reinante es, sobre todo, el efecto que causa en mí, yo que soy más bien dado a los tonos poco llamativos, a las gamas reservadas, y que solo disfruto con los estallidos de color cuando son incontestables. Cuando decimos, por ejemplo, que el rosa chicle no mezcla con el verde ciprés, en realidad asumimos que casi nadie sabe hacerlos mezclar, hasta que vemos a alguien que los junta como si siempre se hubiesen llevado bien. Cuando le pregunto de dónde ha salido esa extraordinaria luminosidad, esa fiesta sin chillidos, esa claridad, Pascual Berniz toma aquí y allá de su extraordinaria sabiduría artística, pero también habla del paisaje de los Monegros, su tierra natal, y todavía me resulta más extraordinario que semejante pirotecnia sin ruido, tal fragosidad sin forzamiento haya sido interiorizada en el paradigma del secarral. Las cosas, claro, hay que verlas de cerca, hay que sentirlas y olerlas y vivirlas, en este caso para descubrir su auténtico color.

Pascual Berniz no trata mucho el paisajismo canónico (debajo, en las manchas, ya está toda la sabiduría clásica habida y por haber), pero ha respirado mucho paisaje. Como pintor le gustan esos centímetros cuadrados de pintura realista que aislados forman impresionantes pinturas abstractas. Me habla del cuerpo de Leight Bowery, el modelo de Lucien Freud, o de la raya blanca gruesa que pintó Velázquez en la casulla del papa Inocencio, y que de lejos parece un estudio científico de los tornasoles de la seda. El realismo es algo que se intuye, que se ve de lejos. La verdad de la pintura está sujeta a otra gramática. Su potencia, el tuétano de que está hecha, sigue normas en las que triunfa la materia del color, no el simple parecido. Y el color fue macerado en los ojos de Pascual allá en los Monegros o en la masía de Allepuz en la que vivió tres años, Ofelio bañado en la inmensidad.

Mediada la entrevista, el realizador, José Miguel Iranzo, sugiere a Pascual Berniz la posibilidad de filmarlo en plena faena, o haciendo como que traza una sombra, o raya en un cuaderno de bocetos. Pascual sigue con su amena charla y sin pensarlo pide al entrevistador que pose para él. En cuestión de tres minutos, como una flor rodada a cámara ultrarrápida, la cámara ve aparecer el rostro del entrevistador en medio de un revuelto de colores. Yo sabía de sus dotes repentinas por los excelentes retratos que improvisa en las sesiones de Versos del jardín, pero esta vez la impresión no era solamente admirativa. La única diferencia entre mi rostro y aquellas pinceladas gruesas es que en el cuadro se veía el mejor lado de mí mismo. No mi perfil más favorecedor, sino lo mejor de mi persona.

4.12.10

Diego Arribas entre las alpacas

El escultor Diego Arribas carga alpacas en las cercanías de Rodenas. A lo lejos se ve el pedrusco dramático del castillo de Peracense. Huele a paja recién segada, a los tomillos y las jaras, frescas de alguna tormenta breve. Se oyen las chicharras y el zumbido fugaz de una moscarda. Diego apila las alpacas en forma de escultura. Con forma sugeridas por el entorno, nacidas del paisaje, las fotografía y las vuelve a desordenar. No usa máquinas ni ayudantes. Carga él solo las alpacas apoyándolas contra los muslos, las apila con sus grandes manos de escultor, altura tras altura, de modo que las necesidades de su trabajo en soledad van creando nuevas formas, escaleras que desaparecen conforme aparece la obra. Para crear el objeto tiene que ascender a él con estrategias propias de la lógica y la soledad. Es esta soledad, este intenso acto sin fisuras, como si con el círculo de alpacas ascendiera un tiempo delimitado y a la vez eterno, el momento del esfuerzo desbordante, la hora de descargar las ideas y vivir en ellas.

El gran círculo de alpacas tiene siete pisos, cinco filas de balas de metro y pico de largas y más de medio metro de profundas y de largas. Por fuera da la sensación de un tabique de bloques de adobe sentados a matajunta, pero Diego no ha roto una sola alpaca, lo que le ha obligado a colocar dos filas de alpacas en el sentido de la circunferencia y otra cruzada en los extremos de la hilera. Me imagino sus cálculos sobre la arena, las medidas de un objeto imperfecto para que cuadren en un círculo perfecto. Y, por otra parte, no sé cuáles son las medidas de las alpacas, pero todo el mundo sabe cuál es el verdadero peso de la paja.

El gran círculo está roto por una elegante abertura sin dintel, como la entrada a un templo esotérico, a un laberinto mitológico. El círculo sin techumbre, como la parte indestructible de una ruina, no tiene más pisos de alpacas porque excedería las medidas del paisaje. Está situado en mitad de una era, el lugar donde llegaron las espigas. Ese círculo está hecho con la técnica de cuando las eras ya no fueron necesarias, cuando los trillos empezaban a decorar las mesas de los bares y un mastodonte de hierro devoraba el cereal y lo arrojaba en paralelepípedos irregulares. Luego vinieron las alpacas circulares, con las que, curiosamente, no habría podido construirse un círculo tan limpio como este.

Detrás de la era ya sólo se ve una llanura de bancales sin labrar, un horizonte muy recto de cañas diminutas. En el inmenso campo hay algún árbol perdido y en el inmenso cielo una sola nube pasajera que viaja como un humo migratorio. Si alguna ermita se ve a lo lejos, tampoco excede las proporciones que respetó el artista. Uno dudaría entre pensar si es una obra de arte moderno o una tradición milenaria. Al inmenso azul y al amarillo secano les sienta como de molde. No se trataba de levantar solamente una obra de arte, sino algo que brotase del propio paisaje, que fuera natural en él.

Acabada la obra, Diego la deshizo y volvió a poner las alpacas en su sitio, en el lugar donde una máquina las recoge para que los hombres den de comer a los animales. Las intervenciones de Diego Arribas en el paisaje turolense son efímeras. Las podemos presenciar, no contemplar. Contemplar es ver en el tiempo, en el mucho tiempo, en las distintas estaciones. Habría sido interesante dejar que el ganado voraz, el fiemo y el cambiante clima las erosionase, las fuera derrumbando y la dejara como las tapias desdentadas de las parideras, hasta que al año siguiente, durante el mes de agosto, fuera costumbre levantar una construcción parecida y celebrar dentro de ella el final de la siega. Seguro que una forma tan perfecta tiene un grado de frescor inesperado.

Diego Arribas no busca paisajes que no hayan sido recreados por el hombre. Los bancales del Jiloca, las minas de Ojos Negros, los bosques de chopos cabeceros. Son paisajes hollados por la cultura, pintados por las mieses, esculpidos por el hierro. Pero lo efímero solo guarda la recompensa de la destrucción. Otras obras como la que presentó en la colectiva del Museo, Cada paso que das, son más duraderas. Eran quince placas de pizarra que por su tamaño recordaban al de las traviesas negras de aceite y de hollín, pero estaban más juntas, como las de una pasarela para cruzar un estanque. En la primera había trece líneas rojas rectas de diferente inclinación, y en la última solo dos, a un lado de la traviesa, allá donde los cruces y las pérdidas y los hallazgos habían llevado al resultado esencial, al único camino que nos queda.

Será posible disfrutar y meditar paseando junto a esta pieza, siempre que se exhiba, pero ya sólo veremos en fotos el hermoso templo circular de las alpacas. Acabada la pieza, fotografiada, Diego procedió a dejar cada bala donde la había encontrado. Otras manos y otras máquinas las irán apilando en formas cúbicas, pero dentro ya no se podrá estar.

2.12.10

Las alas de Carmen Escriche

Al llegar a Perales del Alfambra la carretera ya ha ascendido al altiplano. Detrás del pueblo se prolonga una hermosa carreterilla, recta, estrecha y ondulante. La línea blanda de los altozanos contrasta con el suelo pedregoso, dividido en retales de amarillo ya segado, o de tierras grises en barbecho, o de lomas pardas y de ricios. El cielo sin estorbos tiene el tono cárdeno de las tormentas. De vez en cuando, en lo alto de un montículo, una ermita con algo de palomar, cuadrada, de contrafuertes excesivos y cimborrio de iglesia mayor, se queda sola en el horizonte pelado. Otras veces el camino coincide con el curso del Alfambra y se ve alguna chopera.

Ese paisaje sin apenas nada, serio y frío, tiene una cercanía peculiar, como una crudeza doméstica. Rillo es uno de esos pueblos escondidos entre lomas, encaramados tan apenas a una ermita, o a la elegante torrecilla de la iglesia. La tierra es parda y la tormenta le da más nitidez a los rastrojos. Es la tierra, solo la tierra. Nada más entrar en el pueblo hay una de esas cocheras altas para meter tractores, y dentro un taller lleno de útiles de herrero, una mesa de tubos, una máscara de soldador, una radial con discos de diamante, y yunques y gubias y martillos pilones. Hay planchas de hierro apoyadas en aperos de labranza, y en una pared, colgadas de un gancho, vi las alas de insecto de hierro que estuvieron instaladas en la barbacana del Óvalo durante algún tiempo, y que sin duda es uno de los más bellos ejemplos de mobiliario urbano que hemos visto en décadas en nuestra ciudad. A las autoridades no se les ocurrió que esas alas tan grandes como ingrávidas, de coleóptero que no hubiera perdido la delicadeza, las alas del Ícaro que llevamos dentro, esa invitación a ver lo grande y lo hermosa que es la vega y ese toque de impulso centrífugo tan característico merecían haberse quedado allí para siempre, y no languidecer plegadas en el mismo clavo que unas colleras viejas.

Carmen Escriche* guarda esas alas y alguna que otra joya de hierro que va tomando color a oscuras. Al margen de que podamos seguir su obra expuesta, cuesta creer que sólo unos pocos pueblos avispados hayan emplazado alguna de sus esculturas. En la pasada muestra de Desde la sombra, una de las estrellas fue su espléndida Ataduras, un gancho mellado, ablandado, golpeado, con el retorcimiento de una clave musical, herido por las cicatrices de las soldaduras, del que cuelgan ramas de alambre grueso, petrificadas a favor del viento como esas sabinas a las que no dejó de pegarles el cierzo ningún día de su paulatino crecimiento. Era el movimiento de los hierros, la levedad metálica, pero también la mano que esculpe, retuerce, aproxima a la idea original, lucha por conquistar lo decidido.

Entre escoplos y martillos y yunques viejos hay en el estudio de Carmen Escriche fotografías de objetos útiles que envejecieron, cadenas oxidadas, muertas en una curiosa postura, candados dramáticos, chatarra lírica. Carmen viaja con una cámara y va guardando piezas abandonadas. No le interesa tanto la rejería de la catedral como los tubos de hierro de las empacadoras. Observa las máquinas del campo, hurga en las ruedas dentadas, estudia las curvas del aladro, y en ese taller, entre chispas y ruidos de sierra, Carmen Escriche somete sus fotos a dibujo. Se toma muy en serio los bocetos porque para ella la satisfacción consiste en acercarse a los proyectos con rigor y honestidad, no al pairo de las siempre pobres ocurrencias, que para ella no son nada.

Carmen viste ropas azules, como un mono moderno, con vaqueros manchados de óxido y una camiseta de Kukumutxu. Sin quitarse la escafandra de soldar, levantando solo la visera, me enseña el boceto definitivo (tiene docenas) de la obra en la que está metida, un monumento a la cama pensado para descansar eternamente en un alto a la entrada del pueblo. Carmen estaba soldando unas planchas de hierro de dos milímetros de gordas y me cuenta que, salvo las patas, la cama será de hierro mullido. Eso dijo, “hierro mullido”, quizá la expresión que mejor la defina de cuanto llevo escrito sobre ella. Está a mitad de faena, habla con la seguridad de quien trabaja sobre decisiones ya tomadas, pero respeta la incertidumbre del proceso. Apenas se centra en cuestiones generales, que ya las resolvió al principio, sino en el arte de la fabricación. Eso sí, cada soldadura es una cicatriz modelada con mimo. Cada bollo que le hace al hierro está medido con mano de joyero. La herrumbre que los baña les da un toque duro y cercano, lo mismo que a los bancales que tenemos alrededor.

Le vuelvo a preguntar por las alas. Le pregunto con qué criterio cree que los gobernantes se plantean el desarrollo estético de una ciudad. Carmen Escriche no pierde mucho el tiempo en vaguedades ni en verdades desesperantes. Ella lo que quiere es trabajar, mantener sin descanso la inspiradora continuidad, dar martillazos sin interrupción. Se está haciendo de noche y Carmen me enseña más bocetos apoyada en la puerta de una paridera vieja. Dentro hay dos perros que ladran un poco y después se callan. Hay mucha faena por delante. Carmen dejó el mundo de la ocurrencia metropolitana y se vino a estas tierras sin concesiones. Me lo está contando con la firmeza con la que sabe qué es lo siguiente que debe hacer con esa plancha de hierro doblada. El artista debe trabajar. El artista debe dejarse de tonterías y de frases profundas y darle al mazo. El tiempo que otros pierden en teorías urbanas ella lo gana en esa capacidad que tiene para sacar lo más leve de lo más duro, la delicadeza de lo herrumbroso. Detrás de nosotros están las alas, que no han perdido el color.

*Este verano anduve colaborando en un documental sobre arte contemporáneo en Teruel. Tuve la oportunidad de visitar los talleres de diez artistas, y de cada uno de ellos escribí una entrada que en principio tenía otro destino pero que de momento voy a colgar en este guardamuebles.

30.11.10

Pocapena en Cuenca


El amigo Rodolfo López Isern, cuyos excelentes ensayos sobre pintura (y no pintura) suelo degustar, se ha llevado a Pocapena a corretear por los blogs de la parte de Cuenca, y de paso me ha regalado esta entrada:


25.11.10

José Gonzalvo

Al día siguiente de la muerte del escultor José Gonzalvo, leí en el estupendo blog Pequeña edad de hielo cómo la noticia apenas había tenido eco en la prensa aragonesa, y un poco más en la valenciana. Tengo la sensación de que esa es una buena clave para situar la obra de José Gonzalvo, él que siempre hizo del hecho de ser aragonés un principio estético: el concepto que en Valencia se tiene de la palabra artista no es tan cicatero como el que tenemos aquí. Basta leer las necrológicas que han aparecido estos días, o los comentarios a las necrológicas, para darse cuenta de la soledad en la que decidió desarrollar su obra y, en paralelo al volumen de sus encargos, el desdén generalizado que produjo.

Las razones de ese desdén son de variada índole. La estética de José Gonzalvo nos remite sin remedio a las parroquias de los nuevos barrios del desarrollismo, o al taurinismo monumental de Venancio Blanco, a una época de mañana seca y soleada y al fondo un terno gris. Los artistas del hierro que conozco lo empaquetan en esa época y en una proliferación de costumbrismo hierático, como una versión de andar por casa y por la iglesia de Pablo Gargallo, con esa imaginería de propaganda industrial de entreguerras que en la distancia se confunde demasiado con las circunstancias históricas en las que fue creada. Le achacan la tipología folklórica de sus figuras, la insistencia en el popularismo acrítico, por decirlo suavemente, y entre silencios como sombras lo dejan bajo el capote de los artistas taurinos, que siempre suenan a cosa provinciana y menor. Hasta en los premios que le concedieron a finales de los 80, después de los cuales llegó el olvido, se insistía en que lo de Gonzalvo, más que prestigio, era mérito. “Esto tiene mucho mérito”, decimos cuando consideramos algo inferior.

Desde luego es comprensible que si juzgamos a un artista del hierro por comparación con Pablo Serrano, la verdad es que tiene muy poco que hacer, por no hablar de aquellos otros que han seguido sendas comparativas más cercanas a Oteiza o Chillida. Gonzalvo está, en este sentido, en una posición incómoda. Tengo entendido que él mismo fomentó con su potente personalidad la engañosa prueba de ser comparado con los grandes. Siempre tuve la impresión de que el artista no acababa de entender ese desdén: había hecho del arte profesión de fe, nunca mejor dicho; había colonizado su tierra con sus esculturas; entendía la monumentalidad como algo inteligible para el ciudadano común, cercano a él, y por eso Gonzalvo, a su vez, desdeñaba las aventuras conceptuales. Quizá –ojalá– murió pensando que su honestidad figurativa, de “un expresionismo no deformante”, como dijo de él Camón Aznar, era víctima de una contemporaneidad demasiado indulgente con sus propias ocurrencias y demasiado exigente con las deformaciones. La realidad, me temo, es que no se le llegó a considerar artista, o por lo menos más artista que un autor local, con ese acomplejado, un poco sádico desprecio que tenemos a las cosas que nos parecen igual de pequeñas que nosotros.

Y la realidad es que no sólo lo fue sino que vivió artísticamente y cumplió como ninguno con lo que podríamos llamar la función real del arte. Las esculturas de Gonzalvo, sus carboncillos de hierro, sus colosos simples, podrán o no gustar, pero nadie les puede regatear que colonizaron un espacio humano con un sello muy marcado (los toros de fuego ya nos los imaginamos como sus dibujos o sus esculturas) y que consiguieron que la escultura pública protagonizase los entornos y jalonara la espectacular recuperación de un pueblo como Rubielos de Mora. Es decir, hizo arte en su pueblo para sus vecinos, al socaire de sus ideas, naturalmente, y de un concepto del protagonismo del arte en la vida de los ciudadanos que convendría reivindicar.

Yo no sé si en el periódico de su provincia aparecerá algún serio dictamen profesoral sobre la verdadera dimensión de su obra, que es el único homenaje que se le puede hacer a un artista, pero creo que es esta condición de artista en un espacio la que se debe juzgar. La que incluso debió juzgar él cuando, a tenor de las notas biográficas, se empeñó en reivindicarse no con su situación artística en el mundo sino con su currículo. Quizá si no hubiera pretendido ser tan importante se le habría concedido más importancia, pero lo de veras importante, lo que debería quedar, era su trabajo para el entorno y al margen de los gustos artísticos, mucho más centrado en su aparatosa y leve función ornamental.

Y esto resulta interesante cuando hablamos de una época en la que la recuperación arquitectónica de los pueblos es una obligación de las instituciones y, sobre todo, cuando los artistas ya no sienten ninguna necesidad de salir de su pueblo para desarrollarse con toda plenitud. Otra cuestión, que ya es materia de historiografía, es en qué medida Gonzalvo monopolizó cierto concepto de la ornamentación monumental. Trabajó a destajo, y a diestro y siniestro encontramos obra suya. El dictamen pericial dirá por qué, pero a mí me interesa de Gonzalvo otra cuestión que no tiene que ver con implicaciones históricas ni de gobiernos locales.

El arte no es solo el arte global. Los ancianos de una plaza no se merecen una obra creada para impresionar a otras personas que no sean ellos. Cuando vemos las esculturas de Gonzalvo entendemos el tejido social en el que habitan los ciudadanos a los que les gustan. Y eso creo que es esencial en el desarrollo de una ciudad, que toda clase de ciudadano tenga su representación estética. Necesitamos autoridades que encarguen monumentos, y a monumentalistas muy diversos que con su propia sensibilidad encajen en el paisaje por donde pasea la gente común. El artista que trabaja en un ámbito concreto, con un público definido, tiene un margen de maniobra muchas veces superior al que tan solo aspira a la gloria. El que decide su camino y construye a su alrededor un mundo propio, aunque los críticos le den la espalda, creo que puede sentirse satisfecho, sobre todo si nunca ha dejado de trabajar tan solo en aquello que más quería. En el caso de Gonzalvo, además, no me imagino un trabajo iconográfico serio sobre el Teruel de los años setenta sin alguna de sus obras. Supongo que a eso se le llama pasar a la historia.

21.11.10

Épica atemporal


No sé de dónde me salió a mí eso de la "épica atemporal" pero el caso es que lo dije, con hiato y todo.

9.11.10

Pura pintura


Uno de los más felices hallazgos del modernismo teológico de la época de Henri Bremond fue el concepto de poesía pura, no en el sentido abstracto, estilizado, deshumanizado que vendría después de la eclosión de las vanguardias, sino como el resultado de un proceso místico de despojamiento y de abandono. Lo primero, el despojamiento, era una consecuencia de la contemplación, de la búsqueda en el objeto, de la eliminación de aquella parte de su presencia que enmascara su realidad íntima. Lo segundo, el abandono, era un método místico mediante el que el poeta, como fue al principio de la poesía, entraba en un cierto trance, se convertía en médium que traducía la voz de la divinidad a lenguaje humano. Es lo que los antiguos llamaban el vate, el intermediario, el revelador de secretos oscuros, instrumento de su propia creación, como si la realidad hubiera incubado en él y lo hubiera utilizado para nacer. El vate es alguien que se atreve a llegar al terreno de la creación para expresar lo inefable. Así, el poeta puro piensa y ve poéticamente, y eso no quiere decir que a todo le saque su porción romántica de belleza, sino que todo lo ve desnudo de otra cosa que no sea poesía.
Todas estas consideraciones las podemos aplicar a la poesía pura desde principios del siglo XX pero tendemos a planteárnoslas como algo general, como si el concepto poesía pura no estuviera incardinado en el tiempo y hubiera conseguido convertirse en categoría estética intemporal. No exige un determinado método poético, más allá que el de la metáfora y la búsqueda del conocimiento sensorial, completo, y por eso mismo no definido. Poesía pura se consolidó como una forma de hacer poesía y sólo poesía que retrospectivamente puede ser aplicada a determinadas formas poéticas de casi todas las épocas de la literatura.
En España el dueño del secreto, el vate de la poesía pura, fue Juan Ramón. Si en su época alguien hubiera hablado de poesía abstracta, nadie lo habría identificado con la poesía pura. Todo lo contrario. La abstracción es la materialización simbólica de una idea, y la poesía pura busca la expresión primigenia, inocente del ser humano. La abstracción deshumaniza lo que humaniza la pureza, podríamos decir. Lo que para unos eran manantiales de pureza, la poesía tradicional, para otros, más abstractos, más modernos, era lo superado, lo antiguo, lo muerto.
Pero esa suerte no la tuvo la pintura. Lo contrario de aplicado, circunstancial o meramente figurativo (o meramente abstracto) no fue la pintura pura, un ripio que no se suele pronunciar. Cuando murió Balthus, Xavier Valls le dedicó un obituario que se titulaba así, Pintura pura, donde dice algo que a Ramón Gaya le viene como de molde: “Quizá por el hecho de que su pintura se alejaba del surrealismo y que en aquellos años la no-figuración se iba extendiendo como única forma de la 'modernidad', su concepto de la pintura se distanciaba de las corrientes que imperaban”. Al propio Balthus, para quien Rilke fue lo que Juan Ramón para Gaya, se le tuvo siempre por una especie de místico, de oficiante, y siempre se insistió en la profundidad y el clasicismo como dos formas no comprometedoras de llamar a esa pureza.
Recuerdo todo esto al terminar la lectura de El arte como destino (pintura y escritura en Ramón Gaya), de Miriam Moreno, un acercamiento filosófico a la tarea creadora del pintor. Ramón Gaya se presta a la exégesis. Su literatura es densa, poética, prospectiva. Lo que, por puro divertimento, hice ayer con el “color caballo” es algo que puede hacerse de cada una de sus páginas y casi de cada una de sus frases. Tanto en sus escritos como en sus cuadros hay una realidad concentrada (eso que él llama extremosidad), un grado de contemplación tan completo que como presencia real, como ser vivo es una sensación que se prolonga y refunda los motivos de contemplación.
Miriam Moreno describe este proceso pictórico en unos términos que también podríamos aplicarlos al proceso poético, y se apoya en aquellos autores que, bien porque influyeran directamente en Gaya, bien porque formaban parte del mundo intelectual en el que se formó, mejor explican el alcance de su gnoseología. Las figuras de Nietzsche, Unamuno, Zambrano y Ortega le sirven para explicar o contrastar el fundamento filosófico de su pintura. Y sobre todo, a mi modo de ver, la de Juan Ramón Jiménez.
El platonismo orteguiano de María Zambrano le lleva a hablar del “pathos de lo oculto” en el proceso de conocimiento, “la condición visible que no agotándose en lo que ofrece, reclama, clama por ser revelada”, esto es, la aletheia que tanto usaran Ortega y Heiddeger. Esta búsqueda de la luz implica un camino de perfección. “El pintor se sacrifica, afronta el riesgo del abismo sin garantías de éxito”, aspira al arte natural, no al arte realista, al arte que no sólo está revelado por la naturaleza sino formado por sus propias leyes naturales, las de la propia pintura, no las de su agente intelectual.
Hay mucho de místico en esta búsqueda, y así se consigna, hacia el final del libro, cuando la autora vuelve a la tradición de San Juan. Pero también hay algo muy del tiempo que tocó vivir a Ramón Gaya. En los primeros decenios del sigo tuvo lugar un violento reajuste del término distanciamiento. Cuando los modernistas jugaban al quietismo, en realidad estaban en una disyuntiva: o se planteaban el arte como algo exento, bañado en su condición artística, como una joya en una vitrina (con todo lo que ello implica de pensamiento cínico), o le daban un sesgo moral a esa distancia, esa frialdad fingidamente despiadada que ha ocupado buena parte de la estética del siglo, o bien se dedicaban a la contemplación prostectiva, indagatoria, activa. Llegados al año 25, con La deshumanización del arte, que Moreno aborda más por extenso, estos juegos teosóficos se convierten en una mirada ajena. La distancia ya no es la que necesita Velázquez para representar la realidad pura, sino la que necesitan las vanguardias para extrañarla, considerarla en términos abstractos pero no verla ni mucho menos acompañarla o comprenderla. La dialéctica entre despojamiento y abandono, es decir, por un lado, el camino de perfección, el rigor estético que requiere llegar a la fuente Castalia, un camino que, como decía Virgilio, es muy empinado y está lleno de piedras, y por otro la catarsis, el transporte poético, la hiperestesia total, el estado de gracia para conocer, no se prolongó en las vanguardias, que salvo raras excepciones se arrojaron a lo que yo llamo abandono y se despreocuparon de la rigurosidad, incluso la consideraron nociva, como considera nocivo un niño al padre que le enseña a no enjugazarse. Por eso Gaya dice muchas veces, y así lo recuerda Moreno, que el arte es labor apartada, fuego apartado, que diría el otro, y en ese apartamiento poco importan las épocas o la volátil modernidad, poco importan los tiempos efímeros, concretos, cortados, tasados, destruidos como decía García Calvo que destruimos el tiempo al mirar el reloj. El terreno del arte es otro, y su temporalidad solo depende del proceso de conocimiento de quien se arriesgue a tratar de revelarlo, pero eso no lo hace símbolo de ningún momento, ni mucho menos anula nada que pudiera haber sido creado antes o después, antes bien dialoga con ello igual que Ramón Gaya concibió sus homenajes, para charlar en un salón de pintura sin reloj.
Esa misma dialéctica del conocimiento místico, por así decir, despojamiento y abandono, tiene también una lectura nietzscheana. La poesía pura tiende a primar lo primero, por la sencilla razón de que muchas veces esa pureza entraña una profunda labor de simplificación que excede los márgenes del acto. Es la parte apolínea del conocimiento. Pero la parte nietzscheana es que se trata de un acto, de una obra en el tiempo, del antiguo método de la osa, de dar a luz en un estado de conocimiento caótico y luego lamer, revelar minuciosamente a las criaturas. Esa revelación caótica, el primer gran atractivo de Nietzsche para un poeta, en el ámbito de la pintura se extrema porque no hay tanta posibilidad de intervención. El pintor crea según sus vislumbres hasta que aparece la obra y está viva y ella misma se termina. Es la parte dionisíaca del acto de crear, aquello que debe exceder a la razón e investigar por medios sensoriales o espirituales. Ese abandono es la potencia inconsciente creativa de Nietzsche, el contrapunto que necesita para que la obra no se almidone en su perfección pensable, mensurable. Ya contaba Heródoto que los persas discutían las cosas borrachos y serenos, varias veces seguidas, hasta que llegaban a una conclusión. Esa es la parte dionisíaca del conocimiento místico a la que Juan Ramón hacía menos caso, me temo.
También está Nietzsche, según Moreno, en el hecho de que Gaya se pronuncie a favor “de una obra de creación que sale de un lugar primigenio y primitivo”. Es la ingenuidad prístina del arte, el eterno retorno como aspiración, como purificación. Sí, estaba en la época, y no todos lo interpretaban igual. Los surrealistas se quedaron con el primitivismo de lo inconsciente; los expresionistas, con el primitivismo del ürhmensh; los dadaístas, con el primitivismo de un bebé. Quizá todos podían en algún momento justificarse con Nietzsche, pero es verdad que este acto creador primitivo dentro de los límites del objeto creado, esta entrega al arte sin tiempo iba más allá de las ocurrencias deslumbrantes. No había que deslumbrar sino alumbrar. Nietzsche podría ser para Gaya un Diógenes que le recuerda que la historia del arte y del pensamiento no es ninguna gerontocracia del revés sino un mundo propio donde se respira “un grado extremo de percepción”, “una exquisita sensibilidad para percibir lo intangible”. Y quizá, en fin, sea también de raíz nietzscheana esa voluntad de creer, esa fe del vate en la luz ética, que Moreno ilustra con nuestro Miguel de Unamuno. Creer es crear. Y eternizarse, en uno de los rasgos de inmanencia modernista que llegaron a Unamuno y probablemente también a Gaya.
El libro da muchas pistas para entrar en ese momento, en cómo Gaya vivió esa disyuntiva, estupendamente bien planteada al hilo de la Carta a un cartelista, un extraordinario documento sobre teoría estética, y qué camino eligió desde el principio, cuando, con dieciocho años y la determinación irrevocable de ser pintor, marchó a París y quedó decepcionado por el mundo mercantil del arte, los cuadros por tamaños, y volvió al Prado, que es el verdadero mundo del arte. E hizo algo esencial, que Miriam Moreno relata en la primera parte de su ensayo. Cuado marchó a las Misiones Pedagógicas, tuvo que recrear algunos cuadros famosos para enseñarlos a ciudadanos abandonados de cualquier forma de cultura. Seguro que entonces fue consciente de que aquellos aldeanos no entenderían nada que no fuese pura pintura.
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