13.6.16

La arcadia ilustrada


La lectura de los recuerdos de Carmen Baroja y la proximidad de la canícula me han hecho acordarme, cómo no, de Itzea. Salvo la mía, no creo que haya otra casa en la que haya pensado tanto como en esta. Y la mejor descripción, la más minuciosa, de sus cuartos y escaleras, sus desvanes y bibliotecas, sus cuadras y zaguanes es la de Pío Caro Baroja, que además se toma la libertad familiar de citar generosamente a Julio Caro y unas cuantas páginas de ese libro para mí fundacional que es Las horas solitarias. El propósito es recorrer la casa, sus libros, sus vigas, sus maderas, la historia que ya hace más de cien años empezó en una ruina (“buena para fábrica o convento”) y ha terminado siendo la vivienda particular más famosa de la literatura española. 
No sé si se ha escrito el libro de las casas literarias: la de los Panero en Astorga, la de Velintonia en Madrid, la de Tudanca en Cantabria, la de Pla en Palafrugell; dicho sea lo de casa en el sentido casi nobiliario, de sagas de artistas, sanguíneas o intelectuales, como pudo ser el caso de Aleixandre. Para mí ninguna como Itzea, en Vera de Bidasoa, Navarra, hogar de los hermano Pío, Ricardo y Carmen; de los sobrinos Julio y Pío, de la abuela Carmen y Julia Uzcudun, la moza que anduvo rodeada de gatos por la casa desde que tenía catorce años hasta poco antes de morir muy vieja, y se supone que hogar de los nietos de Carmen Baroja, a no ser que hagan como con El Carambuco, en Churriana, Malaga, la finca que compró Julio Caro por mediación de Gerald Brenan y que ahora se anuncia como salón de bodas y comuniones.
El significado de Itzea, para un barojiano de la meseta, es doble. Por un lado está lo que ya expliqué en esta columna del DDT, la arkadia de los valles estrechos, de pastos jugosos, vacas y chimeneas, el aire matriarcal que tiene el caserío vasco. Pero por otro está la soledad, la paz de estos desiertos (o de estos valles), los pocos libros juntos, que en el caso de los Baroja es una biblioteca impresionante, y eso, el mito de la biblioteca junto a un río sonoroso, redondea no solo el mundo de Pío Baroja sino el de cualquier enamorado del campo y de los libros. Virgilio en su alquería, Baroja en su casona. Dice Pío Caro que, a pesar de todo, fueron las largas temporadas de autoabastecimiento, desde el estallido de la guerra, lo que más protagonismo dio a la casa, convertida en granja de aldeanos, taller de artistas, refugio de escritores, y un permanente Ricardo Baroja que igual paseaba a la majestuosa cerda, Doña Estrella, y a sus lechones a comer bellotas por el campo, que pintaba cuadros a destajo (y con una vista cada vez más débil) o proyectaba velas de barco revolucionarias con las que dar un pelotazo y salir de la miseria.
Porque el libro está dedicado a Itzea, a los muros que vieron, a las puertas que ocultaron, a las parras que treparon por las piedras y los animales y los óleos y los libros que les dieron de comer, pero el protagonista es Ricardo Baroja, un Silvestre Paradox en carne y hueso que se lleva todo el cariño de su sobrino Pío. Y sí, lo hace en detrimento de Pío Baroja, cuya mención demorada sortea de diferentes formas, incluyendo un relato de la guerra o tomando unas cuantas páginas de Las horas solitarias. Siempre con respeto, pero en medio de la alegría que le produce hablar de Ricardo ese respeto esconde un discreto reproche. Se diría que todo aquel que reprobase de algún modo las actitudes de Ricardo, empezando por su mujer Carmen Monné (a quien tira, al final, una puya por rollos de herencias muy poco elegante), no es del gusto del autor, lo cual, en vez de afear la credibilidad de sus recuerdos, refuerza, por elipsis, el dramatismo que toda casa necesita para estar viva. Fue una familia como las demás la que vivió allí, y ya se sabe lo que dijo Tolstoi…
Ricardo es imaginativo, impaciente y caprichoso como un niño, “el pintor más culto de España”, un donjuán aventurero y bonachón que supo cuándo había llegado la hora de ser el personaje que tanto cundió a su hermano Pío, se fue a Itzea y ya no salió de allí. El que sí se alejó fue Pío, primero por la guerra y después, parece ser (Sánchez Ostiz), tras una discusión con su hermano de la que por este libro no se sabría más que un fragmento no escrito, elocuentemente silencioso. Esa discusión aquí se menciona en el contexto de dos puntos de vista, no de otro caso Machado ni mucho menos. Pero si uno acaba de leer las memorias de Carmen Baroja (publicadas, con el apoyo de Pío Caro, digo yo, tres años después que este libro, en 1998) se da cuenta de que hay varios fragmentos tomados de allí, a veces casi parafrásicos, como el trabajo de su madre y su tía en el hospital de campaña, nada más estallar la guerra. Se me escapa por qué Pío Caro no habló de un manuscrito que muy poco después consentiría en publicar, teniendo en cuenta que algunas otras citas son tan generosas como parcialmente peregrinas, como es el artículo aquel sobre la inauguración del busto de Fermín Leguía, material de nota breve que aquí se come varias páginas. Es raro porque las palabras dedicadas a su madre siempre están llenas de admiración (aunque siempre es la abuela la que seca las lágrimas del niño), tanta como espeso es el silencio que cubre la figura del padre, Rafael Caro, de quien solo se cuenta lo que ya había contado su madre, el doloroso encuentro en Irún después de tres años sin verse. En las memorias de su madre, es una escena llena de piedad de una mujer hacia un marido con el que nunca se ha llevado bien. En este libro, al hijo no le hace falta decir nada para saber qué piensa de su padre.
El otro gran protagonista, naturalmente, es Julio Caro. El libro está terminado en los días en que el gran antropólogo agonizaba. La prosa de Pío Caro es buena, no tan limpia como la de Julio, ni mucho menos como la de su tío, algo almibarada por esas codas algo blandengues que a veces estropean con pleonasmos la intensidad de lo que acaba de relatar. Pero es una delicia la minuciosidad y el afecto con que repasa cada sala, cada estantería, cada barco de vela, cada estampa, cada pintura, y la abnegación sin límites con que habla de su hermano, como si midiese cada palabra para no cometer la más mínima injusticia con todo lo que significó Julio Caro para esa casa y esa familia. 
Los Baroja escriben todos bien, y este libro brilla cuando narra lo que recuerda con felicidad, y a veces se pone un poco insistente con viejas traiciones de todos conocidas que hacen mejor papel en las mesas de los juzgados que en un libro que habla sobre cómo una familia de artistas se recluyó en una arcadia milenaria para dejarla como símbolo de un modo de entender el mundo. Habla de afectos, y a veces con pasión. El pasado está en la pluma, y uno intuye sentimientos recobrados y se siente testigo de cómo entrega su alma Pío Caro para que un libro de recuerdos pueda reposar con dignidad junto a las memorias de su hermano. Yo creo que lo consigue.

Pío Caro Baroja, Itinerario sentimental (Guía de Itzea), con textos de Pío Baroja y Julio Caro Baroja, Pamiela, 1995, 239 p.

5.6.16

Una noche del 77


El 16 de mayo de 1977, lunes, me levanté a las cinco de la mañana para ver en la televisión el combate entre Mohamed Alí y Alfredo Evangelista. Aguanté sin cerrar los ojos los quince asaltos de blanco y negro nebuloso, y cuando terminó aún pude acostarme un rato antes de ir al colegio. Supongo que ahora hay chicos de sexto de Primaria o de primero de la ESO que a las cinco de la mañana están viendo vídeos violentos. Pero me temo que no es lo mismo. 
En los años 70 el boxeo tenía en España más seguidores que cualquier otro deporte con la excepción del fútbol y el ciclismo. Raro era el niño al que no le regalaban para Reyes un par de guantes de boxeo. Pero en ningún caso era para pegarse. No tenía nada que ver. Llevaba su liturgia y los púgiles bailoteábamos y nos poníamos en los dientes una peladura de naranja. Pegarse era otra cosa. Pegarse era sin guantes; algo, por lo que yo veo, bastante más infrecuente que ahora. El AS color traía la biografía de Paulino Uzcudun y fotografías espectaculares de José Manuel Ibar, Urtain, pero también de José Durán, Pepe Legrá, Pedro Carrasco, Gómez Fouz, Perico Fernández. 
En España teníamos finos estilistas en los pesos ligeros, pero a medida que los boxeadores ganaban peso tendían a convertirse duros fajadores. Urtáin y, luego, Perico Fernández, fueron claros ejemplos de que aquel desprecio por la técnica tenía los días contados. Cooper, un boxeador que volvía ya a cocheras, le pegó a Urtáin un palizón de abrigo. Cuando el juez vio la cara que llevaba el morrosko, que ríete del ecce homo, dio el combate por concluido. A Fernandez le pasó algo parecido con el chino aquel, o tailandés o lo que fuese, Mansurín, que le dio un repaso formidable. He oído a aficionados ingleses decir que Urtáin tenía el cuerpo de Rocky Marciano, y que si hubiera tenido un buen entrenador habría sido un buen púgil. Pero aquella España lo basaba todo en la testoignorancia. Los entendidos decían boseo, sin equis, y llevaban patillas de hacha. Luego venía un cubano como Legrá y les enseñaba a boxear. 
O un uruguayo como Alfredo Evangelista, un chaval de veinte años que dejó a Urtain para el arrastre. En el quinto asalto ya tiraron la toalla. De pronto todo el mundo comprendía la razón. “Es que nunca ha sabido boxear”, decía el entendido de la tienda de ultramarinos. De pronto comprendíamos que la maña era más importante que la fuerza. A Urtain lo habían sacado directamente de la aldea, donde se entretenía levantando piedras, y periodistas sin escrúpulos lo habían convertido en el espectáculo de la fuerza bruta. El joven Alfredo Evangelista llevaba el pelo que le tapaba las orejas y había aprendido a boxear en gimnasios de verdad. Fue el año en que murió Franco. 
Y solo dos años después ya lo estaba retando El Más Grande, Cassius Clay, como aún se le llamaba entonces en España, cuando en su país ya se había cambiado el nombre y no hacía falta más que leer el espaldar del batín para darse cuenta. De pronto Alfredo Evangelista, uruguayo nacionalizado, trazaba un punto de contacto entre el deporte de pedregal que se practicaba en España y los grandes colosos internacionales. Cuando hablamos de lo que significó, años después, que Fernando Martín jugara en la NBA o que Pedro Delgado ganara un Tour, no podemos hacernos idea de la distancia sideral que había entre Urtain y Mohamed Alí, parecida a la que había entre la España tardofranquista y los países más avanzados. 
Esa brecha la suturó Alfredo Evangelista durante poco más de una hora. Tenía 21 años. Era grande, inexperto, pero sabía pelear. También es verdad que Alí estaba en la recta final. Al año siguiente, después de los dos combates con Leon Spinks, anunciaría su retirada. Había perdido reflejos, hablaba más lento. Los combates con Norton, Foreman y Frazier, quizá las páginas más memorables de la historia del boxeo, le habían hecho mella. Eligió a Evangelista porque era el último de la lista de posibles contrincantes, el décimo del mundo. Para los muchachos que nos levantábamos a las cinco de la mañana, Cassius Clay era Cassius Clay, como si se enfrentase a un monumento, y Evangelista peleó con extraordinaria dignidad, encajó los picotazos que le mandaba la abeja reina y en el asalto 12, según él mismo dice, pudo haberlo noqueado. Solo esa pelea le arregló la carrera, porque Evangelista ya no fue un juguete roto, por más que a los 21 años seas el centro del mundo una noche frente a una leyenda del siglo XX. En eso también empezábamos a cambiar.
Para nosotros, niños de provincias que sabíamos de esto porque los martes salía el AS color, y por el entendido de la tienda de ultramarinos, Mohamed Alí (sonaba un poco pedante llamarlo así) no era un ser de otro país sino de otro planeta. Los boxeadores eran tipos rudos con ojos tristes y nariz de Popeye. Eran personajes de puerto pesquero. No era raro ver a gente sin tabique nasal que probó suerte cuando era joven. Incluso Foreman o Frazier (por quien yo más simpatía tuve), tenían aspecto de individuos peligrosos, cómics de carne y hueso, si bien Ken Norton era un superatleta y tenía cara de cantante soul. Pero Alí no parecía un boxeador. No lo llevaba escrito en la cara, y esa creo que fue una condición esencial para que fuese un mito. Era un ser llegado al boxeo desde otro mundo que nada tiene que ver con el boxeo. Él solía decir que, además del mejor, era el más guapo, y después de leer el artículo de ayer de John Carlin estoy por pensar que también lo decía con segundas. Luego hemos sabido de su posición ante la guerra del Vietnam y todo lo demás, su significado en la historia de la segregación racial y en la cultura popular norteamericana, y ahora se nos recuerda la foto del KO fantasma contra Sonny Liston, y el presidente Obama glosando el valor de levantarse y pelear. 
Pero entonces era una estrella que había convertido el boxeo en un espectáculo de cine, y al paradigma del perdedor en una voz influyente. Entre los más altos, más guapos, más ricos y más valientes había un ciudadano negro, y aquí buscábamos exclusivas de aldea, monstruos de feria. Era la primera vez en la historia de España, y la última, en que todas las mujeres coincidían en que un boxeador era un hombre muy atractivo. Resulta que la fuerza, la inteligencia y la hermosura no estaban reñidas. La bella y la bestia eran la misma persona.

2.6.16

Un capítulo sin escribir


Otra Carmen, mi amiga Carmen Pacheco, me recomendó este libro nada más aparecer, dos años antes, por cierto, de que Sánchez Ostiz publicase su Derrotero de Pío Baroja, en el que lo cita generosamente. Pero Carmen, mi amiga, me insistió en lo bien escrito que estaba, más allá de cualquier consideración culturalista. Y es verdad. He tardado casi veinte años en leerlo, pero es verdad. El libro se sostiene con su prosa limpísima, más parecida a la de su hermano Pío que a la de su otro hermano Ricardo, llena de pequeños y grandes dramas sugeridos, implacable con la gente que no le caía bien, sobre quienes en algunos casos da en una diana infrecuente: que Ortega, pese a ser un gran pensador, solo transmitió a sus discípulos su inagotable cursilería, o que Solana, nuestro Solana, era un bestia, y no solo por haberle hecho una faena a su cándido hermano Ricardo.
Acabado el libro, uno tiende a formarse una opinión muy matizada sobre el tipo de mujer que es Carmen, mucho más que sobre aquello que cuenta de unos y otros, en ocasiones deliciosamente contradictorio. Leer este libro es como haber pasado una tarde con una mujer culta y agradable, clara y seria, que se encandila con los objetos (como su hermano Pío) y son esos objetos y su forma de tratarlos los que nos dicen más de ella que cualquier análisis introspectivo. De ella, en realidad, dice muy poco, que solo fue feliz de niña y de vieja, pero que la flor de la edad, la juventud y los primeros años de matrimonio, fueron para ella un martirio que solo se mitigó con algo aún más desagradable, la guerra civil. Pero cuesta no hablar de ella, de su personaje, y quedarse solo con la trama. En este caso la trama, interesantísima, no deja de ser la excusa para describir un personaje aún más interesante. El título, por ejemplo, es interesante porque es un mal título, pero quizá tenga segundas intenciones.
Sería muy largo de contar, pero da la impresión, muy resumidamente, de que Baroja solo reconoció la idea del 98 cuando, ya viejo, hubo quien achacó la guerra al calentón emocional que ellos llevaban años alimentando. “Qué mal hemos quedado los del 98”, dijo Baroja en su exilio de París, pero cuando era más joven se limitaba a negar que aquel marbete tuviera sentido. Lo que pasa es que Azorín, uno de los pocos amigos de su hermano a los que Carmen Baroja reverencia, a lo mejor el único, se había empeñado en embalarlos a todos con un papel pintado donde pusiera Generación del 98, y en tiempos de Baroja una discusión como esa podía durar toda la vida, fácilmente se podían perder las amistades. A lo mejor eso es todo. A lo mejor llevamos un siglo hablando del 98 y lo único que pasaba era que un escritor no quería desautorizar a su amigo para no molestar a una hermana enamoriscada. ¡De Azorín! Quién sabe. Entre el efecto mariposa y lo tontos que somos, cualquier causa es posible.
El caso es que Carmen Baroja, gracias a las circunstancias, que operan como norma estética, menciona —sin tapujos— su desgraciado matrimonio con Rafael Caro, pero no solo no se ceba en ello sino que renuncia a escribir el capítulo correspondiente. Tan solo habla del “genio endiablado” de su marido, y dice que no podía quedarse hasta el final en las reuniones del Liceo femenino porque si no su marido se enfadaba. Todo eso antes de la guerra, magníficamente narrada, mientras duró la cual Carmen, su madre, sus hermanos Pío y Ricardo, su cuñada Carmen Monné y sus sobrinos Julio y Pío practicaron el autoabastecimiento en Vera de Bidasoa, contada en otro magnífico pasaje. El reencuentro con su marido es una página tremenda, él viejo, raído, desdentado, con algún arranque, sin embargo, para salvar unos pocos muebles de los escombros de la calle Mendizábal, o para comprar, en medio de la hambruna, otros muy hermosos con los que reanudar la vida familiar. Julio Caro también es tan claro como escueto en sus memorias: marido y mujer no se entendían.
Salvo con él, con Julio, su querido Julito, la verdad es que Carmen no deja a nadie sin bautizar. Su hermano Pío es egoísta y solo estaba interesado en su escritura, pero fue quien la cuidó en su única enfermedad grave y con quien convivió hasta el fin de sus días. Su hermano Ricardo era tan buena gente como todos nos imaginamos, pero era un gandul, se levantaba a las tantas y, si no le daba la ventolera, no hacía nada, irse al café con los amigotes (claro que Carmen Monné rara vez comía en casa). “Le dio por hacer faroles”, dice una vez, como si al ir de ocurrencia en ocurrencia nunca hubiera hecho nada serio. Y a lo mejor es cierto. Hay creadores igual que hay personajes. Ricardo Baroja es un gran artista y un estupendo escritor, pero sobre todo es un personaje (un personaje de su hermano Pío), con vivir tiene bastante, y no es que sea vago sino que carece de ambiciones impuras. Sin embargo, si hubiera tenido un poco de disciplina…
A los dos hermanos, al margen de sus temperamentos, les reprocha con todas las letras que no la animasen a ser como ellos, artista como Ricardo, o escritora como Pío, y lejos de eso dieran por sentado que ella con tener la casa arreglada y cuidar de sus hijos ya tenía bastante. Y con su marido, claro. Son hermosas, y amargas, las páginas en las que se queja de haber tirado su vida en un aburrimiento impuesto que la desesperaba conforme iba viendo pasar los años y con ellos todo lo que ya no era posible. Para combatir el tedio se entregó a la lectura, de la que quizá provenga su espléndida prosa.
Sí, con esa prosa debería haber escrito una buena novela. Vivía en la misma casa que un editor, un novelista famoso y un artista de los mejores de su tiempo, y sintió (con esa prosa es imposible no sentirlo) que ella también tenía su talento, evaporado en libros menores y en labores de artesanía. No deja de ser irónico el título que eligió para sus memorias, porque quizás ella se sentía como la Electra galdosiana que su hermano, de muchacho, con tanto ímpetu defendía. Debería haber sido la Nora ibseniana que tanto alababan en el café sus hermanos (e incluso trataban de imitar a su autor, al menos Pío, en novelas como La casa de Aizgorri), una mujer que acaba dando un portazo a los desagradecidos que han usurpado su existencia. Igual que participaba en las representaciones de El mirlo blanco con un joven alto, feo y amable llamado Manuel Azaña, en la vida las tablas le estaban vedadas. Estaba allí, era, ella, la mujer del 98, pero los machos del 98 ni siquiera se dieron cuenta.

Carmen Baroja y Nessi, Recuerdos de una mujer de la Generación del 98, Tusquets, 1998, 245 p.

1.6.16

Antes del barro


Al terminar Tiempos de tormenta, de 2007, tuve la sensación de que me fallaba la memoria porque yo había leído Derrotero de Pío Baroja y no se me había quedado esa impresión acre de resentimiento difuso que tuve en la, según decía el propio autor, última incursión suya en el mundo de Baroja.
Así que me la he vuelto a leer, y la memoria no me engaña. Es verdad que, sobre todo al principio y al final, también entonces (el libro es de 2000), Sánchez Ostiz la emprende con una letanía de quejas sobre el tema de que a quien se mueve en la foto, lo apagan, y a quien disiente lo eliminan. Habla en general pero en indisimulable tono de pataleta particular. Esto de las injusticias literarias hay que tomarlo con mucha resignación, centrarse en la propia obra y proteger el sistema nervioso de las provocaciones del mundo, que siempre, en todas las épocas, son las mismas: arribistas, meapilas, estirachaquetas y poetas sin obra, que al final son los que se lo comen todo. Sí, es posible, pero no es un asunto que tenga mucho que ver con Baroja. 
El resto del libro, lo que hay dentro del emparedado quejumbroso, es el tipo de libro que todo barojiano ha imaginado. Se trata de mariposear por su obra, sin sacar de las obras —no de todas— más que alguna cita, no siempre favorecedora, en todo caso con escasas distinciones por épocas, salvo por lo que respecta a una vejez laboriosa que Sánchez Ostiz también trata con el máximo respeto y lucidez. Por allí aparecen los años de la bohemia detestable (más de su hermano Ricardo que de Pío) y un cierto ambiente de notoriedades madrileñas (“Baroja siempre estuvo en el candelero”), pero sobre todo el Baroja de Itzea, el vasquista que no soporta a los nacionalistas, que quiere “irse de esa tribu” de nacionalistas ortodoxos.
Qué buen lugar habría sido ese para hacerse eco de lo que dice Julio Caro en sus inolvidables memorias, que Baroja tenía muy buen trato, por ejemplo, con Telesforo de Aranzadi y con Miguel de Barandiarán, a los que encomendó a su sobrino de dieciséis años para que los acompañase en una excavación arqueológica. Esa simple anécdota dice bastante del tipo de vasco que era Baroja, ese ciudadano que pone la ilustración por encima de cualquier prejuicio, incluidos los prejuicios ilustrados. Barandiarán no era, desde luego, uno de esos curas que, envueltos en moscas y protegidos por carabineros, habría desterrado de su país vasco ideal. 
En general, el libro de Sánchez Ostiz es el de los itzeanos, es decir, aquellos que a partir de Baroja imaginaron el mito del beatus ille adaptado a nuestros días. La frecuentación de Baroja casi siempre anima a imitarlo, a tener tu tertulia de Alarcón, tu refugio de Itzea, tu amor por los hoteles de la vieja Europa, por los trastos etnológicos, por las librerías de viejo, por las orillas del Sena, por las nieblas de Londres, por las damas rusas. Sánchez Ostiz se empeña en que Baroja construía personajes y decoraba con ellos sus futuras autobiografías. Sin embargo, insiste muy serio en que “es fantástico eso de desautorizar a una persona por lo que hizo en su vida privada, por sus gustos domésticos, hace setenta años”. Ya lo creo que es fantástico, lo que no entiendo es por qué en sus siguientes libros Sánchez Ostiz recurrió a ese tipo de fantasías. Aquí, todavía, sus impresiones del desastre de la guerra contienen pasajes “estremecedores”, y el episodio del mirador de Biriatu no es más que un ejemplo de cómo Baroja, hasta el último momento, quiso informarse de primera mano antes de escribir. En Tiempos de tormenta le dedicará un capítulo quisquilloso que es una muy poco clemente andanada contra el turista-escritor. 
¿Qué pasó entre 2000 y 2007 para que Sánchez Ostiz se enfurruñara de ese modo con Baroja? ¿Por qué aquí dice que es “una lástima” que Baroja no hablara “con mayor extensión” de algunos amigos suyos, simplemente, y en Tiempos de tormenta lo trata como a un escritor cuco y celoso que no regalaba posteridades ni a sus mejores amigos? ¿Por qué aquí habla de un Baroja “que no pretende engañar a nadie” y en sus posteriores libros lo pinta como un figurón?
Los bandazos desacreditan y la confianza da asco. Uno no puede reñir con un personaje al que admira, al menos en público. Es de mal gusto. Y eso que, cuando se deja del personaje y se centra en la obra, demuestra bastante buen gusto (El viaje sin objeto, Los caudillos de 1830, Laura), pero no trae decenas de novelas interesantísimas y poco conocidas que es donde late el gran escritor. Lo primero es dominar la obra, y así no se cometerían errores como decir que “Baroja manifestó siempre una radical aversión hacia el donjuán y el mujeriego”, lo cual quizá sea cierto en la vida real y en algunas novelas de tema contemporáneo pero desde luego no en las muchas y muy románticas historias que hay engastadas las Memorias de un hombre de acción, hasta el punto de que hay una línea donjuanesca que va del mismísimo Zalacaín al astuto Eguaguirre o todos los Quintines que desde La feria de los discretos menudean en sus novelas. Alguien que no se interesase por don Juan ni como tema literario no escribe La aventura de Missolonghi o El capitán Malasombra, ni siquiera la trilogía de Agonías de nuestro tiempo, que es un donjuanismo ocre, existencial antes de hora. 
Baroja escribió tanto que resulta poco recomendable lanzar órdagos críticos, sobre todo uno que repite en los dos libros que comento, que Baroja era refractario al modernismo. Sí, en la medida que los bohemios le atraían como podían atraerle a Dostoievski, como una prueba de la abyección del genero humano. Pero eso es solo una parte del modernismo, porque el Baroja de La casa de Aizgorri lo domina perfectamente, y el Baroja posterior lo destila, lo depura y lo usa cuando le conviene. ¡A ver si entre todos los modernistas de su época y los de la siguiente se encuentran muchas descripciones como la de Marsella en El laberinto de las sirenas! Escrita, por cierto, en 1923, cuando ya se había pasado el luto del modernismo.
Lo que hay que distinguir bien en Baroja es modernismo y modernidad, porque de modernista decadente no tenía nada, pero de moderno lo tenía todo, empezando por el traje, la escena, ese personaje que creó de tal manera que fue casi natural que se convirtiera en mito, y continuando por la idea pictórica de la narración, algo que en su época ya se lo reconocían pero que no es tema que interese a Sánchez Ostiz. Baroja captó el simbolismo con la misma hondura que Antonio Machado, y no hablo del Machado de las fuentes y de los ocasos sino del de los álamos y los caminos. En la entraña de la modernidad estaba ver con ojos de artista, con mirada de pintor, con una emoción sugerida por las pinceladas escritas. 
Baroja es esto, pero si sigo leyendo libros sobre su vida llegaré al mismo tipo de insatisfacción. Derrotero de Pío Baroja es el libro de un admirador que escribe muy bien, todavía no el de un pariente crítico que de pronto da la sensación de que tiene demasiadas cuentas que saldar y piensa que para desenmascarar a un mito basta con que enseñes las facturas. Antes hay que hurgar en su obra, en toda su obra, examinar los matices, las huellas de la maestría. Esos descubrimientos son a prueba de pleitos. 

Miguel Sánchez Ostiz, Derrotero de Pío Baroja, Alberdania, 2000, 210 p.
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