27.5.07

MATERIALES MODERNISTAS, 7

A pesar de todo, sigo con Rusiñol. A pesar no sólo de Fabricación Británica, sino de la Vida de Samuel Johnson, que es como comer pipas, si empiezas no paras, y hay que parar. Dejé a Rusiñol en un momento crítico. Sus cuadros de la época de París, todavía, según Pla, con la grisalla Whistler, se banalizaron de goticismo y, sobre todo, de colorines. Es como si el pintor hubiera renunciado de pronto a la condición vital de lo retratado, a buscar en la naturaleza artificial, la naturaleza de los jardines, una manera cómoda y abstracta de alejarse de este mundo en la que la huella del hombre sin embargo es absoluta, desde el momento en que ningún paraje crece así en ningún sitio vivo. Antes, en París, pintaba jardines sucios, patios descascarillados, como el maravilloso patio de la foto; después, metido de lleno en la abstracción del colorín, pinta paisajes contradictorios, jardines impecables, que se nota que están vivos porque no tienen vida. El jardín romántico cuenta con la greña del tiempo. En un jardín romántico no puedes barrer las hojas hasta marzo por lo menos, y las enredaderas hay que dejarlas que se desmelenen, los setos deben ser irregulares, nada de bojes esféricos, con arriates y parterres desordenados, y rincones de sombra, y fuentes con bestiarios medievales. Se trata de que la naturaleza actúe sobre el jardín, invada su condición humana.
Para un hombre tan sentimental como Rusiñol, es raro que pierda el aprecio por los callejones, que abandone los retratos, que ya nunca pinte bragas tendidas, que se sumerja en esa clase de jardines tan francesa en la que todo es humanidad. Allí sí son esféricos los bojes y los aligustres crecen rectilíneos, y abundan los árboles esquemáticos y jamás hay nada muerto, nunca encuentras un rincón oscuro, jamás pisas una hoja seca. Nunca tampoco hay nada vivo, y en eso consiste la presencia del hombre.
De momento me resulta más interesante el Rusiñol de los 90, antes de irse a Italia, y antes de fundar La Meca del Modernismo en Sitges. Lo que Pla no traga bien, pero no por eso deja de entenderlo, es que Rusiñol aceptara una máxima capital del modernismo: la mejor forma de cultivar la hiperestesia es vivir al margen del sentimentalismo, y no hay nada menos sentimental que un jardín francés. Esa distancia, ese permanente desapego, ese vivir al margen construyendo aposentos herméticos es el verdadero modernismo, y una forma, al cabo, de desnudar la realidad, que es de lo que se trataba.
A Pla le molestan los excesos goticistas porque ya están completamente al margen de la realidad. Pla forma parte de esa clase de personas para las que el arte termina donde empieza el decorativismo. Defiende que el impresionismo no es más que una tabula rasa en cuanto a las posibilidades de ser bellos que albergan los objetos de este mundo: no solo son bellos los sentimientos, ni las catedrales, ni los momentos históricos, ni las personas importantes. También es bello, igual de bello, un zapato vacío, unas yerbas del campo, un plato de pescado. Por eso le fastidia un poco el modernismo, porque para él significa dar la espalda a la realidad, crear una nueva, artificial, ajardinada.
Y no es así. Gaudí miraba la naturaleza para que sus diseños fueran compatibles con ella. Me tengo que meter, en cuanto termine con Rusiñol, con un estudio sobre este punto, la inspiración en la naturaleza. Gijs van Hensbergen lo trataba por extenso (lo anoté en la bernardina Brucelosis), no sólo en cuanto a la armonía de formas y el convencimiento de que en la naturaleza no hay líneas rectas, sino en lo que atañe a las estructuras de los edificios. El ejemplo de la bóveda del Park Güell es fascinante.
Quizás haya un punto intermedio en ese desapasionamiento. Desde el momento en que el modernismo es una actitud (y debe serlo), ya está humanizada.
Pero es una lástima que Rusiñol abandonara el retrato. Pla dice que fue por respeto a su amigo Casas, gran retratista. Y también que Casas, por el mismo motivo, dejara de pintar paisajes. Yo me he guardado dos de aquellos retratos, la mujer de La Morfina y el retrato de Utrillo, para imaginármelos vivos.






26.5.07

FERIA

Bueno, ya está. Fabricación Británica ya es libro, ya es cosa, ya ha regresado del limbo de la hemeroteca. En Madrid se puede encontrar en la Feria del Libro, caseta 118, la de la Librería Aviraneta. Estos amigos han tenido la amabilidad de guardar unos ejemplares por si algún familiar lejano escucha, el próximo miércoles día 30, a partir de las seis y media, mi nombre por los altavoces de la feria. Yo estaré allí para charlar un rato con él de los parientes desaparecidos.
En Zaragoza estará, supongo, en cualquier librería, y me imagino que en Teruel no será difícil de conseguir. Casi estoy por asegurar que en la librería de mi barrio tarde o temprano estará.
Luego vienen los festejos. El 14 de junio estaré en el Museo de Teruel a las 8 de la tarde para presentarla en sociedad junto a Piel de lagarta, un libro de cuentos de Angélica Morales del que ya daré noticia cuando lo reciba. Luego, aún con fecha sin fijar, he quedado en ir al Maestrazgo, preferiblemente a La Iglesuela del Cid. Y los amigos de Aviraneta quieren organizar para después de la feria una presentación en su librería de la calle San Bernardo. En fin, bastante más de lo que imaginaba.
Todavía no he recibido los ejemplares que me corresponden, así que esta tarde tuve que acercarme a la feria a comprarme uno. Ha sido gracioso. Hacía tiempo que no entraba en el Retiro por la Cuesta de Moyano, hasta la estatua del Ángel Caído, y desde allí, a mano izquierda, al Paseo de Coches, donde está la feria. Nada más entrar he echado en falta, por cierto, la estatua de don Pío. Queda una peana de cemento circular y ahora no sé dónde la han colocado. Pero durante un año, nada más llegar a Madrid, trabajé dentro del Retiro. Vivía en Lavapiés, en la calle de los Tres Peces, y todas las mañanas lo saludaba.
Hacía unos cuantos años que no iba por la Feria. Está la ventaja de encontrar fondos infrecuentes en las casetas de las editoriales, pero de siempre me ha parecido siniestro el espectáculo del firmador de libros (“en la caseta 287, doña Margarita Chamorro firma ejemplares de su obra Recuerdos de mi niñez en Guarromán”), sobre todo el que se pasa la tarde entera sentado mirando a la concurrencia, como un busto parlante que se hubiera callado, con cara de escritor, con atuendo de escritor, cuando la conversación con el librero ya se ha terminado y la tarde anubarrada se posa sobre el rimero de libros sin tocar. Voy a ver lo que se siente.

22.5.07

UNA NOVELA


Un día de estos, según mis últimas informaciones, saldrá a la venta Fabricación Británica, el folletín con el que estrené este blog. Lo publica la editorial Certeza, con la colaboración de la Comarca del Maestrazgo. A sugerencia de esta última institución añadí un subtítulo que me alegro de haber puesto: Folletín Romántico del Maestrazgo.
Lo de folletín es una de esas verdades que cunden mucho. Es verdad no sólo porque se publicó en forma de folletín, sino, sobre todo, porque fue escrito en forma de folletín. Costó el mismo tiempo escribirlo que leerlo. Cada tarde del mes de julio iba colgando un capítulo nuevo en el blog, y el primero de agosto empezó a publicarse en el periódico. Desde luego que llevaba meses dándole vueltas al asunto, pero el acto físico de la escritura puedo decir que sí duró los mismos días que el de la lectura.
Lo hice porque siempre dejo todo para el final, pero, una vez hecho, al año siguiente repetí la operación y este año volveré a usar el mismo método. Tiene sus ventajas. Cada mañana, 150 líneas. Había pocas jornadas de descanso, y por otra parte nunca invertía dos días en un capítulo, a no ser que el segundo empezase otra vez de cero. Para mí era fundamental que saliesen de golpe para que fuesen también un solo golpe de lectura. Casi todas las mañanas era necesario huir hacia delante, y era ahí, en ese terreno improvisado, en la solución urgente que no admite demasiados miramientos, donde yo, paradójicamente, me sentía más libre escribiendo. Iba con un guión que a cada momento era imprescindible rehacer; era como tener una gran alfombra arrugada en la cabeza e ir alisándola poco a poco con la mano sobre el teclado. Las escenas que yo ahora considero más divertidas no estaban en ese guión, salieron casi todas ese mes de julio, mientras escribía o mientras paseaba a Güino, con la alfombra lisa o arrugada.
A veces he pensado en el arte según las diferentes disciplinas admitieran más o menos urgencia. En la música y en la interpretación esa urgencia suele resultar creativa. En la poesía dicen que no, pero yo, que no he escrito un poema en mi vida, creo que sí. Me imagino a un poeta clásico componiendo versos sin parar, y después escogiendo las primicias, dejándose llevar por los momentos de euforia visionaria, aprovechando bien las depresiones. Pero esa doble tarea de la improvisación seguida de la orfebrería, de la paciente ordenación del exabrupto, en algunas ramas sólo afecta a la preparación, a la idea, no a la ejecución. La pintura necesita que sea de vez en cuando el pincel el que pinte, no la mano. Quizá por eso sospecho siempre de la monumentalidad, porque la libertad urgente y absoluta no ha pasado de la idea, no ha formado parte de la obra.
En cuanto a lo de ser un folletín romántico, creo que tampoco habría escrito nunca nada tan romántico si no hubiese sido en forma de folletín. Es algo que como tema para una novela normal siempre se deja para otro momento. En todo caso, desde el principio lo tomé por el lado más decadente, como una pose, la de quien diseña sus sentimientos en función de la estética de su personaje. Charles Lamb nació con el cinismo que sería moneda corriente cincuenta años después (que es, más o menos, cuando cuenta la historia). Ahora creo que ese decadentismo es una cáscara que conforme avanza la novela va dejando paso a capítulos que se acercan más al romanticismo de 1837. De todas formas, no sabría decir si el Charles Lamb que cuenta la historia lo hace en serio o en broma, la verdad. Si parece que habla en serio es que me ha salido romántico (y espero que no cursi), pero si asoma la guasa entraña menos riesgo de cursilería, aunque también se vale de la parodia, que es, en el fondo, una forma más de ocultación.
Y lo del Maestrazgo, en fin, es un lugar conocido, pero no porque lo conozca bien, sino porque puedo inventármelo sin miedo a cometer errores de bulto. De todas formas, si para algo sirven los libros es para ahorrar en gasolina. Los stanislavskis de la literatura siempre me han dado mucha risa.
Estos días, leyendo el libro Teruel, paisaje del tiempo, me encontré con que Antón Castro, bondad infinita, me había metido en una lista de escritores que hablaron del Maestrazgo. Su erudición extrema compite a veces con la guía telefónica. La cosa no deja de tener su gracia. Me consta que Antón Castro conoce a Charles Lamb, porque también lee todos los periódicos del mundo, incluido el Diario de Teruel, hasta en el mes de agosto. Este hombre es una mina de jápax.
En fin, en esa lista de escritores hay muchas formas de ver el Maestrazgo. Yo, que adoro a Galdós, no veo el Maestrazgo en el Episodio nacional que le dedicó. Las andanzas de aquel Juan Lupo, creo recordar, me parecían demasiado frías, demasiado desapercibidas. No hay en ellas nada de lo que a Baroja le salía sin querer, y que podemos llamar el carácter entrañable. Baroja describe Mirambel en términos severos, pero con su prosa y las historias con que va rellenando los muros vacíos uno termina encariñándose con el paisaje. Baroja es el primero que ve en el Maestrazgo un paisaje en el que sucedieron cosas pero, sobre todo, que pudieron suceder. Ese romanticismo de ver un convento y pensar en historias de túneles y de muchachas amordazadas es muy de Pío Baroja. Galdós estaba más a la Historia, y la Historia, siempre, es bastante triste. Pero Aviraneta es un individuo que se adorna con la historia, que la mira desde fuera y, más que describirla, la pinta. Galdós iba recorriendo paisajes después de la batalla y Baroja inspeccionaba lugares donde fuese verosímil su imaginación. Y lo que siempre repito del Maestrazgo, la mezcla entre lo sobrio y lo apacible, lo duro y lo bueno, es la fórmula que también funciona en Baroja, el hombre que, mientras habla como enfadado, te hace sonreír.
Esta fórmula de Baroja es la que le ha dado continuidad al Maestrazgo como territorio literario. Y es la fórmula que siguió Antón Castro cuando lo rescató como tal en su Patricio Julve, por más que su estilo, su ritmo más bien, en parte su coloración, me recuerden más a García Márquez. En todo caso, y como dice en la presentación de Teruel, paisaje del tiempo, él vio allí su Macondo, su Yoknaphatawtha (o como demonios se escriba), su Santa María, etc. Es muy raro que un gallego escriba mal, y en su Maestrazgo a veces sobrevuelan también deliciosos aires de Cunqueiro, otra de mis debilidades absolutas.
Al hecho barojiano de que pudieran suceder episodios románticos se une el hecho galdosiano de que sucedieron cosas horribles. La guerra carlista, la cantada por los viejos maestros, es una; la guerra civil del 36, la más frecuentada entre los contemporáneos. Jiménez Corbatón (nuestro Luis Mateo Díez, y si no al tiempo) ha buscado en una guerra que no sólo estaba llena de maquis románticos, sino del inmenso vacío que dejó Franco en el Maestrazgo para exterminarlos. Ahora mismo tiene una exposición en Fortanete sobre masías abandonadas, sobre los objetos que quedaron en medio de la ruina.
Es decir, el Maestrazgo conserva suficiente concentración de polen histórico en el aire como para que las fantasías más desmelenadas sigan encontrando un cañamazo verosímil. En términos objetivos, es el paisaje más romántico de la provincia, y mantiene una condición que a Baroja seguro que fue la que lo sedujo: es un territorio pequeño en el que resulta muy difícil ir de un sitio a otro. Era su ideal de recogimiento.

Por lo demás, esta novela es un encargo, y en ello radica su gracia, si es que la tiene. Se trata de algo real. No está escrito para críticos ni para profesores ni mucho menos para lectores de editoriales, sino para un ciudadano indeterminado que el día uno de agosto perdió diez minutos, mientras tomaba un café, en leer el primer capítulo. Para conseguir que ese ciudadano no específico aguantase la mirada durante 150 líneas y al día siguiente le apeteciese repetir la operación, lo primero que había que dejar a un lado era las ambiciones literarias, y lo primero de lo que había que echar mano era del sentido común narrativo. En un periódico pequeño, y en el mes de agosto, no puedes escribir lo que te dé la gana. En realidad no cabe casi nada de lo que modernamente se suele admitir como novela, ni las largas reflexiones ni las amplias preparaciones ni los diálogos inacabables. 150 líneas. Nada más, y cada día debe tener sentido por sí mismo. Cada día es un vagón del mismo tren pintado con motivos diferentes. El juego entre capítulo autónomo e historia continuada reclamaba constantemente demasiados recursos como para ponerse estupendo. Para que la novela funcionase, en fin, había que ser extremadamente humilde y saber que estaba escribiendo un folletín, una novelucha. Si de veras ha salido bien, si de veras es una buena novela, es porque supe someterme a tantas limitaciones, algo que, a partir de este momento, deja de ser asunto mío.






20.5.07

MATERIALES MODERNISTAS, 6

¿Puede haber una novela modernista sin bohemia? Difícilmente, pero a estas alturas ya me pasa lo mismo que a Pla cuando tiene que tratar los años bohemios de Santiago Rusiñol, que pasa por ella de puntillas, como tapándose la nariz. Su opinión sobre la bohemia barcelonesa (que no vivió) viene a coincidir con la que manifestó Baroja con frecuencia respecto a la bohemia madrileña (que sí vivió). Lo que más les llama la atención, sobre todo a Pla, es la guerra contra la higiene que libraban los bohemios. Pla menciona el detalle de Els Quatre Gats, cuyo dueño, Pere Romeu, prohibió a los empleados que quitasen una sola telaraña del café. El dato no es del todo significativo porque yo conozco a personas que se duchan todos los días y también prohíben a su asistencia que quite las telarañas. Estamos equivocados con la suciedad de las arañas, pero ese es otro cantar.
El ser un guarro parece haber sido marchamo del artista bohemio español. Emilio Carrere se vestía en las funerarias, y los perros aullaban en la calle cuando les llegaba el hedor de la cadaverina. Cansinos−Assens, un formidable arsenal de anécdotas de este calibre, cuenta que, cuando fue a visitar a Alejandro Sawa en su casa, lo recibió vestido como una estatua griega, con una sábana anudada sobre uno de los hombros. La razón, no obstante, era que había tenido que empeñar los pantalones. Últimamente recordaba Ian Gibson en su libro sobre Antonio Machado que cuando Juan Ramón visitó al gran poeta vio que en el culo de madera rota de una de las sillas había un par de huevos fritos. (Más vale no hablar de la higiene de los poetas españoles: uno de los versificadores oficiales de la izquierda recordaba no hace mucho que en el sofá donde Alberti decía mil veces ¿verdá? solía haber peladuras de plátano y tomates despachurrados).
De todas formas, Pla me da una clave muy interesante para entender aquella bohemia de principios de siglo:

La vida bohemia imperó en la época de prosperidad que reinó en Europa entre 1850 y 1914. La alimentación no costaba prácticamente nada, se nadaba en la abundancia y las monedas eran duras, y aunque uno lo intentase, no podía morir de hambre. Desgraciado el artista que probase a vivir hoy como vivieron sus semejantes sesenta o setenta años atrás. No duraría dos días.

Es decir, la bohemia era un modo de vida tampoco tan heroico, pero tampoco tan marginal. A pesar de que casi todos estaban más enamorados de la vida literaria que de la literatura, y que, como dice Pla, muchos son bohemios “de segunda categoría”, no implicaba pérdida de dignidad. El caso de Valle−Inclán (un bohemio, este sí, de primera categoría) es extraño porque persistió en un modo de vida que a cierta edad ya sólo admite los tonos patéticos. Pero, otra vez, esa condición miserable que vemos ahora en ellos no era tal en su época. Pla describe así a los de “segunda categoría”:

Los bohemios auténticos, los personajes de las aburridas Escenas de la vida bohemia de Murger, son los de la segunda categoría. Esos individuos van vestidos de artistazos, llevan unos sombreros imponentes, e impresionantes barbas y cabelleras, pero generalmente su actividad transcurre al margen de cualquier producción artística. En la conversación afirman que aspiran día y noche a escribir una melodía, a pintar un lienzo o a realizar una escultura, pero en realidad unos se dedican a las pasiones del amor, otros a pasear por las calles y otros a una forma y otra de comercio. No es cierto que sólo hubiese bohemios en el ámbito artístico; los hay en todos los estamentos, entre los albañiles, tenderos, médicos, escribientes. Lo único que les distingue es que no se disfrazan, pero todos pueden pasar algo de hambre, sea más o menor: es el riesgo de ese temperamento. Ahora bien, el hambre auténtica, siempre la pasarán los padres de familia.

Rusiñol, por supuesto, es de los de la primera categoría. Le gusta la francachela, el ir disfrazado, el montar pollos estéticos y la vida nocturna, pero pinta sin descanso, y tiene talento. Su indumentaria se fue reduciendo con el tiempo a una hermosa síntesis de este tipo de bohemios: pantalones de pintor, chaqueta de pana corta y sombrero de paja de ala ancha, es decir, el traje que llevaba cuando hacía lo único que, cada vez más obsesivamente, a Rusiñol le interesaba, sentarse en un jardín y pintar un cuadro.
Rusiñol nunca pasó por estrecheces económicas. En cierto modo es el tanto por ciento artístico de la familia industrial catalana, el hereu, que le ha dado por pintar. Pla, poco amigo de los malos olores, vincula muy sibilinamente un cierto orden conservador con el hecho de que Rusiñol, a pesar de ser un bohemio, no fuera un cantamañanas. Las actitudes que desdicen en él las leyendas astrosas de los bohemios son las mismas que cuadran con el tópico del seny.
En todo caso, a mi marquesito tampoco le gustan los malos olores, aunque algún paseo por el mundillo modernista turolense habrá que dar. ¿Cómo se reunían los bohemios modernistas de Teruel en 1911? ¿Cómo iban de higiene personal?

19.5.07

MATERIALES MODERNISTAS, 5

A Pla lo he leído aquí y allá. Y no sé por qué nunca me ha dado por leerlo con cierto orden, porque de cada una de sus lecturas guardo un grato recuerdo. Pero sobre todo hay dos que me entusiasman: Las horas y, sobre todo, por encima de todas, Santiago Rusiñol y su época, que este fin de semana estoy volviendo a leer lapicero en ristre. En realidad hay muchas cosas que anotar, pero es divertido que no son ni las más importantes ni siquiera las más significativas, ni mucho menos aquellas que sirven para indicar un párrafo que resuma lo anterior. Todo eso, a su vez, se resume en un placer que conservo intacto desde la primera vez que paseé por este delicioso libro. A mí ahora lo que me interesa es cuánto valía la carne en las carnicerías de Barcelona, o el itinerario que Rusiñol y Casas, subidos en una tartana, siguieron en su viaje por el interior de Cataluña. Lo demás es una mañana tibiamente soleada, el alegato a favor de la sencillez de un escritor que describe de manera sencilla la sencilla vida de un artista que sólo buscaba el latir íntimo de los paisajes que pintaba, quizá demasiado bueno, o demasiado pobre de espíritu, como para seguir las huellas maestras de su amigo Casas, pero consciente, como el propio Pla, de que la inmediatez, la limpieza en la mirada, el temblor de lo cercano, son aspiraciones que forman por sí mismas un género capaz de atravesar todos los ismos y todas las modas. Me hago la idea de un Rusiñol que ha sabido ver el secreto más profundo de la relación estética entre el creador y el modelo, y por lo tanto ha conocido sus límites y los lleva con muy buen humor. A su lado, en su tiempo, pululan unas vanguardias que, por fructíferas y necesarias que fuesen, siempre nacían de una cierta ingenuidad, de no entender algo que Rusiñol ya sabía. Y lo mismo puede decirse que le sucedió con el modernismo, que es lo mismo que a Pla le sucedió con la vanguardia. Pla nos viene a decir que la nitidez, la amenidad, los breves momentos de emoción, las descripciones melancólicas, las anécdotas jugosas o la pimienta socarrona, algo aplicable igual a su prosa que a la pintura de Rusiñol, suelen ser la seña de un espíritu independiente cuyo talento consiste, sobre todo, en saber en qué consiste el talento, incluso el suyo.
Rusiñol endulza los tonos del paisaje y su vida es un dechado de epicureísmo con panellets. Incluso en sus desmayos, en sus arranques flojos, en ese llorar en los bautizos y reír en los entierros, en ese tedium vitae pone sus huevos la desgana, que a Rusiñol, por otra parte, lo protege de cualquier forma de sentimentalismo.

16.5.07

EMBELLECIMIENTO

Diario de Teruel, 17 de mayo de 2007

Cuando la Diputación de Teruel encargó a Peña Verón la ilustración de un libro sobre la provincia, se supone que todo el mundo estaba de acuerdo en el tipo de fotografía más adecuado. Desde luego es una elección coherente, una apuesta estética determinada, un trabajo profesional. Pero había otros modos de hacerlo.
Lo que uno espera cuando abre el libro y empieza ojeando los santos es ver sitios conocidos, nada más, pero se encuentra con fotos de momentos infrecuentes, trabajadas y pulidas y abrillantadas con luces cantosas y contraluces espectaculares, sorprendidas en posturas de postal y con el ancho cielo de un cobalto exagerado. La esquina de cemento de una nave industrial está sometida al mismo tratamiento estético que el clásico contraluz sobre el polvo que levantan las ovejas. Son muy bonitas las fotos de la devastación abandonada de las minas, las siluetas de las espadañas y ese momento en que un rayo escapa entre las nubes e ilumina las faldas de Gúdar bajo un cielo color tiburón.
Todo es muy bonito, pero Fuentes Calientes podría estar en un libro sobre Siberia, Alcañiz en uno sobre Santiago de Compostela y Villastar en una guía del Cañón del Colorado. Esto es lo que uno le reprocha a la elección del estilo, que no a la fotógrafa: el hecho de que se haya querido sacar una provincia mejorada estéticamente, como vestida para una boda. Porque, de pronto, tras unas fotos de pinturas rupestres de J. Picazo, en el apartado de Cultura Popular, aparece una foto de las Bodas de Isabel que por fin pertenece a la realidad. De pronto la luz es esa luz y entendemos los gestos de las caras, y los ladrillos son del color ladrillo que todos hemos visto desde niños y el sol borra las estridencias del cielo. A partir de entonces, ya no es necesario mirar el pie de foto para saber cuál es de Peña Verón y cual de F.J. Sáenz. Hay una sencillamente espléndida, la de los Diablets de La Fresneda, cuyo autor podría hacer el favor de colgarla en la red para ponérmela yo en el blog. Y lo mismo sucede con una romería en fila india de Villarluengo, que entiendes el color grisáceo de los hierbajos, la palidez de unos muros derruidos; o con alguna foto estupenda de Jorge Escudero. En las otras, las endomingadas, cuando desaparecen los colores chillones aparece lo que son, fotos de turista.
Son dos modos distintos de entender el arte. En uno, lo importante es la pericia del artista, su huella cromática. En el otro, lo importante es el objeto retratado. Supongo que todos tenían muy claro qué era lo importante en este libro, además de leerlo, claro.



11.5.07

MATERIALES MODERNISTAS, 4

No sabía dónde poner a un personaje del folletín de este verano, si en un balcón o en la calle. Desde el principio pensé que para describirlo bien tenía que ponerlo en el balcón, es decir, para que fuese él quien describiera en tono decadente la procesión que pasa por debajo. Pero ese tono puede ser solanesco o dannunziano. O una mezcla de los dos, ya veremos.
En el estilo dannunziano, un personaje decadente necesita ver el mundo con imágenes del Renacimiento italiano. Lo mejor de estas imágenes son las palabras que las nombran. Cuando uno escribe, por ejemplo, “y aquellos prados de la aldehuela me recordaban vagamente a los paisajes de Sannazzaro”, lo importante no son los paisajes sino el nombre propio, su sonoridad. Esto es igual en D’Annunzio que en Valle−Inclán: pedrería. Casi todos los nombres de madonnas y de mecenas son versos por sí mismos. Basta la, esta vez sí, vaga imagen de algún autor italiano, pero estoy seguro de que si fuésemos a comparar los colores tal como los citan los modernistas nos llevaríamos un chasco. Es, como siempre, la historia del nenúfar. En España hay decenas de poetas que estuvieron con grandes maestros que empleaban mucho la palabra nenúfar y no habían visto nunca ninguno. El último, que yo recuerde, que se apropió de la tontería creo que fue Villena. Por cierto, que alguno de sus poemas de los 80 me vendrá bien también, En el invierno romano, por ejemplo, y por supuesto los libros neomodernistas de Antonio Colinas, que a mí me siguen gustando mucho.
Además de las imágenes de madonnas y pajaritos, esta pedrería verbal encontraba su perfecto acomodo en las genealogías. Hay una página de El placer, el inventario de antepasados ilustres de Andrea Sperelli, que parece una casaca cuajada de charreteras. Merece la pena copiar unas líneas:

Un Alessandro Sperelli, en 1466, llevó a Federico de Aragón, hijo de Fernando, rey de Nápoles, y hermano de Alfonso, duque de Calabria, el códice in folio que contenía algunas de las poesías “menos ásperas” de los antiguos escritores toscanos, y que Lorenzo de Medici en 1465 le había prometido en Pisa; y este mismo Alessandro escribió, con ocasión de la muerte de la divina Simonetta, siguiendo la moda de los doctos de su tiempo, una elegía latina, melancólica y lánguida, a imitación de Tibulo. Otro Sperelli, Stefano, en ese mismo siglo, estuvo en Flandes, en medio de la pomposa vida, de la exquisita elegancia, del inaudito lujo borgoñón; y allí se estableció, en la corte de Carlos el Temerario, emparentando con una familia flamenca.

Esto es lo que llamo “pedrería”. Esta tarde, en la librería Aviraneta, he comprado medio kilo de la mejor bisutería para los antepasados de mi marqués. Se trata de la España en la vida italiana del Renacimiento, de Benedetto Crocce, deliciosamente publicado por la editorial Renacimiento. Con el capítulo VII, ‘La sociedad galanta italo−española en los primeros años del ‘cinquecento’’, ya tendríamos para un párrafo muy apañado. Benedetto Crocce investiga los personajes en clave de la Cuestión de amor, libro de autor valenciano de 1513, cuyo enrevesado argumento de novella plantea la pregunta de “si se debe considerar más infeliz a quien ama sin esperanza o a quien la muerte le ha arrebatado el objeto de su amor”.
Esta frase, por ejemplo, puede leerla en el nuevo folletín Guillermina, la esposa neurasténica que me he inventado para el arquitecto Pau Monguió, cuya vida privada no tengo intención de husmear; de hecho, creo que soy más respetuoso inventándomela que diciendo la verdad, cualquiera que sea ésta. Pero, además, la clave que según Crocce esconde la novela nos llevaría a un divertido trapisondista valenciano que hizo carrera entre los apellidos ilustres y las ciudades con estatuas romanas (aunque a Andrea Sperelli, el de El placer, no le gustaba tanto el Foro romano como el palacio Farnesio, por una estricta cuestión decadentista, es decir, los Farnesio disfrutan de un lujo lejano, la reinvención del romano, mientras que los romanos sólo disfrutaban de sí mismos).
No voy buscando bradomines sino, en cierto modo, todo lo contrario. Por ese lado no corro el peligro de hacer el ridículo; por otros, quizá sí, pero por ese no. El decadentismo de don Leopoldo, el marqués de Posos, es de otro corte más floral, el de la doble vida. En la Probatura escribí que cultivaba todo tipo de flores que luego veía en el manto de la Virgen cuando pasaba debajo de su palacio las procesiones de Semana Santa (tengo que mirar a Gabriel Miró, las Escenas de la Pasión, otra página). Las flores son para el marqués el símbolo de sus dos vidas, el clavel que puede ir en el ojal de un banquete de promiscuación de los que organizaban los blasquistas en Valencia contra las procesiones, y el que puede ir en el manto de la Virgen María, seguido de autoridades y prohombres vestidos de negro. El marqués no procesiona porque prefiere verlo todo desde el balcón. Por lo menos esa duda ya la tengo resuelta.

7.5.07

MATERIALES MODERNISTAS, 3

Gabrielle D’Annunzio es como el ruiseñor de Ramón, que todo el mundo sabe lo bien que canta pero nadie lo ha oído cantar. Estos días de primavera húmeda pasé una tarde junto a los visillos leyendo El placer, la única obra suya que conozco. Me llamaron la atención las anotaciones de los márgenes. Con frecuencia trato de descifrar lo que anoté hace años en mitad de una lectura, o de descubrir la gracia que pudo hacerme cualquier tontería subrayada. En este caso me acuerdo de a qué responde que, durante toda la novela, unas veces aparezca junto a un párrafo subrayado la letra P y otras la letra V.
La P es de Proust, y la V es de Valle, y ambas responden a la época en que a mí me fascinaba la genealogía literaria, los caminos del estilo, las influencias ocultas. Pensaba en la historia de la literatura como en un gran río cada una de cuyas gotas pertenece, sigue perteneciendo a una fuente muy concreta. El caso es que, si quitas a D’Annunzio lo que tiene de cómico, si te quedas con el sibarita grave que de vez en cuando se toma en serio sus palabras, el resultado es Proust; pero si le quitas lo que tiene de serio, de autocomplaciente, lo que te sale es Valle−Inclán.
Así, por ejemplo, una frase Proust sería: “¿Qué amante no ha experimentado es indecible gozo por el que casi parece que el poder sensitivo del tacto se afina hasta tal punto que se siente la sensación, sin necesidad de la inmediata materialidad del contacto?”. O bien: “Al igual que un esenciero sigue exhalando después de largos años el aroma del perfume que contuvo en el pasado, así ciertos objetos conservaban también una indefinible parte del amor, allí donde aquel imaginativo amante los había iluminado y penetrado. Y de ellos le llegaba una incitación tan fuerte que a veces le turbaban como si estuviera en presencia de un poder sobrenatural”.
Pero hay otro D’Annunzio más canalla, más desmitificador de sus propias fantasías, cínico y guasón, adorablemente falso, que es el que le vino al Valle−Inclán de las Sonatas como anillo al dedo: “Sabía, en el ejercicio del amor, obtener de su belleza el mayor goce posible. Esta feliz actitud del cuerpo y esta aguda búsqueda del placer era lo que precisamente cautivaba el espíritu de las mujeres. Tenía dentro de sí algo de Don Juan y de Querubín: sabía ser el hombre de una noche hercúlea y el amante tímido, cándido, casi virginal. La razón de su poder estaba en esto: en el arte de amar no le repugnaba fingimiento alguno, falsedad, ni mentira alguna. Gran parte de su fuerza radicaba en su hipocresía.”
Ahora bien, ¿cuál de los dos escribe “el viento enfurecido le arrancaba las palabras de los labios”?. O esta otra perla de microrrelato: “Todas las cosas volverían a oír su voz, quizá también su risa, después de dos años”.
Genéticas aparte, volvería a subrayar todas las descripciones marcadas en el margen con un signo (o dos, o tres) de admiración, porque tienen mucho que ver con lo que decía de la exactitud descriptiva de Solana. D’Annunzio (y Valle−Inclán tampoco) no se pierde en metáforas. Las metáforas metidas a capón dan grima. La imagen no real debe ser como un salmón que salta en mitad de la corriente, producto del fragor de las palabras, o incluso de la casualidad. El resto es descripción objetiva de un mundo imaginado, detallado inventario de un cuadro en el que podrían suceder escenas tan hermosas. Este párrafo es sencillamente perfecto:
“Reaccionó y se dirigió hacia la ventana, la abrió, respiró el viento. Reanimada, volvió de nuevo hacia la habitación. Las pálidas llamas de las velas oscilaban agitando ligeras sombras sobre las paredes. La chimenea ya no ardía pero los tizones iluminaban parcialmente las figuras sagradas de la mampara, hecha con un fragmento de vidriera sacra. La taza de té había quedado al borde de la mesa, fría, intacta. El cojín del sillón conservaba todavía la huella del cuerpo que en él había reposado. Todas las cosas exhalaban una melancolía indefinida que fluía y se condensaba en el corazón de la mujer. El peso crecía en aquel débil corazón, se convertía en una dura opresión, en una ansiedad insoportable.”
D’Annunzio, como todos los artistas de su época, leyó a Baudelaire y se empapó de los Ensayos de Bourget, la biblia del decadentismo. Formaba parte de su pose rechazar como a una mosca ese gris diluvio democrático de hoy en día, razón por la que, quizá, tuvo encendidos amores con Mussolini. Pero yo voy buscando un estilo, y por otra parte eso, el volverse tan fascista, le pasó, avant la lettre, por su lado Proust, por tomarse las cosas en serio. También Valle−Inclán dijo después que era carlista y nadie se lo tuvo en cuenta, porque todos entendieron que era una broma.

6.5.07

PERSPECTIVA


Alguna vez he comentado la sensación de maqueta gigantesca que me suele provocar buena parte de la arquitectura contemporánea, como si el arquitecto sólo hubiera trabajado con planos y con escalas y jamás se hubiese puesto en los ojos de quien debe pasar junto al edificio, o visitarlo, o habitar en él. Luego las autoridades legas inspeccionan la maqueta con las manos en la espalda y disfrutan otra vez más de su perspectiva poderosa, de su condición de Gulliver entre votantes diminutos. Es lo único a lo que aspiran, porque luego la parte real del edificio se rellena de vulgaridad, de atentados contra el sentido de la proporción y de copieteos de catálogo.
Por eso me gusta Moneo. Sus edificios son más hermosos desde cerca, y mucho más dentro de ellos. Todo aquello que sólo puede verse desde el cielo parece subordinado a lo que se puede tocar con la mano. La impresión que me causó el museo de Mérida, esa sencillez de infinita complejidad, esas tapias lisas sin dos ladrillos cocidos a la misma temperatura, aquellos majestuosos arcos, de antes de que las bóvedas pareciesen cañones, se puede percibir estos días, de un modo completamente distinto, en el nuevo Museo del Prado, desnudo de cuadros, antes de que lo inauguren en octubre.
Aquí lo que me impresiona es el sencillo respeto a dos edificios tan vulgares, pero tan representativos, como la Academia de la Lengua y la iglesia de Los Jerónimos, incluso a las pilmas y añadidos de Chueca Goitia, un arquitecto que se ha pasado la vida construyendo pastiches de un pasado falso que terminan por no ser de ninguna época. Y es también el respeto a los muchos edificios mudejaroides con remates de escayola y fachadas de ladrillo colocado a tizón que hay en Madrid, y particularmente por aquella zona.
Ah, los límites, siempre los límites. Desde que entras por la puerta de los Jerónimos se impone la sensación de un hermoso paseo entre perspectivas agradables, un recorrido por la dulce serenidad de quien cuida la nobleza de los materiales. Un estudiante de arquitectura explica las complicaciones de meter un museo bajo tierra para que su parte visible no desdiga de unos edificios lisamente dieciochescos. Comenta que Moneo suele recrear ambientes nórdicos, de limpios suelos de roble y puertas de bronce listas para iniciar su envejecimiento, su condición histórica. Allá donde te pares a mirar, notas que esa persepectiva tuya concreta también ha sido tenida en cuenta, de que el arquitecto sabe qué estarás mirando en cada momento del paseo, e incluso conduce amablemente tu mirada.
Pero hay algo todavía mejor. La desnudez de una rehabilitación consiste en que se respeten ambas construcciones, la rehabilitada y la que rehabilita. El claustro, así, parece uno de esos frisos traídos de oriente piedra a piedra y expuestos en su situación original dentro de un museo moderno. Es de lo que se trataba, porque el claustro estaba hecho una ruina. Lo han traído de lejos, lo han traído de la ruina, y lo han envuelto en luz. Además, lo han colocado donde estaba. Casi todas las arcadas exteriores de cemento, de las mismas que las antiguas e interiores de granito, llevan cristales biselados, precisamente para dirigir la perspectiva hacia otras que nos ofrecen las vistas que mejor cuadran con el aire que se respira en el museo. Lo que se ve es siempre parte del edificio, aunque sea el cielo.
Una de las arcadas del claustro antiguo está ciega, tapada por un muro de hormigón basto, sin pulir, casi con las rebabas del encofrado. Ese hormigón de color cálido es parte de la entraña del edificio, de lo que el edificio es, y también participa de la belleza del mismo modo que son bellos muchos enrejados de cimentaciones y muchas cimbras de puentes que luego se destruyen. No hay nada oculto en este cálido lugar. La obra es lo que fue y lo que ha sido hecho. La obra es tiempo, construcción. Desde la linterna del claustro también se ven pasillos acristalados donde circularán con batas blancas los restauradores. El arte no sólo se nutre de su función sino de su propia construcción, y cada nueva decisión transparentemente tomada, para que de ningún modo se oculte a nuestros ojos, es una forma más de disponer el cerebro en la actitud que requiere ver una obra de arte: ver lo que es, todo lo que es, sin trampa ni cartón, con la sencillez de una pincelada única y bastante, trazada con talento.
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