22.12.15

El cuento azul

               
Casi al final de El caballero de Erlaiz, cuando Baroja recoge ya los trastos y prepara la fuga final, Margarita Olano, una de esas mujeres comprensivas que cotillean sin fastidiar, dice lo que seguramente pensaba el autor a esas alturas: “Creo que todo esto va a acabar como los cuentos azules de los niños: con bodas y felicitaciones”. A Baroja le debió de hacer gracia que lo que había empezado como una novela iniciática, el zagal salvaje con quien no puede el cura ilustrado, por mor de un lance de comedia (uno de los amigos del mozo, años después, lo difama ante el padre de su amada) se convierte en una clásica novela griega de galanes que marchan a la guerra a hacer fortuna. Claro que lo mismo podríamos decir de Natacha y Andrei, los de Guerra y paz, porque el género no determina el grado de melosidad. En este caso Baroja corta por lo sano cuando el viaje ya está cumplido, antes de los besos.
               Todas estas novelas de la última época se nos llenan de recuerdos, y en esta no es difícil reconocer el ambiente de salón acristalado de La veleta de Gastizar y Loscaudillos de 1830, si bien los hechos suceden todavía en el XVIII, durante la Guerra de la Convención, en una Ilustración de eruditos de aldea y abates marchena, sin que la historia devore nunca la novela. Adrián, el niño asalvajado (en un primer capítulo excelente, con el cura viudo volteriano), se convierte en un joven vistoso que aún tiene que decidir si quiere ser un currutaco pusilánime o un héroe arrojado, un Alvarito flojo como el de La nave de los locos o un Quintín temerario como el de La feria de los discretos. Las muchachas sonrientes del saloncito de cristal, Margarita Olano entre ellas, lo califican como “el tipo audaz, petulante, confiado en sí mismo, un poco aventurero, con muchos proyectos”. Adrián ha decidido ir a la guerra. Estamos más bien ante un Quintín de pecho descubierto:

Adrián no estaba asustado. Siempre había tenido una confianza en sí mismo absurda e inmotivada. Siempre había supuesto que él resolvería las dificultades por un impulso genial que no tenían las demás personas. Por el momento, todo le salía bastante bien.

Y tiene suerte hasta que, ay, sufre una herida en el muslo, como los héroes de verdad. “Vulnerant omnes, ultima necat”, vuelve a citar Baroja, como no lo hacía, creo, desde que veinte años atrás publicara Jaun de Alzate, con la que tanto tiene que ver la última parte de esta novela. Esa herida desengaña. La conversación con su madre cuando está convaleciente nos trae, ahora en serio, al Andrei de Guerra y paz y sobre todo al Fabrizio de La cartuja de Parma:

Soy templado en unos momentos; pero luego me vienen alternativas, hundimientos en la decisión y en el valor. A veces soy decidido y resuelto; pero ante una dificultad grande o ante un dolor como este de la herida, me amilano. Vuelvo a reaccionar y a tener energía, y en seguida caigo de nuevo en el marasmo. Así he pasado todo este tiempo, entre unos momentos de energía y otros de desanimación y de flojera.

El comentario del narrador a estas palabras de Adrián ya no es del todo stendhaliano:

Evidentemente, Adrián no tenía el valor que admiraba Napoleón; el valor de las cuatro de la mañana, del hombre solo, valor sin gritos, sin teatralidad, cuando no hay luz y hace frío. Para eso se necesita tener los nervios muy fuertes y muy duros, y él no los tenía. Probablemente, el mismo Napoleón tampoco tenía ese valor, y por eso lo admiraba tanto.

La herida cambia a Adrián y cambia la novela, porque a partir de aquí el protagonista es un viajero por el País Vasco más rural y supersticioso, la tierra de Jaun de Alzate, tan decididamente que Baroja lo celebra con un poema en prosa, Epitalamio, sobre el ayuntamiento de los ríos Adour y Nive, cerca de Ustaritz, en el lado francés. El cantor, el abate Verneuil, ya es una criatura encantada, un habitante del país de las lamias, lector de Nostradamus y en cierto modo padrino del viaje de Adrián a la fantasía vasca de un Baroja nostálgico y resabiado.
               Entre las suculentas reflexiones que, sin apoderarse nunca de la narración, va intercalando Baroja, y después de volver a citar a Stendhal (esta vez, por cierto, las palabras aquellas de la novela como espejo a lo largo del camino, que son de Saint-Real y que aparecen en Rojo y negro, y que Cela repitió cientos de veces, estoy por pensar que porque las leyó aquí), la que abre el libro quinto, Camino a España, nos devuelve al Baroja de siempre, pero esta vez con conocimiento de causa:

En algún sentido, la vida es como una enfermedad infecciosa: mientras la alimentan los gérmenes, sigue; cuando ellos desaparecen, acaba. Todo cambia, todo se agota, siempre hay una decadencia en el sentido de la energía, y quizá lo más agotador es la inteligencia; por eso los pueblos más estacionarios son los más fuertes y los más brutos, y los hombres menos inteligentes son los que tienen más seguridad en sí mismos.

               Las referencias a La leyenda de Jaun de Alzate son constantes en esta parte. El abate marchenero aparece con un libro titulado El conde Gabalis (¿no será parónimo del Galavis de Azorín?) donde se proclama que “el Gran Pan ha muerto”, y Chuloca, la hija de Zizari con quien Adrián pasa una casta noche en la cueva de Zugarramurdi, es talmente la Pamposha de Jaun, acaso un poco menos escandalosa. En estas páginas catárticas, de arkadia euskalduna, Adrián se vuelve voluble como Zalacaín, hasta que se encuentra con el viejo tomo de George Borrow en la estantería y Baroja nos escribe una tierna y documentada historia de gitanos, con vocabulario y todo, como hizo su héroe en La Biblia en España, libro fundamental de la literatura española, aunque se escribiera en inglés.
Escuchando a la ninfa Chuloca piensa Adrián (y Baroja, y el lector) en el contraste que hay “entre la tertulia de la casa de Emparán, de Azcoitia, y aquella vida tan oscura y tan supersticiosa”, es decir, entre el saloncito de las sonrisas y el mundo mítico en el que refugiarse de la guerra o de la estupidez, o de ambas cosas, y curarse las heridas.
               Es el momento, además, de que Baroja desate los cartapacios de etnografía con temas ya clásicos en él como el de los agotes, ese extraño fenómeno de creación de una raza de humillados y ofendidos, de los que ya se había ocupado en Las horas solitarias. Adrián abandona el país de las maravillas vascas escondido en un tonel, como en los tiempos de Chipiteguy, el de Las figuras de cera, para regresar a su Azcoitia gentil, coger de la mano a su novia Dolores y volverse al Méjico inolvidable, como decían las portadas de la colección Austal. En el Epílogo Baroja nos recuerda que de toda esa aventura solo queda un “cuadro comprado por un trapero del Rastro de Madrid y que no lo quiere nadie”, que es como empezó la narración, con un buscador de estampas antiguas, el tipo en el que había decidido Baroja convertirse desde hacía muchos años, desde antes de la guerra.
               La veleta de Gastizar y Jaun de Alzate, las dos novelas a las que remite El caballero de Erlaiz, son, respectivamente, de 1918 y de 1922, dos de las mejores novelas de Baroja previas al giro que, a partir de El laberinto de las Sirenas, culminación de aquella etapa, experimentaría su narrativa. Aquellas novelas encerraban la nostalgia de que quisiera haberlas vivido, pero esta parece guardar la del hombre que las escribió.

8.12.15

Lejos de la guerra


Quienes han vendido esta novela, escrita en 1950 y publicada en 2015, como la novela de la Guerra Civil, que es algo así como el partido del siglo, han engañado a sus lectores sin ninguna necesidad. Con fijarse solo en las virtudes literarias del libro habrían tenido bastante.  Baroja, con cerca de ochenta años, está en ese momento de la vida y la arteriosclerosis en que todavía le sobra oficio para apañar un libro entretenido, pero hace tiempo que sus novelas son un mundo aparte, un elenco de tipos barojianos que se reúnen para pasar la tarde lejos de la guerra. El escritor se retira a sus novelas, a su Hotel del Cisne, a los recuerdos de sus criaturas, y con ellas, barajándolas (barojándolas), empalmándolas, apaña un libro en un suspiro. Mainer llama la atención, en el prólogo de la novela, sobre el hecho de que Los caprichos de la suerte viene a ser el reciclado de Los caprichos del destino, un relato incluido en Los enigmáticos. Pero algo parecido se podría decir con respecto a casi cualquiera de las novelas que venía escribiendo desde Susana, es decir, un español exiliado en París que hace vida de hotel donde siempre hay un general retirado, una madama vieja y altiva y una mujer escurridiza; siempre hay algún librero de viejo, o alguien con alma de ropavejero, rescatado de los tiempos, a principios de su carrera, en los que Baroja, a su vez, rescataba tipos dickensianos para decoración de sus novelas humorísticas. Hablan, se cuentan cosas, el protagonista menea la cabeza y va dejando a sus congéneres por imposibles; las mujeres, como en Laura, dudan de qué hacer con su vida y de qué hombre ha de merecer la pena. Pero Laura también estaba tomada de María Aracil, del mismo modo que su amiga, que aquí en Los caprichos de la suerte se llama Gloria, en La ciudad de la niebla era Natalia. Esta Gloria no es ni tan alegre como Susana ni tan ceniza como Laura. En su volatilidad recuerda más bien a aquella Ana de La sensualidad pervertida, dicen que trasunto del gran amor de Baroja, de quien ya todas las heroínas serían bocetos más o menos retocados.
               Pero Baroja amplía el espectro de los reciclajes. La huida de Madrid en guerra parece tomada de Camino de perfección; la entrada en Cuenca, con un paisaje de los que uno va guardando, remite a La canóniga, y acentúa un aire romántico cada vez menos parecido al tono de angustia y urgencia y sequedad con que nos imaginaríamos un relato sobre aquellas barbaridades tan recientes. Y sí, de vez en cuando algún personaje cuenta alguna brutalidad, casi siempre de parte de los milicianos (que no del ejército republicano regular) y alguna vez, en asimétrica compensación, por parte de los fascistas, sobre todo en Navarra, donde ya habla de liberales y carlistas y el relato podría pertenecer sin mayores problemas a un tomo de las Memorias de un hombre de acción: “Tal vez en los primeros revolucionarios hubiese un ideal y fuesen gentes que deseaban de buena fe un mundo mejor, pero los que después lucharon no pasaban de ser una caterva de arribistas y de ladrones. (…) De la muerte de estas gentes, pensaba Elorrio, a la del Empecinado, había bastante diferencia”.
               Y así el lector de Baroja no deja de recordar otras páginas, como si el autor se antologase, como si en su escritorio, en vez de tinteros, hubiera fragmentos de un libro infinito que el autor va combinando para expresar las opiniones de siempre, que, conforme va cambiando el mundo, pueden ser extremistas o conservadoras según quién las lea, por más que Baroja nunca saliese del escepticismo volteriano, del que esta novela, ese Hotel del Cisne (que es la Santa María de Novella de Baroja) es un cuarto del último retiro. Es el escritor Goyena (luego Elorrio) el que se califica a sí mismo como un escritor “brusco e independiente, lo que no era grato para los lectores de la derecha ni de la izquierda”, pero que sufrió la furia revolucionaria porque “todo el que expusiera una pequeña duda o dijera una orema [sic] era considerado en Madrid como un reaccionario digno de fusilamiento”, y con el fin de la guerra las cosas no mejoraron “porque llegaba la época de las denuncias, de las delaciones tan gratas al español”. Ya en París, después de pasar por “Valencia la roja” y dar muestras de la poca confianza que le producían las tricoteuses republicanas, Baroja, en mitad de una conversación entre Evans y Elorrio, antes Goyena, deja caer con cuidado alguna frase que tampoco podría pasar por la censura: “la única solución que habría podido tener la República española habría sido la dictadura. Una dictadura inteligente, sin presión espiritual de ninguna clase”. ¿Eran muchos los escritores, en los años 50, que acusaban al nuevo régimen de estúpido y fanático?
               Un señor viejo de un hotel, que también podría ser Baroja, siempre saliendo y entrando de los hoteles y de los personajes, tampoco es muy prudente con la Gran Guerra: “Pienso que, sea porque Alemania es así, de una manera congénita, o porque ha evolucionado de un modo patológico hacia una especie de locura, hoy es un pueblo monstruoso, y que todos los países de Europa deberían reunirse para dominarlo, sujetarlo y ponerle una camisa de fuerza”, y avisa, agoreramente, de que todos los pueblos de Europa se van haciendo cada vez más nacionalistas. El desengaño de Baroja le lleva, vestido de un galán viejo que mariposea en torno a Gloria, a hurgar incluso de viejas heridas, y que ahora seguramente obligue a añadir una cita en los libros que con menos escrúpulos lo han vilipendiado: “Al viejo le habían hecho una operación que le había dejado impotente. Le habían extraído un órgano que ella no sabía cómo se llamaba, como una castaña”. Baroja tenía cincuenta años cuando le ocurrió eso, ya había ingresado en esa vejez tornasolada de sus últimas obras.
               Acabada la novela, con esa sensación de levedad entretenida con que uno agota la tarde del sábado, cabe preguntarse qué Baroja nos interesa más, el de las opiniones sombrías o el del Hotel del Cisne, ese mundo aparte donde reina el pintoresco Pagani y donde se cuentan historias curiosas, una de ellas, la del verdugo, como para juntarla con la que contó en La familia de Errotacho y alguna otra y formar una pequeña sección, un curioso librillo de humor negro, o bien el Baroja disolvente y moderadamente reaccionario, con reacción de pequeño burgués, experto en detectar la mala idea de quienes amenazan su buen pasar.
               Pero la mezcla de los dos sigue siendo interesante. Las opiniones de Baroja tienen púas, como los cardos. A uno de derechas no le gustaría esa desconfianza en el género humano ni el anticlericalismo innegociable, y si las mismas cosas que dice de los republicanos solo las deja caer de los fascistas es porque la prudencia forma parte de la sabiduría, pero luego es otra púa. Quienes no han tenido que escribir a los ochenta años para salir adelante ven inmediatamente esas desproporciones, pero no se fijan en que, con todo y con eso, muy pocos eran los que entonces se atrevían a decirlo. Si esta novela no se publicó en su momento no es porque Baroja mismo la considerase mala o peligrosa, sino porque no la pudo publicar. Ni el libro Miserias de la guerra ni esta otra, ambas de la trilogía Las saturnales, de la que sí pudo publicar El cantor vagabundo, vieron entonces la luz, y sería sarcástico que los mismos motivos que llevaron a no publicarla entonces por un gobierno fascista lleven ahora a que los demócratas más avanzados la denigren. Es típico de Baroja: su sentido común no cabe en los corsés de las ideologías. Una de sus ideas más repetidas y vidriosas es aquella de que la miseria económica engendra miseria moral. Quizás el escritor que mejor haya sabido ver la belleza de la humildad, y que más cercano se ha sentido a los que sufren, sea también el único que se asqueaba por la monstruosidad de parte de esa misma gente cuando se fanatiza y se esconde entre la masa. La idea será incómoda, pero estos días vemos, y cómo, lo vigente que sigue estando.
               La otra parte, la de los habitantes de hotel o los caminantes noventayochistas, no es peor por ser ya conocida. Es más, el modo de utilizarla es cada día más pictórico. Baroja añade colores, tonalidades, figuritas, nubarrones, sin más interés técnico, narrativo, que el de que la novela no se caiga de la cuerda floja sobre la que camina. El contenido está ya, el contenido es el tintero, su obra entera, todas las mañanas, al buen tun-tún, en una ciudad mentalmente paseable, lejos de la guerra y entre mujeres que aviven la melancolía y consuelen, como Abisag la Sulamita, pero con más castidad que en la Biblia, el frío de la vejez. He leído, por cierto, en una promoción de Los caprichos de la suerte, que en esta novela aparece una escena de erotismo explícito, cosa rara en Baroja. Y tan rara. Esta dura una línea. Elorrio vive en una habitación que comunica por una puerta condenada con la de Gloria, quien, una noche, la abre y aparece en el dormitorio de Elorrio “completamente desnuda”. Fin. No, si esta novela tiene interés es porque se trata del Baroja de siempre, el que completa su obra e ilumina la de otros. El Cela viejo, sin ir más lejos, el Cela de El Camaleón soltero, por ejemplo, viene de aquí, de ese mismo Hotel del Cisne, y al vagabundo carpetovetónico también se lo ve caminando por las primeras páginas de este libro, trufadas de coplillas de caminante. Solo con esa descripción del camino a Cuenca ya esta novela habría merecido la pena.

2.12.15

Hablar por hablar (especulativamente)

              
 Dice Álvaro Pombo que siempre dicta sus novelas, que no las escribe directamente (indirectamente sí en tanto que después corrige lo que sale por esa boca), y mientras leía Un gran mundo, su última novela, con frecuencia fantaseaba intentando averiguar a qué ritmo se puede hablar cuando se habla con tal lujo de abstracción y poesía. Pero ese siempre tiene su pequeña historia. Sigo a Pombo, sin interrupciones ni libros en falso, desde 1990, desde aquella impresionante El metro de platino iridiado, de la que siempre comento que me inspiró una extraña sensación de libertad. Yo no había leído a un autor español contemporáneo que escribiera con tanta facilidad, que mezclara tan bien el chisme de mesa camilla con el aptegma filosófico, y que todo siguiera el orden impetuoso (e imprevisible) de la escritura desatada, que siempre es de raíz oral. Aquel era un libro, digamos, dictado por el pensamiento, por una mente facunda, por un cerebro parlanchín, pero cerebro al fin y al cabo, es decir, sin las restricciones a la sublimidad ininterrumpida que son propias del habla. Si uno habla sin parar, no puede decir a cada frase un verso hermoso, no porque sea imposible (Ovidio, Lope), sino porque el conjunto, oído, suena raro, apretado, sin esos párrafos intermedios, ese cesar del contenido pero no de la palabra, el repetir con un porque claro cualquiera lo que se acaba de decir, en busca de una formulación exacta que en la versión escrita se desprende de las formulaciones previas, aproximativas, igual que cuando uno va buscando un buen principio para un cuento tiene que borrar todo lo que había escrito hasta que lo encontró. Hablar es un aproximarse, y la naturalidad no es compatible con la indeclinable densidad.
               De modo que una cosa era la facilidad de Pombo para imitar lenguas habladas, para re-presentar, hacernos vivo y presente, a un personaje no por lo que diga sino sobre todo por su forma de decirlo, que era lo que yo más admiraba y admiro en él, y otra muy distinta el llevarlo a su extremo más radical, es decir, buscar que la novela sea del todo hablada, no reescrita sino, si acaso, correctamente puntuada. En este blog debo de haber comentado ya varias veces que la primera vez, que yo sepa, que se entregó por completo a la palabra hablada fue en la Telepena de Celia Cecilia Villalobos, seguro como estaba de dominar ese tipo de voz femenina, que en los otros libros de aquella época (la madre de Quirós en Los delitos insignificantes, Virginia en El metro…) bordaba con una frescura insólita, perfecta para para lubricar el engranaje intelectual. Digo insólita y estoy pensando qué he leído más cercano a esto de antes de Pombo. Aparte de la inevitable Menchu, no se me ocurren ejemplos de mujeres habladoras a las que no se les vea el cartón de su creador. Acaso la Juanita Narboni del olvidadísimo Ángel Vázquez o la deliciosa Marichuli Mercadall de Eduardo Mendoza. Supongo que se habrá hecho alguna tesis sobre eso. Hablo, claro, de voces femeninas interpretadas por escritores masculinos, que es el caso de Pombo.
               La Telepena resultaba un poco cansina porque oír a alguien muchas horas también resulta cansino y porque además el habla de la protagonista estaba sobrehablada, tan permanentemente oralizada que tampoco acababa de resultar muy natural después al ser leída. Al hablar no hay por qué barnizarlo todo de habla. Uno puede conservar el ritmo del habla sin necesidad de pegar por todas partes expresiones coloquiales. Claro que habría que preguntarle a qué velocidad dicta, porque la velocidad de lo dictado es un hablar a toda mecha, pero el contenido de lo dicho es más denso de lo que se puede adensar así con tanto brío. Oyes a Pombo charlar con voz de mujer, pero no es el efecto algo ridículo que producía en Los enamoramientos de Marías, sino el de estar escuchando a un hombre que sabe cómo hablan las mujeres y que las imita de maravilla. Un placer garantizado, en cualquier caso.
               Así que Un gran mundo está hablada pero también re-hablada, o sea escrita, y el resultado, ya digo, es un libro hermoso que nos remite a otro monólogo (más que narración en primera persona) que a mi juicio sigue ocupando plaza en lo más alto de la producción de Pombo: la Aparición del eterno femenino contada por su majestad el rey. Allí lo contaba todo Ceporro, el que aquí es el aguilucho, que sale menos de lo que protagoniza y habla poco, porque todo lo cuenta su prima, la narradora con voz femenina. Y el don Rodolfo de aquel entonces, el hombre guapo y perturbador, aquí es el argentino Helio, y la abuela es la abuela, solo que aquí se nos habla de sus años mozos y de un episodio que en el fondo es lo único genuinamente narrativo que tiene esta novela. Esta abuela de ahora, Elvira, procede, yo creo, de la rama de Donde las mujeres (al menos la narradora sí), que luego retomó en Una ventana al norte, o en la dama insulsa de Quédate con nosotros, señor, porque atardece.
               Me gusta más la rama narradora femenina de Pombo que la estrictamente masculina, siempre más autoinculpatoria y zahiriente, más simbólica y abstracta. Pienso en el Esteban de El cielo raso, o en cualquiera de los dos personajes de Contranatura, que a su vez eran algo así como una hipertrofia de Los delitos insignificantes. Y me gusta más, quizá, porque me gusta oír hablar a las mujeres, sobre todo a las que tienen la virtud de pensar en voz alta y de hacer las cosas al tiempo que las formulan. Es una costumbre sanísima que cuando estoy solo intento practicar, pero no creo que a mí me diese para una prosa decente, desde luego no tan elevada.
               De modo que Elvira es una dama de provincias que en los años 50 vivía en Madrid con un guapo argentino más joven que ella y regentaba una tienda de antigüedades, Luxor. El propio Pombo ha dicho que es una mujer superficial, o sea que el tema de la novela es la superficialidad de esa mujer; el argumento, que Pombo practica en ella lo que, según cita al pie de la letra, decía Nietzsche de la caridad, que se parece al verdadero amor en que es una forma de apropiación del otro, de sometimiento emocional. Nos apropiamos de la insustancial Elvira, usurpamos sus entrañas aparentemente vacías. Es una mujer despegada que solo se quiere a sí misma como búcaro del mundo que le pertenece. El gran mundo.
               La novela es floja porque solo tiene esto y porque cuando asoman la nariz los secundarios su historia nos interesa más que la de la protagonista. Quizá es lo inverso de El metro… Allí María era el centro, el faro, la guía, y los demás pobres peleles. En esta novela ella no ilumina nada y los demás saben qué hacer sin ella, como si se la quisiesen quitar de encima. Y de hecho se la quitan, Pombo el primero. Poco más de mediada la novela, tía Elvira desaparece, la voz narradora se masculiniza (aunque siga hablando la prima) y uno tiene la sensación creciente de que no son dos primas y un primo (más bien una prima y un primo) sino el mismo Pombo en conversación consigo mismo y su pasado. Cuando la novela tenía que vibrar, la especulación resulta gratuita, y es el momento en el que más Pombo se deja revolotear filosóficamente hacia lo primero que tiene a mano de unos personajes que no han acabado de brotar y se han ido reintegrando a un autobiografismo verosímil pero decepcionante. La novela, a cien páginas del final, ya es lo de menos, y lo peor es que la brillante densidad poética del principio se va ensombreciendo de frases, de juegos verbales que (ay qué mal queda eso) uno tiende a traducir simultáneamente al lenguaje corriente y moliente.
¿Por qué no se conformó Pombo con una novela corta? ¿Por qué se dejó llevar por la desgana de un personaje que luego resulta ser, más bien, un rencor familiar no superado pero al mismo tiempo la joya del anecdotario? Esa último episodio, el del doble entierro del hijo de Elvira, es una buena historia que Pombo sitúa en lugar preeminente pero que solo enuncia, cuenta como se cuenta un episodio estrafalario, en dos docenas de líneas, cuando allí tenía la novela entera. Es como si al plan inicial novelesco lo hubieran barrido unos días de mal rollo en los que la novela no se sostenía pero él se empeñó en continuarla. Pombo estira innecesariamente, desequilibradamente la novela cuando exigía toda la intensidad no especulativa de aquella historia de sepelios.
Todo esto se puede justificar sin problemas: un ejercicio de libertad, un esfuerzo de abstracción como el que decía Berlanga que tuvo con Todos a la cárcel, y que viene a ser que la película se hizo a sí misma, se torció cuando quiso y se cayó cuando le vino en gana, y que el hecho de que, por el mismo procedimiento, no hubiese quedado una película memorable solo hay que achacarlo a la suerte, a que la película no salió, ella, del todo bien. Aquí la novela no sale bien: falta ficción, faltan objetos, miradas, conversaciones. Sobra rollo, vaya. Pero es Pombo, y su escritura semoviente, sesosteniente, es un placer que no hace echar de menos más enjundia narrativa que filosófica. Uno lo disfruta como disfrutaría una tarde escuchándolo contar historias viejas de su familia de provincias, con las zapatillas de paño y un gato en las haldas, mientras entra el sol por la terraza. Yo con eso tengo más que suficiente.
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