23.12.05

Línea

Una exposición en el Cuartel del Conde Duque conmemora los diez años de la muerte de Julio Caro Baroja. En este tiempo, los carobarojianos hemos pasado de la admiración al fetichismo, y recopilamos libros de don Julio y todo aquello que esconda un dibujo, un cuaderno de campo, un cuadro festivo, un croquis a tinta china. Ahora están colgados de las paredes, como las obras de arte.
Es posible que muchos de ellos sólo sean ocios de humanista, pero la verdad es que reúnen las dos condiciones que exigimos al arte: que sea inconfundible y que trascienda. El patio emparrado de Grazalema que Caro dibujó a plumilla en 1951 guarda toda la mística de la sencillez y del detalle: todas las tejas con su línea, todas las hojas con su pequeño óvalo, todas las sombras con sus rayas prietas y todas las losas del suelo con su silueta de piedra real. Hay unos palos finos sobre los que la parra se acuesta en los que Julio Caro no pasa por alto ningún nudo, ninguna rebaba, ningún síntoma de vida.
Pero dónde está lo inconfundible. Por qué sé que esas tejas son las tejas verdaderas que pintaba don Julio, por qué siento en esos dibujos tan simples, en esas esquinas desconchadas, en esa silla de enea el sagrado respeto hacia los protagonistas que viven en la casa del pueblo. En qué línea está el cariño dibujado, qué detalle sólo sería posible visto por un espíritu libre, si todos son tan fieles a la verdad.
Todo está allí, y mi fetichismo se ha ido convirtiendo en reflexión estética. No es sólo su inmensa sabiduría ni su rigurosa independencia. Hay algo más, el rigor de la mirada limpia, la interpretación cabal de un sentimiento que si se nombra se traiciona.
En la exposición pueden verse también unos dibujos que Julio Caro hizo cuando tenía ocho años, cinco viñetas que cuentan la historia de cómo los españoles ayudaban con alimentos y dinero a unos rusos que pasaban hambre. En los carros que dibuja ese niño y en los burros, en los monigotes y en los rusos flacos y en los rusos gordos ya está la huella, y ya está la poesía. Eso también tiene algo que ver con el arte.

Silencio


La persona que murió envuelta en llamas y apaleada en un cajero de Barcelona no tenía bastante con ser mendiga ni con morir a manos de tres bestias salvajes con aspecto de seres humanos. Faltaba la puntilla. Faltaba pregonar por todas las televisiones y periódicos su nombre y apellidos, su trayectoria profesional, su carácter, su familia perdida y los motivos que la llevaron al infierno. Faltaba cebarse con el ángel caído, elogiar a todos los que la quisieron ayudar, exculpar a todos los que la abandonaron, dar una idea exacta de sus circunstancias y dejar flotando un juicio moral asqueroso, casi tanto como las alegaciones de quienes defienden en los juzgados a esas hienas con zapatillas de marca. Llegará un momento escandaloso en que alguien establezca una causalidad ética que nos recuerde que quien mal anda mal acaba, que nos insinúe que quien juega con fuego se termina quemando, y esa moralina no estará referida a las jóvenes serpientes ni a las familias que las criaron, sino a esa mujer a quien sus familiares, en un acto de buena voluntad, han dicho que un día de estos irán a enterrarla.
La intimidad se puede violar de muchas formas. Quizá la más obscena de todas sea violar la intimidad de los muertos. Todos los que vivimos en grandes ciudades hemos conocido casos de gente que traspasó la raya y deambula por un bosque calcinado sin saber cómo volver, sin saber siquiera cómo desear el regreso. Sabemos que son personas difíciles, que más allá de la frontera ya no hay escrúpulos ni componendas. El único daño que nos hacen es ensuciar el portal de un cajero y recordarnos que una gran ciudad es un lugar implacable. La noticia nos interesa para saber que por la calle hay monstruos jóvenes y perfumados, nos interesaría incluso para que los Ayuntamientos se ocupasen de estos perdedores trastornados por la velocidad de su caída, los lleven a un sitio caliente y los protejan de las serpientes. La noticia es la serpiente. Lo otro ha sucedido siempre, y lo único que podemos hacer para ser respetuosos con su dignidad perdida es no cacarearla. Las víctimas deberían tener derecho al mismo silencio al que han sido condenadas.

20.12.05

Humo


El gobierno ha escogido la mejor fecha posible para que dejemos de fumar, en mitad de las fiestas. No quiero ni pensar la de horas de conversación que se van a dedicar al asunto. De momento ya no hay reunión sin alguien que esté dejando el tabaco, y la gente te ve y se cruza de acera para darte la brasa y decirte con ojos de loco que él ha dejado de fumar y se alegra mucho de haber tomado la decisión. Yo creo que hasta se les tuerce la boca un poco y todo, se les hace un agujero en el hueco del cigarro.
Pero sí es buena fecha, porque así se aprovecha esta inercia ilusa de las fiestas, que se inauguran hoy con un azar improbable y se clausuran el seis de enero sin la más mínima verosimilitud. Muchos ya han empezado a amargarse la existencia y otros dicen sin cesar a sus familiares y amigos y compañeros de trabajo que van a empezar el día uno, frente al televisor, viendo los saltos de esquí. La gente intentará ligar en las fiestas y en los cócteles con el tema del tabaco, nunca estará el humo tan presente, nunca nos nublará tanto las entendederas.
Muchos dejarán de fumar y arrastrarán el mono en la cuesta de enero. Las facturas de la visa le vendrán como esos estremecimientos a la altura del píloro que se tienen los primeros días de abstinencia. Empezarán a cruzarse sentimientos íntimos: los conversos se afilarán los colmillos y quienes prometieron no fumar con la boca llena de uvas se levantarán cada mañana con la obligación de no traicionarse a sí mismos. La gente, acorralada, fumará en los retretes compulsivamente, hasta que su clandestinidad le dé el asco que dan las zonas de fumador de un aeropuerto, el lugar más repugnante que conozco. En secreto gastarán un pastón en cursos, libros, parches, meditaciones trascendentales y demás maneras de engañar al hambre. Y después, cuando lo dejen, se darán cuenta de que tampoco tiene ningún misterio, de que el mono físico de la nicotina es muy breve, y que lo demás consiste en decir que no. No quiero fumar, no quiero que me prohíban nada, no quiero este cigarro, no quiero este trabajo. A ver quién gana.

Familia


Esto era un niño en el día de Nochebuena. Se levantó y se puso a ver la tele. Echaban horribles cuentos de Navidad, de modo que enchufó el ordenador y pasó la mañana jugando a los marcianos. Su padre, con una sonrisa extraña, infrecuente, entró sin llamar a la puerta en su habitación y, con cara de bobo solemne, le dijo que saliesen a tirar bolas de nieve. El niño estuvo por decirle que no le apetecía tirarse bolazos con nadie, y menos con su padre, pero detrás del padre vio los ojos muy abiertos de la madre, así que el zagal apagó el ordenador y fue a entretener un poco al hombre, que como fumaba dos paquetes diarios se cansó enseguida de hacer feliz a su hijo y se volvieron a meter en casa. El padre se dedicó a fumar y el hijo a jugar a los marcianos.
La madre se pasó el día en la cocina. Cada vez que venía un invitado, la madre salía de la cocina limpiándose las manos en el delantal, daba dos besos a las visitas y decía que se le estaban quemando los langostinos y se volvía a meter en la cocina. Luego los parientes iban a por el niño. Lo apretujaban, le formulaban preguntas retóricas, le obligaban a besar mejillas peludas y oler perfumes vomitivos. El padre daba conversación a las visitas y fumaba sin parar.
El niño saludó estoicamente a toda la inmensa familia, a todo aquel gentío que de pronto inundaba la casa y las lágrimas de cristal de las lámparas temblaban con sus voces y sus carcajadas. El niño no podía meterse en el ordenador, su padre no lo habría consentido, pero sí en la cocina, donde su madre guisaba lentas comidas que necesitaban atención constante y la puerta bien cerrada. Todo era a la plancha, todo echaba un tufo tremendo, los parientes que se asomaban a coger una cerveza cerraban enseguida para que no se les pegara el pestazo a la ropa nueva.
Estuvieron juntos toda la tarde, la madre y el hijo. La madre no podía dejar los fogones y el hijo, cuando todos ya se habían bebido un vaso de vino, dijo, muy formal, muy como deberían ser todos los niños: “Perdonad, tíos, pero voy a ayudar a mamá”.

16.12.05

Máchina


Estuvimos anoche viendo a De la Guarda, una compañía de volatineros argentinos. Unos actores que parecen hinchas del Boca desesperados van corriendo por las paredes, atados por un arnés a cuerdas que cuelgan del techo. Otras veces se apiñan los actores como si se los llevara el viento, o escenifican la fácil metáfora del abismo y la pared. Los actores aporrean violentamente unos timbales, hay un vocalista de fraseo étnico y la sección de viento es también del Boca Juniors. Las luces estroboscópicas provocan bonitos efectos argentinos en el techo que son saludados por el público con oes y aplausos. Los actores, que interactúan mucho, se agarran a la gente o la escogen para subirla por los aires.
A mí me pareció una atracción de feria, francamente. Los pocos géneros eternos que tenemos no desaparecen nunca del todo, se transforman, se adaptan o se disfrazan de otros géneros. El circo de animales enfermos ya pasó a mejor vida (no obstante, por cierto, aún es legal tener aparcado en la calle a un tigre hambriento para que se coma el brazo de alguien, como en La cuarta mano, y que ha ocurrido hace bien poco en España). Sobreviven a la descomposición del circo los números que no huelen mal, y ello de un modo más orientalizado, más sinificado, como en el Circo del Sol. Esto de De la Guarda está bien para un número, es una magnífica ocurrencia muy bien hecha que da buenas ideas para todas las escenas de deus ex máchina habidas y por haber, y suena, en efecto, a ese circo intimidatorio y visceral que tanto furor hizo con La Fura del Baus.
Pero me resultó un tanto premioso, un poco pleonástico. El indudable impacto visual de la propuesta se quedaba en gags de aspecto agresivo y un fondo, creo yo, bastante pueril. Yo vi a la gente pasárselo estupendamente, aplaudiendo a rabiar y alargando los brazos para que les tocase a ellos esa interactuación que a mí me saca de mis casillas. El ambiente era de plásticos y tubos y cómics animados, muy noventa, en ese doble viaje de la estética que implica hacer un espectáculo del propio efecto, hacer un deus de la propia máchina.

13.12.05

Pombo


En El metro de platino iridiado, su mejor novela y una de las cinco o seis grandes novelas españolas del siglo XX, Álvaro Pombo creó a una heroína, María, imagen del bien, ejemplo y medida de un coro de personajes desgraciados (en el más amplio sentido de la palabra) que a su vez eran, o parecían ser, reflejos fragmentados de una sola personalidad real, débil, defectuosa, y por lo tanto, acaso, más humana que aquel maravilloso personaje. “Vuelvo porque los quiero”, dice María, en una de las escenas más emocionantes que yo haya leído jamás, cuando ha intentado huir de quienes la traicionaban pero es consciente de que al mismo tiempo la necesitan para sobrevivir.
“Me quedo porque aquí me quieren”, dice ahora, en Contra natura, su última novela, el personaje de Salazar, tan opuesto a María como puede serlo el egoísmo al desprendimiento, y al decirlo abandona a los que lo quieren, otro coro de desgraciados que, contrariamente a lo que sucedía en El metro, se ganan nuestra simpatía y nuestra compasión. Para los aficionados a Pombo, los personajes recuerdan a los de El cielo raso, un joven y dos viejos desdoblados, más incluso que a Ortega y a Quirós en Los delitos insignificantes, pero en este caso es como si Pombo hubiera querido ofrecernos una cura de crudeza, un acto casi ascético de no negar los atributos de la podredumbre. El repulsivo Salazar es una forma de ponderar a todos los demás pobres de espíritu que lo rodean como rodeaban los muchachos a Tiberio en las espeluncas de Capri. Es, en rigor, un personaje irreal (por muy verosímil que sea) que provoca realidad en los demás.
Yo no sé si su visión descarnada del deseo es una especie de purga, como a veces tiende uno a barruntar, pero da lo mismo porque su prosa sigue siendo la más original y la más brillante y mejor dicha (sobre todo dicha) de todos los escritores de su generación. Su último reto es ser sincero, despojada, dolorosa, trágicamente sincero, en ser nítido y desnudo en medio de la portentosa marejada de su escritura. Suena como a promesa, como a acto de fe. Y suena divinamente.

6.12.05

Propaganda


Una editorial cristiana, la Biblioteca Homo Legens, acaba de publicar, en formato de los de antes, con buen papel y tapas de tela, y a precio razonable, una de las novelas mayores de Dostoievski, El idiota. Su protagonista, el príncipe Mischkin, se rige por dos reglas insobornables: no juzgar a nadie y no consentir que nadie se humille. Su bondad extrema le lleva al amor por compasión, a una extraña fraternidad que no nos parece humana porque no tiene sombras. El propio Dostoievski dijo que El idiota era una especie de ensayo sobre el bien, y que quería meter la concepción inmaculada de la existencia de un hombre bueno en mitad de sentimientos demasiado humanos: ama a quien lo engaña, ampara a quien lo traiciona, pero jamás se aparta de sus normas (lo que quiere decir, sospecho yo, que tampoco sufrirá mucho). Su concepción es inmaculada porque no entran en ella las bajezas propias de los seres humanos: no hay mancha en su regla, por mucho que Dostoievski la inficione de una especie de morbosa compasión.

A Mischkin lo tengo, al mismo tiempo que por un ejemplo de moral, por el colmo del egoísmo trascendido, un poco masoquista; pero también por una actitud que sólo es posible a partir de la ausencia radical de sentimientos, que es lo que siempre me ha fascinado de él, muy en la línea del Adolphe de Benjamín Constant. Quiero decir que una cosa es el sentimiento y otra la decisión de sentir ese sentimiento, el sentimiento como ficción, como postura (como norma), aunque se crea en ella o empuje a una tragedia. Veo a Mischkin más cerca de San Manuel Bueno que de Cristo redentor, vaya.

De todas formas, tengo en la mano un libro de Steiner (Tolstói o Dostoievski), que avisa de que sin Rogochin, el personaje pecador por excelencia, Mischkin vuelve a ser un idiota. “Sin la tiniebla, ¿cómo captaríamos la naturaleza de la luz?” Sin la miseria de la existencia, ¿cómo podríamos concebirla inmaculados? A Mischkin lo admiramos pero nos parece ridículo. Nos cae bien pero no estamos dispuestos a imitarlo. No es que su inmaculada concepción de la existencia nos parezca inalcanzable, que no lo es, sino que no podemos permitir que los otros se confundan y nos tomen por idiotas.

4.12.05

Geórgica, I

Cuando llega el mal tiempo leo a Virgilio. Es una de esas aficiones que empezaron siendo estimulantes y han adquirido con los años la pátina de las costumbres. Unas veces paso la tarde traduciendo media docena de versos de las Geórgicas o de la Eneida, y elijo los fragmentos al azar, como si estuviera rellenando con hilos traducidos un gran tapiz que, al paso que voy, puede durar el resto de mi vida. Otras veces, simplemente, me tumbo y leo.
Virgilio no es el poeta tonante que se eleva sobre nuestras miradas, al que se admira como un objeto alto y luminoso pero es difícil de encajar en la cocina. Virgilio es el viaje de vuelta, la morosidad ascética de los detalles, la alta misión de contar lo mínimo, la noguera que veo desde la ventana o las vacas que mugen en el prado. Cuando huimos de otros clásicos que nos hacen sentirnos pequeños, alejados de deslumbramientos juveniles, Virgilio es un regreso a la dignidad de una existencia menuda. El libro sobre la mesa, la luz de tímidos matices, el otoño húmedo y a veces anaranjado, recién llovido, y en sus versos mezcladas antiguas traducciones infantiles, esas que uno escribía con la punta de la lengua fuera, y reflexiones maduras que me han unido a sus héroes cercanos, a su grandeza posible, pero también a su triste lucidez.
Rumio en estas tardes detalladas las quejas de Eneas a los dioses, por qué yo, por qué esta pesada carga, por qué tanto regodeo en el destino, y me uno al héroe que hace las cosas porque está mandado pero no se entrega nunca al entusiasmo. Cultivo un vínculo casi íntimo con el hombre que vive porque no hay más remedio, y pese a ser consciente de la tormenta caprichosa en que navega, lucha por que cumplir con su deber suponga un lenitivo a la tragedia esencial de perseguirlo. Eneas no es especialmente astuto, siente como a remolque, no le mueve el espíritu de un pionero sino las necesidades imperiosas del momento, y se apiada de sus enemigos muertos como se apiada de su propia negra fortuna, y en esta piedad imprescindible funda la obligación, más que de vivir, de echarse la vida a la espalda, como si fuera, en efecto, no un designio divino sino la maleta de quien va buscando casa.

Programa


Creo que fue Muñoz Molina, hace ya bastantes años, el que dijo que en España no se sabía encarecer a alguien si no era insultando a los demás. Esta semana he tenido acceso a dos interesantes ejemplos de tan bárbara costumbre, en un medio tan poco usual para la agitación política como es el programa de mano de un espectáculo. Uno era de Tres sombreros de copa, una lujosa producción que se aprovecha de la desidia de los programadores (Mihura es un fijo en selectividad) para perpetuar el hecho de que ésta sea la única pieza teatral que han leído, o visto, muchos jóvenes bachilleres. Y está bien, pero tampoco es para salir de “la caverna”, como dice, en el programa de mano, el vulgar poeta y mediano traductor Luis Alberto de Cuenca.
El otro programa es el de En un lugar de Manhattan, de Els Joglars. En un texto mal escrito, entre anacolutos, faltas de ortografía y redundancias, Albert Boadella se despacha contra “el ejército de acomplejados militantes de la modernidad escénica”, de entre los que profesa una especial tirria contra La Fura del Baus, a la que debe referirse eso de la “obsesión timadora” y de que “cualquier nulidad se atreve con los clásicos”.
Pero luego cierras el programa y empieza el espectáculo, una cosa tópica, larga, plomiza, con las bromas viejas de los vascos y los catalanes, con los chistes viejos de los argentinos y los vetustos chascarrillos sobre las feministas, lleno de empalmes y puntos muertos, de estiramientos artificiales y plomerías de oro falso, y de una irritante falta de sustancia. Todo ello, eso sí, sobre el valor seguro de sus magníficos actores, por más que Ramón Fontseré haya empezado ya a imitarse a sí mismo.
Ambos espectáculos están programados por la Comunidad de Madrid, que invierte en cultura. Bien hechos sí que estaban; pasta se gastaron, desde luego. En el de Mihura la gente se reía con más frecuencia, cuando tocaba y cuando no tocaba, como cuando la actriz protagonista, una señora de cuarenta años, hablaba de que aún era muy inocente, que aún estaba creciendo. El público, la muchachada, se partía de risa.

30.11.05

Mapa


Un lector bernardino me pasó el otro día la dirección de una página de la que quiero hacer publicidad. Por alguna razón de entre líneas descubrió mi amor a lo mínimo, al conocimiento infinitesimal, a esa escala variable que igual te permite ver el mundo como un dios que como un ratón. Es la Biblioteca Perry–Castañeda, una maravillosa colección de mapas de todos los tiempos y lugares que se multiplica ad infinitum a través de enlaces a otras páginas especializadas en cartografía.
Si con el satélite podía verle la piel a la tierra como se la vería un pájaro, con esta otra página puedo verlo como lo habría hecho un escolar de principios de siglo XX, una tarde de invierno, junto al fuego bajo. De hecho, al entrar en el Atlas de Shepherd, de 1911, el libro con el que todos hubiéramos querido ser niños, y ver aquellos mapas de tipografía primorosa, líneas de mano alzada y los colores que luego haría célebres Tintín, me arrojé al vicio de ir acariciando con la yema del dedo los caminos que llevan al desierto, las líneas divisorias de las guerras, las flechas de las batallas, las rutas de los ánsares y de la gripe, de los vientos y de los aviones, los tentáculos de las estribaciones y los filamentos de los ríos, y encontrarme siempre nombres nuevos, palabras puras, meros y hermosos nombres propios de aldeas, fuentes, peñas, tumbas y regatos.
Metería la página de Perry Castañeda en el arcón donde guardo mis mejores mapas: la colección del Instituto Geográfico Nacional, con la que siempre he deseado empapelar un dormitorio, que tiene un nombre para cada veinte metros de tierra real, o con el valiosísimo Barrington, con noventa y nueve mapas de la antigüedad grecolatina, o con los mapas de islas que uno dibujaba de pequeño, y que nunca parecían una isla porque siempre había en ellos algo de patata. Cuando viaje a ver esos lugares, pensaba entonces, me sentaré sobre una huella de mi dedo, y buscaré las fuentes de memoria, sobre un cañamazo invisible, hasta que se active en mi cerebro algún instinto raro que me permita barruntarlas.

Limbo


Es una lástima que ya no exista el limbo, ese lejano país. Se conoce que una comisión de graves teólogos ha dictaminado que se trata de una especulación tridentina sin fundamento. Me hubiera gustado estar en la rueda de prensa donde lo anunciaron: “Buenos días. El limbo no existe. Adiós.” En las tertulias teológicas que yo frecuento se comenta mucho estos días, no obstante, que lo del limbo es una buena señal, porque siempre lo ponen los más retrógrados y lo quitan los más progresistas.
Yo prefiero que lo dejen, precisamente por la misma razón por la que lo quieren quitar: porque lo consideran un pintoresco invento pagano de peligrosas raíces epicúreas. En el limbo uno no siente ni padece, está lejos de Dios pero no le duelen las articulaciones. No hay nada por lo que atormentarse, ni recuerdo que te perturbe ni deseo que te martirice. No es, desde luego, esa luminosidad abstracta del paraíso, que, por lo menos en la Divina Comedia, resulta bastante más sosa que la gusanera del infierno. Pero tampoco es el purgatorio porque allí nadie purga nada, nadie salda deudas ni le escuecen los fracasos. La gente está tan a gusto sin que le duela nada que practica unos modales exquisitos, su refinada educación levanta muros de amabilidad infranqueables, nadie sabe nada de nadie y no se conciben los abusos de confianza ni los arrebatos de sangre. En el limbo la gente no bosteza porque, por no dolerle, ni siquiera le duele el tiempo.
El limbo viene a ser que te dejen en paz, “la vida que no sabe engañar”, dice Virgilio en sus Geórgicas. De pequeño, cuando algún maestro te reprendía porque estabas en el limbo, daba la sensación de que le molestase que te lo estuvieras pasando bien dentro de ti mismo, de que exigiera estar vivo del todo para gozarlo todo y sufrirlo todo. El limbo, definitivamente, no era el sitio donde iban los niños sin bautizar, sino adonde no nos dejaban ir a los niños ya bautizados. Yo siempre me lo imaginaba en el campo, pero no por Virgilio, no todavía, sino porque aquí al limbo de los vivos lo llamaban estar en la higuera, con desprecio, como si fuese algo malo.

22.11.05

Documentación

Estaba leyendo un artículo sobre lo que ha quedado del franquismo en la sociedad española cuando escuché por la radio las declaraciones de un político: “¡España está gobernada por una tropa de indocumentados!”, dijo. No escuchaba esa expresión desde la infancia, quizá desde aquel día en que los niños, en vez de ir a la escuela, estuvimos contemplando en la televisión un cadáver con tapones de algodón en la nariz.
Qué expresión tan añeja. En un país acuartelado, la palabra tropa incluía un matiz despectivo, como de muchachos larguiruchos a los que les viene pequeño el uniforme, reclutas mal vestidos de los que se contaban esas anécdotas siniestras de la mili. Los señores mayores, cuando nos veían a los niños por la calle, decían “¡vaya tropa!”, como si fuésemos indisciplinados pero ingenuos, torpes pero sin mala intención.
La palabra indocumentado también se utilizaba mucho. El indocumentado podía ser el que no portaba documentos, pero entonces, como ahora, cuando alguien no tenía un documento en regla se decía que le faltaban los papeles. El indocumentado era otro. El indocumentado era el don nadie, el que carecía de raigambre, de apellidos, el que no tenía recomendación, el que no mandaba, alguien de extracción humilde, como se decía entonces, o no afín a la gente de orden; alguien que, en el mejor de los casos, sería un pobre diablo, un pelagatos, y en el peor podría ser incluso gente de mal vivir, aunque esto último todo el mundo se esforzaba en no aparentarlo por si acaso. Pero al indocumentado ni siquiera se le concedía el rango de individuo sospechoso, sino de simple cantamañanas que por mucho que se esforzara jamás gozaría de suficiente prestigio.
Los hombres, en los toros, se insultaban con esa palabra: “¡Es usted un indocumentado!”, y con eso no se quería decir exactamente que no supiese de toros, sino que no era quién para opinar. La gente, para insultarse, se llamaba de usted. Un indocumentado podía ir por la calle y tropezarse con un documentado que, si no se le cedía el paso, siempre echaba mano de los mismos improperios: “No sabe usted con quién está hablando”, solía decir.

19.11.05

Mentira


Hay un momento en la última película de Woody Allen, Match Point, en que uno tiene la sensación de que la pantalla se mueve, de que está presenciando una colisión estética como presenciaría un movimiento de tierras. De pronto las conversaciones de café tienen la dicción de una tragedia clásica; los personajes en cuyo punto de vista nos habíamos instalado se vuelven pobres muñecos capaces de cualquier bajeza, y aquellos de los que nos protegíamos se revelan como los únicos sensatos.
Todo sucede en torno a una escena que me dejó clavado. Un personaje acusa a otro de mentiroso. Lo acusa como se puede acusar a alguien del mayor crimen jamás imaginable, con esa desesperación que da gritar un delito gravísimo al que nadie concede mayor importancia. La palabra mentiroso se acaba en sí misma; por más que el ofendido se desgañite, nadie va por ello a la cárcel. En cierto modo, y si reducimos los argumentos con el debido cinismo, la mentira es un recurso válido, legal, si no está tipificado como lo contrario. De ahí que las discusiones de amor sean tan dramáticas, porque los crímenes de que los amantes se acusan no están recogidos en ningún código penal.
El personaje perjudicado grita, bracea, le lanza puñetazos al otro personaje, mucho más fuerte que él, que no reacciona porque en el fondo no le está haciendo ningún daño. Se limita a dejarlo que se desahogue. Entonces sientes piedad por el agresor, un personaje nervioso, en cuyo disgusto tremendo se han disuelto las fuerzas, la capacidad de castigar. Da la impresión de que el mentiroso está pagando sus culpas a precio de saldo, y él lo sabe. Y da la impresión de que el personaje ofendido es un ser incapaz de hacer daño, un ser civilizado que no concibe de ninguna manera el crimen, y que por lo tanto da la importancia debida a otros crímenes que no van más allá de la palabra. Es, de pronto, el héroe. Así que sueltas un héroe y te agarras al otro, como soltarías a Raskolnikov, el personaje de Crimen y castigo, si no tuviese fuerzas para encontrar su salvación.

17.11.05

Peine


Hace unos meses, a principios de curso, una señora dio una rueda de prensa para quejarse de que sus hijos no tuviesen plaza en el colegio Las Viñas, creo recordar, y sí la hubieran conseguido "esos que vienen de fuera". Me llamó la atención la descarnada sinceridad de la señora, nada habitual en la derecha española, pero preferí no glosar entonces sus palabras a la espera de que, como se suele decir, saliera el peine.
Pues bien, ya ha salido el peine. Y el peine, lleno de pelánganos casposos, es que la Iglesia católica exige que el Estado financie sus colegios privados con dinero público pero que les reserve el derecho de admisión. A éste lo quiero, a éste no lo quiero. ¿Deseaban los señores alguna cosita más? Es lo que, abundando en expresiones populares, se llama ser chico bien de casa mal, o presumir de tacón y pisar con el contrafuerte.
Motivos para exigir no tienen muchos, ciertamente. Leo en un periódico herético que en el año 2002 no llegó a un 35% el número de contribuyentes que querían dar su dinero a la Iglesia. Leo que en Alemania, mucho más prácticos, el que recibe el bautismo debe pagar la financiación eclesiástica, o de lo contrario pedir la apostasía. El resultado es que la Iglesia alemana está más saneada que la española, y ningún ciudadano paga creencias ajenas ni privilegios de casta. Y en Alemania se puede ser cristiano. Por poderse, en Alemania se puede hasta llegar a Papa.
Con todo, una vez que ya tenemos el peine, que ya se ha visto el pelo de la dehesa, quizá se pudiese discutir de educación. De cuáles son los recursos necesarios y la gestión más eficaz, y de cómo se trata de educar individuos, no capillas ni bolsas de marginación, y de cómo se cumplen las leyes. Y después de toda esa importante discusión que siempre andan tapando con la asignatura de marras, se podría también reflexionar sobre la exhibición moral que está dando la parte más estridente de la Iglesia católica y de su rapidez de reflejos ante la incorporación de ciudadanos extranjeros. Su instinto de protección, que es lo primero que salió en la foto, y lo que más se tardará en borrar.

9.11.05

Dandy



Leo ayer en el Diario que Umbral acudió “con la plana mayor del PP” a presentar el último premio Planeta, dios mío, y que aprovechó la circunstancias para darle otro palo a la ganadora. Los métodos modernos de promoción son terribles: un miembro del jurado dice que la novela es muy vulgar y su mentor que no tiene estilo. Ah, viejo Umbral, igual esperaban que babease unos cuantos piropos de anciano que acepta honores prepóstumos. Se sumó a Marsé, que es una forma de reivindicación baudeleriana, dar la nota siempre, como sea, hasta el final, y de paso arrojó a la ganadora a los caballos, por segunda vez en quince días. Quien no ha leído a Umbral en sus buenos tiempos no sabe interpretar en clave lírica estos bajonazos. Lo que no sé es cómo se sentiría ella.
Pero Lara, el editor, lo conoce bien. Aquel libro sobre el cadáver de Cela se vendió estupendamente. Y a Marsé también. Yo sospecho que la estrategia de mercadotecnia pasaba por ahí. Barrunto que se trataba de premiar un libro y anunciar a los cuatro vientos que es muy malo. Ponerle un título defectuoso, Pasiones romanas (si pronuncias todas las sílabas parece que estés borracho) y repetir unos cuantos tópicos que indican la catadura literaria del producto. Es, en el ámbito editorial, lo mismo que los invitados al acto practican en el político: no disfrazar los mensajes con razones, ofrecer vulgaridad, en la certeza de que hay una mayoría estadística de clientes que no necesitan más. Asistimos a declaraciones disparatadas porque siempre hay ignorantes que se las tragan, y el truco del “compre esto, que es muy malo” se enseña en las academias.
Ese libro se venderá mucho porque la gente ya sabe lo que va a leer. Otros lo comprarán para solidarizarse con la ganadora, la pobre. Otros porque a Umbral o a Marsé no les ha gustado, para que se fastidien. Pero también es verdad que sin esos invitados de lujo, el día del premio y ayer en la presentación, este libro tenía pinta de no llegar a Navidad en buenas condiciones para el consumo. Lo que me extraña es que la ganadora, la pobre, no conociese a Umbral, no esperase de él un último, altivo ramalazo de cinismo, entre las cenizas de su voz.

6.11.05

Gasolina


Domingo. La poesía de Villepin no ha solucionado nada. Sarkozy, el que echó la gasolina marca 'recaille' sobre las primeras algaradas, va ganando en las encuestas. Nadie sabe de qué demonios habló Villepin con aquella delegación de jóvenes de entre 18 y 25 años que ayer nos hizo confundirnos. Se habla, como si hubiese que apaciguar las conciencias de quienes desean un estado de excepción, de bandas organizadas, de terrorismo islamista, de delincuencia común. La gente tiene que saber que no es una protesta de gente normal sino de criminales sin escrúpulos, y pasar por alto cuál es la razón concreta que conduce a todas esas ramas del mal.
Entre estas razones, hay una que me llama la atención. Son declaraciones de un profesor de secundaria que trabaja en la zona de los disturbios. Cuenta que los vándalos queman coches porque es más bonito, y que “los daños colaterales no entran dentro de su campo de visión, es como si jugasen a la Playstation”. Pero eso tampoco nos ayuda mucho, porque, aunque sí entrasen en su campo de visión, aunque sí fuesen conscientes del daño que infligen a otros, la convicción de que no tienen nada que perder, mucho más antigua y universal, habría hecho el mismo efecto.
Quienes trabajan con adolescentes saben distinguir la mirada del muchacho que ya no tiene que dar cuentas a nadie, ni siquiera a sí mismo. Toda educación, en efecto, es coacción, es ilusión y es amenaza, es pasión pero también temor. Nuestros códigos de conducta se arraigan en el instinto, pero es necesario cultivarlos. Cuando se desarraigan, cuando ya nada importa, cuando la ilusión es nula y la pasión inútil, esa mirada es entonces repelente del temor, impermeable a las amenazas. Es en ese momento cuando enchufan la Playstation, pero también cuando están más informados.
De todas formas, el fenómeno tampoco es nuevo. Son métodos sencillos y devastadores, muy de moda últimamente, como sencillo y devastador es fomentar la sociedad de castas, es decir, aquella en la que no existe la más mínima posibilidad de cambiar de clase social.

5.11.05

Hemorragia


Recuerdo a Dominique de Villepin en la asamblea del Consejo de Seguridad en la que se intentaba frenar el delirio de Bush. Los discursos de Villepin, un hombre alto, delgado y con la nariz de punta, melenas ilustradas y frente de poeta, eran hermosas piezas de oratoria, por más que supiésemos quién era, a qué sector pertenecía. Pero ya estamos acostumbrados a no votar a nuestro candidato sino al contrario del que detestamos, del que no queremos de ningún modo.
Aun así, y comparados con los entecos discursos de nuestra ministra, una diplomática que no sabe hablar, las palabras de Villepin sonaban a música celestial. Igual que cuando, tiempo después, llamó al asunto de Melilla una hemorragia, en feliz metáfora que lo resumía todo, y que planteaba la cuestión crucial, la de si somos capaces de reducirla o tan sólo de fregar la sangre del suelo y esperar a que se callen los heridos.
Ahora Villepin trata de enfrentarse con palabras a una de las más sangrantes contradicciones morales de Occidente: llamamos terroristas a quienes emplean medios violentos en sus protestas, pero, si utilizan métodos civilizados, no les hacemos ni puto caso. Consideramos una rendición intolerable dialogar con los violentos, pero nos reímos de los pacíficos, los ignoramos.
Escribo estas líneas en sábado. Las protestas de Francia no se han cobrado aún ninguna víctima. La violencia se ha cebado en los enseres, los transportes y los inmuebles, en una especie de catarsis que se agrede a sí misma. Sarkozy enseñó el plumero llamándolos gentuza. Villepin trató de ganar tiempo con palabras, pero ni declaró el estado de sitio, como pedían los ultras, ni se agarró al ciego argumento de no tratar con quien se hace oír. Más allá de su carrera presidencial, Villepin se juega sus credenciales de poeta, y el extraordinario precedente que enseñe de una vez a la derecha europea que a bofetadas no se mantiene callada a la gente a la que previamente has condenado a la miseria. Las hemorragias internas no se friegan con lejía.

3.11.05

Gota 2


Todos los días paso por delante de una estatua de Escriche que lleva tiempo estropeada. Está en un parque del Ensanche, detrás de las piscinas, donde el antiguo meadero de los perros. Es una mujer desnuda, sentada, que eleva por encima de su cabeza un botijo vuelto del revés por cuyo pitorro cae una gota de agua, o bien un lienzo mojado cuyas últimas gotas escurre la mujer sobre sus labios. La mujer apura el botijo –o el paño– y su actitud es de esperanza en que hasta la última gota pueda saciar toda su sed, con la misma determinación con que se ducharía bajo un chorro inagotable.
La mujer es muy atractiva. Su busto es de sirena, pero sus piernas son de madre. Muslos gruesos, ásperos y descuidados, las manos en ofrenda pagana y los pies que apoyan para descansar de las durezas. Pero la imagen no puede estar más viva. Esa última gota es eterna, y ha caído durante meses en la boca de hierro de la estatua. Un reguero de óxido va corroyéndola como un regato de podredumbre que le pasa por la barbilla y por el cuello, que se ensancha entre los pechos y se encharca en un vientre cansado. Los estragos de la gota parecen una carcoma, una fruta podrida, pero hay también algo agradable y otoñal en aquel vivero de organismos devoradores, y es, desde luego, un canto a la persistencia.
Es inevitable la sensación de que las gotas acabarán por taladrar la estatua, la abrirán en canal y dejarán al aire sus entrañas de metralla. Pero eso le añade belleza, porque le añade tiempo. Muchas veces, cuando paseo a su lado, pienso en quién durará más, si ella o yo. Alguien debió de pensar lo mismo y le cortó el agua, quizá para que el orín no fuese a más. Pero en ese gesto de buena intención o de simple desidia no ha hecho más que matarla. Esa estatua, mientras no siga cayendo el agua, será solo un recuerdo de sí misma. Mientras no se siga lentamente destruyendo, no estará viva. El monumento está dedicado a los donantes de sangre. Aunque sólo sea por eso, el Ayuntamiento debería arreglar ese grifo. En invierno, con los hielos, todavía es más hermosa.

28.10.05

Paraíso

Allí, entre los muertos, también se cometen crímenes. Yo estuve a punto de cometer uno. Me recuerdo sentado en un pupitre de la biblioteca. Eran días felices. Se me pasaban las horas muertas sin leer una sola línea escrita por alguien que estuviera vivo. Un día, leyendo un poema del siglo XVII, descubrí unos detalles que no me gustaron nada y decidí hurgar un poco más en la autoría de aquellos versos. Estuve muchos meses, varios años que ahora son un recuerdo denso y uniforme, como la vida en el campo, eterna y momentánea, y completé un sesudo estudio que demostraba científicamente que estaba mal atribuido. Aquel autor no era el verdadero autor.
En aquellos años de entusiasmo y vanidad, mi hallazgo me llenó la cabeza de pájaros. Había un aspecto de mi investigación que la redondeaba como obra de arte, porque se daba la casualidad de que aquel poema es el único que nos ha dejado su falso autor. Si daba a conocer mis conclusiones, pulverizaría su figura, mataría a un muerto, o quizá lo dejase como el mero recuerdo de un farsante, papel para el que más vale estar muerto del todo. Por lo que a mí respecta, me parecía el colmo de la exquisitez haber dedicado tanta pasión y tanto esfuerzo a un asunto que no le interesaba absolutamente a nadie, como si aquel poeta sospechoso se hubiese llevado a la tumba su impostura, y yo hubiera hecho una expedición en busca de los secretos de su féretro.
Sin embargo, la publicación de aquellas investigaciones se fue retrasando en el tiempo. Yo seguí siendo el único que sabía de aquel intrusismo intolerable en el reino de los muertos famosos (hablo de una fama relativa, claro, de una fama que afecta sólo a media docena de eruditos), pero las decepciones y los años me hicieron cambiar de opinión. Decidí devolverle la vida en la muerte, no decir a nadie que aquel individuo no había hecho méritos para ser recordado, dejar los ácaros en sus sitio.
Me reconforta haber tomado esa decisión. Peor habría sido llegar a la conclusión de que aquel poeta seguía vivo entre los muertos porque yo estaba muerto entre los vivos. Preferí pensar que con mi silencio lo había devuelto al paraíso.

27.10.05

Evolución


Cuando el contrincante dispone de un argumento irrebatible, lo mejor que se puede hacer es arrebatárselo. La libertad de expresión, el derecho de opinión, ha escocido durante siglos al conservadurismo fanático. Hace tiempo aún podía criticarse desde el púlpito el hecho mismo de que la gente pudiera decir lo que quisiera. Era la época de aquella palabra espantosa, libertinaje, que se inventaron los curas para meter dentro todo lo que no les gustaba de la palabra libertad. Pero ahora esas reducciones dan risa, son palabras anticuadas, argumentos inútiles. Ahora, visto lo visto, hay que asaltar directamente la palabra libertad, apropiársela so capa, primero, del término liberal, y luego de cualquier interpretación delirante, como esas personas que, cuando les dices que una pared es blanca o que la tierra da vueltas alrededor del sol, suelen decir, muy airadas y agitando sus derechos: “¡Ah, bueno, eso será tu opinión!”
Ahora vemos curas que se manifiestan por la calle para reivindicar extrañas libertades: la libertad de que todo el mundo esté obligado a estudiar su religión, la libertad de que sólo puedan recibir los beneficios del amor quienes ellos digan y consientan, o bien la libertad, como está sucediendo estos días en Estados Unidos, de que la teoría de la evolución de Darwin sea reducida a mera opinión, y se enseñe en las escuelas junto a la que habla de Dios y su afición a las costillas.
Quién me iba a decir a mí que acabaría defendiendo en un periódico la teoría de la evolución de las especies. Pero el hecho mismo de que el gobierno de Estados Unidos quiera equipararla a la teoría del creacionismo ya parece negarla, porque es imposible que un ser humano evolucionado la siga poniendo en duda. Acaso evolucionemos, como dice Fidel Castro, dos pasos adelante y uno atrás. Si eso es verdad, no me cabe duda de dónde estamos: nacionalismos tribales, guerras de religión, sacrificios humanos y pájaros apestados. Quién sabe si la evolución no es circular y pronto habrá otro invierno de mil años, un Apocalipsis de opiniones tenebrosas, muy libres todas, eso sí.

26.10.05

Pollo


A primera hemos tenido sociales. La maestra dijo que hay una gripe nueva. Dice que se llama gripe aviar, pero como no lo entendíamos nos ha dicho que es lo mismo que la gripe del pollo. Dice que los pollos tienen gripe, y que si te comes un pollo te acatarras, bueno, sobre todo si es un pollo de un país pobre. En los países ricos los pollos tienen calefacción, aunque están amontonados. Yo creo que la gripe la cogen porque están amontonados. Nosotros en clase también cogemos la gripe porque también estamos amontonados. Pero la maestra nos ha dicho que los pollos casi no vuelan, y que esta gripe es de pollos que vuelan mucho. Dice que lo mejor para que no nos contagien es matar a todas las aves migratorias, ánsares, grullas, patos y algunas especies más que no he copiado. Es una pena, porque las aves migratorias van de un sitio a otro, se están un rato, no molestan, y luego se van a sitios raros. La maestra dice que habría que poner unas vallas muy altas para que los pollos migratorios no nos peguen la gripe.
A segunda hemos tenido ciencias. El maestro nos ha dicho que los pollos descienden de los dinosaurios. Dice que los dinosaurios, poco a poco, se convirtieron en pollos. Eso lo sabemos porque los pollos comen piedras. Eso yo ya lo sabía porque un día cocinando un pollo me lo dijo mi abuela. Mi abuela sabe mucho de dinosaurios. El maestro dice que a los dinosaurios los mató una gripe o algo parecido, los hizo más pequeños. Cogieron una gripe y muchos años después los mataron, cuando eran pollos y estaban en la granja escuela.
A tercera hemos tenido religión. El cura ha dicho que eso de la evolución de los pollos es una tontería. Que Dios hizo al dinosaurio dinosaurio y al pollo pollo. Los hizo así ya, no ha dicho si con gripe o sin gripe. Dios también hizo la gripe, lo hizo todo, y dice el cura que si salimos de casa y vamos con chicos cogeremos la gripe del pollo y nos moriremos como leprosas. Y dice que la culpa de la gripe de los pollos la tienen los que no creen en Dios, sobre todo Rodríguez Zapatero. Dice que los huracanes y las sequías y las guerras ocurren porque Dios está enfadado. Luego hemos salido al recreo.

20.10.05

Gota


Es frecuente que un pintor escriba bien. El pintor sabe mirar la vida en sus detalles, y desde luego detesta las pinceladas innecesarias porque sabe que son siempre la prueba de alguna limitación. El pintor está más acostumbrado a detectar la filfa, la falta de sustancia. El pintor sabe dónde hace falta más luz, sabe cómo sombrear la tristeza sin necesidad de mencionarla. Solana fue un prosista extraordinario, de lo mejor de su tiempo, del mismo modo que ahora lees los Cuadernos de África de Miquel Barceló y la sensación de estar ante poesía de primera calidad es inmediata.
Uno de estos pintores que escriben como los ángeles es Ramón Gaya, que acaba de morir. Sus ensayos sobre Velázquez (editorial Pretextos) nos transportan a un tiempo luminoso, a esa espléndida prosa oral que practica Juan Ramón en sus Españoles de tres mundos. Ramón Gaya también se beneficia de la nitidez orteguiana de quien piensa por escrito, poco a poco, dándole la vuelta a lo que se acaba de decir, y que yo siempre he pensado que Ortega, en el fondo, tomó de Unamuno. Es ese ritmo fluvial de lo hablado, como un acento peculiar que a Gaya le saliese sin querer. Las metáforas no se piensan: salen cuando quien escribe menos se lo espera; igual que las pinceladas geniales no se calcan ni se miden, sino que surgen porque de pronto una mano las encuentra.
Me he acordado de una cosa suya que leí sobre una de las gotas de agua que caen de la vasija del aguador en el cuadro de Velázquez. Ramón Gaya viene a decir que Velázquez se tomó la molestia de pintar un cuadro alrededor, pero que el cuadro es la gota, la vida es esa gota, la profundidad y el todo y la nada están en esa gota. Fui al museo a mirar la gota, cómo no, y me quedé pasmado. Era verdad. El cuadro era del siglo XVII, pero la gota se acababa de derramar, aún se deslizaba por el barro, era la esencia del muchacho y del viejo, lo que los mantenía vivos, lo que los describía y los explicaba y los defendía, lo que los hacía seres iguales a nosotros. El pintor Gaya supo ver esa gota, y el escritor Gaya supo explicarlo de manera inmejorable.

13.10.05

Instalación


Anteayer se abrió al público en la Tate Modern Gallery de Londres una instalación que consiste en 14.000 bloques de polietileno blanco, apilados según distintas estructuras, que forman una especie de laberinto frío, como la gigantesca fotografía de un paisaje del Polo Norte descompuesto en píxeles tridimensionales. La autora, Rachel Whiteread, se inspiró en sus paseos conceptuales por el Ártico.
La sala de turbinas de la Tate donde han puesto su obra (que después será reciclada) es un espacio enorme que alterna obras de arte descomunales con la impresionante turbina de hierro que quedó de la antigua fábrica, una de las mejores piezas del museo. Cada año, desde hace seis, una nueva instalación se convierte en un must, algo que hay que ver, con las suficientes dosis de provocación y de juego como para que la sala sea una inacabable romería de visitantes.
Este año le ha salido un audaz competidor en el museo al aire libre de Melilla. Un colectivo de artistas africanos ha hecho coincidir la obra de Whiteread con otra gigantesca instalación: 14.000 escaleras de entre tres y seis metros de largas, construidas todas ellas con dos ramas delgadas y unos palos atados con tiras de tela.
Es impresionante la sencillez casi mística de su ejecución. Apiladas como yo apilo las varas de las judías, todas son iguales y el montón parece la leña de una colosal pira funeraria o, según se mire, el nido del ave fénix. Los rimeros de escaleras contrastan con una monstruosa alambrada de la que cuelgan los mismos trozos de tela que sirven para atar los peldaños de las escaleras. La unión de la madera humilde y pura con las alambradas de metal gris, sucias polvo y de sangre, ha sido muy alabada por los críticos de arte conceptual.
La instalación multimedia se completa con una monumental pantalla de vídeo donde se proyecta una imagen con cierto aire dadá: bella por incomprensible, emocionante por repetitiva. Una mujer africana, asomada a la ventanilla de un autobús, llora con desesperación y repite con monotonía y cierta dulzura desahuciada unos mismos sonidos, algo así como pliiz, pliiz, pliiz.


9.10.05

Postura


Estoy leyendo Ana Karenina. Entro en el libro cada tarde como quien se mete en la cama y se acurruca en la idea de que durante las próximas horas no va a suceder nada desagradable. Hay una escena, mediada la novela, en que Levin, un personaje que debió fascinar a Unamuno, hace un comentario sobre alguien al que apenas conoce, un tal Turovzin, un tipo que ríe las bromas más groseras y se le caen los espárragos de la boca. La prometida de Levin, Kitty, le prohíbe que piense eso, y le explica que Turovzin es un señor muy bueno. “No volveré a pensar mal de nadie”, termina diciendo Levin, que está con Kitty que se le cae la baba. Cuando Kitty se va, vuelven a Levin las dudas, los tormentos y los prejuicios, como si fuesen un defecto físico que se activa en soledad.
Muchas páginas después, caigo en la cuenta de que en esa escena minúscula está encerrada toda la técnica de Tolstoi para crear personajes. Oblonsky es un petimetre irresponsable que termina siendo el mejor amigo posible. Karenin es un tipo egoísta y engreído hasta que se vuelve un santo. Ana es una mujer aburrida que enferma de amor como se puede enfermar del hígado, y con ella pasamos de la admiración a la compasión a una velocidad que no nos permite sujetar el sentimiento. La queremos antes de juzgarla. No es que todos los personajes acaben siendo bellísimas personas, sino que, al presentárnoslos con caras tan distintas, y con la posibilidad de que unas se conviertan en otras, o al menos convivan, los comprendemos a todos, nos hacemos cargo de ellos, los compadecemos por tener que tomar las decisiones que toman, porque nosotros no lo habríamos hecho mejor y habríamos sufrido lo mismo.
Tolstoi los mira con distancia comprensiva, como nos gustaría mirar a los demás, y desde luego mirarnos a nosotros mismos. La verdad es que, de las setecientas páginas que llevo leídas, no recuerdo a ningún personaje que me parezca la encarnación del mal, aunque sí a muchos que encarnan defectos bastante comunes. A lo mejor Tolstoi se pasa de bueno, pero es que, cuando te metes en una novela como si te metieses en la cama, cuando sabes que en las próximas horas no vas a tomar decisiones ni tampoco a padecerlas, esa bondad tan convincente ayuda a coger la postura.

8.10.05

Linde

La gente pleitea por las lindes y por los dioses. De lunes a sábado, teme que el vecino le rebañe un palmo de bancal con el aladro, y el domingo hace votos para que los demás no puedan ser más felices que él. La inmensa mayoría de los países europeos fijaron sus fronteras cuando dejaron que cicatrizasen las heridas en el mapa, no porque las líneas que marcaban las costuras fuesen justas sino porque eran el resultado de una guerra espantosa o de una maniobra diplomática. Uno de los primeros cometidos de la poesía fue crear mitos que justificasen históricamente esas fronteras, que sirviesen para envalentonar soldados adolescentes y para enardecer el sentimiento patrio de quienes aguardaban su muerte desde casa. Toda la tierra era tierra conquistada, toda tenía dueño.
El afán de perpetuidad de aquellas conquistas ha rellenado el frasco de la autoestima de quien no se bastaba consigo mismo. No hay criterio menos igualitario que el del privilegio de la herencia, que está en el tuétano de todos los nacionalismos, siempre y cuando la herencia sea rentable. Los ceutíes se sienten españoles del mismo modo que los gibraltareños se sienten británicos; unos vascos se sienten franceses por la misma razón por la que otros vascos no se sienten españoles; los extremeños no son nacionalistas por la misma razón por la que los catalanes sí lo son. Los ultraconservadores se pasean por la calle como Pedro por su casa, la que le han legado por la jeta sus antepasados, y eso sucede por la misma razón por la que todos los dirigentes políticos nacionalistas tienen apellido autóctono, como un sello de denominación de origen que indica al forastero quién es el legítimo heredero de la tierra que pisan los dos.
Los que somos de secano no entendemos que pueda haber un nacionalismo de izquierdas en países ricos. Todo nacionalismo es de derechas. No son más que lindes, herencia y tierra poseída. No sé de qué van a hablar en el Congreso a propósito del nuevo estatuto catalán, pero sí sé que deberían hablar de lindes, de cuáles son los lindes precisos que separan la derecha de la izquierda. Fijadas esas fronteras, que cada cual adore al dios que le dé la gana.

31.8.05

Pájaro

Mientras ahorro para comprarme un helicóptero, me doy paseos con el Google Maps, una imagen por satélite (gratis) de todos los lugares del mundo. Uno ve su ciudad y su tejado y curiosea, o se ríe con el escalestrix del cruce de San Blas, que parece una manguera sin recoger, pero también descubre cuadros impactantes sin salir de casa.
En Teruel ciudad y alrededores, los huertos, los caminos y los edificios son intercambiables con los que se ve al aterrizar en casi cualquier aeropuerto: la razón cartesiana de los caballones y de las arboledas, sus colores feraces, las tiritas de plástico azul de las piscinas, todo eso es igual en todas partes. Pero en Teruel, sobre todo al este y al sur, en los campos yermos de la carretera de Valdecebro y en los terrenos blancos que se ven entre la vía férrea y el barrio de la Fuenfresca, uno disfruta de visiones como estudios de color, sin cintas grises que interrumpan los austeros pardos y los verdes apagados. Y más al sur, en los bancales de secano, de tierra color carne, un árbol parece un ombligo y un camino es una vieja cicatriz. Los cultivos parecen pintados al agua, como esas decoraciones de las vasijas en las que se transparentan las pinceladas, y los ribazos de terrazas parduscas que han ido creciendo entre las ondulaciones del terreno dibujan formas reblandecidas como los monotes que pintaban los surrealistas.
El que más me ha impresionado es un paraje, más allá del Ensanche, en aquellos baldíos con barrancos arañados a la arcilla y a la cal, que para sí lo quisieran los pintores del expresionismo abstracto. En pocos de esos cuadros pintados con el pincel del revés, violentos y desparramados, he visto la hermosura de estas tierras. Profundas heridas en carne viva, rebabas de sangre seca, fondos de paleta sucia, rugosidades como neuronas o como patas de reptiles monstruosos. Hay una fascinante coherencia estética en los tonos, como una gama de cerámicas antiguas: colores duros, sufridos, desleídos, y formas rotundas y muy vivas que por momentos hacen olvidar que vemos la superficie de la tierra como la vería un pájaro. Es como si le viésemos las entrañas.

Antonio Castellote

19.7.05

Excremento

Los vecinos del Ensanche de Teruel están muy alarmados por la proliferación de cagarrutas en la vía pública. Los ciudadanos han organizado reuniones y mesas redondas, asambleas, charlas coloquio y hasta ciclos de conferencias para tratar el tema.
Todas las iniciativas civilizadas son muy loables, pero yo tengo que echar aquí el viejo naipe del pesimismo. Mucho me temo que quienes no se paran ni a mirar dónde ha cagado su mascota seguirán haciéndolo, y como mucho disimularán cuando pase un guardia, y cuando los cojan in fraganti se defenderán acusando a cualquiera, o enarbolarán su derecho a ensuciar las calles porque también pagan impuestos, y si algún vecino, como se hacía antiguamente, se atreviese a censurar su actitud, estos individuos sacarían un jierro y llenarían el aire de blasfemias, amenazas y molinetes, o les achucharían al sabueso que hubieran sacado a mear, que suele ser tan torpe y violento como su dueño; y eso sucederá por más que, como pasa en las ciudades limpias, no haya un solo sitio desde el que el paseante no pueda ver una papelera, y aunque, como hacen otros ayuntamientos, el dueño de un perro tenga siempre a su alcance unas prácticas bolsitas, opacas y alargadas, que no se rompen ni se calan, para recoger con mimo, sin apretar, como se tocan los objetos delicados, las deposiciones de su perro.
Pero hay algo que no arreglan las bolsas de plástico. Da la impresión de que mucha gente estuviera perdiendo la vergüenza de ser estúpida o el complejo de ser bruta, como si creyesen que con su vida pagan sus destrozos, que les asiste el derecho a no pensar con la cabeza como compensación a una existencia que los decepciona. Pasan el tiempo imaginando recriminaciones a su incivismo, que ellos traducen en su cerebro enfermo como provocaciones para la pelea. Forman parte de una plaga de agresiva mala educación cuyo principio está en las inofensivas gualdas de los animalicos, pero sus dueños son los mismos que tiran las botellas rotas en el parque, y los que cuando van al monte se ríen de los guardias forestales y van a bañarse sin apagar el fuego.

14.7.05

Luto

Entre las interpretaciones que se hacen en España de cómo han reaccionado los ingleses ante el atentado de Londres, algunas muy pintorescas, me interesa la que se reduce a la manifestación del dolor y a la consternación general. Un amigo londinense me envió un correo el mismo día del atentado, y me dijo que le había impactado menos este atentado que el de Madrid. Lo achacaba a la lenta gradación de las informaciones, pero sobre todo a que se había cerciorado de inmediato de que ninguno de sus amigos iba a esas horas en esas líneas. Dicho de otro modo, el atentado de Madrid le descubrió un peligro nuevo, y recuerdo que en aquellas fechas hablamos bastante de lo que significaba para Europa, que era como sentir que el ameno parque donde paseamos por las tardes es parte de un campo de batalla donde pueden suceder tragedias espantosas. En el caso de Londres, meses después, no creo que se lo esperasen, por mucho que avisasen de que la seguridad absoluta era imposible (algo dramático de puro obvio), pero sí que, en cierto modo, lo tenían asumido, lo suficiente para no sufrir la horrorosa impresión que sufrimos en Madrid. La capacidad de acostumbramiento al horror es increíble.
Pero hay otra cuestión de carácter. Los meridionales expresamos nuestro dolor como si nos diese miedo el olvido, colaboramos en el luto para consolar a los que sufren y garantizarles que vamos a cultivar su memoria. Y nos parece una injusticia divina que los brazos y las mentes que hacen funcionar un país, la sangre que corre por el transporte público, mueran de manera tan absurda, asesinados a ciegas. Nos desesperamos de corazón, pero eso no nos da derecho a fiscalizar las lágrimas de los demás.
Los ingleses, por su parte, no creo que respondan al tópico de la ocultación del sentimiento (más bien sano pudor), sino que combaten el dolor librándose de él, por duro que pueda resultar a quien le haya tocado sufrirlo, y llevan a todos los ámbitos la racionalidad un poco cínica del individualismo que aquí sólo nos saltamos en momentos de desgracia. Sin embargo, de vuelta del funeral, aquí y allí, nadie conoce a nadie.

6.7.05

Toro

En las fiestas de San Roque, en Mirambel, a la costumbre de correr el toro por las calles se añadía en otros tiempos un epílogo curioso. El toro era conducido a la ermita del santo y allí se le obligaba a arrodillarse sobre una piedra que hay junto a un ventanuco. Era el toro del Amén, que es lo que decía el toro, en su lenguaje bovino, cuando, para obligarlo a arrodillarse, le retorcían los testículos. Después lo volvían a llevar a la plaza del pueblo y allí lo sacrificaban, supongo que de un hachazo en la testuz.
Digo que se hacía antiguamente y quizá no sea tan remoto, según he leído en el estupendo libro de Carolina Ibor y Diego Escolano sobre la música y la literatura populares en el Maestrazgo de Teruel. Adoro estos tratados etnográficos, la épica estremecedora que perfuma estudios como éste o como el que escribió Alexia Sanz sobre Ojos Negros, un libro muy recomendable para reprimir la tentación de la poesía barata.
Esos estudios nos enseñan que las descripciones objetivas de las fiestas son así de crudas. Las diputaciones provinciales deberían incluir en nómina a un antropólogo que redactase informes escrupulosamente fidedignos de las ceremonias taurinas, aunque sólo sea para contrastarlas con sus versiones pictóricas. Del toro de la Vaquilla, por ejemplo, siempre se pintan cuadros con un burel engallado, poderoso, como se lo puede ver cuando en la madrugada sale del toril, antes de correr hasta la Nevera y pasarse allí el resto del día en condiciones peculiares. Pero ese morlaco amenazador, a veces, no tiene nada que ver con el toro acobardado entre la multitud sin miedo, ni con el chiquero rodante que nos ahorra ver a algunos animales a rastras y con las patas ensangrentadas.
No queda nada bien que un antropólogo constate la maceración a fuego lento que debilita a las reses, pero sí que describa cómo algunas fiestas populares siguen centrando sus ritos en la atracción por el peligro real, no adulterado ni minimizado, y la admiración por la gallardía de los brazos que manejan a la bestia. Un poco más o menos lo que necesita la fiesta de los toros para no ser un fraude de lesa mitología.

Bernardinas

"Son unas razones que ni atan ni desatan, y no significando nada. Pretende el que las dize, con su disimulación, engañar a los que le están oyendo. Pienso tuvo su origen de algún mentecapto llamado Bernardino, que razonando dezía muchas cosas sin que una se atasse con otra"

Sebastián de Covarrubias, Tesoro de la lengua castellana o española
En este blog encontrarás las columnas que publico semanalmente en el Diario de Teruel, así como la novela en curso Fabricación Británica, que empezó a escribirse el 1 de julio, y deber ser terminada el día 31.

29.6.05

Cartel

Cartel

El nuevo cartel de fiestas de La Vaquilla está muy bien, como siempre. Es correcto, peregrino y significativo. El cuerno, el rojo, la estrella mudéjar. Muy bien, igual de muy bien que últimamente. Todos estamos convencidos de que los expertos en cartelismo que han formado parte del jurado eligieron la mejor opción. Muy bueno el juego de letras, con ese toque tan aragonés de la palabra ‘angel’. Porque no son las ‘fiestas del ángel’ sino las ‘fiestas del angel’, con acento en la e, igual que algunos pronuncian ‘Zaragozá’, recalcando las esencias de la tierra. Que nadie piense que es una falta de ortografía cualquiera. No es como si dijese ‘fiestas del hánjel’, por ejemplo. Nada de eso. Es un toque de modernidad, que quizás habría resaltado más si el autor hubiera escrito ‘fiestás del angel’, de un aragonesismo ya sin paliativos.
La ortografía está para que la usemos. Han pasado ya los años en que uno presentaba un escrito en el Ayuntamiento y le daba cierto pudor haber cometido alguna falta, no le fuesen a tomar por analfabeto, que era lo peor. Atrás quedaron los tiempos en que las cartas de amor estaban salpicadas de faltas como lágrimas: “Te hecho de menos”, “no puedo bibir sin tú”, etc., etc. Leías una de esas cartas y se te partía el corazón. Y no es para tanto. Ya dijo García Márquez, en el congreso de Cartagena de Indias (o en otro, no sé), que había que desterrar las haches rupestres, todas, y dejar al usuario libertad para silbar su propia melodía, es decir, usar los acentos como le diese la gana.
En Teruel eso antes se respetaba mucho. En Monreal del Campo, hasta hace cuatro días, presumían de que no había nadie en el pueblo que cometiese faltas, y de que todos practicaban una caligrafía excelente, a pesar de las vueltas que hubiese dado la vida. Ahora ya no, ni en Monreal ni en ninguna parte. A los escolares les importa un bledo, sus mayores casi se sienten orgullosos de escribir como se tercie, y de la jerga libérrima de los mensajes electrónicos ya no merece la pena irritarse. No podemos censurarlos: si esa gente no escribiese así, no escribiría de ninguna manera. Algo es algo.

9.6.05

Marihuana

Vivimos en una sociedad donde las personas que, en opinión de los facultativos, no deberían tener acceso a los narcóticos gozan aparentemente de un ilimitado acceso (ilegal) a ellos, mientras las personas que, en opinión de los facultativos, sufren la necesidad más urgente de narcóticos tienen escaso o nulo acceso". Esto lo escribió el psiquiatra Thomas Szasz hace trece años, y esta semana hemos sabido que en Estados Unidos ha sido declarado ilegal el uso de la marihuana por motivos terapéuticos, es decir, que quien quiera consumirla puede acercarse con disimulo al camello más próximo, pero si uno está hospitalizado y necesita calmar los desagradables efectos secundarios de la terapia tiene que aguantarse o recurrir a productos químicos.

Thomas Szasz, aunque no lo parezca, es un liberal ortodoxo: todos nacemos con las mismas oportunidades y asumimos los mismos riesgos. Los planes de demolición de la seguridad social norteamericana son un ejemplo muy claro y sencillo. La pavorosa barra libre de armas decretada en Florida es otro caso muy transparente. Lo lógico, en pura lógica liberal, sería entonces que el acceso de estos enfermos a las drogas fuese libre: opción libre con riesgo libre, como en todo lo demás.
Pero de pronto –lobbies farmacéuticos aparte– aparece la moral, la decisión caprichosa sobre el derecho de un individuo a su propio cuerpo, una actitud rigurosamente antiliberal y antiprogresista. Una actitud, en cambio, rigurosamente conservadora: usted, parecen decirle, es el más libre del planeta pero hay determinadas cosas que a mí no me da la gana que haga; no puede calmar su malestar con marihuana, y no porque esté contraindicado por los médicos que tratan de curarle, que no lo está, sino porque a mí no me da la gana. Ese debe de ser el argumento: uno puede ponerse hasta las cachas de orfidales pero si se fuma un porro lo meten en la cárcel; puede beberse hasta el agua del florero y agarrar unas pítimas escandalosas pero si reúne un poco de marihuana porque piensa que sufrir no es obligatorio lo pueden empapelar en nombre de la libertad.

9.4.05

Aladro

Este fin de semana, si no hay más dilaciones, se celebrará por fin en Alcañiz el campeonato provincial de arada. Los aficionados ya se frotan las manos porque se supone que habrá de competir el piloto local, Luis Egea, que ganó el año pasado en Sariñena el título nacional de mejor arador joven. Se comenta, sin embargo, que ni los potentes cultros Kverneland ni el duelo de escuderías entre Fergusson y Deere son reclamo suficiente para el público, y eso que siempre es muy entretenido ver a la gente trabajar, pero la poderosa pedorrera de los tractores no emociona tanto al público dominguero como los jóvenes que arrean a las bestias con la tralla. En esas otras competiciones con tracción de sangre, las rejas se embarbascan de raíces y hay que usar la béstola para limpiarlas, y eso añade incertidumbre al duelo. La pericia moderna de los tractoristas seduce menos que los membrudos ancones de los mulos cuando estallan en el aire las blasfemias. Es más bella la mano en la esteva que al volante, más hermosos los dentales de madera que el timón de acero, qué le vamos a hacer.
Las palabras raras son más bellas si están en la memoria colectiva que si proceden de un manual de maquinaria. Con un tractor Kubota no les puedes decir a los turistas que el concurso es una tradición tan antigua como el tiro y arrastre valenciano, cuando en efecto lo es, y Luis Egea en el bancal es como los robustos serranos de Góngora, que compiten por que al año que viene “de un rubio mar de espigas, inunde liberal la tierra dura”, por más que ya no domen estos mozos olmos tiernos con que armar la cama del aladro, como recomienda Virgilio, ni dominen el idioma de las yuntas.
Ojalá Luis Egea pudiera ir al campeonato del mundo que se celebrará en setiembre en Praga, pero como reclamo del concurso serio va a haber que usar a este paso alguna de esas otras ceremonias etnográficas que gustan tanto a los profanos. Total, basta con que hagas dos años seguidos la misma fiesta para que se convierta en un rito de toda la vida, y de paso el público se aficione a los deportes de la tierra.
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