26.7.07

FLOR


Una flor de hierro ha estrenado su propio blog. Falta peinar un poco los capítulos y subsanar todos los errores que los amigos me habéis hecho notar, así como subir las dos o tres ilustraciones que le faltan a Juan Carlos. También quería sustituir las últimas líneas del capítulo 24 y último por un retrato del natural que tengo un mes largo para escribir. Pero en esencia es lo mismo.
En el Diario de Teruel, donde será publicado a partir del 1 de agosto, la novela tendrá solo 23 capítulos −los días laborables de agosto− porque el 12 quedará salvajemente mutilado y añadida su información argumental al 13, que también sufrirá algunos recortes. A mí me gusta esa larga conversación, y creo que los dos capítulos tienen sentido juntos, pero las normas son las normas.
De postre, en fin, en el Diario se ha publicado hoy esta bernardina.

Flor (Diario de Teruel, 26/7/2007)

Decía Juan Ramón Jiménez, con cuyos poemas eróticos ironizábamos la semana pasada, que el modernismo es una aspiración general a la belleza. El modernismo es la belleza sensible, palpable, visible. Hay una tradición muy rancia que desprecia los mosaicos de colores y los hierros en forma de flor: los unos, porque el modernismo era la forma de figurar de los nuevos ricos a principios del siglos XX; los otros, porque las líneas curvas siempre les parecieron poco serias, o poco castas.
Pero han pasado cien años, y aquellos edificios llamativos, aquellas rejas con forma de insecto siguen siendo tan hermosas como el primer día, por la sencilla razón de que siguen siendo, cada día más, una forma de mirar la naturaleza sin salir de casa. Gaudí estudiaba las cuevas para construir las cúpulas, y los montes para las fachadas. Pocas generaciones artísticas han mirado con tanto amor las líneas breves de la naturaleza, los dibujos de las alas de las mariposas y los colores que se identifican con la tierra. Ha pasado un siglo y ya no causa sensación una nueva reja, un nuevo edificio de ladrillo como esas deliciosas Escuelas del Arrabal, ahora un archivo, que levantó Pablo Monguió en su primera estancia en Teruel. Los peatones miramos los edificios nuevos dando por supuesto que son bellos, pero no nos producen aquella impresión universal de belleza, aquel lenguaje desmelenado que todos entendían. Resulta fascinante comprobar que todo lo más hermoso es lo que se fabricó con muy sencillos materiales, con el rojo de nuestra arcilla y con el negro de nuestros hierros. Es emocionante leer en un periódico de la época cómo el joven Javier Punter acaba de instalar su alfar en las Ollerías del Calvario, o cómo se preocupa el periodista por la salud de Matías Abad, en una época en que por lo menos había cinco fraguas en Teruel que sacaban arte a destajo.
No nos hemos repuesto de la sentencia capital que dictó el franquismo contra aquellos edificios tan sencillos como un ababol del campo, tan impactantes y tan bellos, y tan genuinos, ahora que vivimos en la permanente búsqueda de identidades materiales. “Adornos, remates y hierros absurdos”, dijeron, y con eso se han quedado.
Pero el modernismo (el modernismo a la española, el de Sorolla y el de Zuloaga, el de Rusiñol y el de Ramón Casas) no murió en el año 16, como dicen los manuales. Miquel Barceló acaba de estrenar una maravillosa pieza modernista que, por cierto, descansa entre las obras de Gaudí y de Jujol. El arte que aspira a la belleza, a gustar como nos gusta la naturaleza, sigue vivo. La arcilla sigue en su sitio, el hierro no se derrite. Sí, el modernismo es una aspiración general a la belleza, hay cuadros y edificios y poemas y sonatas y esculturas modernistas. Y también novelas.
El próximo miércoles comenzará en este periódico la publicación de Una flor de hierro, el folletín modernista que Juan Carlos Navarro y yo mismo estamos preparando para el mes de agosto. Nos hemos ido al Teruel de 1909, y hemos hecho un ejercicio de aspiración general a la belleza. Quizá el resultado sea tan absurdo como un hierro retorcido, y tan duradero como una flor de verdad. La cuestión es, como pasa con las flores, si nos da placer mirarlas, antes de que caiga la noche y se marchiten para siempre.


Mabalot me avisa de que no he colgado las últimas columnas. Por lo menos la de la semana pasada, la que se refiere a Juan Ramón, sí voy a poner. Creo que la ironía fue tan fina que sólo la noté yo.

Poemario (19/7/2007)

En 1912, mientras el poeta Juan Ramón Jiménez preparaba la edición de sus Libros de amor, escuchó al otro lado de la pared de su apartamento una carcajada que cambió su vida. Eran unos vecinos diplomáticos, amigos de fiestas y recibimientos, que sacaban al poeta de sus casillas. El momento era muy delicado: estaba ordenando poemas eróticos, algunos de muy subido tono, una especie de catálogo de conquistas fugaces. Si alguien había pensado hasta entonces que Juan Ramón era un adicto a los nenúfares y al bromuro, estaba muy equivocado. Incluso aporreaba con el bastón la pared de al lado, a ver si lo dejaban trabajar, pero de pronto, un día, aquella carcajada… era la de Zenobia Camprubí, y Juan Ramón guardó sus poemas guarros y se convirtió en un poeta esencial, y le puso la tapa al féretro del modernismo y se dedicó a mirar el cielo.
El libro ha sido editado ahora con un delicioso prólogo que es más bien una novela popular de la época pero con muy rigurosa documentación, y los poemas están escritos en alejandrinos andariegos, parientes de la prosa, de esa insuperable prosa que tenía el poeta. Tendrá éxito porque se leen muy bien y porque Juan Ramón escribe desmelenado. Claro que los desmelenamientos de Juan Ramón tienen de todo menos alegría. Son los versos de un aficionado a las mujeres altas, finas, un poco mustias, que brega por el imperio terrible de la carne desnuda; obsesionado con los detalles (Saqué sobre mis labios / un cabello de oro de su vientre de fuego), devorador (tus dos pechos desnudos, con la ardiente señal de mis labios saciados), exigente con la belleza (sus pechos blancos eran pequeños y distantes, pero duros), con ínfulas de tiranía (yo te pedía más, tú me lo dabas todo), y muy, digamos, husmeante, como en el bello poema Cuando te levantaba las faldas perfumadas, o en otro, Sexo negro, donde insiste en el mismo motivo con profusión de imágenes brillantes, hierbas de luto entre ellas.
Sorprende esta actitud, en todo caso, en un poeta tan atildado como Juan Ramón, que lavaba sus poemas con sosa cáustica para quitar las impurezas. Sorprende la cantidad de humores desatados en alguien cuya actitud poética era la de Gulliver en Brondingnag, esencialmente aprensiva. El libro, no obstante, vuelve pronto al Juan Ramón huido, levitante, enredado de símbolos. Pero qué placer las manos de un buen poeta cuando no las dirige tanto el cerebro como el recuerdo de la nariz, antes de que un oído muy fino le haga dedicarse para siempre a la suavidad de lo que casi no se toca.


Bueno, y, ya puestos, las dos anteriores, y así se queda en este post el mes de julio entero.


Reloj (12/7/2007)

Pocas veces se juntan en una misma ciudad dos exposiciones tan impresionantes como este verano en Madrid. La de Van Gogh, en el Tyssen, y en el Prado la de Patinir. Las dos dejan exhausto de belleza al visitante, de modo que no es en absoluto recomendable visitarlas el mismo día: a uno puede darle un cólico emocional, eso que se llama síndrome de Stendhal y que no es más que ese dulce mareo, esa sensación beatífica que, nada más concluir la visita, nos hace soportar con mejor ánimo el martillo neumático que taladra las aceras y desbarata corazones. Pero eso ya es después de haber visitado al gran fundador de la pintura paisajística moderna, Joachim Patinir, que con su ocurrencia de pintar horizontes y barquitos que navegan a lo lejos, riscos y cuevas y bosques y jardines, no sólo estaba fundando la tarjeta postal sino el decadentismo estético, no sólo profesaba el misticismo de la menudencia sino que llegó a ser la iconografía de El Señor de los Anillos.
A Felipe II le gustaba mucho, y mientras daba tajos al despilfarro nacional iba coleccionando un montón de cuadros de Patinir. Estoy seguro de que le gustaba por la misma razón por la que, según cuenta Cees Nooteboom, Zurbarán le puso un hábito a San Serapio, cuando la primera intención era pintarlo con las tripas fuera. Pero ese hábito de estameña tiene pintados, uno por uno, tantos hilos como espigas hay en los campos de Patinir, como hojas distintas y perfectas en los frondosos hayedos o en los cardos marianos de los caminos. Esa borrachera de minuciosidad sólo es posible si uno prescinde del tiempo. Nadie que calcule lo que le va a costar pintar eso se decidiría a pintarlo. No había tiempo para Joachim Patinir: tan solo había microscópica contemplación de la naturaleza. El tiempo está en la naturaleza misma, no en el reloj de arena del pintor.
Pero cruzas la calle y te encuentras la hemorragia de genio que llevó a Van Gogh a la tumba, la tumultuosa urgencia del que agota los últimos minutos de su vida. Cada día pintó un cuadro, durante dos meses, casi todos paisajes, y la sensación de que todos gritan y están vivos se superpone a la de que Van Gogh no pudo premeditar absolutamente nada de lo que pintaba. Era el médium de su genio, el instrumento de que la naturaleza se servía para mostrar su condición fugaz, y para machacar al artista.
¿En cuál de los dos está el tiempo mejor representado?, se pregunta uno junto al semáforo, todavía levitante, mientras la pedorrera sideral del martillo neumático le lleva, como en un movimiento reflejo, a mirar impaciente su reloj.


Blusa (5/7/2007)

Hace diez años que, cuando paso a cierta altura del pasillo, veo el cartel de la Semana Cultural Interpeñas de 1996, una fotografía de principios del siglo XX con el toro ensogado en la plaza del Torico, o del Mercado, como se decía entonces. La he visto tantas veces que ya podría distinguir por su gesto a casi cada una de las muchas personas que aparecen en ella. El toro está en primer plano, un toro grandón, zancudo, escurrido, como eran los toros antiguos. El animal debe de estar un poco amorcillado porque la soga cae al suelo sin tensión y a menos de dos metros hay mozos que lo miran con toda tranquilidad. Por cierto, qué suelo, qué precioso suelo adoquinado de la plaza del Torico, ¡cuándo cogerán una foto de éstas y se dejarán de chiribitas y chorradas! En fin. El caso es que el toro está vuelto hacia el lado de la cámara, y por detrás lo rodean, a mayor o menor distancia, los mozos ataviados con pañuelos blancos al cuello, gorras y blusas o chalecos apretados. Todos menos uno, eso sí, llevan alpargatas blancas. Ese uno no sólo gasta zapatos negros sino la blusa negra que ahora llevamos todos, y mira desafiante y sin demasiado equilibrio, como si estuviera borracho. Un poco más atrás hay señores con sombrero y corbata, o con blusas de colores claros y grandes pañuelos al cuello, que miran con las manos en los bolsillos. Encima de ellos, en el balcón de Juderías, están las mujeres y los niños. Los sombreros amplios, llenos de plumas, que llevan dos de ellas me indican que la foto es posterior al año 12, porque en esos años los sombreros pequeños no estaban de moda. Pero casi todas van destocadas. Sujetan a los niños vestidos de marineritos que se asoman chupándose el dedo al barandado, o charlan entre ellas, como dos jóvenes que se ven a la derecha, abstraídas por completo de la fiesta, sobre todo una de ellas, que baja la cabeza y casi se ve cómo la menea, en ese gesto sin tiempo de la mujer que conferencia con su amiga. Hablan del hombre con barba que asoma por el balcón, o del borracho de los zapatos negros.
Miro esta foto y veo con ropas antiguas las caras de toda la vida. Los muchachos que le enseñan trapos al toro y se preparan para huir son como aquellos que vi cuando yo también me metía en fregados taurinos. Las dos damas que hablan en el balcón son tan insondables como entonces. Los personajes miran con una ilusión y una tranquilidad que yo también he visto en los rostros de los vaquilleros vivos. Cada año me reconozco en un personaje distinto, cada vez leo mejor las caras de la foto, y cada vez me sitúo más lejos del toro, donde aquel señor con mostacho que lleva una blusa clara.

25.7.07

UNA FLOR DE HIERRO, 24


Capítulo vigésimo cuarto, y último
Allá van los muchachos

−Sólo le pido que cuide de mi hermano.
−No te pgeocupes, Tomás −dijo el hermano Etienne, enarcando las cejas mucho, como los maestros cuando ven un ejercicio mal hecho pero no lo consideran grave−. Si te encuentgas en dificultades, ya lo mandagué a él a Bagselona paga que cuide de ti.
Aún no había llegado el tren a la estación. El hermano Etienne y Tomás dejaron las bicicletas apoyadas en los muros de rodeno del apeadero. Tomás había subido hasta San Nicolás a despedirse con la bicicleta malva de Rosser, para dejarla también en el hospicio. Aún tenía que recoger de la fragua el cardo para entregárselo personalmente al señor Monguió, y para que Rosser pudiera verlo antes de irse. Así que el hermano Etienne se montó en la bicicleta de Pilarín, la del ojo rasgado, y ambos bajaron por el puente de la Reina Isabel II y pedalearon luego cuesta arriba hasta la misma fragua de Matías Abad. Allí Tomás recogió su trabajo de las dos últimas noches, lo metió en una caja de madera y lo ató con unas cuerdas al trasportín de la bicicleta.
Fueron los primeros en llegar a la estación. El día era radiante. Las vías de hierro brillaban con el sol de la mañana, una cortina de luz rasgaba las líneas de sombra de la marquesina. Tomás estaba nervioso.
−Si tengo bastante con un mes no estaré dos, eso lo puede tener seguro.
−No te pgesipites, Tomás. Tienes la opogtunidad de ampliag tus conosimientos.
−Me sabe mal.
−¿El qué?
−Que me lo pague el marqués.
El hermano Etienne se subió los lentes, abrió las piernas y cruzó los brazos. La sotana le caía con mucha autoridad.
−Yo no sé qué pasaguía si hubiese una guevolusión como las que te gustan a ti, Tomás, pego, de momento, es mejog teneg un magqués con sensibilidad agtística que un patgono muegto. ¿No te paguese? A mí me integuesa que nos va a dag dinego paga el tejado. Y maniana Dios digá.
Los viajeros iban ocupando sitio en el andén con sus cajas de comida y sus maletas atadas con cuerdas. Otros venían en grupos a recoger a los que llegaban. Y algunos otros merodeaban fuera de la marquesina y miraban a los viajeros haciéndose visera con la mano. Eran hortelanos que pasaban de camino a Villaspesa, obreros de las vías y muchachos sin escuela, que se arracimaban a la hora del tren Botijo igual que aguardaban el espectáculo de la gente a la salida de los toros.
Pronto la estación estuvo llena de gente, las voces habían subido pero Tomás distinguió allá dentro del vestíbulo la voz de Pilarín Sangüesa como distinguiría una cadena de plata entre unos cuantos tubos de hierro. Y empezó a salir la comitiva. El señor Monguió llevaba una maleta muy pesada y miraba a todos lados a ver si había mozo de cuerda o algo de lo que suele haber en las estaciones. Tomás y el hermano Etienne acudieron a echarle una mano. Detrás salía Guillermina, de espaldas, abriendo paso a su sobrina Rosser, que caminaba con extrema lentitud, y a Pilarín Sangüesa, que la llevaba cogida del brazo. Detrás, con las gafas de aviador puestas en la gorra de tweed, entraba el marqués.
−¿Qué no hay un mozo de equipajes aquí, oye? −dijo Pau Monguió.
−Guarde esto −dijo Tomás, y le dio al arquitecto la caja−, yo cojo la maleta.
−¡Tomás! −dijo Pilarín, que estaba guapísima. Guillermina le había peinado sus pelos de chico de un modo muy gracioso, y Rosser le había prestado su vestido azul oscuro con solapa Robespierre, el que tanto le gustaba a la marquesa, y se había pintado los labios. El propio Etienne no pudo reprimirse.
−¡Pego qué guapa estás, Pilaguín!
Pilarín sonreía con su boca de fresa pero no perdía de vista a Rosser, que iba muy tranquila, agarrada con las dos manos del bracete de Pilarín y apoyada en su hombro. Le había vuelto el color a la cara. Tomás se acercó a ella.
−¿Te encuentras mejor, Rosser? −le dijo.
−No me he encontrado mejor en mi vida −respondió ella, con una sonrisa que parecía una talla mayor que sus facciones−. En cuanto me coma una butifarra con monchetes os vais a enterar de quién es este fantasma.
−¡La mare de deu! −dijo Pau Monguió−. ¡Qué cosa tan bonita!
Aún estaba de cuclillas en el suelo, quitando las pajas que envolvían el cardo de hierro. Tomás se acercó para levantarlo y que lo viesen todos.
−¿Te gusta, Rosser? −dijo Tomás.
Tomás acercó el cardo hasta ellas. Las hojas envolvían el tallo como una llama, pero también caían lánguidas en los bordes de los lóbulos. Había algo de agasajo, de cubrimiento amoroso en aquellas hojas que parecían ensayar el gesto de los santos en los cuadros, las líneas envolventes de los brazos, o el dulce lamento recogido con que son transportados por la fe. Todo era blando en aquel artefacto de hierro, ni las espinas eran duras tan siquiera, ni mucho menos los delgados pétalos, que parecía que fueran a desprenderse con la brisa, ni siquiera el tallo recto que iría soldado a la reja, que tenía imperfecciones calculadas y rebabas y ablandamientos, y más o menos era del grosor de un eslizón.
Rosser desprendió una de sus manos del brazo de Rosser y acarició los pétalos. No dijo nada. Tan sólo sonrió como si al tocar la flor de hierro una corriente de alegría hubiese iluminado su cara.
−¿Les has dejado el molde, Tomás? −dijo el marqués entusiasmado−. Esto hay que inaugurarlo cuanto antes.
−Don Matías no necesita moldes −dijo Tomás.
−¿Pero qué llevas aquí, muchacha? −dijo Tomás, al sopesar el maletón.
−Te llevo a ti partido en trozos −dijo Rosser, con su sonrisa de siempre, con su talla de sonrisa, la que fascinó a Tomás desde el primer momento y seguiría fascinando en su recuerdo para siempre. Tomás recordó entonces la conversación que había mantenido el sábado anterior con el marqués, y se volvió a mirarlo. El marqués entornó los ojos como si no tuviera importancia la cosa, cualquiera que fuese.
−¡Pero y estos chiquillos!, ¿es que no van a venir a despedirnos? −dijo Pilarín Sangüesa−. Hermano Etienne, hoy es el Sermón de las Tortillas y deberían dejar a los niños que saliesen antes del colegio.
−Han venido a buscar a Raimon esta mañana. Milagritos les ha preparado merienda para que vayan a comer al campo−dijo Guillermina. Se había agarrado del brazo de Pau Monguió y con él seguía contemplando la flor de hierro, de espaldas al marqués.
−¡Ahí está! −dijo el hermano Etienne, que no dejaba de mirar la vía y a los chiquillos arremolinados más allá de los andenes.
Las lentas bielas del tren Botijo, su locomotora negra y sus vagones pintados de verde alcanzaron el andén envueltos en una nube de vapor. Todo el mundo se dispuso a dar besos y abrazos. Pau Monguió se quitó su canotier y Leopoldo su gorra de tweed. Guillermina besó la primera a Pilarín y le pidió que cuidase de Rosser, y luego, con lágrimas en los ojos, se despidió de Rosser. Fue a decirle algo pero Rosser la abrazó sin dejarla que hablase. Guillermina besó a Pilarín y volvió corriendo a cogerse del brazo de su marido. El marqués besó la mano de Rosser, con esos gestos falsos que eran la única manera que tenía el marqués de ser sincero, e hizo lo propio con Pilarín, a quien, sin embargo, antes de de soltarle la mano la miró a la cara y le dijo:
−No sabes, Pilarín, cuánto lamento no haberte conocido antes. Y eso que fuimos juntos a la escuela.
Pilarín lo tomó como un cumplido y no lo desairó de ningún modo, pero es que se hacía lo hora y no llegaban los chiquillos.
−No vendrán −dijo Tomás−. Conozco a mi hermano. Pero no se lo tomes a mal, Pilar. Para él eres mucho más que la señorita Pilarín. Y no soporta las despedidas.
−¿Pero por qué no viene con nosotros? −dijo Rosser.
−Yo le he insistido −dijo Tomás−, pero no sé, no puedo obligarlo. Él se quiere quedar.
−Él estará bien, Pilaguín −zanjó con amabilidad el hermano Etienne.
El silbido del tren sonó con estrépito y un tumulto de besos y de prisas se mezcló con el vapor. Tomás subió al vagón y ayudó a subir a Rosser, a quien Pilarín sostenía por la cintura. Casi ni los vieron por las ventanillas dejar los bultos en el maletero y ponerse cómodos en el departamento. Casi sólo vieron agitar las manos. Casi sólo se vio la sonrisa de Pilarín Sangüesa. El tren emprendió renqueante su marcha y pronto vieron la puerta cerrada del último vagón que se alejaba.
El convoy pasó junto a la ermita del Carmen, esa iglesia que al marqués le parecía una bazílica diminuta. Por allí lo vieron pasar y emboscarse entre las sargas y los espinos los tres amigos, sentados en una piedra, en la piedra desde donde solían mirar las ventanas de la cárcel de Capuchinos, los brazos que asomaban a la reja.
−Allá van −dijo Raimon.
−A Barcelona tardan por lo menos dos días porque mi tía fue a Zaragoza y le costó uno −dijo Luisín.
Isidoro no dijo nada. Isidoro miraba las vías del tren y se acariciaba la cicatriz de la barbilla. Raimon miró a Luisín por detrás de la espalda de Isidoro. Los tres callaron. Eran momentos difíciles para Isidoro, y sus amigos se quedaron sentados junto a él y se callaron.
El tren se perdió entre las nogueras. La primavera había reventado y hasta en los pedruscos blancos de aquel monte nacían las lavandas y las camomilas. La ciudad se derramaba como el agua por los huertos. Por el camino de San Blas iban familias enteras montadas en un carro a pasar el día en las lagunas. Por las Atarazanas veían jóvenes saltar entre los herbazales en busca de algún claro junto al río. La vega verde y brillante se llenaba con los trinos de los pájaros y de los niños que jugaban a esconderse entre los arbustos. Isidoro miró hacia los altos de la Muela, y dejó de acariciarse la barbilla.
−Vamos −dijo, y se levantó y se sacudió la culera de los pantalones.
Llegaron a San Nicolás antes que el hermano Etienne, que venía acompañado por un renovado Pau Monguió, capaz, a pesar de su oronda figura, de subir también la cuesta en bicicleta. Ninguno de los dos preguntaron a los chicos por qué no habían ido a la estación cuando los vieron apoyados en las flores ondulantes de la verja.
El hermano Etienne agradeció su ayuda a Pau para traer las dos bicicletas. Raimon pidió permiso a su padre para quedarse a pasar el día con sus amigos. A Monguió le pareció bien y aún habló con el hermano Etienne de verse al día siguiente para el asunto del tejado.
−¿Está todo listo? −dijo el hermano Etienne.
−Sí −dijo Isidoro.
−Pues vamos allá.
Dos hermanos más abrieron la puerta y todos los muchachos de San Nicolás salieron con sus blusas y sus pequeños morrales colgados a la espalda. Los más pequeños iban de la mano de los hermanos y estos los fueron repartiendo entre los mayores. Luis se ocupaba de Marcelino, que se había acatarrado con las lluvias y enseguida se cansaba. E Isidoro los iba llevando a todos por turnos sentados en el trasportín y en la barra de la bicicleta, lo mismo que Raimon, que llevó todo el tiempo a un chaval de Cretas, Vicentico, al que le faltaba la pierna derecha.
Todos cruzaron bajo el arquillo de San Cristóbal, bajaron hasta la iglesia de la Merced y después hasta el antiguo convento de los Franciscanos. Todos cruzaron el puente de hierro, y caminaron en fila india por la vereda que se abría entre las tapias de los huertos, y siguieron el cauce del río. Los muchachos se giraban a ver las fachadas impresionantes del Seminario y de las casas de San Francisco, aquellas ventanas que parecían derretirse, los muros blancos de la Glorieta, las altas torres de la ciudad. Y todos alcanzaron la carretera de Cuenca y respiraron el campo cuajado de amapolas. Allá van los muchachos, allá van caminando por la tierra roja, allá van subiéndose a los manzanos en flor y buscando sapos en el río. Allá van riendo los muchachos, allá van rompiendo el aire con la bicicleta, allá van sus canciones a la primavera. Allá van los muchachos, allá van.



24.7.07

UNA FLOR DE HIERRO, 23


Capítulo vigésimo tercero
La morada de la luz

En el cromo que había clavado en la pared aparecía la imagen de Santa Teresa escritora, del pintor turolense Antonio Bisquert. Era la santa en el momento de la inspiración divina. Encima de su escritorio, un jilguero se había posado en el reloj de arena, y a su lado había un cuchillito, una pluma blanca y una salvadera de talco para secar las huellas de la tinta. A un lado, un jarrón de muy claro cristal y agua muy pura, en el que descansaban tres claveles, tres azucenas y tres margaritas blancas, y una malva real. En el centro había una concha marina, de rosados y duros pliegues, y, presidiéndolo todo, una calavera.
Pilarín Sangüesa llevaba horas arrodillada en el reclinatorio de la celda que le habían asignado. Un rosario de perlas blancas enlazaba sus manos junto al pecho. Las rodillas se le habían ya dormido del dolor. Vestía la humilde saya gris de las novicias, y aunque no había tomado los hábitos y su cabeza seguía descubierta, Pilarín ya se había cortado el pelo en lentos tijeretazos sin espejo. Por la vidriera de la ventana, la ventana estilizada y gótica que daba a la calle Chantria, los cristales rojos y azules apenas dejaban pasar un pálido claror que a mediodía, con la lluvia, parecía ya el anochecer, o la misma aurora.
Pero de allí no iba a levantarse a encender siquiera una vela. Allí estaba Pilarín Sangüesa para huir de las tinieblas y encontrar la luz en aquellas margaritas blancas, en aquellos símbolos pequeños que iba repasando Pilarín para esmerar la letra de su alma, la búsqueda del bien y de la claridad.

Estaba agotada. No era capaz de ninguna forma de resentimiento, había aceptado el trato que le dio su padre y en el fondo se lo había agradecido. Quizá sólo con un sentimiento tan vertiginoso y triste fueron sus pies capaces de abandonar la casa del padre, cruzar de acera y tocar a la puerta del Sagrado Corazón de Jesús. Allí llegó mojada de inseguridad, perfumada de falsos deseos, y aquel recogimiento oscuro resultaba ahora un amplio jardín sin nubes, un prado de soles tibios, sin ardores ni deslumbramientos, sin tormentas, sin vientos fríos. La salvadera de talco secaba la hemorragia de su alma, y las flores blancas la encaminaban en la negra noche por la senda de la ingenuidad. La concha marina y sus profundos susurros la regeneraban, como si los ecos encerrasen los peligros, y con el cuchillito afinaba los pensamientos para que ningún grueso borrón manchara la delicadeza de su caligrafía. Aquel sosiego sólo perturbado por lejanos truenos era la morada de la luz, y allí, junto a la Santa, estaba dispuesta Pilarín Sangüesa a entregarse a la vida contemplativa.
No era fácil el camino. ¿Cómo buscar la luz viniendo de la luz?, ¿cómo volver a la limpieza y la alegría si regresas del más puro sentimiento?, se preguntaba Pilarín, mirando la calavera. ¿Sería calavera de hombre o de mujer? ¿Quién había vivido en esos huesos, qué muchas sonrisas habrían aflorado entre sus labios, qué llantos se abrieron paso entre las cuencas vacías de los ojos? La habían llamado puta. La habían llamado zorra. El día que fue con Rosser a Villastar, cuando volvió del paseo, su hermana sólo le dijo cuatro palabras al verla entrar en casa: “¡Vístete de negro, guarra!”, que habían sido cuatro puñales cuyo dolor no era capaz de entender Pilarín. Y tampoco entendió que al día siguiente del teatro su señor padre la llamase a su presencia y sin decir una sola palabra le soltase dos bofetadas que le partieron la comisura del labio. Le dolía que su padre y su hermana hubiesen sido capaces de tan feo comportamiento, y tentada estaba de compadecerse de ellos, si no estuviera sintiendo tan desgarrada compasión hacia sí misma. ¿Adónde vas, Pilarín?, se decía, y miraba el jilguero fijamente, y Pilarín sólo escuchaba sus trinos en la tarde amena, el huerto delicado, la vida rebosante de alegría.
Ni siquiera se había despedido de su amiga Rosser. ¿Cómo encontrar la luz después de haber sido tan desconsiderada con ella? Rosser era el jilguero que se había posado encima del reloj de arena. El reloj se había detenido, pero el pajarillo estaba vivo, y Pilarín escuchaba sus trinos. ¿Era esa la grosería del engaste de que hablaba la Santa, las sabandijas y las bestias que anidan en el cerco del castillo? ¡Pero cómo podía pensar eso ella de Rosser, por el amor de Dios! No anduvo acertada su hermana llamándola como la llamó, ni su padre perdiendo la dignidad de aquellos modos, pero y Rosser, ¿qué había hecho Rosser más que hacerla feliz?, ¿cómo era capaz de no despedirse siquiera?

Pero Pilarín no habría sabido despedirse, su blanca pluma no habría sabido escribir ese poema, no habría podido mentir, y casi cualquier cosa que pudiera salir de sus labios no sería más que embustes y ponzoñas. No había mentiras piadosas, se dijo Pilarín. Todas las mentiras son despiadadas. Podía ser maleducada con Rosser, pero no le mentiría, jamás le mentiría. Pilarín Sangüesa no había mentido nunca a nadie en su vida, y no era por un designio de la virtud, sino por una condición del carácter. En la boca de Pilarín Sangüesa las palabras eran de cristal muy claro, no podía fingir sombras ni medias verdades porque no sabía pronunciarlas.
¿Pero qué le habría dicho?, ¿cómo expresar este bello sentimiento? Fuiste cobarde, Pilarín, le decía la calavera con sus ojos negros. No era luz lo que buscabas, no puedes buscar lo que posees, ni caminar en pos de tus pisadas, y Pilarín Sangüesa se consumía buscando pliegues feos de aquel manto tan hermoso, y repasaba uno por uno los pecados capitales y las virtudes teologales, y miraba a la Santa y le pedía que le ayudase a descifrar estas palabras, este enmarañado jeroglífico que borraba los contornos de su corazón. Le pedía que fuese otra vez su letra clara, su caligrafía transparente. Dame, Santa Teresa, le decía, tu expresión sencilla. Dame tus ganas de vivir. Aparta de mí este miedo, ábreme la puerta de la luz.
La celda estaba envuelta en una densa penumbra azul, apenas clareaban las altas ventanas góticas con los faroles de la calle Chantria, y sin embargo todavía era media tarde de una espléndida y lluviosa primavera. Pilarín estaba tan débil que oía, ahora sí, el lento caer de los granos de arena del reloj, los trinos cada vez más apagados del jilguero, los abrumadores ecos de la caracola, las cuentas del rosario que temblaban con sus manos, y un repiqueteo de la lluvia en las vidrieras y un crujir de la madera bajo sus rodillas. Era el silencio de un corazón exprimido. Sus sentidos empezaron a traicionarla. Veía sombras y escuchaba ruidos, y sus ojos cansados desdibujaban el rostro de Santa Teresa de Jesús.
Y así no supo qué pensar cuando creyó que había oído un ruido más fuerte que la lluvia, un repiqueteo de piedrecillas en las vidrieras. Casi no podía incorporarse del reclinatorio, y le costó un esfuerzo supremo levantar la falleba de la ventana y abrirla y agarrarse a las rejas mojadas, y ver que abajo, debajo de un farol, empapado, estaba llamándola Isidoro.
−¡Señorita Pilarín, señorita Pilarín!
Pilarín reconoció al muchacho y sus sentidos despertaron al viento fresco y al aroma de la tarde húmeda.
−Señorita Pilarín, tiene que venir conmigo, Rosser está mala en la cama, tiene mucha fiebre, señorita Pilarín, y sólo pregunta por usted.
Pilarín Sangüesa, todavía trastornada por las emociones, sólo pudo, sujetándose el pecho, decir a Isidoro con una mano que aguardase. Al abrirla para hacerle señas con ella el rosario de perlas blancas se confundió entre las gotas gordas que caían por las canaleras. Pilarín no se entretuvo ni en cerrar la ventana, y empezó a dar golpes y a gritar para que viniesen a abrirle la puerta, hasta que varias monjas acudieron haciendo volar sus velos por los pasillos para socorrerla, porque sus gritos resonaban en las galerías del claustro como los de una poseída. Cuando descorrieron el cerrojo, un vendaval en sayo gris salió corriendo de la celda donde voluntariamente, eso lo repitieron mucho luego las hermanas, Pilarín se había enclaustrado. Y bajó tropezándose las escaleras y a cada hermana que pasaba le decía “¡tengo que irme, hermana, tengo que irme!”, y no esperó a que la hermana portera le abriese la gran cerradura de hierro, porque fue la propia Pilarín la que cogió la enorme llave del clavo donde colgaba, y con la fuerza de un herrero le dio dos vueltas y salió a la calle, donde Isidoro la estaba esperando.
−¡Vamos! −dijo Isidoro, y la cogió de la mano para que no se resbalara con los charcos.
Por la plaza del Mercado pasaba en esos momentos la procesión de la Virgen de la Soledad. La lluvia había sorprendido a los peaneros que intentaban caminar deprisa sin que las andas se balanceasen. Detrás de la Señora, junto a la comitiva de autoridades, el hermano Etienne caminaba con la mirada baja. A su lado, el obispo se sujetaba el sombrero verde y el alcalde su chistera negra. El hermano Etienne vio bajar por el Tozal a dos muchachos que se tropezaban sin querer con las señoras que aguardaban bajo sus paraguas el paso de la Soledad. Sólo cuando pasaron delante de él Etienne los reconoció a los dos, sobre todo a Pilarín, que llevaba el pelo corto como los muchachos, y la saya gris mojada se le había pegado al cuerpo.
Bajaron como locos de la mano por la calle de la Democracia, y al llegar al portal de los Monguió Isidoro la retuvo un momento y se sacó del bolsillo un cucurucho de papel que ya se deshacía con la lluvia.
−Tome, señorita Pilarín, es un cardo bendito, es el cardo bendito que buscaba Rosser. Déselo usted. A Rosser le hará mucha ilusión.
Pilarín Sangüesa cogió el cardo en sus manos, que ya no temblaban. Lo cogió como habría cogido al jilguero que ahora trinaba en sus oídos como si la tarde hubiera ya escampado. Y llamó a la puerta.
El recibidor estaba lleno de gente. El doctor Trallero acababa de llegar porque Rosser se retorcía en la cama y estaba deshidratándose. Dentro, tratando de calmarla, habían estado toda la tarde Guillermina y Pau Monguió, y también don Leopoldo, que vino nada más pasar la Virgen bajo su balcón, y Milagritos, que le ponía en la frente cataplasmas frías, y los amigos de Pau Monguió, al que Raimon había ido a buscar porque Guillermina no podía sola con la papeleta.
Todos vieron entrar a Pilarín Sangüesa, y todos quedaron mudos. Y todos abrieron paso a Pilarín, calada hasta los huesos, las finas sayas grises desteñidas, pegadas a la piel. Pilarín sólo miraba la puerta donde sabía que estaba su amiga. El doctor Trallero había ya cogido el brazo a Rosser, mientras del otro lado de la cama Pau Monguió la sujetaba, y por este Guillermina le acariciaba la cara y trataba de sosegarla. Todos quedaron suspensos cuando apareció Pilarín.
−No, no… −les venía diciendo Pilarín, suavemente, como si fuesen a hacerle daño a Rosser, como si la fuesen a despertar.
El doctor Trallero se apartó, Guillermina quedó a un lado, y Pilarín Sangüesa se sentó en el borde de la cama, y tomó la mano de Rosser, que abrió en ese instante los ojos y entró en un desconsuelo imparable que le cortaba la respiración. Pilarín la incorporó cogiéndola por los hombros, y se abrazó a ella, y la dejó llorar hasta que se calmase. Rosser trataba de decir algo pero la primera palabra que pronunciaba siempre era Pilar, y ahí se quedaba, anegada por el llanto, mientras Pilarín la mecía en sus brazos y le susurraba que se sosegase. Sólo hubo un momento de debilidad en Pilarín, cuando volvió el rostro hacia los presentes, y con su dulce sonrisa de siempre les preguntó por qué no la habían avisado.
Rosser fue recuperando el habla poco a poco, pero su hablar era un confuso farfullar de razones desarticuladas, piezas rotas de un mosaico transparente. Perdóname, Pilar..., jamás quise ofenderte…, yo no soy mala, Pilar…, pensé que no me mirarías más a la cara…, fueron algunas de las frases que una Rosser desesperada dejaba que se oyesen y que los demás no conseguían entender.
Pilarín Sangüesa entonces se volvió de nuevo a todos los que allí estaban en silencio, y les pidió por favor que la dejasen sola. Todos abandonaron la estancia de inmediato, y cerraron la puerta y se alejaron.
−Yo no quise ofenderte, Pilar −decía Rosser, con algo más de sosiego−, pero pensé que te había decepcionado, que habías huido de mí. No sabía donde encontrarte, me volvía loca. Me puse muy nerviosa…
Pilarín Sangüesa la escuchaba a través de su pecho, como escuchan las madres a sus hijos cuando los tienen abrazados, y en su rostro se iba dibujando la tranquilidad. Pilarín Sangüesa sintió un ligero escozor en la mejilla. No era la herida del labio. Era un rayo de sol que se había colado por la ventana, el primero después de una lenta semana de lluvia. Pilarín Sangüesa oyó entonces cómo sonaban en su alma las campanas, y pensó que era esa la morada de la luz, y era ese el jilguero que se volvía a escuchar desde las huertas, por el camino de lavandas y amapolas por donde había paseado tantas tardes con su amiga. Pilarín Sangüesa sintió que una paz infinita le devolvía el aire que tantos lloros y disgustos le habían arrebatado.
−¿Qué tienes aquí?, ¿qué te ha pasado?, ¿quién te ha hecho eso? −dijo Rosser, cuando descubrió, con la luz del sol, la herida de sus labios.
−No te preocupes, Rosser, he traído una cosa que es muy buena para las heridas.
Y Pilarín Sangüesa sacó de sus sayas mojadas aquella flor que había buscado su amiga en tantas tardes de felicidad, y le abrió una mano pálida, brillante, temblorosa, y dejó sobre ella el cardo bendito. Y luego la miró a los ojos, y le dijo:
−Entre tú y yo, Rosser, jamás habrá ninguna herida que cerrar.
Y Pilarín Sangüesa sonrió y cerró los ojos, y cerró los labios, y muy despacio se acercó a Rosser, con toda la delicadeza de su alma, y posó sus labios en los labios de su amada.


23.7.07

UNA FLOR DE HIERRO, 22

Capítulo vigésimo segundo
Cnicus benedictus

La tormenta los cogió por los llanos de San Cristóbal. Iban los tres callados, mirando al suelo, se agachaban de vez en cuando y con sumo cuidado apartaban los yerbajos para ver si aquella flor pequeña que amarilleaba entre las zarzas era la que querían encontrar. Las piedras tomaban con las nubes cárdenas un tono violáceo, amoratado. Allá lejos se veían los montes azules de Gúdar, que parecían estar apuntalando el cielo para que no se desplomase sobre la ciudad. Mientras Raimon e Isidoro no apartaban la vista del suelo, Luisín contaba con los dedos el tiempo entre los rayos y los truenos. La tormenta venía del oeste, el viento empezó a soplar en ráfagas cortadas, y cuando Luisín dijo que aún quedaban once segundos para que llegara la tormenta Raimon vio una gota gorda caer encima una piedra.
−¡Halá qué gota! −dijo, e Isidoro dio la búsqueda por terminada.
−Vámonos −dijo Isidoro−, que si no no llegamos a casa.
−Y tenemos que ir a la procesión con el hermano Etienne porque va a salir el hermano en la peana de la Soledad que es la única que sale el Sábado de Gloria −dijo Luisín.
Los cálculos de unos y de otros fallaron y un violento chaparrón, que al principio parecía de agua tibia, hasta que las gotas se juntaron en el suelo y todo se puso brillante y mojado, sorprendió a los muchachos sin tiempo para volver al asilo. Les quedaba mucho más cerca la plaza de toros, a cuyos corrales los huérfanos iban muchas tardes de invierno a jugar con las compuertas y los burladeros. Sólo había que saltar por la puerta llena de estiércol del desembarcadero, que se abría como la guillotina que mató a María Antonieta −según puntualizó Luisín− y su cabeza rodó por las calles de París.
El más torpe era Raimon, que todo quería hacerlo sin mancharse las manos. Luisín, pese a ser el más regordete de los tres, subió como un gato, igual que Isidoro. En cuclillas uno a cada lado del desembarcadero, agarraron a Raimon primero de la mano y después, con la otra, de las trabillas del pantalón. Cuando estuvo arriba, Raimon se resbalaba con los zapatos.
−Siéntate, hombre −le dijo Isidoro.
−Está lleno de caca −dijo Raimon.
−Pues yo te voy a soltar −dijo Luisín.
Raimon se sentó en el borde de la puerta de guillotina de María Antonieta, y apoyó los zapatos en los tornillos que sobresalían. Los dos más hábiles bajaron de un salto al suelo de boñigas petrificadas, y esperaron a Raimon bajo la lluvia ya intensísima, hasta que se decidiese a saltar, con las manos levantadas para frenar la caída. No hizo falta que lo animasen. Raimon los vio, se llenó de valor y saltó, y no le pasó nada.
Se colaron por un burladero al callejón de los toriles, y allí esperaron a que pasase la tormenta. Les gustaba la misteriosa oscuridad de los chiqueros, las huellas del peligro, mirar las raspaduras de los cuernos en el portón, las cornadas, las líneas onduladas de la furia y de la muerte. También llevaron a Raimon a que viera el ruedo. En los chiqueros había una portezuela que comunicaba con el graderío. Solía estar cerrada, pero el guarda de la plaza la dejaba siempre en el mismo sitio. El guarda era un gran aficionado, el señor Lucas, quien consideraba parte de su responsabilidad el que los chiquillos jugaran a los toros en un ruedo de verdad, a ver si alguno se hacía torero.
A Raimon le impresionaron aquellas bancadas de madera sobre las que rebotaba la lluvia, los altos burladeros con estribo para subirse y estar más cerca del peligro. Los tres miraban desde el vomitorio. Raimon miraba los palcos desvencijados, el reloj de hierro que marcaba las cinco, y ahí se había parado.
−¡Ahí está! −gritó Isidoro, y salió a los bancos de las gradas y los bajó a saltos sin resbalarse, y dio un brinco desde los cables de la barrera y saltó el burladero apoyándose con una mano, como los banderilleros cuando toman el olivo, y salió en medio de la gotarrada que anegaba el ruedo. Raimon y Luisín esperaron a cubierto, casi no veían correr a Isidoro entre los yerbajos, bajo la densa cortina de agua. Lo vieron arrodillarse junto a unas amapolas y arrancar una mata con sumo cuidado, y correr de nuevo haciéndole paraguas a la flor con una mano hasta donde lo esperaban sus compañeros.
Cuando llegó hasta ellos iba chorreando, entusiasmado.
−¡El cnicus benedictus! −dijo, con una amplia sonrisa en la cara, una sonrisa que enseñaba las encías. Raimon nunca le había visto a Isidoro las encías.
−¿Pincha? −dijo Luisín.
−No, no pincha, pero ándate con ojo −dijo Isidoro.
Las hojas eran anchas, carnosas, levantadas. Formaban ondas en el borde acabadas en punta, como son en los mapas los cabos y las bahías, según dijo Luisín, y estaban llenas de pelusilla. Iban subiendo a distintas alturas en un tallo de color morado, también muy velloso, pero luego se juntaban todas más pequeñas al lado de la flor.
−Mirar esto −dijo Isidoro−, son las brácteas. Estas sí que pinchan, Luis.
Eran unas púas moradas, anchas agujas de dos dedos de largas de las que salían espinas gruesas como espolones. Parecían raspas de un pescado, raspas moradas de puntas muy oscuras que nacían en torno al pezón de la flor, y encima de él habían brotado unos pétalos amarillos muy delgados, igual que plumas de un sombrero de señora, y de entre las plumas, como gusanitos a rayas o periscopios de un sumergible, apuntó Luisín, unos filamentos que, según Isidoro, eran así para que el aire se llevase la semilla.
Cuando cedió la fuerza de la lluvia los chicos volvieron al orfanato. Enseñaron al hermano Etienne la planta y el hermano Etienne los mandó a los tres ponerse ropa seca. A Raimon le hacía mucha ilusión ponerse unos pololos como los de Luisín y unas alpargatas como las de Isidoro. Después, según era entre ellos la costumbre, bajaron juntos hasta la iglesia de la Merced y allí se despidieron. Raimon se fue a su casa, vestido de huérfano; Luisín se fue a la procesión de la Soledad, e Isidoro fue a enseñarle la flor a su hermano, que estaba en la fragua.
Desde que Rosser se puso mala, Tomás no había salido apenas de El Vulcano. Terminaba el tajo y se quedaba en la bigornia, dando martillazos a las chapas. Isidoro había metido en un hato la ropa mojada y el cardo envuelto en un cucurucho de papel de estraza que le preparó el hermano Etienne. No paró de correr hasta el Tozal, hasta que torció a mano izquierda y entró por la calle de Alcañices. Sabía que iba a darle una alegría a su hermano, que llevaba unos días sin hablar con nadie. Pero nada más entrar se encontró con que junto a él, apoyado en la punta de la bigornia, estaba don Leopoldo. Isidoro se quedó parado en la puerta. El marqués estaba de espaldas.
−Pasa, Isidoro −dijo Tomás.
Isidoro se acercó con cautela.
−¡Hombre, Isidoro! −saludó don Leopoldo, muy afable. Isidoro aún no se acababa de fiar del todo.
−¿Qué has hecho con tu ropa? −dijo Tomás.
−Nos hemos mojado y al pasar por San Nicolás el hermano Etienne nos ha hecho cambiarnos de ropa.
Don Leopoldo sonreía, y se daba con los guantes grises en la mano. Era una sonrisa triste. A Leopoldo le pareció que sonreía por sonreír, y él buscaba en esos gestos algún indicio de que a Rosser le había bajado la fiebre.
−¿Conoces Barcelona, Isidoro? −dijo, de buenas a primeras, el marqués.
−Déjelo estar −dijo Tomás.
El marqués guardó un silencio, como si quisiera reanudar la conversación que había interrumpido el muchacho.
−Puede decir lo que quiera −dijo Tomás−.
El marqués asintió, y respiró con brío.
−Si han soltado al Zurdo es precisamente porque algo iba a pasar −dijo−. Cuando hay planes, ese hombre es una mina. Todo el mundo teme que se vaya de la lengua y los abortan en seguida, y el caso es que nunca se va…
−El Zurdo no está loco −dijo Tomás.
−No estaría yo muy seguro −dijo el marqués−. Anoche lo pescaron en la Casita. Estaba registrando los cajones. No se llevó nada. Bueno, casi.
−Pues no lo entiendo −dijo Tomás.
−Ni yo tampoco, pero esta vez le han pegado una somanta de palos. Me extrañaría que no dijese nada.
−¿Y cómo se yo que todo eso no es más que para convencerme? −dijo Tomás.
−Veta a buscar al Zurdo y se lo preguntas.
El marqués se volvió hacia Isidoro.
−¿Conoces Barcelona, Isidoro? A tu hermano le he propuesto que se vaya allí una temporada, a ver edificios nuevos, a ver las rejas nuevas de Jujol, que me han dicho que son una maravilla, y a tocarlas con la mano.
Al decir esto último, el marqués había hecho girar la palma de la mano, como los ilusionistas cuando hacen desaparecer un huevo.
−¿Qué se llevaron de la Casita? −preguntó Tomás.
−Nada relevante. La biblioteca ni la miraron. Se llevaron sólo un picaporte.
−¿El del lagarto?
−No. El otro, el que me regaló Rosser.
Isidoro vio cómo a su hermano le subían los colores hasta el nacimiento del cabello. El marqués también se dio cuenta, y sonrió con solo un lado de la boca. Tomás se recompuso y miró de frente a don Leopoldo.
−¿Se puede saber qué interés le mueve a usted en todo esto? Aparte de ganar dineros a chorros con la mina, ¿me quiere decir qué placer consigue?
−La vida es un hermoso jardín, caballero −dijo el marqués, y cruzó un pie por delante del otro, hasta que lo apoyó de punta−. Y conviene cultivarlo. Yo cultivo dalias blancas, y futuros botánicos, y buenos artesanos. No quiero que usted se vaya a Barcelona para protegerlo, sino para proteger el arte que usted tiene. Como tampoco enseño botánica a su hermano porque me mueva la caridad, sino porque nunca esta provincia tuvo nunca tantos científicos de nombre como ahora, y casi todos son botánicos. Me imagino, dentro de cien años, una ciudad donde los herreros y los alfareros tengan prestigio mundial, y la ciudad entera sea un museo de barro y de hierro, y sean otros los artistas jóvenes que viajen a Teruel, y sean otros los botánicos y los arquitectos que aprendan de nosotros. Puede usted llamar a eso como quiera. Yo lo llamo amor por el progreso, no caridad.
−¿Y por eso se dedica a aparear a la gente? −dijo Tomás, en un tono muy bajo, en un tono que indicó a Isidoro que la conversación se había ensombrecido.
El marqués torció el morro, como si no entendiera bien a Tomás. Pero pronto cayó en la cuenta.
−Se refiere a la proposición que hice a Rosser. Ah, vaya, creo que a veces me paso de exquisito. Y además, no se queje, caballero, encima que lo promociono entre las damas… ¡Ea! −dijo el marqués, golpeando con el guante sobre la punta redonda de la bigornia−. Rosser se va a marchar en cuanto se reponga un poco. No es normal que le vengan ataques tan violentos. La brucelosis no es para tanto. Un amigo mío, el doctor Santaló, la visitará en Barcelona. No se preocupe, no tendrá que cuidar de ella. He dispuesto todo para que se alojen en casa de unos amigos míos, y usted, ya sabe, de fragua en fragua…
El marqués colgó el bastón del antebrazo y se puso los guantes.
−Y no se lo piense demasiado, que tampoco disponemos de mucho tiempo −dijo, y luego sonrió a Isidoro:− Adiós, Isidoro −le dijo.
−Adiós, don Leopoldo.
El marqués salió marcando el paso con la contera del bastón. Los dos hermanos se quedaron solos.
−Mira −dijo Isidoro−. No te lo he dado antes porque si la llega a ver don Leopoldo se la lleva.
Isidoro sacó el cucurucho de papel de estraza.
−Mira, Tomás, el cardo bendito.
Tomás acarició el cogote de su hermano.
−A Rosser le gustará. Voy a llevárselo −dijo Tomás.
−No −dijo Isidoro−. A Rosser se lo llevaré yo ahora. Tú sólo míralo.
Tomás puso uno de aquellos cardos en su mano. Le llamaron la atención las bractias duras junto a los blandos cilios. Uno por uno, los objetos diminutos eran fáciles de forjar en hierro a tamaño grande. Pero el conjunto, eso que veía con toda claridad en las esculturas de Rosser, eso lo veía lleno de pelusilla.
−Toma −dijo Tomás−. Llévaselo a Rosser. Cuando se ponga buena nos hará un buen modelo.
−¿Te vas a ir a Barcelona con ella? −dijo Isidoro, mientras metía el cardo en el cucurucho.
−¿Y tú qué dices? −le preguntó Tomás−. ¿Quieres ir a Barcelona con Rosser y conmigo? Será una temporada. Dice el marqués que don Matías me guardará el empleo.
−No. Vete tú −dijo Isidoro−. Luisín y yo estamos bien, y al hermano Etienne lo vemos todos los días. Por nosotros no te preocupes.
−¿Estás seguro?
−Sí, claro. Dame el cardo −dijo Isidoro−. Se lo voy a llevar a Rosser. Ya lo has visto, ¿no? Ahora deberías hacer uno parecido, aunque te salga mal. Si os habéis de ir, por lo mejor dejáis la faena hecha.
−Sí, bueno −dijo Tomás−. Pero ve antes a cambiarte de ropa. No quiero que Rosser piense que eres un pordiosero.
Isidoro se le quedó mirando.
−No −dijo−. No soy un pordiosero.
Y se marchó.

22.7.07

UNA FLOR DE HIERRO, 21


Capítulo vigésimo primero
Ropas mojadas

Guillermina volvió de la procesión y se encerró en su gabinete. Milagritos, cuando la vio subir empapada por las escaleras, le preguntó si quería que le preparara un baño, o algo de cena, o si quería esperar a que regresara el señor Monguió, que había salido a dar un paseo.
−¿Está Raimon? −se limitó a decir Guillermina.
−No −dijo Milagritos−. Ha estado aquí toda la tarde, sin moverse de la cabecera de Rosser, pero hace un rato vinieron a buscarlo sus amigos y se marchó con ellos. Antes de que se fueran les he dado bien de merendar a los tres.
Guillermina no dijo nada, miró sin expresión a Milagritos y siguió con lentitud escaleras arribas. Ya había traspuesto el pasillo cuando le contestó.
−No quiero que me moleste nadie, Milagritos.
−Sí, señora.
Guillermina se sentó en la mecedora. Llevaba cuatro horas de escuchar a la pelma de Sagrario Sangüesa, que hablaba en mitad de la procesión sin mover los labios, como si estuviera callada. ¿Por qué se había dejado llevar por esa bruja? Aquello era una tremenda injusticia narrativa. Le había tocado bailar con la más fea. Todas sus opciones eran ridículas. No había en Teruel más sito para ella que el de las buenas intenciones, y eso no era lo que decían las novelas. Era joven, todavía era joven. La habían hecho pasar por anciana prematura, no le habían dado opción a nada más. Nadie le preguntó jamás por los golpes de látigo ni por las flores, nadie escuchó sus gustos sobre literatura. Era como si cualquiera de sus heroínas hubiera sido una estúpida, y sus presuntos sentimientos, una ficción de pajas mojadas. ¡Le habían robado todo el protagonismo! ¡El destino la había desaprovechado! ¡Ella hubiese sido una maravillosa Ana Karenina, una impresionante Guillermina Monguió, y allí estaba, harta de escuchar a las beatas, y sin decir ni pío! ¡Ni siquiera estaba enferma y le tenían que poner morfina!
Y habría seguido callada, y se habría consumido entera en su desilusión de no ser porque un amor más fuerte que los delirios novelescos se interpuso entre ella y el marqués. Vivía hipnotizada por el hastío, pero fue su hijo, la alegría de su vida, el que la ayudó a abrir unos ojos enfermos de celos. Fueron tantas tardes de hilar pensamientos menudos, flecos deshilachados, cuando el pequeño Raimon hablaba y por debajo de sus palabras un tapiz aterrador, de novela sicalíptica, iba trenzándose ante Guillermina. Sí, sí, allí estaba, todos los días, todas las tardes, la mala perra, qué pronto había visto las ventajas, cómo se había arrojado a sus brazos. ¿Dónde, dónde lo harían? ¿Debajo acaso de las buganvillas, tumbados en el verdín?
Pero la pena se agrió en veneno, y también, un poco, en ignorancia. Qué doloroso era odiar, cuántas tardes deambulaba por su gabinete, apoyándose en los muebles con una mano y con la otra tratando de apartar de su mente aquellos pensamientos mortificadores. A veces, una súbita revelación le abría unos ojos como platos, la erguía, y entonces miraba a todas partes, como si la estuvieran vigilando, y abría y cerraba los cajones, y se ponía una mano en los labios como si no recordase algo importante, o como si lo acabara de recordar. ¿Cómo podría arrancarla de aquellos brazos, echarla de su vida? ¡Por qué había tenido que cargar con ese muerto! ¿No estaba enferma? ¡Pues que se hubiera quedado con su madre!
Cansada de chillar por dentro, Guillermina se solía sentar en su tocador, y apoyaba la frente en una mano, y jadeaba como si estuviese agotada, y de pronto una mirada felina, rasgada, un apretar los labios donde se ve la entrada del mal en ese mismo momento, la mirada aviesa de quien ha decidido abandonar la lucha y dejarse llevar por los instintos más despiadados. Entonces caminaba como arrastrando los pies, con los brazos muertos, el torso adelantado, y las palmas de las manos vueltas hacia detrás, como si el dolor del mal la hubiera avejentando, como si cargase con la cruz de la derrota.
Tan sólo abandonaba su gabinete apara ir a misa por las mañanas al convento de las Claras, y allí, a la vuelta, del bracete de Sagrario, porque Pilarín siempre estaba ocupadísima y nunca las acompañaba, Guillermina sólo escuchaba lo que pudiera justificar su odio hacia Rosser. Sagrario era la única con quien hablaba Guillermina, y la Sangüesa aprovechaba para tirarle de la lengua. Guillermina decía lo puta que era Rosser y Sagrario contestaba con lo maricón que era el marqués. Ninguna se enteraba de lo que decía la otra.
Pero ahora Guillermina, mojada hasta el tuétano, ya estaba cansada. Del vestido negro le escurrían gotas de lluvia. Sagrario no había dejado de hablar en toda la procesión, de contar el serísimo disgusto que habían tenido con Pilarín. Ya cuando lo de la bicicleta su padre la había puesto firmes, pero luego vino aquel escándalo en el teatro. Guillermina estuvo casi cuatro horas escuchando cómo Sagrario estaba disgustadísima porque habían tenido que meter a su hermana Pilarín en el Sagrado Corazón de Jesús, en las celdas de las hermanas, cerrada por fuera. Fueron cuatro horas de corrupción moral, cuatro horas de malas costumbres.
Desde que cogió a Raimon en un renuncio, desde que Leopoldo apareció en las conversaciones con su hijo, Guillermina escogía sus palabras como quien escoge flores para un centro fúnebre. Todo estaba claro. Otro hombre los acompañaba, era testigo y cómplice de sus manejos, era el hermano de uno de esos niños medio abandonados con que se juntaba Raimon, que también era muy amigo de compadecerse de los desvalidos. Sagrario no necesitó ni que le dijeran el nombre. Al día siguiente, en mitad de la calle de San Benito, Sagrario miró a todas partes y se acercó al oído de Guillermina. ¡Ese hombre era un anarquista peligroso, se lo había dicho un confidente suyo, que lo sabía todo! Era como esos alborotadores de Cullera que ahora la santa bondad de Canalejas había dejado vivos, a todos menos uno, que lloraba en el cadalso y se arrepentía de sus pecados y abrazaba el hábito de todos los santos. ¡Toda España estaba llena de anarquistas peligrosos!, y había que tener cuidado.
Raimon hablaba aquellas excursiones botánicas con el marqués y aquellas tardes de barro y hierro con Rosser y el hermano de Isidoro, y lo hacía con la candidez de quien no entiende las palabras pero le parecen hermosas. Traducidas por Guillermina e interpretadas por Sagrario, significaban que se reunían en ausencia del marqués elementos peligrosos, hampones y terroristas, seguramente, que hablaban como si tal cosa delante de los niños, y les llenaban los oídos de barbaridades. ¡Raimon le había contado que una tarde hablaron de la revolución y la justicia social! ¡Delante de los niños!
En todo eso había participado Guillermina y todo eso terminó durante la procesión de Viernes Santo, en el momento en que pasaba del bracete de Sagrario bajo el balcón de Leopoldo. Hubo un repentino silencio en los pasos, un quedarse quietas las cadenas, un callar de los tambores, algo hubo en aquella callejuela estrecha que dejó llegar a sus oídos con toda perfección esas palabras: “Es la mujer de Monguió. Es más tonta que hecha de encargo. No se entera de nada.”
Guillermina escuchó eso, y aún estuvo cuatro horas más detrás del santo escuchando las sandeces de Sagrario, hasta que llegaron otra vez a la iglesia de San Martín y Guillermina dejó a Sagrario plantada y se fue corriendo por la calle de Santiago y luego por la de San Benito, sin paraguas, sin ganas de correr, llorando como una magdalena entre la lluvia.
Lo tenía todo para convertirse en heroína. Y ahí se había quedado, secuestrada por una beata, histérica, celosa, desagradecida, mientras un mundo sin esas angustias pasadas de moda florecía en torno a ella. Qué vergüenza, qué dolorosa era la vergüenza. Guillermina sentía su cuerpo frío y empapado como el de un gusano venenoso. “Es más tonta que hecha de encargo”, se repetía, y recordaba la voz del marqués hasta en sus más ligeros matices. Con aquel timbre, y con aquellas palabras, se sintió traspasada por el desprecio, y al mismo tiempo culpable de haber jugado a los romanticismos noveleros. No era la moral la que venía a castigarla, sino su triste y mediocre destino literario.
Lo único que contaba a su favor es que seguía sin abrir la boca. Con Pau hacía tiempo que no cruzaba más que saludos protocolarios por el pasillo, y con su hijo se mostraba parca y cariñosa, pero sobre todo parca. Jamás nadie se enteró de su juego. Nunca en su vida se había permitido ni el más mínimo desliz, pero también este silencio había sido una forma de manifestar su frustración, la decepción tremenda que le supuso alejarse cada día más de Barcelona.
El tren Botijo entraba en la estación, como todas las noches, y Guillermina, que siempre lo tenía todo cerrado a cal y canto, abrió el balcón para aspirar el humo que dejaban flotando las locomotoras. ¿Qué era lo que había que haber sentido? ¿Por qué la vida se le había hecho pequeña? Estaba decidida a no salir jamás de aquel gabinete. Ni siquiera tenía lógica, en su desvaído papel de vecindona cotilla y estúpida que no se entera de nada, rematar el bochorno con alguna barbaridad. ¿Qué esperaban de ella, que apareciese con una pistola, que se volviera loca, que quedara en evidencia delante de todo el mundo, que montara un chafarrinón como los de las actrices del cinema? Igual que cuando se desempaña un cristal, los alegatos contra ella se revelaban imposibles de refutar: la tristeza de Raimon asomado a la puerta, con su camisón de rayas arrugado, la inmensa tristeza de Pau al preguntarle una vez más si quería bajar a cenar.
Qué deplorable papel, qué ruin destino. Todo el mundo la creía deprimida, y como Guillermina jamás abría la boca, nadie sabía por qué. Ni siquiera abrió la boca en aquella luminosa tarde con Leopoldo. Dijo aquello de las ventanas. Se había leído las obras completas de Stendhal y de Tolstoi y luego dijo aquello de las ventanas. ¿Y si Pau se había también resignado a vivir con una estúpida? ¿Y si Raimon estaba hecho a una madre histérica?
Guillermina volvió a cerrar la ventana. Ahora sus ropas, además de húmedas, olían a carbón, y a cirio, y a ese perfume de iglesia que llevaba Sagrario Sangüesa. Los gritos de Rosser se le habían ido clavando en el alma, se la habían anestesiado, no tenía fuerzas para sentir pena por ella, ni tampoco odio.
Su comportamiento hacia Rosser había sido escandaloso. Primero martirizó a su marido sugiriendo con sus atormentados silencios que los iba a infectar a todos, se empeñó con leves comentarios indirectos en que la bajasen al cuarto del servicio, no quiso entrar ni a darle los buenos días. Eso sí era irreversible. Eso sí lo habían visto todos, todos lo habían oído. Su hijo la había escuchado desembarazarse de él y su marido había visto la ira en sus ojos cuando se trataba de Rosser. Cómo iba a rehabilitarse, cómo rectificar aquel comportamiento de fiera, cómo ser nuevamente Guillermina, la gran lectora que se resiste a dejar su juventud abandonada en un papelón de santa esposa, y no la imbécil que llegó a desear el mal de su sobrina. No, no quedaba ni siquiera una escena en la que abrazar de nuevo a su marido. No podía bajar otra vez las escaleras y arropar a su sobrina, y tomarle la temperatura con la mano, y decirle a Milagritos que se fuese a casa, que ella se quedaría para velarla. Sería falso. Sería también injusto. Su destino era vulgar y despreciable, y eso ya no tenía remedio.
Guillermina se levantó de la mecedora y respiró profundamente. Un piano empezó a sonar en la habitación de al lado. Era Pau. A veces, por las tardes, cuando volvía del casino, se metía en el despacho y tocaba un rato. No había visto ninguno de sus planos. Había casas espectaculares en Teruel que pasaron por su dormitorio sin que ella se enterase. Ella no se enteraba de nada. Pau estaba interpretando un vals de Granados. Guillermina siempre pensó que le había dicho que sí por ese vals, por esa melodía que Guillermina intentaba que volviera a clavársele en el corazón. Trataba de recordar la emoción que le causó la primera vez. Habría sido un milagro.
Unos nudillos que Guillermina reconocía perfectamente llamaron a la puerta del gabinete.
−Pasa Raimon, hijo mío.
−¿Estás bien, mamá? −dijo Raimon, que venía empapado de la calle, con la congestión en la cara del niño que ha estado horas jugando y ha sido feliz.
−Ven, Raimon, acércate −le dijo su madre−. ¿Has estado con tus amigos?
−Sí, hemos ido a los llanos de San Cristóbal. Nos ha cogido la tormenta. Nos hemos tenido que refugiar en la plaza de toros. Luego hemos venido por un atajo. Hemos tenido que bajar un barranco esbarizándonos.
−¿Te lo has pasado bien?
−Hemos cogido un cardo santo, mamá, un cardus benedictus. Isi se lo va a llevar a su hermano para que lo forje en hierro. Se lo vamos a regalar a Rosser. Es un cardus benedictus. ¿Sabes cómo es, mamá?
−No, hijo. No lo sé −dijo Guillermina.
Raimon no bajó la sonrisa, pero quedó en su cara el gesto de agradar, el gesto del niño que trata de convencer a su madre, o de que no lo desilusione, la misma cara que pondría un niño preguntándole a su madre si querrá llevarlo de excursión.
−Rosser se va a despertar −dijo Raimon−. Se despierta cada cuatro horas. El doctor Trallero dijo que no podían ponerle tanta morfina.
Raimon cogió la mano de su madre.
−¿Bajas, mamá?
Guillermina fue a decir algo, pero no podía.
−Mamá −dijo Raimon−, Isidoro se enteró de que yo te había dicho lo de la Casa de Cristal. Le había jurado no decirlo.
−Hijo, no hay nada de malo en ello, yo no le he dicho nada a…
−Ya lo sé, mamá. Nadie lo dijo. Pero yo te lo dije a ti, y era un secreto.
El niño miró a su madre como si quisiera preguntarle algo. Guillermina hubiera querido abrazarlo. El agua en sus ropas era como una indignidad que no quería traspasar a su hijo. Hablaba por hablar, pero aun así seguía el mismo método de siempre con Raimon, preguntar, sonsacar, juzgar, imaginar.
−¿Y qué te dijo Isidoro? −preguntó Guillermina.
−Me dijo que no me preocupase, que me daría una segunda oportunidad. Isidoro me dijo que si él necesitaba de mí una segunda oportunidad, sabía que podría contar con ella −dijo Raimon−.
Su madre le dio un beso en la frente. A las notas de Granados se superpusieron unos llantos que venían del piso de abajo. Guillermina se levantó de la mecedora.
−Voy a cambiarme de ropa, Raimon. Ahora mismo bajo.

21.7.07

UNA FLOR DE HIERRO, 20


Capítulo vigésimo
Mater dolorosa

−Te encuentro un poco disperso, hijo mío −dijo la marquesa, apoyada en el balcón del palacio de la Bombardera, debajo del paraguas que le sostenía Leopoldo.
−Es este tiempo del demonio, madre. Llevo los huesos empapados.
Una lluvia fina llevaba cayendo toda la tarde, se veían las gotas como alfileres al trasluz de los faroles. En las ondas de los charcos los marqueses de Valdeavellano veían temblar los capirotes negros y los resplandores de los cirios.
−Pues ve cuidándote, Leopoldo, que tu padre a los cuarenta ya no podía ni con su alma. ¿Cuándo pasa la Soledad?
−La última.
−Pues nos vamos a poner buenos… −dijo la marquesa.
El encaje de la manga de la marquesa se había mojado de apoyar las manos en el barandal, y se habían teñido de un color ferruginoso, como si se hubiera retocado los ribetes del carmín con las puntillas. Los costaleros mecían las peanas en vaivenes de anchos pasos y golpes de riñón.
−Deberíamos meternos dentro hasta que pase, madre, a ver si vas tu también a coger un enfriamiento −dijo el marqués, y miró el reloj de oro.
−¿También? −dijo la marquesa, que se había quedado mirando, con un mohín de aprensión, cómo un penitente iba arrastrando unas cadenas por el suelo−. ¿Quién más está enfriada, querido?
−Nadie −respondió, cortante, el marqués−. No sé por qué se me ha escapado ese también, la verdad.
−Pues yo diría −dijo la marquesa, subiéndose un poco el chal− que también es aquella señorita del vestido con solapa Robespierre que te aplaudía tanto ayer en el teatro, Leopoldo. ¿O estoy equivocada?
−Sí, madre, estás equivocada. Esa chica está muy delicada, eso es verdad, pero lo suyo no ha sido un enfriamiento −dijo el marqués, y la marquesa vio entre las sombras húmedas del balcón cómo su hijo abría mucho los ojos al decirlo, mientras miraba pasar la cofradía de Jesús atado a la Columna.
−Rosalía dice que han sido las fiebres maltas… −dejó caer la señora marquesa.
−Si no os conociese a ti y a Rosalía, ahora mismo le caía una buena −contestó Leopoldo, concentrado en no perder ahora el sentido de la ironía.
−Me preocupo por ti, Leopoldo. Deja en paz a Rosalía.
−No −dijo Leopoldo, y apretó con fuerza el mango del paraguas−, tampoco han sido las fiebres maltas. La hiperestesia es muy dura, madre.
En esos momentos pasaba por debajo del balcón la cofradía de Nuestra Señora de la Villa Vieja y de la Sangre de Cristo, que es del siglo XV. Primero pasó el Ecce−Homo, cuyas gotas de sangre brillaban con la lluvia, y después Nuestra Señora de los Dolores, en un altar de velas blancas y bajo un palio morado con ribetes amarillos. Junto a ella procesionaban los cofrades, todos con hábito negro, tapados con el velo de un tercerol, que sostenían un cirio inclinado en la mano. Los goterones de cera caían a los charcos y se cuajaban al instante, en medio de un halo azul. Detrás de las peanas iba una comitiva se señoras enlutadas, con alta peineta de teja con celosías y mantillas negras que se derramaban en pliegues transparentes y se recogían luego con la cinta malva del escapulario, todas ellas muy conocidas.
−Las Sangüesitas ya van levantando el ojo para que las saludemos −dijo la marquesa−. ¿Te apetece?
−Es sólo la gorda, la Sagrario −puntualizó Leopoldo−. La otra no es Pilarín.
−¡Ay pues sí, tienes razón! Saluda un poquito, anda, monín. ¡Pero que fea es Sagrarito vista desde arriba! Tiene los agujeros de la nariz más grandes que los ojos.
−Te van a oír, mamá −secreteó el marqués desde el balcón, acercándose al oído de su madre y señalando con el dedo una peana, como si algún motivo floral le hubiese llamado la atención.
−¿Y la otra? −contestó la madre, mirándolas a ellas todavía.
−La otra es la mujer de Monguió. Es más tonta que hecha de encargo. No se entera de nada. Y mira que lee libros −dijo el marqués, muy sonriente y gestual.
−¿Y por qué la saludas con tanta cosa? −le dijo la madre, que volvió la cabeza pero todavía sujetaba los lentes con un delgado y fino mango de marfil.
−Nada me afectaría más que un disgusto de su marido −contestó el marqués−. Hay que tenerla contenta.
Arreciaba la lluvia. Los monaguillos que sujetaban los estandartes aprovechaban la poca presencia de público para vaciar el agua de sus bonetes y volvérselos a poner.
−Y qué raro que no salga Pilarín, con lo meapilas que es también, ¿no te parece? −dijo la marquesea, cuando las damas habían ya traspuesto el balcón, y sólo se veían sus sayas negras y sus mantillas bajo el resplandor de las velas de la Dolorosa.
−Pobre Pilarín. El día del teatro su padre le dio dos bofetadas y la metió en el Sagrado Corazón de Jesús, a que se le pasen las ganas de ir en bicicleta −dijo el marqués, más serio de lo que hubiera esperado su madre, que ahogó un comentario malicioso que ya iban a pronunciar sus labios.
−Por Dios, qué bárbaros −dijo la marquesa luego−. Estos que se hacen ricos con los ladrillos nunca sabrán comerse un higo con delicadeza.
Los dos callaron para ver pasar las hermandades de Jesús Nazareno y María Santísima del Rosario y la de los Caballeros del Santo Sepulcro y del Cristo del Amor.
−Has salido a tu padre, Leopoldo −dijo de pronto la marquesa−. Te piensas que no sé lo que significa la hiperestesia. Mira, hijo, te está saludando Joaquinito Torán con la mirada.
El marqués apenas devolvió el saludo con sobriedad y cortesía, un movimiento de un dedo y una levísima inclinación de cabeza desde las alturas. El joven Joaquinito, que llevaba en hombros el Santo Sepulcro, hizo coincidir un rictus de esfuerzo con una sonrisa cordial.
−¡Qué efusividad! −se sorprendió la madre.
−Va detrás de la sobrina de Monguió, como todo el mundo −informó el marqués−. Ya le ha prometido el dinero para la iglesia de Villaspesa.
−Desengáñate, hijo. Eso ha sido la Torana, que nos ha visto meter perras en el asilo. Mira si no lo que pasó con la ermita del Carmen estos años atrás.
−Habrá sido la fe −dijo Leopoldo.
Cuando pasó el paso del Sagrado Descendimiento y de María Santísima de las Angustias el marqués se detuvo a contemplarlo. Desde pequeño le habían gustado los pliegues mortecinos del manto que pende de la cruz, cómo caían las gotas reunidas en los pliegues sobre la cara de la Virgen, y se unían a sus lágrimas.
−¿Y entre todo el mundo que va detrás de la chica esa −continuó la madre− también hay que meterte a ti?
El marqués miró al frente, a los muros de la Casa de la Comunidad, en cuyas piedras reverberaba la luz amarillenta de los cirios.
−Desde que esa chica me pone perdida de barro la Casita veo que todo en ella está más vivo. Ahora sí que da la sensación de lugar habitado, mamá. Allí sólo he conocido grandes salones con sábanas que cubrían los muebles. Y mira que lo he llenado de gente…
−No me digas, Leopoldo, que te estás enamorando.
Una cuadrilla de bombos y de cajas destempladas les obligó a acercarse mucho para hablar. Los toques del bombo resonaban húmedos en la calle estrecha.
−No, madre. No estoy enamorado. Estoy loco, que no es lo mismo. Jamás en mi vida me habría atrevido a montar un numerito en el teatro como el de la otra noche. Y no fue un escándalo, ¿verdad que no fue un escándalo? ¿Verdad que no te disgustaste, mamá?
Los bombos pasaron de largo. El marqués había tenido que hacer poco menos que a gritos una confesión tan delicada.
−No, hijo mío, no. Desde que he vuelto a leer a Emilia Pardo Bazán muchas cosas están cambiando en mi vida. ¿Qué disgusto me vas a dar si eras feliz, tontín?
−No sé −dijo el marqués, más aliviado−, me lió con que si Marinetti que si los tambores que si los danzantes búlgaros y yo qué me sé…
−Pero a ti te gustó −dio la madre por sentado.
−¡A mí me gustó muchísimo! ¡Pero si a veces me mareo de gusto, mamá! A que no sabes cuál fue la última, antes de caer enferma. Resulta que se presentó en el establecimiento de Gómez y le dio la razón con lo de la valla esa que tiene puesta en la plaza del Mercado, y lo lió también de tal manera que cuando pasen estos días Gómez va a proponer al ayuntamiento que pinten cada casa de la plaza de un color, y van a pedir a los vecinos que cambien los toldos, o por lo menos que los limpien.
−Y los colores los eliges tú −siguió dando la madre por sentado.
−Naturalmente. Pero vas a ver qué bien queda, mamá. Imagínate una fachada de añil, y otra de naranja encendido, y otra de verde aventurina, todo con pigmentos desleídos, que se transparenten los brochazos y los cambien los colores con las estaciones, y haya que pintarlos otra vez por primavera.
−Mira, ya viene tu Virgen.
−Ah, sí.
La Virgen de la Soledad, ataviada con cascadas de encajes blancos y un manto negro bordado con hilos de oro, iba subiendo la cuesta y por detrás de ella sólo se veían las piedras del acueducto y los faroles del puente de la Reina. En la delantera de la peana el marqués había dispuesto torres de margaritas que ascendían hasta el regazo de la Virgen. Entre las velas erizadas crecían los claveles blancos, los frondosos ramos de gladiolos temblaban con el esfuerzo de los costaleros. Entre macizos de margaritas, aquí y allá, con el desorden del dolor y de la primavera, brotaban los iris y los lirios, recién abiertas sus lenguas moradas. Era un desorden ascendente de jacintos y azucenas, las flores parecían elevarse hacia las haldas de la Virgen en ondas de piedad. Los cirios, con cazoletas de forja en forma de rosa, iluminaban los verdores todavía tiernos de las varas de los nardos. Los pabilos titilaban.
La marquesa fue ascendiendo la mirada entre aquel clamor de flores, aquel gentío de belleza que pedía dar consuelo a la Señora. A sus pies, un sencillo ramillete de jaras, margaritas y ababoles, una ofrenda campestre que coronaba con delicadeza el inmenso agasajo de flores que abarrotaba la peana. La marquesa contempló respetuosa el rostro de la Virgen, su cara desencajada, el gesto roto de quien no encuentra consuelo, las pupilas dilatadas por el llanto y un rictus en los labios que es como el principio de un lamento ahogado por la espada que atraviesa su pecho. En la mano derecha, sobre un paño blanco con bordados de crisantemos, la Virgen sostiene la corona de espinas, y con la izquierda toca la cruz que forma la espada en su empuñadura, como si, por no poder arrancarla, acariciase su dolor. En esa mano, el marqués había puesto un hermoso cardo mariano, la roja flor crispada, las hojas bordadas de espinas.
−Muy bonito, Leopoldo, muy bonito.
−¿De verdad te gusta?
La marquesa siguió en silencio contemplando el paso de la Señora. Leopoldo se dio cuenta de que el detalle del cardo mariano la había emocionado. Seguía el paso erguida, serena y devota, pero había un leve frunce de sus labios, un retener la emoción, una gallarda lucha con la compostura que a Leopoldo le hizo sentir el placer de la hondura, eso que durante tantos años él imaginó que un artista siente todos los días.
Pero la marquesa no era muy dada, por un elemental sentido de la educación, a unos agasajos tan sinceros como los que Leopoldo hubiera querido escuchar. En su mundo las palabras casi sólo servían para mentir, así que, cuando supo que su voz ya no saldría quebrada, retomó la conversación.
−O sea que dices que no estás enamorado.
Leopoldo aún seguía pensando en el contraste del rojo encendido con el blanco marfil de la mano.
−Pues no −dijo, distraído.
−No sabes cuánto me alegro −le contestó su madre, que había regresado al mundo.
Pero Leopoldo, con esa serenidad que otorga el contemplar algo bien hecho, se volvió hacia su madre, y le dijo:
−Mamá, no sé si Emilia Pardo Bazán hablará también de que hay algo además de estar enamorado. Yo no quiero quedarme con Rosser, ni obligarla a sobrellevar la cruz de ser mi esposa. Yo sólo disfrutaría contemplándola tan libre como es, tan inquieta, tan fresca, tan decidida. La he llevado a la Casita y es como si hubiera llevado la luz eléctrica. No, mamá. No estoy enamorado de ella, pero también te digo que me produce algo parecido a un sentimiento. Pero muy leve. Un sentimiento de pitiminí, podríamos decir.
La marquesa lo miró sin decirle nada. Daba la sensación de que también estaba contemplando su obra.
−Anda, hijo, vámonos para adentro, que parece que me quiere doler algo.
−¿No te esperas a que te saluden las autoridades, mamá?
−No, no me apetece. Ya estoy cansada. Me vuelvo con Emilia.

19.7.07

UNA FLOR DE HIERRO, 19


Capítulo décimo noveno
Morfina

Milagritos dijo que había sido un enfriamiento, que se iba corriendo a buscar más cardos marianos, y vio a Raimon sentado en una silla, a la entrada del comedor, a pique de enfriarse también el muchacho, y fue a descolgar una chaqueta de la percha para ponérsela, y le dijo: “¿te vienes, Ramón?”
Raimon no sabía qué decir. La casa era un subir y bajar de gente preocupada. El doctor Trallero había venido cuatro veces ya, dos a mitad de la noche. Raimon se había despertado con los ruidos y cuando se asomó a la habitación de Rosser vio a su padre que intentaba sujetarla en la cama. Ella se movía como si no pudiese respirar, como si quisiera salirse de su cuerpo, y daba unos gritos que acuchillaban a Raimon porque no eran gritos de ira, ni de locura, ni siquiera de dolor físico, sino de alguna pena que por dentro la devoraba. Su padre lo vio al salir tan compungido que le dijo a Raimon que no se preocupase, que todo era efecto de la fiebre, que dolerle no le dolía nada, pero que deliraba en sueños y era como cuando estamos soñando que no somos capaces de despertarnos.
Raimon no entendió muy bien aquello. A las cuatro de la mañana el doctor Trallero entró dejando un rastro a colodión por el pasillo, y pocos minutos después se habían acabado los gritos. En esos minutos Raimon hizo tanto esfuerzo por que Rosser dejara de sufrir que cuando el silencio volvió a la casa se sentía hundido, vacío.
A las seis de la mañana se volvieron a recrudecer los gritos. Raimon buscó a su madre. No eran gritos fuertes, pero se retorcían de desconsuelo, como si Rosser no pudiera liberarse de la desesperación que la tenía encadenada. Raimon caminó descalzo por el pasillo hasta llegar a la puerta de su madre, y pidió permiso para pasar. Guillermina estaba en la mecedora, junto a la ventana, con el pelo suelto y una toquilla de lana puesta sobre el camisón.
−Ven, hijo, ven −le dijo, alargando los dedos de una mano−. No te deja dormir esa loca, ¿verdad? No me extraña. A mí tampoco.
Raimon la miraba desde la puerta con su camisón de rayas arrugado.
−Ven −dijo Guillermina−, ¿quieres quedarte a dormir aquí? El ruido del tren da sueño.
Raimon la miró un momento más desde la puerta.
−No −dijo−. Me voy a mi cuarto.
−Cierra cuando salgas, cielo −dijo Guillermina.
Raimon vio llegar al doctor Trallero desde lo alto de la escalera. Con él iba don Leopoldo. Su padre les abrió la puerta y conferenció brevemente con ellos debajo de las lámparas. Don Leopoldo se quitó la gabardina que llevaba en el Ford Torpedo, debajo llevaba una camisa blanca y un pantalón muy claro, igual que cuando iban a la Casa de Cristal y el marqués les enseñaba las flores con letreros en latín. El doctor Trallero dejó su maletín sobre la consola de la entrada, al lado del candelabro, lo abrió y sacó una jeringa.
Los gritos de Rosser, que se habían calmado un poco, se volvieron otra vez insoportables. Raimon se tapaba los oídos, sentía la misma indefensión que con los truenos. El doctor Trallero rellenó la jeringuilla con un líquido marrón y los tres entraron por debajo de la escalera en el dormitorio. Raimon bajó al recibidor. La puerta del dormitorio de Rosser estaba de par en par. Raimon vio que don Leopoldo la tenía cogida de la mano, quizá le estaba controlando la temperatura.
Su padre tapaba con la espalda el cuerpo de Rosser en la cama. Sólo le veía un brazo muy flaco y los dedos en forma de gancho, agarrados a un objeto que ya se había ido. La tensión de los dedos era tal que la piel muy estirada tomaba un color violeta. Raimon vio entonces acercarse al doctor Trallero y lo vio cómo hincaba una aguja en las venas de Rosser, cómo apretaba en un pliegue la carne hasta que al perforarla volvía vencida a su posición, y en ese momento el señor Monguió se dio la vuelta y vio a Raimon. Salió, cerró la puerta del dormitorio y se acercó hasta él. Los gritos sonaban algo más amortiguados.
−Raimon , hijo mío, qué haces aquí…
Raimon vio que su padre llevaba ojos de llorar.
−Papá, ¿se está muriendo?
−No, hijo mío, no −dijo Pau Monguió, y se inclinó para abrazarlo−. No. De ninguna manera, quítate eso de la cabeza. Lo que pasa es que a todos nos duele mucho verla sufrir, a mí también. Ha sido un ataque. Ha sido la brucelosis. Escucha, hijo mío, debemos dejarnos de fantasmas y confiar en la ciencia. La brucelosis es una enfermedad infecciosa que presenta estos síntomas. Rosser está muy débil y la fiebre le hace delirar, ya te lo dije antes. Tenemos que calmarla como sea y administrarle los medicamentos adecuados para que le baje la fiebre. Sólo así se dejará de tener estas horribles pesadillas. Pero su vida no corre peligro. ¿Me has entendido bien?
−Sí.
−Y ahora, lo mejor que puedes hacer es tratar de conciliar el sueño, Raimon. Mañana tienes que ir al colegio.
−No, padre, mañana es Viernes Santo.
−Ah, sí… Bueno, da igual. Descansa, Raimon, y vete tranquilo a tu alcoba. Puedes estar seguro de que Milagritos y yo no dejaremos sola a Rosser ni un minuto mientras se encuentre así de delicada. Anda, dame un beso.
Raimon subió los primeros peldaños, hasta que su padre abrió y volvió a cerrar la puerta, y se quedó a esperar en una sombra de la escalera. Los gritos y aun los murmullos cesaron por completo. Sólo se oía la lluvia, y a lo lejos el rumor del tren minero que llegaba a la estación. Pocos minutos después la puerta se abrió y salieron los tres señores. Mientras se ponían las gabardinas y los sombreros, su padre dijo:
−No sé qué pensar. Mi hermana me dijo que tan fuertes ya no le daban.
El señor Trallero dijo:
−¿Dónde compras la leche, Pablo?
−En la calle Temprado, como siempre. A Guillermina le gusta la leche de burra, compramos grandes cantidades, esa es la verdad.
Entonces don Leopoldo, que estaba poniéndose unos guantes grises, dijo:
−Eso va bien para los huesos… y para el cutis. Pero no creo que se haya infectado en Teruel. Ya nos habríamos enterado. Habrá sido un rebrote. Si encima cogió un enfriamiento…, ¿no, Trallero?
−Claro, claro −dijo el doctor Trallero.
Después don Leopoldo se volvió a su padre y le miró de frente.
−Volveré mañana, Pau. Pero, de aquí a mañana, cuando pase el efecto de la morfina, si ve que la situación se le va de las manos llámeme sin dudarlo. Iremos con el auto a donde sea.
Raimon escuchó la palabra morfina. Antes también había escuchado la palabra fantasma. Los dos señores se fueron y Raimon vio desde lo alto a su padre que se daba unas friegas en el cuello y entraba a la cocina, a ponerse algo de comer, o a beber un vaso de agua.
Raimon entonces volvió a bajar las escaleras y se acercó con sigilo al dormitorio de Rosser. La puerta no había llegado a cerrarse. Raimon la empujó con un dedo y entró. La estancia apenas estaba iluminada por un quinqué que había nada más entrar, a mano derecha, sobre una mesita baja. Rosser estaba dormida. Se había bajado el embozo de la cama hasta la cintura, las mantas se vencían desordenadas hacia uno de los lados, una toquilla negra caía de la cama como un animal muerto. Rosser estaba tumbada boca arriba, como si se hubiese dormido en el momento de tomar todo el aire que cupiera en sus pulmones. Le caían por los hombros la melena negra, levemente rizada, y su boca parecía haberse quedado a punto de decir algo. Se le había bajado el tirante del camisón y su hombro era tan pálido que se confundía con el cojín grande de plumas que le habían puesto para incorporarse. Las manos seguían igual: agarradas al embozo de las sábanas, como si las hubiera querido sujetar cuando notó que se iban deslizando hacia el suelo.
Raimon se acercó. Una sombra de color violeta cubría sus ojos, pero no estaban cerrados del todo. Raimon vio destellar en la penumbra los reflejos de unos ojos inyectados, acuosos, como un llanto que se hubiera detenido en la pupila. Rosser respiraba y al echar el aire parecía mascullar palabras sin apenas abrir los labios. Raimon alargó el dedo con toda la lentitud que pudo, y lo acercó a esa mancha de agua entre las pestañas. Los rozó con la yema temblorosa, y fue como si hubiera roto una pequeña burbuja. Entre la piel amoratada de los párpados bajó una gota que fue deslizándose por la sien hasta emboscarse en el cabello. Raimon volvió a mirarla.
−Rosser −le dijo−, Rosser, soy yo, Raimon…
Rosser no contestó. Raimon cogió su mano crispada, la desenganchó de las sábanas y la condujo hasta posarla sobre su pecho. Fue enderezando con sus dedos cada una de las falanges, hasta que la mano quedó tranquila. Puso recta la manta rojiza, y después cogió con las dos manos el embozo y lo subió con sumo cuidado. Cuando iba a arroparla del todo, se dio cuenta de que sobre el hombro desnudo le caían los rizos negros, y vio que salía por debajo del cabello, ya muy débil, arrastrándose por la piel pálida del brazo, la lágrima pequeña, brillante, casi evaporada, del llanto que había cegado sus ojos. Raimon sintió en el hombro la mano de su padre.
−Vamos, Raimon.
Por el cristal biselado de la entrada se colaban las primeras luces. Milagritos entró escapando de la lluvia, venía con un mantón negro por la cabeza que tuvo que escurrir luego en la pila. La muchacha trató de sacudirse las gotas de agua en el felpudo y entró al recibidor.
−¿Cómo está? −dijo, nada más entrar, con toda la capacidad de alarma de sus inocentes ojos claros.
−Más tranquila −contestó Pablo Monguió−. Oye, Milagritos −le dijo, cuando Milagritos había descolgado ya una chaqueta de la percha para ponérsela en los hombros a Raimon, que se había sentado en una silla, en la entrada del comedor.
−Sí señor −dijo, volviéndose, Milagritos.
−¿Por qué no traes otra vez aquellos cardos que…? En fin, ya sabes que yo las cosas de brujería…, pero, en fin, la botánica no es brujería, anoche mismo el doctor Loscos…
−Sí señor −dijo Milagritos−, ahora mismo voy. ¿Te vienes, Ramón?
−¿Me puedo ir, padre?
−Raimon, hijo, hoy no has dormido.
−No tengo sueño.
−En fin, sea, pero ten cuidado con la lluvia, Milagritos −dijo Pablo Monguió.
Milagritos y Raimon subieron por debajo de los Arcos para ir hasta la calle de la Fuentebuena, que salía de la iglesia de la Merced. Todo estaba lleno de barro. La lluvia golpeaba en las almenas de la Andaquilla. Tenían que caminar pegados a la cuneta porque por el camino bajaba una riada turbia que cubría los zapatos. Las casas de las Cuevas del Siete parecía que estuvieran deshaciéndose con la lluvia. De sus tejados bajos y combados caían chorriones grises y las mujeres sacaban con baldes el agua de los corrales y de los pajares, a veces de las propias casas. Amanecía sobre las Escuelas Graduadas y el camino que bordea el barranco del Arrabal. Los regueros formaban dibujos de raíces en la tierra y dejaban al descubierto los cascotes de los escombros. La muralla blanca de la Nevera parecía enfrentarse a la lluvia.
La calle de la Fuentebuena era de las más inclinadas, y, como todas, estaba cubierta de tierra y de cantos desperdigados. Algunas vecinas habían puesto tablas en los portales para que el zaguán no se anegase. Bajaban los chiquillos con un hato en la cabeza y esperaban en la puerta del Botijitos a que los mayores terminasen de tomar un vaso de revuelto, antes de acudir al tajo.
Milagritos salió de casa de su abuela con un saco.
−Vas a ver qué bien le sientan, Ramón. La otra vez se lo dimos y enseguida se despabiló y estaba muy pitica. Vamos, Ramón, y ven, no te salgas del paraguas, no te vayas a mojar.

UNA FLOR DE HIERRO, 18


Capítulo décimo octavo
Cajas destempladas

No sin imprevistos ni dificultades tuvo lugar en el día de ayer, en el Teatro Hartzembusch de Teruel y ante una más que nutrida asistencia de público, la gran velada poética del Círculo Jaimista Tradicionalista. Sería frívolo por parte de este cronista el arrojar cifras que pudieran contrastar con las de otras veladas de otros círculos, pero estamos en condiciones de asegurar que el Teatro Hartzembusch estaba, como se suele decir, de bote en bote. Igualmente sería ocioso pormenorizar en esta crónica la nómina de asistentes ilustres y participantes renombrados, que fue copiosísima; diremos, sin entrar en pormenores, que estaba la flor y la nata de la sociedad turolense, con sus autoridades civiles, militares y eclesiásticas, desde el recién nombrado Gobernador Civil, don Estanislao Comas, al coronel Olabarrieta, en representación de las banderas legitimistas, y al vicario R. P. Mosén Orencio Palomares, gran aficionado a la poesía.
En atención a la verdad y al interés de nuestros lectores debemos decir que la tarde de ayer, Miércoles Santo, había caído una generosa tromba de agua en Teruel. Los asistentes al acto dejaron las alfombras de las escaleras perdidas de barro, y la humedad de los tejidos y de los paraguas y el calor del ambiente pronto sofocó de intenso bochorno las plateas, y no fueron demasiadas, desgraciadamente, las damas que, a principios de abril, pensaron en llevar el abanico.
El Teatro Marín ha sido recientemente remodelado al gusto de la moda que de un tiempo a esta parte viene haciendo furor en nuestra ciudad. Esa fiebre por las florindangas, los adornos, remates y hierros absurdos ha llegado a los palcos del teatro, y las otrora guirnaldas que servían para engalanar los grandes acontecimientos no son de hojas de laurel sino estuco definitivo. Las barandillas de los palcos, donde los jóvenes se asoman para ver el escenario con riesgo de caerse al patio de butacas de cabeza, están comidas por las hiedras frías y las parras escayoladas. Este cronista no pudo encontrar más línea recta que la que dibujaban los pliegues del telón.
Somos conscientes de que este nuevo arte se ha instalado entre lo que pudiéramos llamar la crème de la ciudad, pero está llenando las calles de hierbajos calcificados y de malezas herrumbrosas las ventanas. Desde nuestra humilde condición de testigos ecuánimes del acontecimiento, opinamos que una decoración tan permanentemente floreada no se aviene con según que propósitos.
El de ayer, por ejemplo, en el pórtico mismo de nuestra querida Semana Santa, no era lugar de floreos ni de música siquiera. La maestra de ceremonias, doña Sagrario Sangüesa, que vestía de verde botella y azabache, y que, según pudimos comprobar cuando salió del escenario, lucía un espléndido sombrero con plumas de ganso, advirtió a los asistentes, cuando todo el mundo estaba sacudiendo los paraguas todavía, de que, de acuerdo con el motu proprio de Su Santidad, la velada no tendría música. Doña Sagrario añadió que hasta el último momento habían luchado los organizadores por conseguir que un coro gregoriano diese profundidad espiritual a la velada, pero que algunas personas −dijo doña Sagrario, sin señalar− se habían interpuesto. No era ese, no, el momento para poner en claro actitudes tan displicentes contra el limpio espíritu del Círculo Tradicionalista en particular y de la mayoría fervorosa en general, algunas, y eso era lo más triste, desde dentro del propio seno de nuestra Santa Madre Iglesia. Este comentario provocó una cerrada ovación y algunos murmullos de asentimiento.
Así pues, con el foso vacío, con la orquesta muda, con las líneas curvas de las puertas en el escenario, delante de aquel ramaje de madera, doña Sagrario Sangüesa presentó a los participantes y leyó el nombre del poema que iban a leer. Fueron muchos, ciertamente. La suma de los versos que ayer se recitaron en el Teatro Hartzembush daría sin apuros para un par de tragedias. ¡Todo el mundo quiso arrimar el hombro para que la velada fuera un éxito! Pero las alfombras empapadas provocaron ayes del público reumático y los sofocos y las alferecías fueron un constante goteo durante toda la noche. En páginas interiores ofrecemos la nómina completa de señoras que tuvieron que ser asistidas.
Todo el mundo puso lo mejor de sí mismo, desde don Modesto Francés, que leyó quinientos versos del Poema de Mío Cid, recién restaurado por el ilustre académico don Ramón Menéndez Pidal, hasta don Victoriano Redondo, que alegró −dentro del escaso jolgorio a que animan estos días de recogimiento− la velada con unos ceñidos madrigaletes de Gutierre de Cetina.
La velada, en fin, se habría saldado con el aplauso de unos y el agradecimiento de otros de no haber sido por una extraña actuación que llegó casi al final, cuando casi todo el público estaba ya por los pasillos buscando sus paraguas y sus sombreros y sus plumas mojadas. Debemos decir, a propósito, que la nueva moda de los sombreros grandes no ayuda a desalojar los teatros. Casi tan poco como la lluvia.
No sólo este fue un momento extraño. Poco antes, y gracias a que todo el mundo estaba hablando y no se entendía nada de lo que se recitaba en el escenario, el tumulto pudo desatarse con unos desafortunados versos que leyó don Rodolfo Górriz, y que, para constancia pública, ahora puede decirse que pertenecen a un inédito del poeta Juan Ramón Jiménez. Puede que las yedras fósiles sean del gusto moderno, pero me veo en la obligación de escribir que el poema Cuando te levantaba las faldas perfumadas pudo desencadenar un serio conflicto de orden público si la gente llega a prestar atención.
No es esta la primera vez que don Rodolfo Górriz lleva demasiado lejos su sentido de lo moderno, que parece sólo consistir en hacer las mismas cosas de siempre pero en lugares inadecuados, y tampoco es la primera vez, forzoso es reconocerlo, que nadie le hace ni caso.
A quien sí prestó el público atención desde el primer momento fue a un niño encapuchado que apareció en el escenario con un tambor. Sabemos que era niño por su estatura, por las manos tiernas que tocaban los palillos y por los zapatos, que le venían grandes, porque apareció vestido con un hábito de nazareno y un capirote que le tapaba la cara. Es importante insistir en el detalle porque, según fuentes fidedignas consultadas por este periódico, quienes se opusieron a que el Coro de San Nicolás actuase fueron los mismos que anoche, desafiando todas las expectativas, sacaron a un infante al escenario. Según pudimos comprobar desde nuestro puesto en las bancadas de los palcos, algunas damas estuvieron de acuerdo en mi apreciación, en especial doña María Farrás de Montaner y la ya citada doña Sagrario Sangüesa, que lo expresaba con vehemencia entre sus vecinos de butaca. Algunos injustos silbidos trataron de acallarla.
El niño se presentó en el centro del escenario y dijo: “¡Toque del Calvario!”, y ofreció una muestra de la variada riqueza folclórica de nuestra provincia. El niño tamborileaba con empaque y donosura, ratatatá, ratatatá, ratatarrátatarrátatarrá, y la gente aprovechaba la ruidera para dar rienda suelta a sus quejas e inquietudes, si bien, por lo menos en la zona de los palcos, cundió la especie de que aquello era buena señal, y que después saldrían los añorados niños del Coro de San Nicolás, y que probablemente algunos de los cantantes intervendrían adaptando sus voces a la música sagrada.
Por gestos tratamos de contrastar esta información con doña Sagrario Sangüesa, que asistía a la velada acompañada de su bella hermana, la señorita Pilarín Sangüesa. Las familias Sangüesa y Monguió, por lo que se pudo ver ayer en el teatro, mantienen relaciones muy aparentes. Junto a doña Sagrario estaba la esposa del señor Monguió, doña Guillermina, a quien también saludamos desde nuestro palco, y al lado de la señorita Pilarín estaba una joven que ya dio que hablar a este noticiero con la famosa expedición a Villastar del otro día y su extravagante indumentaria. Para ser honestos, y a tenor de los halagos y zalemas que las damas de la ciudad dirigían a su vestido, podemos decir que causó sensación. Esta joven es sobrina segunda del señor Monguió, que estaba en medio de las cinco.
Pero no fue así. El niño volvió a gritar, y esta vez dijo: “¡Junto al Sepulcro del Señor está Longinos!” Después abrió el bracito como los niños en las funciones escolares cuando anuncian la salida del sol, y el público asistió estupefacto a la salida de un hombre vestido con una armadura de hierro muy antigua, según comentarios del erudito don José Pardo Sascón, que junto a algunos otras eminencias de la botánica está estos días por nuestra ciudad. “Es una armadura del siglo XVI”, reveló a este periódico.
El hombre que había dentro de la armadura se desplazó trabajosamente hasta el centro del escenario y dijo: “¡Soy Longinos!”, y una ola de rumores recorrió la sala porque todo el mundo identificó el timbre de voz a la primera. De inmediato se hizo un silencio absoluto, y el niño volvió a tocar el tambor, ratatatá, ratatatá, ratatarrátatarrátatarrá, y querrán creernos nuestros lectores si les decimos que al mismo tiempo que sonaba el tambor, y a una velocidad a la que un servidor no había oído recitar nunca en su vida, a todo trapo, como se suele decir, el marqués de Valdeavellano recitó este confuso parlamento que con grandes apuros pudimos trasladar al papel:
Soy Longinos el que le clavó, soy Longinos el que le clavó, soy Longinos el que le clavó en el costado a Jesús una lanza en la cruz, a Jesús una lanza en la cruz, a Jesús una lanza en la cruz, a Jesús una lanza en la cruz cuando todos gemían y del corazón, gemían y del corazón, gemían y del corazón, gemían y del corazón le manaba la sangre y el agua al Señor, la sangre y el agua al Señor, la sangre y el agua al Señor, la sangre y el agua al Señor que bañaron mi mano de ciega traición, mi mano de ciega traición, mi mano de ciega traición, mi mano de ciega traición todavía vivía y la herida latió, vivía y la herida latió, vivía y la herida latió, vivía y la herida latió y como fuente manaba el agua del perdón, manaba el agua del perdón, manaba el agua del perdón, manaba el agua del perdón y lloraba la sangre que me hace sufrir, la sangre que me hace sufrir, la sangre que me hace sufrir, la sangre que me hace sufrir en la tumba de hierro que no ve la luz, de hierro que no ve la luz, de hierro que no ve la luz, de hierro que no ve la luz es la culpa que arrastro por verlo morir, que arrastro por verlo morir, que arrastro por verlo morir, de hierro que no ve la luz es la culpa que arrastro por verlo morir.
El niño cesó de tocar al mismo tiempo que nuestro florido marqués terminó su extraña melopea, pero no se hizo el silencio que uno pudo haberse imaginado, porque desde las primeras filas la señorita Pilarín Sangüesa y su acompañante (cuyo nombre desconocemos) estallaron en un sonoro aplauso, tan entusiasta que pronto contagió a medio patio de butacas y a la mitad de los palcos y de las plateas.
La otra mitad, y con toda la razón del mundo, mostraba su indignación. Doña Sagrario Sangüesa se desvinculó ostensiblemente de la línea que marcaba el cuerpo de don Pablo Monguió y trató de animar a doña Guillermina y a otras señoras de las primeras filas a que protestasen. Pero las señoras no protestaban. Las señoras, mayoritariamente, aplaudían. A las señoras siempre les gusta mucho lo que hace el señor marqués.
Este cronista se acercó a la salida del teatro, como era su obligación, a recoger la opinión de los que habían visto el espectáculo, y sine ira et studio, como diría el clásico, podemos decir que el patio estaba dividido. Con las apreturas de los paraguas abiertos y de la tormenta pertinaz que nos acompaña desde anoche, el coronel retirado don Lisardo Muñoz, héroe de la guerra del setenta y cuatro, que lucía su hermosa boina carlista y sus charreteras y sus condecoraciones reglamentarias, declaró a este periódico que ni las fechas ni las circunstancias eran las más apropiadas, pero que, en honor a la verdad, había también consistido en un canto casto a las esencias de la tierra, porque él había combatido en Calanda y conocía muy bien la tradición de Longinos y los toques del tambor. El coronel iba acompañado de la marquesa de Valdeavellano, a la que hacía mucho tiempo que no veíamos fuera del palacio de la Bombardera, y que parecía muy halagada y muy feliz con los volatines poéticos de su querido hijo.
Más explícita se mostró doña Sagrario Sangüesa: “¡Ha sido una burla premeditada!”, declaró a este periódico. “Hubo un acuerdo entre los miembros del patronato del Círculo Tradicionalista y los responsables del asilo de San Nicolás de Bari en el sentido de que los niños no participarían en la velada de hoy. De haber sido así, muy otro habría sido el lucimiento de unos y de otros”.
De su acompañante, y esposa del arquitecto moderno don Pablo Monguió, sentimos decir que no nos fue posible obtener declaraciones. La vimos, eso sí, muy afectada por la situación, pues, como hemos ya comentado en recientes páginas de sociedad, doña Guillermina y ella son muy amigas y está en boca de todos que doña Guillermina, bien sea por circunstancias personales o por injerencias externas, está pasando muy malos momentos y se la encuentra bastante deprimida. Desde aquí le deseamos un pronto restablecimiento.
Por su parte, la acompañante de la señorita Sangüesa (cuyo nombre preguntamos con todo respeto pero no nos fue facilitado), se acercó motu proprio a este corresponsal y declaró: “Ha sido el mejor número de poesía que he visto en mucho tiempo. Tiene toda la fuerza de los poemas de Marinetti. Es un poema que te entra por los huesos, por el vientre, por el corazón. Es un sonido que te hace temblar las entrañas y te sume en un estado de catarsis creativa. ¿Ha visto usted girar a los danzantes búlgaros? Es el arte del futuro, amigo. Anote eso que le estoy diciendo, ¡el arte del futuro!”
La señorita Sangüesa, con quien iba cogida del bracete, añadió a continuación “¡Ha sido tan emocionante como una procesión de la Virgen de la Soledad! ¡Yo he sentido golpear en mi pecho toda la pena terrible que llevaba a cuestas ese hombre! ¡Y el niño, ¿ha visto qué bien tocaba el niño?!”.
A fuer de sinceros, y para rematar esta información, creemos pertinente consignar que ninguna llevaba paraguas, y que ambas iban empapadas.
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