22.12.07

ALFAMBRA


Digo que el folletín será en los dominos del río Alfambra. Me gusta alternar en los folletines la ciudad con el campo, y también el presente con el pasado. Este 2007 la cosa fue pretérita y ciudadana, así que ahora toca presente y campestre. Ya escribí una pasada y en el campo y otra presente y en la ciudad. Es mi lado Perec, por así decir. También me gusta alternar las estaciones y los tonos, a ver si con nuevas combinaciones previas logro que salgan cosas diferentes. En lo único en lo que creo que tardaré en reincidir es en la primera persona narrativa. Tengo la impresión de que la primera persona es más fácil que la tercera, pero también más pobre. Aunque este tema sería como para llevarlo al círculo Solana, así que volvamos a Alfambra.
Alfambra es lo más parecido a mi pueblo que yo podía nombrar cuando era niño. Casi todos los compañeros de la escuela tenían pueblo, y muchos de la calle también. Yo me imaginaba el pueblo como algo soleado donde olía a vaca, aunque Alfambra no era del todo así, sobre todo porque íbamos más en invierno que en verano. En Alfambra vivían parientes de mi padre y era costumbre ir, a principios de diciembre, a matar un cerdo. Ese era mi contacto con la vida campestre. Por lo demás, recuerdo que una vez, jugando en un barranco, me clavé un cristal de botella en la rodilla y el practicante del pueblo me cosió con unas grapas. Diez años después, tuvieron que volverme a abrir porque se había dejado dentro un palo de tres centímetros de largo que me obstruía la rótula.
Pero eso sucedió en verano. En invierno sólo sucedía lo del cerdo. Me guardo la descripción de aquello también para el círculo Solana. No voy a escribir ningún folletín sobre mi infancia. En términos literarios, la propia vida no importa un carajo. La gente, en vez de vender sus memorias, las disfraza de novelas, y a eso lo llama testimonialismo. Yo sólo creo que es falta de imaginación y exceso de soberbia. La infancia de Tolstói es un libro maravilloso, pero jamás se le pasó por la cabeza llamarlo novela.
Además todo es presente y yo no pinto nada. Lo de elegir Alfambra es porque conozco el color de la tierra y la sensación de frío, porque recuerdo con extraordinaria nitidez el olor de las cuadras e incluso el tipo de objetos que había en la casa de mis tíos. Necesito una casa que no ha sido renovada en los últimos treinta o cuarenta años, como son muchas casas en los pueblos, como es la casa de cualquiera que ha encontrado un sitio en la vida y ya no tiene ganas de modificarlo. Las casas dejan de renovarse cuando falta alguien. Entre las personas que quedan viudas es habitual no mover nada de como lo tenía el difunto, de no hacer cambios que desfiguren su recuerdo: nada que haga más difícil imaginarse vivo al muerto. Estas viudedades detienen el tiempo con un pronto supersticioso y beato, pero en realidad dejan las cosas en un punto exacto más allá del cual ya ningún cambio merece la pena, ni siquiera un cambio que restaure el aspecto original de la casa.
En los años 70 cundió la moda de bajar los techos y empapelar las paredes con florindangas. Hermosas casas de campo quedaban reducidas a pisillos del desarrollismo, los muebles del abuelo ardían en el corral y eran sustituidos por muebles de formica, sillas con armazón de aluminio y esos espantosos muebles para el comedor, de invariable chapa oscura y un peligroso tintineo en las copas de coñac de colorines cada vez que intentabas abrirlos, que iban sustituyendo a los nobles aparadores y a las cómodas. Pero esa horterada, que es lo que los jóvenes entonces entendían por vida nueva, por huir del frío y de la pesada memoria de los antepasados, es ahora reliquia de viudas. El turismo rural luego se encarga de disfrazarlas de su estado original, que en realidad, y por eso bajaron los techos, era un estado gélido de paredes que pandeaban, suelos de cemento terroso y puertas que se ataban con una cuerda. El papel pintado tapó todo eso, pero luego fue la huella de un tiempo perdido.
Aparte de eso, que no sé si estará en Alfambra (supongo que cada década tiene su papel pintado), Alfambra es barro en mi memoria. Una de las pocas faenas que tengo estas vacaciones es describir con exactitud el color rojo de aquella tierra. A vista de pájaro google,
Alfambra está en el margen derecho del curso medio del río Alfambra, clavada en un glacis, como dividiendo la franja de manchas rojas (más que rojo marrón ferruginoso, de naranja fuerte y oscuro, del color de un ladrillo mojado), y otra de verdes de vega, de puntos que son chopos aunque yo quisiera que fuesen abedules y líneas verde oscuro y gris verdoso. Más allá de la franja de regadío donde crecen las nogueras vuelve a brillar un páramo calizo, de piedras blandas de yeso, hacia Escorihuela y por ahí. Recuerdo el barro en las calles, recuerdo los sacos rojos y el barro. Había barro en los zapatos y en las ruedas, en las aceras y en los zócalos de las paredes, barro y piedras gordas para que no se hiciesen roderas y las caballerías no se resbalasen. Tierra roja bajo un gris de plomo, con un viento que cortaba la cara, un caldero humeante, al otro lado de la casa, en la era, y un cerdo que chillaba en el corral. A mí me daba miedo y me subía al granero. Un primo mío había puesto, nada más entrar, un cartel enorme con el cómico Cassen abriendo mucho la boca. La boca grande y azul de Cassen y el puerco que poco a poco terminaba de chillar. Pero allí no había barro. Allí olía a grano de trigo y a salchichonal, y hacía frío. Eso es todo lo que recuerdo. Felices pascuas.

19.12.07

BARBECHO


La idea del barbecho me consuela. Siempre me ocurre. De unos años a esta parte, empiezo a escribir con regularidad el 26 de enero, una fecha especial por varios conceptos, entre ellos la llegada de Güino, el podenco. La cosa va en aumento hasta julio; entonces escribo más de lo que debo, y después ya sólo van manteniendo el calor las bernardinas, que a final de año siempre son bastante flojas. Es como una desgana que se mezcla con el trasiego laboral y sobre todo con una inflamación en el dativo de desinterés, en la víscera del para qué. En otoño todavía estoy centrado en el folletín del verano que viene, que, por cierto, ya tiene argumento, pero cuando llega el invierno me desconecto. En este estado sería imposible esa ficción continuada que necesita la escritura, ese despedirse de la propia vida para encarnar la de un narrador. En invierno está más cerca todo y a mí sólo me apetece leer. En invierno es más desnuda la conciencia de uno mismo.
Hasta que, por fin, uno puede abonar la tierra yerma y castrada por el hielo con excursiones campestres, que siempre dan ideas. Este año quiero pasear por los dominios del río Alfambra. Es en esa comarca donde voy a situar el folletín del 2008. Siempre es agradable fotografiar los exteriores de una ficción, y no dejarla que se apague.
Pero eso no significa que vaya a escribir más que alguna nota suelta. Estoy enconillado, como están los podencos cuando se cansan de cazar. Por cierto, que también debo emplear algunos días en informarme de cuestiones cinegéticas. Esto de la documentación de los detalles es algo que no compromete a nada, una labor entretenida y pasiva: no hay nada que crear, tan sólo dejarse influir por lo que entra por sí solo en nuestros sentidos. También debo conocer algunas leyes y contactar con un par de asociaciones. Lo normal, lo que me ha pasado hasta ahora, es que luego no emplee nada, o que una excursión muy bien programada se quede en un par de líneas, o en unas palabras sueltas, o que no aparezca en absoluto. No hay una relación directa entre el contenido de aquello que uso para documentarme y el resultado final, porque no se trata de adquirir información sino de tener la mente puesta en ello. Lo que busco son las cosas que se me ocurren y que no tienen nada que ver con lo que estoy buscando, porque son las que luego empleo. Documentarme no es más que no dejar de pensar en ello. Luego me lo invento todo. Más bien se inventa solo.

IMPOSICIÓN


Diario de Teruel, 19 de diciembre de 2007
Supongamos que se cumplen las más negras previsiones de todos los que hoy defienden el canon digital en el Parlamento, esa solución urgente que el mundo de la cultura necesita con dramatismo de opereta. Supongamos que en todas las manifestaciones del arte ya no tenga ningún valor económico aquello que se pueda copiar. El resultado sería que los artistas sólo iban a cobrar por la presencia real de su obra, no por su reproducción. Si ellos pueden multiplicar sin límite su obra, el espectador también puede, y además le sale gratis.
Esto es no sólo lo que va a suceder, con canon o sin canon, sino lo que ya está sucediendo. Muy pronto los cantantes ya no podrán encastillarse en el glamour porque, si no cantan, no cobrarán. Los cineastas que disfrazan sus vacuidades de formidables y espantosos presupuestos ya empiezan a ser sustituidos por decorados digitales que se fabrican con una cámara de bolsillo. Incluso los actores pueden ser reproducibles, clonados para la pantalla, de modo que sólo su presencia real, y no sólo la de su obra, será la que los mantenga en el candelero.
El siglo XX ha sido el único en el que ese concepto tan discutible de la propiedad intelectual ha servido para mantener a los artistas. Muchos de ellos confunden la dignidad profesional con vivir de las rentas, y por eso ahora se dan de codazos para trabajar todos los días y para participar en todos los conciertos solidarios que se organizan. Ellos ya son su única propaganda. Son lo que da de sí su presencia, su condición de artista en activo, no de gloria de un producto que fue hábilmente puesto en el mercado. Soy de la opinión de que los artistas que más claman contra la tecnología de la reproducción son los que más descaradamente se han servido de ella. Escucho dar lecciones de autoría intelectual a músicos que no saben más que copiar y refreír, y no acaba de gustarme que el gobierno decida mantenerlos por decreto. No por el dinero que nos vayan a quitar a los consumidores de productos culturales, porque nos lo quitarán igual, sino porque es el método perfecto para que se perpetúen los artistas de laboratorio y los cantamañas de la Sociedad de Autores.

17.12.07

GUERRA Y PAZ 12


Libro III, 2ª parte (2)

Nikolai Rostov llega a Boguchárovo justo cuando la revuelta de los mujiks contra la princesa María Bolkónskaia alcanza proporciones alarmartes: no dejan salir a la princesa, a la que odian de repente, y Rostov, sin ayuda, se enfrenta a ellos, que, por la misma razón por la que habían desconfiado de la princesa, obedecen ahora a Rostov, que los trata a patadas.
Tolstoi y el populacho. En el abandono de Moscú (igual que en los prolegómenos de la guerra) sirve a Tolstói para tratar al populacho en el sentido más despreciable y bíblico, como sucederá luego con Rastopchin, el gobernador de Moscú, cuando echa a las multitudes a un pobre diablo para que lo linchen y se calmen.
De momento, Rostov aparece para contrastar tanta miseria con un vínculo romántico: ¿Y si Rostov se casase con la princesa María? Ella cree estar enamorada, por primera vez y para siempre; él sabe que con esa boda solucionaría todos los problemas de su familia, aunque para ello habría de faltar a la palabra dada a Sonia, su prometida. El juego de los contrastes es así de crudo. La princesa María sirve para contarnos un problema moral (el de los esclavos con mentalidad de esclavo) y un folletín romántico (ese afán ilusionado del lector cuando de pronto se complica la historia sentimental).
Pero las cosas se quedan aquí. Muchas veces en Tolstoi las cosas se quedan aquí, aunque quizá el caso más exagerado haya de venir con Andréi. Tolstoi lo usa de McGuffin, mucho más y durante más tiempo que en otros casos a lo largo de la novela. Pero bueno, ya hablaremos de eso.
Pierre, por su parte, reaparece cuando Moscú entra en desbandada y todo el mundo se deja llevar por la excitación. Pierre quiere hacer algo, y solo se le ocurre apostar indolentemente al solitario con las cartas o armar él solo un regimiento. Quiere hacer algo, pero solo tras algunos titubeos descubre el placer y la necesidad del sacrificio. “No trataba de buscar explicación por quién y para quién se sentía inclinado a sacrificarlo todo. No lo preocupaba el móvil del sacrificio, sino el sacrificio en sí era el que despertaba aquel sentimiento jubiloso y nuevo.”
No es la primera vez que Tolstói alude a ese vicio por sacrificarse, a esa morbosa aceptación de las penalidades que desde siempre ha sido un tópico del carácter ruso. Desde luego que tanto en él como en Dostoievski el sacrificio es una especie de expiación religiosa, la única forma de autoconciencia y de liberación, como si los rusos aceptasen purgar la culpa de ser rusos. “Todos juntos, no uno por uno”, como viene a decir Tolstoi cuando aclara que es algo general, un movimiento extático de masas. La toma de Moscú se plantea en esos términos.
Poco antes se nos ha presentado al viejo Kutúzov, y Tolstói repite las ideas que expuso a propósito de la campaña de 1805. Kutúzov “ve pasar el tiempo, es capaz de contemplarlo en su dimensión histórica”. Como personaje, es un hombre viejo, gordo y derrotado, de quien se espera que venza a Napoleón.
Empieza la batalla de Borodinó, y, la verdad, ya no sé si me apetece seguir copiando las notas que tomé mientras la leía. Yo creo que la libreta Moleskine es una buena tumba para tanto palabrerío.

15.12.07

GUERRA Y PAZ 11


Libro III, 2ª parte

Larga, e intensa, reflexión sobre la guerra. Para Tolstói, no sólo nadie sabía lo que estaba haciendo sino que todos dedicaron sus esfuerzos a evitarlo, unos creyendo que era su ruina, y otros su triunfo. El sorprendente final fue el triunfo de aquellos y la ruina de estos. Si Tolstói no habla de predestinación, poco le falta. Su determinismo histórico contrasta un poco con la frialdad con que analiza el absurdo azaroso de aquella guerra perfecta.
La ruina comienza con los viejos, como siempre. “Ah, volver deprisa, deprisa al tiempo aquel y que el de ahora termine de inmediato para que ellos me dejen en paz”, piensa el viejo príncipe Bolkonski cuando lee carta de su hijo, con el que se ha reconciliado, y se da cuenta, después de negar todas las evidencias, de que el ejército francés no sólo ha entrado en Rusia sino que va a llegar a Smolensk. Su patetismo está muy logrado: cada noche se acuesta en un sitio distinto de la casa. Ya no sabe dónde dormir. Al final encuentra un rincón y pronuncia esas palabras.
El viejo ha dejado también su relación con la Bourienne, pero cada día vive más recluido y un tanto quijotizado, aunque aquí, más que los altos ideales, lo que se ve es el desconcierto de la muerte. Los militares, tan prestos para la muerte joven, llevan muy mal morirse de viejos. He sabido de muchos casos de viejos que se vuelven paranoicos de su seguridad antes de perder el juicio por completo y entrar entonces en un duermevela de órdenes y miedos.
En estas circunstancias se produce la espléndida escena de regreso de Andréi a Lisi-Gori, una vez que su familia ya se ha marchado a Moscú y sólo quedan algunos mujiks y el administrador. Es espléndida la imagen del baño de los soldados, la carne blanca entre el agua sucia, aparte de fijarse en el recuerdo de Andréi para recurrir después a ella en mitad de la batalla.
Este retorno a un lugar del pasado en mitad de la guerra siempre queda muy bien. Regresar a lo que ha sido devastado, volver tarde, a la hora de los velatorios, cuando ya no queda nada del recuerdo salvo las lagartijas que campan entre los hierbajos y las tapias desconchadas. Andrei se queda ahí (varias veces Andrei sale en momentos culminantes para desaparecer de pronto; se nota que Tolstói era consciente de que su sola presencia animaba la narración), y, otra vez a través del campo, volvemos al salón.
El príncipe Vasili sirve de transición entre las opiniones sobre la guerra que se frecuentan en los salones de las damas y el nombramiento del general Kutúzov como jefe supremo del ejército ruso. Vasili es aquí un monigote que insulta a Kutúzov y luego lo alaba, según por dónde sople el viento. Es un contraste insertado en el espléndido final de Bolkonski, como para recordarnos la nobleza que a pesar de todo queda en las agonías patéticas. Su muerte está narrada con la celeridad precisa de las crónicas, con horas exactas e inventarios de movimientos y de frases a medio pronunciar. En esas frases el viejo intenta deshacerse de su culpa pidiendo perdón y dando las gracias a su hija, la princesa María. Todo está contado (salvo las angustias de la hija) con la frialdad de quien asiste con el máximo respeto a la muerte de alguien a quien no quiere, sobre todo porque su final cobarde, su retractación y su súplica, sólo provocan dolor en quien, por otra parte, se duele de haber deseado la muerte de quien ahora le confiesa quererla como a una hija.
Cuando los franceses están en puertas, María trata de ayudar a los mujiks, que ya no tienen qué comer, pero los campesinos rechazan “el grano de los señores” y su propuesta de abandonar la propiedad de Boguchárovo y marcharse a los alrededores de Moscú; sencillamente, no se fían de ella, quizá porque no están acostumbrados a ofrecimientos así de generosos. Ella quiere lo mismo que su padre: redimirse en la catástrofe.

10.12.07

GUERRA Y PAZ 10


Libro III, 1ª parte (2)

Tolstói no es muy dado a tópicos, pero sí a simplificaciones. Todo su análisis de la batalla de Borodinó, que viene más adelante, se preocupa de cuadrar una idea previa que, paradójicamente, parece ir en contra de cualquier simplificación. Pero aun con todo es raro verlo dejarse llevar por topicazos. Hay uno muy curioso a propósito de la distinta catadura de los militares. Para Tolstói, los alemanes basan su seguridad en el saber imaginario de la verdad absoluta, los franceses están seguros de sí porque se consideran irresistibles, los ingleses están seguros de ser ciudadanos del Estado mejor organizado del mundo, mientras que los italianos fijan su seguridad en su emoción, que le lleva al olvido de sí y de los demás, y los rusos se sienten seguros porque no saben nada ni quieren saberlo, “y no creen que puedan llegar a saber algo por completo”.
Tolstói es uno de ellos. Por boca del príncipe Andrei, se pregunta “qué ciencia puede haber en una acción en la que, como ocurre en todas las acciones prácticas, nada puede determinarse y todo depende de innumerables factores que adquieren un sentido preciso en tan sólo un minuto que nadie sabe cuándo se producirá”. Así las cosas, teóricos de gabinete como Pfull le producen aprensión, y se diría que Bagration es el militar perfecto: un hombre concentrado en todo lo que hace, sin sentimientos ni sensibilidad para otra cosa que no sea la guerra. Y, sobre todo, audaz, una virtud que se compadece poco con la cuadrícula germana de Pfull.
Pero el soldado, el ejército entero, nunca se pregunta si avanza o retrocede. Andréi sí, y por pura coherencia decide salir del círculo del zar y pide permiso para servir de nuevo en el ejército. Ni siquiera Kutúzov, más adelante, lo convencerá de que se quede con él. Andréi quiere ir al frente, ser uno de los soldados, tocar la guerra con los dedos, entregarse a la voluntad común, al combate y a la supervivencia.
Un ejemplo de los contrasentidos que implica la guerra es lo que le pasa a Rostov. En una acción audaz mata un francés, pero ve en el francés abatido que el miedo es universal, y que a él lo condecoran con la Cruz de San Jorge por una acción que implicaba saltarse las órdenes. Los absurdos de la guerra van tomando posiciones: el príncipe Andréi la verá desde el frente; Kutúzov, desde el cuartel general. Una cosa son las guerras y otra los soldados. Una cosa son las victorias o las derrotas y otra el dolor y la muerte.
Pero lo que sí ha calado en todos es la predisposición a la guerra, que en los salones de Moscú adquiere un siniestro tono de paroxismo nacional. Todos parecen aturdidos por el entusiasmo y la desesperación. Hasta Petia, el hermano de Natacha, pugna con una viejecilla en el suelo por conseguir uno de los bizcochos del Emperador. El patriotismo folklórico, de ópera bufa en los salones, llega incluso a Pierre, que se deja llevar por la superstición para descubrir que el nombre L'empereur Napoleón, en clave numérica, suma la cifra del diablo. A su propio apellido, Bezújov, hay que hacerle muchos apaños para que la suma de sus cifras dé tanto pavor.
Pierra ya estaba un poco fuera de sí cuando casi se declara a Natacha, cuyo mal de amores permite a Tolstói uno de los pocos lujos de ironía, a través del estilo indirecto libre y, como todo, por orden: primero los placebos químicos, y luego los espirituales. Hay un detalle sobre el cura que la consuela que me llama la atención: “…comenzó el sacerdote, con esa voz clara, dulce y sin énfasis propia solo de los sacerdotes eslavos y que influye de modo irresistible en el corazón de los rusos”. Clara, dulce y sin énfasis. ¿No es así el estilo de Tolstói?

9.12.07

GUERRA Y PAZ 9


Libro III, 1ª parte

Conforme iba escribiendo en un cuaderno Moleskine lo que me sugería Guerra y Paz, me podía la pereza de transcribirlas después en este blog, pero sobre todo la necesidad de rescribir lo ya sabido, porque una de las ventajas de Guerra y Paz es que molesta mucho salirse del río para ir tomando notas en la orilla. Por eso prefiero copiarlas tal cual, sin posteriores reorganizaciones, sin tener en cuenta lo que pasará después. Este viaje por Guerra y paz lo es de un lector que no quiere interpretar nada, del mismo modo que un viajero no utiliza métodos científicos para describir la geología del país, sino que se limita a tomar, de vez en cuando, algún apunte del natural, o alguna reflexión a lápiz.

La reflexión sobre la causalidad histórica es efectista pero poco práctica. Sí, sabemos que cada movimiento de la Historia exige millones de causas, la mayoría de puro azar. Sin embargo, ¿basta eso para explicarlas?
La primera imagen de Napoleón es más eficaz. Cuarenta ulanos polacos muertos en el Fístula en su intento de agradar con su arrojo al Emperador antes que decepcionarlo con su prudencia. Napoleón condecora al coronel polaco que dirigió semejante insensatez.
Así entra Napoleón en escena. Me ha sorprendido que recurriese a ciertos gestos que siempre me había imaginado en gente como Cabrera, el tópico del hombre ensoberbecido hasta más allá de cualquier límite. Napoleón, en fin, se ríe de Bálashov, el emisario ruso, y acusa a Alejandro de aliarse con sus enemigos. Tolstoi da la imagen de un hombre a merced de la descontrolada furia que genera su egolatría.
Una frase para recordar. Napoleón, con siniestra simpatía, departe con Bálashov y le pregunta curiosidades de Moscú, por ejemplo cuántas iglesias tiene. Cuando Bálashov le contesta que más de doscientas, Napoleón finge sorprenderse: “¿Para qué tantas?... En ningún lugar de Europa existe algo semejante”. “Perdone, Su Majestad”, dice Bálashov, “pero además de Rusia está España, que tiene también muchos conventos e iglesias.
Por su parte, el príncipe Andrei va detrás de Anatole Kuraguin, que huye de andrei como de la peste: primero al regimiento de Moldavia, a Turquía, y después a Rusia. Andrei se relame pensando en su encuentro, pero el desengaño general que se ha apoderado de él nos hace temer que no sea una postura en la que da igual vengar matando que inmolarse. Discute con su padre, que lo echa de casa; no es capaz de entusiasmarse con su hijo, y se apiada de su hermana, la princesa María, hasta el punto de que pleitea con su padre por defenderla.
Lo malo, ya digo, de ir muy por delante en la lectura es que ahora sabemos que se abre, con esa búsqueda de Anatole Kuraguin, un círculo que se cerrará varios cientos de páginas después, cuando nos hayamos olvidado por completo de Kuraguin y su reaparición provoque un espléndido fin de sección.
Pero bueno, de momento Tolstoi disecciona el mundo alrededor del Emperador ruso, un dramatis personae para cada uno de cuyos miembros Tolstoi sintetiza una forma de ver la guerra y la paz. Allí se mezclan los teóricos de la guerra, testarudos y alemanes, con gente como Bagration, para quien en una batalla hay que atacar, no hacer planes: cortesanos que zurcen habilidosos términos medios y otros que temen a Napoleón, o lo admiran, lo cual redunda en un sentimiento de inferioridad. Unos piensan que la guerra es para los militares, incluso que todo retroceso es bochornoso (lo dice Bennigsen, antes de Borodinó), y otros adoran al Emperador y quieren verlo entre las tropas. Frente a estos últimos está el príncipe Andrei: el rey no pinta nada, los planes teóricos tampoco, una postura que luego, mucho después, será grandiosamente representada por el general Kutúzov.
Esta división entre militares y cortesanos, por un lado, y entre teóricos y militares, por otro, será el cañamazo en el que se nos cuente la batalla de Borodinó. Pero, por eso mismo que es un esquema previo, lo vamos a pasar por alto. Mi duda no resuelta es si Tolstoi trató su novela como creía que era necesario tratar una batalla. Supongo que esa será la única pregunta que quiera responder al final.

5.12.07

HÉCTOR GRILLO


La muerte de Fernán-Gómez coincidió con la de otro inmenso actor, el argentino Héctor Grillo, que rondó bastante tiempo por Zaragoza, a vueltas con El Silbo Vulnerado, y protagonizó en Peracense un cortometraje de José Miguel Iranzo. Lo recordaba este verano, más de diez años después, con otro actor magnífico, José Luis Esteban. De lo que hubiese sido de Héctor uno podía imaginar cualquier extravagante circunstancia. Lo único seguro es que seguía siendo actor.
La gente habla muy a la ligera de la vocación teatral. Muchos confunden vocación con triunfo, y triunfo con notoriedad. El triunfo de Héctor Grillo era el de esos héroes que siendo jóvenes deciden lo que harán el resto de su vida, y jamás se les pasa por la cabeza traicionar su decisión. Lo normal es que esta gente acabe consumida por su propio ardor profesional, o que, como en el caso de Héctor, pasee su triunfo “por las altas torres y las humildes chozas”, por las grandes piezas teatrales y los cuentacuentos de colegio. No es verdad que todos los bohemios hayan sido malos artistas. Hay algunos, los pocos, los héroes, los mejores, que son bohemios por pura coherencia, no por falta de méritos. Vi actuar a Héctor Grillo y su impresionante dominio de la escena, su conciencia teatral, no meramente imitativa, estaba pulida por muchos años de oficio y, sobre todo, de ser actor, de encarnar al otro en la distancia.
Hace unos días, en los fastos de Fernán-Gómez, pasaron Belle Epoque por la televisión y volví a ver una escena deliciosa, cuando anuncian a Fernán-Gómez que se ha declarado la República. Fernán Gómez está en un corro de actores de cine, tiesos como palos, que ponen cara de sorpresa; él, sin embargo, da unos pasos de teatro cómico, recorre la pantalla de lado a lado, borda la irreal manera de representar el más real de los entusiasmos, y en esos gestos agitados dicta una lección a todas las tiernas figuras de cera que lo contemplan como intimidadas. Una sensación así tuve viendo actuar a Héctor Grillo. Pero él no era tan pomposo hablando de sí mismo, ni se cansó jamás de los espectadores, ni de llenar la escena que pisaba, ni de meter la vida en el teatro.

29.11.07

CAMPUS

Diario de Teruel, 29 de noviembre de 2007
Ayer, día de movilizaciones, Diario de Teruel publicó dos cartas que me terminaron de aclarar algunas cosas. En una, larga y emotiva, José Carlos Muniesa planteaba el argumento de que, si Teruel cuenta con más estudios universitarios, los jóvenes turolenses no tendrán que convertirse “en un emigrante más”, y sus familias podrán conservar su asistenta y salir de vacaciones. “Dejemos de añorar el robo de Geológicas por Zaragoza y defendamos lo que ahora está por dirimir”, dice, en la otra, Manuel García.
Para empezar, el Patronato pro Estudios Universitarios debería plantearse qué es lo que quiere traer a Teruel, estudios universitarios o alumnos universitarios. El traer una carrera, la que sea, para que la chica no tenga que salir de casa, me parece una razón de poco fundamento. Cuando las familias tenían que sacrificarse de verdad para que sus hijos estudiaran, en lo único que se pensaba era en que cada cual pudiera cumplir sus deseos y seguir su vocación; ahora que todos tienen recursos, resulta que la chica no puede salir a estudiar. La chica ni siquiera puede buscarse un trabajo en otra ciudad como se lo buscan, por ejemplo, las chicas de Lucena, provincia de Córdoba, que tiene los mismos habitantes que Teruel. Es preferible que la chica estudie psicología, que es algo que se puede estudiar perfectamente en la UNED, aunque ella soñara con ser bióloga o dedicarse a la metafísica. Que la chica elija entre lo que hay.
Ese argumento, con el debido respeto, me parece mezquino, pero el otro, el de Manuel García, todavía me parece peor, aunque también invita a que Teruel se convierta en una ciudad de migajas universitarias para jóvenes sedentarios, y no en un centro universitario especializado que atraiga estudiantes de otros lugares. ¿Cómo que dejemos de añorar la facultad de Geología? ¿Es que hay algo, aparte de la Geología y la Paleontología, en lo que Teruel podría convertirse en un centro de referencia? ¿Qué se pretende, seguir teniendo una asistenta en casa o que la ciudad desarrolle su cultura según otro criterio que no sea esperar lo que se cae de Zaragoza? ¿Es que, además de estudiar psicología por obligación, o meterse en esa marabunta la Comunicación Audiovisual, la chica va a tener que hacer siempre lo que digan en Zaragoza? ¿Es que siempre, cuando vuelva de marcha, va a tener que darle cuentas a su padre?

27.11.07

KÁRPOV



Hay división de opiniones con la visita de Anatoli Kárpov a la cárcel donde ha sido arrestado durante cinco días Gary Kaspárov. Los hay que, retorciendo la inquina, piensan que Kárpov está siendo utilizado por el KGB para mitigar la imagen de tirano que le están creando a Putin periodistas occidentalizantes (algunos ya asesinados en circuntancias extrañas) y gente muy famosa como Kaspárov, cuyo partido, sin embargo, no tiene nada que hacer en las urnas ante la avalancha de votantes putinianos, que van a votar con el mismo espíritu con que las tropas rusas se retiraron de Borodino, sin saber muy bien por qué. Y allí apareció el gran Kárpov, a la puerta de la prisión, gordo, congestionado, como El Soro, con un abrigo tieso y los mismos ojos de batracio soviético de toda la vida. No lo dejaron entrar y él, después de musitar unas palabras y entregarle a la madre de Kaspárov una revista (quizá con una clave secreta), se marchó por donde había venido.
Kaspárov es el preso preventivo más famoso del mundo, y la verdad es que, visto lo visto, uno diría que se está jugando algo más que la libertad de palabra. Pero Kárpov pasa por horas bajas. Hace quince días reapareció en Vitoria, después de mucho tiempo lejos de los tableros, dedicado al engorde, y participó en la Liga de campeones que al final ganó Topálov. Kárpov se quedó el último. Polgar lo hizo caer víctima de sus propias complicaciones y del tiempo, eso que antes no existía para él, y Ponomáriov se aprovechó de un fallo y le pegó un repaso. Y ambos practicaron sobre el cuerpo adiposo de Kárpov la misma tortura fría que solía él practicar con sus rivales.
Dicen los entendidos que Ponomáriov ha heredado la escuela soviética que Kárpov llevó a la gloria. Ningún jugador ha inspirado tantas hermosas metáforas sobre las virtudes del villano, la perfección del enemigo, la frialdad de la más cruda inteligencia. De pequeños el héroe popular era Fisher, pero la fascinación por el genio posible, no enloquecido ni extraterrestre, llegó de nuevo con Kárpov. Sus partidas eran películas de espías, y a él se le quedó ese aire impenetrable, lleno de frases inquietantes, como la que pronunció nada más visitar a Kaspárov. "Es extraño que en el edificio no hubiera ningún funcionario que pudiera tomar una decisión al respecto", dijo, para explicar que no le habían dejado entrar. Kaspárov será la libertad, pero Kárpov sigue siendo Kafka.

21.11.07

AMIGO


Diario de Teruel, 22 de noviembre de 2007

La Cadena de los Obispos informó ayer con meridiana contundencia de que el obispo de Sevilla, Carlos Amigo, fue el único obispo que se pronunció a favor de esa extraña petición de perdón que formulara el jefe de todos, Blázquez, con el busto del cardenal Tarancón en un segundo plano de sus palabras. No tengo tiempo para criticar ese concepto fariseo del perdón diferido y de la expiación simbólica; prefiero al cardenal Amigo. Ya manifesté mi entusiasmo ante la idea de que él, o por lo menos el cardenal Bergoglio, fuera elegido Papa. Si no era posible un franciscano, como mínimo que fuera jesuita. Aunque, ciertamente, la labor de los jesuitas en la curia puede ser también la del impresentable Martínez Camino, que de todo hay en la viña del Señor.
El caso es que Amigo es franciscano y de inmediato ha corrido a solidarizarse con el obispo buenín, Blázquez, que cuando se pone serio enseña los dientes de abajo y parece que va a echarse a llorar. Minutos después, el pájaro Rouco movilizó su bandada de obispos grajeros para picotear en el colodrillo del jefe. Lo importante no era el perdón por “actuaciones concretas”, una frase que se niega a sí misma en tanto no concrete lo concreto; lo importante es la ridícula proporción que representa el propio Blázquez y monseñor Amigo con respecto al conjunto de la jerarquía eclesiástica.
La Conferencia Episcopal ha emprendido una campaña publicitaria en televisión en la que pide dinero con imágenes de lo que representan Blázquez y, sobre todo, el cardenal Amigo: una Iglesia que se ocupa de los desvalidos, que proporciona consuelo y paz interior, que niega la posibilidad de agredir al prójimo, de mentir, de no quererlo, de moverlo al odio, de asustarlo. El anuncio es como si toda la iglesia española fuera franciscana. Sin embargo, con el dinero que recauden a través de esa campaña tan hermosa van a financiar el sueldo de locutores incendiarios, historiadores de pacotilla, inspectores de la intimidad ajena y orgullosos defensores de sus privilegios. Son dos iglesias. La una, la de Amigo, mantiene a los fieles. La otra, la de Rouco, combate a los infieles. “El Señor no odia a nadie, porque, si no, no lo habría creado”, citó el domingo nuestro obispo en su homilía. Aún no sé si era la voz pacífica de San Francisco o el valor publicitario del perdón.


17.11.07

GUERRA Y PAZ, 8


Pierre sufre un bajón y vuelve al principio, a la vida licenciosa. Sus buenos propósitos no han servido de nada. Elena, su mujer, le llama la atención por sus costumbres disipadas y él decide marcharse a Moscú. Los personajes marchan de San Petersburgo a Moscú como quien va y viene del pueblo a la capital. El pueblo, por supuesto, es Moscú.
Todo esto se nos cuenta en el impactante primer párrafo. Pero Pierre no es un juerguista violento; incluso se caracteriza por aguar cualquier brote con una broma refrescante. No es, en principio, un juerguista dostoievskiano. Sabe beber, vaya. No obstante, su vida la resume Tolstói así: “De la lectura pasaba al sueño y del sueño a la charla en los salones y en el Club, de la charla a la disipación y a las mujeres, y de la disipación de nuevo a las charlas, a la violencia y al vino”. A la violencia, se supone, en calidad de testigo, porque Pierre sólo ejercerá verdadera violencia casi al final del capítulo, perfectamente sereno y por la mañana, con el impresentable Anatole Kuraguin.
Pero ahora entendemos la metáfora de los soldados que buscan ocupación en la trinchera para soportar el peligro. Los soldados viven en la guerra huyendo de ella, igual que el mundo vive su existencia negándola, a fuerza de dejarla pasar y de darle la espalda. No es, definitivamente, un comportamiento típico del ejército, como Tolstói dejará claro cuando suelte su retahíla de tópicos sobre la sensación de seguridad en los soldados de las diferentes naciones.
Los Bolkonski, por su parte, van también a pasar el invierno a Moscú. El viejo chochea y tiraniza a la princesa María, a la que relega por debajo de la institutriz francesa, que ya le provocó a María un disgusto amoroso, precisamente con Anatole Kuraguin. El viejo corteja a la institutriz. María, la hija, no tiene amigas, ni fomenta las que, como Julie, tenía por carta. María está sola. El detalle de que María y Julie ya no se dijesen nada porque ya no están separadas, porque en Moscú no estaría bien escribirse cartas, pero tampoco les apetece verse, me parece un tema estupendo para una novela corta.
Ya tenemos las tres historias de este capítulo, como en las series: la recaída de Pierre, las angustias de María y, por último, la familia de Natacha Rostov en Moscú, que será la última en aparecer. La cosa va in crescendo. El capítulo comienza, brevemente, con Pierre; sigue, con más amplitud, la historia de María (la hermana de Andréi), que incluye un encuentro desabrido entre María y Natacha, y a partir de ahí se desborda en la historia de Natacha, para terminar con una reconciliación agridulce entre Natacha y María –la guapa y la fea-, y el último acto, este sí, moderadamente violento de Pierre.
La historia de María no cobra la importancia de la de Natacha, desde luego, porque Tolstói no juega con la simetría de las series y de los folletines. No basta con que cada una de las tres historias se desarrolle paralelamente con su planteamiento, nudo y desenlace, sino que unas son contrapunto de otras, o sirven para explicarlas, o suenan como música de fondo, o se adueñan de las páginas.
Esta disposición moderna igualitaria de tres historias en tres tramos siempre me ha parecido un truco barato. Si aíslas cada una de las historias, por separado son simples, esquemáticas, sin verdadero desarrollo. Unas sirven para olvidarse de que las otras no han sido lo suficiente desarrolladas. Barajar historias y repartirlas de modo que ningún fragmento canse no es garantía de ninguna buena historia. La prueba es que es el método que emplean las series de televisión. Y demasiados novelistas
La historia secundaria, la de María, tiene dos momentos importantes: el egoísmo arcaico, de señor de Montenegro, del viejo Bolkonski, y la entrevista que mantienen las dos mujeres, las dos jovencitas: María, la hermana del futuro esposo Andréi, y su futura esposa, Natasha. Aquí Tolstói plantea una cosa muy sutil. María es todo corazón y se entrega a los pobres y ella misma sueña en ocasiones de debilidad con meterse a peregrina, pero a Natasha la desprecia como a gente de clase inferior. Se caen mal. Curiosamente, se caen mal, siendo como son ambas la misma persona, pero una en fea y desgraciada, y la otra bella y feliz, y ambas muy jóvenes, aunque parezca mentira. A la decepción de que no se caigan bien se superpone una especie de piedad creciente hacia María, y la justicia narrativa que se deriva de que un mismo corazón hermoso pueda habitar en cuerpos tan distintos.
El viejo Bolkonski se merece conocer el abandono antes de morir. Lo que más me irrita de él es que a su edad no haya sabido dominar ese genio tan tempestuoso. Ese tema sale con frecuencia en la novela, la capacidad de autodominio. Nos caen mal los personajes que no la tienen, y para Pierre ya es una cuestión vital. Se diría que su historia personal es la de quien lucha por dominarse. Por eso es un héroe, porque trata de vencer su propia naturaleza violenta y disipada. Los que no lo consiguen son, en cambio, personajes muy realistas. Este Bolklonski tiene todo el egoísmo y la irritabilidad de los viejos, pero también esa especie de narcisismo senil que les mueve a creer que una mujer joven puede enamorarse de ellos. Desprecia a su propia hija porque se interpone entre él y la institutriz, y cuando llegue Andréi lo primero que hará será discutir con él y echarlo de casa. El viejo es despreciable, pero en vez de convertirse en caricatura plana, resulta ser un retrato fidedigno de una conducta universal.
Qué distinto, qué diametralmente opuesto es el padre de Natacha, el viejo Rostov, un señor que no sabe qué hacer para tener contentas a sus hijas, un hombre bueno, incapaz de cerriles autoritarismos, que las pasa canutas intentando no hacer daño a sus hijas con lo que él, como padre, considera que les conviene. A las dos hijas se oponen sendos padres, y también sendos hermanos, Andréi y Nikolái Rostov, que protagonizarán el siguiente capítulo.
El centro de este capítulo, sin embargo, es de Natacha, su doloroso momento de debilidad. El estúpido Anatole, el bello Anatole, entra a seducirla al palco de su hermana, Elena, la condesa Bezújov, la esposa de Pierre, una mujer atractiva y “desnuda”, como severamente anota Tolstói (que también ha descrito al bailarín en términos despectivos y reprobatorios). Es curioso este conservadurismo moralista del narrador y que al mismo tiempo sepa describir perfectamente por qué se siente tan atraída por Anatole: “sintió horrorizada que entre los dos no había ninguna barrera”. Igual que Pierre, es capaz de ver su comportamiento, de juzgarlo y de temerlo, pero no de dominarlo.
Es tremendo. Anatole es idiota y Natacha se comporta como una niña, como lo que es. Elena Bezújov parece una madame, nos la imaginamos con cara de Circe, con cara de Glenn Close; su palco parece un putiferio, la pieza que representan es grosera y chabacana, y sin embargo lo entendemos todo, como si por encima del escritor hubiera un demiurgo que transfunde al todo un sentido exacto y profundo. Uno siente lo mismo que por aquellas mujeres hermosas que después de mucha espiritualidad y muchas lecturas son arrastradas por la vulgar belleza y el deseo, como si hubiesen encontrado a los habitantes de su verdadero país, un sitio donde la belleza está por encima de todo. Incluida la de Anatole. Nos quedamos preocupados con Natacha, pero no somos capaces de reprocharle nada. Ni nosotros ni Tolstói; por mucho que lo intente, su genio se lo impide.
“Un sentimiento incomprensible y turbador”, es el que sufre Natacha en la encerrona que le prepara Elena. El donjuán Anatole le arranca un beso, y Natacha ya no sabe de quién está enamorada. Su padre ha intentado sacar a sus hijas de la fiesta, pero no es como Bolkonski, capaz de montar un número autoritario (tampoco Bolkonski sería capaz de notar el peligro que corría la cándida Natacha). ¿Por qué seguimos echando toda la culpa a Anatole, si no es más que un picha brava, un señorito perdis?, ¿por qué no queremos que Natacha tenga defectos? Somos nosotros, los lectores, los que, de algún modo, estamos enamorados de Andrei, su prometido. Más incluso que de Natacha.
Todo se acelera en los preparativos del rapto de Natacha. Me acordaba de una escena parecida en Los hermanos Karamázov, mucho más detallista y truculenta. En esta me he sentido un poco como los niños cuando llaman exasperados al personaje ausente que puede desbaratarlo todo. ¡Cuéntaselo!, decimos a Sonia, perfectamente al cabo de lo que está pasando, la obnubilación aguda que padece Natacha. El arte de novelar hace que demos ya por hecho que nadie va a evitar el rapto, y que nos sorprenda que no sea Pierre el que finalmente lo impide, sino la tremenda María Dmítrievna, la tía de Natacha, su anfitriona en Moscú, una matrona tipo Pardo Bazán con cuyo mal genio, desde el principio, nos habíamos identificado, y a quien agradecemos su perspicacia y su rápida reacción en el último momento.
Pierre, cuando por fin se entera, reacciona de un modo patético. No le da dos hostias a Anatole pero lo coge de la pechara y le rompe un botón. El otro, acojonado primero, impertinente después, acepta el dinero de Pierre “con una sonrisa tímida y vil”, la misma que usa su hermana, Glenn Close. Pero eso no es todo. Pierre no sólo ha perdido el control de sus manos, pero este detalle se lo guarda Tolstói para el final.
¿Qué esperaríamos ahora? ¿Una reconciliación? ¿Qué no esperaríamos? La actitud de Andrei nos decepciona un poco, como si no mereciera la pena haber sufrido tanto con el enamoramiento de Natacha. Creíamos que Andréi se lo iba a tomar peor, y no sólo eso, sino que la princesa María también reacciona mal. Primero ha escrito a Natacha para calmar su conciencia (después del desabrido recibimiento que le dedicara, al principio de este círculo argumental), pero ahora Pierre ve en el rostro de María el alivio de quien se ha quitado de encima a una familia de clase inferior como la familia Rostov.
¿Es esto verdad, o es lo que ve Pierre? No sabríamos qué decir, porque la última escena, con Pierre medio declarándose a Natacha, desatadas no sus manos, pero sí su lengua, nos vuelve a llenar de confusión. ¿También Pierre? Pues sí. Tolstói ya nos había advertido de ello desde la primera línea.

15.11.07

GUERRA Y PAZ, 7


Libro II, 4ª parte

Yo quería escribir una serie, digamos, técnica, es decir, de aquellos detalles de Guerra y paz que me parecen interesantes desde el punto de vista del artificio narrativo. Pero sucede que hay poco artificio. Todo es transparente, y cuesta dejar el libro para ir anotando mis impresiones, porque sólo hay una que habría que anotar constantemente, la fuerza con que te arrastra su lectura. Pero bueno, ya que he empezado, lo voy a terminar, que llevo aquí en el blog como trescientas páginas de retraso con respecto a la lectura.
En realidad lo que quiero es abstraerme del placer lector para enfocar la carpintería, el ritmo narrativo, la intuición para el detalle, y esa forma transparente y al mismo tiempo sólida de narrar. ¿Qué sobra?, me pregunto a veces, ¿qué no es información sustantiva?, ¿qué hay de prescindible decoración? Y casi siempre la respuesta es nada: lo que no casa (lo que no rima) con un hecho anterior es porque añade datos precisos o resume acontecimientos largos y complejos. A cada momento me asalta la idea de que en los párrafos, por ejemplo, de información histórica, la proporción de material aprovechado debe de ser por lo menos del uno por cien con respecto a la del material estudiado. Todo da esa sensación de máximo escrúpulo, de haber sacrificado cualquier desliz de literatura gratuita que apareciese en la narración. Nunca la prosa se adueña de los hechos, jamás el narrador se duerme en la suerte.
“Nuestra naturaleza moral nos prohíbe estar ociosos y tranquilos al mismo tiempo”, dice, a propósito de un brillante juego narrativo con el que inicia esta parte. La frase es un resumen transparente de unas cuantas ideas, pero sobre todo una: la idea de que la moral forma parte de nuestra naturaleza. Eso, teniendo en cuenta que el tirillas de Anatole protagonizará en el próximo capítulo las miserias de los héroes, es, desde luego, una forma de juicio previo. Por si no sabíamos que parte de aquel mundo que estaba lleno de degenerados -palabra que le ha ido rondando la pluma con todo el círculo de Elena Bezújov-, pronto nos vamos a enterar.
La frase lanza un cabo hacia delante pero también se ata en uno que quedó atrás. En cierto momento escribí que me había llamado la atención el poco caso que hacían los soldados de la realidad. Se limitaban a obedecer y cumplir con sus tareas diarias, aunque se estuvieran muriendo de hambre o los estuviera el enemigo friendo a cañonazos. Esa impasibilidad, esa fuerza sobrehumana de saltarse la evidencia de la muerte, entonces pensé que era típica de ese y de todos los ejércitos, y en cierto modo la única forma de soportarlos. Esa misma escena nos viene a la memoria cuando, después de la frase de marras, un espléndido párrafo termina con la definición del ejército como aquella profesión en la que el ocio es “obligatorio e irreprochable”, es decir, una forma de burlar la naturaleza moral.
Esta imagen, como tantas aquí, es como una lámpara que alumbrará este y otros capítulos, y de la que será difícil desprenderse cuando la novela vuelva a la guerra. El juicio contra el ocio, incluida su versión obligatoria, estará presente en las escenas de todos aquellos que toman el ocio no ya como una obligación sino como una marca de clase. Nos acordaremos cuando el emperador Alejandro esté bailando tan ricamente mientras Napoleón traspasa las fronteras rusas. Nos acordaremos, por supuesto, con el imbécil de Anatole, un vago patológico, la versión tolstoiana de don Juan (bueno, con permiso de Bronski, que tampoco es manco).
Pero no sólo son las frases, ni los párrafos, sino capítulos enteros. Esta parte, por ejemplo, es un preámbulo de la siguiente, una imagen, la de la caza, que se desarrollará después en otra caza de tipo amoroso, el gran capítulo de la seducción de Natacha. Digamos que un personaje vive una peripecia que a su vez es símbolo de la que después vivirán otros personajes.
Nikolai Rostov vuelve a casa. Se tiene que ocupar de la hacienda, porque al padre lo engañan sus administradores. Es el nuevo hombre de la casa y se aficiona a los perros. Este es todo el argumento. A partir de ahí, la hermosa, nunca excesiva descripción del otoño, con algunas frases impresionantes: “El aire olía a bosque marchito y a perros”, dice, antes de la espléndida escena de caza.
Salen a cazar “unos ciento treinta perros y veinte jinetes”, que se alían con otros cazadores y otras rehalas en una configuración similar a la de las batallas con Napoleón. Rostov confía en que su perro Karay pueda con el viejo lobo. La descripción del acoso al lobo es clara y minuciosa. Tolstoi siempre incluye un detalle menor cuando pensaríamos que ya es suficiente. Antes, al describir los preparativos, en una escena sin demasiado contenido, hemos visto a los criados, pero sobre todo a Danilo, el montero, turbado por estar bajo el mismo techo que Natacha. Es una bestia dócil. Los perros, al final de la cacería, no pueden con el lobo, pero Danilo se lanza al barro con un cuchillo y lo captura vivo.
El final, con el lobo vivo y un palo clavado en las fauces, las patas atadas y colgado de una cabalgadura, me ha recordado a Dientes, pólvora, febrero. Es muy difícil no sentir piedad por el lobo, no ver la cacería desde su pellejo. Rostov ha rezado para que su pero cazara al lobo, pero es su otro perro, Danilo, el esclavo, el que lo termina cazando.
Otra pieza, la liebre, da para que los amos pierdan la compostura en el empeño de sus perros. Pero no es, otra vez, el perro de Rostov sino el de su tío, un chucho viejo y feo. Los caros galgos del vecino ceremonioso y el perro de Nikolai no han podido con el viejo cazador. El tío, muy ufano y despreciativo, no deja de refregarles su conversación anterior, típica de cazadores jactanciosos, sobre el precio de los perros. La jornada de caza, la descripción de los perros cazando, dura veinte páginas. En ningún momento da la sensación de que sobre nada.
Pero esta derrota de los galgos caros es también una imagen que se refleja en la siguiente escena, una de las más famosas de la novela. Terminada la cacería, el viejo tío, el ganador que sólo llevaba un chucho, invita a sus parientes Rostov a un refrigerio campestre. El chucho nos ha transportado a la Rusia profunda, la que no necesita dogales de plata para cobrar una jodida liebre. La merienda que les ofrece es un menú de gastronomía popular rusa: “setas marinadas, galletas de centeno a base de leche cuajada, miel al natural y miel espumosa hervida, manzanas, nueces frescas tostadas, vodka y licores de fabricación casera”.
Remito a la página 747 de la edición de Muchnik para el célebre baile de Natacha, el por qué Natacha, instintivamente, sabe bailar la música que un mujik rasguea en su balalaica, ella que sólo ha conocido valses vieneses en su tierna y descansada juventud. En fin, el libro de Orlando Figes, El baile de Natacha, me espera para después.
El resto de la sección lo ocupan los amores de Nikilai Rostov y Sonia. En una escena muy copiada luego, es necesario que todos se disfracen de lo que no son para que tenga lugar el encuentro amoroso. La condesa ya le había preparado un matrimonio ventajoso con Julie que les ayudaría a salir del agujero económico. Pero la Navidad, la nieve y los trineos hacen que Rostov sienta por Sonia, que no tiene un rublo, lo que Andrei sintió por Natacha, que es, por cierto, la que ahora va repartiendo paz y felicidad, como antes Pierre, aunque solo sea para sobrellevar la desesperación de que el príncipe Andrei no haya vuelto y no esté pudiendo vivir intensamente toda su alegría.
Rostov marra el ojo, igual que cuando cazaba. Julie, una vieja de veintisiete años, acabará casándose con el joven Borís, que a su vez dejará colgada a la princesa María. El hilo es tan denso porque Tolstoi nunca deja de argumentar. todo se puede resumir en una frase, pero no hay ninguna frase que deba quitarse de un resumen cabal.

14.11.07

BOTÁNICO LOSCOS


Diario de Teruel, 15 de noviembre de 2007
Me está resultando la mar de entretenido el proceso de elección de un nombre nuevo para el Instituto Ibáñez Martín. Todo apunta a que ganará la candidatura Vega del Turia, en detrimento de otra mucho más justificable, Botánico Loscos. Y es una lástima, porque Francisco Loscos ya perdió un monumento, y si su nombre inspira tan poco aprecio no creo que en su herbario, el herbario que regaló precisamente a este instituto, las hierbas vayan a revivir. De momento, el busto del científico que hay escondido en un rincón del parque, si no lo han limpiado hace poco, está hecho una mierda.
La historia de una ciudad es la que se escribe en los letreros de las calles y de los edificios importantes. Es decir, son nombres útiles, la más alta condecoración ciudadana, la que todo el mundo habrá de recordar. La pervivencia histórica de Segundo de Chomón en la conciencia colectiva de Teruel será producto de la erudición, pero también de que lleve su nombre un instituto. La enseñanza pública en nuestra ciudad, que yo sepa, ya tiene un nombre de santa, otro de cartujo y otro de cineasta. Igual va siendo hora de que nombremos a un científico. No todo va a ser divino.
El nombre Vega del Turia es muy bonito pero me parece un tanto desaprovechado. No hace más que designar el accidente geográfico que tiene al lado, y de eso tengo entendido que se ocupa el Ministerio de Obras Públicas, a no ser que entre quienes apadrinaron su candidatura esté corriendo la noticia de que se van a cargar la vega definitivamente. El caso es que la utilidad de los nombres ha ido cayendo en un deterioro del que yo no sé si somos del todo conscientes. En muchas ciudades, nombres históricos, no de dignatarios sino de autoridades científicas y artísticas, fueron sustituidos por los de militares o funcionarios del régimen. Ahora, al quitarlos, sólo dejamos las flores, los ríos, y así colaboramos en la tarea de aniquilación de la memoria. Y no hablo de memoria política. Hablo de educación pública y de ciencia, de los nombres de aquellos que deberían adornar nuestros paseos. Con el nombre de Vega del Turia el instituto no adquiere ningún compromiso histórico ni científico. Con el de Botánico Loscos, es posible que el herbario que Loscos regaló al instituto sea una sala más de un gran jardín botánico lleno de especies ardorescentes.

11.11.07

GUERRA Y PAZ, 6 BIS


Así escribe Pierre en su diario su plan de vida:

1) Vencer la cólera con la mesura y la paciencia.
2) Vencer la lujuria con la abstinencia y la repulsión.
3) Alejarme de la vanidad, pero no apartarme
a) del servicio al Estado
b) de los cuidados de la familia
c) de las relaciones amistosas
d) de ocupaciones económicas.

El plan es llamativo porque da la sensación de que es el esbozo de lo que sigue: los intentos de Pierre de ser fiel a este plan son los que dan consistencia al desarrollo de lo narrado. Pero también es un resumen perfecto de un ideal de vida que, salvo por lo que respecta al apartado 2), cualquiera firmaría de inmediato. Uno quisiera, en fin, que los demás no llegaran a perturbarlo y que nada nos hiciera perder el dominio de nuestros sentimientos; quisiera haberse reconciliado definitivamente consigo mismo y no dejar paso en su vida a ninguno de los sentimientos nobles que sin embargo fomentan la soberbia: la ilusión, la satisfacción, la ambición.
Pero uno tampoco quisiera, merced a los tres primeros puntos, convertirse en un misántropo anacoreta. El hecho de considerar el Estado, la familia, los amigos y el dinero un asunto importante complica más las cosas, porque es fácil estar en paz cuando estás solo. ¿Con quién se va a cabrear un ermitaño? Aunque también es un consuelo que levantarse todos los días para ir a trabajar forme parte del programa, así como atender a los parientes inopinados, soportar con estoicismo antiguas amistades que han perdido casi todo el interés o practicar la austeridad. Todo eso es un ideal de comportamiento, pero no un ideal moral. El personaje puede observarlo a rajatabla, pero no por eso su opinión sobre aquello que está cumpliendo debe cambiar. No busca ninguna satisfacción por haber sido consecuente con su programa. Sólo en la medida en que se lo crea será capaz de alcanzar la felicidad, que así vista es la fusión de ética y moral.
Con Pierre me pasa que desde siempre me ha atraído el personaje dueño de sus comportamientos pero esclavo de sus pensamientos. Pero Pierre aspira a un dominio religioso, el que incluye también la verdadera convicción, el creer que algo no es bueno porque nos libra de angustias sino porque debe ser así. El ideal de Andrei, nada más volver de Austerlitz, era no sufrir enfermedades ni arrepentimientos, y a ello iría dirigido el programa de Pierre, de no ser porque Pierre “tiene un gran corazón”, en palabras de Andrei, es decir, se siente naturalmente inclinado a vivir según ese programa, aun antes de proponérselo. No es capaz de resolver su desamor con Elena pero sí ofrece con naturalidad el amor a Natasha y Andrei. Cree que es peor de lo que es, se esfuerza por ser quien es, pero vive temeroso de ser todavía el joven que ha sido hasta ahora.
Esa facilidad con que el príncipe Andrei vuelve a enamorarse pertenece a un espíritu distinto. Pierre nos llega más porque, además de llevarse la peor parte, plantea siempre ese conflicto de creer en las cosas que se hacen, o simplemente creer que había que hacerlas. No nos imaginamos a Pierre enamorándose a todo trapo de una muchacha como Natasha. A Pierre lo enamoraron, se limitó a cumplir, su matrimonio fue un poema de ocasión en cuyos versos se dejó llevar. Pero qué distinto aquel amorío de salón oscuro, de viejas alcahuetas y suegros con diente de oro, aquel casorio sin ton ni son que metieron a Pierre de matute cuando heredó una fortuna, qué distinto a este otro amor fuerte como un roble que surge sin que nadie lo comprenda, ese amor de quien decide amar al mismo tiempo que lo siente, de quien descubre la bondad infinita del mundo que se abre a sus pies, el amor fresco de Andrei, el amor celestial de Natacha. La condición de Andrei no es la de creerse un tipo con mala suerte que podría pasar de todo y encerrarse con sus libros, sino la de quien cree que su obligación en este mundo es ser feliz y hacer felices a los demás (la misma, por cierto, de la princesa María, de quien pronto viene un espléndido pasaje).
La parte central de este capítulo tiene forma de baile. Los personajes van cambiando de pareja entre el frufrú de los vestidos, hasta que van al baile de verdad. Todo va muy rápido, hay movimiento de muebles, cambios de ropa. Los Rostov han descendido de condición social en San Petersburgo. Berg pide a Vera Rosov en matrimonio. El conde Rostov pasa por graves dificultades económicas, casar a las hijas empieza a ser un problema. Borís vuelve a casa de los Rostov y se reencuentra con Natacha, su amor infantil. Él no quiere comprometerse con ella, pero hay algo que lo ata, que lo envuelve. Abandona así las constantes visitas a Elena, la esposa de Pierre. Lo dicho, un baile.
Pero luego viene el baile de verdad. Natacha y la condesa Rostov mantienen un diálogo maravilloso, lleno de ritmo y de vida, Natacha coqueta y fantasiosa, su madre con las cosas claras, tan claras que habla con Borís y este deja de aportar por casa de los Rostov. Así, apartado un pretendiente que no nos acababa de caer bien (un novio antes de tiempo es un impedimento), llega el primer baile de Natacha. Digo primero porque en el capítulo siguiente, en una cabaña en el campo, viene el segundo, el más famoso. Natacha y el baile son el cañamazo de esta parte de la travesía. Nada termina donde se acaba, siempre quedan hilos por donde sigue la trama.
De este primer baile han debido de salir todas las escenas de baile elegante del cine mundial. Aquí todo está contado desde la postura de inferioridad de los Rostov. El preámbulo, los preparativos, están contados con detalle, el follón de los vestidos, la emoción ante el espejo, la condición de provincianos de los Rostov, allí, en el baile, junto al mismísimo Emperador. Escenas de mujeres que parten un hilo entre los labios cerrados se superponen a las lámparas de araña del salón principal.
Tolstoi nos hace desear el momento en que baile Natacha. Nos describe un baile sin ella tan maravillosamente que nos hace concebir esperanzas graduadas: el baile de Natacha será todavía mejor que ese. ¿Con quién bailará?, nos preguntamos. Natacha está algo aturdida. Ella sabe bailar mejor que nadie, pero no le hacen ni caso. Los caballeros pomposos y engreídos miran a su familia por encima del hombro. No sólo jóvenes que deberían estar pidiéndola en matrimonio sino otros, como el príncipe Andrei, que sí la conocen, que la conocen de cuando era pequeña, de cuando ella gritaba que quería subir al cielo. Ni siquiera ese señor la sacaba a bailar.
Y entonces se nos aparece Tolstoi. Es Pierre el que se ha dado cuenta de que los Rostov se sienten desplazados, el que ha sabido ver las ganas locas que tenía Natacha de bailar, el que pide a su amigo Andrei que la saque. La literatura, la gran literatura, se mide por estos pequeños momentos de emoción, cuando un personaje hace lo que nosotros querríamos hacer, pero lo hace para engrandecer su papel y darle sentido al episodio entero, no para conmovernos sin más. Lo que esperábamos, el gran baile de Natacha se queda en el momento en que la sacan a bailar. No hay tal baile, sino algo mejor, la inmensa felicidad de Natacha, el gran corazón de Pierre y la resurrección anímica de Andrei.
Y otra vez, ahora, la tercera parte, el remate airoso.
Andréi sufre una nueva decepción, esta vez con su valedor, Speranski, el que había conseguido que sus propuestas de reforma del reglamento militar fuesen atendidas. Le parece un tipo vulgar, falto de alegría, sobre todo falto de alegría, a pesar y sobre todo cuando lo está oyendo reír. Andrei, acabado el baile, echa de menos la risa alegre, esa sí, de Natacha: “Hay en ella algo peculiar, espontáneo, que la distingue; no es como las muchachas de Sanpetersburgo”, piensa el príncipe de ella.
¿Cuál es nuestro punto de vista en la conversación que mantiene un exultante Andrei con un abatido Pierre, y en la que le comunica que está enamorado de Natacha, que se quiere casar con ella? No siempre nos identificamos con los que son felices, precisamente porque siempre les hace falta un golpe de suerte o una gran capacidad de cicatrización para asumir la felicidad sin toda la melancolía que suele arrastrar.
Esta parte culmina, otra vez, con un contraste de personajes. Andrei acuerda con su padre aplazar un año la boda, y eso a Natacha le parece excesivo, se considera engañada, sufre uno de esos ataques de orgullo falsamente seguros que le dan a quienes se sienten despechados, y pisa sobre el suelo de madera “con el tacón y la puntera de los nuevos zapatos que tanto le agradaban”. Otra vez los zapatos.
A través de su idea del tiempo vemos su edad: ella no sabe que un año no son más que unas pocas páginas; pero también vemos la de Andrei, cuya visión del amor está bastante más curtida:

El príncipe Andréi tenía entre las suyas las manos de Natacha, la miraba a los ojos y no encontraba en su corazón el anterior amor hacia ella. Algo en él había cambiado: ya no sentía la fascinación poética y misteriosa del deseo, sino piedad y ternura infinita por su debilidad de mujer y niña, miedo de su entrega y confianza, la conciencia dolorosa y al mismo tiempo alegre del deber que lo ataba para siempre a ella. Y ese nuevo sentimiento, sin ser tan poético y luminoso como antes, era más serio y fuerte.

Hermosa es también la descripción del cambio que el amor y la separación operaron en el rostro de Natacha. El remate de esta parte, en fin, nos propone un contraste con la princesa María, que no cree en el matrimonio de Andréi y entra en un misticismo que a punto está de convertirla en peregrina, en bendita, de no ser por su certeza final: “Y lloraba en secreto, pues se creía pecadora: amaba a su padre y a su sobrino más que a Dios”. Una Ismena de los pies a la cabeza.

GUERRA Y PAZ, 6

Libro II, 3ª parte.
Cada vez que termino una de las 16 partes de que se compone esta novela, de las dieciséis novelas cortas que hay perfectamente cosidas en este libro, intento plantearme cuál es el principio, qué quería contar, qué escenas se supeditaban a qué otras en el diseño previo. Esta parte, desde el principio y hasta el final, es el amor de Pierre y Natacha, pero parte decisiva de ese amor es el camino de perfección que atraviesa Pierre Bezújov. Se diría que el amor de unos es consecuencia de las buenas obras del otro. Es lo que concluimos, no lo que se nos dice. Lo sabemos en un emotivo detalle del final, algo que dura un par de líneas y que es como si se abriesen los cuarterones de un ventanal desconocido, algo que no esperábamos, y que quizá por no esperarlo hace que todo sea más bello. La emoción sólo funciona en dosis bien administradas.
La metáfora del roble con que comienza el capítulo es un resumen de cuanto se nos va a contar. De camino a casa de los Rostov, Andrei siente que aquel árbol viejo y apesadumbrado es un símbolo del final de la vida. El robre mira a los alegres abedules y siente, como Andrei, que ya nada merece la pena. Pero en casa de los Rostov ve a Sonia, una flor más de la emergente primavera, y a la vuelta, al pasar de nuevo junto al viejo roble, ve que sus nudos viejos aún florecen y no siente sino ganas de vivir, salir de su ensimismamiento y darse a los demás, porque se acuerda de “aquella niña” que quería volar al cielo, y que no es Sonia sino Natacha. “No, la vida no se acaba a los treinta y un años”, dice.
Paralelamente, y desde el principio, vemos al bueno de Pierre. Igual que Andrei propuso modificaciones al sistema militar que fueron rechazadas, Pierre propone unas reformas del sistema espiritual que también son rechazadas por la logia masónica. Pierre es ahora un héroe enfermo de oblomovitis, el personaje de Gonchárov que no era capaz de aficionarse a nada. “Todo le daba igual: Pierre no veía en la vida nada que tuviera verdadera importancia y bajo la influencia de aquel tedio que lo dominaba no tenía en estima ni su propia libertad ni la voluntad de castigar a su mujer”, que, después de pegársela, había vuelto al arrimo de su fortuna. Su reconciliación, por cierto, se cuenta igual que su boda. Tosltoi nos ahorra el rollo melodramático de la mujer y de la suegra y lo ventila en un par de páginas del diario de Pierre, su visita al gran maestre enfermo, su deseo de no ser soberbio y de purificarse a toda costa. Total: vuelve con su mujer, pero ahora la relación va a ser sólo espiritual, y para eso se retira a vivir al último piso de la gran mansión.
Elena, su mujer, triunfa como triunfaría una milady sin escrúpulos en una novela romántica. Pero Tolstoi la condena al banquillo. No se molesta en acusarla de nada, pero no la deja jugar. Prefiere oponer otro modelo moral, el de Natacha, que irrumpirá en el capítulo con una fuerza portentosa. Es decir, a través de Pierre y de Andrei se nos habla de dos modelos de mujer, y la luminosidad que irradia Natacha terminará por anegar el capítulo entero. ¿No sería ese el principio, presentarnos a Natacha, sin más?
Lo que se dice de Elena, la mujer de Pierre, es que es “una mujer encantadora, tan espiritual como bella”, dicho en francés por los asiduos a su salón, no por Tolstoi. Sus salones son punto de encuentro de la alta sociedad con pujos intelectuales. Elena “podría decir las cosas más triviales y absurdas sin que nadie dejara de entusiasmarse con sus palabras ni de buscar en ellas un sentido profundo y recóndito que ni ella misma sospechaba”. Pierre se limita al papel de marido erudito y taciturno. Pero, por ese raro cruce de amor y sentido de la posesión que es un matrimonio, al ver a Borís Drubetskoi siente celos. Se termina el fuego pero las brasas duran. Ya no ilumina, pero todavía quema.
El caso es que Pierre está hundido. No puede controlar los accesos de cólera, aunque sí a veces dominarlos, que no es lo mismo. Odia a Boris pero lo apadrina en su ingreso en la logia. De momento Tolstoi no ha explotado este fenómeno, el odio interior que nadie percibe, la tortura callada que todos atribuyen a enfrascamiento intelectual. Es un tipo más de Dostoievsky, más propio de Dolójov. Lo que sí es evidente es que, antes de lucirse describiendo esa tortura interior, Tolstoi copia en limpio un ideal de vida muy sencillo que vamos a dejar para otra entrega.

8.11.07

GUERRA Y PAZ, 5


Libro II, 2ª parte.

Rostov, después de que Dolójov lo desplume, vuelve a la guerra. Esta parte la ha ocupado casi entera el reencuentro masónico de Pierre y Andrei, páginas de raro efecto porque todo lo que dice Pierre es sensato, y sin embargo está rodeado, con toda la parafernalia del ritual masónico, de un aura un poco alucinada, como si Andrei fuera siempre el fuerte y cuerdo y Pierre el débil al que han comido el cerebro; pero el final, las últimas treinta o cuarenta páginas, son, otra vez, de la mano de Rostov, un espléndido relato.
Cabe la posibilidad de que el carácter dosotievskiano de Dolójov sea contagioso, porque después de sacar a Rostov hasta las entretelas en la mesa de juego es él el que se comporta con esa desesperación ciega y autodestructiva. Ahora, de nuevo en la guerra, tiene dinero para jugar todo lo que quiera, pero no tiene nada para comer. En una discusión tabernaria se comporta con esos arranques violentos de quienes necesitan ser coherentes hasta el final. “¡Qué familia de locos sois los Rostov!”, le grita el sensato Denísov.
Entre las muchas páginas maravillosas que hay en esta novela, si hubiese que acopiar unos cuantos textos verdaderamente deslumbrantes, habría que incluir la que dedica Tolstói a las tropas. Es una impactante, tucidídea descripción del hambre, pero también de la actitud de los soldados, que siguen sacando brillo a las espuelas de unos caballos que también se mueren de hambre. Ya me había llamado antes la atención el aparente desinterés de los soldados ante las situaciones límite; cómo en momentos en que sólo puede comerse un bulbo amargo y venenoso, “la dulce María”, los soldados no se convierten en animales hambrientos sino que siguen jugando a las cartas y cumpliendo con las ordenanzas cotidianas. Van vestidos con harapos, vivaquean en una trinchera (que Tolstoi describe con las medidas exactas), pero no son conscientes del hambre que los está matando. Es posible –digo yo- que todo lo que no sea morirse de un cañonazo ya lo den por bueno, o simplemente que viven enajenados de otro pensamiento que no sea el deber castrense. Lo mismo que los subyuga los protege de pensar.
Todos menos Denísov. El que llamaba loco a su amigo Nikolái Rostov por una discusión de honor que casi acaba con sangre, el amigo paciente, sufre ahora otro ataque dostoievskiano, y roba un convoy de víveres para sus hambrientos soldados. Pero ese arranque de supuesto heroísmo (otros dicen que estaba borracho) le cuesta la posibilidad de un consejo de guerra. Es herido y, en vez de reincorporarse porque no lleva más que una herida superficial, permanece refugiado en un sórdido hospital de campaña, rodeado de soldados purulentos y cadáveres sin retirar. Los soldados se pudren de tifus y él, con un rasguño de nada, clama por las injusticias cometidas contra su persona, porque no hay derecho a que lo degraden cuando él sólo quería dar de comer a sus hombres. Agita los papeles junto a pobres soldados rasos a los que se les va la vida por las piernas amputadas. Está como loco tratando de defender su honor, pero no ha tenido cojones de volver al frente. Arrancó como un héroe, pero ahora continúa como un miserable, y prefiere el abrigo de la muerte que los riesgos de la vida.
Rostov, su amigo, acude a visitarlo. El orgulloso Denísov, que se negaba a reconocer su error, entrega bajo mano a Rostov una carta de clemencia dirigida al Emperador. El mismo que robó el convoy por la dignidad de sus hombres trata ahora con desesperación de que primen sus privilegios. Los héroes deben serlo hasta el final. Muchos no saben sostener el argumento entero de su hazaña.
No es necesario que Tolstoi nos diga qué piensa Rostov. En ningún momento nombra sus impresiones cuando ve lo que ve en el hospital y cuando su amigo le pide que lo recomiendo al el Emperador. No es necesario. Nosotros somos Rostov, y pensamos lo que piensa Rostov, sin necesidad de que Tolstoi nos lo diga. Basta con describirlo todo.
Qué difícil es esto. Qué difícil es decir lo que no se escribe. Ahí está, creo, la gran literatura. Ese juego de empatías hace que siempre veamos las escenas desde algún lado, desde donde queramos. La actitud desengañada del príncipe Andrei que tanto nos gusta le viene ahora a Rostov como anillo al dedo, y la tomamos para contemplar la escena. Pierre nos resultaba un poco ido, y Denísov un pobre hombre. Pero ya Rostov fue un pobre hombre cuando lo veíamos con los ojos de Dolójov, o cuando discutía con los soldados y lo veíamos desde los ojos de Denísov. La cámara va cambiando. Se diría que en todas las escenas (eso habría que comprobarlo) hay un punto de vista que nos parece acertado, un punto de referencia para situar todas las demás acciones. No es que ese punto de vista sea el del héroe, ni siquiera siempre bueno, sino que es el de más sentido común, el del hombre sensato y normal, el que en principio nos corresponde en realidad.
Pero la cosa no termina ahí. El círculo tiene que cerrarse. Las segundas partes de las historias de Tolstói son en otros escritores la tercera y última. Lo contado ya daba para un gran cuento. Pero falta el remate. Rostov en persona acude, de paisano, a entregar la carta de Denísov al Emperador. Allí asiste a otra decepción del calibre de las que sufría el príncipe Andrei. Rostov es ahora nuestro héroe. No consigue que al Emperador le llegue el sobre; dice que no puede saltarse la ley. Rostov lo encuentra cuando está parlamentando con Napoleón. Naturalmente, no habla con él. Ve la misma mirada que vio entonces, cuando el Emperador, en Austerlitz, se sentó debajo de un árbol a llorar. Pero ahora es un Emperador en su apogeo. Napoleón condecora con la legión de honor al Emperador y el Emperador a Napoleón. Comen todos los oficiales “con vajilla de plata”. La mano blanca y pequeña de Napoleón esconde toda la astucia y la falta de escrúpulos, toda la monstruosidad y el refinamiento de un individuo que también cuelga una medalla en la guerrera de un soldado raso. Es el gesto del ser superior. Incluso Rostov se siente fascinado por el semblante del Emperador, como entonces, al principio del círculo. Pero su punto de vista es el nuestro más que nunca.

Rostov permaneció bastante tiempo en la esquina, mirando de lejos a los asistentes al banquete. Su mente se debatía en pensamientos dolorosos que no terminaba de conciliar. Terribles dudas lo asaltaban. Tan pronto se acordaba de Denísov, de su rostro tan cambiado y su docilidad, de todo el hospital de piernas y brazos amputados, de aquella suciedad y sufrimientos –percibía tan a lo vivo el olor a hospital y muerte que se volvió instintivamente para ver de dónde procedía-; tan pronto recordaba al jactancioso Napoleón con su blanca manita, a quien ahora respetaba y quería el emperador Alejandro. ¿Para qué, pues, aquellas piernas y aquellos brazos amputados, para qué tantos muertos? Lazárev condenado y Denísov castigado y desestimada su petición de gracia. Lo sorprendían aquellos pensamientos extraños y tuvo miedo.

6.11.07

GUERRA Y PAZ 4


Los círculos narrativos que plantea Tolstoi no coinciden exactamente con la división en libros. En la segunda parte del libro segundo se cierra el círculo que seiscientas páginas atrás comenzaron el príncipe Andrei y Pierre Bezújov. Vuelven a encontrarse en el retiro del príncipe Andrei, alejado de la guerra el uno y decidido el otro a purificarse.
Pero antes de este encuentro está la primera parte del libro segundo, llena de tensión y dominio narrativo, antes del diálogo de la segunda parte, que desde el punto de vista de los procedimientos novelescos me interesa mucho menos.
La reaparición del príncipe Andrei es magistral. Si hubiera que reducirlo a una fórmula, se diría que Tolstoi plantea un folletín que resuelve minimizándolo. Así, mientras el príncipe Andrei está en paradero desconocido, su mujer, Lisa, da a luz. Hasta aquí, cualquier novelista se hubiera frotado las manos: el padre podría seguir huido, ni vivo ni muerto, porque un Telémaco nace para ir en su busca. Pero el príncipe Andrei se presenta nada más nacer su hijo, en la página siguiente, como en los dramas antiguos, a tiempo y de repente: a tiempo de oír cómo nace su hijo y cómo muere su mujer.
La atención se nos había desviado. Andrei nos acapara por completo, pero es entonces cuando muere Lisa. Nacimiento del hijo, resurrección del padre y muerte de la madre, todo en una disposición trágica. El príncipe Andrei huyó a la guerra despreciando el matrimonio; cuando huye de la guerra para refugiarse en su mujer, se encuentra con todo lo que no hizo por ella, con todo lo que no le dijo. La sensación de desamparo incluso se retuerce cuando es el padre de Andrei quien lo sustituye, a su edad, como soldado. Queda la princesa María, la ofendida, aquella para quien la felicidad es hacer a los demás felices, y de pronto es ella la que debe sostener la situación. Guardar la ausencia del padre guerrero y cuidar al hijo huérfano, aparte de tenerle la frente al bueno de Andrei, para quien la felicidad, y eso lo dirá luego, consiste en no padecer enfermedades ni arrepentimientos. Creemos que está sano, pero nunca sabremos la verdadera sustancia de las erinias que le persiguen. Tolstoi se cuida mucho de ahondar en su desvalimiento, en describirlo siquiera. Andrei está ahí para que nos miremos en él, no para que le abramos las tripas. No importa lo que sienta por una esposa a la que nunca terminó de querer, y que antes de morir le ha dado un hijo. Nos lo imaginamos. Nos imaginamos la profundidad del no dolor, esa fría constatación de la inutilidad de todo que todavía duele más que el desconsuelo.
Y, con respecto a Rostov, lo primero que nos encontramos es que Dostoievski lo despluma. El jugador es de 1866, y Guerra y paz de 1868. Me imagino que al día siguiente de publicarse más de un lector vería que Dolójov es la encarnación de Dostoievski en esta novela. Dolójov es “fuerte y extraño”, y se resarce de un desaire amoroso en una salvaje partida de cartas a la que logra que acuda mansamente Rostov para arrancarle un pedazo de su fortuna. Natasha, cuando Dolójov, en casa de los Rostov, en medio de un jardín de muchachas en flor, se enamora de Sonia, hace de Casandra y tuerce el morro: “En Dolójov todo es calculado y no me gusta”, dice. Y sin embargo la venganza de Dolójov es un lenitivo para Rostov.
Y algo parecido sucede con Pierre. El efecto es más rápido de lo que fueron los consejos de Andrei. En una fonda de camino se le aparece la conciencia, igual que, tiempo después, a Dimitri Karamázov se le aparecería un fantasma, pero ahora en forma de anciano masón, cuyo nombre es verosímil, Osip Alexéievich Bazdéiev, conocido masón y martinista de la época. Pero Tolstoi nos informa de esto, de la corporeidad histórica del fantasma, en el lugar donde, en un cuento malo, habría aparecido la anagnórisis del despertar o la excusa de la fiebre. De hecho, el anciano/fantasma lo sabe todo, y habla a Pierre con una claridad solemne y mística con la que sólo hablan los ángeles y los demonios. El resultado es que el sermón masónico está rodeado de cortinajes fantasmagóricos, de un aura entre mística y truculenta en la que el anciano explica cómo enderezar el camino de la depravación y cómo purificarse para que la pura verdad pueda penetrar en él. “La suprema sabiduría y la verdad son como un líquido purísimo que querríamos captar. ¿Puedo, acaso, recoger ese líquido purísimo en un recipiente sucio y determinar luego su pureza? Sólo mediante la interior purificación de mí mismo puedo llegar a conocer, en cierta medida, el líquido recogido”.
Así que Pierre se hace masón y se va al campo como después se iría Levin en Ana Karenina o el mismo Tolstoi en Yásnaia Polaina, e igual que ellos se topa con la incomprensión de aquellos a los que pretende redimir. Pierre, de todas formas, se ha librado de su angustia por elevación. La masonería le da fuerzas para mandar a su suegro, el odioso Vasili, a tomar por culo, y con él a todo el enjambre de sonrisas y dinero que lo acribillaba. Los masones obran en él como siempre han obrado las sectas: “¡Se sentía tan dichoso por librarse de la propia voluntad y poder someterla a quienes conocían la verdad absoluta!”, dice de él el narrador, y sin embargo esa claudicación está decorada por el impulso heroico de la tierra, de los esclavos, de sus mujeres y de la educación de sus hijos, y sirve para romper con aquello que, por cierto, quiso también romper Andrei marchándose a la guerra. Pierre no habría vuelto sus ojos a la redención y al sacrificio si alguien no lo hubiera pensado por él. Pero los sueños son difíciles, y una vez retirado al campo, hay que gestionar las tierras. Es entonces cuando, otra vez, Pierre acude a pedir consejo al príncipe Andrei. La primera vez no le hizo ni caso, y así le fue.

5.11.07

OTOÑO, 2


Siento una repulsión casi primitiva por la contemplación de los cadáveres, un rechazo que el tiempo y la cultura han ido barnizando de respeto. Lo menos que podemos hacer por un muerto es no mirarlo, y eso sirve lo mismo para el cadáver doméstico del telediario que para el faraón Tutankamon. Su imagen acartonada mientras me comía un huevo frito me recordó la utilidad práctica de la momificación entre los egipcios. El cuerpo debía entrar en el más allá lo más parecido posible a lo que fue en vida, y por eso, además de disecarlos, metían en sus féretros estatuillas y retratos concebidos no para que los viera nunca ningún ser humano, sino para que el ka, algo así como el alma nuestra, no fuese a ser confundido por el de otro.
Esta razón de índole mística y utilitaria es la responsable nada menos que de la aparición del realismo en la representación del cuerpo humano. Pero pasa el tiempo y el realismo consiste en sacarle unos duros al cadáver exhibiéndolo en una vitrina, hasta que sus huesos se conviertan en confeti al menor papirotazo que se les atice con el dedo. Después de tanto silencio y tanta oscuridad, el faraón conservaba cara de muchacho sorprendido, la misma que tenía aquel negre del Maresme que acabó enterrado como Dios manda. Ahora será el plexiglás el que lo aísle un poco del mal aliento de los turistas, pero, por muy rentable que se presente, no dejará de ser una profanación.
La cultura, que durante tantos siglos se ha ocupado de combatir el tabú, de vez en cuando se enfrenta a la tarea de reconstruirlo. Los ciudadanos cultos deberían protestar por los atentados al pudor, por la información sobre asesinatos bestiales, por el tráfico de casquería, por la exhibición del crimen, por la ausencia de palabra o por la violación del descanso eterno. Particularmente me hiere tanto la imagen de una vaca parturienta devorada por los buitres como la de una momia en plena petrificación. Me hiere de modo natural, pero yo cultivo esa herida, porque no quiero que, parodiando a otra momia, la muerte me resulte indiferente. La línea que separa el conocimiento de la ausencia de escrúpulos es lo que, a estas alturas, mirando a Tutankamon y comiéndome un huevo frito, yo me planteo. El huevo me sabe a formol.

30.10.07

LA SENSUALIDAD PERVERTIDA, 1


Hago un alto en Guerra y paz para leer La sensualidad pervertida, de Pío Baroja. En noviembre siempre toca hablar de don Pío, y este año me he salido de las novelas célebres y de las itzeanas, las de Aviranetas y Zalacaínes, para recordar viejas aficiones y buenos momentos. Guardo un recuerdo inmejorable de aquella primera lectura de Las ciudades, la trilogía que, junto con César o nada y El mundo es ansí, incuye también esta novela. Me recuerdo adolescente deslumbrado por la nitidez con que se explicaba el mundo tal y como lo veía yo y tal y como lo quería ver. Por un lado, me identificaba con esa manera de ir por la vida sacándole defectos a todo el mundo, pero no para difamarlos o fastidiarlos, sino como aquel que sopesa las consecuencias antes de meter la pata. El problema de Luis Murguía con las mujeres era la explicación a por qué yo, por más esfuerzos que hacía, nunca conseguía que un proyecto amoroso fuera más interesante que la independencia. El adolescente tiende a ser excesivo, y la alternativa a la soledad era ir siempre detrás de las tías, domar a palos la timidez y, una vez cumplida la sagrada misión, sentir una decepción morrocotuda. El don Juan español se lava las manos y corre a por la siguiente. El Baroja que a mí me llegaba tanto cambia de amistades y se aleja de reproducir los tópicos perejiles a tan temprana edad.
A Luis Murguía también le daba miedo ligar con aquellas mujeres que luego no paraban de exigirte cosas, ese florero tiránico que yo veía en algunos de mis amigos. En otros veía la pareja perfecta, pero siempre lo consideraba una cuestión de suerte, no de actitud. Sin embargo, más allá de las hormonas, lo que me apasionaba era ese pesimismo de Baroja que jamás llegaba al nihilismo, precisamente por lo que esto tiene de pose, de falsedad. Siempre salía, a la vuelta de alguna página, un aldeano tierno, una mujer fresca y sonriente, un abuelo que lee a Virgilio, tipos que ribeteaban el relato de razones para seguir amando la vida.
Pero era esa vida, la vida de principios del siglo XX, un mundo de vagones de tercera y cafés llenos de humo, de tipos pintorescos que vivían sin trabajar pero su ocio les costaba dedicarse a tareas románticas y extrañas. La vida como un viaje de invierno, como mirar las vacas desde el tren, pasar la noche en una pensión de gente huida, cada uno de cuyos huéspedes tiene al menos media docena de líneas novelescas que contar; mirar desde el balcón el bulevar de una ciudad extranjera, meterse a leer a Schopenhauer o charlar con un pintor polaco al que sólo se le despierta el talento cuando se muere de hambre. Me sentía cómodo viviendo entre aquellos personajes de grandes bigotazos, oyendo hablar a las modistillas o a los chicos de la calle, sentándome a observar mujeres elegantes en los veladores de un hotel, damas rusas que iban recorriendo Europa y vivían la única vida que merece la pena ser vivida, la vida del viajero, del que viene al mundo a echar un vistazo y escribir la siguiente página de su diario. Baroja excluía de mi mente las largas horas de angustia, las miserias hormonales y esa pregunta desabrida que dejamos de plantearnos cuando no nos apetece volver a escuchar la respuesta.
La sensación era un poco rara, porque yo me sentía cómodo en un mundo desagradable. Baroja, el estilo de Baroja, consiste precisamente en algo que nunca consiguió. Una novela escrita con semejante concepto de la humanidad, donde el que no es tonto es un facineroso, tan desesperanzada, tan triste, sin embargo a mí me parecía el lugar adonde habría querido vivir. Lo ves esforzándose en describir lo desagradable que es el ser humano, pero sus palabras te llenan de afecto a la humanidad, no esos afectos filantrópicos y grandilocuentes, sino un afecto de mesa camilla, de cristales mojados y paisajes verdes, de mujeres posibles y libros antiguos. Lo mismo que me reafirmaba en mi misantropía me hacía sentirme feliz y, si la expresión tuviese sentido, más humano.
Pero aún había otro rasgo en los protagonistas barojianos, y sobre todo en este, en Luis Murguía, que me parecía como esas definiciones de ti mismo jamás tan bien explicadas y que aguardan en un libro a que las leas. La gran perversión de Murguía era su incapacidad para obviar. La gente es feliz porque olvida, porque no se plantea las cosas como son, porque no sopesa las catástrofes ni teme a los disgustos, porque se recupera de las heridas y no le importa volverse a subir al coche. Había un grado de inconsciencia general en los demás que es lo que a ellos les hacía felices y a mí me los representaba como seres limitados, insensibles y en el fondo peligrosos. Alguien con semejante capacidad de recuperación y de olvido debe hacer sufrir a los demás. Al mismo tiempo, esa conciencia absoluta de lo pringaos que somos todos actuaba como relajante, como certeza que servía de excusa para mantenerme a prudente distancia de los otros. De los unos para que no me hiciesen daño, y de los otros, la mayoría, porque me resultaban insoportables. Baroja me enseñó que ir a tu aire no es un problema de insociabilidad sino de coherencia y de amor propio.
Ahora, muchos años después, leo a Baroja con la inercia taxonómica que había cogido con Tolstoi, y lo primero que me sorprende es su método, algo que entonces para mí era imposible de detectar, tan embebido como estaba con la novela. Ahora rastreo las causas técnicas de aquel embebimiento, y lo primero que me encuentro es una cuestión de medida. La novela es como el argumento de cien novelas. Los personajes reciben una descripción eficaz para el conjunto, para el ambiente, no porque nos vayamos a acordar de ellos si vuelven a salir. De cada uno se nos cuenta una historieta, se le exprime en pocas líneas su epopeya en esta vida, se emite un juicio rápido y se pasa al siguiente personaje, y luego a la siguiente ciudad. A veces lees páginas de las que ahora se sacarían tres o cuatro novelas de quinientas páginas. Baroja va pasando de los tipos a las casas, de los rumores a las pensiones, de los pensamientos breves a las descripciones, muchas de ellas hilarantes por malhumoradas. Hay una docena de recursos, de topica, que va alternando con la minuciosidad de un artesano y la improvisación de un artista: aquí falta una sonrisa, aquí vamos a relajarnos contando un cuento, ahora este personaje lo aguanto una página, ahora una de señoras gordas, y así hasta que, por una razón interior, invisible, ajena a los entramados argumentales, porque no hay ninguno, va creciendo en el lector la idea de la novela, la impresión final, el recuerdo matizado de un viaje que, a estas alturas, si no es posible, por lo menos es comparable con el que en realidad he hecho. Leer este libro es como abrir un diario de primera juventud donde está escrito todo aquello que de ningún modo vas a ser. Y tengo que decir que, en términos barojianos, el resultado no me parece mal, y en un libro de Baroja mis cinco líneas no destilarían antipatía sino, en todo caso, una cierta curiosidad.

27.10.07

GUERRA Y PAZ, 3-BIS



El príncipe Andrei y el joven Nikolai Rostov se encuentran cuando el uno es consciente de la catástrofe que se les viene encima y el otro improvisa mentiras heroicas. Andrei no puede comprender el desbarajuste de los mandos, y Rostov se crece con la emoción de la parada militar: “Todos, terminada la revista, estaban más seguros de vencer de lo que habrían podido estarlo después de dos batallas victoriosas”.
A través de estos dos personajes vamos a ver al general Kutúzov y al mismo Emperador, las dos caras de esa parte de la guerra, y también, en cierto modo, dos formas de ver el arte de la novela. Y aquí entra Weyrother, un general alemán especialmente imbécil. Abundan estos personajes idiotas, planos, pero muy útiles. Gente como Anatole, individuos secundarios que el narrador desprecia, pero no tanto como para que no le sirvan de contraste. Este Weyrother, estúpido y engreído, como son, en general, los alemanes que aparecen en la novela, trae debajo del brazo un plan de batalla al que nadie presta la menor atención porque parte de una hipótesis absurda: que Napoleón se quedará quieto en el sitio que más les convenga a las tropas aliadas. Andrei quiere intervenir, pero nadie le invita a que lo haga. Mientras el pomposo Weyrother explica su plan de soldados de plomo, el general Kutúzov se duerme. No le importan los planes. Por cómo actúa luego, da la sensación de que es de aquellos viejos militares que sólo entienden de tácticas sobre el terreno, de su experiencia como estratega y de su olfato militar. Aun con todo, antes de que todo empiece, el propio Kutúzov ha avisado a Andrei de que todo va a ser un desastre.
La imagen que tenemos de Kutúzov, hasta ahora, es la de un generalote amodorrado por el perfume de su propio prestigio, hundido bajo el peso de sus medallas. Pero llega la batalla, y sale el militar. El episodio de la aldea sirve para subrayar sus dotes: no se debe poner en fila india un batallón ni siquiera para atravesar un pueblo, que es lo primero que, según los planes de papel, han hecho las tropas rusas.
Andrei no entiende semejante diálogo de sordos: “¿No podía hacerse todo de otra manera? ¿Acaso por simples consideraciones cortesanas y personales se pueden arriesgar miles de vidas y entre ellas la mía, la mía?” Pero, al mismo tiempo, se debate entre el miedo a morir y las ansias de gloria. Los rusos vuelven a ser engañados por Napoleón (gran pieza de mando y desprecio de la vida –ajena- su arenga a las tropas, poco antes de entrar en combate), y en medio de la estampida de las tropas rusas, que han caído entre las brumas, sólo Kutúzov resiste con firmeza, y Andrei, lleno ahora de valor, se comporta igual que antes Bagration: espolea las tropas, se pone al frente con la bandera y es rebasado por los que van a morir, que lo saludan.
La derrota de los aliados es total y tanto Andrei como Nikolai Rostov sufren las consecuencias. Rostov, cegado por la púrpura, encuentra por fin al Emperador, sentado debajo de un árbol, llorando como un niño. ¡Y aun así lo admira! Andrei, por su parte, es herido y se desvanece como un cadáver. Cuando Napoleón pasa delante de él, se equivoca: “He aquí una bella muerte”, dice. Así como Rostov logra ver al Emperador, e inflama su amor por él aun viéndolo en tan patética situación, Andrei ve a Napoleón, que ahora le parece un ser inmundo que se regodea confraternizando con los prisioneros, a los que incluso felicita por su valor. El príncipe Andrei, desahuciado, queda al cuidado de los lugareños.
La sensación es la de que un primer círculo se ha cerrado. La idea stendhaliana de ir a la guerra y ver de cerca al Sire se ha cumplido, pero inversa y desdoblada. No hay más grandeza que la profesionalidad de Kutúzov. Los héroes son despreciables, pero dentro de la batalla los sentimientos son muchos y muy encontrados, algunos llenos de heroísmo trágico; otros, de ambición ególatra. Entendemos mejor a Bagration ahora. Él, como Kutúzov, hace lo que, en términos militares, conviene hacer, y las órdenes le dan un poco lo mismo. Lo que hay que hacer, en ese estado de paroxismo que produce semejante infierno, es coger la bandera y llevar el ganado a la lucha, antes de que una huida caótica sea todavía peor.
Así, podríamos pensar, en una novela no valen tanto los planes como los destinos, y todo lo que se idea cae destrozado por la fuerza interna de la narración. Y la pregunta, que no cometeré el error de contestar, es si Tolstoi se comportaba, al escribir la novela, como Kutúzov o como Weyrother. ¿No sería un contrasentido, después del repaso que le da a este personaje, que Tolstoi lo tuviera todo planificado de antemano?

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