12.6.13

Las bugonias


Geórgicas, IV, 281-314

Mas si a uno le ocurre que todos los enjambres,
de pronto se le mueren y no queda de donde
sacar estirpe nueva, tiempo es de contar
la invención memorable del pastor de la Arcadia,
y cómo muchas veces ha criado abejas
la sangre corrompida de los novillos muertos.
Remontándome atrás a su origen primero
voy a contar entera esta famosa historia.
Por allá donde el pueblo de Canopo Peleo
habita venturoso el Nilo, que produce
inundaciones cuando el curso se desborda,
y recorre sus campos en barcas de colores;
allá donde amenaza la vecindad de Persia,
su aljaba al hombro, y el río fecunda
con negro cieno al verde Egipto, y discurre,
tras bajar del país de los indios pintados,
a raudales por siete ramales diferentes,
toda esa región funda en este artificio
la fe en su bienestar. Lo primero se escoge
a intención un lugar reducido y lo cubren,
con techo a teja vana y angostos tabiquillos,
y abren a los cuatro vientos cuatro ventanas
que permiten que pase indirecta la luz.
De seguido se busca un utrero que tenga
la cuerna en la frente ya curva, y le tapan
de la boca el resuello y entrambos ollares
por más que se resista, y una vez muerto a golpes
las entrañas majadas se van descomponiendo
sin quitarle la piel. Así dispuesto lo dejan
en recinto cerrado, y bajo el costillar
trozos ponen de ramas, tomillo y casias verdes.
Cuando echan a rizar los Céfiros las olas,
esto tiene ocasión, antes de que los prados
pinten nuevos colores, antes de que chillonas
cuelguen las golondrinas su nido del alero.
Entretanto fermenta el humor calentado
en las entrañas tiernas, y hay que ver la de bichos
con sus formas extrañas, faltos de pies primero,
luego haciendo ruido incluso con las alas
que se mezclan y aspiran aire puro e irrumpen,
como cae la lluvia con nubes de verano,
igual que las flechas que dispara la cuerda
si los partos ligeros inician el combate.

Ilustración de Juan Carlos Navarro (1998)

10.6.13

Calamidades


Geórgicas, IV, 251-280

Como la vida trae nuestras calamidades
también a las abejas, si acaso languidecen
sus cuerpos con la triste enfermedad,
por no dudosos síntomas podrás reconocerlo:
de pronto a las enfermas les cambia la color,
les deforma el aspecto una horrible delgadez,
sacan luego los cuerpos que no verán la luz
de sus casas y marchan en triste pompa fúnebre.
O cuelgan del umbral trabadas con las patas
o se juntan adentro, con las puertas cerradas,
desfallecidas de hambre, encogidas de frío.
Entonces se escucha un sonido más grave,
un zumbido constante, como se oye silbar
alguna vez al Austro frío entre los bosques,
como brama el mar revuelto en el reflujo,
como el fuego en los hornos cerrados se arrebata:
quemar fragante gálbano entonces te aconsejo
y acercarles la miel con canutos de caña,
animándolas tú, llamando a las enfermas
al manjar conocido. Aprovecha también
añadir el sabor de agallas machacadas
rosas secas o arrope, espeso a fuego lento,
o racimos ya pasos de uva psitia, tomillo
cecropio y hiel de tierra, de penetrante olor.
Hay incluso una flor en los prados, la mielga,
la llaman los labriegos, bien fácil de encontrar,
pues de una sola cepa saca enorme mata;
tiene el botón dorado, y en cambio en los pétalos,
que se extienden copiosos por todo alrededor,
asoma el color púrpura de la violeta negra;
a menudo se adornan las aras de los dioses
con guirnaldas trenzadas; sabor acre a la boca;
la cogen los pastores en valles repelados,
a orillas del Mela y su corriente tortuosa;
pon la raíz en vino aromado a cocer,
y en las colmenas, delante de la puerta,
           en cestos bien cumplidos arrímales comida.

8.6.13

Peligros varios


Geórgicas, IV, 228-250

Si su augusta sede a destaparla fueres
y a sacar la miel que guarda en su tesoro,
refréscate la cara con un poco de agua
y restriégate, y echa persistente humo.
Dos veces acumulan los frutos abundosos,
dos son las temporadas de castrar, si Taigete
la Pléyade a la tierra mostró su hermosa faz,
y apartó con el pie las aguas despreciadas
del Océano, o cuando esta misma estrella,
escapando del Piscis lluvioso con tristeza,
a las ondas de invierno desciende de los cielos.
Su ira es sin medida, inoculan el veneno
a mordiscos, pegadas a las venas, y dejan
el aguijón metido, y mueren en la herida.
Si en cambio el crudo invierno te preocupa
y miras al mañana y lamentas que tengan
los ánimos caídos, la hacienda quebrantada,
¿quién duda sahumarlas con tomillo y cortar
las ceras inservibles? Pues a veces un geco
comió de los panales escondido, y las celdas
enjambráronse de bichos que escapan de la luz
y el zángano que al pienso ajeno se apalanca,
o bien se introdujo, con armas desiguales,
el áspero avispón, o tiñas de mala raza,
o las mismas arañas, odiadas por Minerva,
suspenden en la puertas sus hilos extendidos.
Cuanto más esquilmadas, con tanto más empeño
se afanan todas ellas en levantar la ruina
de una estirpe caída, y reharán las celdas
y otra vez labrarán con flores los panales.

6.6.13

Panteísmo


Geórgicas, IV, 219-227

Por señas como estas, según estos ejemplos,
algunos afirmaron que una mente divina
asiste a las abejas, y que beben del aire;
pues el dios va y viene por la tierra entera
y por el ancho mar y por el hondo cielo.
De aquí rebaños, bestias, hombres, razas salvajes
y cualquier criatura sus vidas delicadas
reciben al nacer; y a él vuelven después,
por supuesto, y todo disuelto se reintegra
y no hay lugar para la muerte: antes vuelan
vivos entre estrellas y alturas celestiales.

Tito alivio


Llevo días sin traer aquí nada más que las traducciones que tenía ya embastadas. He escrito, bastante, sobre Güino, con esa sensación de urgencia y miedo a olvidar que se nos instala cada vez que perdemos un ser querido. Seguiré con ello, no a ver qué sale, no a ver si sale algo interesante, sino a ver si digiero su muerte. Son catorce años con todos sus momentos, porque llegó, muy pronto, el día en que no estaba del todo tranquilo si no lo sabía cerca de mí. Y luego está, claro, este puritanismo moral que tenemos los ateos: por eso no cuelgo aquí, de momento, nada de lo escrito, porque mi luto no es un lucimiento. El luto no se luce. El luto se guarda.
               Y mi alivio luto, cómo no, están siendo los antiguos: Tito Livio en las horas del tren y de la siesta, y Virgilio en el tiempo de escribir. El uno, como ya conté el día que empezaba, elimina los ruidos de la ciudad. Voy por el libro V (segundo volumen de Gredos, traducido por José Antonio Villar Vidal), y disfruto de sus discursos y sus descripciones bélicas lo suficiente como para que, más que apetecerme leerlo, no me apetezca dejar de leerlo. Los que solo leen novedades no saben lo que es la gran prosa en castellano hasta que no leen traducciones de clásicos. Recuerdo que cuando estaba estudiando a Tucídides había ocasiones en las que, más que mirar la traducción de Adrados (ahora reeditada) para resolver las dudas del texto griego, leíamos el texto griego para resolver las dudas de la traducción de Adrados, escrita en sintaxis literal, estropajosa y plúmbea, sin asomo de lustre. Los mismos fragmentos de Tucídides, en cambio, traducidos por José Alsina, eran una sinfonía de precioso castellano, grande, preciso, sinuoso. Esta traducción de Villar Vidal también está muy bien, por más que a veces sacrifique la música en aras de la exactitud gramatical. Es un excelente castellano que, cuando se junta con algún pasaje brillante, cuaja en literatura integral, arrebatadora, suficiente. A mí me arrebata del momento, que es lo que le pido, y no leo, como cuando era estudiante, pensando siempre en el haber leído, en que anidasen en mi cerebro datos y pasajes, sino despreocupado de lo que pueda quedarme en la memoria más allá de lo que ya sabía.
               Entonces, cuando estudiante, pensaba que Tito Livio era el historiador entretenido, y Cornelio Tácito el gran historiador. Del uno me apartaba su presunta charlatanería, el dar cobijo a episodios inverosímiles y abrillantar los verosímiles hasta lo mosqueante, y el hecho de que su sistema narrativo, año por año, podía resultar a veces un poco plasta, siempre que no hubiese ocurrido nada interesante durante aquel invierno. Del otro, de Tácito, me atraía casi todo, en especial ese aire afilado, inclemente, riguroso. Tácito es el hombre más serio del mundo, sus bromas están disimuladas en las penumbrosas entrañas de su sintaxis. Tácito no perdía el tiempo en niñerías.
               Ahora lo veo de otro modo. Tito Livio es el viejo republicano que desconfía del partidismo. A los patricios los pinta como interesados y desaprensivos, y a los plebeyos como demasiado expuestos a dejarse convencer por cualquiera. A los unos y a los otros los retrata igual de avariciosos. No así, empero, a los particulares de ambas castas. Siempre hay individuos que le dicen a la patria del mal que tiene que morir, pero las masas, los grupos, los clanes, las castas, en tanto que entidades colectivas, no le hacen al historiador ninguna gracia. Y, en medio de su prosa suntuosa, es a veces tan escéptico como pudiera serlo Tácito: “La naturaleza dispuso las cosas de forma que el que habla a la masa buscando su propio interés cae mejor que quien piensa únicamente en el interés público”. O bien, un poco antes, en medio de las luchas entre patricios y plebeyos por acaparar más cuota de poder: “Tan difícil resulta la moderación en la defensa de la libertad: mientras se simula pretender la igualdad, cada uno se encumbra a sí mismo a costa de rebajar al otro, y mientras se busca evitar el temor, uno se convierte a sí mismo en temible, y la injusticia que rechazamos de nosotros mismos se la infligimos a otros, como si no hubiera más alternativa que cometerla o padecerla”.
               Se podrían escribir muchas entradas del género la historia nos enseña con la zaragata secular entre tribunos de la plebe y senadores, o dulcificar la transigencia de Tito Livio con casi todo lo que suene a dictadura (estoy ahora con el libro casi entero que le dedica a Camilo), o hablar de la transparencia de Rajoy comparándola con la proposición Terentilia, etc., etc., pero mi instinto me lleva, cómo no, a la fantasía, a la historia de Coriolano, célebre por Shakespeare, o a la no tan célebre historia de Virginia, que a Lope de Vega, sin ir más lejos, le dio tema para, por lo menos, tres piezas mayores: Peribáñez y el comendador de Ocaña, Fuenteovejuna y El castigo sin venganza, ninguna de las tres, por cierto, con el terrible final de Virginia, asesinada por su padre para limpiar la deshonra que le infligiera Apio Claudio, uno de esos personajes malos que, andando el tiempo, serán el bastidor en el que Tácito borde, por ejemplo, la figura de Sejano. Pero Lope era más complaciente que Tito Livio: Casilda, Laurencia o Elvira, respectivamente, y sobre todo esta última, tienen mejor final que la pobre Virginia (III, 44-48).

               En fin, ahí estamos, hasta que se pasa la hora de dormir y volvemos a Virgilio.

3.6.13

La vida breve



Geórgicas, IV, 197-218


Asombra una costumbre que agrada a las abejas,
que ni quieren la cópula ni a Venus indolentes
abandonan sus cuerpos o paren con esfuerzo:
ellas mismas, en cambio, escogen con la trompa
las crías de las hojas, de las delgadas hierbas,
ellas mismas procuran un rey y sus pequeños
ciudadanos, y vuelven a erigir la corte
y los reinos de cera. A menudo, incluso,
en duros peñascos las alas se quebraron
en su errante vagar, y bajo los bagajes
el alma se dejaron: tanto es su amor
a las flores, la gloria de fabricar la miel.
Y aunque de su breve vida el fin les llegue,
pues no va más allá del séptimo verano,
sin embargo perdura la raza inmortal
y aguanta muchos años la dicha de la casa
y se cuentan abuelos de abuelos. Así es que
ni el Egipto venera de tal modo a su rey
ni la Lidia anchurosa o los pueblos de los partos
o el Hidaspes medo. Mientras el rey les dura
en todas las abejas hay un solo corazón;
cuando ya lo han perdido, quedan rotos los pactos,
ya mismo han saqueado la miel que almacenaron
ya dejan destrozada la trama de celdillas.
Él es el que vigila los trabajos, lo admiran
y con denso zumbido lo rodean y escoltan
todas arracimadas y lo alzan en hombros
y le ponen sus cuerpos de escudo en la guerra,
y de hermosa muerte buscan caer heridas.
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