23.12.11

Los mejores momentos de la juventud



Tiene gracia que el desprestigio del Estado coincida con el desembarco de un escuadrón de opositores a notarías, jueces, fiscales, registradores o abogados del Estado en el gobierno de Rajoy. Ahí están, ellos son, los buenos estudiantes que quería Fraga, esos compañeros de colegio mayor que, mientras otros salían a pecho descubierto al encuentro de la vida y posponían el estudio para los días previos al examen, ellos ya estaban pensando en el tema 87 de Derecho Civil del primer ejercicio de las oposiciones a fiscal. Les hablabas de Arquíloco de Paros y ellos sonreían con esa mueca ladeada con la que recitaban sus temas cada noche antes de dormir. Los veíamos como sujetos enfermizos por cualquiera de los dos lados: o porque su memoria era tan portentosa que tragarse todo aquello no les costaba el menor esfuerzo, o bien porque, siendo listos pero normales, estaban dejándose la juventud en un empeño de cuyo éxito tampoco albergaban esperanzas muy fundadas. La izquierda, que es una ideología juvenil, rara vez se sometía a semejante renuncia de la vida. La derecha, que es una ideología provecta, inculcaba a sus cachorros que el futuro no es el presente, que el presente era la negación de la realidad y el futuro la conquista del poder. He leído en los primeros brotes biográficos que el padre de Rajoy se empeñó en que sus cuatro hijos fuesen notarios o registradores de la propiedad, y pronto descubrieron –algunos, como Rajoy, muy pronto̶  que el empeño era una garantía de sosiego y perpetuación. Como lo pinta Peridis, tumbado a la bartola, es como se debió de quedar el día que aprobó las oposiciones.
               Porque luego, según me comentaban mis colegas opositores, no todas son iguales. Los notarios y los registradores son, de lejos, los que mejor viven, y, si se lo saben montar, los que menos trabajan. En pocos años ya tienen resueltos todos los casos posibles, si no los tenían ya antes: dan a un botón, rellenan los datos, firman y cobran. Las de jueces y fiscales, en cambio, necesitaban una implicación mayor. Un juez responsable tiene mucho papel mojado que leer y mucha sentencia gris que redactar, y lo mismo cabría decir de los fiscales y de los abogados del Estado en sus respectivos cometidos. Pero meterse en la mollera los alrededor de 4000 folios de que suele constar cualquiera de esas oposiciones no deja de ser un adiestramiento salvaje y fascinante, una forma de encapsularse como los hare-krisna en un mantra demasiado largo como para pasar un solo minuto del día sin rezarlo.
               Los cálculos son curiosos. En las oposiciones a jueces y fiscales hay que recitar, en cada ejercicio, cinco temas en 60 minutos. Normalmente hablamos a catorce líneas por minuto, lo que quiere decir que, si dispone de 12 minutos para cada tema, el opositor tiene 168 líneas por tema si habla con un ritmo normal, es decir, unos siete folios a doble espacio. Pero raro es el tema que, como poco, no tiene diez folios, razón por la que el opositor debe hablar a toda hostia. Tradicionalmente, los preparadores eran más bien entrenadores de atletismo que los adiestraban en remeter el tema más completo posible en esos exiguos e improrrogables doce minutillos. Por eso muchos opositores tienen la boca ladeada, para no perder tiempo en articulaciones. Como además suelen recitar con la mirada perdida, acaban pareciendo ventrílocuos de sí mismos.
               Todo esto, cuando eres joven, te parece una locura, y sin embargo, precisamente por eso, es el único momento de hacerlo. Los opositores de más de treinta años ya tienen una sombra de resentimiento en la mirada. Están invirtiendo toda la juventud y conforme pasa el tiempo van menguando sus posibilidades. Después de los 40, si tienes tiempo y dinero para no ir a trabajar todos los días, desde luego que no lo empleas en eso; si no tienes ni tiempo ni dinero, es directamente imposible.
               Conocer la vida es negarle importancia a los momentos. A quienes nunca detuvieron el tiempo para conseguir algo que requería esfuerzo extremo, los llamamientos al carpe diem de los últimos cincuenta años tampoco han traído nada mejor que a quienes sabían cómo querían ser a los 40, no a los 25. Si casi todos los jueces, fiscales, etc. pertenecen a familias conservadoras es porque, primero, solo ellos pudieron disponer del tiempo a su antojo y aislarse del mundo, y segundo porque habían crecido en una moral que considera la juventud una fase del crecimiento, el momento de estar callado y prepararse para no ser joven. Es muy británico (era) reducir al máximo la juventud, poner corbatas a los hombres cuanto antes, meterles en la cabeza que la vida real es este monótono bogar hacia la muerte, no el alocado cabrioleo de los potros. Saben que el intenso disfrute de la juventud se olvida como casi todo, y que lo único que mantiene la cabeza despejada es no arrepentirse de lo que se ha hecho. Por eso es lógico que las revoluciones juveniles nacieran en países anglosajones, es decir, entre gente que quería ser joven.
               Eso sí, la media de aprobados en cada convocatoria no excede, a veces por mucho, el 10% de los aspirantes, de modo que el asunto se completa con una legión de opositores frustrados, bloqueados, amargados, deprimidos, que durante a veces seis o siete años no dejan de repetirse cuándo pondrán fin a esta tortura. De entre esa gente obligada por tradición familiar a dejarse los sesos en el temario hay mucho personaje trágico. Los que sacan las oposiciones dan lustre a la saga, pero los que fallan acarrean para el resto de su vida el sambenito de perdedores, algo que en la vida corriente resulta de muy buen llevar pero que en el mundo de los altos funcionarios invalida incluso la existencia entera. Mezclan el privilegio con el sacrificio de un modo raro, como una prueba de fuego a la que juegan para heredar el poder de sus antepasados. Cuando, por fin, lo heredan, se sienten dioses, y los demás, por lo que leo en los periódicos, se lo hacen creer.
              Hojeando la prensa me encuentro un artículo del año 85, El largo túnel, sobre un opositor que se lió a tiros con el tribunal de oposiciones, donde se ofrecen datos sobre el temario, el procedimiento y la preparación de los exámenes idénticos a los que padece ahora mismo cualquier opositor. Las leyes cambian, pero no el modo de demostrar que se saben. Entonces ya el más temido era el primer ejercicio, una batería napoleónica de preguntas sobre todo el temario, es decir, donde se demuestra que se conoce el paño. Es en los segundo y tercer ejercicios cuando se escenifica esa tortura de la boca ladeada, quiero decir que se sigue escenificando en 2011, por más que internet haya sustituido a nuestra memoria. Pero qué sería de las conversaciones de bar entre magistrados si a cada paso no calzaran un artículo de derecho mercantil, esa recitación con dedo engreído que por unos momentos los devuelve a su más tierna juventud. Oír hablar a dos viejos magistrados del país es como oír a dos viejos no magistrados hablar de la mili. Estoy convencido de que para muchos de ellos los mejores días de su vida fueron aquellos seis meses últimos horrorosos antes de la oposición, cuando no sales a la calle porque no tienes tiempo y, como se decía en aquel artículo del 85, para no confundir las matrículas de los coches con el Código Civil. Cuando ya no cabe un dato más en la sesera.
               La judicatura aprovechará las ventajas de internet pero no se bajará jamás del viejo método. Ahora mismo, cualquiera que conozca profundamente el temario, aunque no se lo sepa de memoria (aunque no le sea posible la hazaña del segundo y tercer ejercicios) puede desempeñar su cargo bastante mejor que quien aprobó unas oposiciones a fiscal y treinta años después de no ser fiscal lo hacen ministro de Justicia. Pero entonces serían muchos, demasiados los que pueden juzgar y fiscalizar y defender al Estado y cobrar por firmar un documento privado para el que hace más falta un auxiliar administrativo que un notario (en Inglaterra, un país civilizado, ni siquiera eso). Porque el prestigio del juez no le viene de juzgar sino de haber ascendido un Himalaya de leyes que con los nuevos sistemas de concordancia están al alcance de cualquier buen estudiante de Derecho. Es como si certificasen su superioridad de casta con una demostración innecesaria y monstruosa, para que no quepa la menor duda.
               No sé si tenemos un gobierno de gente muy preparada, pero sí, seguro, de gente que desde aquel momento y para siempre se siente superior, y que ojalá, en ratos de melancolía, sienta también que la verdadera felicidad ocurrió allí, entre esas cuatro paredes, en lo único que hicieron en su vida que solo estaba al alcance de sí mismos. En el caso, claro, de que no tuvieran recomendación.

8.12.11

Pera en tabaque



En anotación inédita del 29 de diciembre de 1952, incluida en la edición de 2010 de su Obra completa, Ramón Gaya escribe unas de las, a mi juicio, palabras más transparentes en torno a lo que andaba buscando en 1928, antes de cumplir los dieciocho años, cuando se fue a París a ser pintor y sintió de inmediato, como un olor que le repeliera, los principales defectos del vanguardismo: su condición caduca, casi inmediatamente caduca, y su carácter de banco (nunca mejor dicho) de pruebas, de pasamanería secundaria, de mero esbozo. Las grandes aportaciones a la vanguardia, por viejas que fuesen, sirven en tanto pueden formar parte de la obra, no ser la obra. Eso, desde luego, si hablamos de la vanguardia interesante, no de las audacias niñoides.
               En general, para referirse a la vanguardia, amén de alguna que otra andanada tan contundente como divertida, Ramón Gaya utiliza mucho la palabra ocurrencia. Dejando aparte –siempre- a Picasso, Gaya ve, sobre todo en el cubismo primero, caminos, posibilidades estéticas para buscar lo mismo que buscaba Tiziano, Rembrandt o Velázquez, o incluso Van Gogh, “el último gran artista”, según él. Son recursos, métodos, herramientas al servicio de la pintura, de la revelación de vida que es una pintura, no el centro ni la esencia autosuficiente de nada. Muchos vanguardistas se jactaban de esta condición efímera, antieterna, como si la eternidad, la perdurabilidad, la universalidad y la atemporalidad fuesen también gustos burgueses. Lo que pasa es que luego se han preocupado bien de historificar la vanguardia, de santificarla como a un mártir medieval del que nos quedan reliquias venerables pero que, siendo serios, nunca pasó de ser un entretenimiento para señoritos. De todas formas, Duchamp nunca será antiguo sino viejo. 
               Ramón Gaya, en fin, buscaba otra cosa. Buscaba lo que la gente, artistas incluidos, buscan cuando ya han visto lo que tenían que ver, cuando las vanidades del momento se caen como hojas de colorines y queda el frío desnudo de la verdad, de lo que uno busca de verdad. Copio unos párrafos que parecen la poética de un artista depurado. Es lo que escribió un pintor de 42 años sobre lo que había sentido a los 17.

«Ahora, aquí en París, me doy cuenta de que en el año 1928 ya había tomado –a la vista del espectáculo parisino- determinaciones decisivas. Ya entonces comprendí que lo que aquí se buscaba no era un estilo siquiera –como había sucedido otras veces en Francia-, sino que se buscaba fundar un mercado de estilos. Los pintores se afanaban por encontrar un arabesco inédito y sorprendente, ingenioso, incluso vivo; se trataba de encontrar un artículo para ese mercado, es decir, que se había fundado un mercado y ahora se fabricaba algo que poder vender en él, pero ese algo no era libre, sino hecho a la medida –fabricado a propósito- del mercado fundado con anterioridad. El resultado de todo esto ya se puede suponer: un mercado abstracto, en abstracto, en donde los artículos no tienen necesidad, no son necesidad, sino, a lo sumo, necesidad del mercado.
               «Pero ninguna necesidad exterior. En el primer momento –yo tenía diecisiete años- me afanaba por ser uno de ese mercado y encontrar una mercancía mía, honrada –que yo creía que podía ser mía, ser honrada- para vender en ese mercado. Y no la encontraba, y en mi búsqueda siempre iba a parar al mismo sitio, a una desnudez, a una autenticidad; artículo, claro, invendible. Más tarde pensé que eso, una autenticidad –la autenticidad-, es lo que podía constituir mi estilo; pensé que en vez de hacer estilo de un material muerto  como es la línea o el color, podía hacer estilo de una condición casi moral, es decir, no hacer estilo de un material, sino estilo de una esencia.
               «No iba por mal camino, mi sola equivocación consistía en que de las esencias no puede hacerse estilo; quizá otros ha habían tropezado con esa dificultad, pero entonces, al tener que renunciar, habían renunciado a la esencia y no al estilo –porque el negocio del estilo los mantenía cegados-, y yo terminé por comprender que el estilo era, precisamente el ingrediente que sobraba, que no era de ley, que no había estado nunca en la composición del arte verdadero y grande. El estilo es una conquista de la civilización; estilo es civilización, pero el arte ha sido siempre incivil, ha escapado a las civilizaciones, aunque los historiadores hayan podido confundirse puesto que el arte les ha permitido estudiar las civilizaciones; al ver que el arte les permitía estudiar las civilizaciones tomaron el arte mismo por civilización, pero el arte está, existe, vive  fuera de ellas (las civilizaciones), y su información de ellas no es más que una debilidad suya.»

               Esa inclinación cotilla de todo lector fiel me hace preguntarme cómo pudo ser en realidad es sentimiento visto por el pintor maduro. No digo que Gaya embellezca aquello, todo lo contrario, porque además es un fragmento escrito con mucha intensidad, como… pintado. (Me voy a permitir usar los recursos estilísticos más frecuentes en Gaya; a fin de cuentas estoy hablando de él). La malicia viene al pensar que esa entrada de su diario quedó al margen de anteriores ediciones por, supongamos, exceso de desnudez, es decir, por ser lo mismo que dice, por encarnar las palabras y darles verdad. La prosa de Gaya es clara, pero a veces su imaginería sinestésica es como un envoltorio brillante, como la aplicación concreta de motivos ya utilizados. Aquí, en este fragmento, el motivo es el mismo, pero el esfuerzo de verdad es comparable, en más de un aspecto, a la que era su manera de pintar.
               Juan Ballester, a propósito de esta foto, me contó que el retrato de Rafael de Paula le había costado varias y muy intensas sesiones, que se quedó postrado al terminar, hecho polvo, y no solo porque ya tenía ochenta y tantos años el pintor, porque, en sus anotaciones del Diario (muy especialmente en las recuperadas, las antes inéditas) se ve que su modo de trabajar era un poco virgiliano: un cuadro por la mañana (pasteles, acuarelas, algún óleo) y algún retoque, si acaso, por la tarde. Sus expresiones para juzgar la obra del día son escuetas y contundentes: “creo que está bien”, “no me gusta”, “verdaderamente bueno”. Se podría pensar que tanto el pastel como la acuarela son dos géneros instantáneos, pero, por lo que se desprende del Diario, no más instantáneos que el óleo. Uno no se imagina a Gaya sobredorando el cuadro veinte años, como hace Antonio López (a Gaya, López le parecía tan abstracto como Tápies), ni siquiera el tiempo que emplearía su idolatrado Velázquez, a no ser que hablemos de cuadros como los dos de El jardín de Villa Medici, sino más bien el tiempo que dura un acto creativo, llamémoslo así, un momento que, traducido a prosa, tiene una extensión y una intensidad proporcionales a las de, por ejemplo, sus homenajes a la pintura. Quiero decir que cada una de las entradas de Roca española o Balcón español son acuarelas escritas, el algunos casos óleos inmediatos, abandonados cuando la vida de la prosa (o de la pintura) ha empezado a animar el cuadro, se ha asomado para indicar el camino hacia el abismo de realidad que propone. Y por otra parte es el tipo de artículo que más me gusta. Tengo que copiar, ya que me queda más cerca, la que le dedicó a Albarracín.
               Digo esto porque los tres párrafos que he copiado, aquella entrada inédita en principio, son de la misma extensión y de parecida intensidad. Cualquiera diría que es la medida, la extensión poética más adecuada, y que tenía en Juan Ramón un modelo bien claro. Pero el Juan Ramón de Españoles de tres mundos, un libro que venero, es más, digamos, consciente, más orífice de sus palabras, y eso que son retratos lo que hace. Más cerca de Gaya están los textos de Juan Ramón reunidos en Política poética, que también se llamaron El trabajo gustoso, un título que, si no se lo hubiéramos ya leído a Juan Ramón, diríamos que es típico de Ramón Gaya. Sea lo que fuere, esas estampas del tipo El carbonerillo palermo y así son de lo que hoy yo más admiro de la prosa de Juan Ramón. En mi biblioteca imposible (ese museo soñado del que tantas veces habla Gaya), guardaría como pera en tabaque una edición de El trabajo gustoso con acuarelas de RG.
               Por eso, en fin, este fragmento tiene algo de poema, de versos arrancados de la entraña, con ese aire un tanto furibundo de los momentos creativos, intensos y devastadores, como para pasarse luego el tiempo aplicándole veladuras. A Gaya los óleos le salían o no le salían, igual que sus cartas (le costaba escribirlas lo mismo que pintar un cuadro) o sus prosas descriptivas o líricas o teóricas. Él siempre decía que era muy lento escribiendo. Yo más bien creo que era lento en reunir la disposición adecuada para escribirlos, o rápido en la capacidad de ver cuáles creía buenas, cuáles no le gustaban y cuáles valían de verdad. Su obra literaria no es que sea exigua, es que siempre fue igual de exigente.

2.12.11

Unde pater tiberinus


En las obras del AVE entre Antequera y Granada se han encontrado unos restos arqueológicos de época romana, una cabeza de Alejandro Magno y una Diana descabezada, en una villa en cuyas calles hay un mosaico con un río personificado y la leyenda “unde pater tiberinus”, “un versículo”, dicen las informaciones, de Virgilio. Es un hemistiquio, no un versículo, unde pater tiberinus et unde Aniena fluenta, del libro IV de las Geórgicas, el principio del epilio del pastor Aristeo que culmina la obra con el otro epilio, metido dentro, de Orfeo y Eurídice. El libro termina con la diosa Cirene confiando a Aristeo el secreto de la procreación de las abejas: debe sacrificar en el altar de Orfeo cuatro toros y cuatro novillas, y dejar sus cadáveres pudrirse a la intemperie, para que así, de por entre las vísceras licuefactas, salgan las abejas a borbotones (a ver si un día cuelgo el artículo que hace años publiqué en el DDT sobre este asunto, para mí de la máxima importancia). Imagino que no estarían escritos en el mosaico los 245 versos que tiene el epilio (es decir, la narración en verso de una escena mitológica), sino quizá solo el fragmento en el que Aristeo entra en el fondo del río, a la cueva de Cirene, desde donde surgen los grandes ríos del mundo conocido. Por cierto que esta historia de la generación espontánea de las abejas, que se llamaba, según una leyenda egipcia, las bugonias, no me extrañaría nada que tuviera que ver con uno de los ríos que nombra Virgilio, el Híspanis, en la Sarmacia, que ahora se llama Bug meridional. Me complace pensar que un gobernante culto rindió tributo al Maestro y a la hermosa leyenda poniéndole su nombre a un río.
               Hasta ahora las informaciones mezclan los versos de Virgilio del mosaico de Antequera con la época de que procede. Alguno, más puntilloso, dice que solo hay catorce mosaicos en Hispania con leyendas poéticas o letreros alusivos, información más que suficiente para pensar que el mosaico tiene que ser de finales del siglo II, entre Marco Aurelio y Septimio Severo, como los del Saeculum Aureum de Mérida, donde también hay ríos personificados con letreros, o como esa maravilla de la Domus de Astorga, los motivos de parras tirando al ocre y pajarillos que picotean en las uvas negras, en general un canto a las labores campestres que jalonan, en la parte cubierta del mosaico, la escena de Orfeo rodeado de todo tipo de animales silvestres y tocando la lira; es decir, un mosaico, muy probablemente, inspirado en el mismo pasaje que este que se ha encontrado cerca de Antequera.
               Sería estupendo que dos siglos después de escritas las Geórgicas siguiera vivo su primer empeño, dotar a la agricultura del atractivo de la poesía. Bien es verdad que Virgilio ha sido desde siempre un manantial de frases para decorar las casas de campo. Quizá la más famosa sea la de Laudato ingentia rura, exiguum colito, algo así como Alaba el campo grande, cultiva el reducido. Los lectores del Salón de pasos perdidos saben que es, también, el lema de campestre de Trapiello. O bien aquella tremenda de O fortunatos nimium, sua si bona norint, que viene a querer decir: Dichosos los labriegos que saben lo que tienen. Puede que este mosaico antequerano sea otro canto a la humildad del pequeño agricultor o una elegía a la incapacidad de reconocer la propia dicha, pero el motivo sigue siendo perfecto para decorar el pavimento de un peristilo en una casa de campo. Ya solo falta imaginar al colono, sentado a la sombra, en el patio, aguardando con paciencia a que un tren de alta velocidad le pase por encima. AVE FUGIT, habría que poner.

30.11.11

Antes de comprar un libro


“Por fin ha encontrado Charles Dickens un biógrafo a su altura”, dice la publicidad de Charles Dickens. El observador solitario, que Edhasa acaba de editar. Por fin, he pensado yo, se publica esta biografía que apareció en 1990, sin subtítulo, escrita por Peter Ackroyd y editada por Sinclair-Stevenson. Mi edición de Minerva es de 1993, una edición popular, nada que ver con el concepto de edición popular que se tiene por estos pagos, es decir, está cosida, bien impresa, con dos pliegos de fotos en papel de calidad, y el papel no se ha desintegrado dieciocho años después. La compré en su casa-museo de Doughty Street, una de las pocas casas de escritores (las otras son las de Baroja en Itzea –muchas veces-, Unamuno en Salamanca y Valle-Inclán en Vilanova de Arousa) que me ha apetecido visitar porque quería respirar no el aire sino el color de su retiro artístico. Recuerdo que Dickens escribía en un sótano de techos bajos forrado de libros, con una mesa grande en medio. El dato me interesaba mucho no ya tanto por cuestiones literarias sino mobiliarias. Me gustó (luego lo he visto en más casas inglesas) que la mesa no estuviera ni contra la pared, como cuando falta espacio, ni de espaldas a la pared, con ese aire de despacho al que siempre le falta un cliente sentado delante de la mesa. Esta mesa estaba en el centro geométrico de la estancia. No era la peana del escritor ni tampoco su reclinatorio. Era el centro, la sustancia, lo importante. El estudio no era un sitio para recibir, y estaba puesta donde ponen la mesa los carpinteros o los cocineros o los modistos, en el centro, equidistante de todo el material de que se nutre la labor. No era un escenario para una figura sino un obrador de literatura.
               Quedé tan impresionado que al salir compré su biografía, en la que mis ojos pecadores ya se habían fijado nada más entrar. Pero la geometría concéntrica de la creación que había visto, y con techos bajos, hizo el resto. En un célebre retrato de Tolstoi se ve que escribía en Yasnaia Poliana debajo de una claraboya, con la mesa contra la pared y también en un sótano con aspecto de húmedo. Otro retrato, sin embargo, lo pinta sentado a una mesa con diablillos en los bordes, para que los papeles no se salgan de sus límites. Uno no sabe bien a qué atenerse. Igual solo se puso en esos sitios para el retrato. Pero lo de Dickens era tan razonable, tan clever, que desde entonces tengo claro que se trata de la disposición más apropiada para quien quiere olvidarse de sí mismo y centrarse en lo que está haciendo. Estar contra la pared tiene algo de confesional, de autobiografismo, y si en la pared hay una ventana terminas víctima de la literatura contemplativa. Desde el estudio de Dickens solo se veía el gris oscuro de las cocinas victorianas.
               Aquella edición de Minerva tiene 1256 páginas de apretada tipografía, casi el doble de las que tiene su traducción al español, 771. Teniendo en cuenta que, en el caso de Libertad, de Franzen, la edición inglesa tiene 562 páginas y en la española, con tipografía más reducida y caja más ancha, 667, hay algo no encaja: o la tipografía de la traducción de Edhasa es para miniaturistas, o el prestigioso traductor Gregorio Cantera ha hecho más recortes que Esperanza Aguirre, porque de haber publicado la edición abreviada, que la hay, es de suponer que lo dirían. Tengo que pasarme por la Casa del Libro para proceder a una cata en condiciones. Aunque lo que debería hacer, aprovechando las dudas razonables, es leerlo en inglés. En mi edición hay una marca de lectura en la página 912, pero hace tanto tiempo que ya no sé ni lo que significa.

28.11.11

Voces de fondo



[Coloco en este armario empotrado el artículo que apareció en el último número de la revista Cabiria.] 


            La voz en off suele moverse por los extremos cuando se trata de documentales de creación, esto es, no meramente informativos. En los últimos tiempos, en España, podemos trazar quizá una línea que parte, cómo no, de Víctor Erice y su clásico El sol del membrillo (1992), se nutre de las ideas de cineastas como Jean-Louis Commolli y llega hasta En construcción, de José Luis Guerín, donde también confluye, por otra parte, la prestigiosa escuela de Joaquim Jordá. En Numax presenta, de 1979, sobre la caída de los ideales obreros, Jordá ya había prescindido por completo de la voz en off. Lo ha seguido haciendo en Más allá del espejo, de 2006, sobre el proceso de una enfermedad en un paciente y su entorno. Y con él algunos colaboradores suyos como Ariadna Pujol, que también prescindió de la voz en off en su documental Aguaviva, de 2005, rodado en la provincia de Teruel, o como Tierra Negra, de Ricardo Íscar (2004), sobre el mundo de las minas de carbón, quien sustituye la voz en off por carteles explicativos.
            Pero también en 2005, y sin desviarse de los postulados de Comolli, quien sólo es partidario de la voz en off  “al modo de Marker, un comentario dubitativo que cuestiona las propias imágenes”[1], Mercedes Álvarez presentaba El cielo gira, acaso el cuarto hito que, a través de Jordá, Erice y Guerín, mejor da idea de la situación del documental de creación actual en nuestro país y, en particular, de las posibilidades de la voz en off.
            Porque Mercedes Álvarez volvió a la voz en off sin abandonar estos postulados de contemplación no entrometida, de sustitución de la entrevista por la situación (la entrevista y la voz en off siempre han sido los elementos de discordia entre reportaje y documental) y, como norma general, el distanciamiento estático, que más de una vez, dicho sea de paso, se confunde con gratuita morosidad. Álvarez vuelve a dar dimensión a la voz en off en la línea de Chris Marker, quien hizo del comentario literario en off una marca de la casa. La propia Álvarez enhebra un monólogo en alta voz de intenso contenido lírico en el que sus propios recuerdos ponen música verbal a las imágenes del pueblecito donde solo quedan catorce habitantes, y donde la última persona que nació fue la propia directora.
            Este mismo procedimiento de la voz en off como contrapunto narrativo, más o menos lírico y en diferentes registros, lo encontramos en documentales recientes como Diario argentino, de Lupe Pérez (2006), donde también la propia autora no solo aclara o narra sino que se deja llevar por su voz íntima y por las evocaciones de los espacios que visita la cámara. Y algo similar (con más humor) encontramos en Nadar, de Carla Subirana (2008), otra guionista de Joaquim Jordá, o en Días de agosto, de Marc Recha (2006), en este caso a través de uno de los personajes que intervienen en la película.
            Un ejemplo, en fin, de que la voz en off puede ser incluso la esencia de un documental y estar el documental mismo supeditado a esa voz lo hemos podido ver en La Serenísima, de Gonzalo Ballester (2006), donde la voz del pintor Ramón Gaya leyendo las páginas de su diario escritas en Venecia, sobre imágenes en blanco y negro de la ciudad, es la que determina no solo la localización sino la composición y sobre todo el ritmo de su montaje.
            Salvo este último caso, todos los anteriores, lo que podríamos llamar la escuela Erice-Jordá-Comilli, en el orden que el lector prefiera, ha dado lugar incluso a un grupo reconocido en torno a la Universidad Pompeu Fabra que ahora mismo es, desde mi punto de vista, el que está marcando en España la pauta en materia de documental de creación.
            Pero el abanico sigue abierto. Entre los que no la usan nunca y los que la utilizan profusa y literariamente hay muchas posibilidades. La voz en off es un personaje más. Si por algo resulta interesante el tratamiento de la voz en off de Mercedes Álvarez es porque no está supeditada a las imágenes sino que dialoga con ellas. La voz no explica las imágenes de la misma manera que las imágenes no ilustran la voz: forman parte de un todo donde hay distintos rango y presencia, pero donde ningún recurso es meramente auxiliar.
            Estamos acostumbrados al documental de imágenes narradas, a la sugerente voz que nos ayuda a comprender lo que vemos. Y es natural que sea así en reportajes de índole divulgativa, de transmisión de conocimientos, y con todo, en la mayoría de los casos, las explicaciones son redundantes con respecto a las imágenes, de las que se suele deducir la mayor parte de la voz en off. Así que no es lo mismo construir una voz en off con datos que apoyen las imágenes y no tengan por qué formar parte de la cultura del espectador, que describir aquello que está viendo el espectador o valorarlo innecesariamente. A partir de ahí, cuanto menos necesario sea explicar nada, mejor para el documental, y sobre todo para el guionista, que se ve obligado a encontrar un patrón diferente para cada proyecto, un tono y contenido de la voz en off radicalmente distintos, si no quiere caer en el simple reportaje televisivo.
            Los documentales de que voy a hablar, la escritura de cuya voz en off ha corrido a mi cargo, no están ordenados cronológicamente sino según el criterio de la mayor o menor necesidad de texto, o bien el de la mayor o menor objetividad informativa del texto con el que se ilustra un documental, por paradójico que resulte. Los tres primeros fueron realizados por el director turolense José Miguel Iranzo, y el último por el director murciano Gonzalo Ballester.

El tiempo en la maleta (2010)

            El tiempo en la maleta era un documental de tema clásico. En los últimos años, el título que más trascendencia ha tenido sobre el tema de la emigración española quizás haya sido El tren de la memoria, de Marta Arribas y Ana Pérez (2005)[2], un trabajo basado en la entrevista personal de unos cuantos protagonistas de la emigración de los años sesenta con una cantidad muy considerable de material filmado de la época. El documental es impecable desde el punto de vista de la realización y sobre todo de los materiales, pero a mi juicio resulta un poco frío, un poco falto de emoción.
            Todos los fenómenos migratorios son parecidos. El interés no viene del contenido de lo expresado –porque, salvo que se trate de un trabajo de investigación, siempre resulta la misma odisea–, sino del modo en que se expresa; es decir, lo narrado debe ser interesante con independencia de su contenido, que siempre es previsible. En el caso de El tiempo en la maleta adoptamos una estructura lineal con arreglo a los acontecimientos que se sucedieron en el año 1957 en el marco de la Operación Bisonte, a través de la que decenas de habitantes de Villarquemado, en la provincia de Teruel, buscaron un futuro mejor en Canadá. Los testimonios iban tejiendo el cuadro de los hechos, de las circunstancias y las ilusiones, y la voz en off debía jalonar los espacios con textos que informasen con claridad de aquello que no pudiera no deducirse de los testimonios.
            Porque, cuando son muchos los testimonios, es necesario el aire, el silencio, si bien ese silencio a menudo no puede quedar a merced de la música o de sí mismo, y un modo de descansar de los testimonios es cambiar de tono, de registro y de ritmo, acercándose lo más posible a un texto melódico que ayude a reflexionar sobre lo escuchado. Pero también buscábamos un crescendo emotivo. El destinatario del documental no era un estudioso de los fenómenos migratorios sino, para empezar, los propios protagonistas, y en general un público más curioso que inquisitivo. El trabajo de antropología, de retrato fiel, quedaba para la entrevista, generalmente largas conversaciones desprovistas de cualquier apresto y más atentas al ser humano que habla que a la relevancia específica de sus palabras, con cuyos fragmentos el realizador iba montando los distintos bloques del guión. 
            Estos fragmentos son en su mayoría de índole informativa, pero también hay lugar para una mayor intensidad emocional. Los siguientes dos ejemplos dan idea de la diferencia de registros que tratábamos de combinar. El primero fusiona dos bloques de entrevistas, el de la segunda oleada de inmigrantes y las circunstancias climatológicas que se encontraron:
            La provincia de Quebec estaba entonces gobernada por la ultraderecha católica. Los emigrantes españoles cumplían con la fe, pero además debían ser fuertes, sanos y trabajadores. No se permitían las debilidades. /// Al llegar a Montreal, ningún representante español acudió a recibirlos. Fueron conducidos a Saint Paul de L’ermite, a poco más de 20 millas de Montreal, donde tuvieron que vivir en unos barracones más de dos semanas, sin entender lo que ocurría, ni conocer a nadie que hablase su lengua. /// El experimento había resultado ser un modelo de desorganización. No había contratos previos. Los patronos acudían a buscarlos a los barracones. Pero tampoco entonces imaginaban que el trabajo era provisional: les habían hablado de la tierra y del ganado, pero no de la nieve.
            Este otro, más emotivo, subraya el sentimiento que quedó en muchos de aquellos pioneros:
            Se llevaron un reloj metido en la maleta. Marcaba la hora de cuando fueron jóvenes. En él guardaban su infancia, su lengua, su país. /// Después escucharon el latir de un mundo nuevo. Las fábricas daban las horas y los ritmos eran más modernos. Las cosas funcionaban a mayor velocidad. El tiempo discurría en otro idioma. /// Y siguió sonando, allá dentro, el tic–tac del viejo despertador. El mismo que durante años los levantaba para ir al campo. O les daba las uvas para despedir años difíciles. O marcaba el compás en las fiestas del pueblo. /// Ese reloj escondido les acompañó en la nueva vida, pero al volver, después de haber cumplido su destino, vieron que también llevaba las horas cambiadas, y supieron que su tiempo ya era otro.
            También el registro de voz en que se grabaron estos fragmentos fue una decisión consciente. En toda esta importantísima escuela de documentalistas que se ha creado en torno a la Pompeu Fabra hay un asunto que ha llegado a la categoría de dogma sin necesidad de instrucciones explícitas. La mayor parte de los autores, valga el retruécano, exhiben su férrea voluntad de desaparecer. Desde un punto de vista teórico, todos postulan el desprendimiento, la desnudez de la mirada que sea capaz de llegar a la verdad del objeto retratado, pero el método suele ser ponderativo, más cercano a una visión personal que a la que los propios retratados tienen de sí mismos. En un momento determinado, la pregunta de qué es lo que más podría gustar a los propios protagonistas fue la pauta que tomamos para llegar a la forma más aproximada de realidad que andábamos buscando. Creo que de haber usado una estética más sugerente, más estática, más estética, el documental no habría sido la voz de sus protagonistas sino un filtro que los prejuzgaba.


Cajas destempladas (2007)

            Completamente distinto tuvo que ser el punto de partida en un trabajo para el que había un excelente material filmado sobre la Semana Santa en Calanda y en cuya producción participaba el Centro Buñuel, cuya sombra, de algún modo, había que proyectar en el documental. Para el guión se escogió uno de los personajes más peculiares de la pasión calandina, Longinos, el soldado que clavó a Jesús una lanza cuando estaba en la cruz. Este personaje aparece en diversos actos ataviado con una armadura del siglo XVI y escenifica episodios como la custodia del cadáver o el mando sobre los soldados. A través de él trazamos la breve tragedia de Longinos, quien en diferentes escenarios (el monasterio en ruinas del Desierto de Calanda, principalmente) declamaría un monólogo sobre su triste situación, la de ejecutor inocente y necesario del destino.
             El texto declamado por Longinos (interpretado por José Luis Esteban, quien también leyó la voz en off) era completamente ajeno a cualquier ánimo informativo. Se trataba, en realidad, de poemas escritos en su mayoría según el ritmo de los distintos toques de Semana Santa, para lo que se utilizó el apoyo de un coro que subrayaba su grave isocronía. Al mismo tiempo, la voz en off reflexionaba sobre el sonido del tambor, su percepción sensorial y su significado mítico. 
            En este caso, por tanto, no había nada que explicar que no pudiera deducirse del montaje. Era el terreno de la reflexión y también de la poesía, entendida esta como acercamiento de las palabras a la salmodia catártica que representan los tambores.
            Así, uno de los monólogos de Longinos decía:
            Soy un verdugo vestido de hierro /// que pasea entre las máscaras moradas. /// Escucho respirar sus bocas de fantasma, /// siento que me miran con los huecos de los ojos. /// Rozan sus hábitos con mi armadura, /// Su limpia seda, su áspera estameña,
los lienzos blancos de las madres /// y los niños que se pierden en el duelo. /// Me miran las mujeres vestidas de negro /// que cargan el peso de un llanto sereno. /// Me miran, todas me miran, /// como se mira en un entierro al asesino.
            Pero este otro era un acompañamiento hablado de un ritmo concreto de los tambores, fácilmente reproducible para el locutor:
            Sube la sangre con tantos tambores que suenan al mismo compás /// Cientos de niños se queman los dedos de tanto tocar el tambor /// Ruge la tierra y los bueyes destripan la pulpa que habrá de crecer /// Flores de lluvia que rompen sus tallos y miran la vida salir /// Cuántos tambores me arrancan el sueño que nunca he querido vivir /// Esta armadura de hierro florece del agua que riega la paz /// Rompo las bridas de un gran sentimiento y las rosas escapan de mí /// Clavo la entraña del último vuelo que ven las campanas marchar /// Suenan los huesos y sueña la tierra y me escuchan las horas gemir /// Gente que ríe y sus hábitos brillan al son que calienta la luz /// Todas las horas me esperan metidas en este sufrido temblor /// Brote la vida y la sangre se encienda en latidos del más loco amor.
            En ambos textos, pero sobre todo en este, partí de la base de que si se trataba de buscar puntos de unión entre el toque de tambor calandino y el surrealismo buñuelesco, era un contrasentido tratar de explicarlo, y mucho más coherente limitarse a practicarlo. Soy de la opinión de que de las palabras escuchadas nos queda un porcentaje inmensurable flotando en la memoria que reelaboramos a nuestra manera. De una melopea rítmica surrealista queda en nosotros el mismo número de palabras que de una conferencia sobre surrealismo, pero el espectador, en la primera, escucha el surrealismo, y en la segunda oye lo que es el surrealismo. Por este misma razón, lo poco que nos queda de lo que escuchamos, no suelo alargar los textos en off más allá del minuto de locución, porque tengo la impresión (mera intuición) de que más allá de ese tiempo el espectador ya no disfruta de las palabras sino que empieza conscientemente a procesarlas. Ya no está en ellas; más bien las lee desde fuera. No es ninguna casualidad que un soneto, el rey de las estrofas, tarde un minuto en ser leído.


Un taller con mucha luz (2011)

            En el verano de 2010, y a raíz de la exposición Desde la sombra, de arte contemporáneo turolense, Iranzo planteó un documental que abordara el hecho de ser artista en Teruel, de trabajar en una ciudad y un entorno natural muy determinados que de algún modo influían en su obra. Las entrevistas, sin imágenes ni voz del entrevistador, se centraron en el proceso creativo, las dudas, las directrices, las proporciones de oficio y de ingenio, de azar y de necesidad. Los diferentes bloques daban lugar a breves intervenciones que se articulaban en una sola conversación, y entre bloque y bloque, trenzado con la obra de los artistas que en ese momento ofrecen su testimonio, quedaban unos necesarios espacios subrayados por la música en los que el realizador varió su estética por la del breve montaje sobre el proceso de creación, los paisajes o los edificios de la ciudad donde se crea. Era sobre estos montajes, sobre estos paisajes, cuando el realizador decidió incluir algunos textos en off.
            En este caso el trabajo resultó más parecido a Cajas destempladas que a El tiempo en la maleta. Desde el momento en que los interludios eran también una creación más estética que informativa por parte del realizador, se decidió incluir breves textos poéticos, meramente sugerentes de lo que significa para un artista el territorio de su creación. Una primera persona sin definir iba desgranando las líneas con deliberada desarticulación, y en el tono más coherente con el contenido del documental. En uno de los fragmentos, por ejemplo, el narrador habla en términos entusiastas de su relación con la tierra como ámbito de creación:
            Vivo en un taller con mucha luz, /// escucho el barro entre las manos /// y el susurro de la ciudad dormida. /// Veo el campo desde las ventanas, /// el cielo sobre las aliagas, los montes azules. /// Esta tierra está pintada, es pintura /// y yo respiro en ella el aire limpio, /// su alma de agua evaporada.
            Y el planteamiento, con diferentes resultados, volvió a ser parecido al de Cajas destempladas, es decir, si se trata de un documental sobre arte, los montajes que separaban los bloques de entrevistas debían ser una muestra de arte visual y la voz en off debía serlo de arte poética. Por eso no rehuí en ningún momento la apariencia de poesía ni ninguna de sus normas prosódicas, de modo que se subrayase su condición solidaria con la música o con las obras de arte o con los montajes, todos ellos piezas distintas de una misma composición.

Al otro lado del mar (2011)[3]

            Algo parecido sucedió con el documental de Gonzalo Ballester Al otro lado del mar, sobre la tradición de la poesía repentizada en la región de Murcia y en varios países latinoamericanos: Cuba, Puerto Rico, Panamá, México o Argentina. En este caso el encargo consistía en una voz en off que remitiese al narrador y realizador y al viaje que emprendió sin planes previos por la ruta de la poesía improvisada. Debía tener un toque iniciático, con intervenciones que planteasen las propias dudas del narrador ante lo que estaba presenciando y registrando.
            En España el repentismo de décimas de pie forzado parecía un localismo rescatado, rehabilitado, pero en América todavía impregnaba el tejido social, es decir, en los espectáculos no había el distanciamiento condescendiente de la cultura turística sino que el público se implicaba en los duelos con entusiasmo de galleros, y en las exhibiciones con la sonrisa concentrada de quien sabe sentir la música. Pero tampoco era fácil calibrar su trascendencia como acto social y estar seguro de si, a pesar de que el rito era presente, no conmemorativo, podíamos hablar de un espectáculo popular o de una tradición todavía viva pero también, como a este lado del mar, en vías de extinción.
            Por lo demás, el montaje era todo lo elocuente que necesitaba ser para bastarse con las imágenes y las entrevistas, por lo que la voz en off debía ir siempre en un tono muy pausado, casi susurrado, como altos en el camino, reflexiones en voz baja, momentos para abstraerse del bullicio. Así, por ejemplo, tras una impresionante actuación del trovero Papillo, de Puerto Rico, después de un alarde casi inverosímil de versificación en directo, el narrador se plantea en qué cambiarían las cosas si él no hubiera preservado ese momento con su cámara, y la voz en off dice:
            Sin este azar, sin este dejarme llevar por las canciones, // no habría registrado este momento, // y los versos de Papillo se habrían disuelto entre la noche // o se habrían condensado en lluvia fina, en la memoria común. // Quizá, cuando estas imágenes desaparezcan, // sigan resonando sus palabras.
            No soy ajeno a esta aparente contradicción. El documental en sentido estricto sirve para eso, para poner a disposición del espectador, reunidos y organizados, unos cuantos documentos significativos. Todo lo demás es añadido por la mano del autor. Vivimos una época de descrédito de la ficción, es decir, de todo aquello que no sea literal. Pero la comprensión objetiva de las cosas no es toda la comprensión. Las cosas también se sienten, y este apego enfermizo a las verdades periodísticas considera que la emotividad no debe abandonar los terrenos del tópico decorativo.
            Estéticamente, algunos corrimientos de ideas están provocando nuevos ajustes de los géneros. Del mismo modo que la novela se ha despeñado por los terrenos de la no ficción (y algo parecido está sucediéndole al cine), el documental, que partía del lado de la verdad, está encontrando solar deshabitado en los terrenos de la imaginación. El sol del membrillo, que pronto ha de cumplir los veinte años, fue una película que se adentraba en los terrenos del documental, y ahora su vigencia (como el primer día, por cierto) está en la estética de los documentales que exploran terrenos de ficción, o por lo menos de integración de las artes cinematográficas y literarias en la descripción de un tema más o menos actual. Quizá sea esto lo que ha pasado, que los documentales, más que explicar o divulgar, cada día más se dedican a describir, algo que siempre ha sido asunto del arte y la literatura.
            Es posible que sea la libertad con la que he podido afrontar estos guiones y la autosuficiencia narrativa e informativa de los montajes sobre los que debía trabajar lo que me ha permitido concebir siempre así la voz en off, como un elemento del mismo rango que la música o las imágenes. Reconozco que soy un tipo de espectador al que, en un documental sobre Rusia, antes que una serie de datos climáticos y sociológicos preferiría que la voz en off le leyera un poema de Tiútchev. Por otra parte, no es lo mismo un documental dedicado a registrar unos acontecimientos y unos datos para preservarlos, para introducirlos en la Historia, o para explicarlos y darlos a conocer, que un documental para pensar en un hecho, en un fenómeno, recrearlo en la mente del espectador y llegar a su comprensión a través de la capacidad de sugestión y de evocación de las imágenes y las palabras. La obvia rigurosidad parsimoniosa de los documentales de sobremesa o los montajes vertiginosos de los documentales nocturnos no permite los excesos verbales. En este sentido, la voz en off apenas ha abandonado la concha del apuntador. Pero si lo que el documental busca es, más que una belleza determinada, una rigurosa coherencia estética, el apuntador ya puede salir al escenario y ser un actor más de la función. No se trata de postergarlo, igual que a las entrevistas, como recursos típicos del reporterismo que se opone al documentalismo creativo, sino de incorporarlo con el mismo grado de distanciamiento que todo lo demás. No es casual que casi todas las nuevas voz en off de los documentales de creación sean autobiográficas. El primer personaje que se nos ocurre es el de nosotros mismos. Pero luego están los otros, las voces de los otros, las que suenan como música de fondo, y que también pueden narrar.


[1] En palabras del propio Marker: “Comparo el documental con la poesía. En la poesía se puede jugar
con las palabras que están a disposición de todo el mundo para hacerlas suyas y que luego vuelvan a ser de todo el mundo. Eso es también el documental.”  Casi todos los documentales a que hago referencia han sido minuciosamente estudiados por Beatriz Comella, quien también incorpora la cita de Marker, en Mirar la realidad. Una aproximación al máster de Documental de la Creación de la Universitat Pompeu Fabra (1997-2009), Tesis doctoral, Universitat Rovira i Virgili, 2010, http://www.tdx.cat/TDX-0419110-130434 , a mi juicio una herramienta indispensable para orientarse en el documental de creación actual y sus más inmediatas posibilidades.

[2] En los últimos tiempos los documentales sobre emigración se han centrado en la emigración llegada a España, algo de lo que, por cierto, también fue pionero Víctor Erice, con aquella cuadrilla de albañiles eslavos que trabajaban paredaños con el pintor Antonio López. Esta forma moderna de ver la inmigración también ha sido estudiada por Beatriz Comella en Imágenes de migración en algunas películas documentales recientes: En construcción, El cielo gira, Aguaviva, Diario argentino, Quaderns de Cine, 6 (2011).

[3] Escribí este artículo antes del montaje final de Al otro lado del mar. El autor trasladó los textos en off a rótulos y redujo considerablemente su presencia, a mi juicio con buen criterio: la potencia del montaje amortizaba cualquier apoyatura, es posible que incluso aquellas que se conservaron. 

8.11.11

Tomás Segovia (1927-2011)



Quieras que no vuelve a reinar el día
La luz se quita el velo
Y descubre sus ojos infinitos
Casa común de la presencia
Donde el mundo se explaya abiertamente
Y a la vez dulcemente se cobija
Lo real está aquí todo desnudo
Mas no desprotegido
Un aura luminosa
Lo pone a salvo de nuestra torpeza
El agua de la luz lo lava
Emerge con el día de su baño luciente
Limpio de nuestro polvo y nuestra escoria
El mundo un día más
Habrá sobrevivido a nuestro acoso.



De Estuario (2011). Fotos de Juan Ballester (1 de octubre de 2011)

6.11.11

Carne de membrillo



Estos días hemos recogido los membrillos. Son siete membrilleros que plantó mi padre en 1978, tienen ya la edad de Jesucristo. En los últimos años las sierpes alrededor del tronco casi los convierten en arbustos, y poco a poco, marzo a marzo, hemos ido limpiándolos, aunque la fruta, los membrillos gordos y amarillos, no acababa de salir. Pero el pasado otoño a un vecino que estaba quemando rastrojos se le descontroló el fuego y chamuscó las ramas de los membrilleros que invadían su terreno. Teniendo en cuenta que están plantados en la linde, casi la mitad de cada árbol pasó a mejor vida.
               El vecino se llevó un disgusto tremendo. Nos pidió que pusiéramos precio a los árboles que se nos hubiesen socarrado, o que le dejásemos plantarnos otros de la misma especie en su lugar. En estos casos a uno le sirve con la actitud. Mi padre y él siempre han sido buenos vecinos y le dijo que no se preocupase, que tampoco había sido tanto el daño: un par de parras, un ailanto cuyo desarrollo casi visible ya nos estaba preocupando, un seto de aligustres apoyados en la valla del linde, un par de arizónicas en la otra valla y los siete membrilleros veteranos, que junto con cuatro cerezos (uno se acaba de morir, tengo que dedicarle una bernardina) y tres o cuatro manzanos reinetos son los árboles más viejos del lugar.
               El caso es que el incendio les sirvió de poda y este año las ramas que penden hacia adentro, a las que no llegó el fuego, estaban cuajadas de frutos, gordos, duros y amarillos, y aún otros más pequeños de un verde muy tenue, un verde que está dejando de ser verde. El amarillo es denso y claro. Es un amarillo de secano, como las mismas pomas, de piel irregular surcada por pliegues que se aprietan y recogen en frunces carnosos en el culo (en el ápice umbilical), algo más protuberantes en el lado del pezón.
               En cuanto se ha hecho de noche nos hemos puesto a pelar unos cuantos y a cocerlos, a limpiarlos de los puntos negros, del interïor breve gusano, como diría Góngora, en el caso de que los hubiera, porque estaban de lo más lozanos, lustrosos nada más pasarles un dedo por el vello que los cubre, y los que se habían podrido ya estaban marrones, encogidos, con estrías horizontales, aun colgados del árbol.
               Con estos primeros membrillos solemos hacer compota. Para la carne de membrillo se necesita más azúcar y eso no pega mucho con el fruto recién cogido, que es un fruto austero, de carne dura, con un aroma limpio de despensa o de lagar. El membrillo es pariente de la rosa, su aroma es el aroma del otoño, pero en él no hay nada luxurioso. Es más, es un olor que se percibe con más intensidad en los lugares fríos, en los cuartos donde hay que estar vestido. Tiene algo de convento frío, de ascetismo austero, de fragancia no pecaminosa, de sosiego espiritual. No es fruta que chorrea por los labios al morderla, y sin embargo es, por así decirlo, la más real. Sólo al dulce de membrillo se le llama carne. Por algo será.

5.11.11

Voces del Mediterráneo


Entre pitos y flautas, llevo año y pico leyendo sobre la guerra y la posguerra mucho más de lo que me habría imaginado nunca, y eso que ya dejé el tema por imposible. De vez en cuando, sin embargo, vuelve a caer otra, y en este caso bien gorda, Las voces del Pamano, de Jaume Cabré, escrita en 2004 y transformada en miniserie televisiva en 2009, pero que a mí no me llegó por su difusión en español (la traducción es de 2007) sino por el método más antiguo de todos, el boca a boca entre lectores desprejuiciados.
               Las voces del Pamano es un modelo de novela popular moderna, y si no añado “de calidad” es porque no creo que la novela popular no suela o no pueda tenerla. Entre las wikinovelas históricas, peñazos de datos y de tópicos, y una buena novela popular media un amplio trecho que en español no ha dado mejores resultados por prejuicios de estilo. Los buenos narradores españoles necesitan ser originales sin interrupción, y como, por lo demás, en España no hay tradición lectora, la novela popular ha caído en manos de arriolas de la literatura que sacrifican la calidad a la falta de sustancia, a los relatos de sencilla digestión y nada más. Algo muy distinto sucede en Cataluña, y lo que, al parecer, está ocurriendo con Cabré, un descubrimiento que llega después que en Alemania u Holanda, me recuerda un poco a lo que sucedió en su día con Zafón, cuya apuesta de novela popular sonaba tan habitual en la literatura catalana como sorprendente en la española. Pero los que hemos leído con fruición los Carvalhos de Vázquez Montalbán, unas cuantas novelas de Marsé o casi todas de Mendoza, recordamos un tipo de novela fresca, divertida, sin adjetivos ornamentales ni corrientes de conciencia ni leches en vinagre, muy bien narrada y mejor escrita. Me venía una especie de brisa Mediterránea leyendo a Jaume Cabré, no ya tanto por los personajes o las circunstancias sino por esa forma desatada de narrar, llena de personajes cercanos, del súper de abajo, y otros rematadamente novelescos, como fallas grecolatinas. Son escritores que sabían a qué atenerse con sus lectores: gente que no quiere monsergas pero tampoco chorradas, lectores dispuestos a jugar al juego que proponga el narrador, siempre y cuando el narrador los lleve y los traiga y el viaje sea tan placentero como edificante. Cuando don Quijote pasó por las prensas catalanas debió de dejarse allí el espíritu, porque en el resto de España sigue mandando Quevedo.
               ¿Pero qué es una novela popular? Jaume Cabré ha trabajado en cine y televisión y se nota. La narración televisiva consiste en llevar breves escenas a un clímax argumental y de inmediato cambiar de personajes. Este trenzado de historias es bueno porque garantiza variedad e independiza los episodios pero también esconde muchas veces la debilidad de cada una de las historias por separado, aunque también, si se sabe prescindir de la linealidad, permite aquello que decía Allan Gurganus de narrar desde dentro, disponiendo los elementos como manchas de color necesarias para la armonía del conjunto. Cuando leo una novela contada en un ir y venir de tiempos y de personajes siempre me hago la misma pregunta: ¿la escribió en este orden el autor o primero la redactó por orden cronológico y después la desordenó? Habría que preguntárselo a él, pero yo creo que esta novela está escrita según sus propias necesidades, narrando el pasado con la misma falta de continuidad que tienen los recuerdos y que necesitan las novelas para atizar la curiosidad. No cuesta en absoluto ir del año 44 al 2002 pasando por los años 70, porque el buen narrador siempre deja un detalle que ahorra la nueva ambientación. Ni tampoco cuesta seguir cualquiera de los tres hilos, entre otras razones porque el narrador recapitula con frecuencia, a veces, para mi gusto, con excesiva frecuencia.
               Las tres historias que teje Cabré tampoco son, como suele, paralelas sino más bien concéntricas. Da la sensación, bastante obvia, por otra parte, de que haya partido de una sola novela, una historia de maquis, en plan Pa Negre y por ahí, rebozada luego con la mirada desde el presente, la clásica investigadora de los papeles del muerto, la encargada de rescatar la memoria que se enfrenta a sus propios designios y, plop, surge la nueva historia, en este caso paralela no con las demás sino con el personaje de Elisenda. En la historia original, la de 1944, un maestro llega a un pueblo de la sierra de Lérida con su mujer embarazada. Por una cobardía elemental que es el inverso de la ironía trágica, un poco como en Un enemigo del pueblo, el lector y el héroe saben lo que los demás ignoran, y su tragedia es que lo consideren un fascista repulsivo que delató a un niño de catorce años al que el jefe local del Movimiento, un verraco sanguinario, le descerrajó un tiro en un ojo. Su mujer lo abandona porque le da asco su actitud, pero él trata de corresponder con el niño muerto haciéndose confidente y enlace de los maquis.
               La historia madre, digámoslo así, recibe un chorro de coñac cuando aparece la rica del pueblo, Elisenda, la malisísima de la novela. Ángela Chanin, a su lado, una aficionada. Y Elisenda se enamora del maestro, de modo que, en medio del invierno crudo, en mitad de la insoportable posguerra, en un pueblo perdido del Noguera Pallaresa, una riquísima señora fascista no solo posa para el maestro, que resulta ser un gran pintor, sino que regocija a los lectores con escenas libidinosas. Esa novela previa terminaba trágicamente, o sea bien. El mismo despecho amoroso, la misma crueldad congénita de los ricos, es la que mata al protagonista y usurpa su memoria. No adelanto nada. Esto es algo que se sabe desde las primeras páginas. La novela presenta sus líneas generales y luego avanza en bucle, rehilada, de modo que lo que se resuelve no es tanto acontecimientos fundamentales del argumento cuanto sus detalles puramente novelescos: anagnórisis varias (alguna digna del mismo Lope), pistolas que surgen de las sombras, damas que dejan el bolso en el sillón y se desnudan, y en vez de cerrar la puerta, como hace la púdica novela castellana, enseguida se despatarran. Las escenas de carne están contadas como las contaría quien las sufre, quien es traicionado, y con un hilillo de moralina un poco paradójico, porque en esta novela solo follan los malvados. 
               Esta Elisenda es el colmo de la mujer fatal, del putón verbernero, y de todas las maldades de los fascistas reunidas en una sola familia repulsiva y un séquito de asesinos de Falange. Pero también de todas las argucias y crueldades del franquismo posterior y del capitalismo en general, y de los aristócratas que medraron a lomos del régimen, fornicando con el régimen, y curas que los ampararon con sus misas. No falta el cura íntegro, el que llama mala puta a quien le confía en sagrada confesión sus maldades, y trata de impedir que la rica despechada se apropie de la memoria de un mártir de los maquis y lo convierta en santo para redimir sus culpas.
               Pero todo ello, en un tercer círculo narrativo, es investigado por una maestra de pueblo que es el rigor de las desdichas. El hijo, después de educarlo en la libertad y la tolerancia, se le mete cura. El marido le sale un pichabrava mudo y ridículo como el Imanol Arias de La flor de mi secreto. Y, por si el lector no se hubiera congraciado lo suficiente con ella y su mensaje narrativo, le sale un cáncer. Es ella la que, cómo no, mientras estudiaba las raíces del pueblo donde vive, encontró unos cuadernos manuscritos que… Por cierto, el momento en que Marcel descubre quién fue su padre desaprovecha la inercia narrativa de ese manuscrito. Poco antes el narrador ha insistido en que en ese cuaderno había dibujado un retrato del padre, pero luego desaprovecha la ocasión de que el hijo se refleje en aquellos cuadernos perdidos.
               El caso es que la otra protagonista, la maestra, Tina, es el más cercano de todos, un poco el que nos guía emocional e ideológicamente. Hay que restituir la memoria histórica de los maquis catalanes muertos en su lucha por la libertad contra la España de Franco, cuando ya la guerra se había perdido pero entre las montañas cundía el odio y la desesperación. El jefe de Falange, Torga, el malo de la película, es un asesino y un gilipollas. Mientras mata gente por deporte es como el malo de las marionetas, que no se entera de la que le están armando. La escena, por ejemplo, del atentado fallido, muy importante porque justifica el desenlace, la llegada del destino, me resulta francamente inverosímil. Pero está bien contada y ese tipo de cosas, cuando te estás divirtiendo, no se tienen en cuenta. El maestro se va salvando de una muerte segura porque el malo es imbécil, lo cual también tiene una justificación argumental cuando necesita que lo ayuden a descubrir la verdad.
               Porque todos van buscando descubrir una verdad o impedir que se descubra. Tina quería desvelar en 2002 lo que Elisenda quiso ocultar en 1944. El maestro oculta en 1944 lo que entonces habría acelerado todavía más su muerte pero después no sirve para que sea revelado, porque el poder, al margen de las circunstancias, sigue estando en manos de los mismos. El poder los educa y los modela, los arraiga y los desarraiga, los encapricha y los hastía. Y los demás, a joderse con su Dos caballos, su hijo cura y su marido pichabrava. La memoria histórica es como una subasta de héroes. El picapedrero todavía no puede cincelar todos los epitafios posibles. Quien paga, manda.
               Tina y el maestro son dos excelentes personajes, pero los demás, incluida Elisenda, son tipos, prototipos. Todas las mujeres rojas son santas, pobres y valientes. Todas las mujeres fascistas son ricas, putas y desaprensivas. Algo que tiene gracia desde el momento en que las putas tienen audiencias papales y a las santas las abandonan y no las escuchan los curas, algunos hijos suyos, Dios mío. Sin embargo nos habríamos quedado más tiempo con el maestro, habríamos querido saber más de él si no hubiese sido, también, víctima de una estructura narrativa que es como un ágil montaje cinematográfico. Y lo mismo me pasa con Tina, a quien creo que el narrador no ha deparado un final como se merecía ella, no la historia. Ese pesimismo final es un poco postizo, creo yo, después del optimismo narrativo que nos hacía pasar de las camas a las trincheras con destreza de abubilla.
               Y no es solo con Tina. Hay un personaje meramente trazado al que he estado esperando toda la novela, Rosa, la mujer del maestro, cuyo papel tan secundario, tan insignificante, me ha decepcionado un poco. Con lo viva que estaba, con lo interesante que parecía. La escena de la placita de la Fuente es buena precisamente por eso. Todos teníamos ganas de ver a Rosa, de hablar con Rosa, pero hay ropa tendida y no conviene que los vean juntos. Si Cabré quería transmitir la decepción del maestro, desde luego que lo consigue, pero el lector no tiene la culpa de nada y una cosa es que el maestro no pueda verla y nosotros tengamos que pagar la misma pena.
               Y todo ello, los personajes vivos y profundos y los de cartón piedra, las escenas emotivas o fascinantes y los tópicos de serie negra, las dilaciones innecesarias y las revelaciones sorprendentes, es decir, todo el atalaje de lo que desde siempre se ha entendido por novela popular, está narrado con rapidez adictiva, con economía suficiente, desmembrado de modo que el lector se beba a sorbos el gran caldero de seiscientas páginas, y cada capitulillo lo deje con ganas de saber más pero le consuele volver a saber en la página siguiente de algo que hace algunos capítulos dejó de contársele y prometía mucho. Y está narrado con una prosa que lleva más lejos de lo acostumbrado las posibilidades de los estilos directo e indirecto, del pensamiento y la voz, de las personas que hablan y las que solo piensan, de los cambios de escenario y de imaginación o de época y de historia. Algo que, dicho así, parece un lío, es un sencillo juego que uno comparte sin la más mínima dificultad desde la primera página. Pocas veces ha visto un caso como este de recurso vanguardista al servicio de la narración tradicional. Y lo bien que funciona, oye. Una prueba más de que los hallazgos narrativos nunca sirven por sí mismos sino en tanto son capaces de complementar la narración de toda la vida.
               De momento, y sin solución de continuidad, voy a empezar con Yo confieso, el libro que, por lo que estoy oyendo últimamente por ahí, va a ser la sensación del año. A ver, a ver.

3.11.11

Almas en pena


Medea sigue siendo la tragedia más potente de Eurípides, la que atrapa con más fuerza a espectadores o lectores no avisados. Y también a Ariel Dorfman, quien riza el argumento de la tragedia en Purgatorio, montada sobre la premisa de que tanto Medea como Jasón están purgando su pena. Una bata blanca sirve para que el otro hurgue en las entrañas rotas de la bruja asesina y el macarra mujeriego. Carmen Elías sí es una buena Medea, muy de la escuela española de darse puñetazos en los ovarios, la escuela Espert, la escuela Bernarda, los dos nombres que más horas de teatro español han colonizado y más piezas han oscurecido, y las dos, sobre todo la segunda, recuerdo de un teatro de subtexto, un teatro cultural, teatral, especulativo, remakeador, obeso de cultura y sin fibra imaginativa. Pero Viggo Mortensen ya no me gusta tanto. Se mueve como un autómata por el escenario negro y pelado, para variar; da la sensación de que no sabe dónde poner las manos, o por lo menos recurre a unos gestos con ellas que no resultan ni naturales ni teatrales; dice frases sin que terminen de encajar con las que dice su antagonista, con tonos artificialmente elevados o impertinentemente bajos, sin asomo del aire machorro y seductor de Jasón cuando trata a Medea como a una colilla.
               Porque en esa impresionante obra de Eurípides no se habla de la mujer enloquecida que mata a sus hijos sino de la herida en el orgullo, y no solo se venga de Jasón por celos sino porque la ha desposeído de cualquier forma de dignidad. Medea es la mujer que entrega más de lo que cualquiera en su sano juicio entregaría por amor, y consiguientemente la que más dolor sufrirá y daño será capaz de infligir. Al autor de Purgatorio le interesa la sangre de los niños y el sexo de la competidora, carnaza moderna, pero no el entramado de sutiles sentimientos que estrangulan a Medea. Bien es cierto que el texto de Purgatorio jamás menciona los héroes de la tragedia, pero todo es tan reconocible como si interpretasen Caperucita Roja, y uno se pasa la función echando de menos el modelo, la tragedia intensa, los constantes chispazos entre sentimientos opuestos, el desgarro de quien sabe qué es lo peor que puede hacer.
               Aquí, en vez de teatro, hay psicoanálisis. El acentazo argentino de Mortensen, bien mirado, casa mejor con esa cinta de Moebius borgiana que, como dice él en el único momento cómico de la obra, es un círculo que no se sabe si terminará. Qué manía con los círculos viciosos para explicarlo todo. Qué solución tan sencilla. Qué fácil recurrir a los recuerdos escondidos, a los gatitos de la infancia, en plan Annibal Lekter, pero con una presencia de buen chico que no tienen nada que ver con lo que representa Jasón. También un poco especulativamente, estos actores actúan de otros autores, y si la una, muy a la española, resulta verosímil, el otro, argentino de souvenir, a veces da un poco de risa.
               No sé si era fácil dotar de fluidez a un texto espiralidoso que no avanza hacia ninguna parte, hasta el punto de que el final repentino, el deus ex machina del perdón, es lo más euripídeo de todo como recurso técnico, como si Ariel Dorfman tampoco hubiese sabido cómo cerrar aquello y se le hubiera ocurrido un final a lo Hipólito, por el morro. Entre Medea y Jasón no puede haber perdones. Son lo contrario al perdón. Son lo imperdonable. Los dos. Y aquí la cosa termina como si se hubiera acabado la hora de la consulta, con un perdón postizo que no se justifica con ninguna de las parrafadas gratuitas, ese aire confuso que a algunos les parecerá profundo. Lo profundo es transparente, necesita de aguas transparentes para revelarse. Y estas aguas están demasiado teñidas de bucles retóricos, de tarquín palabrero. Se ve una superficie oscura, pero no se sabe si es un charco o es un pozo.
               Y es una lástima, porque el Teatro del Matadero, aparte de un hermoso edificio, es un sitio que ni pintado para representar esta tragedia o sus versiones psicoanalíticas. Claro que, en vez de montarla en la coqueta sala 2, deberían haberla puesto en la sala de despiece. Medea dando besos a los ganchos. Jasón tratando de no pisar la sangre. Pero, por favor, sin que nadie pida perdón. 

25.10.11

Un taller con mucha luz


Nacho Navarro sacó esta foto en el cine Maravillas, el día del estreno de Un taller con mucha luz. De izquierda a derecha y de arriba abajo, Remedios Clérigues, Carlos Gómez Silva, Reyes Esteban, Mª Ángeles Pérez, Gonzalo Tena, Leo Tena, Pascual Berniz, Caterina Burgos, Ernesto Utrillas, Carmen Escriche, José Miguel Iranzo, un espontáneo y Fernando Torrent. Diario de Teruel le ha dedicado el reportaje Creadores que dan luz a Teruel, que firma F. J. Millán.

22.10.11

Una novela de tesis


Libertad es eso que antiguamente se llamaba una novela de tesis, que en España, si seguimos la plantilla de Galdós, es algo prerrealista, sometido aún por las ideas, es decir, narrativamente falta de libertad. Los personajes son ideas desarrolladas según el modo tolstoiano, es decir, seres trágicos a la espera de una redención. El autor es entonces un demiurgo redentor que se encariña con ellos porque los comprende y no se resigna a dejarlos hundirse en su tragedia. Pero cuando, además, estos personajes representan una idea del autor y no de sí mismos, uno acaba sospechando que no eran imprescindibles, que se limitaron a encarnar pensamientos previos, que no los crearon ellos al vivir en la novela.
Esta es la sensación que me ha quedado. Entre el compromiso ciudadano y la carpintería tolstoiana dejo de ver en ocasiones esa verdad reciente, ajena casi a la mano creadora que sólo puede partir de los personajes. Y quizá es eso lo que le reprocho, que la novela no ha nacido de los personajes sino de las ideas. Todos ellos representan un tipo de ciudadano reconocible, y su evolución narrativa es más bien la reflexión sobre lo que representan. Cuando esto sucede, la lectura es absorbente porque la prosa es magnífica y la disposición de los elementos, su ritmo narrativo, siempre sugerente y sostenido, con las idas y venidas en el tiempo apropiadas para verla progresar entera. Pero al terminar el libro (una novela de setecientas páginas que se lee como si tuviera la mitad, incluso con un punto de ansiedad, de no remansarse nunca) uno se queda pensando en cuántos mitos nuevos poblaban la novela, qué personajes servirán a partir de ahora para definir a un tipo de ciudadano. La descripción de cada uno de ellos es también la de un problema social de consecuencias más o menos novelescas, y el resultado inevitable es que uno piensa más en el resultado que en el personaje.
El protagonista más que absoluto es Walter, mucho más que su mujer, Patty, a pesar de que, en números redondos, parezcan antagonistas equilibrados. Alrededor de ellos está el creo que un poco postizo Richard y los hijos de la pareja, sobre todo Joey, porque Jessica tiene un papel como de Cordelia, benéfico y lejano. Walter representa al ciudadano progresista norteamericano, implicado en causas medioambientales y muy crítico con la siniestra estrategia ultraconservadora. Como padre, comete el trágico error de las generaciones empeñadas en educar a sus hijos en la libertad: a veces sale bien, pero otras veces se cría, por puro contraste, un Edipo neocón. Como conservacionista también comete otro error trágico: se ve obligado a colaborar en las sucias estrategias que tiznaban los bosques en la época de Bush, y cuando intenta redimirse (la parte literaria de la cosa) yo creo que la cosa se resiente porque el registro de la novela es de pronto demasiado literario, cinematográfico diría yo, y no casa mucho con el tono sin concesiones que domina majestuosamente desde el principio. Como marido, en fin, la acción se sostiene sobre unos puntales incluso folletinescos: la súbita revelación de la verdad (a través de una carta, como Fedra) que rompe la ironía trágica y hace ver y no querer ver al héroe. Walter descubre la mentira que lo ha acompañado durante toda su vida, y ese descubrimiento desata una locura trágica, una hybris que desencadena un final con deus ex machina y todo, lo que menos me ha gustado del libro, porque significa una concesión narrativa bastante discutible. Redimirse cuesta mucho tiempo y muchas páginas. Tantas como condenarse. En esta novela la condena es larga y tremenda, y la redención poco más que un remate final.
Patty es la clásica mujer desesperante, aquella para quien los culpables de sus variadas infelicidades son siempre los demás. Representa al ama de casa frustrada que consiente a los niños mucho más de lo debido y fantasea con hombres de acción. Por muy reales que sean, no aguanto a los personajes femeninos que necesitan del macho malote para sentirse más mujeres, y esta mujer es un poco así. El autor ha vertido en ella prototipos deleznables, sobre todo el de esa generación de padres que se comportan como adolescentes reprimidos y de hijos que lo hacen como adultos desenfrenados. El dilema de Patty es también algo esquemático. Se debate entre su marido, Apolo, y su amante, Diónisos, entre el mármol cocienciado y el vino roquero, entre ser buena madre de familia y chapotear en la obsesión por el sexo que debe de llevar escaldados a buena parte de los norteamericanos. No sé si es deliberado, pero hay algo esencialmente infantil en esa neurosis genital que desemboca en un angustioso no es más que sexo, frase que repiten todos los personajes de la novela, y todos están lobotomizados por las hormonas, por la insatisfacción y el deseo y el sentimiento y el resentimiento, llenos de sudor.  
La tolerancia trágica llega a los hijos, sobre todo al pequeño, Joey, uno de los mejores personajes de la novela, y eso que Franzen lo utiliza para hablar del problema de los adolescentes consentidos, del dinero fácil y de las muchas Halliburton que fueron a Irak a comerse los despojos de sus propios compatriotas. En este caso su redención es natural, no producto de una súbita locura. Es la locura de los otros, el detritus del gobierno de Bush, el estiércol en el que se siente obligado a rebozarse para ser más libre, lo que opera en él un cambio mucho menos forzado que en su padre. Pero es un buen guía para explorar la estrategia más inmoral que llevó a cabo el gobierno neocón: la exaltación de la ignorancia, del orgullo de ser un bruto, de la extrema vulgaridad y del resentimiento hacia los ciudadanos con estudios, por más que hayan tenido que trabajar muy duro para terminarlos.
Hay una breve escena, apenas media docena de líneas, que se me quedó grabada por su, digamos, perfección literaria. Los vecinos blancos de un barrio vulgar echan pestes del matrimonio negro que se acaba de instalar en la casa de al lado porque son “unos estirados” capaces de colgar sus títulos universitarios en la pared del salón que más se ve desde la calle. Qué buena historia, qué rica, y qué suficiente. La gran revolución neocón consistió en hacer que las masas proletarias ya solo reivindicasen su derecho a ser vulgares. Esa idea, ese tema queda bastante claro en el libro, igual que los turbios manejos de la administración o la neurastenia copulativa que hace de la vida un jadeo permanente. Qué locura, piensa uno, pero mira a lo lejos y la locura tampoco está tan lejos, todavía. Qué a la ligera se toman la existencia y qué serios las cosas de la vida. Pero eso no creo que sea un desequilibrio narrativo de esta novela sino un desarreglo psíquico de la sociedad norteamericana, perfectamente verosímil.
Me queda un regusto dudoso de la novela. La disfruté casi entera pero el final tiene demasiado tópico literario. Una novela de concepción trágica como esta (los personajes cometen un error casi sin querer que les destroza la vida, o, en el caso de Joey, se la devuelve intacta) no puede permitirse una desgracia como la de Lalitha. La tragedia excluye la desgracia. Todo tiene que tener algún sentido, y no solo narrativo. Bastante absurda es la vida real.
Todo el final creo que tiene demasiado pathos. Walter no se merecía caer en un lodazal de patetismo. Me esperaba un final más sostenido, más acorde con el resto de la espléndida novela. Pero es que, cuando la novela es “un trozo de vida”, los finales no encajan, ni significan nada. El encajar, el significar a esas alturas ya es incluso algo postizo, porque la grandeza se ha quedado atrás. Sobra, a mi juicio, el relato de la muerte del padre de Patty, y faltan por lo menos cincuenta páginas en el escueto final. Una novela cimentada en el diálogo no se merecía terminar con inventarios del material sobrante. A lo mejor es que me estaba gustando tanto que me molestó cuando empezó a recoger los bártulos, a doscientas páginas del final, como mandan los cánones. Quizá fue eso lo que me sobró, los cánones. 
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