19.2.18

El hotel interior


Joaquín Ciáurriz, editor perspicaz y sin prejuicios, me propuso escribir un ensayo sobre mi relación personal con Pío Baroja. Formaría parte de la colección Baroja & yo, dos docenas de ensayos breves firmados por barojianos ("escritores, docentes y lectores cualificados") no necesariamente ilustres, acaso en la misma proporción en la que los personajes de Baroja tampoco lo son. Ciáurriz no quería montar un congreso académico ni un tomo de homenajes, sino acudir al barojianismo como modo de vida. 
La misma palabra es atributo muy escaso. El cervantismo o el galdosianismo solo se refieren a los estudios académicos o a un modo de narrar, a un tipo de personaje o, en todo caso, a un vestigio urbano. En el siglo XX no hay autores que hayan conseguido un -ismo más allá del estilo. El autor más autobiográfico de todos, Umbral, se convirtió en un modo de escribir, el umbralismo, pero no en un modo de ser baudeleriano, que es lo que él hubiera querido. Y el que mejor podría dar nombre a una sociedad secreta, Ferlosio, es una actitud y un pensamiento, una forma de ver las cosas y contarlas, pero no una rutina. 
Baroja sí. Somos barojianos porque Baroja nos prestó un lenguaje para contarnos nuestra propia vida, y porque sus gustos y sus aspiraciones son los mismos que tiene cierto tipo de ciudadano, el que recela de los alborotos y practica una profiláctica misantropía, el que viaja para ver un paisaje, y cuando está en el extranjero siente más curiosidad por los huéspedes del hotel que por las colas de turistas, disfruta de la ciudad pero necesita la soledad de los campos, siempre se coloca en un sitio apartado y no tira de audacia porque teme al dolor. Baroja es verosímil. Su ficción se puede poner en práctica. El barojiano no lo es porque investigue en Baroja, sino por cómo vive. 
La vida exterior del barojiano huye de las aglomeraciones y los protagonismos, salvo que, como era su caso, sean un modo de ganarse la vida. Lo que más le gusta de la calle es pasear, y de vez en cuando refugiarse en una librería de viejo, como aquel a quien le abruma el ruido y se mete en un museo del siglo XIX donde solo hay un conserje adormilado. Al barojiano le gusta esta virtualidad que tanto furor hace ahora de vivir en otro tiempo, de recrearse a uno mismo históricamente, y visitar los lugares que vieron otros, y sentir lo que sintieron ellos. Baroja iba por el mundo visitando las escenas de sus lecturas, recreando imágenes antiguas. Y si le gusta tanto describir el paisaje (y nadie lo ha hecho como él) es porque le gusta esa eternidad verosímil de la naturaleza, el estar paseándose por su propia imaginación.
Pero el barojianismo es una cuestión más de interiores, de dentro de casa. Las casas en Baroja son importantísimas. Cuando un personaje entra en un "cuarto destartalado" ya sabemos la vida que le espera, y cuando está junto al fuego leyendo un libro nos sentamos a leer con él, y nos ponemos sus gafas redondas, y nos echamos un poco la boina para atrás. Baroja es la estética de una imaginación hogareña, la dignidad de la bata de casa, de asomarse al balcón y escuchar los trinos de los pájaros y el griterío de los niños, y volverse a meter a un estudio perfumado de tinta y papel, abrigado por las sombras, decorado con muebles antiguos. Baroja se pasa la mañana en casa y no se aburre, y le molesta que perturben su tranquilidad. Luego sale y se socializa y es un buen conversador, anima el cotarro con opiniones provocativas y suele hacer buenas amistades entre las mujeres, pero no se trae el mundo a casa, ni a las mujeres tampoco. La casa es el territorio capaz de huir del tiempo, el camarote de un velero en el que Baroja navega por fuera de la realidad. Eso es lo posible, lo barojiano. El catálogo de opiniones chocantes es un modo de rellenar al ser sociable, que lo era, esas conversaciones en las que uno no habla porque tenga algo que decir sino para no estarse callado, y así surgen pensamientos contundentes y gratuitos, brillantes y vaporosos. Lo importante viene luego, al volver a la cueva, al abrir un libro, al viajar a las ruinas de un paisaje melancólico, a tomar un tren que nos lleve por Europa. El hotel era también el interior, incluso el cuarto destartalado. Era interior todo aquello que no estuviera expuesto al mundo conocido, el que obliga a seguir hablando.
Baroja, digo, es una forma de narrar la propia vida, unas veces como autor, cuando piensas en los otros, y otras como personaje, cuando los otros piensan en ti. Y esa vida, en términos generales, siempre se divide en una ignición juvenil que llega más pronto o más tarde y luego un vuelo sin motor que puede llevarte muy lejos. Ya decía Azorín que el secreto para vivir muchos años consiste en hacerse viejo cuanto antes, en el caso de Baroja a los cuarenta, según algunos estudiosos, que es cuando se produjo su cambio de boina, aspecto de su vida al que va dedicado este libro.
Baroja llevó boina fuera de casa mientras fue joven. Luego se puso el sombrero para salir, y dentro, escribiendo, se dejó la boina, no una txapela de mucho vuelo, más bien las boinas grandes de los vascos que pinta Zuloaga, que se pueden encasquetar. Hay un documento que atestigua que en 1922, cuando pasó por Teruel acompañado de Ortega y Gasset, Baroja se lamentó de no haberse traído la boina, aunque sí el sombrero. La boina era la casa, la situación, la abstracción del centro amable dentro de la abstracción de un exterior desconocido. Baroja ya no se calaba la boina frente al espejo para salir a documentarse por las Injurias, ni tampoco fundía la boina vasca con la wagneriana. Baroja ya era, y lo sería hasta el fin de sus días, un escritor de interiores. Solo dentro de casa te puedes poner la boina roja de los carlistas para disparar salvas de ficción histórica, o sacarle un poco la visera para pasearte por los huertos de los casheros, o ladearla con unos grados de melancolía cuando sigues visitando los puestos de grabados antiguos junto al río Sena. Fuera queda el sombrero y la circunspección, "lo que sea costumbre". Dentro queda un mundo inofensivo.
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