20.11.16

Cruzar el viaducto


Todos pasamos cada día por muchos sitios, pero hay muy pocos sitios por donde pasemos todos. Ángeles Pérez decidió detenerse en un sitio donde casi nunca se detiene nadie, sacar a la gente una foto en la circunstancia excepcional de estar parada. En un viaducto como el de Teruel solo se paran los forasteros. Los bancos de piedra que sostienen las farolas a lo largo de la valla solo han servido a los vecinos para atarse los zapatos. A fin de cuentas, estamos demasiado cerca del vacío.
Pero la gente, al ver a Ángeles, se detenía unos minutos. Casi todos sonríen a la cámara con la alegría de quien se ha encontrado con una buena idea de la que no les da reparo formar parte. ¿En qué consiste esa buena idea? Las sonrisas indican que les complace algo excepcional y cotidiano, extravagante y razonable. Muchos de ellos llevan pasando por ese puente a diario desde que nacieron. Rara vez uno lo cruza una sola vez al día, salvo que vaya a marcharse de la ciudad, o haya pasado la noche en la otra parte. Siendo niños ya lo atravesaban rozando con el dedo las barras de hierro del pretil. Era más peligrosa la acera muy estrecha, las ruedas de los coches que lamían el bordillo. Después se convirtió en un ancho paseo por el que apetece caminar más lentamente, incluso saludar a un conocido, un momento, girando el torso sin apenas detenerse. Todos lo tienen como un símbolo de la ciudad.
Para estas personas el puente divide las cosas de la vida. La realidad de uno y otro lado es en ellos parcial, el uno es el trabajo y el otro la vivienda, el uno es el ocio y el otro es el negocio, el uno son los padres y el otro son los hijos, o los amigos, o nadie. La gente que cruza el puente cada día se desnuda de unas circunstancias antes de vestirse con otras. En unas los veríamos escribiendo en un ordenador, asistiendo a un funeral, tomando copas, y en otras haciendo la compra, sacando al perro, tomando café. Las conclusiones que sacaríamos en uno y otro caso serían más o menos diferentes, pero nunca idénticas. En el puente la realidad es la del que va y viene por un territorio neutral. 
El ojo de un puente es una vida sin suelo. Cambia la fisonomía de lo que está lejos, pero el entorno, la sensación, es siempre la misma. Algunos vecinos prefirieron posar sentados, pero con ello duplicaban la excepcionalidad hasta neutralizarla, porque el viaducto es una realidad fugitiva. No se trata de congelar el movimiento sino de subirse a él mientras dure el acto de no detenerse, y menos si, como sucedió durante los cien días que Ángeles abordó a los transeúntes, hace un frío que pela. Con frío la realidad es aún más clara.
Ángeles preguntaba a los vecinos que atravesaban el Viaducto, entre otras cuestiones interesantes, reales, por qué lado solían pasar. Hay gente que lo pasa como cuando había tráfico. Ahora que todo es peatonal hay quien sigue observando una norma irrelevante, o que quiere seguir guardando durante toda su vida una costumbre infantil. Otros pasan por la rejilla del desagüe que marca una línea recta por mitad de la calzada, un camino equidistante del vacío.
Nuestra forma de pasar un puente dice mucho de nosotros. En medio de la nada los gestos son transparentes. Subidos a una construcción inverosímil no se suele fingir. La gente, en las fotos, sonríe o no sonríe, pero son ellos en una imagen que valdría para fijar una idea de su persona. Los edificios están lejos, detrás de lo que nos rodea, tapando su presente, como aplicándole una veladura intemporal. Mientras lo estamos atravesando, nuestra realidad somos nosotros, aislados, abstractos, desnudos de circunstancias, rodeados de aire.

Este texto aparece como prólogo del libro Cruzar el viaducto, de Ángeles Pérez

10.11.16

Modelos de pulcritud


La muy deficiente colección de relatos de Soledad Puértolas convivió unos días en mi escritorio, mal asunto, con Catedral, de Raymond Carver, un libro que leí entusiasmado hace un cuarto de siglo y que en cierto modo marcó mi idea de entonces sobre lo que era la literatura. El entusiasmo llegó hasta el cine, porque si hay una película de principios de los 90 que pueda yo nombrar como emblemática de aquella época, esa película es Short cuts, de Robert Altman, que después dio tanto de sí que casi se convirtió en un género.  
Las grandes obras se pulen con el tiempo, como si se secasen las capas de barniz, o la intemperie las disolviera y quedase el texto en carne viva, aere perennium, reducido a la esencia de aquello que lo hace intemporal. En este caso las capas de barniz las tenía yo en los ojos, porque el libro sigue siendo igual de bueno, pero entonces me atraía más ver la vida con los ojos inyectados de los personajes que disfrutar de la exquisita técnica de Carver. Ahora gozo como el melómano que después de escuchar la música de Mira quién baila se hubiera puesto en el tocadiscos una sonata para piano de Mozart interpretada por Maria Joao Pires, que es lo que voy a hacer en este mismo momento.


La técnica de Carver se podría reducir a muy pocos elementos: una historia corriente y dolorosa, un objeto inquietante y una buena ración de acciones cotidianas, incluidos esos diálogos del hola, qué tal que a la mayoría de los escritores les resultan vulgares y que Carver borda. 
La historia corriente y dolorosa suele ser de pocas líneas: un hombre se enrolla con la amiga de su mujer hasta que un soldado del Vietnam le arruina la noche, un padre separado se cruza Europa para ver a su hijo pero en el último momento se da la vuelta, una madre encarga un pastel para el cumpleaños de su hijo pero ese mismo día el niño sufre un accidente, una pareja va a visitar a otra que tiene un niño muy feo, un hombre tiene un tapón en el oído y pide a su exmujer que se lo quite. Cosas así. Es la América de los ciudadanos deprimidos, sin trabajo, con frecuencia sin casa, que intentan frenar de algún modo la caída, mantenerse en pie mientras se deslizan por el tobogán. 
En esa historia corriente, contada con toda clase de objetos de cocina, principalmente (la gente abre latas de cerveza, desatasca un fregadero, saca los alimentos del congelador cuando se estropea el frigorífico, etc.), tiene un objeto que la vigila. El padre cambia de idea con respecto a ver a su hijo porque le roban un reloj. La pareja del niño feo tiene un pavo real que entra y sale como Pedro por su casa, el soldado del Vietnam guarda la oreja seca de un enemigo, hay un bastoncillo higiénico en la repisa del lavabo, el pastel se pasa, etc.
Y nada más. No hay nada más que la suficiente ambientación como para uno pueda vivir en el cuento el tiempo que dura. Y la ambientación no son datos históricos sino coches que no arrancan, televisiones baratas, alcohol de poca calidad, saludos, preguntas, obsesiones sin suficiente trascendencia como para montar con ellas una tragedia, pero no un drama.
La actitud del pastelero me sigue emocionando como entonces. En ella vuela el derecho a ser cabrones que todos en algún momento tenemos y la flojera de ánimo que nos entra cuando la vida nos muestra su cara más cruda. Pero sobre todo Carver enseña que para mostrar algo hay que introducir en ello al lector, que se siente en el sillón barato donde un parado se sienta a beber cerveza y ver por la tele partidos de béisbol. Estamos con ellos. Los comprendemos. Comprendemos a Donna (la amiga de la mujer…) cuando dice que no le habrían venido mal esos dólares que le ofrecía el soldado Nelson, aunque signifiquen la más profunda humillación a la que pueda someterse. Comprendemos a los perdedores, no hay malos, pero tampoco demasiado buenos. No se trata de juzgarlos sino de encontrar a través de ellos aquella pregunta que nos incumbe, aquella situación traducible a tantas situaciones, la esencia del lenguaje mítico. 
Pero Catedral no es una colección de cuentos homogénea. Los últimos cuentos (Fiebre, La brida, o el mismo Catedral, que cierra el libro) no son tan escurridos como el resto. Carver tiende a contar más que a mostrar, a veces —el último cuento— con un toque Carson MacCullers que hace preguntarse por qué no sacó de ellos alguna novela. Incluso creo que la influencia (innegable y reconocida) de Carver sobre Ford se debe a esta otra manera de escribir, llena de personajes y saltos de tiempo, como un fresco lleno de anécdotas no tan significativas, no tan esenciales como en los mejores cuentos. Por ejemplo, en La brida el objeto-símbolo apenas aparece más que para dar cohesión al relato y, en todo caso, explicarlo. La brida es lo que le queda de un sueño contra el que se dio de bruces, pero todo ello está muy tratado, muy armado sobre puntos de vista externos, incluso tumultuoso. Nada es mejor ni peor, pero nos llega más el Carver transparente, el que deja preguntas como rastros de sangre que nadie se molestará en limpiar.
No sabría decir cuál de los dos no tan diferentes estilos me gusta más. En el Carver esencial, más poético, en el Carver en el que ya no sobra nada, admiro, sobre todo, al poeta. Uno de mis libros fetiche es Último sendero a la cascada, la colección de poemas que Carver compuso a partir de fragmentos de Chéjov. Pero en el Carver más discursivo, más fresco, admiro al narrador que contempla una realidad plagada de avisos que los personajes no son capaces de interpretar. Son cuentos magmáticos, seguramente igual de complicados de componer, pero con una posición del autor todavía menos intervencionista que en los otros cuentos, como si hubiera conseguido contar las cosas desde nuestra misma posición. Abundan en ellos los narradores-testigo, despegados y comprensivos a partes iguales, tan víctimas como los personajes que nos ayudan a comprender. Quizá el más deslumbrante de todos ellos sea Desde donde llamo, uno de los más hondos y hermosos cuentos que yo haya leído sobre el alcohol, tema frecuente en Carver, aparte de una lección de técnica y de dominio de las voces al alcance de muy pocos. Sucio, llamaban a este realismo. A este prodigio de limpieza. 
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