1.8.25

Sirio

Cuaderno de verano, 42


Estamos a mitad de la canícula, Sirio brilla por la noche hacia el sureste, según dicen los manuales, y en esta parte del mundo debería ser el momento de más calor. No es del todo así, por más que los —razonables— agoreros meteorológicos avisen de que llega otra vez el infierno, porque después de unos días relativamente frescos (esta madrugada no cerramos la ventana pero sí extendimos la manta de viaje) la casa está más templada y hasta mediodía no aprieta el calor, y además suenan truenos a lo lejos, por la tarde salen las nubes y los perros se arriman al invernadero, no sea que se desate la tormenta, y se preparan ventoleras moderadas que airean la casa y dejan muy buen estar. Pero dicen que llega otra ola… 
Agosto era entonces al verano lo que el domingo al fin de semana. Julio era un sábado sin más futuro que la fiesta, pero en agosto había que poner un poco de orden. Por las mañanas madrugábamos para ir a clases de mecanografía o de guitarra, yo vendo unos ojos negros, quién mé los quieré comprar, y luego a la piscina, a los cursos de natación, antes de que llegasen los helados, los bronceadores y los gritos, cuando el agua no hacía olas y se veía el fondo y olía a cloro. Lo de los coches cargados de maletas para irse de vacaciones lo veíamos por las noches en la tele, cuando subíamos de jugar al escondite por los camiones aparcados en las anchas calles del desarrollismo. En la infancia todo es hermoso, y aquel olor a diésel y a rueda recalentada era el aroma de los juegos nocturnos, como el del heno fresco si hubiéramos pasado los veranos en el pueblo. No había vacaciones en la playa (aquí se decía plaia, no playa), ni falta que hacía.
Hoy agosto se ha notado también en el camino. Algún habitual ha desaparecido, se habrá ido a la playa, y algún otro se ha incorporado, quizá porque quiera poner algo de orden en su vida. Pero son muy pocos. El trasiego de personal se dirige más a los campos de alfalfa, que ya ondean como espigas verdiazules, o a los huertos, que están llenos de calabacines. Con Sirio llega el ajetreo. «Desnudo has de arar, has de sembrar desnudo», dice Virgilio, por mucho que luego te des un remojón en el pantano.
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