Ahora
que van a liquidar la filosofía del bachillerato, casi es una obligación
recomendar a los alumnos de último año El
árbol de la ciencia. En otra entrada anterior dije que en COU tuve dos
profesores de filosofía, don Mariano Larios y el tío Iturrioz; bueno, hubo
otro, pero ese no me enseñó filosofía (estuvo muy poco tiempo) sino a leer a
Proust. Disfrutaba leyendo el manual de Filosofía de COU, e incluso se me pasó
por la cabeza estudiar lo que entonces se llamaba Filosofía Pura, y que era a
las letras lo que la carrera de Exactas a las ciencias. Pero en ese manual,
por mucho que me interesase, no estaba la cercanía vital, la filosofía práctica,
la explicación sencilla que yo leía en la conversación entre Andrés Hurtado y
el tío Iturrioz. Era una filosofía pesimista, sí, pero era un modo de ver el
mundo, una forma de escepticismo que se equilibraba con la compasión. Andrés
Hurtado lo veía todo negro, pero se regía por sentimientos de solidaridad
primitiva, fundacional, de amor al ser humano, no a su manifestación
degenerada.
La primera parte, La vida de un estudiante en Madrid, sigue
siendo un arranque extraordinario. Andrés, huérfano de madre, se aísla dentro de su familia, primero por
completo, en oposición frontal a su padre, y luego, según se van comportando
sus hermanos, de unos más que de otros. Andrés descubre a su hermana Margarita, que hasta entonces le había resultado indiferente, cuando la ve cuidar al hermano pequeño, Luis, que tiene mala salud desde que
empieza la novela. En el propio Luis está toda la obsesión protectora de
Andrés, toda su instintiva paternidad.
Tan solo
persiste con unos amigos que nunca le terminan de gustar, pero que nunca deja
de frecuentar. Julio Aracil (primo de Enrique, el padre de María, la dama
errante, y que aquí atiende sin demasiado entusiasmo al hermanillo de Andrés
Hurtado) es ese tipo de personaje sin demasiados escrúpulos, y por lo tanto, en
principio, libre de torturas interiores. Me recuerda un poco al primo Vidal de La Busca, en pobre, y a César Moncada, el de César o nada, más en el tipo de Aracil, esa vida inconsciente y
cínica, de un optimismo insensible, que Andrés deplora y en cierto modo casi
admira, por lo que tiene de saludable, por más que, andando la novela, el
cinismo del personaje le resulte entre repulsivo y comprensible.
Pero en las escenas del hospital,
de las disecciones de cadáveres y de la visita a San Juan de Dios, Andrés sufre
como los propios enfermos la brutalidad de las condiciones, la ausencia de
compasión que en el mejor de los casos se suple por amor a la ciencia. Por
eso el médico que dirige sus prácticas en el hospital le reprocha que le
interese más la psicología de los personajes que su situación clínica. Andrés
estalla con la violenta escena del psiquiátrico, y lo peor es que su
indignación ante la crueldad gratuita (la escena del gato, otra vez los animalicos)
queda, en aquel ambiente, como una debilidad, como una ineptitud. La crueldad
insensible es la única que sobrevive con alegría.
El colmo
quizá sea ese fraile que atiende al hospital con generosidad de monje místico, y
que a Andrés le resulta repugnante porque, por encima de lo admirable de su
entrega, está lo morboso de su obsesión. Igual que Luis Murguía, el
hiperestésico de La sensualidad pervertida,
Baroja tiene en mente el estudio
psicofísico del dolor que había presentado como tesis doctoral, su
sensibilidad al dolor ajeno y, en general, a todo aquello que la gente pisa sin
pensar en que está vivo.
Cuando
Hurtado se hace médico, «la piedad no aparecía por ninguna parte», pero sí
Lulú, la gran Lulú, aquí una mozuela feúcha y vivaracha, callejera y popular. Andrés
siente curiosidad hacia ella, cierta filiación, pero «hubiera sido imposible
para él pensar que pudiera llegar a tener con Lulú más que una cordial amistad».
No, no es el momento de casarse con Lulú, antes tiene que encontrarse, saber «qué
se hace con la vida». Andrés es joven, y por eso al escepticismo de colmillo
retorcido de su tío Iturrioz él opone la confianza en la ciencia y la voluntad,
en el hombre enérgico y consciente. Él mismo, predicando con el ejemplo, asume
toda la responsabilidad familiar en la curación de Luisito, en esas páginas
valencianas que son el primer oasis de la novela, cuando Andrés se siente útil
y derrama sobre su hermano pequeño toda su trágica paternidad.
Son
hermosísimas esas páginas campestres, cuando ya solo hay patios encalados y
jardines para pensar la vida. Los demás, los otros, los parientes, los vecinos,
los que quieren meter las narices, salvar, condenar, terminan echando a Andrés de
Valencia y, salvo un interludio ataráctico en el pueblo de Burgos, donde no
había miserias ni preocupaciones, el calvario que le espera es el calvario de
la conciencia, el de su propia condición de hombre sensible.
Las
páginas de Alcolea son, junto con el capítulo dedicado al desastre de Cuba, un
resumen suficiente de toda la crítica del 98. Los Mochuelos y los Ratones, los
liberales y los conservadores, más allá de la ideología, con una entrega
fanática que, por lo visto, forma parte de nuestro carácter nacional. «En
Alcolea casi todos los ricos defraudaban a Hacienda, y no se les tenía por
ladrones». Hasta ahora Baroja había flirteado con el pesimismo lúcido de Schopenhauer
y con ese espejismo de luminosidad abstracta, artificial, kantiana, que le hace confiar
en el poder de la razón y de la ciencia. Sin embargo en Alcolea, sin
mencionarlo, Nietzsche se suma al aquelarre. Andrés habla de la moral de los
esclavos, es decir, la imposibilidad biológica de que las cosas puedan mejorar.
Los amos se apoyan en la extraña aceptación de los siervos, que agachan el pescuezo como si se
sintieran mejor así.
Todo en
este libro claro nos suena demasiado al país que seguimos teniendo. El adocenamiento, el absurdo amor por un
prestigio sin fundamento, la vergonzosa cacería en que, como avisó Iturrioz, se
convertiría la guerra de Cuba. La petulancia nacional, la coartada de la
superstición para perpetuar la injusticia y la jerarquía gratuina, la
brutalidad de las costumbres, esa cerrazón al aire limpio que a Andrés le hace
suplicar allí donde vive que le dejen abrir las ventanas, para que le entre el
sol.
Y el sol
entrará, volverá a entrar, después de que Andrés regrese a Madrid y se ejecute la primera
sentencia de su destino. Muere Luisito, y él, en el retiro del pueblo de Burgos,
tarda ocho días en enterarse. Nunca he olvidado las palabras que dedica al peor
de los dolores, al no dolor, al vacío infinito que uno siente, como si por
momentos le hubieran desaparecido las entrañas. Era un tema de la época. Pérez
de Ayala lo tocaría en la muerte de Teófilo en Troteras y danzaderas, el dolor
estricto y frío, el crudo dolor sin lágrimas. Andrés ha sido padre de su hermano,
le devolvió la salud, pero la tuberculosis se lo volvió a comer. Baroja no
comete el error de cebarse en las contradicciones que devoran a Andrés. Su
laconismo es el mejor modo de mostrar el tipo de dolor que siente.
El sol,
decía, entra con Lulú, que reaparece «fina y esbelta», convertida en una muchacha
menos vivaracha, más sentada y mujer. Para decirlo en términos de La dama
errante, Lulú fue Natalia en su primera intervención, pero ahora es más María.
En todo caso, es un gran personaje. Lulú es la pureza moral de
la especie, que sin embargo no viene acompañada de la suficiente fortaleza
física. Lulú es sencillamente adorable. Es imposible no quererla. Tiene todo lo
que nos conmueve: es firme y delicada, popular y curiosa, trabajadora y dulce.
Se ha nutrido de la vida, no está contaminada por el pesimismo intelectual de
Andrés, a pesar de los rollos que le mete. Los comentarios de Lulú tienen «esa
gracia madrileña ingenua y despierta que no se parece en nada a las groserías
estúpidas y amaneradas de los especialistas en madrileñismo». A esas alturas,
Andrés, Baroja y el lector estamos a los pies de Lulú.
Lulú le
ayuda a sobreponerse al pavoroso trabajo como higienista de prostitutas o, un
poco después, como médico para desposeídos. Su idea de que la miseria física
engendra miseria moral (la misma que le sirvió para creer en la curación
científica de ambas) se agita cuando habla de la entrega de los pobres al yugo
de sus amos: «La inteligencia, la fuerza física, eran también menores entre la
gente del pueblo que en la clase adinerada. La casta burguesa se iba preparando
para someter a la casta pobre y hacerla su esclava».
Iturrioz,
deus ex machina, lo saca por fin de la carne cruda de la realidad y lo mete a
traducir tratados en una estancia luminosa. Es el último descanso de Andrés, la
segunda vez que él y las páginas han sido felices. Es curioso cómo, por
ejemplo, al hablar de Alcolea, Baroja se esfuerza en impresionantes
descripciones del solazo, del blancor, de la luz insoportable de la llanura
manchega a mediodía de un mes de agosto, pero esa descripción no tiene la luminosidad de aquellas páginas de Valencia, cuando aún creía que podría curar a su
hermano, ni tampoco la de estos pocos días de absoluta felicidad en la que
Andrés es un hombre que pasea sonriente con su amada. Es la naturaleza, la
necesidad de la naturaleza, la crueldad de Darwin, otra vez, la que vendrá a
cobrarse el alma de Andrés. Sí, ha descubierto la ataraxia. Esas páginas
finales son tersas, radiantes. Andrés se recluye con su amor en un mundo sin
parientes, pero Lulú, precisamente porque es pura, sí siente la determinación
cruel de la naturaleza. Con Luisito se había muerto para Andrés el sueño de
tener un hijo. Es él, no Lulú, el que emponzoñaría la especie. Él la
envenenaría de conocimiento, de autoconciencia, y Lulú de la fragilidad con que
la naturaleza condena a los pobres, por más que sean más vivos que el hambre.
Qué hermosura de relato poco antes de llegar al tremendo final, qué inmensa
piedad se apodera de uno, cuando acaricia las páginas que le impresionaron
tanto como para reconocerse en muchas de ellas como en un espejo, más que
deforme, un tanto condescendiente. Qué emoción disfrutar de nuevo de la luz que
despide Lulú, de la necesidad de pensar en la propia vida que destila el cerebro
atormentado de Andrés.
Y qué
novela tan ejemplar. Con qué pulcritud se ordenan los temas, las escenas, con
qué sencillez fluye el tierno caer al abismo de Andrés Hurtado. Qué prosa tan
absolutamente despojada de cualquier amaneramiento, seria, sobria, con retranca
cuando toca, con una limpidez formidable cuando se trata de expresar los
sentimientos sin necesidad de mencionarlos. Baroja dijo que era esta su novela
más redonda. Sigue siéndolo, desde luego. Al lado de las otras dos de la
trilogía La Raza, tiene ese aire a pieza salida por sí misma reservado a las
obras maestras. No hay juegos ni interludios. Todo está medido en sus
secuencias fundamentales. Jamás se pierde en curiosidades, y los toques
pintorescos nunca dejan que descanse la poderosa fuerza que recorre la novela
entera.
Y además
es valiente, sincera. Con la misma naturalidad con que habla de Kant habla de
la muerte. Con la misma sencillez con que habla de la miseria moral y política
de su país habla de los sentimientos todavía fundamentales para el ciudadano.
No, no se queda vieja, qué va. Sigue siendo un reto narrar así, es decir,
traducir a nuestra prosa esa manera de narrar, sin subterfugios estilísticos de
ninguna clase, sin complacencias desproporcionadas, sin regodeos imitativos,
sin alardes de retórica barata.
Es
curioso, ya digo, que esta novela siga siendo en muchos sitios lectura
obligatoria al mismo tiempo en que las autoridades consideran que la filosofía
no tiene importancia. Será que aprobaron el bachillerato sin leerla. Así nos va.
La obra se sigue leyendo, sí (en mi instituto, es lectura obligatoria en la Literatura de 2º de Bachillerato) -y sigue emocionando a los chavales. He visto a una de ellos llegar llorando a clase después de acabar la novela, como incapaz de creérselo.
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