17.9.25

Niebla

 Cuaderno de verano, 89

No llueve, pero al menos hoy había niebla. Se veían sobre el campo húmedo la siluetas desvaídas de los árboles, las masadas apenas se podían distinguir. Por el camino me iba dando con la mano en las gotas de rocío detenidas en la punta de los juncos. Han vuelto a segar la alfalfa, un reconfortante aroma a hierba fresca invitaba a imaginar que está cambiando el tiempo. Lucrecio pensaba que «de los ríos todos / y de la misma tierra se levantan / unas nieblas y cálidos vapores» que son los que forman las nubes, y Virgilio recuerda que va a hacer buen tiempo cuando «bajan más las nieblas hasta la hondonada / y van cubriendo el campo entero». Pensé que se disiparía pronto pero estaba muy cerrada y ha durado bastante. Un cielo de color gris perla parecía dar la razón a Lucrecio, y que todo iba a acabar con algún trueno a lo lejos que trajera las lluvias que no nos ha traído agosto. La línea borrosa de la muela declaraba el final de la estación, la llegada del buen tiempo. 
Pero no todos hablamos de lo mismo cuando nos referimos al buen tiempo. No había hecho más que llegar a casa y estaba acariciando a los mastines, que siempre me salen a recibir, cuando he sentido en la nuca los primeros rayos que se abrían paso entre la bruma, y pronto ellos y yo nos hemos metido a cubierto, porque el paseo que anuncia el refrán para las mañanas de niebla prometía ser más parecido a un vagar por el desierto. Apenas he tenido tiempo de recoger unas piñas que habían caído al suelo, abiertas y sin fruto, y lo que una hora antes habría sido una escena propia de finales de septiembre, el recoger leña menuda para encender mientras cae la lluvia fina, ha regresado a la mañana tórrida de un verano impracticalbe. Hasta la humedad de la niebla se notaba demasiado caliente, y sus minúsculas gotas, nada más hacerse de día, se confundían ya con el sudor.  
Escuchamos el parte meteorológico con el escepticismo de quien piensa que quizá esto no se acabe, que julio y noviembre sean parecidos, por más que los frutos y las flores y los árboles insistan en llevar el orden que nosotros tenemos que variar. El frío es el sueño de un regreso, el consuelo de un tiempo que amenaza con haberse evaporado.

16.9.25

Reemplazo

Cuaderno de verano, 88

El huerto empieza a estar exhausto. Andaba quitándole unas hierbas a los calabacines y al desplazar uno con sumo cuidado, para arrancar una pata de gallina que crecía justo debajo, me he quedado con el troncho en la mano. Cuanto más crece la hortaliza, más frágil es, antes se agota, por nada se quiebra y se seca. Es como si las hubiera exprimido su propia generosidad, como madres consumidas después de una camada muy abundante. Las tomateras que más fruto nos han dado se están secando por momentos, como si ya no pudiesen más. Quedan en pie, lozanos y feraces, los humildes pimientos, que prometen seguir produciendo hasta bien entrado el otoño, mientras no les falte el agua y el calor, y lo mismo les pasa a las judías, que sin embargo he visto que amarillean por abajo, como los carrizos.
    Con las flores ocurre algo parecido. Se secaron las dalias, las hortensias se volvieron de papel, sale alguna rosa suelta, aquí y allá (eso sí, de pétalos naranjas bordeados de escarlata, auténticas émulas de la llama), y algunas otras tienen pinta de llegar hasta el final de la estación: los hibiscos de flor ancha y morada, como pétalos de gasa; la begonia recalcitrante, con sus medias copas coloradas; las alegres gazanias, margaritas de fuerte naranja; las diminutas y elegantes trompetillas de la salvia, de un rojo más amaranto, como enfundadas en un soporte negro, o las delicadas gauras, cuyos pétalos parecen mariposas blancas con nervaduras de color violeta. 
Da la sensación de que sean las flores más modestas las que mejor resisten el calor: los tagetes están tersos y reventones, y lo mismo hay que decir de los dondiegos o las lagerstroemias, que se niegan a morir. Hay, sin embargo, dos especies que ahora brotan profusamente, las dos también sencillas, flores de pueblo, por así decir, y las dos con distintos tonos de malva, más potente el de los pétalos del áster, de botón amarillo, y más pálidos, como de un lila rósaceo, los del sedum, que en los repertorios de botánica llaman ya sedum de otoño.
Entran y salen las flores y las verduras, como si vinieran unas estragadas por su turno y las saludasen otras, limpias, recién levantadas, y como si unas hubieran perdido el esplendor que en su día causase admiración y otras hubieran sabido conservar una hermosura humilde y duradera, menos vulnerable a la grandiosidad.

15.9.25

Inicio

 Cuaderno de verano, 87

Lo de las conservas ya es faena de interior, labores de manga larga, por mucho que el calor mantenga los horarios más allá de lo que marca el reloj biológico. El pensamiento atiende aún a los melocotones que siguen mandurándose en la rama, que son los últimos frutos que recogeremos en verano, pero está mirando a los membrillos, todavía verdes, que se han abierto paso entre las hojas. Los melocotones los seguimos viendo como fruta de temporada, por más que hagamos mermelada, pero los membrillos son conserva para todo el año, alimento de lagar. Los días acortan y pronto —esperemos— habrá que dejar la lectura para cuando atardece, mientras se hace la hora de la cena, y en vez de pasarse la tarde regando, quitando hierbas y protegiéndose del sol, habrá que atender a otros proyectos no tan perentorios, ni tampoco tan fugaces. Ante focum, si frigus erit; si messis, in umbra. Todo lo que se hace en verano termina con el verano, como esas obras de arte cuya perfección consiste en desaparecer, en ser destruidas. Los hierbajos volverán a ocultarlo todo, quemaremos las varas de las judías, no quedará rastro de los dondiegos, los caballones se desharán como esos aduares que deshace el viento cuando los nómadas los abandonan. 
Pero tal día como hoy florecen en nuestro interior ideas nuevas, cálculos, reparaciones, planes que llevan tiempo, tardes templadas, cada vez más frías, cuando haya que dar la luz del taller mientras preparo unos estantes de madera para la bodega, precisamente para colocar más botes de conserva, que no se pudrirán como los melocotones caídos en el suelo porque me tienen que sobrevivir. Supongo que es eso lo que se esconde detrás de los propósitos del inicio de curso, que nos hemos cansado de lo efímero, de lo que no cuesta ni perdura, de lo que no transcurre, que solamente sucede. Pienso ahora en reparar la puerta del cobertizo, que tiene un agujero por el que puede entrar algún topillo, o en pintar el barandado, porque el sol ha matado el color y reaparece el óxido del hierro. Pienso en todo lo que hemos ido dejando porque hacía demasiado calor, y cuando se podía salir de casa siempre había efímeras urgencias que atender. Cuidaremos, eso sí, los crisantemos, pero ya no son flores para el momento, ya no tienen esa inconsistencia del verano. Por algo se cultivan para las tumbas.

14.9.25

Maná

 Cuadernos de verano, 86

Estamos muy contentos con los tomates. Hace días que empezamos a hervir frascos de cristal para ir guardando las verduras con las que no dábamos abasto para comerlas frescas, y a freír tomates valencianos y de corazón de buey, que fueron los primeros en salir, y siguen creciendo y los cogemos bien maduros, a pesar de que las matas están algo amarillas. Como dice Neruda, él también un poeta tomatoso, jugoso, aparatoso, el tomate «invade las cocinas», con ese olor a pulpa cálida que se deshace, y ese aroma ya es de otoño, de faenas de interior, cosecha para guardar, conserva que colma la alacena. Ayer pasé junto a dos vecinos que hablaban del asunto, y uno (el mismo que sacaba el otro día las patatas) decía que no se le habían dado bien este año los tomates, «salvo los de pera», dijo, que por otra parte son los que se plantan para hacer salsa con ellos y embotarla, no para comérselos en ensalada. 
Pero este final de verano nos ha regalado con el estallido del tomate rosa de Barbastro, tremendos tomatazos con uno solo de los cuales casi hemos comido, llenos de carne, golosos, nerudianos. Los ponemos a diario, ora con aguacate o pepino y cebolleta, porque ponerles atún a esos tomates es matarles el sabor con el vinagre, ora solos, nada más que con unas gotas de aceite y unas escamas de sal, y algunos los damos como si ofreciéramos una hogaza de pan o un presente de embutido, pero están saliendo tantos, y están tan buenos, que no podemos por menos que batir alguno con pimiento y demás ingredientes del gazpacho, e incluso los hay que han pasado del rosa terso al rojo vivo y los hacemos también salsa para acompañar a las judías tiernas. Pero nos queda un leve resquemor de la conciencia, como si semejante aristocracia tomatera tuviera un fin innoble si lo hacemos frito y envasado, abandonado a la oscuridad del hielo. Llegará el día de invierno, sin embargo, en lo saquemos y aún gocemos de su sabor a tierra fecunda, su acidez sabrosa, que ahora nos hace salivar con solo sentirlo en la mano, antes de arrancarlo de la mata, y nos hará babear también descongelado, un poco por su sabor profundo y otro poco por el recuerdo de su benéfica sobreabundancia. Así serían, si los hubiesen conocido, los tomates de la Biblia.

13.9.25

Entretiempo

 Cuaderno de verano, 85

Está siendo un entretiempo raro. El campo se prepara para la otoñada pero persiste una temperatura de principios de agosto, de modo que los colores fluctúan entre los primeros ocres, naranjas y encarnados propios de la época y el tono pálido y sediento del calor. En el camino, las flores de las cañas forman a ambos lados un largo penacho gris, pero las hojas de los saúcos, que se cargaron de bayas negras, han tomado un color vinoso. En los campos, la alfalfa mantiene un verde jugoso, pero los herbazales han girado a un ocre violáceo. Se han secado las artemisias, pero los hinojos están en flor. Se diría que el otoño crece desde el suelo, acaso por falta de lluvia, y así se han secado los bancales que hasta hace pocos días estaban llenos de malvas y achicorias, y los ha sustituido el verde azulado de los acianos, que son más sufridos. Las cañas se secan por abajo, pero arriba, sujetando los plumeros, conservan todavía un verde cada vez más desvaído, y lo mismo habría que decir que los maizales, que en muy poco tiempo se han puesto amarillos, y solo en la parte de arriba, debajo de las espigas, conservan, algo rasgadas y deshilachadas, las últimas hojas vivas. 
    En casa, un ejemplo de este entretiempo entre agostado y otoñal lo tenemos en el arce japonés, el que decía que por las tardes va cambiando de color. En vez de ir virando lentamente al rojo intenso de las katsuras, que es cuando más llama la atención, tiene hojas frescas todavía, recién salidas, de un verde muy claro, y otras, en cambio, terrosas más que rojas, arrugadas, tan finas que se pulverizan al tocarlas, y no resistirían una volada de aire. Pero no es que la planta entera esté entrando en el otoño, sino que el calor quema una parte y a la otra no la deja ir madurando, y sin embargo, igual que los ribazos, casi descoloridos, sigue el tiempo que le toca, un poco desconcertada, imagino, como aquel que no sabe qué ponerse cuando sale a caminar por la mañana. De hecho, los pocos andarines con los que sigo cruzándome por el camino llevan a la ida un cortavientos cerrado hasta el cuello, y vuelven sofocados y medio desnudos. Se diría que salen de casa confiando en el otoño, y regresan como si hubieran estado en la playa.

12.9.25

Leñera

 Cuaderno de verano, 84

Nec requies. Aún no han empezado a caer las hojas, pero la acera está llena de los diminutos frutos rojos de la parra que cubre la fachada, y no dejan de caer de los pinos las acículas y de las arizónicas las escamillas, y menos mal que son perennes, eso sin contar que cada vez que segamos la grama vuelan briznas varios días, y siguen apareciendo, detrás de los tiestos grandes, hojas secas del otoño anterior que no habían terminado de caer. Son días estos de mucho barrer, también en la leñera, que ya hemos llamado a nuestro proveedor, porque luego viene octubre y se le acumula la faena. Quedan astillas secas, hojas que se metieron solas, serrín que se acumula de un año para otro. Empiezas a pasar la escoba y una nube de polvo lo cubre todo, hasta que vuelve a quedar limpia de viruta y bien regada con zotal, lista para una nueva carga.
Pero antes hay que vaciarla. En los meses de calor la leñera se convierte en una mezcla de cuarto trastero y cobertizo para herramientas. En la pared desnuda de troncos se apoya la escalera de mano, sobre la mesa yacen tijeras de tamaños diferentes, una pequeña junto al mazo de cordel, de cuando atamos los tutores, otra más fuerte para las zarzas y chupones y otra de mango largo para cortar el cabo torcido de las varas antes de clavarlas. A un lado, en sacos de pienso y en cestos de mimbre, se van acumulando las ramillas secas, y algunas algo más gruesas (aquella que se desgajó del olmo) cortadas en tarugos que ya estarán secos cuando haya que encender. 
En una esquina tenemos también apoyada una rama larga de cerezo que salió muy recta y decidí guardarla para llevarla al carpintero cuando muera la madera, a que me haga un bastón. La madera tarda en morir del todo, pero llega un momento que solo se impla o se contrae, dependiendo de la humedad y el frío, y sus nervios dejan de retorcerse. Una extremo de esa rama es lo bastante ancho, calculo, como para tallar un mango que sea como esos tiradores de las puertas que se acoplan a la mano, como si diesen al que los empuña una cálida bienvenida. Los tarugos de olmo son leña para el invierno que viene, y la rama de cerezo para el invierno que vendrá.

11.9.25

Luz

 Cuaderno de verano, 83

La luz anticipa el otoño. Durante todo el día es algo menos restallante, aunque no afloje el calor, pero al atardecer toma un tinte ambarino y produce un efecto curioso en el verde de las hojas que le siguen saliendo al melocotonero, pero sobre todo en las catalpas, que durante unos minutos se vuelven de un amarillo cadmio, algo azufrado, sin llegar a cítrico, quizá por el verde claro, cercano al verde lima que tienen todavía —y que vuelve a verse cuando se esconde el sol—, mezclado con el naranja del atardecer. Cuando dentro de un par de semanas cambien el color llegarán a un tono diferente, a juzgar por las fotos que conservo de otros años cuando sus hojas empiezan a perder la clorofila. Ahora es como si el sol las desnudase.
Encuentro un cambiante parecido al de la catalpa en el arce japonés, que a determinadas horas tiene también las hojas de un naranja terroso, pero si no le da el sol vuelven al verde mate, como un poco polvoriento, que han tenido todo el verano. En los castaños el proceso es otro. A la luz del día las hojas, algo apergaminadas, mantienen un verde ceniciento, pero con esta luz le sale un tono ocre por los bordes, como si empezaran a secarse, sobre todo si las ves al lado de un nogal, que mantiene el mismo verde desde junio.
Son, digamos, los tonos del entretiempo, los que menos duran, que solo se ven en determinadas condiciones, a determinadas horas, como algunos fenómenos astronómicos. El amarillo de la catalpa no será luego tan fresco, ni tan anaranjado el ocre del castaño. O no los veremos así, porque esos tonos raros no son más que el resultado de nuestros propios límites. El sol cubre con una veladura de luz cuando brilla con más fuerza, aleja los objetos, los enmascara. Pero estos rayos de la tarde parecen acercarlos más aún que el aire limpio de cuando se nubla el cielo, no pierden nitidez, la luz no borra sus contornos. No me atrevería a decir que se trata de un efecto de la luz más que cualquier otro tono que hayan tenido a lo largo del día. Me divierte pensar que sean estos matices entrevistos, esta iluminación fugaz la que más se parezca a la que ven los pájaros, la señal que les avisa de algo que nosotros no podemos percibir.

10.9.25

Uva

 Cuaderno de verano, 82


Las uvas todavía están un poco ácidas para el gusto refinado de los pájaros, pero encuentro racimos en los que quedan algunas casi verdes, como a medio hacer, junto a otras que han cogido color y están ya recubiertas por la pruina, incluso las hay que han alcanzado la sazón antes de tiempo y los mirlos las vieron antes que nosotros. Varios de estos ramos los dejamos sin embolsar, en parte para ver cómo cambiaban, sobre todo estas más tintas, de piel dura y recio sabor, las primeras que se plantaron y las que mejor resisten los ataques de los bichos y el azote del pedrisco. Otra parra de moscateles sin pepita, pequeñas, muy ricas, crió buenos racimos pero a raíz de una tormenta, acaso por exceso de humedad, empezaron a salirle manchas a las hojas y a ponerse los ramos mustios, y pronto se vio que no iban a engordar en condiciones. Pero estas otras han estado años sin que nadie las podase ni mucho menos las asperjase con azufre, y algunas ni siquiera las colgara, de manera que fueron creciendo torcidas, como despellejadas, con ramas que se morían y otras negras de las que brotaban cada año yemas nuevas. La primera vez que las podamos pensamos que nos las habíamos cargado, dieron unos pocos racimos de áspero sabor, pero al año siguiente salieron más pámpanos que nunca, los travesaños que sujetan la parra se combaban bajo el peso de las uvas, y a pesar de que la piel seguía siendo un poco basta, la pulpa era exquisita.
El día está como el racimo. Durante la noche y hasta bien entrada la mañana se diría que es otoño, que las uvas ya están maduras, pero cuando sale el sol vuelve el verano y regresa la acidez. Estos días de cambio de tiempo, de estaciones que se solapan, me hacen pensar en los principios. Paseo por los otros vestigios que quedan en la casa de aquellos primeros días, un albaricoque que ya solo tenía una rama viva y este año mucho me temo que nos ha dicho adiós. Quedan los árboles sagrados que mis padres plantaron cuando yo era un crío. Quedan todavía tres o cuatro parras como esta, los veo sopesar los racimos con cuidado, arrancar una uva, fruncir los labios y el ceño si aún no había madurado, o abrir mucho los ojos, sonrientes, de buena que estaba.

9.9.25

Borraja

 Cuaderno de verano, 81


Hay verduras que salen solas, lejos de la zona de cultivo, como los cardos de Sánchez Cotán, o las acelgas de hoja carnosa y penca blanca y dura, que no hay manera de conseguir que crezcan íntegras si las plantamos en el huerto porque se las meriendan los caracoles, por más que las vigilemos o extendamos cordones de repelente; pero las que salen por su cuenta, sobre todo al lado del ciruelo viejo, fuera del huerto, más allá de la ceniza, se hacen grandes y están muy buenas. Es un misterio por qué no se comen esas los caracoles, a lo mejor es que provienen de las acelgas bravías o acelguetas de monte, que son su versión silvestre, igual de suculentas que las de plantero.
Pero los cardos y las acelgas llevan saliendo mucho tiempo y las borrajas han aparecido últimamente, y doy fe de que durante años no hubo ninguna. Sé que en tiempos se plantaron, y es posible que alguna semilla fósil haya revivido, o que el viento haya traído de otros huertos, o algún pájaro las haya transportado. Sí es cierto que se reproducen solas y donde ha habido es probable que vuelvan a salir, lo que no se sabe es cuándo. 
El caso es que se ha preparado un corro considerable de borrajas que ha habido que cercar mínimamente para que los perros no las ensuciasen, y las que ya hemos probado nos indican que este otoño las cenaremos con cierta frecuencia, porque todo alrededor de los manzanos vemos que les están ganando la partida a los bledos y a las achicorias, y conviven sin problemas con la grama. También es cierto que a esa zona le da más el sol que a otras más ocultas entre la hojarasca, y que había un tajadero justo antes de la valla del vecino, señal de que los lindes originales estaban unos metros más arriba, más hacia levante. Pero nadie reparó en este detalle cuando se hicieron las particiones, seguramente porque tenían más en cuenta la extensión de las parcelas que la caída de las aguas. Me hace gracia pensar que estas borrajas procedan de aquel entonces, o sean las primeras que plantó mi padre, y yo ya ni me acuerdo, o quizás a él también le salieron y a cada generación le vuelven a brotar cuando se acerca el otoño, el del campo y el de la vida. 

8.9.25

Patata

 Cuaderno de verano, 80


Un buen día gris para empezar la escuela. Nubes bajas, inmóviles y oscuras, prometían el chaparrón que se ha quedado luego en cuatro gotas, pero han dejado una brisa que erizaba el vello, y luego, aun sin salir el sol, el día se quedó templado, perfecto para andar entre las cañas, con el morro de la muela al fondo, blanco de cal y rojo de arcilla, asomado a la rambla. Al pasar por el pueblo se oía el grito machadiano de los niños en la puerta del colegio, y al volver  he visto a un hortelano sacando las patatas con los ganchos, con cuidado de no estropear ninguna. No está mal: el abuelo, de buena mañana, a lomo caliente para dar de comer a la muchachada, que volverá después hambrienta y sudorosa, de tanta novedad. 
Algún año pusimos patatas, pero había que sembrar la pieza entera si queríamos que nos cundieran. Aparte de que las plantas me gustan mucho —las hojas gruesas, las flores delicadas—, su abundancia desequilibraba el conjunto, dejaba en nada la porción de los tomates, difuminaba las cebollas, y cuando las sacamos no llegamos a llenar un saco tan siquiera, y aun así se nos grillaban antes de que empezáramos a consumirlas, por no hablar de que había que pasar cada tarde con un bote de espárragos cogiendo escarabajos, que son como mariquitas a rayas negras y amarillas. Si hubiera necesidad, todo lo que ahora es alfombra verde se convertiría en patatal, talaríamos los árboles de sombra y quizá esto regresara a lo que siempre fue, unos cuellos en los que plantar verdura. Así todavía nos dejamos llevar por un cierto sentido estético (y comemos pocas patatas, que engordan).
Apagado el coro de los niños, y aparte de esos cambios en los huertos, el camino ha vuelto del verano. Bandadas de palomas remontaban el vuelo desde los rastrojos, los gatos paseaban tranquilamente por la orilla, sonaba el tintineo de una azada, y la acequia corría llena, con su fresco rumor. Incluso he vuelto a ver una corza con su cría. Primero he visto a la cría, que se ha quedado quieta, mirándome, hasta que ha llegado la madre, y las dos se han metido sin demasiada prisa en los maizales. Igual también barruntan que se han ido a trabajar los cazadores y no les tienen miedo a los abuelos que sacan las patatas, ni a mí tampoco.

7.9.25

Fruto

Cuaderno de verano, 79

De la noguera grande se han caído algunas nueces con el ruezno verde todavía, quizá por un golpe de viento, o porque se han cruzado con las ramas de un castaño de Indias que plantamos demasiado cerca, hace casi veinte años, y cuyas ramas larguiruchas se estiraron entre la fronda del nogal para buscar el sol. Este castaño, y otro que plantamos junto al muro, están llenos de fruto amargo, incomestible, que solo sirve para usar su sustancia tóxica como aislante de bacterias, pero que en grandes cantidades incluso podría causar la muerte. 
Los plantamos, ese y otros árboles ornamentales, cuando aquí solo había un rincón a la sombra, con un par de ciclamores y una parra, y el resto era el solanar que necesita un huerto, más algunos frutales muy podados que no sobrepasaban la altura de un brazo extendido, para que se pudiera recolectar la fruta sin tener que varearlos ni subirse a una escalera. Buscábamos la sombra, no tanto el ornamento, y aparte de dejar que los frutales crecieran a su aire, por más que algunas ramas se combaran hasta el suelo y otras llegaran tan alto que no alcanzamos a recolectar su fruto ni subidos a un andamio, también pusimos algunos de los que llaman bordes, no sé si porque nacen sin que nadie los cultive o porque no producen ningún fruto aprovechable, o por ambas cosas, como catalpas, negrillos, arces, plátanos o estos dos castaños de Indias, que poco a poco, peleándose con el nogal o con los cimientos de un muro, se han hecho imponentes, con cicatrices de tiempo, una corteza que va abriéndose y soltando fragmentos como los  lapti de abedul, y una sombra que ya no deja luz para que a sus pies podamos plantar nada. Ninguno da fruto pero de todos sacamos algo: las elegantes vainas de las catalpas, ideales para el decorativismo zen, o las varas de los arces, tan prácticas, de las que hablamos en su día. De los negrillos y de los plátanos no sacamos más que sombra y su presencia tan vistosa (además de, en el caso de los plátanos, unas hojas duras como cartones de embalaje), y de los castaños vamos recogiendo las castañas venenosas que se van cayendo, no sea que las mordisqueen los mastines. Pero «erizo es el zurrón de la castaña», aunque sea mala, y los perros, en cuestiones de botánica, saben latín.

6.9.25

Campano

 Cuaderno de verano, 78

No es tan grande ni tan ostentosa como la masía de Artigot, ni tampoco tan decadente ni tan estropeada, ni tiene esa nave de polígono industrial que la rebaja y la desfigura. Un poco más adelante, según se viene del San Blas, hay otra mucho más interesante, la masada del Campano, con su espadaña en la cumbrera del edificio principal. Aquí las palabras no son gratuitas: masada es lo mismo que masía, pero masada es más cercano, más local, más reducido, que es lo que sucede con campano: a veces el masculino es más pequeño que el femenino, incluso algo despectivo. De hecho un campano también es un cencerro, la esquila que llevan los animales. En el habla rural es muy frecuente: la caseta es más grande que el caseto y la ventana que el ventano, las vacas son menos pestilentes que los vacos, el furgoneto más destartalado que la furgoneta, o la pieza, en fin, más apañada que el piazo. 
    Así que esta masada, con su campano y todo, es más pequeña que la masía de Artigot, pero mucho más proporcionada en sus volúmenes disparejos, resultado de lo que Lloyd Wright, que no sé si estaba muy puesto en masadas, llamaba la casa orgánica, la que se va ampliando según surgen las necesidades, con una parte más grande originaria (donde está el campano), el piso bajo con las bestias, para que den calor, y el alto para que lo habiten los guardeses, de la que van saliendo dependencias más pequeñas con su propio tejadillo, como porches cerrados, o bien parideras algo apartadas, o ampliaciones para los animales o la maquinaria, o según fuera aumentando la familia. 
Esta del Campano sigue en funcionamiento. La otra mañana su dueño estaba reparando un gallipuente junto al camino, y estos días lo he visto con frecuencia segando campos de trigo y labrándolos después. No hay día que no me pare a contemplarla cuando paso junto a ella, el color terroso de las fachadas, su silueta humilde allá en lo alto, mirando a los huertos de la vega, de espaldas a las tierras de secano. Me pregunto para qué usarían el campano, si para llamar a los braceros que anduvieran desperdigados por lomas y bancales, o para avisar de que venía una crecida, o sencillamente, puesto que están algo lejos del pueblo, para dar las horas, aunque para eso ya bastaba con el sol.

5.9.25

Compost

 Cuaderno de verano, 77


El montón del compost ha crecido en los últimos meses hasta las ramas más bajas del mirabel, seguramente el frutal mejor alimentado de cuantos tenemos. Empezamos pensando que era un espino vulgar que daba ciruelicas de pastor, pequeñas y doradas, un poco ácidas, y ahora resulta que es lo más selecto del Prunus domestica. A sus pies vamos echando las hierbas del huerto, pero también los sarmientos de las parras que se desmelenan, los chupones del ciclamor, los inevitables brotes de ailanto, las ramas de unas arizónicas que invadían el camino, las acículas de un pino que tememos que se esté muriendo y cada poco tiempo alfombra la bajada y la deja muy resbaladiza, las hebras de yedra que invaden los pasos o estrangulan otras plantas más livianas, los vástagos de los cerezos y de los membrillos, que crecen a la sombra junto a la acequia, los hinojos que siguen saliendo de aquellos que cubrían los bancales cuando esto era una selva abandonada. Los palos y las hojas tardan en descomponerse y acabarán el mes que viene consumidos en la hoguera, junto con las que de aquí a entonces se acumulen en el suelo, pero el resto se irá aplastando lentamente bajo el peso de las lluvias de otoño y de su propia fermentación, hasta que al año que viene se haya convertido en tierra suelta y negra que esparcir en los macizos de flores y en los alcorques. Así hacemos dos montones, el del año en curso, grande y fosco, amarillento, de hojas arrugadas y varas del color del barro seco, y otro más uniforme, el del año pasado, del que tenemos que arrancar las hierbas y los bledos que crecen tiesos como velas a poco que nos descuidemos, y al que ya le falta poco para volver a ser lo que era en un principio, tierra viva, germen de sombra y de fruto, promesa de verdor. El de este año, como las hierbas ya no crecen tan desenfrenadas, ha empezado a mermar a un ritmo más ligero que aquel al que los nuevos despojos lo recrecen. La hojarasca se pudre y no deja huecos, cada vez que le echo una gavilla nueva de hierbajos noto cómo se viene abajo, como si en vez de broza descargara piedras. También en eso vamos viendo que el verano se termina, por todas partes hay relojes silenciosos que avanzan como la noche.

4.9.25

Laberinto

Cuaderno de verano, 76


Me meto entre las plantas de judías, en los pasillos que dejan las varas, cubiertas de hojas en forma de pica, tersas y livianas, como ingrávidas, con zarcillos que se enroscan en las cañas y en las ramas bajas del manzano. Ahora están en su esplendor. No hay mañana que no bajemos con intención de no coger más que un puñado, las que al humor de la noche hayan terminado de hacerse sin que estén duras las habas, y a los cinco minutos tengo que embolsarlas en la camiseta, de tantas que salen, si no quiero subir a por la cesta. Nos perdemos entre los rodrigones como en un laberinto de bambú, veo aparecer y desaparecer la camisa de muselina que se pone Inma para protegerse de los mosquitos, que flota como las hojas de las judías, y su sombrero chino. La mismas judías también parece que juegan a esconderse entre las hojas: cada vez que paso por la misma mata encuentro alguna casi incluso demasiado grande que se me había pasado por alto, camuflada entre el follaje, escondida detrás de alguna vara. Los zarcillos forman nudos prietos en las cañas, muy difíciles de desliar, como hebras de una gruesa maroma de la que siguen saliendo florecillas blancas, más alguna colorada, preciosa, de unos judiones algo bastos que plantamos casi solamente para verlos florecer. Me gusta pasarme entre las manchas de luz que va dejando el sol entre las hojas, con cuidado de no quebrar ninguna guía ni pisar ninguna mata, metiendo los dedos con sigilo entre las hojas para sujetar el pedicelo con el dedo índice y presionar luego con la punta del pulgar hasta que se escucha un levísimo chasquido sordo, apenas perceptible, que es prueba de no haber rasgado el zarcillo. A veces nos juntamos al final de un caballón, los dos con los faldones llenos, y decidimos dejarlo por el momento, pero siempre al salir vemos unas cuantas que parece mentira que no hayamos visto ninguno de los dos. La judía prolifera más que ninguna otra hortaliza. No me extraña que fuese alimento para cuentos de cirros que se elevan hasta el cielo, de habichuelas mágicas o de semillas que se multiplican infinitamente. Será este laberinto feraz también la imagen del verano que con más agrado fije en el recuerdo, la que más tiene que ver con la abundancia, con el juego y con la luz.

3.9.25

Riego

 Cuaderno de verano, 75


No sé si estos bajones de temperatura son los más adecuados para el riego a manta, pero el caso es que esta mañana estaban anegados los maizales y los rastrojos de los trigos e incluso los campos que acababan de labrar, como si los agricultores hubieran aprovechado la tregua del calor para poner a punto los bancales, o supiesen que la lluvia tardará mucho en llegar, o que se avecina otro corte prolongado del azud… 
Mientras me dedicaba por la tarde a otras faenas, iba pensando en ello y a las nueve menos diez me he puesto a regar. Me acuerdo de la hora porque mientras estaba con las tomateras ha empezado a sonar un grillo y he mirado el reloj. Pero no era un canto continuo. El grillo que tenía allí mismo —si no en las tomateras, metido entre los puerros o las judías—, se quedaba callado, reanudaba su canto, le seguía otro más lejos. No era la estridulación constante de otras noches cálidas del mes de agosto, igual es que les daba frío y se les quedaban tiesos los élitros, o que están empezando a flojear y si sigue este fresco se callarán hasta el año que viene, no sé.
Mientras regaba y se hacía de noche, entretenido como estaba con los grillos, el agua se ha ido pasando de un surco a otro sin que yo la condujera. Otros años me preocupo de aporcar y rehacer los caballones para que no pierdan el nivel, pero este año me he limitado a quitar las hierbas y, como ya comenté cuando los estaba haciendo, esperar la erosión natural del verano. Y así ha sido. El agua ha deshecho la simetría, ha lamido las paredes de los caballones hasta dejar la tierra justa para las raíces, o se ha abierto un reguero que pasa por la base de alguna planta, de manera que cuando la manguera está en un surco empieza a llenarse el de al lado. Pero el caso, al final, es que todo estaba lleno y el agua no se había ido de los límites del cultivo. Si hubiera ideado pasadizos o surcos continuos, o esos tubos que algunos ponen a través del caballón, habría tenido que rehacerlo varias veces durante el verano. Así el agua se ha ido abriendo camino, y para cuando esté todo liso las plantas ya se habrán secado, y no cantarán los grillos.

2.9.25

Estética de la bondad


Aunque fuera tan detallista y contenida, el hecho de que La casa del páramo se resuelva en un romanticismo desaforado no es achacable a que se trate de su segunda novela publicada, y la primera de la cortas, después de Mary Burton, puesto que en algunas de sus últimas obras (Los amores de Silvia, por ejemplo) también recurre a este tipo de vendaval apoteósico. Lo que sí es raro, ya desde el principio de su carrera literaria, es la exquisita perfección de sus tramas, la modulación del tempo desde un comienzo idílico y sosegado, una meticulosa complicación de dilemas y el trompeteo final con que nos arranca más aplausos que emociones. Si uno ha leído ya, pongamos por caso, La prima Phillis, esos desenlaces maestosos no nos resultan imprescindibles. Pero no por eso dejan de ser perfectos.
A lo que Gaskell es fiel desde el principio es a la convicción de que los personajes tienen que cambiar para ser personajes, o como mínimo evolucionar y no dejarse llevar por los acontecimientos, y a lo que podríamos llamar una estética de la bondad, el heroísmo de los sentimientos nobles para el que los personajes no suelen ser malvados sino idiotas, y no se tuercen sino que se equivocan o, en fin, tienen un mal día. La heroína de La casa del páramo es Maggie, extremadamente bondadosa pero no el colmo de la bondad, lo que la habría llevado a terrenos insulsos que no casan bien con la permanente admiración que nos suscita. Maggie vive con su madre viuda y un hermano que, ese sí, es un piernas, un listo, un pobre hombre. Forma parte de la refinadísima ironía de Gaskell el que, pese a todos los esfuerzos de bondad que tiran de él para que no se lance al abismo, es finalmente un deus ex machina (un diabolus, más bien) el que, de manera un tanto cruda, ponga las cosas en su sitio.
Maggie es, desde niña, muy amiga de Erminia, del mismo modo que Edward, el hermano disoluto de Maggie, no se llevará bien nunca con Frank, el primo de Erminia. Pero de niños el columpio es para todos y aún no afloran las primeras diferencias serias: Maggie es huérfana de un párroco y vive pobremente con su madre y con su hermano (y con una criada, Nancy, que tampoco la cosa es para tanto), mientras que Frank es hijo del rico Buxton, viejo amigo del padre de Maggie, prototipo de caballero que ha adquirido una posición social acumulando posesiones, pero no hasta el punto de que los hijos de un pastor tengan que sentirse inferiores; de hecho, en aquella época se necesitaban estudios universitarios para entrar en la iglesia pero no para hacerse abogado.
Buxton, en todo caso, quiere ser amable con la familia de su difunto amigo e invita a Maggie, a su madre y a su hermano a que visiten su mansión. Allí aparece una de esas sorpresas que tan agradables hacen las novelas de Gaskell, la mujer de Buxton, una señora enferma con un corazón muy grande, prototipo de lo que a cualquiera le parecería una mustia mujer amargada y sin embargo es la luz de la casa (la amargura se la queda toda la madre de Maggie, que no levanta cabeza). Y todo es bucólico y se escuchan las sonrisas de los niños, pero crecen, aman, ambicionan, y empiezan a surgir los conflictos. Al bueno de Buxton no le viene nada bien que su hijo Frank se enamore de Maggie, pero a Edward, el hermano de Maggie, tampoco le viene nada bien la vida más bien austera que les dejó su padre al morir. Maggie es buena pero firme, como son las mujeres de Gaskell, y ama a Frank con todas sus consecuencias, mientras que el hermano es inconsciente también con todas sus consecuencias.
Con estos mimbres Gaskell va hilando los problemas, a partir de un cabo que dejó a mitad de novela, cuando el señor Buxton confía en el joven abogado Edward la venta de unas casas. Discretamente, la narradora deja que el lector piense lo que quiera, por ejemplo que Edward es un vivales que hará la fortuna que le falta a Maggie. Pero no. Edward está condenado por la trama, se necesita que sea un destarifado, que se meta en líos, que huya como un cobarde, que pida lo que no se merece, que trate desconsideradamente a quien intenta prestarle su ayuda… Edward es el peor personaje de la novela en el doble sentido de malvado y también de plano, de juguete del argumento. No hace nada en toda la novela que merezca o deje ver un asomo de redención: es descerebrado y egoísta hasta el final. Miro las fechas y veo que Bleak House es tres años posterior a esta novela. Y la figura del Richard dickensiano, ambicioso y autodestructivo (pero no mala persona), me ha rondado más de una vez cuando aquí aparecía Edward. Dickens y Gaskell eran amigos, y sus mutuas influencias imagino que habrán sido materia de sesudo análisis…
Gaskell hace muy bien algo en lo que los novelistas siempre deben demostrar su talla: plantear giros argumentales que siempre escapen a cualquier previsión pero, al mismo tiempo, cumplan con ella. En este caso, es evidente que Maggie y Frank tienen que acabar juntos (la novela se publicó, para más inri, como relato navideño), pero el final se acerca y no vemos cómo puede sustanciarse lo esperable. El afable Buxton monta en cólera con las trapacerías de Frank (aquel hilo suelto), pero no hasta el punto de que la abnegación y la capacidad de sacrificio y al mismo tiempo la coherencia de Maggie no le hagan dar un paso atrás y mandar a Frank a América en vez de ponerlo en manos de los tribunales. 
No es cosa de dar detalles sobre cómo, a media docena de páginas del final, todo está en el horno y no se ve salida por ninguna parte. Pero siempre hay una mecha que enciende el romanticismo, que quema las naves y despeina a los personajes, o los hace naufragar, o los mata, o los resucita. Todo queda, después del tremendo jaleo, donde debía estar, pero no como si fuera resultado del juicio inflexible de la, por otra parte, más inflexible moral, sino de unos desgraciados acontecimientos. Todos lloran al final, pero el bien se sale con la suya.

Elizabeth Gaskell, La casa del páramo, trad. Marta Salís, Alba, 2009, 189 p.

Dalia

 Cuaderno de verano, 74


«¡Vamos a dibujar una flor!», dice mi madre una tarde como estas, recién empezada la escuela, en la mesa del comedor, donde hacía con nosotros los deberes y nos enseñaba a coger el lápiz con firmeza, a que las letras fueran todas del mismo tamaño, a que las líneas nos salieran casi rectas sin necesidad de regla. Mi madre dibujaba bien. La veo trazar las curvas con soltura, como si usara un compás. No se había dedicado al dibujo artístico pero era experta en marcar patrones con jaboncillo, sin necesidad de muestras ni recortes ni falsillas. La veo girar la muñeca para trazar la curva de la sisa, sin apoyar siquiera el borde exterior de la mano, como hacía yo para que no me saliese torcida. Pero guardo los cuadernos de cuando ella iba a la escuela, el poco tiempo que la dejaron ir, sus dibujos de flores, sus cabezas de caballo, los dictados con una letra inglesa exquisita que parecía de imprenta, y que yo siempre he tratado de imitar.
Entonces cogía un lápiz y dibujaba un redondel, a partir del cual iba trazando líneas curvas enfrentadas que formaban hojas en forma de huso, y entre cada dos dibujaba otra un poco más pequeña, y luego otra, y de su mano iba emergiendo una dalia cuyo botón sombreaba luego, así como las puntas de las hojas y los bordes, de modo que ninguna hoja parecía plana. «¡Ahora tú!» Y yo, más que imitar su flor, trataba de imitar sus movimientos. La clave estaba en no dibujar los bordes poco a poco sino en un solo trazo rápido que se iba deteniendo hasta coincidir en la punta con la otra línea, pero su dalia tenía tres dimensiones y la mía me salía plana y con los pétalos deformes. 
Salvo alguna rosa que va brotando y las flores mínimas de tallos largos como alambres, en verano solo podemos formar ramos con las dalias. Nos salen unas no muy grandes, de pétalos morados que se aclaran hacia las puntas, donde casi llegan a ser blancas. En el centro, el botón de un amarillo anaranjado se queda cubierto por los nuevos pétalos que van naciendo. No todos los capullos abren al mismo tiempo, tenemos que cortar algunas a medio abrir y otras a las que ya les falta poco para ponerse mustias, pero quedan bastantes para un hermoso ramo que llevar al cementerio. 

1.9.25

Septiembre

 Cuaderno de verano, 73


Agosto es domingo, septiembre es lunes. Tuve una compañera de trabajo que era feliz cuando llegaban estos finales de verano, quizá porque su oficio le gustaba y en vacaciones lo acababa echando de menos, algo que a mí siempre me produjo envidia, hasta el punto de dividir al género humano entre aquellos que quieren que llegue el sábado, o las vacaciones, o la jubilación, y aquellos otros que seguirían acudiendo al trabajo hasta que se cayeran de viejos, y que se deprimen cuando los obligan a retirarse, algunos incluso protestan y recogen firmas para que los dejen seguir en la brecha. Eso es vocación, o suerte, no sé.
Nunca he caído en esos patetismos. Hay cerca de casa un labrador que de vez en cuando anuncia que va a quitarse los animales. Hace unos meses desaparecieron las cabras, y el hombre, algo mohíno, me comentó que a sus ochenta y tantos años y con tres infartos a las espaldas ya no estaba para esos trotes, que sólo se iba a quedar con las gallinas, los conejos y algún cordero. Esta mañana he visto que una parvada de pavos iba rondando al lado del corral. Al saludarlo desde el camino me ha dicho, como disculpándose, que iba a criarlos para Navidad pero que ya eran los últimos, que ya no iba a criar más. La brisa que venía de los árboles del río era más fresca que otros días, y el hombre se ha frotado los brazos como diciendo que ya se giraba frío. «¡Ya estamos en setiembre!», me ha dicho, con una sonrisa en los ojos, mientras cortaba mielgas con la corbella para echárselas a los conejos y el viento nos perfumaba desde un bancal de cilantro que ha puesto otro vecino cerca de allí. 
Dice el parte que el calor no ha terminado, que este fresco es un descanso, un aflojar la mano para que cojamos aire. Camino adelante pensaba que este hombre siempre me dice que va a dejarlo todo cuando estamos en lo peor del verano, con el tedio dominical de agosto, cuando en vez de ir a echarles a las gallinas se tiene que poner la ropa buena para ir a misa. El Pastor de Andorra, que recorrió medio mundo cantando jotas, se negó a ir a Nueva York porque todavía le estaban pariendo las ovejas. No era sentido de la responsabilidad. Era septiembre, era lunes.

Fresco interior


Una mezcla feliz de intuición y casualidad me llevó a internarme en este libro. Iba buscando lecturas frescas sobre el verano, valga la paradoja, y un cierto tono relajado que solemos vincular a la literatura japonesa. El hecho, además, de que La casa de verano hablara sobre arquitectura me terminó de decidir. El resultado ha sido una lectura placentera, más bien poco veraniega, en la medida en que todo sucede en un ambiente en el que no hay nada asfixiante; incluso, de vez en cuando, hay que encender fuego.
En la década de los 80 del siglo XX, un estudio de arquitectos deja su sede de Tokio durante el verano para marcharse a las alturas refrescantes del monte Asama, cerca del volcán, a una casa inspirada en el Taliesin de Frank Lloyd Wright, para preparar el diseño de una Biblioteca de Literatura Contemporánea con la que piensan concursar. El dueño del estudio, Shunsuke Murai, el profesor, trabajó de joven con Lloyd Wright y está especializado en ese tipo de arquitectura orgánica que se inspira en la naturaleza y en el detallismo artesanal, en la tradición estética y los edificios habitables, con los movimientos y las necesidades de sus moradores como principal patrón de diseño. A pesar de que hasta el ministro del ramo ha insistido a Murai en que se presente al concurso, hay otro candidato con muchas posibilidades, el estudio de Funayama, típico representante del colosalismo populachero que aún hoy en día triunfa en los concursos públicos: edificios desproporcionados que parecen cosas, en este caso un gigantesco libro abierto. El mundo de Murai es otro: es el de la poesía, el del rumor de la naturaleza, el de la delicadeza del tacto.
En ese estudio es contratado el joven Sakanishi, narrador de la novela, obsesionado con otro arquitecto de la onda de Lloyd Wright, el sueco Gunnar Asplund, creador no solo de la Biblioteca Pública de Estocolmo sino del sobrecogedor Cementerio del Bosque, ejemplo de como una construcción debe adaptarse al sentimiento de quien la ocupa. La novela se construye sobre las relaciones de los miembros del estudio, sobre todo del narrador con Mariko, la sobrina del profesor, y Yukiko, la compañera que más alegremente colabora, y la personalidad y las enseñanzas de Murai, que suenan a sabio nipón, a sintoísmo silencioso, pero le dedica muchas páginas a la arquitectura, a los detalles, y sobre todo al entorno de la casa, los pájaros y los jardines, las frutas y las flores que cultiva Fujisawa, amante del profesor, en una casa que hizo expresamente para ella. En ocasiones uno tiene la sensación de que la trama, leve como las luces tamizadas por los biombos, es una excusa para que el autor reflexione sobre la estética de los edificios, su esencia y su función, o elabore minuciosas descripciones vegetales que colaboran en el sosegado discurrir de la narración. 
Pero el caso es que con eso tenemos bastante. Por una vez, la novela como excusa de la divulgación se justifica en la excelente prosa con la que está escrita (y traducida, supongo), en el equilibrado juego de proporciones que traslada a parámetros narrativos las especificaciones espaciales de los planos y de las maquetas: la biblioteca que diseña el estudio se corresponde con la novela que escribe el autor y con los acontecimientos tal y como los cuenta el narrador. Hay en ellos un sosiego no premioso, una lentitud no gratuita. Los hechos se repliegan al final del capítulo, como si, después de un largo paseo por el jardín, al entrar en la casa se nos diera una noticia. Y los acontecimientos van ensombreciéndose igual que se apagan las luces del verano: la escritora que aparece desfallecida en la carretera, el arquitecto motorista que decide abandonar el estudio, las relaciones poco fluidas entre Mariko y Sakanishi, o, en fin, un sombrío final lleno de vejez y enfermedad en el que hasta la casa resplandeciente se llena de polvo y humedades, de tiempo y oscuridad. Tan solo la espléndida katsura de la entrada (Cercidiphyllum japonicum) sigue fuerte y vigorosa y su frondosidad da idea del tiempo transcurrido y de todo aquello que no caduca tan pronto como lo que el hombre idea y construye y deja de habitar o mantener. Este tipo de enseñanzas adornan la novela como las violas tricolor que cultiva Fujisawa. Al tiempo que suena la sonata 11 de Shubert o las Estaciones de Haydn (y no es mala idea escucharlas mientras se leen ciertos capítulos, sobre todo al final) uno se deja llevar por la melancolía de lo que parece a punto de perderse. A Lloyd Wright lo acusaron de soberbio por despreciar la arquitectura como conquista del hombre cuando decía que su único maestro era la naturaleza. Pero él también tiró de tradición, sobre todo japonesa, para su maravilloso (y tétrico) Taliesin de Wisconsin, del mismo modo que aquí Murai no abandona los aspectos más humanos de la tradición. Bueno, solo una vez, cuando, en su última gran obra, intenta conjugar tradición y modernidad, plegarse a las modas del momento, o al menos hacerlas compatibles con su sentido más sobrio, menos llamativo, pero más duradero de la arquitectura. Quizá sea esa concesión la que al final puede con él, pero deja una enseñanza clara: las mezclas no son buenas, ser algo y su contrario es no ser ninguna de las dos cosas, y a fin de cuentas es más auténtico un adefesio como el de la biblioteca de Funayama, otro enorme edificio-cosa, que algo que, sin querer abandonar su esencia, quiere flirtear con lo que no lo es. Ese fue el error de Murai. 
Sakanishi (y su esposa) vuelven a la casa muchos años después, y se encuentran con la ruina de una idea, pero también con tiempo por delante para rehabilitarla, volverla a decorar con el espíritu de Asplund, reparar esos tiradores de madera de las puertas, que se adaptan a la mano que los empuña como si le diesen, antes de entrar, una cálida bienvenida.

Masashi Matsuie, La casa de verano, prólogo de Anatxu Zabalbeascoa, trad. Lourdes Porta, Libros del Asteroide, 2025, 379 p.

31.8.25

Principio

 Cuaderno de verano, 72

Todo empieza a ser pasado antes de que se termine. El tiempo se desplaza como la tierra. Amanece más tarde, y el calor del cobertor sobre la cama invita a retrasar también el inicio del paseo. Por el camino se nota que el verano va de retirada. Aparte de algún que otro punto azul de las achicorias, ya muy pocos, y de que la alfalfa ha vuelto a crecer, se ve amarillear a los maizales junto al suelo y las puntas de los juncos están secas. Los ribazos tienen una veladura polvorienta que con el tono algo más ambarino del sol, aun a primera hora de la mañana, da la sensación de que hayan empezado fenecer. Lo más verde que se mete en el camino son las zarzas, de un dedo de gordas, con hojas prietas y carnosas y púas como espolones, y las únicas flores son las de las cañas, mensajeras del otoño, blandas y sedosas espiguillas de un color ocre agrisado y, según le dé la luz, algo violáceo, que empiezan a brotar ahora y durarán hasta casi fin de año. Son plumas que mece la brisa, por suave que sea, y apetece acercarse y dejar que me acaricien la palma de la mano. 
    Pero la primera señal inequívoca la he visto en un frondoso nogal que hay entre el río y el camino. Las hojas siguen verdes, con ese verde oscuro, como acartonado, de finales de verano, pero en medio de la copa le ha salido un corro amarillento, como una mancha de vejez, como un primer síntoma de decadencia. Incluso he pensado si no será que esa rama se ha secado, que no es que empiece a perder las hojas sino que por esa parte las va a perder para siempre, a fin de cuentas es pronto todavía para la defoliación, y cuando llega suele ser más homogénea. Tengo que ver estos días el estado de la mancha, si se agranda hacia el otoño, si permanece como una necrosis puntual. En estos finales de verano no resulta fácil distinguir la evolución natural de la muerte prematura.
Por la tarde, antes de ocultarse, el sol asoma por la fachada norte de la casa, que durante todo el verano era el único sitio que se mantenía en sombra. Esos primeros rayos ambarinos por encima de la grama nos dicen que vamos cambiando de sitio, acomodándonos al tiempo nuevo.

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