14.3.07

Aleluya


Diario de Teruel, 15 de marzo de 2007

Benedicto XVI acaba de sancionar, en su exhortación apostólica Sacramentum Caritatis, un propósito que ya mencionó en el cónclave y que formalizó el pasado mes de octubre con el indulto universal necesario para que los sacerdotes puedan cantar la misa en latín. Ahora no es sólo una licencia; ahora es una exhortación. Y ya era hora. Cuarenta y dos años, que se dice pronto, sin escuchar la Vulgata. Y pudiera parecer que con su resurrección se termina de liquidar el Concilio Vaticano II, pero yo creo que no es así. De hecho, y a pesar de que Benedicto XVI ha terminado dando la razón a los lefebvrianos en cuanto al latín, el otro motivo del cisma, el diálogo con otras religiones, es algo que el Papa actual está llevando mucho más lejos que su polígloto antecesor.
Las malas lenguas dirán que impulsa el latín para que no vuelva a pasarle lo de Ratisbona, donde un discurso medido se convirtió en una frase torcida. El Papa, más prudente que sus ministros, pidió perdón y santas pascuas. Pero aquella pieza insistía en uno de los aspectos de su ideología que a mí más me convencen: la religión católica no debe salirse de sí misma para llegar a los demás; son los demás los que, si quieren, deben entrar en la iglesia y cantar gregoriano. Su amor al boato tridentino es un bello ideario estético, y su amor por el latín la prueba de la honestidad intelectual de su actitud.
A mis queridos cartujos sólo se les exige dos condiciones para que puedan ingresar en el convento: que sepan latín y, curiosamente, que sepan cantar. Son los dos vehículos de la ascesis, esa capacidad del ser humano para detenerse en el tiempo, para pensar estáticamente, hacia lo hondo; para llevar, en el fondo, una vida poética. Y así es: el latín es la lengua sagrada, las divinas palabras que detienen y arrodillan a la chusma, y no sólo es sagrada para los católicos, sino para cualquier ateo que tenga una mínima conciencia de cultura. No estaría de más una negociación con la Conferencia Episcopal en la que el Estado proponga enseñar más latín a cambio de no llevar propaganda política ni religiosa a la escuela pública. En Francia se acaba de decidir que los niños aprendan 350 palabras complejas cada año, y pronto caerán en que la utilidad de la sabiduría no siempre se rige por la misma inmediatez práctica. El latín es un entretenimiento como otro cualquiera, pero además te obliga, más que a leer, a interpretar; más que a creer, a comprender; más que a juzgar, a pensar. Y, puestos a practicar el pensamiento, yo prefiero el Eclesiastés en latín al castellano macarrónico y curamerino de las pastorales.


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