15.12.07

GUERRA Y PAZ 11


Libro III, 2ª parte

Larga, e intensa, reflexión sobre la guerra. Para Tolstói, no sólo nadie sabía lo que estaba haciendo sino que todos dedicaron sus esfuerzos a evitarlo, unos creyendo que era su ruina, y otros su triunfo. El sorprendente final fue el triunfo de aquellos y la ruina de estos. Si Tolstói no habla de predestinación, poco le falta. Su determinismo histórico contrasta un poco con la frialdad con que analiza el absurdo azaroso de aquella guerra perfecta.
La ruina comienza con los viejos, como siempre. “Ah, volver deprisa, deprisa al tiempo aquel y que el de ahora termine de inmediato para que ellos me dejen en paz”, piensa el viejo príncipe Bolkonski cuando lee carta de su hijo, con el que se ha reconciliado, y se da cuenta, después de negar todas las evidencias, de que el ejército francés no sólo ha entrado en Rusia sino que va a llegar a Smolensk. Su patetismo está muy logrado: cada noche se acuesta en un sitio distinto de la casa. Ya no sabe dónde dormir. Al final encuentra un rincón y pronuncia esas palabras.
El viejo ha dejado también su relación con la Bourienne, pero cada día vive más recluido y un tanto quijotizado, aunque aquí, más que los altos ideales, lo que se ve es el desconcierto de la muerte. Los militares, tan prestos para la muerte joven, llevan muy mal morirse de viejos. He sabido de muchos casos de viejos que se vuelven paranoicos de su seguridad antes de perder el juicio por completo y entrar entonces en un duermevela de órdenes y miedos.
En estas circunstancias se produce la espléndida escena de regreso de Andréi a Lisi-Gori, una vez que su familia ya se ha marchado a Moscú y sólo quedan algunos mujiks y el administrador. Es espléndida la imagen del baño de los soldados, la carne blanca entre el agua sucia, aparte de fijarse en el recuerdo de Andréi para recurrir después a ella en mitad de la batalla.
Este retorno a un lugar del pasado en mitad de la guerra siempre queda muy bien. Regresar a lo que ha sido devastado, volver tarde, a la hora de los velatorios, cuando ya no queda nada del recuerdo salvo las lagartijas que campan entre los hierbajos y las tapias desconchadas. Andrei se queda ahí (varias veces Andrei sale en momentos culminantes para desaparecer de pronto; se nota que Tolstói era consciente de que su sola presencia animaba la narración), y, otra vez a través del campo, volvemos al salón.
El príncipe Vasili sirve de transición entre las opiniones sobre la guerra que se frecuentan en los salones de las damas y el nombramiento del general Kutúzov como jefe supremo del ejército ruso. Vasili es aquí un monigote que insulta a Kutúzov y luego lo alaba, según por dónde sople el viento. Es un contraste insertado en el espléndido final de Bolkonski, como para recordarnos la nobleza que a pesar de todo queda en las agonías patéticas. Su muerte está narrada con la celeridad precisa de las crónicas, con horas exactas e inventarios de movimientos y de frases a medio pronunciar. En esas frases el viejo intenta deshacerse de su culpa pidiendo perdón y dando las gracias a su hija, la princesa María. Todo está contado (salvo las angustias de la hija) con la frialdad de quien asiste con el máximo respeto a la muerte de alguien a quien no quiere, sobre todo porque su final cobarde, su retractación y su súplica, sólo provocan dolor en quien, por otra parte, se duele de haber deseado la muerte de quien ahora le confiesa quererla como a una hija.
Cuando los franceses están en puertas, María trata de ayudar a los mujiks, que ya no tienen qué comer, pero los campesinos rechazan “el grano de los señores” y su propuesta de abandonar la propiedad de Boguchárovo y marcharse a los alrededores de Moscú; sencillamente, no se fían de ella, quizá porque no están acostumbrados a ofrecimientos así de generosos. Ella quiere lo mismo que su padre: redimirse en la catástrofe.

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