29.3.08

TRADUCCIÓN


El protagonista de El asombroso viaje de Pomponio Flato, la novela que acaba de publicar Eduardo Mendoza, es un romano del siglo I que habla como una traducción de latín. Los que piensan que el latín y el griego son lenguas de profesores calvos o de seminaristas están perdiéndose buena parte del mejor castellano que se escribe en nuestros días. Las traducciones que desde hace treinta años viene publicando la editorial Gredos están concebidas desde un respeto a la literalidad tal que se convierten en arsenales de palabras raras y hermosas, cuando no de locuciones de añejo sabor y elegante precisión. Leer a Heródoto, por ejemplo, es un placer erudito que se lubrica con el hermoso ritmo que tal cantidad de cultas frases hechas le confieren a la prosa. Todo el mundo habla muy ceremoniosamente y abundan en suntuosas fórmulas de salutación, y el propio traductor se esfuerza tanto en ser preciso que por todas partes surgen frases involuntariamente graciosas, como si el Primo de Cervantes se hubiese puesto a escribir. La credulidad meticulosa da siempre un resultado extraordinario, siempre y cuando si tire de ironía, desde luego. En los diálogos de Platón, si el traductor se ha empeñado en traducir todas las minúsculas partículas del original griego, el resultado es un hablar lleno de incisos y puntualizaciones, y esta puntillosidad, después de las primeras páginas, es ya un bien en sí mismo, un agradable fondo musical. Uno lee ahora, por ejemplo, las traducciones de Tucídides que publicó José Alsina y queda deslumbrado de la claridad, la precisión y la capacidad de ahuecar la prosa lo suficiente para que no resulte pomposa ni pleonástica pero fluya melodiosamente. Todo eso es fundamental para dominar un idioma, parte del oficio, pero cada vez más infrecuente.
Así habla Pomponio Flato, así domina Mendoza el castellano, si bien en este caso el componente paródico introduce algunos aciertos. Por ejemplo, la suavidad y la eficacia con que va cambiando de tiempo verbal, como Tito Livio, o la oportunidad con que echa mano de los elementos paródicos de siempre, ya sea buscar nombres romanos que den risa o introducir los más populares latinajos donde mejor funcionen.
Ese lenguaje ya es un seguro. Escuchar al soldado Quadrato, que es como los de Astérix, pronunciar unas peroratas ciceronianas sin que desaparezca su bondadosa facha de mendrugo es uno de esos golpes arriesgados que si funcionan son geniales, y así es en todas las páginas de la novela. Por momentos te parece estar leyendo el cuento de Rampsinito, porque, entre bromas de traductor, Mendoza no se aparta del estilo que le sirve de referente, domina su mismo ritmo y sencillez, su economía y su capacidad de sorpresa, y esa forma de contar que convierte en ritos las conversaciones y en símbolos las meras descripciones.
Esos mismos libros traducidos abundan también en el tuétano de esta novela, que a pesar de las carcajadas sigue siendo un asunto muy serio. Somos herederos de una época remota en la que hasta los más sensatos, descreídos y civilizados eran capaces de creer en disparates. Aun en tiempos en los que ya nadie se creía que Mercurio volase con alas en los borceguíes, los mismos científicos consideraban como respetables creencias folklóricas y supersticiones descabelladas. Mendoza cita a Plinio el Viejo, su noticia de que hay unas aguas que tiñen de blanco a las vacas. Y podría haber citado aquella otra en la que dice que en un pueblo de la India tienen los pies exageradamente grandes para así poder tumbarse y, levantando las piernas, hacerse sombra con ellos. El mismo Lucrecio, a fuerza de no creer en los dioses y considerarlos mero producto del miedo de los hombres, creyó que los sentimientos son corpúsculos que flotan en el aire, simulacra que fecundan el cerebro, infecciones mentales.
Y si eso lo hacían los científicos romanos, qué paparrucha no se tragarían los pueblos oprimidos por una superstición tan atávica, metomentodo y restrictiva como la tradición judaica. Hay varios momentos en la novela en que las mismas fantasías milagrosas las cometen dioses de distintas religiones, en una época, y en un lugar, en los que la gente vivía pendiente de que seres sobrenaturales resolviesen sus preocupaciones. Mendoza da unos palos muy amables, pero muy certeros, no tanto a la condición humana de creer en fantasmas como a la de imponer esa creencia como excusa de un control severo y enfermizo. La exaltación del dolor era entonces lo único que se le permitía entrar al pensamiento. El cristianismo nació en un ambiente de lo más propicio.
Con estos mimbres, desde luego, se podía derivar a la sátira iconoclasta, pero lo más llamativo, quizá lo mejor de la novela, es que, pese a montar una comedia escatológica sobre las ruinas de la Biblia, Mendoza es respetuoso con la parte más delicada de la operación: la Sagrada Familia. Mucho más, por cierto, que con los muelles árabes premahometanos, y desde luego que con los judíos. No ha librado a ningún sagrado símbolo del cristianismo de su dosis de ironía más o menos zahiriente, pero tampoco se ha ensañado más allá de lo que nadie en su sano juicio tiene más remedio que aceptar. Forma parte del espíritu que perfuma esta novela (que no es, precisamente, el que no puede controlar Pomponio) un muy ilustrado transigir con aquello que nos parece, como mínimo, igual de absurdo que su contrario, y en cualquier caso fruto de la misma clase de ignorancia. Según las más elementales normas del escepticismo cínico, el otro es un ejemplo más de lo que somos todos.
Por primera vez en la serie bufa de Mendoza, la estructura detectivesca es lo que menos me ha interesado de la novela. La percibo como una plantilla sin mucho más interés, no sé si porque el hallazgo estilístico (la vuelta de tuerca sobre un clasicismo impostado, tan habitual en Mendoza) me resulta más gratificante que cualquier solución argumental o porque, al tratarse de una parodia, la estructura de la narración se alimenta de tópicos del propio Mendoza. El caso es que me divertía más cuanto menos dependía la lectura del transcurso de los hechos. El gozo de leer no requería formalidades narrativas, al menos el mío, hasta el punto de que la catarata de anagnórisis finales se me llegó a antojar como un desfile al caer el telón, como un recoger el encaje con nudos florales.
Yo me he reído siempre mucho con esa traducción de Heródoto que hay en Gredos, y apuesto a que Mendoza también. El castellano debería nutrirse más de esos hallazgos. Lo que a muchos les parece pompa hueca es, en realidad, una forma de traducir el mundo a la literatura. Sin embargo, insisto, a mí me habría gustado más el puro no ir a ningún sitio, el disparate argumental, o como mínimo el sencillo caos barojiano. Si una novela es de detectives, el juicio sobre la disposición de la trama es el más relevante de todos. Aquí la parodia es coartada perfecta para justificar el patch-work, la composición a base de retales.
Pero este es otro asunto. Mendoza es maestro en la descomposición (nunca mejor dicho) de géneros populares. Esta cervantina desautorización de las esencias del género (que la entrega del lector no esté amortiguada por ninguna forma de ironía) acepta sin embargo su estructura clásica. Mendoza distribuye los elementos como lo haría en una obra de teatro, o en las viñetas de un tebeo, cada cosa en su sitio. Pero hay algo que no forma parte del género detectivesco pero sí del herodoteo, la constante digresión, el perder el rumbo del argumento a fuerza de buenas historias, y eso merecería una novela más larga. Ojalá.

2 comentarios:

  1. Anónimo12:44 a. m.

    Pues mira, ahora que lo pienso, el bueno de Lucrecio no andaba desencaminado y mostraba una pizca del que, dicen, era un conocimiento total en la edad de oro del hombre pues los sentimientos del hombre, y de la mujer sobre todo, estan dictados por unas partículas mínimas, las fermonas, y se ha aislado la partícula en concreto que produce la monogamidad en algunos animales, ¿por qué no en el hombre?.
    También los americanos andan trasteando en los sentimientos a fuerza de microondas. Tendremos que dejar de ser tan descreidos y hacer más caso a los romanos que, a veces, sabían lo que decían.
    Un abrazo y una carretada de admiración, por tus traducciones y por tus novelas.

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  2. Tienes toda la razón. De hecho, cuando reciclé este post para sacarlo en el periódico, lo primero que quité fue la alusión a Lucrecio porque sus intuiciones atomistas son geniales. Su concepto de clinamen, esa desviación que lo individualiza todo, me parece muy cercana a lo que debe de suceder en realidad. Gracias por pasarte por aquí.

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