20.9.09

Bastardos infames 2

En Pulp fiction hay una magnífica secuencia que nace de una imagen brutal, pero no explícita. John Travolta y Samuel L. Jackson van hablando dentro de un coche con un muchacho muerto de miedo en el asiento de atrás. A Travolta se le dispara la pistola sin querer y el contraplano es el cristal trasero del coche lleno de sangre y de sesos. Pero la cosa no acaba ahí, porque los dos merluzos no saben cómo limpiar el coche y sus ropas y se tienen que poner en manos de Harvey Keitel, que los trata como a imbéciles, y ellos obedecen como perros amaestrados.

Es decir, una escena de violencia no explícita da lugar a una secuencia sorprendente, divertida y, aunque sea involuntariamente, significativa. Nada de eso vi anoche en Inglourious basterds. Las escenas violentas se terminan en sí mismas, frecuentemente son el final y el sentido único de toda la secuencia, y, aunque no son muchas, su grado de explicitud no es nada divertido. Recuerdo ahora tres muy desagradables que sin embargo no vi en las muy violentas otras dos películas del principio de Tarantino. En tres ocasiones cerré los ojos porque yo sí quiero conservar el instinto de protección ante lo que me resulta obsceno. Esta explicitud puede ser un alarde visual, pero yo creo que empobrece la película. Cada vez que había una ensalada de tiros o una sangría de cuchillos, mi ánimo tarantiniano pensaba: ahora viene el giro imprevisto, la escena sorprendente, el resultado narrativo. Pero no. Eran el fin del chiste, uno detrás de otro, hasta el punto de que ciertas escenas se me hicieron pesadas no porque la película no vaya a toda pastilla (lo contrario ya sería el colmo) sino porque intuía que todo se iba a resolver del mismo modo.

La primera escena es un buen ejemplo de lo que digo. Los tiros empiezan cuando aún esperarías una o dos vueltas más de tuerca, esos momentos en los que brilla como en ninguno otro el talento de Tarantino. El momento en que Travolta y Jackson deciden esperar un poco más antes de freír a tiros a los traficantes aficionados. Es entonces cuando toda la tensión acumulada permite que floten libremente los diálogos en una especie de limbo pasado de rosca. En Inglourious basterds, el giro que da lugar al desenlace, el don de lenguas del demonio (y soy así de críptico por si resulta que alguien lee esto) es realmente bueno, pero todo lo que viene después (violencia no explícita, muy bien hecha, y sobre todo la huida de la chica) parece un resumen de algo que podría haber durado mucho más.

Esta sensación la tuve varias veces, la de que el ritmo narrativo se precipita demasiado deprisa y deja hilvanadas secuencias que el director no explota. Eso es lo malo, la ausencia de explosiones narrativas en dos horas y media de explosiones verbales y pirotécnicas. Pero eso le llega también a los personajes. Más de uno revienta, pero ninguno explota. Todos recordamos películas mucho más cortas de comando sucio, desde La gran evasión al Asalto al tren de Glasgow, en la que todos los miembros de la banda tienen algo personal y distintivo. Nunca se los confunde y todos muestran un rasgo de carácter especial. Aquí la mayoría de los bastardos son figurantes con frase, sin encarnadura dramática de ninguna clase. Y eso no necesita alargar la película dos horas más sino algo, algún detalle, un mínimo de relevancia personal, un defecto característico, algo aparte de su cara. Por ejemplo: el dominio de la situación que muestra en la taberna uno de los bastardos (creo que es el que apalea cráneos, no estoy seguro) merecería unas líneas más que nos metieran en el personaje, o por lo menos nos lo hicieran reconocer. Pero palma justo cuando empieza a resultar interesante, cuando empezamos a querer saber.

Y, al frente de todos ellos, Brad Pitt está en la onda de George Clooney en Oh Brother, con el problema añadido de que no tiene papel, y el que tiene lo ejecuta tan pendiente de la composición del personaje que me resulta demasiado plano, a veces incluso parece un añadido, como si hubiera hecho las escenas en su casa y luego las hubieran pegado. Tarantino dice que el papel era para Pitt y tal y cual, pero el resultado suena a imposición de la productora. Claro que todo puede verse de otro modo, y entonces, si lo comparamos con la estética del Cocodrilo dundee, el papel de Pitt cobra más sentido. En todo caso es absolutamente secundario.

Con los otros personajes importantes pasa tres cuartos de lo mismo. Las dos mujeres son muy buenas actrices, pero les falta papel. Después de la pasada de el dedo en la llaga, la espía no cambia de actitud con respecto a su misión, es decir, las posibilidades de reactivación, de dramatización de su personajes se quedan de nuevo a merced de la explosión final, que es lo único que cuenta. La dueña del cine, por su parte, hace algo que me sorprendió de veras: anuncia sus intenciones y después las sigue punto por punto. En el camino se deja muchas tramas apenas empezadas. Tiene tan pocas oportunidades de explicarse que nunca termina de desaparecer en ella el gesto de quien empieza a hablar pero se calla.

Los nazis son monigotes divertidos, que es lo que nos esperábamos. Y el aclamadísimo nazi políglota la verdad es que es lo mejor de la película. Si se lo compara con Brad Pitt, da la sensación de que Pitt no ha entendido bien su papel, o no le sabe sacar partido. O no había papel. El del nazi es estupendo, ciertamente, pero también sufre, en más corta medida, el mismo mal que todos los demás. Su final es por el morro, indigno de su inteligencia. Brad Pitt no se ha ganado el derecho dramático a vencer, y el nazi se comporta, por primera vez en la película, como un estúpido.

Se habrá pasado diez años preparándola, pero la cosa le ha salido un tanto desaliñada. Con unos servicios de seguridad tan deficientes, no me explico cómo no mataron a Hitler a los quince días de empezar la guerra. Ver al empleado negro trancar las puertas del cine donde está la plana mayor del Tercer Reich sin que nadie le pregunte qué está haciendo es algo que no trago ni en los cómics. Y lo mismo sucede al verlo luego morir por el alma de la abuela, sin dudas ni justificaciones, o no morir, no se sabe, porque su papel se pierde como se pierde el attrezzista tras las bambalinas, protagonista de una quizá buena historia que se queda resumida hasta la caricatura.

Veo que en todos los casos estoy insistiendo en lo mismo: todas las historias son demasiado potentes como para desarrollarlas enteras. Y esa es una duda que siempre he tenido, tanto en cine como en novela. En las historias corales, cuando los personajes son demasiado potentes se corre el riesgo de que les pille el toro y suene la bocina antes de que hayan hecho nada. La mejor manera de solucionarlo es, supongo, el trazo corto, la historia mínima, el protagonismo compartido, todo entretejido de modo que puedas ponerte de inmediato en el pellejo de cualquiera que salga y diga algo.

Tiene fama está película de que Tarantino trabajó mucho su guión. A lo mejor es eso, exceso de trabajo, pero a mí me sobró el apresto. La encontré veloz, pero poco fluida. Y en todo caso no me entregué a ella, que es el placer que yo estaba dispuesto a disfrutar con toda mi buena voluntad. Siempre queda el consuelo puramente estético de las imágenes, los planos, los montajes, la cosa técnico artesanal, que en este tipo es siempre impresionante. El incendio final casi arrancó entre el público algún oooh de esos que se escuchan en los fuegos artificiales. Sin embargo, sólo en una escena saltaron las carcajadas un poco descontroladas de los fans, los que fueron allí para reírse así desde el primer plano. Es la única escena, por cierto, en la que uno de los bastardos figurantes se reivindica como personaje. Con una palabra y un gesto de la mano, hablando en un idioma que no sabe, se nos mete en el bolsillo para el resto de la película. Lástima que faltasen tan pocos minutos para el final.

1 comentario:

  1. Sí, coincido contigo. Me hace gracia lo del negro atrancando la puerta, pero es que es inevitable pensar lo poco verosímil que resulta. Ni en un cómic, cierto. Me parece que esta vez Tarantino ha querido acercarse más que nunca a todos los públicos; gustar a todo el mundo. Quizá ahí esté su error.

    Un abrazo.

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