14.2.10

Las lágrimas de Polifemo

Capítulo segundo


Amanece en la habitación 309 del hotel Isabel de Segura igual que amanecía en los inviernos tersos de las Teresianas. En Teruel se ha construido mucho pero el colegio se asomaba al valle del Turia y aún se puede ver un camino de chopos desnudos perderse hacia el sur. Se puede ver aún la estación de tren, sus hangares de rodeno, y las vías que con la humedad helada brillan por debajo de la niebla. Allí está, al frente, como un castillo, el colegio para niños con retraso, asomado también al valle. En la Iglesuela los amaneceres hermosos son el pan de cada día, pero ninguno es este aterido despertar, este paisaje de no estar en ningún sitio y de poder marcharse a todos, el gris perla de los árboles desnudos, el verde carruaje de los pinos, el halo amarillo del farol que iluminaba entonces las imaginaciones igual que cien años atrás. Casi todos los momentos culminantes de los libros que más le gustaban a Francisca sucedían en caminos blancos asaltados por las zarzas como los que se ven al lado del río, en esos mismos andenes con marquesinas de hierro torneado por donde salen y entran viajeros que caminan para combatir el frío hasta que llegue el tren. Muchas madrugadas se ponía el despertador para repasar un examen y repetía de memoria listas de huesos del pie y fragmentos de la historia de España mientras el azul cobalto del cielo se iba disolviendo con la niebla en un añil grisáceo y el río de ramas grises se perdía entre la bruma.

Ya entonces esta habitación era un mundo aparte. No estaba pintada de salmón pastel como ahora, no tenía un zócalo de madera clara. Todo era blanco, había un crucifijo de hierro en la pared y una mesa de formica y dos sillas de madera. Los cuatro años que pasó allí Francisca compartió su habitación con una chica de Alfambra que se marchaba todos los viernes y volvía el lunes, de modo que la mayoría de los fines de semana de su adolescencia los pasó Francisca disfrutando de su intimidad en la habitación en la que ahora se fuma un cigarro junto a la ventana como entonces y se da una ducha y ganas le vienen de meter toda la ropa en el lavabo con medio bote de champú. Decide, sin embargo, pasar rápidamente por el hospital, a ver cómo sigue el muchacho, y estar luego en la puerta cuando abran las tiendas de ropa, comprarse unos vaqueros nuevos y una camiseta y un jersey y una trenca, comprar exactamente la misma ropa que lleva puesta pero nueva, sin olor a vaca. También debería comprar ropa a Rafael. Su pantalón, su camisa y su cazadora las devolvieron metidas en una bolsa de plástico negro, la camisa está hecha trizas y en los encajes hay rastros de barro y de estiércol, la cornada desgarró de arriba abajo la pernera, el sitio por donde entró el cuerno está deshilachado y las hilachas almidonadas con cuajarones de sangre seca. El calzoncillo está partido en dos, sólo queda una zapatilla.

Pero entonces, hace veintitantos años, en aquella clase de ciencias naturales de don Marcos Tejerina, cuando alguien dijo “huele a vaca” y todos se giraron hacia donde estaba Francisca, Francisca supo que ese olor, pese a llevarlo ella, no era suyo. Su familia criaba vacas pero nunca en casa. Las vacas estaban en el monte y a su casa sólo entraban ya limpias y descuartizadas, y a pesar de eso Francisca desarrolló desde pequeña un rigor cotidiano en lavar la ropa o airearla. La culpa de aquel olor de entonces no era suya, y la del olor de ahora tampoco. Ahora la culpa la tiene Bernardo, y entonces la tuvo una chica que se llamaba Saturnina. Había venido de una masía de Gúdar y esa sí que olía a vacas. Muchas noches, con esa inconsciencia cruel de los adolescentes, Francisca y otras chicas de pueblo que vivían en las Teresianas iban al cuarto piso, a la habitación de Saturnina, a esnifar un poco de pueblo, como se decían entre risas antes de llamar a la puerta de su habitación.

Nunca jamás desde entonces se volvió a acordar Francisca de Saturnina, pero esa noche, ahora, en la habitación 309, cobra rasgos más nítidos, ve más cerca Francisca a Saturnina y la entiende mejor. Era una chica más bien esmirriada, muy trabajadora, que hablaba muy bajo y se atascaba, como si no tuviera la costumbre de hablar, como si hubiera vivido en el silencio de la masía desde que nació y las palabras y la mala idea de los otros circulasen a velocidades imposibles. Tenía cara de animalillo acobardado, había crecido en una casa sin baño y no veía la necesidad de ducharse a diario. Aun así, a base de voluntad, se duchaba cuando se lo mandaban las monjas o se lo aconsejaban las compañeras, pero el olor a vaca de la ropa no se le iba ni aunque la lavara con lejía. Ella no era consciente de que su aroma trascendiese, como no lo son en absoluto quienes llevan muchos años echándose la misma colonia, y las compañeras, por alguna extraña razón, nunca se lo dijeron. Sus visitas nocturnas estaban envueltas en recochineo, pero en el fondo aquel olor les traía un poco de su hogar. Todas eran de pueblo y quien más quien menos tenía cuadra en la casa y llevaba los cántaros de leche a una vecina que tenía vacas y toda la casa olía profundamente a vaca pero aquello no era un olor desagradable sino el más natural. Todas tachaban por debajo del pupitre los días que faltaban para volverse a su pueblo. Todas querían regresar al mundo que estaba atormentando a Saturnina.

Un día Francisca se la encontró llorando en un pasillo, temblando de frío. Francisca le preguntó qué le pasaba pero la muchacha no decía nada. Era domingo y Francisca le dijo que se fuese a estudiar con ella a su habitación. Pasaron la tarde leyendo y estudiando, sin apenas hablar, o por lo menos ahora Francisca no se acuerda de lo que hablaron. Sí recuerda más tranquila a la muchacha, que de pronto se sentía protegida. Aquel domingo por la tarde Francisca redimió sus penas por haberse reído de aquella muchacha indefensa. Pero al día siguiente, en la clase de ciencias naturales de don Marcos Tejerina, en el colegio La Salle, alguien dijo que olía a vaca, y todos miraron a Francisca.

Con aquella chica Francisca tuvo algo más en común. Ella odiaba que la llamasen Paqui, y la otra no podía soportar que la llamaran Sátur, y mucho menos La Sátur. Francisca comprendía la delicadeza que anida en proteger la identidad de un nombre. Saturnina era su nombre y era hermoso, lo mismo que Francisca, pero Sátur o Paqui, y mucho menos La Paqui, La Paquita o, horribile dictu, La Paca, era una degradación de su feminidad. Piensa Francisca mientras camina por la acera blanca y ondulada si no sería Saturnina la primera que de veras la inició en el camino del feminismo, mucho más que las amigas de jerseys muy amplios que la llevaban a las manifestaciones. Después de Navidades Saturnina no volvió a las Teresianas ni al instituto Ibáñez Martín. Ya nunca se supo de ella.

La mañana sigue sin abrir, y puede que no se aclare. Los peatones caminan encogidos con las manos en los bolsillos. Todavía es pronto para que abran las tiendas. Cuando pasa por los jardincillos no puede evitar meterse por la pérgola de columnas de ladrillo cubiertas de hiedra ni sentarse en uno de los bancos semicirculares que rodean la plazoleta. Han cortado los altos cipreses que resguardaban la fuentecilla donde los estudiantes se refugiaban para darse besos y fumar. De todo aquello sólo recuerda lo frío que se le quedaba el culo, el sabor empalagoso de los lametazos. Ni siquiera permanecen nítidas las caras de los novios. La cara de Saturnina se sobrepone a todos.

Francisca pasea por el camino de tierra mojada, la grava fina cruje cuando pisa. Está nublado y no quiere que deje de estar nublado. Esta imagen del amanecer crujiente es mucho más cercana para ella que otros recuerdos no tan antiguos. Fueron en día nublado las huelgas juveniles de castañas y bufandas confundidas con las fiestas de fin de trimestre, los sábados llenos de charcos, aquel concierto en el patio del Sagrado Corazón de Jesús en el que se presentaron los nuevos cantautores turolenses y ella estaba sentada en el suelo con melena despeinada y unas gafas redondas y un jersey de ochos a rayas muy amplio, y hay una foto en la que habla muy animadamente con un compañero y está con los brazos en jarra en un mar de banderas de Aragón y una pancarta en la que se exige una subvención para el Colegio Universitario. En realidad era un poco joven para eso. Aún no estaba en el Colegio Universitario, pero ese trimestre iba mucho con una chica de Alfambra que estudiaba Filosofía y Letras y tenía muchas cintas de Lole y Manuel. Esa chica, Leonor, era un poco su futuro de no haber vuelto al pueblo. Lo más intenso sucedió en otoño. Este Teruel nublado y frío y el chorro de cierzo escabroso que atraviesa los puentes como un río desatado sucedió antes de no volver. Teruel ya fue luego, muy de cuando en cuando, el verano pegajoso de las fiestas, la luz de un mundo que no era el suyo.

Francisca toma un café con leche y una napolitana de chocolate en la cafetería La Cafetera, que está en la plaza de San Juan. Rafael está en el mejor sitio posible. Clara, la mujer del minero sevillano de La Hoz de la Vieja, le insistió en que no se diese prisa, que se echase a dormir si quería, que en el momento en que pasase algo la llamaría. Ese algo incluía llamar a los padres, que Rafael se acordase del teléfono de sus padres, porque no tenía documentación. En la bolsa de plástico negro en la que llevaron sus ropas manchadas de sangre no había ningún documento, ningún número, ninguna foto. Le preocupa a Francisca avisar a los padres y verlos llegar y abrazar a su hijo y desprenderse de esta absurda maternidad vicaria que sin embargo le ha movido las entrañas. Francisca come un bocado de la napolitana y vuelve a preguntarse qué habrá sido de Saturnina. Qué habrá sido de la subvención del Colegio Universitario y de los cantaurores. Son las diez menos cuarto, ya deben haber abierto en La Iglesuela la carnicería. Su hermano aún no la ha llamado. Sólo ha llamado Bernardo.

En una tienda de la calle de Carrasco una chica muy amable la surte de ropa para ella y para Rafael. No es exactamente la misma que llevaba. Ha dicho quiero más o menos lo mismo que llevo, y la chica muy amable le sacó casi lo mismo, y en ese casi Francisca siente la tranquila voluptuosidad de cuando va de tiendas por Castellón. Todo tiene un toque, un ajuste, una diferencia. La cintura del vaquero es más baja, el jersey tiene un bordado muy mono en las mangas, esa camiseta es muy alegre, pruébate esta chaqueta a ver qué tal te sienta, mira a ver esta camisa sólo para ver el efecto.

Francisca vuelve al hospital más relajada. De todo el incómodo papel de madre, este de ahora de llegar con paquetes a la habitación del enfermo y llenarlo todo de alegría recién duchada es el que más le satisface. Ya no hay rastro de olor a vaca. En todo caso un perfume dominical de prendas nuevas y perfumes caros. El hospital está lleno de gente. Las visitas se amontonan en las salas de espera de las consultas y se arracima en las escaleras de la planta de cirugía. Los pasillos bullen de parientes, limpiadoras y enfermeras que se estorban unas a otras y hablan en voz alta. Los hombres forman corro en las puertas de las habitaciones donde están pasando consulta, cruzan los brazos y adelantan una pierna y ensayan gestos de resignación mientras hablan de fútbol.

Francisca no entiende cómo es posible semejante jaleo. Teme llegar a la habitación y que toda la familia de Rafael, que se la imagina inacabable, haya llegado ya y aquello sea un valle de lágrimas. La habitación, en efecto, está llena, pero no de familiares de Rafael sino de los compañeros del enfermo de al lado, todos ellos hombres fuertes todavía jóvenes, mineros en activo o jubilados que rodean a un hombre con un pijama azul, de abundante pelo negro peinado a raya, muy delgado, la nariz ganchuda, los ojos grandes caedizos, que lleva en la boca una especie de chupa-chups y los está haciendo sonreír. Rafael está despierto pero no tiene abiertos los ojos. Se le ha quedado un rictus de dolor, un brillo de fiebres, una palidez de fármaco. Francisca deja las bolsas de la ropa junto a la de plástico negro.

–¿Cómo estás? ¿Ya te despiertas?

–Cualquiera no se despierta –susurra el muchacho.

–¿Te duele?

–Un poquillo.

El hombre delgado del pijama azul está contando cómo le empezó el dolor. La mujer lo mira sentada en el alféizar de la ventana junto a las revistas del corazón y un ordenador portátil y el móvil y un termo metido en una bolsa de plástico de Mercadona.

–Anoche me dolía tanto que no podía ni quejarme. Y aún estábamos ahí fuera con el médico, que si espérate un poco, que si a ver si probamos con esto… Y yo le dije: de eso nada, que al que le duele es a mí. Tú saca la jeringuilla y méteme una de esas que tú sabes y luego pruebas lo que te dé la gana. ¡Pues una hora más estuve así! Y cada vez peor, cada vez peor…

Francisca se puso a escucharlo sin querer. No hablaba como el hombre desesperado al que lo está devorando una metástasis incontrolable, sino como aquel a quien le dio un cólico y no pudo ir a trabajar, o al bar a jugar al dominó, y al día siguiente lo cuenta casi en un tono de aventura infantil. En sus palabras no había queja sino sorpresa, no había preocupación sino curiosidad, no había llanto sino ganas de hablar.

–Vámonos a echar un cigarro a la escalera, que este muchacho tiene que dormir. Ahora os cuento quién es este muchacho. No os lo imagináis.

La comitiva sale con el enfermo, que no se quita de la boca el caramelo de morfina. Clara, su mujer, se acerca a la cama de Rafaelillo.

–Ha venido la policía –dice.

–¿La policía? ¿A qué?

–A avisar a sus padres.

Francisca se siente más aliviada. La seriedad de Clara debe de obedecer a la procesión que lleva por dentro.

–¿Ya los han llamado?

–No. No ha querido decirles el teléfono.

Francisca se vuelve hacia Rafael, que ha cerrado los ojos del todo.

–Rafael… –dice Francisca, alargando un poco la e, lo suficiente para que suene cariñoso y admonitorio, de madre que reprende con dulzura. Francisca se sorprende al pronunciarlo tan correctamente. El muchacho abre los ojos.

¡Pa qué lo vamo a haser sufrí!

–Chiquillo –interviene Clara–, sufrir no, pero ocuparse de ti sí…

En cuanto me dehe de dolé, yo me marsho, no se tién ustede que preocupá.

–No digas tonterías –dice, más seria, Francisca–. Ya hemos tenido bastante con la cornada. Vamos a dejar unos días el valor en paz.

El muchacho todavía tiene los labios blancos. Francisca saca del bote una toallita higiénica y se los humedece un poco.

–Tus padres te estarán buscando. ¿Adónde les has dicho que ibas? Hemos llamado a la ganadería pero allí dicen que tú te quedaste en La Iglesuela y que no te conocen de nada.

Normá…

–Normal no –ataja Francisca–. Ese señor debía saber que viajaba con un menor. A lo mejor es a él al que le tiene que preguntar la policía.

Rafaelillo se incorpora con más fuerza de la que tiene.

Al mayorá déhelo usté, señora, por lo que más quiera. El mayorá no ha hesho ná. El mi iba llevá pa casa pero yo me escapé, sabusté. El mayorá no sabe quién soy ni conose a mi pae. Déhelo está, po favó.

–¿Pero y tus padres?

Acaba de entrar el enfermo acompañante. Las visitas ya se han ido.

–¿Qué pasa, se ha puesto malo?

–Que no quiere decir cómo se llama. Y tú acuéstate, que llevas toda la mañana danzando por ahí –le dice su mujer.

–Dejar al muchacho en paz. Si no lo dice, por algo será.

–Pero esta mujer tiene un trabajo.

Francisca no había sacado aún ese argumento.

–No, por mí no tiene que preocuparse. Yo unos días puedo estar aquí. Pero sus padres tienen que enterarse.

Ya se enterarán –dice el enfermo, mientras se acuesta y se tapa con la sábana–. Aquí tó er mundo se entera e tó.

1 comentario:

  1. Me ha resultado entrañable Francisca. Hasta aquí me llega el aroma de vaca...

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