14.3.10

Las lágrimas de Polifemo

Capítulo cuarto

Llueve en la Avenida Ruiz Jarabo. Brillan las aceras ondulantes. Desde la habitación ya no se ve sólo la bruma en la vega del Turia. Los edificios nuevos están viejos, hace mucho que cambió el paisaje. ¿Por qué se habrá metido en todo este berenjenal? Hace veinticinco años Francisca quería terminar los estudios de Magisterio, sacar lo que entonces se llamaba el acceso directo, reservado para los alumnos con mejores notas. Quería también vivir, la pedagogía y las manifestaciones y los conciertos de cantautores turolenses eran compatibles, los estudios eran compatibles con la lectura y con el sexo, con los viajes a dedo y las excursiones en tienda de campaña. Había fuerza y tiempo e ilusiones para todo. Hasta que se tuvo que volver al pueblo.

Fue en tercero de carrera. Francisca recuerda el día en que estaba haciendo las prácticas en el colegio La Salle y hablaban de Pinocho. Ella quería descubrirles a los niños el lado literario de Pinocho, su trabajo consistía en, muy poco a poco, desinfantilizar el mito, igual que alguna vez hay que explicar que Los viajes de Gulliver es un libro terrorífico. Entonces no había móviles, pero las noticias tristes tardaban muy poco más tiempo en llegar. Francisca paseaba por las mesas, los niños tenían que escribir unas líneas sobre la historia que acababa de contarles, la mayoría no sabían qué decir y pintaban narices como falos. Por otro lado del aula, cómplice del ejercicio que proponía Francisca, el hermano Jesús, un fraile con sotana negra y pechera blanca, trataba de corregir la impudicia de las narices. Entonces entró sin llamar a la puerta el hermano Emilio, que era el que ordenaba las filas de los niños en el patio antes de entrar a clase por la mañana. El hermano Jesús se acercó a preguntar y conferenciaron muy brevemente. Francisca recuerda la cara que puso el hermano Jesús cuando se volvió a llamarla. Los tres salieron al pasillo, los niños quedaron suspensos.

–El hermano Miguel te va a llevar al pueblo en la furgoneta. Tu madre se ha puesto mala –dijo el hermano Jesús.

–¿Qué le ha pasado?

–Pues parece ser que ha sido un cólico…

–¿Ha muerto?

–No, mujer, qué cosas dices. Lo que pasa es que tiene que guardar reposo. Será mejor que vayas y la cuides. Ojalá no sea nada y la semana que viene vuelves a terminar el trabajo de Pinocho…

Francisca se asustó mucho. La idea de la muerte le cayó como un dolor de cabeza que no se fuese a calmar nunca. El hermano Miguel intentó muy discretamente preparar el espíritu de Francisca para lo que se avecinaba. Iban en la furgoneta junto al río Alfambra, a los chopos cabeceros les estaban empezando a salir las hojas.

–Cuando ocurren estas cosas… –dijo el hermano Miguel– lo más importante es el buen ánimo. Todo pasa, Francisca, el placer y el dolor, el invierno y el verano. Todo pasa y nada hay definitivo… –dijo, con acento valenciano.

Francisca no decía nada. Al pasar Villarroya, por las curvas que atraviesan los pinares, sintió que se mareaba. Instintivamente pensó qué ropa negra se tendría que poner, qué cara debería poner en el duelo. Viajar en la furgoneta era como ir cayendo por un precipicio, concentrarse en preparar el cuerpo para cuando se estampase contra el suelo. No se creía nada de lo que le estaban diciendo. Un dolor previo, presentido, la vació por dentro. Los curas hacían lo de siempre, poner paños calientes. No te preocupes, es sólo un cólico, hay que diferir el dolor: es el único modo de acortarlo porque el dolor ya no tendrá fin.

La verdad es que no le habían mentido. A su madre le había dado un cólico. Tenía que guardar reposo. Alguien debía ocuparse de la carnicería. Eso era todo. Era un martes y llovía como ahora. Las aceras de la avenida no eran tan anchas. En el parque los árboles aún eran arbolillos. Le faltaban meses para terminar los estudios de Magisterio pero había que cuidar de la carnicería. Había que cortar cientos de miles de filetes de lomo alto y embutir varias toneladas de morcillas. Había que despedazar cabañas enteras de vacas y vaciar la molleja de un millón de pollos. Su madre se repuso del cólico muy pronto, pero al padre le iban dando ciáticas y su hermano menor tenía que acabar la escuela. El trabajo de Pinocho se quedó sin hacer.

Recuerda Francisca los primeros días, cómo trataba de reunir apuntes pero luego fue imposible bajarse a Teruel a los exámenes, el cólico aún no se había curado. Y recuerda también la decepción que se llevó cuando entre ella y sus amigos se abrió un abismo de silencio, como si en vez de haberse vuelto al pueblo se hubiera muerto. De un día para otro todo había desaparecido. Francisca no tiene ganas de ver la tele en el hotel, pero tampoco duerme. Ha bajado las persianas y está a oscuras pero tiene los ojos como platos. Tampoco quiere volver de noche al hospital, Rafael ya puede dormir solo, el enfermero renqueante puede atenderlo sin necesidad de nadie. Han pasado ya las primeras cuarenta y ocho horas y no hay infección en la herida. De esta va a salir.

El carácter nervioso de Francisca no es mucho de estar despierta en la cama. Ahora se ha vuelto a acordar del Sagrado Corazón de Jesús. Aquel concierto fue el fin de semana antes de que se tuviera que marchar al pueblo. Aquella tarde de calles mojadas y sonido deficiente fue la última y en su memoria se ha ido asentando en la primera posición de los recuerdos juveniles. Es posible que cuando sea todavía más vieja sólo queden los cables de los altavoces y aquellos chicos moderadamente melenudos que practicaban la canción protesta. Ella estuvo muy implicada en el asunto, tenía un medio novio que tocaba el bajo en el grupo Los Gays. Le pusieron Los Gays sin saber que en el resto del mundo civilizado gay significaba homosexual. En el Teruel de aquellos últimos setenta casi nadie sabía inglés. Ellos querían sólo ser alegres, ni siquiera habían leído a Nietzsche. Se produjo un gran desconcierto cuando la prima del batería, que era de Valencia y se comportaba como si viviera en Inglaterra, les preguntó si habían tenido algún problema con las autoridades por poner ese nombre. Luego se rió de ellos.

Tuvo su punto gracioso. El presentador del concierto era un cura, uno de aquellos jóvenes paulinos que querían estar a la altura de las circunstancias. Al presentar movía los pies cómo si bailase un twist o estuviera nervioso, detrás de él la fachada neogótica del Sagrado Corazón de Jesús pintada de azulete descascarillado. “Y ahora un grupo joven, alegre, divertido… ¡Los Gays…!” Antes de tocar la primera pieza, cuando aún estaban templando los instrumentos, al medio novio de Francisca le tocó dar una pequeña explicación: “Bueno, ejem, no somos los Gays, ese era un nombre que tuvimos en una etapa anterior… Ahora somos Los Gallos, porque pensamos que nuestra música debe dirigirse a las cosas de la tierra y…” Francisca no recuerda qué dijo aquel bajista para salir del paso y que no los tomasen a todos por maricones. Pero sí recuerda que fue el único de todo el grupo que se lo tomó a risa. El resto no sabía a quién tener más miedo, si a las novias o a la policía. O a los curas.

La noche la pasó con el bajista de Los Gallos en un piso de la calle Caracol, detrás de la iglesia de San Pedro. Al día siguiente vino el cólico. Nunca volvió a ver al bajista ni habló con él pero su nombre no se lo olvidará en la vida, entre otras razones porque hace años que le sigue la pista por internet. Se llevaban mirando unas cuantas semanas. Se habían visto en el pub Hartzembusch, un bar en un piso alto que acababan de abrir y al que iban por las noches los profesores jóvenes del instituto. También iban fumadores de hachís y hubo una célebre redada en la que cayó la hija del gobernador. Leonor era amiga de todos, de los conspiradores y de los fumadores, y muchos fines de semana la invitaba a irse con ella a Alfambra pero se quedaban las dos en el piso de la calle Caracol. Allí conoció al bajista, allí se acostó con él, allí lo dejó de ver.

Siente Francisca que basta una noche de insomnio con que agotar toda tu vida. Los recuerdos de aquellos días húmedos de invierno flotan en la oscuridad del hotel Isabel de Segura, en la habitación en la que de lunes a viernes era una chica formal. Deben de ser las diez o las doce o las tres de la mañana, no lo sabe ni tampoco tiene ganas de mirar. Nada de eso le produce la más mínima nostalgia. Pero sí echa de menos el año que no vivió, el último de Magisterio. La gente dice que nunca es tarde pero eso es una tontería, cómo no va a ser tarde para tener de nuevo veinte años. Trató con tripas en lugar de con mentes. Abrió cuerpos en canal en lugar de enseñarles a escribir. No le había ido mal. En estos veinte años había sido feliz. Francisca se repite esto último varias veces, a ver si así consigue dormirse.

Dejó adrede las persianas sin bajar del todo, quería que la despertasen por la mañana los átomos del sol entre los rayos que se cuelan por las rendijas, y que entonces iluminaban el armario blanco y el papel de flores. Entonces las mañanas eran más claras, todo estaba más abierto y saneado. A Francisca le molesta un poco seguir pensando en todo aquello, mientras se ducha piensa que no va a estarse en la clínica toda la mañana, sólo hasta que pasen los médicos o vengan sus padres, y si vuelven los de la tele o la policía o el sursum corda Francisca ya no quiere saber nada. Quiere incluso dejar ese hotel, o por lo menos esa habitación. Estos viajes al pasado le dan mal fario. Francisca es de las que creen que del pasado sólo se puede hablar, no pensar. Puedes contarle a alguien algo, una anécdota, un sentimiento, si esa persona es muy íntima, pero si estás sola no merece la pena. Todo ha ido bien y no tiene nada de que arrepentirse, se repite una y otra vez mientras saca la ropa interior del compartimento de tela de la maleta.

Prefiere pensar en qué hacer con la carnicería. Bernardo le ha dejado un par de mensajes pero tampoco quiere pensar en Bernardo. Escribe los mensajes con toda clase de comas y puntos y acentos y palabras largas que se podrían abreviar, son mensajes de haberse pasado la hora del almuerzo entera redactándolos con sus dedos fuertes y curtidos sobre el teclado táctil del teléfono. “Buenos días, Francisca. Aquí, todo va correctamente. Tu hermano se arregla bastante bien en la carnicería con Laura, que es una chica muy maja. Espero todo vaya bien por ahí. Hasta pronto. Por cierto, que estás muy favorecida, ya sabes…” Francisca pasa la pantalla con el dedo, en cada línea se leen una o dos palabras, pasan las líneas y sigue diciendo lo mismo que ayer. Francisca lo lee sin más emoción que desear que estos mensajes no vayan a más. Le parece muy bien que Bernardo siga siendo así de respetuoso y de pulcro, y por si acaso ella le contesta con monosílabos. Esas últimas líneas no le han gustado nada. Ese ya sabes no sabe Francisca a qué viene y la mosquea, así que contesta con un OK que le sorprende incluso a ella. Es la primera vez que usa el OK en el teléfono. Seguro que Bernardo piensa que ya ha adoptado modos de ciudad. Seguro que le entran celos del OK, piensa Francisca, pero envía el mensaje.

En el hospital da la sensación de que el sol ha puesto un poco mejor a los enfermos. El minero y Rafael están jugando a las cartas. El minero está sentado en la cama de Rafael, se pasa por la boca un chupachús de morfina y coge de la mano de Rafael la carta que el chico quiere tirar. Está contando algo de una apuesta. Francisca cuando entra sólo escucha el cabo de una frase en la que se dice la palabra apuesta y la palabra noche.

–¡No se ha incorporado ni una sola vez! –dice, cambiando de tema, el compañero.

Clara, la mujer del minero, asiente desde el alféizar de la ventana. Se está comiendo una manzana mientras hojea una revista del corazón.

–Na, esto no es ná –sentencia el maletilla.

A Francisca le sorprende que le den explicaciones.

–¿Han localizado ya a tus padres?

El maletilla tuerce la boca como si no supiese.

–¿Pero ya les has dado el teléfono?

Rafael la mira y deja reposar las cartas sobre su pecho. Con la mano libre trata de alisarse un poco la sábana que le cubre la pierna. Francisca iba a ir a arreglarle la cama, pero se contiene.

–Ma disho el dotó que un par de día estoy ya pa marsharme.

Francisca siente un poco de vergüenza.

–¿Ya ha pasado el médico?

–Digo.

–¿Y qué más te ha dicho?

–Ná, quehto no eh ná.

Clara deja la manzana e interviene. El minero mira las cartas.

–Le ha dicho que en un par de días a lo mejor le quitan el gotero, y que como siga así de cabezón sin querer dar las señas de sus padres se va a meter en un lío.

–Dejar al chaval, tanto lío, tanto lío, que tenemos la partida por metá.

Alguien toca con los nudillos en la puerta de la habitación. Es un hombre muy alto y más grueso que fornido, muy elegante, con traje y corbata y un largo abrigo negro hasta los pies, la cabeza afeitada y un sombrero en la mano.

–¿Se puede?

Francisca tarda en acordarse, pero tras la primera impresión sabe que es alguien conocido. A ella y solo a ella la mira el hombre y sonríe. Tiene los ojos grandes y caídos, pero no es caída bonachona sino exquisita.

–¿No me reconoces?

La voz también remotamente suena, aun más remotamente que la cara. Tiene las facciones grandes pero delicadas. La boca es hermosa pero los labios no son gruesos. Las orejas no son pequeñas pero están proporcionadas. El brillante cráneo es incluso un poco pequeño comparado con la arboladura.

–Soy Güino…, Magisterio…, las clases de Monserrat…, el trabajo de Pinocho…

Francisca queda suspensa, pero termina por caer.

–¡Hostia, Güino! ¡Cualquiera te conoce! –y se acerca para darle dos besos con una familiaridad que la transporta, como si hubiera estado acostumbrada a dárselos y con la imagen se hubieran ordenado los movimientos–. Hostia, Güino –repite, más bajo, y no sabe qué decir pero siente que los ojos se le están llenando de lágrimas, y vuelve a abrazar a Güino.

–Pues tú has cambiado bien poco, rica –dice el tal Güino, en un tono que lo desdramatiza todo, incluso su imponente figura. Los enfermos han dejado las cartas y miran embobados. Clara ha dejado en el halda la revista. Todos miran.

–¿Qué casualidad, no? –dice Francisca–. ¿Tienes a alguien aquí?

–Qué va. Te he reconocido por la tele.

–¿Por la tele?

Los enfermos vuelven a las cartas.

–¿He salido por la tele? ¿Cuándo?

–No me digas que no te pidieron permiso. Saliste en las noticias de Aragón, te ha visto todo el mundo.

Francisca se vuelve a Clara.

–¿Vosotros sabéis de qué está hablando? –otra vez duda Francisca con confianza, como se duda entre amigos, y lo hace sin querer, porque está muy confundida.

–Al chico no le han sacado la cara, de eso puedes estar segura. Se la han pichelao o como se diga eso, y solo salieron las imágenes de él en la cama y alrededor se te ve un momentico a ti pero nada, casi nada. Ese señor es un lince –dice Clara.

–Un lince no, pero se dio la casualidad de que lo estaba grabando por otro motivo y después de verlo varias veces y ampliarlo digo pero si es Francisca, y aquí he venido, antes de que se ponga bueno el torero y te me pierdas otra vez –dice el tal Güino, cuando habla le baila el abrigo, como si estuviera recitando un papel en una obra de teatro. A Francisca le ha hecho gracia. Cuando eran estudiantes también hablaba así.

4 comentarios:

  1. "Siente Remedios que basta una noche de insomnio con que agotar toda tu vida."

    ¿Remedios? ¿No será Francisca?

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  2. Todo me resulta familiar y entrañable, salvo la expresión "OK".

    Veo que las imágenes del "río Alfambra y los chopos cabeceros" las llevas muy adentro...

    Hasta el próximo capítulo.

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  3. Gracias, Teresa: ha sido un lapsus proléptico, porque Remedios es un personaje que aparecerá más adelante. Soy muy proclive a liarla con los nombres. En la vida real también.
    Más que muy adentro, Luis, muy afuera, porque lo estaba escribiendo al mismo tiempo que el artículo de los chopos. Qué bien, lectores y todo. No me falta de nada.

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  4. Anónimo11:33 a. m.

    Casualidades de la vida me han traído a este blog. Saludos desde la distancia de un compañero de clase del Colegio La Salle marcado también, para bien y para mal, por aquella extraña etapa.

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