28.6.11

Geórgicas, libro tercero

Geórgicas, III, 1-48

También voy a cantarte a ti, Pales magnífica,
y a ti, inolvidable pastor del río Anfriso,
y a vosotros, bosques y ríos del Liceo.
El resto de asuntos que a mentes ociosas
pudieran cautivar con fábulas poéticas
ya son muy conocidos: ¿pues quién no sabe nada
del cruel Euristeo, de los sacros altares
del infame Busiris? ¿A quién no le han hablado
del jovenzano Hylas y de Delos latonia,
de Hipodamia y Pélope, bravo con los caballos,
famoso por su hombro de marfil? Es distinto
el camino que debo emprender si persigo
alzarme desde el suelo y de boca en boca
volar entre los hombres victorioso. Las Musas
seré yo el primero, al volver a la patria,
en traérmelas desde la cima del Aonio,
si me asiste la vida. Seré yo el primero
en traerte, oh Mantua, las palmas idumeas,
y allí cerca del agua, en la pradera verde,
elevaré un templo de mármol donde el Mincio
discurre caudaloso en sosegadas curvas
y adorna las riberas de jóvenes juncales.
En medio estará César, y el templo llenará:
triunfante y admirado con mi púrpura tiria,
en su honor soltaré un centenar de cuadrigas
a la orilla del río. Se medirá ante mí,
dejando el Alfeo y los bosques de Molorco,
en cesto crudo Grecia entera y en carreras.
Yo mismo, coronado con ramón de olivo,
llevaré las ofrendas. Ya gozo acaudillando
solemnes procesiones camino del santuario,
contemplando novillos recién sacrificados,
o cómo al volver el tapiz cambia la escena
y el telón purpúreo en el que están bordados
levantan los británicos. Pintaré en las puertas,
con relieves en oro y macizo marfil
la lucha de los pueblos del Ganges y las armas
del vencedor Quirino, y allá la corriente
del gran Nilo, con olas nacidas de la guerra,
y columnas alzadas en bronce de navío.
Añadiré ciudades del Asia sometidas,
y el golpe al Nifates y el Parto que la huida
a las flechas que lanza hacia detrás confía,
y esos dos trofeos ganados por la mano
a enemigos distintos, y pueblos que han sido
dos veces derrotados, a ambos lados del mar.
Y allí estarán también los mármoles de Paros,
las imágenes llenas de vida, la estirpe
de Asáraco y los nombres que descienden de Júpiter,
el padre Tros y Cintio, el fundador de Troya.
Temerá la Envidia estéril a las Furias
igual que a las corrientes severas del Cocito,
las sierpes que se enroscan amarrando a Ixión
y la enorme rueda y la piedra insuperable.
Sigamos, entretanto, hacia los bosques vírgenes,
las selvas de las Dríades, según tu mandato,
Mecenas, nada fácil de cumplir: pues sin ti
nada profundo ha de emprender mi pensamiento.
Ea, vamos, basta ya de ronceras dilaciones,
nos llama Citerón a gritos, y del Taigeto
los perros y Epidauro, que doma los caballos,
y vuelven a mugir, redobladas por el eco,
las voces de los bosques. Me ceñiré después
a cantar los combates de César ardorosos
y a llevar su nombre en alas de la fama
a lo largo de tantos años como separan
a Titono, el primero de la estirpe, y a César.

21.6.11

¡Sobre todo, las anagnórisis!


               En un mundo tan argumentado como el nuestro, el no ocurrir tiende a identificarse con el no ser. Rara vez se pregunta de una novela, antes que nada, si está bien escrita, sino, más bien, de qué va. Leyendo Peñas arriba, sobre todo su espléndida segunda mitad, todo lo relativo al invierno, la caza del oso y la muerte del patriarca don Celso, antes de ese final de primavera que en la novela es una razón de ser por el mismo motivo que ahora nos parecería un tópico costumbrista (la decisión de Marcelo, el narrador, de dejar Madrid para siempre, largarse a las montañas y casarse con una aldeana, Lita, “aquella criatura de tan equilibrado organismo”), me asaltaba cada pocas páginas esa irritación posmoderna de la necesidad de la sorpresa permanente, o bien el temor a que cualquier detalle previsible ya desmonte el edificio de la novela. Y no es así. Uno no es muy amigo de las arquitecturas imprevisibles, y todavía intenta disfrutar de eso que antes se llamaba la armonía del conjunto, la proporcionalidad de las partes, etc. “Bueno, esto ya sobra”, decimos llegando al final, por más que Galdós nos haya educado en no ser así de displicentes con la falta de prisa, pero llevados por esa necesidad de lo insólito que los realistas habían felizmente superado. Mucho más interesante era buscar lo curioso que lo insólito, lo que no suele verse tan de cerca que lo que no suele verse nunca.
               Los antiguos no esperaban la sorpresa como recompensa (toda sorpresa lo es a costa del olvido de lo que la precede), y por eso en las tragedias de Sófocles un sujeto salía al escenario antes de empezar la función y contaba al público el argumento. No era solo un ponerlo en situación. Se les contaba el final incluso, para que el espectador no tuviera que perder el tiempo imaginando lo que va a ocurrir. Se le desviaba del suceso para centrarlo en la situación. A esta novela le habría venido bien un breve argumento al principio, un subtítulo inclusive: Historia de Marcelo, contada por él mismo, que fue a atender a su tío a las montañas cántabras y decidió quedarse y ser el patriarca de Tablanca. Todo lo demás es la sota, el caballo y el rey de las novelas rurales decimonónicas: el cura bonachón, el amigo sordo, las criadas asustadizas, los mozos nobles y salvajes, el médico íntegro y la criatura de equilibrado organismo, eso sí, con una tesis sin el menor disimulo. Pereda cree en el regeneracionismo tradicionalista, en un patriarcalismo de hombres buenos que sirven de socorro y munificencia a los pobres aldeanos (“la puchera de los hombres de Tablanca”), siempre y cuando se recuerde, como recuerda otro patriarca en el largo entierro de don Celso, que “hermosa es la luz; pero no hay que abrir de repente todas las ventanas a los que han vivido a oscuras por achaques de la vista; pues hay que temer las locuras que entran por los ojos deslumbrados”. Es decir, el aldeano en su ignorancia y el señor en su generosidad. Si quiere.
               Todo esto nos parece una rancia barbaridad a nosotros que vivimos en un patriarcalismo estatal, al albur de que el señor del castillo decida ser más o menos munificente con los rendimientos de nuestro trabajo. Los patriarcas de Pereda despreciaban a los caciques facinerosos, y sus aldeanos los temían, del mismo modo que ahora nosotros votamos al patriarca que nos ponen delante y rezamos para que no sea un aprovechado, o un ladrón. Si me leo un par de novelas de Pereda más seguidas me voy y me apunto al partido carlista, que está, o estaba, en la calle del Limón, algo como lo que le debió de ocurrir a Valle-Inclán cuando leyó esta novela, por la de posibilidades narrativas que apunta con su mundo nebuloso y revenido, la de seres excesivos que se crían en los valles montañeses.
               Pereda da varios ejemplos en el libro de su desprecio del argumento. Muy bien traída está la anotación de Antonio Rey en la edición de Cátedra donde la leo: “¡Ah los argumentos!..., las sorpresas, lo desconocido…, lo inesperado, las anagnórisis, que dijo el pedante: ¡sobre todo, las anagnórisis! Andar tres docenas de personajes, blancos unos, negros otros, éste banquero, mendigo aquel, duquesa aquella, menestrala la otra; aquí un niño sin madre, allá un padre sin mujer, y media carta resobada, y el relato de un incendio, con un cadáver calcinado y un pastor que lo vio… y es el único personaje que podía delatar al criminal, que es un caballero tétrico…” Y el propio Pereda lo demuestra andando con el episodio de Facia, la criada gris a la que un barbián desaprensivo chantajea. Pereda, tras demostrar que no le cuesta mayor esfuerzo crear una intriga muy entretenida, saca un auténtico deus ex machina, la misma nieve, el propio invierno, y se carga al malo justo cuando le tocaba entrar en escena. El malo no pinta nada en la pasión y muerte del señor de Tablanca, un largo tapiz que yo me imaginaba pintado por Zuloaga, aunque a veces leyera párrafos tan ortodoxamente decadentes como este:
“En la cama del enfermo, la colcha de damasco rojo de los grandes días, y vuelto sobre ella, el amplio y bordado embozo de una sábana de lujo; las almohadas, con fundas de grandes guarniciones muy tiesas y escaroladas, y el enfermo mismo, con camisola limpia, calentada poco antes al brasero y sahumada con tomillo, sobre el espeso chaquetón elástico que le abrigaba el tronco; junto a la cama, una alfombra en lugar del felpudo de siempre, encima de la cómoda, cayendo en airosos pabellones por los lados, otra colcha de las buenas de la casa, y sobre ella, esperando mejor destino, el crucifijo de marfil, seis candeleros de plata, un vaso con agua bendita y un ramito de laurel.”
               Otra vez Valle. O Solana, en la magnífica descripción del velatorio, o en esas cuevas donde huele “a sótano y a musgo y a perrera… y a hombres escabechados”. O, en fin, la maestría descriptiva en su versión paisajística, muy clásica, muy virgiliana, o en ese subgénero que a mí me fascina, el de la descripción de objetos útiles, que son a la literatura lo que las grandes fábricas antiguas a la arquitectura, arte involuntario, y por ello, quizá, más puro. La descripción de la alacena donde don Celso tiene metida la caja fuerte es una de las páginas maestras de la novela, un alarde de claridad y precisión, otra demostración más de que Pereda no estaba sometido a sus limitaciones novelísticas sino a sus elecciones. Porque limitaciones yo no le veo ninguna. 

19.6.11

Ándeme yo caliente


Geórgicas, II, 475-542

Y a mí que las Musas más dulces me amparen,
cuyo culto profeso, herido de grande amor,
y enseñen los caminos del cielo y las estrellas,
los eclipses del sol y las fases de la luna;
el temblor de la tierra, dónde se origina,
por qué fuerza se encrespan los profundos mares,
rompen los diques y vuelven luego a contenerse,
y los soles de invierno, por qué al océano
corren a bañarse o qué pausa los retiene
cuando tarda la noche. Mas si la sangre fría
que ronda el corazón me impidiese acercarme
a estos territorios de la naturaleza,
que los campos me sirvan de gusto y las aguas
que corren por los valles, y mi amor se dirija
a los ríos sin gloria y a los bosques. ¡Oh campos,
dónde estáis, el Espérgeo, el monte Taigeto,
orgía de las vírgenes laconias! ¡Quién, oh,
me tuviera en los valles helados del Hemo,
con sombra de sus ramas profunda me cubriera!
Dichoso aquel que supo las causas de las cosas
y todos los temores y el hado inexorable
puso bajo sus huellas, y el tremendo estrépito
del Aqueronte avaro. Afortunado aquél
que conoció a los dioses agrestes, al dios Pan
y al viejo Silvano y a las hermanas Ninfas.
A este labrador no lograron doblegarlo
las fasces populares ni la púrpura real
ni las discordias entre hermanos desleales
o el dacio que desciende el Histro sedicioso,
ni asuntos de Roma ni imperios caducos;
ni envidia del rico ni del pobre compasión.
Los frutos que cogió son los que los propios campos
quisieron espontáneamente regalarle,
y ni leyes de hierro ni el foro demente
ni archivos del pueblo llegó a conocer.
Otros golpean mares sombríos con los remos
y corren a las armas, allanan los palacios,
el umbral de los reyes. Uno arrasa la ciudad,
los míseros hogares, para beber en copas
de gemas engastadas y en púrpura de Sarra
tumbarse a dormir; su fortuna oculta otro
y se acuesta junto al oro soterrado;
a este lo aturden tribunas de oradores,
a aquel lo dejó boquiabierto el aplauso
que redoblan las gradas de pueblo y senadores;
otros gozan bañados en sangre de hermanos,
y cambian casa y dulce hogar por el exilio
y buscan otra patria bajo distinto sol.
Ara el labrador la tierra con curva reja:
esta es la labor del año, de aquí mantiene
la patria y los hijos pequeños, de aquí
el pienso de los bueyes, los novillos preciosos.
Y no hay pausa mientras el año no abunde
en frutos del árbol o en crías del ganado
o en haces de espigas a Ceres consagradas,
y abrume los surcos y colme los graneros.
Llega el tiempo frío: la aceituna sicionia
se muele en los lagares, los cerdos ya regresan
cebados de bellotas, los bosques dan madroños,
se despoja el otoño de los variados frutos,
y se cuece en lo alto de peñas soleadas
la uva ya madura. Entonces, abrazados,
los dulces hijos cuelgan en torno a sus besos,
sabe la casta casa guardar la honestidad,
se abajan las ubres repletas de las vacas,
los rollizos cabritos se enzarzan en peleas,
por lozanas praderas chocan sus cornamentas.
Y también él celebra las jornadas de fiesta
y echado en la hierba, cuando los compañeros
en torno a la lumbre la copa engalanan,
te invoca, Leneo, y ofrece libaciones
y a los mayorales propone un certamen
de flecha veloz sobre el olmo, y en la palestra
desnudan los zagales sus cuerpos poderosos.
Esta vida llevaron los antiguos sabinos
en tiempos muy lejanos; ésta Remo y su hermano;
así creció Etruria fuerte, y Roma se hizo
la más esplendorosa de la tierra, la única
que las siete colinas rodeó con un muro.
Antes del rey Dicteo, de que casta impía
se hartase de comer novillos del sacrificio,
esta era la vida que hacía en la tierra
el Saturno dorado, y aún no habían oído
el toque de trompeta, aún no crepitar
puesta sobre el yunque rígido la espada.
Largo trecho anduvimos, el tiempo es llegado
de soltar los caballos, sus cuellos echan humo.


FIN DEL LIBRO SEGUNDO 
DE LAS GEÓRGICAS DE VIRGILIO

16.6.11

Dichosos labradores


Geórgicas, II, 458-474
Dichosos los labriegos que saben lo que tienen,
sobre quienes la tierra justísima derrama
del propio suelo fácil alimento, muy lejos
de discordias armadas. Si un alto palacio
de soberbia fachada no arroja una ola
por todas las entradas de clientes que saludan
desde por la mañana y contemplan pasmados
las jambas incrustadas de conchas suntuosas,
las telas con brocados, los bronces efireos,
y no tiñe veneno asirio blanca lana
ni al aceite de oliva corrompe la canela;
sí hay, en cambio, paz segura y una vida
sobrada de recursos y libre de mentiras,
y ratos de descanso en fincas anchurosas,
lagos de agua viva y espeluncas, mugidos
de los bueyes y frescos valles y dulces sueños
debajo de los árboles; allí están las selvas
los nidos de las fieras, la juventud sufrida,
de costumbres austeras, los misterios divinos
y los padres virtuosos; en ellos la Justicia
grabó al dejar la tierra sus últimas pisadas. 

14.6.11

Por qué me gusta José María de Pereda


José María de Pereda es uno de esos clásicos al que se justifica más que se alaba. En realidad se justifica quien lo defiende, aquel a quien le gusta, a no ser que sea santanderino. El Cantabria supongo que leerlo estará mejor visto. Aquí en Madrid, y me temo que en el resto de España, leerlo es una extravagancia. Salvo mis amigos Carmen Pacheco y Rodolfo López Isern, no conozco a nadie que no ponga una mueca de asco cuando le digo que pienso leer este verano lo que me queda de sus obras completas. Y tampoco conozco a ningún escritor sobre el que los prejuicios hayan caído de un modo tan implacable. Pereda, dicen, es El Costumbrista Provinciano, el patrón de todos los que han sido y siguen siendo, el más ilustre y significativo, y por lo tanto el más pesado, el más pastoso, el más conservador, el más aburrido. Con esos apellidos, Pereda ocupa desde hace más de cien años un sitio fijo en los manuales de literatura que es como el de esos parlamentarios que ocuparon un escaño durante medio siglo y nunca se les oyó levantar la voz ni decir nada que no fuera insustancial o meramente protocolario.
               Y la verdad es que no sé qué fue antes, si el gustarme a mí Pereda o disfrutar, practicar incluso el costumbrismo provinciano. Estos días he vuelto sobre Pereda porque es una lectura que combina muy bien con la traducción de las Geórgicas. También Pereda monta frases enteras para que luzca una palabra sola, un vocablo terruñero, rústico y fragante. Conforme pasa el tiempo creo menos en que Pereda quisiera recrear el mundo campesino y santanderino y más en que gozaba con el mero pulimento de la prosa, con la cadencia de las frases y los acentos de las palabras. Encuentro en Pereda un distanciamiento en el que no he visto que reparen los eruditos, los mismos que con cómica frecuencia denuncian que las descripciones de Pereda son paisajes cántabros inventados, que ellos han ido a mirarlos y no son así. Naturalmente que no son así. No son flores, son palabras. No es el qué, es el cómo. Disfrutar de Pereda es abstraerse un poco de la importancia de lo que nos cuenta y disfrutar de un modo semejante al que pudo escribir él, recreándose en los párrafos, dejándose llevar por el murmullo de las escenas pastoriles, o añorando un mundo plácido e injusto, remoto y eterno que decora muy bien las tardes de invierno. A lo que dice Pereda se llega prescindiendo de ello. Al tuétano se llega por las formas, como sucedería luego en mi admirado Gabriel Miró.
               Digo que Pereda combina muy bien con Virgilio y no solo porque Pereda es un maestro de la geórgica en castellano, sino sobre todo porque traducir a Virgilio es la extrema lentitud al escribir y leer a Pereda es la extrema lentitud al leer, y no porque sea difícil o profundo (más bien es llevadero y superficial) sino porque casi cada párrafo es un cuadro que invita a su contemplación, no a su lectura. Este, digamos, prerrafaelismo santanderino es algo que seguramente no se le ocurrió jamás al propio Pereda, que siempre parece creer en lo que dice, pero que en la distancia ha quedado como un rasgo de modernidad. Alabamos en Flaubert el ideal de la novela semoviente, sin más impulso que su prosa, pero nos parece de mal gusto que en Peñas arriba no suceda casi nada, que la novela vaya hilándose con los paisajes, los tipos y las estaciones, y de fondo, como un murmullo marino, se vaya hilando una leve anécdota que no tiene más misión que animar un poco la curiosidad.
               El gran crítico Montesinos decía que en Pereda ya estaba buena parte del 98. Ese demorarse en la falta de sustancia (Azorín), ese narrar nómada, aparentemente anodino, y por eso mismo imprevisible (Baroja), la abstracción de los lagos y de las montañas (Unamuno) son detalles que a cada paso nos recuerdan a los del 98 como si fuese Pereda el que, juntando trazas de distinta procedencia, estuviera imitándolos a ellos. Es incluso regeneracionista, y, como Valle-Inclán, carlista y amante de los blasones. Me imagino a un opositor al que le pusieran delante el siguiente párrafo, sin título ni autor:

De igual modo que en la cocina de mi tío se hablaba en todo el lubar por chicos y grandes, viejos y mozos. Como nota característica de aquel lenguaje, las hh como jj y las oo finales como uu: verbigacia, jermosu y jormigueru por hermoso y hormiguero. Pero tan acompasada y tan melódica es la cadencia que dan a la frase, que no resultan las asperezas de la palabra desagradables al oído: al contrario, y tienen expresiones y modismos de un sabor tan señaladamente clásico, que con ello y el sonsonete rítmico de que las acompañan, oyendo una conversación entre aquellos montañeses, se me venía a la memoria la música de nuestros viejos Romanceros.

Este texto fue escrito en 1895, y si solo contásemos con ese dato daríamos la ironía por supuesta y nos parecería propio de un cuento como los de Femeninas, el primero de Valle-Inclán, que también salió ese año. Como conocemos a Pereda, ya partimos de que en él no cuadra el cinismo estético sino el tradicionalismo rancio, aunque el resultado, puesto encima de un papel, sea tan parecido.
               Leer al más grande de los escritores de provincias es todo un estado de ánimo. También él, que llegó a ser académico, se quejaba de la postergación en que vivían condenados los escritores que ahora llamaríamos periféricos, y de que la cultura oficial, por así decirlo, tuviera que tener siempre el tono de las grandes ciudades, su amor por las noticias, sus enredos, esa extraña necesidad de apurar el instante que les hace llevar una vida tan repetitiva. Sus argumentos en defensa de la novela pastoril, que es lo que en el fondo escribe, los son también de un modo de entender la literatura. Su amigo Galdós, maestro supremo de la novela, imagina torrentes de acontecimientos, grandes lienzos que manchar de situaciones, quizá influido por esa sensación de inabarcabilidad que transmite Madrid. Cualquier alma cándida que se pasea por una calle ya tiene su novela. La ciudad es la extrema saturación del argumento, los hechos infinitos. El campo, en cambio, es el no acontecimiento, o bien tan solo aquello que sucede con la velocidad de las plantas y al ritmo de las estaciones. No hay que indagar, suponer ni cotillear. Todo es previsible, tanto que no merece la pena perder el tiempo muñendo argumentos, como diría Umbral.
               En fin, estreno verano sofocante leyendo Peñas arriba. Justo ahora, en la página trescientos y pico, cuando, aparte de presentarnos a unos cuantos tipos del lugar y viajar a caballo de un valle a otro, no ha ocurrido absolutamente nada, pero llega el invierno y a don Celso, el patriarca (interesante la figura del patriarca que grita ¡mueran los caciques!, una especie de don Juan Manuel de Montenegro sin rasgos teatrales), ya se le han caído todas las hojas. Voy en el metro leyendo cómo el narrador pasea a caballo por nebulosos valles y descubre el argumento de la naturaleza, o describe con esmero casas solariegas y habla, con toda naturalidad, de “la espingarda del gaznápiro”. Vivimos en un mundo en el que si un autor escribe “la espingarda del gaznápiro” no solo no le publican la novela sino que se tiene que cambiar de nombre si quiere intentarlo de nuevo. Leo en el tren atestado de best-sellers proletarios una larga novela donde no sucede nada y todo está lleno de montañas. Y el frío no reseca la garganta. 

Utilidad de los árboles

Geórgicas, II, 420-457
Los olivos, en cambio, ningún cultivo piden,
no esperan curva hoz ni pertinaz rastrillo
porque se sujetaron a la tierra para siempre
y los vientos supieron aguantar. El terreno,
si abierto con azada, se abasta de humedad;
si con la adunca reja, de abundosos frutos.
Así se crían ricas, pacíficas olivas.
Los árboles frutales, así como han sentido
los troncos vigorosos y tienen sus nutrientes,
también crecen lanzados cara a las estrellas
por su propio impulso y sin esfuerzo nuestro.
Se carga mientras tanto de fruto la arboleda,
y los sotos incultos, refugio de los pájaros,
de sangre enrojecen con bayas coloradas.
Se pacen los codesos, de tedas la alta selva
suministra y se ceban nocturnas las hogueras 
y derraman su luz. ¿Y aún dudan los hombres
de plantar y poner todo su esfuerzo en ello?
¿A qué seguir con árboles más grandes? Los sauces,
las humildes genistas o aquellos que abastecen
de hojas al ganado y de sombra a los pastores,
de cercas al sembrado y de pábulo a la miel.
Da gozo contemplar la montaña Citerea,
que del boj se ondula, los bosques de Naricia,
que dan pez. Sin rastrillos da gozo ver los campos,
no sujetos al cuidado de hombre alguno.
Las mismas selvas bordes en las cumbres del Cáucaso,
que fuertes Euros barren y destrozan sin cesar,
dan cada cual su fruto: dan útil maderamen,
pinos para los barcos y cedros y cipreses
para subir las casas; de aquí los labradores
los radios desbastaron de las ruedas; de allí,
ruedas para carretas, y a las barcas curvas quillas
les pusieron. Los sauces son fértiles en varas,
los olmos en forraje, y buen arma de guerra
son los palos cereños del mirto y el cornejo;
los tejos se doblegan para arcos itureos,
también los leves tilos o el boj que se pule
con el torno toman forma y con gubias afiladas
son tallados, y flota el álamo liviano
arrojado al río Po sobre aguas bravas,
y crían en cortezas huecas las abejas
enjambres y en la entraña podre de la encina.
¿Qué dádivas de Baco atán son memorables?
Ocasiones dio Baco también para la culpa:
castigó con la muerte a los centauros furiosos,
Reto y Folo e Hileo, el que amenazaba
con una gigantesca copa a los lapitas.

9.6.11

Laudato ingentia rura, exiguum colito



Geórgicas, II, 397-419

Y queda la faena, que nunca se agota,
de cuidar los viñedos: entera hay cada año
la tierra tres y cuatro veces que labrar
y destripar terrones con la azada del revés
y enteras descargar las parras de hojarasca.
El ciclo del trabajo retorna al labrador
y el año vuelve tras sus pasos al principio,
y así, tiempo después, cuando la vid ha perdido
las más tardías hojas y el frío Aquilón
los bosques despojó de su ornamento, ya entonces
el tenaz campesino extiende sus cuidados
al año venidero, y sigue escamondando
con la hoz de Saturno el resto de la viña,
podando la compone. Sé el primero en cavar,
el primero en quemar los sarmientos recortados,
y el primero en guardar bajo techo las estacas.
Y vendimia el último. Se cierne sin respiro
la sombra en los majuelos, sin respiro las hierbas
de prietas zarzas cubren la tierra de labor.
Duras son labores. Alaba el campo grande,
cultiva el reducido. Se cortan por el bosque
también varas de áspera retama, y juncos
a la orilla del río, y el sauce silvestre,
que lleva su cuidado. Atadas están las vides
las cepas a la falce ya dan tregua, ya canta
los liños vendimiados el último viñador.
Pero la tierra hay que atenderla, binarla
y, con las uvas ya maduras, temer a Júpiter.

6.6.11

El chivo expiatorio (sacer hircus)



Geórgicas, II, vv. 371-396.


Hay también que levantar los setos y el ganado
tenerlo recogido si la fronda es tierna
y aún poco sufrida, pues pueden maltratarla,
amén del sol potente y el invierno crudo,
las cabras testarudas y los toros salvajes,
y pastar la oveja y la voraz novilla.
Los fríos que se cuajan en la escarcha cana
o el calor que cae sobre peñascos secos
no la ofenden tanto como esos rebaños,
el veneno del diente duro, la cicatriz
que queda en el tronco mordido. Por tal crimen
se inmola en altares de Baco al cabrón
y suben a escena las sátiras antiguas,
y la estirpe Tesea entregaba el trofeo
por pueblos y aldeas a hombres de talento,
y entre copas de vino, sobre grasientos botos,
en muelles praderas eufórica saltaba.
Y entre los Ausonios, que vinieron de Troya,
también con versos malos y risas desatadas
juegan los campesinos, y horrible careta
se ponen de cortezas vaciadas, y a ti, Baco,
invocan con su canto alegre, y en tu honor
del alto pino cuelgan figuritas de vellón.
La viña entera desde entonces se hace moza
y los cóncavos valles y los bosques profundos
se cubren con sus frutos generosos, y allá
doquiera que el dios vuelva su noble cabeza.
Y así cantaremos, como manda el rito,
a Baco himnos nativos, y le honraremos
con páteras de ofrenda y con pasteles; de pie,
traído por un cuerno, estará junto al altar
el chivo expiatorio y nosotros asaremos
          sus vísceras untosas en llandas de avellano.
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