15.5.12

Me vuelvo a Gibbon



A la altura del reinado del emperador Aureliano dejé de señalar errores de puntuación, giros forzados y traducciones, a mi juicio, demasiado literales. Estoy seguro de que un lector sin prejuicios de pureza idiomática y poética, acostumbrado a mirar a través de cristales no demasiado limpios, ni se enterará de lo que a mí me parece un síntoma de descomposición cultural, y en el que tiene bastante que ver el sistema informático. Los editores hace años que no copian los manuscritos, o que ni siquiera los leen. Entre la marabunta de comas discutibles he encontrado errores típicos del programa Word, que se toma, a veces, más libertades de las necesarias. Lo que antes se llamaba prueba de imprenta es ahora nada más que una copia en letra distinta, en procesador distinto, pero no mirada con ojos distintos. Conforme avanzo en el catálogos de emperadores voluntariosos o disolutos, honrados o enloquecidos, ecuánimes o salvajes, metido hasta el cuello en los siglos oscuros, ese apagón postclásico y premedieval del que solo sabemos datos dispersos y anécdotas infundadas, más claro tengo que un trabajo de esta magnitud no debe tomarse como el que traduce cualquier libro, y pienso en casos como la espléndida traducción que firmó Miguel Sáenz, hace veinte años, de una de esas novelas que nunca me canso de recomendar: La última viuda de la Confederación lo cuenta todo, de Allan Gurganus. La cantidad de registros del castellano que tuvo que manejar Miguel Sáenz para traducir esa novela exigía la lectura atenta de las matronas negras que hace hablar maravillosamente William Faulkner, pero también de las abuelas divertidas que ha sabido Álvaro Pombo, aquí en España, oír hasta en sus más leves matices, e incluso la Biblia, pero no una cualquiera sino la Biblia del Oso, que era la que mejor cuadraba con el ambiente verbal. El trabajo no era solo ni mucho menos de transliterar sino de interpretar. Y el resultado fue redondo. Aun así, me aspen si el propio Miguel Sáenz no pidió en Anagrama un corrector que le avisase de los despistes inevitables, tal y como, dicen, se hacía antes en la editorial Gredos, cuando estaba en Sánchez Pacheco. Ahora que RBA perfumó sus páginas con esencia de cloro, ya no me atrevo a creer que nadie revise los textos a conciencia.
Pero dejemos eso, que me deprimo. El caso es que el emperador Aureliano sucedió en el año 270 a Claudio II el Gótico. Aureliano era un obseso de la disciplina. “Los castigos de Aureliano eran terribles, pero rara vez tuvo ocasión de castigar más de una vez la misma ofensa”. Según Gibbon, sus castigos causaron una “saludable consternación” en el ejército. “Las legiones sediciosas temieron a un jefe al que habían aprendido a obedecer y que era digno de mandar”. Pero Gibbon también pone el ejemplo: “Uno de los soldados había seducido a la esposa de su huésped. El desgraciado culpable fue atado entre dos árboles que se doblaron a la fuerza el uno hacia el otro y, mediante su repentina separación, sus miembros quedaron despedazados”.  Y uno, desde aquí, desde ahora, tiende instintivamente a censurar eso de la “saludable consternación” por mucho que Gibbon tire con frecuencia de ironía, que en este caso, por obra de la palabra “saludable”, pisa terrenos del sarcasmo cínico. Pero Gibbon no empleó la palabra ‘healthy’, saludable, sino ‘salutary’, que en inglés tiene el matiz de aquello que, pese a no gustar, provoca un efecto ejemplarizante, beneficioso (“a few such examples impressed a salutary consternation”). El agua del manantial es saludable, pero el alcohol sobre la herida es de aquellos remedios que curan porque duelen, o que duelen aunque curan. En este caso, si el traductor hubiera traducido por “una provechosa consternación”, o bien “una consternación que sirvió de escarmiento” habría traicionado la literalidad pero yo creo que se habría acercado más al sentido de ‘salutary’.
Aureliano pertenece a los emperadores, digamos, republicanos, en el sentido de que aún creían en los viejos valores de la fides, la lealtad, que tanto alabó Tito Livio, frente a la lista de sádicos esgarramantas que empezaron ya muy pronto a enseñar el camino al enemigo, cuando no utilizaron el dinero por impulso de liberalidad sino para comprar la paz. Los bárbaros eran muy brutos pero no eran tontos: aquel que te quiere contentar es porque se considera inferior a ti. Y mira la que armaron. Ni tampoco eran tontos los pretorianos, a quienes Gibbon sitúa en el centro de la diana. También a ellos se empezó a darles dinero para callarlos, para contentarlos, y pronto el cambio de régimen era el resultado de un capricho caro: te aúpo al trono pero me tienes que untar, y cuando otro me unte más, te cortaré la cabeza. Después de cien años de descomposición y chantaje, la ejemplaridad de semejante salvajada es una fría constatación, ni siquiera una ironía, cuando menos un sarcasmo.
Este Aureliano, en fin, duró en el cargo cuatro años y nueve meses, pero en la misma página se nos informa de que el pobre Quintilio, hermano de Claudio II el Gótico, se rebeló con un puñado de soldados y se coronó durante 17 días, y cuando se dio cuenta de su fracaso se retiró y se cortó las venas. Inmediatamente después se nos habla de Aureliano el riguroso, y en la primera mezcla de la memoria uno se acuerda del coronel Aureliano Buendía, a quien todo lo que le pasaba tenía que ver con el número 17, por ejemplo tener 17 hijos con 17 mujeres distintas. ¿Leyó García Márquez a Gibbon? Nunca saco conclusiones de estas coincidencias, y en este caso menos porque GGM no es santo de mi devoción, pero me gustaría pensar que, igual que hizo con Sófocles en un puñado de novelas, buscara en semejante arcón nombres, símbolos y alusiones. Para eso está Gibbon, que en el fondo no hace más que seguir la tradición del humanismo de Montaigne.
Ni Gibbon ni Montaigne dejan pasar anécdota sabrosa. Gibbon sabe que contar dislates (el de aquel profesor sueco que hacía derivar el Occidente entero, con todas sus lenguas, de los alrededores de su pueblo) es un recurso divertido, y que su inmediata refutación es el mejor estante para las ideas elevadas. Pero Gibbon, otra lección, jamás desciende a las citas fáciles. En su interesante descripción de la religión persa, contada sin prejuicios, dando a las cosas el valor que tienen, uno espera la página en que aparecerá la célebre descripción de las costumbres persas que escribiera Heródoto en sus Historias. Allí dice que los gobernantes persas de la época de Jerjes solían reunirse a tomar una decisión, luego se emborrachaban como piojos y volvían a deliberar, y cuando se les había pasado la tajada, en plena resaca, seguían deliberando, para tener así todos los puntos de vista a que puede dar acceso la razón o la sinrazón. Pero es una anécdota demasiado famosa, entonces y ahora, para la brillantez de Edward Gibbon. No mucha gente sabe cuándo una cita es un tópico. Creemos que lo que sabemos no lo sabe nadie más. Otra de las grandes lecciones de Gibbon es no menospreciar jamás la sabiduría del lector. Quizá sea eso lo que hace que cualquiera pueda disfrutarlo, incluso sin corrector.

2 comentarios:

  1. Anónimo7:56 p. m.

    "Quizá sea eso lo que hace que cualquiera pueda disfrutarlo, incluso sin corrector".

    ¿Eso quiere decir, Antonio, que está bien pese a su "no perfección ni de coña", o por contra no es recomendable?

    Y, en otro orden de cosas que diría algún procer nacional, ¿es divertido o tochazo?

    JCarlos

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  2. La edición abreviada de Debolsillo, traducida por Carmen Francí Ventosa, está muy bien y es más que suficiente para saber si te divierte o no. A mí me divierte mucho, pero es que yo lo paso en grande leyendo a Tácito y a Tito Livio, y la prosa de Gibbon es una cristalina mezcla de los dos. La otra traducción íntegra ya ha podido con mi paciencia, así que he vuelto al original, que me cuesta más pero el placer también es mucho mayor.

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