La
pruina es esa fina capa de cera que recubre las uvas y que normalmente quitamos
refrescándolas con agua para que brillen los tonos dorados y violetas. Las uvas
parecen más carnosas, más jugosas y más vivas cuando no tienen la pruina, pero
la pruina es precisamente su vestido, la que las identifica como uvas del mismo
modo que el hábito identifica al monje carnoso que lleva dentro. Hemos visto
muchas uvas lozanas, honor de Baco, conservadas en una mitología sin pruina,
sin velo real. Pero esta tarde he ido a ver la exposición de Zurbarán que hay
en el Thyssen, y todas las uvas tenían su pruina y todos los monjes su hábito.
Hay muchos bodegones de altas
cestas llenas de manzanas, con el orden simple y la composición sencilla del Bodegón con cacharros, quizá el más
famoso de Zurbarán junto al Carnero con
las patas atadas, del que hay dos versiones, una de ellas la célebre de
lana apelmazada, de vedijas encostradas, otra dedicación abnegada como la del
hábito de San Serapio. Solo una de las dos versiones tiene esa sonrisa
involuntaria del carnero sin la que el cuadro sería bastante más frío.
Pero
hay dos espléndidos: uno de uvas blancas, de ocres dorados verdosos, y otro que
parece una ilustración para el célebre bodegón en verso que escribió Fray Plácido
de Aguilar en mitad de la fábula de Siringa y Pan, y que se conserva en los Cigarrales de Toledo, de Tirso de
Molina. Lleva cardo, membrillo, uva, granada pechiabierta y hojas de parra. En
el tono mortecino general, con las hojas ya duras, de un verde reseco, invadido
por debajo de amarillo, estalla el rojo de la mangrana y la camuesa arrebolada.
Los membrillos, sin embargo, no
tienen esa pelusa que es la pruina del membrillo. No la tienen no porque no la
haya querido pintar Zurbarán, sino porque ya están un poco sunsidos, encogidos,
y al amarillo de limones salvajes se le ha puesto ya un tono verdoso amarronado,
y la pelusa se le ha caído por completo.
Ya
dijimos que el bodegón, el still life,
es un punto en el movimiento hacia la muerte. A Sánchez Cotán le gustaba más la
sazón, pero Zurbarán insiste en el verdor oscuro, en el ocre macilento de la
muerte. Esos membrillos tienen ya el tono reseco y apagado de la calavera que
sostiene San Francisco en uno de los más hermosos cuadros de la
exposición.
Es una calavera sin hervir, no
son los albentia ossa sino huesos
pardos con toda la fauna y la flora de la muerte, como una roña húmeda, una
pruina mugrienta. Calaveras y membrillos comparten el verdor mohoso, amostazado
y sucio, con un fondo ocre que es el que, en muy diferentes grados, llena los
hábitos de estameña.
En el caso de San Francisco, esas
líneas abstractas de los pliegues, esa simetría vertical y humildemente puntiaguda,
el hábito recto y con apresto, oscuro, pardusco, pero también con el movimiento
que le concede el pie izquierdo levemente adelantado, esa simplicidad de formas
en mitad del multiforme ocre de la reflexión y de la muerte hace que ahora nos
resulte un cuadro moderno, traducible a símbolo de pocos trazos, humilde y enhiesto,
simple y delicado, con la mirada a oscuras, en la sombra densa del capuz,
absorta en el cráneo que reposa entre sus manos. El cráneo que también es pardo
oscuro, parecido al de la cara, algo oriental, y de la misma gama que el
hábito, de un color zen franciscano. Impresionante.
Y no, no
era el más conocido. Otros monjes con otras estameñas menos minuciosas nos
suenan más familiares. La severidad matérica del hábito de San Francisco es en
otros monjes delicada sombra, esfumato prudente. Cambian los volúmenes del paño
basto, llenos de almidón como en el caso de fray Pedro Machado, más sedoso y
elegante en el de fray Pedro de Oña; de blanco mortuorio en el entierro de San
Pedro Nolasco, de cálido trigueño en el cuerpo desgarrado de San Serapio.
En este
ámbito de tonos austeros, casi desentonaba el retrato de San Ambrosio, con
capelo cardenalicio y tiara y báculo y estola de terciopelo rojo y un aire de desbordante
autosatisfacción. Donde hay color no hay ascetismo. El color era el rojo de los
granos que se le salen a las granadas, el hilo amarillo por donde se revienta
un higo. Pero estos colores son atributos de la soberbia. San Ambrosio no mira
a Dios, tan solo tiene la barbilla levantada. Fulgen por encima del ropón las joyas
de colores, la cruz de piedras azules, zafiros o aguamarinas, el báculo dorado.
El contraste con las delicadezas esenciales de San Serapio es violentísimo, como
salir de un largo túnel de recogimiento al solazo de la vanidad.
Del San Serapio ya comenté que lo
había adoptado como símbolo suficiente después de leer lo que contaba de él Cees
Nooteboom en El desvío a Santiago. El
hábito pulcro, de pliegues ordenados con delicadeza, esconde el cuerpo de un
joven fraile al que le acaban de sacar las tripas. Está colgado de las muñecas
y la cara ya reposa exangüe sobre uno de los hombros. No se ve una gota de
sangre por ninguna parte. Lo único rojo es el escapulario impoluto que le cuelga
de la casulla. La cara tiene el alivio de la muerte, que no borra el último gesto,
pero lo amortigua. La sangre también ha desaparecido de la cara, solo quedan rastros
violáceos en los párpados y en los labios. El fondo oscuro, marronoso, se funde
con el cabello. Hay bondad en los ojos cerrados, pero sobre todo en la boca,
que no se estira con la crispación del que ha luchado, ni tampoco el abandono.
Es el dolor de la bondad herida. Era joven Serapio. La vejez que envuelve el
cuadro es la de la muerte.
Pero el rostro está en un
pudoroso segundo plano. No hay nada no piadoso en el retrato del cadáver. Las
manos que cuelgan de las cuerdas no están sueltas pero tampoco agarrotadas (una
de ellas, la derecha, está en periodo de restauración, lo que hay es un
parche), y lo que anega el cuadro con su luz y su laboriosa humildad es el
hermoso hábito blanco recién lavado, blanco roto deocres y grises, el mismo que
inunda entre sombras la cara y las manos del muerto. Cae la luz sobre los
pliegues de una arpillera suave como el lino. La casulla se abre un poco para
vislumbrar el cuerpo del hábito, los pliegues ceñidos por un cordón en dulce curvatura.
Con mimo lo cubrieron sus hermanos, con respeto lo retrató el pintor.
Este cuadro plantea la elusión
como fundamento del arte. Donde otros verían cuerpos lacerados, sobre todo
ahora, Zurbarán ve un hermoso lienzo que es como los campos de cereal de
Patinir, pintado con abnegación, con afecto, como sin presionar en la
superficie, para conservar esa sensación de infinita limpieza que desprende el
hábito. El ascetismo es pintar ese hábito, representar la piedad con que
invitamos a mirar al mártir. Y es una invitación convincente porque está hecha
con los colores que nos hacen sentirnos buenos. La combinación de verde, ocre y
gris, en tonos muy claros, siempre da sensación de limpieza interior,
espiritual, no corporal, que a esa le pega más el azul. El cuadro nos abriga
con el hábito de la cruda intemperie de San Serapio, en su cuidadosa pero no
perfeccionista disposición de los pliegues está la firma de un sentimiento y de
una aspiración. El carácter mismo de San Serapio, supongo (y por la bondad que
transmite el rictus con que falleció no es que sea mucho suponer), es esa amplia
mancha clara que tapa el horror, pero no la verdad. Hay un sentido de
revelación en este amortajamiento, de comprensión definitiva. Lo que oculta la
causa terrenal de su muerte es lo que nos revela el sentido de su vida.
Ya echaba de menos leerte hablando sobre imágenes. Si esas son de nudo en la garganta, tus palabras son para pensarlas sin alguien delante. Por el pudor.
ResponderEliminarMJ