20.9.15

Aperitivo siciliano


Desde que acabó el curso pasado, en junio, no he sentido la menor inclinación a dejar aquí alguna reseña de lo que leía. Los libros pasaban por mí como el verano, como una vida sin importancia, como esa extrema libertad (es decir, esa indulgencia plenaria) que se tiene cuando aún queda tiempo para tomarse a uno mismo en serio. Siempre me ha gustado como tema literario, por cierto, ese tiempo de agonía, el limbo del estudiante que ya ha decidido que no tiene tiempo material para preparar un examen y sin embargo, ay, aún queda mucho tiempo espiritual para rendirlo. Por mis ojos perezosos pasaron Patricia Highsmith, Virginia Woolf, Mario Puzo, Steven Runciman, el irrelevante Murakami (no sé qué le ven a ese tipo, la verdad) e incluso, a principios de verano, cuando creía que iba a hacer algo, otro libro de Baroja, del que ahora tendré que hablar de memoria o volvérmelo a leer. Pero entonces no tenía sensación de desperdicio. El verano en sí mismo es un blando desperdicio. Solo después de casi una semana de clases ha vuelto la necesidad de tomar notas. La memoria disipada del verano me parece, ahora que tengo mucho menos tiempo libre, casi una falta de respeto. Solo cuando ha vuelto a instalárseme en la oreja una mosca de correcciones y preparaciones reivindico no solo seguir tumbado leyendo un libro sino además dejar constancia escrita para cuando quiera recordar lo que leí.
            Es el sino de los profesores. Más que leer, repostamos. Y tiene que venir otro profesor, en este caso un compañero, a recomendarme un libro para que la máquina lectora y escritora pueda engranarse otra vez. Un libro, para que todo cuadre, escrito por otro profesor, Gesualdo Bufalino, uno de esos autores imprescindibles que uno no había leído nunca, mira. Claro que el hecho de que me lo recomendase Manuel, lector de Bayal y de González Egido (y de Foster–Wallace) facilitó el reingreso en cierto tipo de literatura. A las pocas páginas de Argos el ciego ya me había venido el aroma de hogaza de algunos grandes libros españoles de los 80, La fuente de la edad, Camino de sirga, Juegos de la edad tardía. Son libros que saben a pan, a miga compacta y delicada, un poco tomada del olor a cerrado de las artesas, que dura varias semanas y conforme se va endureciendo adquiere un sabor cada vez más exquisito. ¡Oh las barras de pan de mi primo Benedicto, cómo iba yo recogiendo como un pájaro las migas que quedaban en el hule, mientras los mayores, a los postres, alargaban la conversación! Ese pan sabía a tiempo. Era el pan denso que había comido Cervantes, y la típica prosa del profesor de literatura.
            Argos el ciego, la novela que me acabo de leer de Bufalino, para abrir boca, será todo lo barroca y un tanto surreal que dicen por ahí, pero a mí me parece de un realismo metaficticio conseguidísimo. Me explico. El narrador y protagonista es un profesor en un pueblo de Sicilia que se enamora de las mujeres por solipsismo resignado, y  que por las tardes hace y no hace lo mismo que por la mañana. Es lo mismo porque en sus dedos laten los clásicos que acaba de recitar, y no es lo mismo porque, más que imitarlos, combate la oralidad con que los explicaba. El profesor escribe literatura literaria, y todo ello junto es de una extraordinaria verosimilitud. Se huele la melancolía, el amor a un verso de Virgilio, ese hablar con citas medio escondidas. Émbrotes, me decía un compañero de estudios cuando se me colaba la bola plateada del pin-ball, que es lo que le dijo Aquiles a Héctor en las playas de Troya. Bufalino escribe así, con bromas cultas, con endecasílabos dantescos y adjetivos antepuestos, como si pasase cada frase por un tribunal grecolatino. Traduce la Anábasis con su amada Maria Venera, simpática y pendona, y el mínimo suceder se cuece con la levadura de la poesía clásica. El resultado no es que leamos por hambre de saber sino por vicio de degustar, y que nos riamos de gozo cada vez que Bufalino cuela un cita de Homero. Por lo demás, él mismo, a poco del final, nos resume su aventura:

            Maria Venera amaba a Trubia hasta el escándalo. ¿Y por qué no? Habían hecho juntos incluso un niño; o lo que habría sido un niño. Se había escapado con Gafo, de acuerdo, pero por un feroz puntillo, una necesidad de escarnio en la que desahogar la negrura del corazón. ¿ Y yo? Yo había llegado a tiempo de cerrar el cuadrilátero, en tanto que tropa auxiliar, sometida caballería.
           
Estos profesores viven encadenados a la literatura, se refugian en ella, se consuelan con ella y sobreviven en su soledad gracias a ella, y esto, en el libro de Bufalino, respira verdad. Otra cosa es (me vuelve a venir Landero) que el protagonista, amén de testigo, del que mira desde atrás, sea un poco tontaina, por más que el barroco delicato que utiliza se preste un tanto a ello. Admiramos las palabras, “indecisas entre la poesía excelsa y la prosita recreativa”, como las lecturas de Isolina, pero nos gustaría que el narrador tuviese un poco más de sangre en las venas. La morosidad exquisita redunda en bobería, de modo que nos terminamos la novela, como aquel que dice, a fuerza de pan.
            Pero hay algo muy mediterráneo en todo esto. El protagonista nos remite al hombre aquel de Fellini que se subía al árbol y aullaba como un lobo, voglio una donna... Aquí los tipos zanganean en torno a Maria Venera, sobre todo, o Cecilia o cualquiera de las damas de compañía del señor Nitto, y el recuerdo del amor es un husmear perruno entre la hierba seca del verano, allá en Sicilia. El marco es lo de menos. El marco da para esparcir en páginas líricas y metaficticias lo que recuerda un viejo al que le han entrado ganas de quitarse de en medio. Pero es marco, no asunto, no tema. Es una coartada para la melancolía, una justificación del tono, “un extravagante sabor a inexistencia”.
            Seguiremos con la Perorata del apestado, que Anagrama incluye en el mismo volumen de su serie, qué ingeniosos, Otra vuelta de tuerca. Pero no ahora. La novelas como Argos el ciego son novelas bloque, disfruto en ellas pero no almaceno ninguna escena especial, tan solo algún personaje; producen un placer constante y elevado, pero en ellas la historia está anegada de estilo. La historia es entre esquemática y escasa, lógico si se tiene en cuenta el nivel de detalle, y el hecho de que todo pueda salvarlo la prosa (y la espléndida traducción de Joaquín Jordá) nos deja más reafirmados en la idea de la libertad de la novela que en lo que se nos acaba de contar, más contentos de leer que de haber leído.

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