Quienes han vendido esta novela, escrita en 1950 y publicada
en 2015, como la novela de la Guerra Civil,
que es algo así como el partido del siglo, han engañado a sus lectores sin
ninguna necesidad. Con fijarse solo en las virtudes literarias del libro habrían
tenido bastante. Baroja, con cerca de
ochenta años, está en ese momento de la vida y la arteriosclerosis en que
todavía le sobra oficio para apañar un libro entretenido, pero hace tiempo que
sus novelas son un mundo aparte, un elenco de tipos barojianos que se reúnen
para pasar la tarde lejos de la guerra. El escritor se retira a sus novelas, a
su Hotel del Cisne, a los recuerdos de sus criaturas, y con ellas, barajándolas
(barojándolas), empalmándolas, apaña un libro en un suspiro. Mainer llama la
atención, en el prólogo de la novela, sobre el hecho de que Los caprichos de la suerte viene a ser
el reciclado de Los caprichos del destino,
un relato incluido en Los enigmáticos.
Pero algo parecido se podría decir con respecto a casi cualquiera de las
novelas que venía escribiendo desde Susana,
es decir, un español exiliado en París que hace vida de hotel donde siempre hay
un general retirado, una madama vieja y altiva y una mujer escurridiza; siempre
hay algún librero de viejo, o alguien con alma de ropavejero, rescatado de los
tiempos, a principios de su carrera, en los que Baroja, a su vez, rescataba
tipos dickensianos para decoración de sus novelas humorísticas. Hablan, se
cuentan cosas, el protagonista menea la cabeza y va dejando a sus congéneres
por imposibles; las mujeres, como en
Laura, dudan de qué hacer con su vida y de qué hombre ha de merecer la
pena. Pero Laura también estaba tomada de María Aracil, del mismo modo que su
amiga, que aquí en Los caprichos de la
suerte se llama Gloria, en La ciudad
de la niebla era Natalia. Esta Gloria no es ni tan alegre como Susana ni
tan ceniza como Laura. En su volatilidad recuerda más bien a aquella Ana de La sensualidad pervertida, dicen que
trasunto del gran amor de Baroja, de quien ya todas las heroínas serían bocetos
más o menos retocados.
Pero
Baroja amplía el espectro de los reciclajes. La huida de Madrid en guerra
parece tomada de Camino de perfección;
la entrada en Cuenca, con un paisaje de los que uno va guardando, remite a La canóniga, y acentúa un aire romántico
cada vez menos parecido al tono de angustia y urgencia y sequedad con que nos
imaginaríamos un relato sobre aquellas barbaridades tan recientes. Y sí, de vez
en cuando algún personaje cuenta alguna brutalidad, casi siempre de parte de
los milicianos (que no del ejército republicano regular) y alguna vez, en
asimétrica compensación, por parte de los fascistas, sobre todo en Navarra,
donde ya habla de liberales y carlistas y el relato podría pertenecer sin
mayores problemas a un tomo de las Memorias
de un hombre de acción: “Tal vez en los primeros revolucionarios hubiese un
ideal y fuesen gentes que deseaban de buena fe un mundo mejor, pero los que
después lucharon no pasaban de ser una caterva de arribistas y de ladrones. (…)
De la muerte de estas gentes, pensaba Elorrio, a la del Empecinado, había
bastante diferencia”.
Y así el
lector de Baroja no deja de recordar otras páginas, como si el autor se
antologase, como si en su escritorio, en vez de tinteros, hubiera fragmentos de
un libro infinito que el autor va combinando para expresar las opiniones de
siempre, que, conforme va cambiando el mundo, pueden ser extremistas o
conservadoras según quién las lea, por más que Baroja nunca saliese del
escepticismo volteriano, del que esta novela, ese Hotel del Cisne (que es la
Santa María de Novella de Baroja) es un cuarto del último retiro. Es el
escritor Goyena (luego Elorrio) el que se califica a sí mismo como un escritor “brusco
e independiente, lo que no era grato para los lectores de la derecha ni de la
izquierda”, pero que sufrió la furia revolucionaria porque “todo el que
expusiera una pequeña duda o dijera una orema [sic] era considerado en Madrid
como un reaccionario digno de fusilamiento”, y con el fin de la guerra las
cosas no mejoraron “porque llegaba la época de las denuncias, de las delaciones
tan gratas al español”. Ya en París, después de pasar por “Valencia la roja” y
dar muestras de la poca confianza que le producían las tricoteuses republicanas, Baroja, en mitad de una conversación
entre Evans y Elorrio, antes Goyena, deja caer con cuidado alguna frase que
tampoco podría pasar por la censura: “la única solución que habría podido tener
la República española habría sido la dictadura. Una dictadura inteligente, sin
presión espiritual de ninguna clase”. ¿Eran muchos los escritores, en los años
50, que acusaban al nuevo régimen de estúpido y fanático?
Un señor
viejo de un hotel, que también podría ser Baroja, siempre saliendo y entrando
de los hoteles y de los personajes, tampoco es muy prudente con la Gran Guerra:
“Pienso que, sea porque Alemania es así, de una manera congénita, o porque ha
evolucionado de un modo patológico hacia una especie de locura, hoy es un
pueblo monstruoso, y que todos los países de Europa deberían reunirse para
dominarlo, sujetarlo y ponerle una camisa de fuerza”, y avisa, agoreramente, de
que todos los pueblos de Europa se van haciendo cada vez más nacionalistas. El
desengaño de Baroja le lleva, vestido de un galán viejo que mariposea en torno
a Gloria, a hurgar incluso de viejas heridas, y que ahora seguramente obligue a
añadir una cita en los libros que con menos escrúpulos lo han vilipendiado: “Al
viejo le habían hecho una operación que le había dejado impotente. Le habían
extraído un órgano que ella no sabía cómo se llamaba, como una castaña”. Baroja
tenía cincuenta años cuando le ocurrió eso, ya había ingresado en esa vejez tornasolada
de sus últimas obras.
Acabada
la novela, con esa sensación de levedad entretenida con que uno agota la tarde
del sábado, cabe preguntarse qué Baroja nos interesa más, el de las opiniones
sombrías o el del Hotel del Cisne, ese mundo aparte donde reina el pintoresco
Pagani y donde se cuentan historias curiosas, una de ellas, la del verdugo,
como para juntarla con la que contó en La
familia de Errotacho y alguna otra y formar una pequeña sección, un curioso
librillo de humor negro, o bien el Baroja disolvente y moderadamente
reaccionario, con reacción de pequeño burgués, experto en detectar la mala idea
de quienes amenazan su buen pasar.
Pero la
mezcla de los dos sigue siendo interesante. Las opiniones de Baroja tienen púas,
como los cardos. A uno de derechas no le gustaría esa desconfianza en el género
humano ni el anticlericalismo innegociable, y si las mismas cosas que dice de
los republicanos solo las deja caer de los fascistas es porque la prudencia
forma parte de la sabiduría, pero luego es otra púa. Quienes no han tenido que
escribir a los ochenta años para salir adelante ven inmediatamente esas
desproporciones, pero no se fijan en que, con todo y con eso, muy pocos eran
los que entonces se atrevían a decirlo. Si esta novela no se publicó en su
momento no es porque Baroja mismo la considerase mala o peligrosa, sino porque
no la pudo publicar. Ni el libro Miserias
de la guerra ni esta otra, ambas de la trilogía Las saturnales, de la que sí pudo publicar El cantor vagabundo, vieron entonces la luz, y sería sarcástico que
los mismos motivos que llevaron a no publicarla entonces por un gobierno
fascista lleven ahora a que los demócratas más avanzados la denigren. Es típico
de Baroja: su sentido común no cabe en los corsés de las ideologías. Una de sus
ideas más repetidas y vidriosas es aquella de que la miseria económica engendra
miseria moral. Quizás el escritor que mejor haya sabido ver la belleza de la
humildad, y que más cercano se ha sentido a los que sufren, sea también el
único que se asqueaba por la monstruosidad de parte de esa misma gente cuando se
fanatiza y se esconde entre la masa. La idea será incómoda, pero estos días
vemos, y cómo, lo vigente que sigue estando.
La otra
parte, la de los habitantes de hotel o los caminantes noventayochistas, no es
peor por ser ya conocida. Es más, el modo de utilizarla es cada día más
pictórico. Baroja añade colores, tonalidades, figuritas, nubarrones, sin más
interés técnico, narrativo, que el de que la novela no se caiga de la cuerda
floja sobre la que camina. El contenido está ya, el contenido es el tintero, su
obra entera, todas las mañanas, al buen tun-tún, en una ciudad mentalmente
paseable, lejos de la guerra y entre mujeres que aviven la melancolía y
consuelen, como Abisag la Sulamita, pero con más castidad que en la Biblia, el frío
de la vejez. He leído, por cierto, en una promoción de Los caprichos de la suerte, que en esta novela aparece una escena
de erotismo explícito, cosa rara en Baroja. Y tan rara. Esta dura una línea.
Elorrio vive en una habitación que comunica por una puerta condenada con la de
Gloria, quien, una noche, la abre y aparece en el dormitorio de Elorrio “completamente
desnuda”. Fin. No, si esta novela tiene interés es porque se trata del Baroja
de siempre, el que completa su obra e ilumina la de otros. El Cela viejo, sin
ir más lejos, el Cela de El Camaleón
soltero, por ejemplo, viene de aquí, de ese mismo Hotel del Cisne, y al
vagabundo carpetovetónico también se lo ve caminando por las primeras páginas
de este libro, trufadas de coplillas de caminante. Solo con esa descripción del
camino a Cuenca ya esta novela habría merecido la pena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario